Capítulo 19

Fue Gunther quien escogió el lugar.

—La estación no. Es un lugar demasiado expuesto, y hay que tener en cuenta a Herr Brandt.

—¿Emil? No voy a llevar a Emil.

—Debe hacerlo. Es a Brandt a quien quiere. No se presentará sólo por usted. —Se levantó con la taza de café, frío y sobrio, y se acercó al mapa—. Imagine lo que está pensando. No puede volver a perderlo. Si usted está solo, ¿qué habrá conseguido, aunque lo mate? Seguirá sin tener a Brandt. No, quiere un plan sencillo para recuperarlo. Usted no sospecha nada, logra sorprenderlo y se lleva a Brandt. O a los dos. A usted para más adelante. Pero el encuentro debe producirse en un lugar donde no corra el riesgo de llamar la atención. Si lo mata allí, lo perderá todo. Necesita esa protección.

—Sé cuidarme solo —repuso Jake, con una mano sobre la pistola que llevaba en la cadera.

Gunther se volvió y esbozó una sonrisa.

—De modo que es verdad. Los americanos dicen esas cosas. Pensaba que sólo en Karl May. —Echó un vistazo a la librería—. Pero en la vida real me parece absurdo. En la vida real uno busca protección.

—¿Dónde? Debo hacerlo solo. No tengo a nadie en quien confiar.

—¿Confía en mí? —Miró a Jake a los ojos y, casi avergonzado, se volvió de nuevo hacia el mapa—. Entonces no estará solo.

—¿Va a cubrirme? Creía que no se arriesgaba.

—Alguien tiene que hacerlo. En una operación policial, se lleva siempre a un compañero. Dos colocan la trampa: uno, el queso; el otro, el resorte. Flap. —Chasqueó los dedos—. El cree que lo sorprende, pero es usted quien lo sorprende a él. De lo contrario… —Hizo una pausa, reflexivo—. Pero necesitamos protección.

—No hay ningún lugar en Berlín que ofrezca esa protección.

—Mañana lo habrá —dijo Gunther—. Lo que he pensado es utilizar al ejército americano.

—¿Qué?

—Ya sabe que mañana desfilan todos los Aliados. Así que nos encontraremos aquí —añadió, y posó el dedo sobre Unter den Linden.

—¿En zona rusa?

—Herr Geismar, ni siquiera los rusos dispararán en presencia del ejército americano. —Se encogió de hombros—. Muy bien. —Desplazó el dedo a la izquierda, más allá de la Puerta de Brandeburgo—. El palco presidencial estará aquí, en zona británica.

—Por poco.

—No importa, siempre y cuando el ejército esté allí. De modo que quedaremos delante del palco presidencial. Entre la multitud.

—Si voy a estar tan protegido, ¿por qué iba a marcharme con él?

—Podría encañonarle con una pistola por la espalda. Discreto, pero persuasivo. Eso es lo que yo haría. «Camine despacio.» —Emuló la voz de un policía—. Suelen hacerlo.

—Si es ese el modo en que los rusos juegan…

—Así lo harán. Voy a sugerírselo yo mismo. —Se volvió de espaldas al mapa—. El problema es que no sabemos quién es. Me sentiría mejor si supiera quién va a presentarse. De esta forma tenemos que esperar al último momento… para sorprenderlo. Uno puede colocar la trampa, pero la sorpresa nunca es segura. La lógica es segura.

—Lo sé, seguir las claves. ¿Ha encontrado algo en los Persilscbeine? —preguntó Jake, mirando a la mesa.

—No, nada —contestó Gunther, apesadumbrado—. Pero debemos de haber pasado algo por alto. Siempre hay lógica en un crimen.

—Si tuviéramos tiempo de encontrarla. Se me han acabado las pistas. La última murió con Sikorsky.

Gunther meneó la cabeza.

—No, alguna otra cosa. Tiene que haber algo. Verá, he estado pensando en Potsdam, aquel día en el mercado.

—Sabemos que fue él.

—Sí, pero ¿por qué entonces? Debe de haber algo, el cuándo. Algo ocurrió que lo hizo actuar entonces. ¿Por qué no antes? Si supiéramos eso…

—Nunca se rinde, ¿eh? —comentó Jake, impaciente.

—Esa es la manera de resolver un caso, con lógica. No así. Trampas. Armas. —Agitó una mano en dirección a la librería—. El Salvaje Oeste en Berlín. Bueno, siempre podemos…

—¿Qué? ¿Esperar a que él me liquide mientras usted resuelve el caso? Ya es demasiado tarde para eso. Tenemos que acabar con esto antes de que vuelva a intentarlo.

—Esa es la lógica de la guerra, Herr Geismar, no la de un caso policial. —Gunther se alejó del mapa.

—Yo no empecé. ¡Por Dios! Lo único que quería era una historia.

—Pero, como bien dice usted —replicó Gunther mientras cogía la corbata de los funerales, que había dejado en la mesa—, cuando ya has empezado, sólo importa el final. —Se dispuso a anudarse la corbata, sin necesidad de espejo—. Esperemos que gane usted.

—Me cubren un buen ayudante y el ejército americano. Ganaremos. Y después…

Gunther gruñó.

—Sí, después. —Se miró la corbata y alisó los extremos—. Después tendrá paz.

La tarde resultó claustrofóbica en el piso, y la cena, aún peor. Lena encontró un poco de repollo para acompañar la carne de vaca en conserva de las raciones B. Lo sirvió en un plato en el centro de la mesa, chorreante, y todos, sentados alrededor, comieron. Sólo Erich comió con entusiasmo. Sus afilados ojos, los de Renate, saltaban de un huraño rostro a otro, pero guardaba silencio, quizá habituado ya a las comidas silenciosas. Emil se había animado al saber que sería devuelto al día siguiente, pero después se había sumido en un enojo ofendido que le hizo pasar la mayor parte del día tumbado en el sofá con un brazo sobre los ojos, como un prisionero sin el privilegio de salir al patio. El sucedáneo de café era flojo y amargo, una mera excusa para demorarse en la mesa, no merecía la pena tomarlo. Todos sintieron cierto alivio cuando apareció Rosen, agradecían cualquier sonido que amortiguara el tenso tintineo de las cucharillas.

—Mira lo que te ha encontrado Dorothee —le dijo a Erich, y le tendió una barra de chocolate a medio comer. Sonrió al ver cómo el niño quitaba el envoltorio—. No de un bocado, ¿eh?

—Es usted muy bueno con él —le dijo Lena—. ¿Dorothee está mejor?

—Todavía tiene la boca hinchada —respondió el hombre. Un bofetón a manos de un soldado borracho, dos noches antes—. Demasiado hinchada para comer chocolate, en cualquier caso.

—¿Puedo verla? —preguntó Erich.

—¿Te parece bien? —Rosen se dirigía a Lena. Esta asintió—. Bueno, pero recuerda que debes fingir que tiene el mismo aspecto de siempre. Dale las gracias por el chocolate y dile sólo: «Lamento que te duelan las muelas».

—Ya lo sé, no debo fijarme en el morado.

—Exacto —confirmó Rosen con dulzura—. No te fijes en el morado.

—¿Puedo hacer algo? —preguntó Lena.

—Está bien, sólo magullada. Mi ayudante la curará —respondió él, y le tendió la bolsa a Erich—. No tardaremos.

—Esa es la vida que le estás dando —le espetó Emil a Jake cuando se hubieron marchado—. Putas y judíos.

—Cállate —intervino Lena—. No tienes derecho a decir esas cosas.

—¿Que no tengo derecho? Eres mi mujer. Rosen… —añadió, con voz desdeñosa—. Andan siempre los dos juntos.

—Basta ya de decir sandeces. Rosen no sabe nada del niño.

—Siempre se reconocen entre sí.

Lena lo miró con abatimiento. Se levantó y empezó a quitar la mesa.

—Nuestra última noche —dijo, mientras apilaba los platos—. Y qué plácida estás haciendo que sea. Quería disfrutar de una cena agradable.

—Con mi mujer y su amante. Sí, muy agradable.

Ella sostuvo un plato en el aire unos segundos, dolida, y lo añadió a la pila.

—Tienes razón —admitió—. Aquí no hay sitio para un niño. Esta noche me lo llevaré con Hannelore.

—No podrás volver después del toque de queda —dijo Jake.

—Me quedaré allí. Tampoco hay sitio aquí para mí. Puedes seguir escuchando esta sarta de estupideces, yo estoy cansada.

—¿Te vas? —preguntó Emil, desconcertado ante su reacción.

—¿Por qué no? Contigo así… Me despediré aquí. Me das pena, tan herido e irritado. No teníamos por qué acabar así. Deberíamos alegrarnos el uno por el otro. Tú te irás con los americanos. Esa es la vida que querías. Y yo…

—Tú te quedarás con las putas.

—Sí, me quedaré con las putas —dijo ella.

—¡Qué desfachatez! —exclamó Jake.

—No pasa nada —le calmó Lena. Meneó la cabeza—. No quería decir eso, lo conozco. —Avanzó un paso hacia él—. ¿Te conozco? —Alzó una mano para posársela en la cabeza, lo miró y volvió a bajarla—. Estás tan enfadado… Mira tus gafas, otra vez sucias. —Se las quitó y se las limpió con la falda, como solía hacer—. Toma, ahora verás algo.

—Veo perfectamente. Veo qué está ocurriendo, lo que has hecho —repuso, dirigiéndose a Jake.

—Sí, lo que ha hecho —intervino ella con voz resignada, casi nostálgica—. Te ha salvado la vida y ahora te ofrece la oportunidad de comenzar de nuevo. ¿También ves eso? —Volvió a levantar la mano y se la posó en un hombro—. No seas así. Recuerda cuántas veces nos preguntamos durante la guerra si sobreviviríamos. Eso era lo único que importaba entonces, y lo hemos conseguido. Quizá hemos sobrevivido para esto, para que ambos empecemos una nueva vida.

—No todos hemos sobrevivido.

Ella retiró la mano.

—No, no todos.

—Tal vez en tu nueva vida te resulte conveniente que Peter ya no esté.

Sólo sus ojos reaccionaron, un gesto de dolor.

Jake lo fulminó con la mirada.

—Oye, cabrón…

Lena agitó una mano para atajarlo.

—Ya hemos dicho suficiente. —Miró a Emil—. Dios mío, cómo puedes decirme eso…

Emil guardó silencio con la mirada clavada en la mesa.

Lena se acercó a la cómoda, abrió un cajón y sacó una fotografía.

—Tengo algo para ti —dijo acercándose a él otra vez—. La encontré entre mis cosas.

Emil sostuvo la fotografía, parpadeó y sus hombros se hundieron a medida que la observaba con más detalle; todo fue suavizándose en él, incluso la mirada.

—Mírate —dijo con voz queda.

—Y tú también —repuso Lena por encima de su hombro, con un tono tan íntimo que por un instante Jake creyó que ya no estaba en la misma habitación que ellos—. ¿Es esto lo que quieres?

Emil la miró, dejó la fotografía y se puso en pie. Le sostuvo la mirada un minuto más antes de volverse y, sin mediar palabra, se encaminó a la puerta del dormitorio y la cerró tras él.

Jake cogió la instantánea. Una pareja joven, abrazada en una pista de esquí, con los ojos desorbitados bajo gorros de lana, sonrisas tan amplias y blancas como la nieve que los rodeaba, tan jóvenes los dos que debían de ser otros.

—¿De cuándo es? —preguntó.

—De cuando éramos felices. —Tomó la fotografía y la miró una vez más—. Ahí tienes a tu asesino. —La dejó en la mesa—. Voy a buscar a Erich. Tú puedes fregar los platos.

«No me busque, yo los veré», le había dicho Gunther, y, de hecho, cuando Jake y Emil llegaron al desfile, no parecía estar por ninguna parte. Sin duda se había ocultado entre la multitud de uniformes que se aglomeraban en la Puerta de Brandeburgo y que se desparramaban sin orden aparente por el páramo de Tiergarten, a lo largo de Charlottenburgen Chausee. Los Aliados habían vencido incluso al tiempo: el cielo húmedo y encapotado se había tornado límpido y despejado para la marcha, con una brisa lo bastante intensa para hacer ondear las columnas de banderas. Carteles de Stalin, Churchill y Truman colgaban del arco, y entre las filas Jake vio cómo las tropas y los vehículos acorazados empezaban a avanzar hacia ellos por Unter den Linden: miles de soldados, y muchos más apiñados a lo largo del pavimento para vitorearles. Sólo había un puñado de civiles: buscadores de curiosidades con semblante adusto, pequeñas bandas de desplazados apáticos sin ningún otro lugar adonde ir, y las habituales camarillas de niños, para quienes cualquier evento constituía una distracción. El resto de Berlín se había quedado en casa. Por toda la gris avenida de tocones carbonizados y ruinas, los Aliados celebraban su victoria.

Cuando Jake llegó al palco presidencial, las primeras bandas habían pasado, una obertura de estridentes vientos. Recordó los otros desfiles que había visto en ese mismo lugar, cinco años antes, con los árboles de Unter den Linden estremeciéndose por el recio paso de botas que regresaban de Polonia. Este era más relajado y colorido; los franceses parecían casi juguetones con sus borlas rojas; los británicos marchaban con tal informalidad que daba la impresión de que ya estuvieran desmovilizados, de camino a casa. La pulcritud había quedado relegada a los americanos de la 82.ªDivisión Aerotransportada, que lucían cascos lustrosos y guantes blancos bajo las trabillas de los hombros, aunque con la música y los aplausos aislados el efecto resultaba más teatral que militar. Soldados artistas. Incluso el palco presidencial, adornado con banderines y micrófonos para los discursos que vendrían más tarde, se alzaba sobre la calle como un escenario, repleto de generales ataviados con uniformes tan sofisticados que más parecían barítonos a punto de arrancarse a cantar.

Zhukov era el más llamativo, con dos filas de medallas a ambos lados del pecho que le llegaban hasta la cadera. A su lado, la sencilla chaqueta de Patton, con apenas unas cintas, transmitía una especie de simplicidad desafiante. Sin embargo, la teatralidad estribaba en sus movimientos. Zhukov, al frente y en el centro, avanzó un paso, pero Patton avanzó con él, de modo que para cuando llegaron al balaústre ambos se habían convertido ya en un vodevil de generales haciéndose reverencias. La prensa reaccionó tomando fotografías desde su propio palco, y Jake observó que incluso el general Clay, habitualmente sobrio, intentaba contener una sonrisa y casi le guiñaba un ojo a Muller, que respondía mirando al cielo en un gesto de paciencia; el juez Harvey, de pelo plateado, permanecía inmóvil, sufriendo sus ridiculeces. Por un segundo, Jake deseó estar cubriendo todo aquello para Collier’s: la estridencia del aire, las absurdas disputas, el Reichstag quemado como telón de fondo en la distancia. Tal vez una entrevista con Patton, que lo reconocería y siempre hacía buenas declaraciones. En lugar de eso, sin embargo, buscaba con ansia un rostro entre la muchedumbre. Lo que pensaba, a medida que desfilaban más tropas, era que en su vida había visto tantas armas y que Gunther se había equivocado: en absoluto se sentía protegido. Cualquiera de ellos, entre aquel enjambre, podía estar preparado para actuar en cualquier momento.

—¿Vamos a ver el desfile? —preguntó Emil, confuso.

—Vamos a encontrarnos con alguien —contestó Jake. Consultó el reloj—. No tardará.

—¿Quién?

—El hombre que te sacó de Kransberg.

—¿Tully? Dijiste que había muerto.

—Su socio.

—O sea que se trata de otro truco. No me llevas con los americanos.

—Ya te lo he dicho, te necesitamos como señuelo. Después iremos a ver a tus amigos.

—¿Y los documentos?

—También entran en el pacto. Les daré ambas cosas.

—No lo harás.

—No lo dudes.

—No puedes hacerlo. Piensa en lo que significará para Lena, un juicio.

—Es maravilloso ver que siempre piensas en ella. Oye, vas a salir adelante con tu vida. Eso es más de lo que puedes decir de los trabajadores del campo de Dora.

Emil entornó los ojos.

—Pues vete al infierno —espetó.

Dio media vuelta para marcharse.

Jake lo agarró de un brazo.

—Inténtalo y te pegaré un tiro en un pie. A mí me encantaría, pero a ti no. —Se miraron unos instantes, en tablas, y al fin Jake bajo la mano—. Ahora, contempla el desfile.

Jake paseó la vista por la multitud. Ni un solo rostro conocido. Aunque ¿por qué iba a ser alguien que él conociera? En el palco, Zhukov se había inclinado aún más sobre el balaustre, dispuesto a recibir el saludo de su cuerpo de lanceros. Más uniformes en escena, el retumbar sordo de las botas, las espadas desenfundadas y en alto, refulgiendo a la luz, pero ya no era cómico, la vieja advertencia de Goebbels, el azote del Este. Un reducido corrillo de desplazados se dio la vuelta y se alejó de la concurrencia volviendo las miradas hacia las espadas. En la intimidada curva de sus hombros, Jake vio que aquel espectáculo era en realidad ruso, que el resto de los Aliados no eran más que extras inofensivos. El mensaje no era la victoria, sino las apabullantes botas. Nadie puede detenernos. Era un desfile con vistas a la siguiente guerra. En el palco se desvanecieron las sonrisas. «¿Qué ocurrirá cuando todo termine?», se había preguntado. Que vendrá otra. Fue entonces, al observar a los rusos, cuando notó el codazo en los riñones.

—Bonito espectáculo.

Jake se volvió con la mano sobre la funda de la pistola.

—¡Cuidado! —exclamó Brian, sorprendido por el movimiento brusco—. Hola otra vez —le dijo a Emil—. Hoy sin uniforme, ¿eh?

—¿Qué haces aquí? —preguntó Jake.

—¿Brian? Pero si él ya había tenido a Emil en sus manos…

—¿Qué quieres decir? Todo el mundo está aquí. No hay nada como un desfile. Basta con mirar al viejo Zhukov. Esto es un espectáculo de variedades. ¿Vienes al palco de la prensa?

—Ahora, no, Brian. Lárgate.

Pero Brian mantenía la mirada clavada en los lanceros, por encima del hombro de Jake.

—Por su aspecto, diría que estarán en Hamburgo antes de Navidad.

—Hablo en serio. Te veré luego. —Miró a ambos lados, esperando a que llegara Gunther. Todo ocurría demasiado pronto.

—¿Vas a dejarme al menos esperar a que lleguen las espadas? No querrás que me lo pierda… —Se volvió para mirar a Jake—. ¿Qué es esto? ¿En qué estás ahora?

—Nada. Largo —insistió Jake sin dejar de mirar a uno y otro lado con nerviosismo.

Brian lo observó, y después también a Emil.

—¿Tres, multitud? Vale, me largo. ¿Te guardo un sitio?

—Sí, guárdame un sitio.

—Si el joven Ron da permiso para entrar… He conocido camareros con mejores modales. Eh, ahí llegan los gaiteros. —Volvió a mirar a Jake—. Cuídate.

Se abrió camino hacia delante, vaciló mientras pasaban los últimos rusos y después echó a correr por el repentino claro hasta los palcos del otro lado. Jake lo perdió de vista cuando se sumergió en la muchedumbre para alcanzar los asientos del fondo del palco de la prensa, y después lo vio reaparecer arriba, hablando con Ron. ¿Por qué no Ron? Se había marchado a media cena en Gelferstrasse aquella noche para jugar al póquer, pero podría haber ido a Grunewald. Ahora disfrutaba de una posición estratégica para localizar a Jake entre el público, podía esperar al momento adecuado, hacer un gesto afirmativo para hacer saltar la trampa. Sin embargo, ni él ni Brian miraban en su dirección, estaban enzarzados en lo suyo. Jake consultó de nuevo el reloj. ¿Dónde se había metido Gunther? Sólo unos minutos para la hora acordada. Tenía que estar apostado ya por allí cerca. Entonces, ¿por qué no se había presentado cuando había aparecido Brian? ¿Y si había sido él, que los despistaba sin siquiera hacer saltar el resorte?

Estuvo a punto de dar un brinco cuando las gaitas empezaron a gemir, crispándole los nervios. En el palco, los británicos se adelantaron y se recolocaron de modo que pudo ver a los dignatarios de visita y a los generales. Justo detrás de Clay estaba Breimer, con traje cruzado, que seguía retrasando su partida, con negocios inconclusos en Berlín. Jake imaginó cómo podría suceder: avistamiento desde el palco, excusa rápida para los demás, aproximación a Emil sin levantar sospechas, un coche a la espera. Jake miró detrás de ellos. Ningún coche. Además, Breimer jamás se arriesgaría a nada en persona. Estaba donde debía estar, en la plataforma del orador, lejos del combate. Incluso Ron era más probable. Volvió a mirar hacia el palco de la prensa. Ron estaba arrimado a un cámara, tomando planos del desfile. En realidad, nadie miraba a Jake. Sin embargo, debía de haber alguien.

De pronto, los gaiteros se detuvieron para hacer una exhibición, una estruendosa explosión de aire que obligó a esperar al cuerpo que desfilaba tras ellos. Jake volvió la cabeza lentamente de izquierda a derecha, como si mirara con unos binoculares, como si rastreara el terreno. El combate siempre se reducía a aquello: la caza de una presa, todos los sentidos alerta, a la espera de un movimiento repentino. Sin embargo, allí todo parecía estar en movimiento. La gente iba y venía por la vía del desfile, los generales intercambiaban asientos en el palco, e incluso los gaiteros, aunque no avanzaban, tocaban las gaitas. Las cabezas de la muchedumbre se ladeaban tratando de ver mejor, o se agachaban para dar una calada a un cigarrillo. Un prado lleno de ciervos moviéndose a su antojo, ninguno de ellos inmóvil el tiempo suficiente para permanecer en el visor de un fusil. Dio un giro completo sobre sí mismo; de espaldas al desfile, de frente al Tiergarten. Pasaba ya de la hora y Gunther seguía sin aparecer. «Sé cuidarme solo.» Pero ¿y él? Al volverse de nuevo hacia el desfile y rastrear una vez más los palcos en busca de un rostro, pensó que lo había interpretado al revés: él era uno de los ciervos, alerta pero sin saber qué debía buscar. El cazador, inmóvil, le estaría observando.

Los gaiteros volvieron a ponerse en marcha. Jake los seguía con la mirada cuando de pronto lo atisbo, un titileo en el rabillo del ojo, lo único que no se movía en el remolino que tenía delante. Absolutamente inmóvil. Una fila de gaiteros pasó. Si se volvía, estaba equivocado, pero otra hilera de cabezas empezó a desfilar y aquellas gafas oscuras seguían fijas en él. Tal vez sólo contemplaban el desfile. Entonces Shaeffer levantó una mano, como si fuera a saludar, y se quitó las gafas, las plegó con una mano y se las guardó en un bolsillo sin pestañear; la mirada clavada en Jake, dura como el acero. Ni siquiera un gesto afirmativo con la cabeza; sólo los ojos. Únicamente su boca se movió, para esbozar lo que parecía más una mueca involuntaria que una sonrisa. Shaeffer. Otra fila, mientras ellos se sostenían la mirada, esa fracción de segundo de la cacería en que todo lo demás desaparece del terreno. No le sorprendía verlo, sabía que estaría allí, esperando a que la calle se despejara. Jake contuvo el aliento, atrapado por su mirada. «No sabemos quién», había dicho Gunther, pero ahora ya lo sabía, aquella mirada era inconfundible. No, no estaba sorprendido. El hombre que iría a por él.

Las gaitas casi habían desaparecido ya y Shaeffer avanzó un paso, pero la unidad que esperaba detrás avanzó también y una nueva hilera de cabezas lo hizo desaparecer de la vista. ¿Cuánto tardaría en cruzar? Cerca de la Puerta de Brandeburgo estalló un rugido intermitente, como un trueno, y Jake desvió la mirada involuntariamente hacia el desfile. Tanques soviéticos, pesados y enormes, machacando el ya maltrecho pavimento y avanzando raudos, negándose a aguardar ociosos. Shaeffer ni tan siquiera se había molestado en mirar, sus ojos seguían congelados donde habían estado, en Jake. El rostro de Sikorsky en la fotografía de Liz, sin prestar atención a la multitud de Tempelhof. Shaeffer. «Siga las claves.» Shaeffer, que tenía el arma adecuada, que había sido el interrogador en Kransberg. La oportunidad perfecta, la tapadera perfecta. Libre de sospecha por haber cazado a los ingenieros de Zeiss —¿sin ningún valor?—, mientras se dedicaba a escoger al equipo de los misiles. Podría haberle dado el soplo a Sikorsky antes de la reunión en el Adlon. Había ido en busca de los documentos. Y, por último, lo único que en realidad importaba: estaba allí, y sabía que Jake estaría allí. El hombre que ahora esperaba para cruzar la calle.

Jake echó un vistazo rápido tras él. Ni rastro de Gunther, tan sólo un pequeño claro abierto en el parque. «Dos para hacer saltar la trampa.»

Pero ¿por qué molestarse? Lo único que quería era saberlo. Ahora sólo se trataba de llevarse a Emil antes de que Shaeffer lo cogiera. El jeep estaba en la misma Chausee, algo más abajo, cerca pero demasiado lejos para llegar hasta él si los perseguían. Otro vistazo a un lado, el único lugar donde podía estar Gunther. Ningún civil, sólo uniformes. «Quiero que me traiciones», había dicho, y tal vez Gunther lo había hecho, manteniendo así, después de todo, sus opciones abiertas. ¿O lo había atrapado ya Shaeffer y lo retenía en algún lugar, para asegurarse la jugada? Jake tomó a Emil por un brazo. Vio a Shaeffer estirar el cuello y avanzar de nuevo, dispuesto a apresurarse.

—¿Qué pasa? —preguntó Emil, molesto.

Si se movían, él echaría a correr entre el desfile. Jake volvió a rastrear el público; todos extraños a excepción de Shaeffer, ni la menor protección. Esperó a los tanques. Ni tan siquiera Shaeffer se precipitaría entre tanques en movimiento. Sostenerle la mirada, hacerle creer que esperarían, inmóviles.

—Escúchame —dijo Jake con una voz neutra, sin apenas mover los labios para que Shaeffer no pudiera interpretar expresión alguna en su rostro—. Tenemos que llegar al palco de la prensa. Después de los tanques. Cuando te avise, sígueme deprisa.

—¿Qué ocurre?

—No importa. Hazlo.

—Otro truco —comentó Emil.

—No mío. De los rusos. Han enviado a alguien a por ti.

Emil lo miró con aprensión.

—¿A por mí?

—Tú sólo haz lo que te digo. Prepárate.

Ruido de metal pesado a medida que los tanques iban llegando frente al palco. Zhukov levantó un brazo, henchido y solemne. Algo más abajo, Shaeffer permanecía rígido, con la mirada aún clavada en el frente, como si pudiera ver a través de las placas de acero como veía por los huecos que se abrían entre ellas. Cuando la mitad de la unidad hubo pasado, los tanques se detuvieron, aunque con los motores vibrando aún con fuerza, y empezaron a hacer girar las torretas a modo de saludo. Por un instante, mientras la hilera de torretas giraba, Shaeffer desapareció tras los largos tubos. Ahora.

Jake avanzó hacia la izquierda, hacia el frente de la unidad, pero las torretas seguían girando y Shaeffer atisbo entre ellas el espacio repentinamente vacío. Alargó el cuello, alarmado. Saltó de la acera y se internó a toda prisa entre las dos filas de tanques. ¿Cuánto tardaría? Segundos. Jake miró atrás. Gunther seguía sin aparecer. En realidad, allí no acudía nadie. Una espalda a la vista. Las torretas casi habían completado ya el círculo y los tanques se disponían a proseguir la marcha; pronto se convertirían en una impenetrable pared en movimiento, con Shaeffer en el mismo lado del desfile que ellos.

Jake agarró a Emil por un brazo y lo arrastró frente a la hilera de tanques más próxima; los motores ensordecedores ahogaron sus protestas. Correr. ¿Podría verles alguien desde las torretas y no obedecer la orden de empezar a avanzar? El crujido del cambio de marcha. Jake tiró del brazo de Emil en su carrera cuando las bandas de rodamiento crujieron y echaron a andar. Corrían hacia la izquierda, hacia el frente de la hilera. Bastaría con resbalar para caer debajo de uno. Estaban a punto de alcanzar el último tanque cuando vio que el vehículo se acercaba demasiado deprisa. Se detuvo en seco y trató de mantener el equilibrio; Emil chocó contra su cuerpo, repentinamente inmóvil, y quedó entre dos tanques, esperando a que la columna acabara de pasar. Detrás del último tendrían justo el espacio suficiente, si calculaba bien. Mantuvo la mirada fija en las bandas, casi contándolas, y se precipitó hacia delante en cuanto pasó el tanque.

—¡Vamos! —gritó, y tiró de la manga en dirección al atónito público.

Esquivó por centímetros la siguiente banda, pero consiguieron cruzar.

—¿Dónde está el incendio? —le espetó un soldado, pero él siguió caminando, abriéndose paso entre cuerpos hasta que quedaron rodeados y volvieron a formar parte de la muchedumbre. No se detuvieron hasta llegar a la parte posterior del palco de la prensa, donde trataron de recuperar el aliento.

—¿Te has vuelto loco? —le preguntó Emil, pálido.

—Sube ahí y quédate con Brian, el hombre del Adlon. Te conoce. Intenta que no se te vea y no vayas a ninguna parte, con nadie. ¿Lo has entendido?

—¿Adonde vas tú?

—A divertirme un poco.

—¿Aún no estamos a salvo? —Emil parecía inquieto.

¿Lo estaban? ¿Quién iba a capturarlos en presencia de la prensa? Al fin y al cabo eso daba más seguridad que el mismísimo ejército. Pero ¿quién sabía lo que iba a hacer Shaeffer? Era su última oportunidad.

—Sigue por ahí, y podría no estar solo.

Un hombre capaz de hacerse con uniformes rusos para llevar a cabo una incursión. Jake se volvió.

—¿Vas a dejarme aquí? —insistió Emil, y miró a su alrededor en busca de un resquicio por el que echar a correr.

—Ni se te ocurra. Lo creas o no, soy tu mejor opción, de modo que estamos atados el uno al otro. Ahora, sube. Volveré.

—¿Y si no vuelves?

—Entonces todos tus problemas se habrán acabado, ¿no crees?

—Sí —admitió Emil, sin dejar de mirarle—. En efecto.

—Pero estarías en un tren camino de Moscú. Te sobraría tiempo para pensar. Haz lo que te digo si quieres salir de aquí con vida. Vete, ya.

Emil vaciló unos segundos, luego colocó una mano en el balaústre de madera de la escalera y empezó a subir. Jake se abrió paso de nuevo hasta la primera fila de espectadores. Tenía que atraer la atención de Shaeffer antes de que él mirara al palco, pero su mirada ya buscaba con desesperación entre la muchedumbre que rodeaba a Jake, y se detuvieron con el ceño fruncido por la sorpresa al posarse en su rostro. Otra unidad rusa pasaba en rígida formación. Alejarlo del palco. Jake empezó a desplazarse a la izquierda justo por detrás de la primera fila, aún visible pero rodeado por otras cabezas, para que cualquiera de ellas pudiera ser la de Emil. Shaeffer lo seguía por el otro lado de la calle; su espigada corpulencia se estiraba sobre la multitud para no perder de vista a Jake. Jake se mezcló entre el público, más denso cerca de la Puerta. Dejó atrás grupos de indistintos soldados estadounidenses. Tenía que alejarse del palco. Miró más allá de las columnas de soldados que desfilaban. Allí seguía, mirándole, los mismos ojos decididos, exasperados, en busca de una grieta en la fila. Debía de haber visto ya que sólo la cabeza de Jake bajaba por la calle, que Emil se había quedado atrás, en algún lugar. ¿Por qué lo seguía? No era una maniobra de distracción, sabía lo que se hacía. Primero, Jake; después regresaría a por Emil, que le creería, aliviado al ver a su cordial interrogador, y cerraría su propia trampa.

Jake vio la Puerta de Brandeburgo adornada con los Tres Grandes. A partir de ahí, la calle se ensanchaba y se abría a Pariserplatz, donde había una gran muchedumbre entre la que sería más fácil perderse. Más tropas rusas, fusiles al hombro; la cabeza rubia seguía sobresaliendo por encima de las demás y moviéndose con Jake entre filas de casacas grises. Detrás de ellos, más allá de la Puerta, un alto en la marcha, un hueco suficientemente amplio. Shaeffer cruzaría por él. Jake aceleró el paso para intentar ganarle ventaja. Pasó junto a la Puerta y avanzó hacia la atestada plaza. Una banda tocaba Stars and Stripes Forever. Volvió la vista atrás. Como temía, Shaeffer corría por el espacio abierto para cruzar antes de que la banda lo ocupara. Ya estaba en su mismo lado. Jake miró hacia el final de Unter den Linden; las aceras estaban ocupadas por los rusos. Tendría que fundirse en la multitud, retroceder hacia el Reichstag. Sin embargo, la concurrencia era más densa allí, una tapadera pero también un obstáculo que lo frenaba. Detrás de él, por encima de la música, oyó a Shaeffer gritar su nombre. Tenía que perderlo cuanto antes. Aceleró el paso, como caminando sobre barro, el cuerpo por delante de los pies.

Los rusos no eran tan afables como los soldados estadounidenses y rezongaban cuando pasaba entre ellos. Sabía, atrapado entre paredes de soldados, que no iba a conseguirlo. ¿Importaba? Shaeffer no dispararía entre tanta gente. Aunque tampoco tendría que hacerlo. Estaba en la zona rusa, donde las personas desaparecían. ¿Por qué había tenido que dejar el palco? Shaeffer no podía correr el riesgo de exponerse en la parte occidental. Allí, sin embargo, Jake podía ser engullido sin que nadie se diera cuenta nunca. Aunque montara una escena, perdería. La policía militar rusa haría una llamada rápida al sucesor de Sikorsky, y Shaeffer regresaría solo. Nada habría ocurrido. Desaparecido, como Tully.

Amerikanski —exclamó un ruso cuando tropezó con él.

—Disculpe. Lo siento.

Sin embargo, el ruso no lo miraba a él, sino al frente, donde las tropas estadounidenses seguían a la banda. Retrocedió un paso para dejar pasar a Jake, por lo visto creyendo que se dirigía a reunirse con su unidad. «Que no se te olvide qué uniforme vistes.» Miró hacia el desfile. No era la espectacular 82.ªDivisión, sino uniformes corrientes, como el suyo, la protección de Gunther. Agachó la cabeza para desaparecer de la vista de Shaeffer y se escurrió entre la muchedumbre, agazapado hasta llegar a la marcha. Varios rusos se echaron a reír: resaca, el aturdimiento habitual que acababa por convertirse en un infierno. Avanzó en paralelo a las filas que marchaban y, cerca del centro de una fila de soldados, empujó de lado a uno para hacerse sitio y se sumó a ella.

—¿Quién coño eres tú?

—Me sigue un policía militar.

El soldado esbozó una sonrisa picara.

—Pues sigue el paso.

Jake dio un respingo, realizó una torpe danza hasta que el avance del pie izquierdo coincidió con el de los demás, luego irguió los hombros y balanceó los brazos al unísono, tornándose invisible. Sin mirar atrás. Pasaban por el punto en el que debía de encontrarse Shaeffer, volviendo la cabeza a un lado y a otro, furioso, peinando a los rusos, buscando en todas partes salvo en el desfile.

—¿Qué es lo que has hecho? —musitó el soldado.

—Fue un error.

—Ya.

Esperó a oír de nuevo un grito llamándolo, pero allí sólo se oía Sousa, campanillas y tambores. Cuando franquearon la Puerta hacia la parte occidental, sonrió para sí; marchaba en su propio desfile de la victoria. No era la victoria de la guerra contra los japoneses, sino la de una guerra privada que ya quedaba atrás, en la parte oriental. Se acercaban al palco más deprisa de lo que podía hacerlo nadie entre la multitud. Aunque Shaeffer se hubiese rendido y hubiese decidido volver, tardaría varios minutos antes de llegar al palco de la prensa, tiempo suficiente para meter a Emil en el jeep y huir. Jake echó un vistazo rápido a un lado. Patton saludaba. Tenía tiempo suficiente, pero seguían siendo unos pocos minutos. Al menos, ahora lo sabía. Lo que no sabía era qué le había sucedido a Gunther.

Resultó más fácil salir del desfile que infiltrarse en él. Tras pasar junto al palco presidencial, hicieron una pausa y, mientras marchaban sin avanzar, Jake se deslizó a un lado y se coló entre el público de la curva en dirección al palco de la prensa. Sólo unos minutos. ¿Y si Emil se había marchado? Pero allí estaba, ni siquiera en el palco, sino junto a la escalera fumando un cigarrillo.

—Eh, ¿qué le dije? Siempre vuelve —dijo Brian—. Respire tranquilo.

—¿Qué hacéis aquí abajo? ¿Ha intentado huir?

—Qué va. Ha sido un buen chico, pero ya conoces a Ron. La curiosidad mató al gato, así que pensé que…

—Gracias, Brian —le atajó Jake, apurado—. Te debo otra.

Volvió la mirada atrás. Nadie, todavía. Brian, mirándolo, señaló con la cabeza en la dirección opuesta al palco.

—Si tienes que irte, mejor que lo hagas ya. Que llegues sano y salvo a casa.

Jake asintió.

—Si no es así, sólo por si acaso, ve a ver a Bernie Teitel. Dile de quién has estado haciendo de canguro y lanzará una bengala.

Tomó a Emil de un brazo y se dispuso a llevárselo.

—La próxima vez prueba a escribir artículos —se despidió Brian—. Es mucho más fácil.

—Sólo si se hace a tu estilo —repuso Jake.

Le puso una mano en el hombro y se marchó.

Cruzaron junto con varios soldados estadounidenses que estaban ya algo hastiados y que aprovechaban otra pausa del desfile para escabullirse hacia el parque.

—¿Quién es Teitel? —preguntó Emil—. ¿Es americano?

—Uno de tus nuevos amigos —respondió Jake, aún con la respiración levemente entrecortada. Estaban ya cerca del jeep.

—¿Un amigo como tú? ¿Un carcelero? ¡Dios mío! ¿Y todo esto por Lena? Ella es libre de hacer lo que quiera.

—Y tú también lo fuiste. Sigue andando.

—No, no fui libre. —Se detuvo y Jake tuvo que volverse—. Para sobrevivir. Uno sigue adelante para sobrevivir. ¿Crees que tú eres diferente? ¿Qué harías tú para sobrevivir?

—Ahora mismo, sacarnos de aquí. Vamos, ya te justificarás en el jeep.

—La guerra se ha acabado —espetó Emil con voz estridente, casi una súplica.

Jake lo miró.

—No del todo.

Algo se movió en el paisaje detrás de Emil, algo borroso entre el público errante, más rápido que los soldados que desfilaban, acercándose por el parque. No iba por la carretera sino campo a través, traqueteando sobre el terreno irregular.

—¡Mierda! —exclamó Jake.

Les pisaba los talones.

—¿Qué ocurre?

Un Horch negro, el coche de Potsdam. No: dos, el segundo quedaba medio oculto por el polvo que levantaba el primero.

—Sube al jeep. Venga, ¡deprisa!

Empujó a Emil, que se tambaleó, luego lo cogió del brazo y ambos corrieron hacia el jeep. Por supuesto, Shaeffer no estaba solo. El jeep no estaba lejos, lo había aparcado detrás de la muchedumbre, junto a otros vehículos, pero el Horch estaba ya tan cerca que incluso lo oían. El ruido del motor era como una mano en su espalda. Cogió la pistola sin dejar de correr. ¿Para qué? Si se daba el caso, un disparo al aire atraería la atención. Al menos les proporcionaría la protección del público.

Estaban a punto de alcanzar el jeep cuando el Horch se les adelantó y les bloqueó el paso con un chirrido de frenos. Un ruso uniformado se apeó y se apostó junto a la puerta, sin apagar el motor.

—Herr Brandt —saludó a Emil.

—Quítate de en medio o dispararé —amenazó Jake, apuntando hacia arriba con el arma.

El ruso lo miró y esbozó una sonrisa petulante y después hizo un gesto afirmativo con la cabeza en dirección al otro coche, que se había detenido detrás. Dos hombres vestidos de paisano.

—Para entonces ya estarás muerto. Baja el arma. —Seguro de sí mismo, sin siquiera esperar a que Jake obedeciera—. Herr Brandt, acompáñenos, por favor. —Abrió la puerta trasera del coche.

—No va a ninguna parte.

—Con permisos de viaje no —puntualizó el ruso, con voz anodina—. Como ve, no son necesarios. Una disposición diferente. Por favor.

Asintió mirando a Emil.

—Se encuentran en zona británica —dijo Jake.

—Presente una queja —replicó el ruso. Miró hacia el otro coche—. ¿Tengo que pedir a mis hombres que intervengan?

Emil miró a Jake.

—Mira el lío en que nos has metido.

El ruso parpadeó, desconcertado por aquel disentimiento, y abrió la puerta del acompañante. Gunther bajó y se acercó a ellos, pistola en mano.

—Suba al coche, Herr Brandt.

Por un instante, mientras los escrutaba con el arma empuñada, Jake sintió que se le desinflaban los pulmones. La decepción le dejaba sin fuerzas por momentos. «Quiero que me traicione.» Emil se encaminó reluctante al coche. El ruso cerró la puerta trasera. Flap.

—Un buen poli alemán —comentó Jake con voz pausada, sin dejar de mirar a Gunther.

—Ahora usted —le indicó Gunther, y apuntó con la pistola hacia el coche—. Delante.

El ruso los miró, sorprendido.

—No, sólo Brandt. Déjelo.

—Suba —insistió Gunther.

Jake fue hasta hacia la puerta del acompañante y se detuvo a su lado. Se oyó un silbido agudo. Miró por encima del coche. Al final de la calle, Shaeffer había dejado de correr. Se llevó dos dedos a la boca y luego se precipitó de nuevo hacia ellos. Un soldado se desmarcó de la multitud y corrió tras él. El resto de la trampa se cerraba.

—¿Qué está haciendo? —preguntó el ruso a Gunther.

—Yo conduciré.

—¿Qué pretende? —Su voz sonaba alarmada.

Gunther desplazó la pistola hacia el ruso.

—Vaya con los demás.

—¡Cerdo fascista! —gritó el ruso.

Sacó la pistola, pero su mano se detuvo a medio camino cuando le alcanzó la bala de Gunther, una explosión tan repentina que por un instante pareció que no había llegado a disparar. Se produjo gran agitación alrededor, como el vuelo sobresaltado de una bandada de pájaros en el campo. Los espectadores más próximos se agacharon sin mirar, en un acto reflejo. En el palco presidencial se produjo una reacción retardada, los de menor rango azuzaban a los generales para que bajaran. Gritos. Los hombres del otro coche bajaron y corrieron, aturdidos, hacia el ruso abatido. Jake vio que Shaeffer se detenía, una décima de segundo, y seguía corriendo agazapado. Todo al mismo tiempo, de tal modo que Gunther estaba ya dentro del coche antes de que Jake se diera cuenta de que se ponía en movimiento. Saltó dentro sujetándose a la puerta abierta mientras metía la otra pierna. Doblaron a la izquierda, de vuelta al escarpado terreno del parque, traquetearon con violencia y enfilaron hacia la parte occidental, hacia la Columna de la Victoria. Siguiendo por el mismo lado, adelantaron al desfile. Gunther viró bruscamente para esquivar el cráter de una bomba y, al hacerlo, pasó sobre un profundo surco que provocó una fuerte sacudida en el coche y aplastó el hombro dolorido de Jake contra la puerta.

—¿Está loco? —gritó Emil desde el asiento posterior, con la mano sobre la cabeza, que acababa de darse contra el techo.

—Siga sentado —le dijo Gunther con voz pausada, girando el volante para esquivar un tocón.

Jake miró atrás e intentó atisbar a través del polvo. El otro Horch los seguía, dando bandazos por el mismo suelo accidentado. Algo más atrás, un jeep, presumiblemente el de Shaeffer, se alejaba de la multitud que se había congregado alrededor del ruso muerto. Por la ventana se oían, irreales, trompetas y el golpeteo rítmico de tambores, el mundo de cinco minutos atrás.

—Intenté demorarlos —explicó Gunther—. Calculé mal el tiempo. Creí que se había ido ya, que sabía que algo iba mal.

—¿Por qué usted?

—Porque me esperaba. Tenía que llevarlo al coche para recoger los permisos. Pero él vio correr a Brandt. Una gente impulsiva —añadió con tono lacónico y sin dejar de sujetar con fuerza el volante.

Rebotaron al pasar por encima de otro hoyo del terreno horadado.

—También usted ha sido bastante impulsivo. ¿Por qué usted y no el americano?

—No podía venir.

Jake miró atrás. La distancia aumentaba.

—En realidad, sí ha venido. Sigue tras nosotros.

Gunther gruñó, intentando comprenderle.

—Muy bien. A lo mejor me ha puesto a prueba para ver si podían confiar en un alemán.

—Ya tienen su respuesta. —Jake lo miró—. Pero yo debería haberlo sabido.

Gunther se encogió de hombros, concentrado en conducir.

—¿Quién conoce a nadie en Berlín? —Viró el volante, eludiendo la estatua de un Hohenzollern que milagrosamente había sobrevivido; sólo el rostro parecía descascarillado por una explosión—. ¿Siguen ahí? —preguntó, sin confiar en sí mismo lo bastante para mirar por el retrovisor.

Jake se volvió.

—Sí.

—Necesitamos una calzada. Así no podemos ir más deprisa. —Ya se veía la glorieta de Grosser Stern, un embudo atestado de participantes en el desfile—. Si pudiéramos atajar por el centro… Sujétense.

Otro giro brusco a la izquierda para dejar a un lado el desfile e internarse aún más en el parque. Emil gruñó en el asiento trasero.

Jake sabía que Gunther los llevaba al sur, hacia la zona estadounidense, pero todos los puntos de referencia que conocía habían desaparecido. Frente a ellos, un espacio desolado, salpicado de tocones, escombros y farolas rotas. El paisaje lunar de Ron. El terreno era allí incluso peor, no tan despejado como el colindante a la Chausee. Estaba lleno de montículos.

—Ya estamos cerca —dijo Gunther, que dio un brinco al sortear un bache.

Incluso el recio Horch rebotó. Por un instante, al mirar atrás entre el polvo a los coches que los seguían, a Jake se le ocurrió que Gunther finalmente tenía su Salvaje Oeste, la diligencia traqueteando al galope por las tierras baldías. Y entonces otro Horch salido de la nada se coló en el sueño de Karl May y empezó a dispararles desde detrás. Una ráfaga de tiros y después el estallido del parabrisas trasero haciéndose añicos.

—¡Dios santo, nos disparan! —gritó Emil con la voz entrecortada por el miedo—. ¡Pare! ¡Esto es una locura! ¿Qué está haciendo? ¡Van a matarnos!

—Siga agachado —le indicó Gunther mientras se encorvaba un poco más sobre el volante.

Jake se agazapó y miró atrás por el borde del asiento. Los dos vehículos disparaban ya; una lluvia de balas extraviadas.

—¡Vamos, Gunther! —azuzó Jake, un jinete a caballo.

—Está ahí, está ahí.

Un claro de asfalto en la distancia.

Dobló a la derecha como si tuviera la intención de dirigirse a Grosser Stern, y después súbitamente a la izquierda para esquivar un tronco caído y no aprovechado todavía como leña. La maniobra despistó a los dos coches de atrás. Más disparos; uno de ellos rozó el guardabarros trasero.

—¡Pare, por favor! —suplico Emil, casi histérico, desde el suelo del coche—. ¡Vamos a matarnos!

Sin embargo, ya habían llegado. Toparon contra un montículo de pavimento resquebrajado en el borde de Hofjägerallee y aterrizaron con un golpe seco en la despejada avenida. Curiosamente, había tráfico: dos convoys giraban por la rotonda y se les acercaban entre traqueteos. Gunther aceleró por delante de ellos y giró el volante a la izquierda. Los neumáticos chirriaron, pasaron tan cerca de los camiones que provocaron un estridente pitido de claxon.

—¡Por Dios, Gunther! —exclamó Jake, sin aliento.

—Conducción policial —se justificó este mientras el coche seguía contoneándose por la maniobra.

—Pues que no tengamos una muerte policial.

—No. Eso sería una bala.

Jake miró atrás. Los otros no habían tenido la misma suerte y quedaron atrapados junto a la carretera hasta que los camiones pasaron de largo con su paso lento. Gunther aceleró en dirección al puente que llevaba a Lützowplatz. Si conseguían llegar al puente, estarían de vuelta en la ciudad, un laberinto de calles y peatones donde, al menos, el tiroteo cesaría. Pero ¿por qué habían empezado a disparar los rusos, poniendo en peligro la vida de Emil? ¿Una lógica desesperada? ¿Mejor muerto que con los estadounidenses? Eso significaba que, al fin y al cabo, consideraban la posibilidad de perder.

Sin embargo, todavía no. Los Horch que los perseguían también ganaron velocidad en la calzada llana. Ahora la ruta era recta, pasaba por el distrito diplomático situado al final del parque, y después por el Landwehrkanal. Gunther apretó el claxon. Un grupo de civiles caminaban con dificultad por el margen de la calle, empujando una carretilla. Se dispersaron en ambas direcciones para esquivar el coche, pero no salieron de la carretera, lo cual obligó a Gunther a reducir la velocidad y presionar el freno y el claxon al mismo tiempo. Era la oportunidad que buscaban los rusos, que aceleraron para mermar la distancia que separaba los coches. Otro disparo. Los civiles echaron a correr, aterrados. Seguían acercándose. Jake se inclinó sobre la ventanilla abierta y disparó al Horch. Apuntó bajo, un disparo de advertencia, dos, para hacerles reducir la marcha. Nada, ni tan siquiera una pausa. Y entonces Gunther volvió a hacer sonar el claxon. El coche de los rusos empezó a expulsar humo… No, no era humo: era vapor, un vapor de hervidor de agua que brotaba de la rejilla y se dispersaba sobre el capó. Un disparo afortunado había perforado el radiador, o tal vez el viejo motor finalmente se rendía. ¿Qué importaba? El coche seguía precipitándose hacia ellos entre su propia nube… y luego disminuyó la velocidad. No era el freno, sino una avería.

—Adelante —dijo Jake al ver la calle despejada de civiles.

Detrás, el Horch se había detenido. Uno de los hombres se apeó y apoyó un brazo en la puerta para apuntar. Un blanco definido. Gunther pisó a fondo el acelerador. El coche saltó de nuevo con el impulso.

Esta vez Jake no oyó la bala, ni tan siquiera el ruido sordo que astilló la ventanilla y que se perdió entre los rugidos del motor y los gritos que no cesaban en la parte de atrás. Un sonido seco que penetró en la carne, como un leve gruñido, demasiado discreto para hacerse oír, hasta que el chorro de sangre aterrizó en el salpicadero. Gunther se desplomó hacia delante sin soltar el volante.

—¡Gunther!

—Puedo conducir —dijo, una gárgara ronca.

Más sangre anegando el volante.

—¡Dios! ¡Pare a un lado!

—Estamos cerca.

Su voz se desvanecía. El coche dio un viraje a la izquierda.

Jake sujetó el volante y lo estabilizó. Miró alrededor. Sólo los seguía el jeep; el Horch había quedado varado más atrás. Seguían avanzando deprisa, el pie de Gunther era un peso muerto sobre el acelerador. Jake se inclinó un poco más sobre él, agarró el volante con ambas manos e intentó apartar el pie del pedal.

—¡El freno! —gritó. Gunther había vuelto a desplomarse hacia delante; un muro corpulento, inamovible. Jake se aferraba al volante, aunque las manos le resbalaban por la sangre—. ¡Mueva la pierna!

Pero Gunther parecía no oírlo, tenía la mirada fija en el arroyo de sangre que se vertía sobre el volante. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, apenas visible, como si al fin lo comprendiera todo. Después, una leve mueca con los labios, el modo en que solía sonreír.

—Una muerte policial —musitó con voz casi imperceptible.

La sangre brotaba de su boca y, de pronto, se desplomó del todo, muerto. Su cuerpo cayó sobre el volante y presionó el claxon. Se precipitaban hacia el puente emitiendo un estridente pitido, al volante un hombre muerto.

Jake trató de hacerlo a un lado, con una mano aún en el volante, pero sólo consiguió apoyar la mitad superior de su cuerpo contra la ventanilla. Tendría que agacharse para mover el pie de Gunther y llegar al freno, pero eso significaba dejar el coche sin control.

—¡Emil! ¡Acércate! ¡Coge el volante!

—¡Maníacos! —exclamó Emil en un grito—. ¡Parad el coche!

—No puedo. Sujeta el volante.

Emil se incorporó, oyó otro disparo y volvió a agazaparse. Jake miro a través del cristal resquebrajado. Shaeffer hacía sonar el claxon y les indicaba con gestos que se detuvieran.

—¡Sujeta el volante, joder! —chilló Jake.

Otro camión apareció en el carril de incorporación. En esta ocasión ni tan siquiera tenían la opción de girar en círculos, las manos le resbalaban en el volante ensangrentado. Jake trataba de aferrado con desesperación. El puente frente a ellos, y más allá, gente. Tenía que llegar al freno. Empujó con fuerza la pierna de Gunther, un bloque de cemento, aunque empezaba a ceder y a desplazarse del acelerador, que el pie seguía pisando a fondo. Un poco más y el coche disminuiría la marcha. Era sólo cuestión de segundos antes de que algo estallara.

Fue la rueda: un disparo de Shaeffer, más efectivo para detenerles que el claxon. El Horch se escoró como si las manos de Jake hubiesen soltado el volante. Iban directos al camión. Jake recuperó la dirección y viró a la derecha. Esquivó el camión y se salió de la carretera en la otra dirección. Después perdió el control. Pasó sobre varias montañas de escombros dando saltos violentos y con una rueda inutilizada. Volvió a empujar la pierna de Gunther y consiguió despegarla del pedal, pero el coche seguía sin control. Un último impulso de velocidad lo hizo saltar del puente y lo precipitó al terraplén. Sólo se detuvo en el aire. Nada debajo, una suspensión vertiginosa. Ni tan siquiera un segundo en lo alto de una montaña rusa, una flotación imposible en el vacío… y el coche se precipitó.

Jake se agazapó y se agarró a Gunther para no ver el agua del canal acercándose a ellos. Sólo sintió el impacto, que lo arrojó contra el salpicadero. Un chasquido en el hombro, la cabeza contra el volante, un dolor agudo que lo emborronó todo salvo el último instinto, el de tomar aire justo antes de que el agua inundara el coche.

Abrió los ojos. El agua era turbia, casi viscosa, demasiado opaca para ver nada. Ya no era un canal, sino una alcantarilla. Un pensamiento absurdo acudió a su mente: una posible infección. Sin embargo, no había tiempo para pensar en eso. Se incorporó, sintió un espasmo palpitante en el hombro y alargó el brazo sano hacia el asiento trasero para agarrar la camisa de Emil y tirar de ella. Emil se movía, no estaba muerto. Trataba de salir del hueco donde estaba. Jake tiró de la camisa con mayor esfuerzo, logró subirlo al asiento y después arrastrarlo hacia la ventanilla. Un peso flotante, sólo era cuestión de dirigirlo hacia el exterior, pero la parte delantera estaba llena. Gunther consumía un espacio precioso.

Jake se inclinó hacia atrás y retorció el cuerpo de Emil para poder sacarlo por la cabeza. Vio cómo agitaba los pies para acabar de salir. Deprisa. El canal no era muy profundo, tenían tiempo suficiente para alcanzar la superficie con el aire que le quedaba en los pulmones. Empezó a maniobrar para salir por la ventanilla y se golpeó la cabeza contra la puerta. Se empujó con un brazo: el otro, inerme. A medio camino, una de las patadas de Emil le acertó en el hombro, y el dolor resulto tan punzante que Jake creyó desvanecerse y ahogarse, como ocurría con algunos rescatadores cuando la agitación de aquellos a quienes intentan salvar los arrastra hacia el fondo. Sus piernas cruzaron al fin la ventanilla. Empezó a bracear hacia la superficie, pero el pie de Emil volvió a golpearlo. Una fuerte patada, esta vez en un costado de la cabeza. Un dolor sólido que le recorrió el cuello hasta el hombro. «No respires. Por el amor de Dios. Emil, muévete.» Otra patada, en absoluto inocente, sino deliberada, con la intención de acertar. Y otra. Una más y perdería el sentido. Las burbujas emergían a la superficie, ningún arma a la vista. Ya no le quedaba aire. Nadó de lado con el brazo sano, un esfuerzo más y saldría. El bueno de Emil. ¿Qué harías tú para sobrevivir?

Al asomarse a la superficie, apenas pudo inspirar una bocanada de aire antes de que una mano se aferrara a su cuello y tirara de el hacia el fondo. Un chirrido de ruedas y gritos en la orilla. La mano lo soltó. Jake asomó de nuevo a la superficie, resollando.

—Emil.

Emil se había vuelto para mirar a la orilla, en el pasado un muro sólido, ahora bombardeada y convertida a tramos en pendientes de escombros, Shaeffer y su hombre descendían hacia el agua, concentrados en sus pasos, no en el canal. Todavía tenían un minuto, tal vez. Emil miró a Jake, aún jadeante, atormentado por el dolor del hombro.

—Se acabó —dijo Jake.

—No. —Apenas un susurro, sin dejar de mirar a Jake.

Su mirada no era como la de Shaeffer, como la de un cazador, sino más desesperada. «¿Qué harías?» Emil se abalanzó sobre él y volvió a agarrarlo del cuello. Mientras volvía a sumergirse, Jake vio, con una sensación de vértigo peor que la de ahogarse, que estaba perdiendo la guerra equivocada: no la de Shaeffer, sino una guerra que ni siquiera sabía que estaba luchando. Sintió una patada en el estómago que le hizo expulsar el aire del cuerpo mientras aquella mano seguía aferrada a su pelo, manteniéndolo bajo el agua. Perdía. Otra patada. Iba a morir. Las patadas no despertarían mayor sospecha que los hematomas de la caída. Emil volvería a salirse con la suya.

Jake se sumergió aún más y tiró de Emil, arañándole los dedos. No tenía sentido golpearlo bajo el agua. Tendría que zafarse de su mano. Otra patada, en el bajo vientre esta vez, pero la mano cedía al fin, temerosa quizá de ser arrastrada al fondo junto con su víctima. Debía hacer lo que Emil esperaba. Morir. Jake se hundió. Emil no podía ver a través del agua. ¿Lo seguiría? Dejarle creer que había funcionado. Sintió una última patada, de nuevo el hombro, y por un instante ya no fingió: se hundía, no tenía fuerzas para emerger, sintió el vahído previo al desmayo. Sus pies tocaron el techo del coche. Vio la cabeza de Gunther asomando inerte por la ventanilla, flotando como un alga. Cabrones. Se dejó caer flexionando las rodillas, no le quedaba aire. Se dio un último impulso hacia la orilla, lejos de Emil.

—¡Ahí está! —gritó Shaeffer al ver asomar su cabeza.

Jake tomó aire, casi asfixiado, escupiendo agua.

El otro soldado había saltado al agua para capturar a Emil, que miraba a Jake atónito. Luego dejó caer la cabeza hacia delante y se contempló la mano; los arañazos sangraban.

—¿Estás bien? —le preguntaba Shaeffer—. ¿Por qué no has parado?

Jake seguía boqueando mientras se arrastraba a la orilla. No tenía otro lugar adonde ir. De pronto sintió la mano de Shaeffer que le tiraba del cuello de la camisa. Luego lo cogió por el cinturón y siguió arrastrándolo, como si pescara a Tully del Jungfernsee. Cayó de espaldas sobre el cemento resquebrajado y miró a Shaeffer desde el suelo. Un ruido acuoso: Emil salía del agua a varios metros de él.

Cerró los ojos y trató de mitigar las náuseas que le provocaba el dolor. Luego volvió a abrirlos y miró a Shaeffer.

—¿Vas a rematarme aquí mismo?

Shaeffer lo miró, desconcertado.

—No seas imbécil. Deja que te ayude —dijo, y le tendió una mano.

Sin embargo, agarró el brazo equivocado. Cuando Shaeffer tiró de él, Jake sintió un dolor tan intenso que no pudo contener el grito. Eso fue lo último que oyó antes de que finalmente, casi con alivio, todo se tornara negro.