Capítulo 10

Como la fiesta de despedida de Tommy Ottinger coincidió en parte con el final de la conferencia y sin que fuera ésa su intención, se convirtió en una juerga de despedida a Potsdam. Al menos la mitad de la prensa acreditada se marchaba también de Berlín, y más o menos con la misma información sobre las negociaciones que cuando habían llegado. Después de dos semanas de comunicados insulsos y apretados alojamientos, estaban de sobra dispuestos a celebrar la marcha. Cuando Jake llegó al centro de prensa, ya reinaba un estruendo ensordecedor. Había botellas como para un banquete. Las mesas de las máquinas de escribir se habían apartado a un lado para hacerle sitio a un grupo de jazz, y unas cuantas soldados del Cuerpo Femenino y unas enfermeras de la Cruz Roja se turnaban como reinas del baile en la pista improvisada. Los demás sólo bebían, sentados en los escritorios o apoyados en la pared, gritándose unos a otros para oírse. En un extremo se jugaba una partida de póquer que había empezado hacía semanas, ajena al resto de la sala, aislada por su propia cortina de humo rancio. Ron, con un aspecto muy ufano, circulaba por allí con una carpeta sujetapapeles, apuntando a la gente para visitar Cecilienhof y el complejo de Babelsberg, abierto al fin a la prensa ahora que ya no quedaba nadie.

—¿Quieres ver el escenario de la conferencia? —le preguntó a Jake—. Claro que tú ya has estado allí.

—Dentro no. ¿Qué hay en Babelsberg?

—Se puede ver dónde dormía Truman. Muy bonito.

—Paso. ¿Qué te tiene tan contento?

—Lo hemos superado, ¿verdad? Harry ha vuelto con Bess. El tío Stalin está… Bueno, quién coño sabe. Y todo el mundo se ha portado bien. Al menos casi todos —dijo, y miró a Jake antes de esbozar una sonrisa—. ¿Has visto el noticiario?

—Sí. De eso quería hablarte.

—Es sólo parte del servicio. Creo que saliste muy bien.

—Vete a la mierda.

—¿Así me lo agradeces? Cualquier otro estaría encantado. Por cierto, deberías comprobar tus mensajes. Hace días que tengo esto para ti. —Sacó un telegrama y se lo dio.

Jake lo desdobló. «Noticiario por todas partes. ¿Dónde estás? Envía relato primera persona sobre rescate enseguida. Exclusiva Collier’s. Enhorab. Qué hazaña.»

—Joder —dijo Jake—. Deberías contestarles tú.

—¿Yo? No soy más que un chico de los recados. —Volvió a sonreír—. Usa la imaginación, ya se te ocurrirá algo.

—Me preguntó qué harás cuando se acabe la guerra.

—¡Eh, estrella del celuloide! —Tommy se acercó y le puso a Jake una mano en el hombro—. ¿Y tu copa?

Ya tenía toda la calva reluciente de sudor.

—Aquí —dijo Jake al tiempo que le quitaba el vaso de la mano—. Parece que estés bebiendo por dos.

—¿Por qué no? Auf wiedersehen a este infierno. Bueno, Ron, ¿quién se queda con mi habitación? Lou Aaronson me lo ha preguntado.

—¿Qué soy, el recepcionista? Tenemos una lista así de larga. Claro que hay quien no usa la suya. —Otra mirada a Jake.

—He oído decir que Breimer sigue por aquí —dijo Jake.

—Hará falta que aprueben una ley en el Congreso para sacar de aquí a ese gilipollas —repuso Tommy, atragantándose un poco con las palabras.

—Bueno, bueno —terció Ron—. Un poco de respeto.

—¿Qué está tramando? —preguntó Jake.

—Nada bueno —contestó Tommy—. No ha tramado nada bueno desde que ese Harding era presidente, joder.

—Ya estamos otra vez —dijo Ron, torciendo el gesto—. El viejo lobo de Tinturas de Estados Unidos. Déjalo ya de una vez, ¿quieres?

—Vete a cagarte en tu sombrero. ¿Qué sabes de eso?

Ron se encogió de hombros con afabilidad.

—No mucho. Sólo que nos han hecho ganar la guerra.

—¿Ah, sí? Bueno, pues yo también, pero yo no soy rico y ellos sí. ¿Qué te parece eso?

Ron le dio un palmetazo en la espalda.

—Rico de espíritu, Tommy, rico de espíritu —dijo, sirvió una copa y se la dio—. Invita la casa. Hasta luego. Allí hay una enfermera que quiere ver dónde dormía Truman.

—No te olvides de la habitación —exclamó Tommy a su espalda mientras Ron se perdía ya en el gentío. Bebió un poco—. Y pensar que no es más que un crío, con años por delante…

—Bueno, ¿y tú qué sabes, Tommy? Brian me ha dicho que a lo mejor tenías una historia para mí.

—¿Conque sí? ¿Te interesa?

—Te escucho. ¿Qué pasa con Breimer?

Tommy meneó la cabeza.

—Es una historia de Washington. —Levantó la mirada—. Mía, por cierto. Destaparé a ese hijo de puta aunque tenga que revisar todas las patentes yo mismo. Es la leche. Cómo enriquecerse más y más.

—¿Cómo lo hacen?

—¿Quieres que te lo cuente? Sociedades de cartera. Licencias. Un jodido laberinto de papelorio. La mayoría de las veces ni siquiera sus abogados saben desentrañarlo. Tinturas y Productos Químicos de Estados Unidos. Ya sabes que estaban ahí con Farben —explicó, y levantó dos dedos cruzados—. Antes de la guerra. También durante la guerra. Se comparten las patentes y una mano lava a la otra. Sólo que, cuando hay una guerra en marcha, no se hacen negocios con una empresa del enemigo. Da mala imagen. Así que el dinero se paga en otro lugar: en Suiza, a una empresa diferente. Nada que ver contigo, salvo, qué curioso, que en la junta directiva se sientan los mismos. Así cobras gane quien gane.

—No es muy bonito —dijo Jake—. ¿Puedes demostrarlo?

—No, pero lo sé.

—¿Cómo?

—Porque soy un gran periodista —dijo Tommy tocándose la nariz, después miró al interior de su vaso—. Si logro aclararme entre tanto papel. Debería ser sencillo descubrir quién es el dueño de algo, ¿verdad? Pues esta vez no. Está todo confuso, tal como les gusta. Pero yo lo sé. ¿Te acuerdas de Blaustein, el del cartel? Farben era su criaturita. Dijo que me echaría una mano. Está todo allí, en Washington, en algún lugar. Sólo hay que echarle mano al documento adecuado. Claro que hay que querer encontrarlo —dijo al tiempo que levantaba su vaso en dirección a sus colegas, que atestaban la bulliciosa sala bailando con las soldados del Cuerpo Femenino.

—Entonces, ¿qué está haciendo Breimer en Berlín?

—Cerrar acuerdos tácticos para agilizar las cosas. Ayudar a sus viejos amigos. Aunque no está avanzando mucho. —Sonrió—. Hay que entregárselo a Blaustein. Si haces suficiente ruido, al final alguien se para a escucharte. Joder, incluso nosotros prestamos atención de vez en cuando. Por eso ahora nadie quiere acercarse a Farben, apesta demasiado. El GM ha establecido un tribunal especial sólo para ellos. Y los pillarán bien: están de crímenes de guerra hasta el cuello. Ni siquiera Breimer podrá quitárselos de encima. Intenta desprestigiar el programa de desnazificación con todos esos discursos que da, pero ni siquiera eso le servirá de nada esta vez. Todo el mundo sabe lo de Farben. Joder, pero si construyeron una planta en Auschwitz. ¿Quién va a arriesgarse por gente así?

—¿Ya está? ¿Discursos? —soltó Jake, que empezaba a tener la sensación de que, al final, a lo mejor Ron tenía razón y Tommy estaba con lo mismo de siempre, sin tocar con los pies en el suelo. ¿Qué otra cosa podía estar haciendo Breimer?

—Bueno, hace lo que puede. Los discursos son una parte. Nadie está muy seguro de qué significa eso de la desnazificación. ¿Dónde está el límite? Así que él sigue arremetiendo contra el tema y dentro de nada todo el mundo tendrá las cosas mucho menos claras. La gente quiere irse a casa, no descubrir nazis, que es justamente lo que espera Tinturas de Estados Unidos, para que sus amigos puedan volver a trabajar. Pero no todos están en la cárcel. Según tengo entendido, les está ofreciendo contratos de trabajo.

Jake levantó la cabeza.

—¿Contratos de trabajo?

—Las patentes ya las tienen, ahora quieren conseguir personal. Nadie quiere quedarse en Alemania. De cualquier forma, seguramente todo esto acabará siendo comunista, ¿qué haremos entonces? Ahora el problema es hacerlos entrar. El Departamento de Estado ha tomado la curiosa decisión de no expedir visados a los nazis, pero, puesto que todo el mundo fue nazi y, aun así, el ejército los quiere, la única manera de entrar es encontrar un avalista. Alguien que pueda decir que resultaron fundamentales para sus operaciones.

—Como Tinturas de Estados Unidos.

Tommy asintió.

—Y tendrán los contratos del Departamento de Guerra para demostrarlo. El ejército se queda con los lumbreras y Tinturas de Estados Unidos consigue un buen contrato para ponerlos a trabajar. Todo el mundo contento.

—¿Estamos hablando de gente de Farben? ¿Químicos?

—Por supuesto. Serían trabajadores perfectos para Tinturas de Estados Unidos. Hablé con uno. Quería saber cómo era Utica.

—¿Alguien más, que no sea de Farben?

—Podría ser. Mira, piénsalo así: Tinturas de Estados Unidos hará todo lo que quiera el ejército, su negocio es el ejército. El ejército quiere un experto en túneles aerodinámicos, pues ellos se lo encuentran, sobre todo si el ejército les consigue una concesión para un túnel aerodinámico. Ya sabes cómo funciona eso. La historia de siempre.

—Sí, con un nuevo elemento, trabajos para nazis.

—Eso depende de lo mucho que apesten los informes. Nadie va a buscarle trabajo a Goering. Sin embargo, la mayoría se limitaron a agachar la cabeza. Fueron nazis sobre el papel. Qué demonios, este era un país nazi. Y lo cierto es que son buenos, ésa es la cuestión. Los mejores del mundo. Si hablas con los de las unidades técnicas, se les ponen los ojitos soñadores sólo con pensar en ellos. Como si en realidad hablaran de coñitos. Ciencia alemana. —Meneó la cabeza y echó otro trago—. Este país es la leche, si lo piensas. No tienen recursos. Lo han sacado todo de laboratorios. Goma. Combustible. Lo único que tenían era carbón, y mira lo que han conseguido.

—Casi —repuso Jake—. Míralo ahora.

Tommy esbozó una sonrisa triste.

—Bueno, no he dicho que estuvieran bien de la cabeza. ¿Qué clase de gente seguiría a Hitler?

—Frau Dzuris —se dijo Jake.

—¿Quién?

—Nadie, pensaba en voz alta. Oye, Tommy —comentó con aire sombrío—. ¿Has oído comentar que una gran cantidad de dinero cambiara de manos?

—¿Para los alemanes? ¿Me estás tomando el pelo? No hace falta sobornarlos, están deseando marcharse. ¿Qué les queda aquí? ¿Has visto últimamente alguna planta química con un cartel de «Se necesita personal»?

—Y, mientras tanto, Breimer los va reclutando.

—A lo mejor, un poco por su cuenta. Es de los que no saben estarse quietos. —Levantó la vista del vaso—. ¿Por qué te interesa?

—Tendrá muchísimo dinero para repartir por ahí —dijo Jake sin responder—. Si quería algo…

—Hmmm —repuso Tommy, mirándolo de reojo—. ¿Adonde quieres ir a parar?

—A ningún sitio. De verdad. Estoy curioseando.

—¿Y eso por qué? Te conozco. Farben no te importa una mierda, ¿verdad?

—No. No te preocupes, la historia es toda tuya.

—Entonces, ¿por qué me estás sonsacando?

—No sé. La fuerza de la costumbre. Mi madre decía que, siempre que se escucha, se aprende algo.

Tommy se echó a reír.

—Tú no tuviste madre —dijo—. No puede ser.

—Claro que sí. Incluso Breimer tiene una —bromeó Jake—. Seguro que está muy orgullosa.

—Sí, y él sería capaz de venderla si le dejas el dinero a cuenta. —Dejó el vaso en la mesa—. Seguramente es la presidenta de su condenado club de campo y, mientras, su chico va acumulando sobres de Tinturas de Estados Unidos. Qué gran país.

—Como ningún otro —repuso Jake con ligereza.

—Estoy impaciente por volver y destapar todo este embrollo. Oye, hazme un favor. Si tropiezas con alguna información sobre Breimer, dímelo, ¿quieres? Ya que estás curioseando…

—Serás el primero en saberlo.

—Y no me llames a cobro revertido, joder, que me debes una.

Jake sonrió.

—Te voy a echar de menos, Tommy.

—A mí y a Muelas Podridas. ¿Qué narices se propone ahora? —dijo, inclinando la cabeza hacia el redoble que procedía de la banda.

Ron estaba de pie frente al grupo con un vaso en la mano.

—Atención, por favor, no puede haber una fiesta sin brindis.

—¡Brindis! ¡Brindis! —Gritos en toda la sala, seguidos de un coro de llaves repiqueteando contra los vasos.

—Ven aquí, Tommy.

Gruñidos y silbidos, el simpático alboroto de una fiesta de hermandad. La gente no tardaría mucho en hacer equilibrios con el vaso sobre la cabeza. Ron empezó a decir algo sobre el más excelso grupo de reporteros con el que había trabajado jamás y después sonrió mientras el público lo hacía callar a gritos, alzó la mano y finalmente acabó levantando el vaso con un «Buena suerte». Algunos aviones de papel amarillo para máquina de escribir volaron desde la concurrencia y aterrizaron en la cabeza de Ron, que tuvo que agacharse, riendo.

—¡Que hable! ¡Que hable!

—Que os den por culo —dijo Tommy, acertando en el tono, y el público estalló una vez más en silbidos.

—Vamos, Tommy, ¿qué tienes que decir? —Una voz junto a Jake: Benson, de Stars and Stripes, afónico de tanto gritar.

Tommy sonrió y alzó su vaso.

—En esta ocasión histórica…

—¡Anda ya!

Abucheos y otro avión de papel que salió volando.

—Bebamos por la navegación libre y no restringida de todas las vías fluviales internacionales.

Para sorpresa de Jake, el público enloqueció y prorrumpió en alaridos de risa seguidos de proclamas de «¡Por las vías fluviales navegables! ¡Por las vías fluviales navegables!». Tommy vació su vaso y la banda empezó a tocar otra vez.

—¿Qué broma es ésa? —le preguntó Jake a Benson.

—La gran ocurrencia de Truman en la conferencia. Dicen que la cara que se le quedó al tío Stalin valía un millón de pavos.

—Me tomas el pelo.

—Qué va. De verdad insistió en que fuera uno de los puntos del día.

—Pensaba que las sesiones eran secretas.

—Esa fue demasiado buena para mantenerla en secreto. Se produjeron algo así como cinco filtraciones en cuestión de cinco minutos. ¿Dónde has estado?

—Ocupado.

—No hubo quien se lo quitara de la cabeza. El camino hacia una paz duradera. —Se echó a reír—. Abrir el Danubio.

—¿Supongo que no llegaría al acuerdo final?

—¿Estás loco? Fingieron que no había ocurrido. Como un pedo en una iglesia. —Miró a Jake—. ¿Ocupado en qué?

Después del brindis, la fiesta se alborotó aún más, el escándalo de la música constante y las voces que cada vez gritaban a mayor volumen siguió incrementándose hasta que al final se convirtió en un único sonido penetrante, como el vapor que sale silbando de una válvula. A nadie parecía importarle. Las enfermeras estaban muy solicitadas en la pista de baile, pero el bullicio tenía ese timbre masculino de todas las fiestas de la ocupación, casi como una despedida de soltero, porque las normas de no confraternización confinaban a las chicas civiles al mundo de sombras de los clubs de la Ku’damm y los manoseos entre las ruinas. Liz llamó a Jake desde la pista y le pidió con gestos que fuera a bailar con ella, pero él declinó con una imitación de saludo militar y se fue a la barra. Un cuarto de hora más, por cortesía, y volvería a casa con Lena.

La sala entera daba saltos, como si todo el mundo estuviese bailando, excepto los jugadores de póquer del rincón, cuyo único movimiento era el de ir dejando metódicamente cartas sobre la mesa. Jake miró al final de la barra y sonrió. Otro reducto de tranquilidad. Muller tenía cara de estar allí a regañadientes. Era más que nunca la viva imagen del juez Harvey: pelo canoso, sobrio, como un vigilante en un baile de instituto.

Jake recibió un codazo y sintió que la cerveza se le derramaba por la manga. Se apartó de la barra para dar una última vuelta por la sala. Oyó carcajadas procedentes de un grupito: Tommy volvía a las andadas. En la pared, cerca de la puerta, había un tablón de corcho repleto de hojas de noticias clavadas con chinchetas y titulares fuera de contexto. Allí estaba su artículo sobre Potsdam; los márgenes, como los de todos los demás, estaban llenos de comentarios garabateados en clave. NETMA, no es tu mejor artículo. Una pieza sobre la salida de Churchill de la conferencia. DEO, digno de la edad de oro. Los acrónimos encomiosos del centro de prensa, tan crípticos y burlones como las contraseñas de un club de colegiales. Cómo había pasado la guerra.

—¿Admirando tu obra?

Jake se volvió y se encontró con Muller. Su uniforme del ejército seguía bien almidonado en aquella sala sudorosa.

—¿Qué significa, por cierto? —preguntó el coronel señalando a los garabatos.

—Son comentarios, en siglas. UDM —dijo Jake—. Uno de los mejores. NETMA, no es tu mejor artículo. Cosas así.

—Tienen ustedes más siglas que en el ejército.

—Aún tiene que llover mucho para eso.

—La única que no dejo de oír últimamente es JRO: joderos, he recibido las órdenes. De volver a casa —explicó, como si Jake no lo hubiera entendido—. Supongo que también usted regresará pronto, ahora que Potsdam ha concluido.

—No, todavía no. Sigo trabajando en algo.

Muller se lo quedó mirando.

—Es cierto. El mercado negro. Lo vi en Collier’s. ¿Hay más?

Jake se encogió de hombros.

—Verá, cada vez que sale un artículo así, alguno de nosotros acaba con un día extra de trabajo para explicarlo.

—A lo mejor lo que deberían hacer es acabar con el mercado.

—Lo intentamos, aunque no lo crea.

—¿Cómo?

Muller sonrió.

—Como lo hacemos todo. Con nuevas regulaciones, aunque incluso en regular se tarda.

—Sobre todo si parte de quienes tienen que hacerlo también envían dinero a casa.

Muller le lanzó una mirada hiriente, pero luego se contuvo.

—Venga a fumar un cigarrillo —dijo, una orden discreta.

Jake salió tras él. Una hilera de jeeps se extendía a lo largo de la polvorienta explanada de Argentinischeallee, pero, por lo demás, la calle estaba desierta.

—Ha estado muy ocupado —dijo Muller mientras le pasaba un cigarrillo—. Lo he visto en el noticiario.

—Sí, ¿qué le parece?

—También me han dicho que alguien ha estado preguntando en Francfort por nuestro amigo Tully. ¿Supongo que ha sido usted?

—Se le olvidó comentarme que era un personaje tan pintoresco. Hauptmann Sobornos.

Meister Sobornos, ya que le tiene usted tanto amor a la exactitud. No es que eso importe. Viene a ser lo mismo. —Otra débil sonrisa—. No era nuestro mejor hombre.

—La fusta es un bonito toque. ¿Llegó a utilizarla?

—Esperemos que no. —Dio una calada—. ¿Ha encontrado lo que buscaba?

—Estoy en ello. No gracias al GM. ¿Quiere decirme por qué ha estado intentando despistarme? Por amor a la exactitud.

—Nadie ha intentado despistarle.

—¿Y el informe de balística? Faltaba una hoja. Supongo que se traspapeló.

Muller no dijo nada.

—Se lo preguntaré otra vez, ¿por qué estaba intentando despistarme?

Muller suspiró y tiró el cigarrillo al suelo.

—Es muy sencillo. No quiero que escriba ese artículo. ¿Me expreso con suficiente claridad? Algún personaje de los bajos fondos se mete en líos en el mercado negro, y los periódicos se ponen a clamar sobre la corrupción del GM. No necesitamos eso. —Miró a Jake—. Nos gusta limpiar nuestra propia porquería.

—¿También un asesinato? Con una bala americana.

—También eso —dijo Muller con serenidad—. No sé si sabrá que tenemos una División de Investigación Criminal. Saben hacer su trabajo.

—Mantenerlo en secreto, quiere decir.

—No, llegar al fondo del asunto… sin escándalos. Vuelva a casa, Geismar —dijo con desaliento.

—No.

Muller alzó la vista, asombrado ante una respuesta tan brusca.

—Podría obligarle. Está aquí con un permiso, igual que los demás.

—No hará nada semejante. Soy un héroe, salgo en las películas. No querrá expulsarme de la ciudad justo ahora. ¿Qué impresión daría?

Muller se lo quedó mirando unos instantes y luego sonrió con renuencia.

—Admito que hay opciones mejores. De momento.

—Pues ¿por qué no deja esa formalidad militar durante cinco segundos y coopera un poco conmigo? Tiene un cadáver americano. La DIC no va a hacer nada al respecto y usted lo sabe. No le vendría mal algo de ayuda.

—¿La suya? No es policía, sólo es un grano en el culo. —Hizo una mueca—. Bueno, ¿y qué me dice de dejar que cumpla mi servicio con tranquilidad? Vaya a causar problemas a alguna otra parte.

—Mientras tanto, quizá le interese saber que el dinero que llevaba encima era ruso.

La cabeza de Muller se alzó como por un resorte, después permaneció inmóvil. Lo único que siempre conseguía llamar la atención del GM.

—Sí, me interesa —dijo, mirándolo fijamente—. ¿Cómo lo sabe?

—Por el número de serie. Pregunte a los chicos de la DIC, si son tan profesionales. ¿Aún me quiere fuera del caso?

Muller miró al suelo y movió un pie en un pequeño círculo, como si estuviera tomando una decisión.

—Oiga, nadie intenta despistarle. Le conseguiré el informe de balística.

—No se moleste, ya lo he visto.

Muller levantó la cabeza.

—No preguntaré cómo.

—Pero, puesto que está siendo tan amable, podría hacerme otro favor. Para compensármelo. No llevaba encima órdenes de viaje.

—No.

—¿Ni un visto bueno para el aeropuerto? ¿Quién lo dejó subir al avión? Necesito que alguien hable con los despachadores de vuelos. El dieciséis de julio.

—Pero eso tardaría…

—Supongo que su secretaria encontrará el tiempo. Si pudiera hacer unas llamadas por mí, se lo agradecería. A ustedes les harán caso. A mí me costaría semanas.

—Hasta ahora no ha tenido ningún problema —dijo Muller mirándolo con cautela.

—Pero esta vez tendría algo de ayuda de arriba. Para variar. Ya sabe cómo son estas cosas. Y, ya que la chica se pone, ¿una cosa más? Comprueben si Emil Brandt aparece en alguna lista de pasajeros. Desde la semana anterior. —Reparó en la expresión de desconcierto de Muller—. Es un científico al que Tully hizo saltar de Kransberg. El cubo de la basura. ¿Ha oído hablar de ese sitio?

—¿Adonde quiere llegar con todo esto? —preguntó Muller con tranquilidad.

—Usted haga que se ocupe de ello.

—El cubo de la basura es una instalación secreta.

Jake se encogió de hombros.

—La gente habla. Pásese más por el centro de prensa. Se sorprendería de lo que se entera uno.

—No puede escribir sobre eso. Es confidencial.

—Ya lo sé. No se preocupe, el cubo no me interesa, sólo Meister Sobornos.

—No estoy seguro de captar la relación.

—Si tengo razón, espere un poco y podrá leerlo en los periódicos.

—Eso es algo que no tengo intención de hacer.

Jake sonrió.

—¿Por qué no espera a ver cómo acaba? A lo mejor cambia de opinión. —Lo miró con detenimiento y gravedad—. Sin descréditos.

—¿Me da su palabra?

—¿La aceptaría? ¿Por qué no decir simplemente que cuenta con mis mejores intenciones y lo dejamos ahí? Aunque le agradeceré esas llamadas.

Muller asintió con calma.

—Está bien, pero quiero que haga una cosa por mí, que trabaje con los chicos de la DIC.

—¿Copias por triplicado? No, gracias.

—No pienso dejarlo suelto como una bomba de relojería. Trabajará con ellos, ¿entendido?

—¿Ahora estoy en el equipo? Hace un minuto me estaba enviando a casa.

Muller dejó caer los hombros.

—Eso era antes de que los rusos estuvieran involucrados —dijo con ánimo sombrío—. Ahora tenemos que saberlo. Aunque nos obligue a contar con usted. —Hizo una pausa para pensar—. ¿Está seguro de lo del dinero? ¿Los números de serie? Es la primera noticia que tengo. Pensaba que eran todos iguales.

—Llevan una raya. Un amigo del mercado negro me ha informado. Ellos se fijan en esos detalles. Resulta que en el Departamento del Tesoro no son tan idiotas como creía usted.

—Eso hace que me sienta muchísimo mejor. —Muller se irguió—. Ojalá le sucediera lo mismo a usted. Está bien, volvamos dentro antes de que cambie de opinión —dijo.

Condujo a Jake hacia la puerta, pero se detuvieron en el umbral, aturdidos por el ruido. Una conga serpenteaba por la sala y se veían piernas volando al son de «Un, dos, tres, ¡patada!», aunque cada cual a su ritmo.

—Las damas y los caballeros de la prensa —dijo Muller, sacudiendo la cabeza—. Dios mío, ojalá estuviera todavía con el ejército. ¿Una copa?

—Tómese una por mí, yo me voy a casa.

—¿Y eso dónde es, últimamente? No lo he visto mucho en las cenas. ¿Está de visita en algún otro sitio?

—Coronel. Hay ciertas normas al respecto.

—Hmmm, y se cumplen estrictamente —replicó él con ironía—. Como todo lo demás. —Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo—. ¿Geismar? No haga que me arrepienta de esto. Todavía puedo enviarlo a casa de una patada en el trasero.

—Lo tendré presente —repuso Jake—. Pero haga esas llamadas, por favor.

Se despidió de Tommy, que ya se había puesto sentimental y daba abrazos de oso. La conga se había deshecho y con ella se había acabado el baile, pero la fiesta no daba muestras de decaer. El nivel etílico había alcanzado ese punto en que los chistes podían convertirse en discusiones sin que nadie se diera cuenta. Liz sacaba fotografías de grupo: una fila de reporteros con los brazos sobre los hombros y rígidas sonrisas de agotamiento. Alguien llegó con más hielo y recibió una gran aclamación. Era hora de irse. Jake estaba casi en la puerta cuando Liz lo alcanzó.

—Eh, Jackson. ¿Qué tal tu vida amorosa?

Llevaba los zapatos en una mano y la funda de la cámara en la otra, sus ojos brillaban por el alcohol.

—Bien. ¿Qué tal la tuya?

—Inexistente, ya que preguntas.

—¿Ya no estás con el apuesto Joe?

—No te quites la camisa todavía, que vuelve mañana. —Puso una cara divertida—. Siempre vuelven. ¿Y si me llevas? No creo que pueda llegar con esto —dijo levantando los zapatos.

—¿Los pies no te sostienen? —preguntó Jake con una sonrisa.

—¿Estos? Hace una hora que se han rendido.

—Vamos.

—Toma —dijo Liz, y le dio los zapatos—. Espera que recoja la bolsa.

Jake se quedó allí de pie, con los zapatos colgando de los dedos, y vio cómo Liz se abría paso hasta la mesa y se peleaba con una correa que le resbalaba del hombro cada vez que ella se la colocaba. Al final, Jake se acercó, le cogió la bolsa y se la echó al hombro.

—Vaya, qué amable eres. Es un asco de correa.

—Vamos, te irá bien el aire fresco. ¿Qué llevas aquí dentro?

Liz soltó una risita.

—Ah, se me olvidaba. A ti. Te llevo a ti. Espera un momento —dijo, lo hizo parar y empezó a toquetear la cremallera—. Recién salidas del cuarto oscuro. Bueno, no tanto… Hace días que las llevo encima. —Sacó unas fotografías y las fue pasando para encontrar la que buscaba—. Aquí la tenemos. Nuestro hombre en Berlín. No está nada mal, teniendo en cuenta las circunstancias.

Jake se vio en la mitad derecha de la imagen, saliendo del Centro de Documentación. Poco pelo en las sienes, expresión de sorpresa.

—He salido mejor en otras —dijo.

La misma sensación que había tenido al ver su reflejo en el escaparate del KaDeWe: otra persona, no el hombre de la foto de su pasaporte.

—Eso es lo que tú crees.

A la izquierda se veía a Joe posando, alto y rubio como una postal aria. Uno de los chicos de las unidades técnicas, según Brian. Amigo de Breimer. Jake dejó la fotografía sobre el montón, pero después se paró un momento y volvió a cogerla para mirarla otra vez.

—Eh, Liz —dijo, mirándola—. ¿Cómo se apellidaba Joe?

—Shaeffer. ¿Por qué?

Un nombre alemán. Meneó la cabeza.

—Por nada, a lo mejor. ¿Puedo quedármela?

—Claro —dijo Liz, alegre—. Tengo un millón más de donde he sacado ésta.

Rubio, como un alemán, eso había dicho Frau Dzuris. Todo encajaba, pero ¿sería él? En la fotografía se los veía a Jake y a él en los escalones, como si hubiesen estado juntos todo el rato, otro truco de la cámara. Nada era lo que parecía.

Se miró el reloj. Frau Dzuris estaría acostándose ya. La molestaría llamando a la puerta, pero aún no estaría dormida. Agarró a Liz del brazo y tiró de ella por la pista.

—¿Dónde está el fuego?

—Vayámonos ya, tengo que ver a alguien.

—Aaah —exclamó ella. Alargó el brazo y cogió los zapatos—. Esta vez no. Que se ponga los suyos.

Jake no le hizo caso y se apresuró hacia el jeep.

—No es asunto mío, pero… —empezó a decir Liz mientras subía.

—Pues no digas nada.

—Qué susceptible —dijo ella, pero no insistió más. Se reclinó en el asiento cuando arrancaron—. ¿Sabes lo que eres? Un romántico.

—Primera noticia.

—Sí que lo eres —dijo ella, y asintió con la cabeza como si mantuviera una conversación consigo misma.

—¿Qué hace Joe en Berlín? —preguntó Jake.

Sin embargo, el alcohol se había llevado a Liz a alguna otra parte. Se echó a reír.

—Tienes razón. Él sí que no lo es. De todas formas, ¿a ti qué te importa? —Lo miró—. No es nada serio, ¿sabes? Él sólo… está por aquí.

—¿Haciendo qué?

Liz hizo un ademán con la mano.

—Nada, está por aquí.

Apoyó la cabeza en el asiento como si fuera una almohada, como si le costara demasiado sostenerla erguida con los baches de la calzada. Jake creyó por un momento que iba a quedarse dormida, pero entonces Liz, distraída, dijo:

—Me alegro de que te guste la foto. Es un disparador rápido. Zeiss. Nada borroso.

Lo borroso, en cambio, parecía estar en su dicción. Habían rodeado el antiguo edificio de la Luftwaffe y se dirigían a Gelferstrasse, ya casi habían llegado. Jake dejó el motor en punto muerto frente al alojamiento y cogió la bolsa.

—¿Te las arreglarás? —preguntó mientras le colgaba la correa.

—¿Todavía tienes prisa? Pensaba que vivías aquí.

—Esta noche no.

—Está bien, Jackson —dijo Liz con dulzura—. Iré andando.

Entonces, para su asombro, se inclinó y le dio un beso en la boca.

—¿Y esto por qué? —dijo Jake cuando Liz se enderezó.

—Quería saber cómo era.

—Has bebido demasiado.

—Sí, bueno —repuso ella con pudor mientras recogía la bolsa y bajaba del jeep—. Tampoco es que tenga el don de la oportunidad. —Se volvió hacia el coche—. Es curioso cómo funciona esto. Aunque podría haber sido bonito, ¿no te parece?

—Quizá.

—Todo un caballero —dijo ella, tirando de la bolsa—. Seguro que también fingirás haberlo olvidado por la mañana.

Lo cierto es que no pudo quitárselo de la cabeza hasta llegar a Wilmersdorf: el inesperado misterio de las personas, de quiénes eran en realidad. Había estado en lo cierto respecto a Frau Dzuris. Estaba a punto de acostarse cuando le abrió la puerta, tapándose con la bata, asustada por la visita tardía. También había acertado con la fotografía.

—Sí, ¿lo ve? Igual que un alemán —dijo Frau Dzuris—. Ese fue. ¿Lo conoce? ¿Es amigo suyo?

Sin embargo, en la penumbra de la entrada, los ojos de Jake no miraban la fotografía, sino la tela vacía del pecho izquierdo de la mujer, donde una vez había lucido una insignia.

Al día siguiente era Liz la que no recordaba nada. Se iba a Potsdam en una de las visitas guiadas de Ron, con un grupo menguado por las resacas, y pareció sorprenderse de que Jake sacara a Joe a colación.

—¿Para qué quieres verlo?

—Tiene una información que me interesa.

—Ah. ¿Qué clase de información?

—Personas desaparecidas.

—¿Piensas explicármelo?

—¿Piensas decirme dónde está?

Liz se encogió de hombros en señal de rendición.

—Ha quedado conmigo, de hecho. En Potsdam.

—¿Por qué en Potsdam?

—Me va a conseguir una cámara.

Jake señaló la que llevaba encima, la del valioso disparador rápido.

—¿También te consiguió ésa?

—¿A ti qué te importa? —Sonrió y volvió las palmas de las manos hacia arriba—. Es generoso.

Jake esbozó una sonrisa.

—Sí, con las cámaras requisadas. ¿Te dijo de dónde la sacó?

—Pregúntaselo tú mismo. ¿Vienes o no?

Señaló el vehículo de Ron, un viejo Mercedes.

En la parte de atrás había dos reporteros medio dormidos, con las piernas estiradas, esperando a que empezara la excursión.

—Vais completos. Os seguiré.

—Será mejor que no te alejes de mí. Ya ves lo que pasó la última vez.

Así que al final Liz fue con él en el jeep. Siguieron al Mercedes de Ron hasta llegar a la Avus, pero después lo perdieron cuando aceleró por la autopista para adelantar a la caravana de coches que salían de Berlín. Le sorprendió encontrar tanto tráfico. Parecía que, con aquel día soleado, todo el mundo iba a Potsdam: camiones, jeeps y coches como el de Ron, requisado de un garaje y con nuevo propietario. Un viejo Horch negro repleto de rusos los seguía con cierta dificultad, pero los demás vehículos aceleraban por la autopista, como antes de la guerra, mientras los árboles de Grunewald pasaban a toda velocidad.

Al llegar a la ciudad, Jake reparó en los estragos de los bombardeos, que la vez anterior le habían pasado por alto. El Stadtschloss, una ruina sin tejado, se había llevado la peor parte. De la larga columnata sólo quedaban algunas secciones que daban a la plaza del mercado. La iglesia de San Nicolás, enfrente, había perdido la cúpula. Las cuatro torres de sus esquinas parecían más que nunca extraños minaretes. Sólo el viejo ayuntamiento parecía haber sobrevivido. Allí Atlas seguía en lo alto de su torre redonda, sosteniendo una bola del mundo dorada. Parecía un chiste malo: los bombarderos británicos habían salvado el kitsch.

La plaza de Alten Markt, sin embargo, bullía de actividad. Un tranvía desvencijado pasaba por delante del obelisco, y la gran explanada estaba muy concurrida: cientos, tal vez un millar de personas caminaban entre pilas de mercancías, negociando sin esconderse, con tanto bullicio como en el mercado medieval que había dado nombre a la plaza. A Jake, curiosamente, le recordó al zoco de El Cairo: un denso escenario de intercambio, vendedores que cazaban a los clientes tirándoles de la manga, una atmósfera llena de idiomas; pero deslavazado, sin sandías abiertas ni pirámides de especias, sólo pares de zapatos desgastados, figuritas de cerámica desconchadas y ropa de segunda mano, armarios vaciados y puestos a la venta. Sin embargo, al menos carecía del aire furtivo del mercado del Tiergarten, donde siempre había que estar ojo avizor por si aparecía la policía militar. Los rusos no vigilaban, compraban, ansiosos por volver a los negocios después de la interrupción de la conferencia. Nadie hablaba en susurros. Pasaron dos soldados cargados con un reloj de pared en equilibrio sobre la cabeza. Nada de eso habría estado allí cuando llegó Tully. Jake imaginó, por el contrario, una reunión en alguna esquina tranquila. Quizás en el Neuer Garten, a unos pasos del agua. ¿Para vender qué?

Dejaron el jeep cerca del espacio vacío en el que se había alzado el Portal de Fortuna y caminaron hacia el gentío. Liz no dejaba de hacer fotografías. El coche de Ron no se veía por ninguna parte, seguramente seguía camino de la villa de Truman. A Jake le hizo gracia ver que el Horch que los habían seguido había tenido que encajarse detrás del jeep; el único lugar de Berlín con problemas de aparcamiento.

—¿Dónde has quedado con él? —preguntó Jake.

—Junto a la columnata, pero aún es pronto. Mira eso. ¿Crees que es porcelana Meissen auténtica?

Levantó una sopera con asas de bordes dorados y rosadas flores de manzano, algo que habría encontrado a montones en Karstadt antes de la guerra. La demacrada y encorvada alemana que la vendía cobró vida de repente.

—Meissen, ja. Natürlich.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Jake—. ¿Sopa?

—Es bonita.

—Lucky Strike —dijo la mujer con un fuerte acento—. Camel.

Liz le dio la sopera y le indicó por gestos que posara. Cuando la cámara disparó, la mujer sonrió con nerviosismo sosteniendo la sopera, esperando venderla aún. Jake se apartó, incomodado. Se sentía avergonzado, como si le estuvieran robando algo, igual que en esos pueblos primitivos donde creían que la cámara capturaba el alma.

—No deberías hacer eso —dijo cuando se fueron.

La mujer, decepcionada, les gritaba en alemán.

—Colorido local —dijo Liz con despreocupación—. ¿Por qué todas llevan pantalones?

—Son uniformes viejos. A los hombres no les está permitido, así que los llevan las mujeres.

—Ellas no —repuso, señalando a dos chicas con vestidos de verano que hablaban con unos soldados franceses cuyas boinas rojas relucían como plumas de pájaro entre todo ese caqui y ese gris.

—Ellas venden otra cosa.

—¿En serio? —preguntó Liz con curiosidad—. ¿Sin esconderse de nadie?

Sin embargo, las chicas posaron para ella con un brazo alrededor de la cintura de los soldados, menos tímidas que la mujer de la porcelana.

Habían recorrido un semicírculo alrededor del obelisco, pasando por delante de vendedores de cigarrillos, relojes y montones de latas del economato militar. Un hombre había extendido varias alfombras en los escalones de la iglesia de San Nicolás, un irreal toque de Samarcanda. No muy lejos había un veterano con un solo brazo; ofrecía una caja de herramientas que ya no le eran útiles. A su lado, una mujer con dos niños sostenía un par de zapatos de bebé.

Encontraron a Shaeffer cerca del extremo norte de la columnata, mirando unas cámaras.

—¿Recuerdas a Jake? —preguntó Liz despreocupadamente—. Te buscaba.

—¿Ah, sí?

—¿Has encontrado algo? —se interesó Liz al tiempo que le cogía una cámara de las manos y se la llevaba a la cara.

—Sólo una Leica vieja. Nada que valga la pena. —Se volvió hacia Jake—. ¿Buscas una cámara?

—No, a menos que tenga una lente de Zeiss —dijo Jake mientras señalaba con la cabeza a la cámara de Liz—. ¿La conseguiste en la fábrica?

—Esa fábrica está en zona soviética, que yo sepa —repuso Shaeffer, mirándolo con atención.

—Tenía entendido que una de nuestras unidades técnicas les había hecho una visita.

—¿Ah, sí?

—Pensaba que a lo mejor se habían llevado unos cuantos recuerdos.

—¿Por qué iban a hacer eso? Aquí puede uno encontrar lo que quiera. —Extendió la mano en dirección a la plaza.

—¿Así que no has estado allí?

—¿Qué es esto, el juego de las mil preguntas?

—No te embales —le dijo Liz al devolverle la Leica—. Jake siempre hace preguntas. A eso se dedica.

—¿Sí? Bueno, pues vete a preguntar a otra parte. ¿Estás lista? —le dijo a Liz.

—El bombón de la cámara. —Dos soldados estadounidenses corrían hacia ellos—. ¿Se acuerda de nosotros? ¿Del despacho de Hitler?

—Como si fuera ayer —dijo Liz—. ¿Cómo os va, chicos?

—Ya tenemos las órdenes —dijo uno de ellos—. Nos vamos a finales de semana.

—Qué suerte —dijo Liz, sonriendo—. ¿Queréis una foto para la vuelta? —Y levantó la cámara.

—Eh, genial. Que salga el obelisco, si puede.

Jake siguió la mirada de la cámara hacia los soldados; tras ellos, el mercado girando tras ellos. Se preguntó cómo explicarían aquello en casa: rusos llevándose relojes de muñeca al oído para comprobar que funcionaban, alemanas exhaustas con soperas de porcelana. En la iglesia, dos rusos alzaban una alfombra y un general con medallas se apartaba hacia un lado. Un tranvía llegó a la plaza dividiendo en dos al gentío, y el ruso volvió el rostro hacia la columnata. Sikorsky, con un cartón de cigarrillos. Jake sonrió para sí. Incluso el jefazo iba a sacarse algún extra el día de mercado. ¿O acaso era día de pago para los informantes?

El soldado garabateó algo en un trozo de papel.

—Puede enviarla aquí.

—Vaya, Saint Louis —dijo Liz.

—¿Usted también?

—De Webster Groves.

—¡No me diga! Estamos lejos de casa, ¿eh? —comentó el chico mirando al palacio bombardeado.

—Saluda a la gente de allí de mi parte —dijo Liz mientras se alejaban, y luego se dirigió a Shaeffer—: ¿Qué te parece?

—Vamos —dijo, aburrido.

—¿Una pregunta más? —dijo Jake.

Pero Shaeffer ya había echado a andar.

—¿Por qué estás buscando a Emil Brandt?

Shaeffer se detuvo y se volvió. Se quedó inmóvil un instante, mirándolo con expresión interrogadora.

—¿Qué te hace pensar que ando buscando a nadie?

—¿Porque también yo fui a ver a Frau Dzuris?

—¿A quién?

—A la vecina de Pariserstrasse.

Otra mirada cruda.

—¿Qué quieres?

—Soy un viejo amigo de la familia. Al intentar localizarlo me he encontrado con tus huellas en la puerta. ¿Por qué?

—Un viejo amigo de la familia —repitió Shaeffer.

—De antes de la guerra. Trabajaba con su mujer. Así que permíteme que te lo vuelva a preguntar: ¿por qué lo estás buscando?

Shaeffer no dejaba de mirar a Jake, intentaba interpretar su expresión.

—Porque ha desaparecido —dijo por fin.

—De Kransberg, ya lo sé.

Shaeffer parpadeó, sorprendido.

—Entonces, ¿cuál es la pregunta?

—La pregunta es por qué. ¿Por qué lo buscas?

—Si sabes qué es Kransberg, también sabrás eso. Es un huésped del gobierno americano.

—Con una estancia prolongada.

—Eso es. Todavía no hemos acabado de hablar con él.

—Cuando acabéis, ¿podrá marcharse libremente?

—Eso no lo sé. No es mi departamento.

—¿En qué departamento estás exactamente?

—Eso no es asunto tuyo, joder. ¿Qué coño quieres?

—Yo también quiero encontrarlo. Igual que tú. —Lo miró—. ¿Ha habido suerte?

Shaeffer volvió a mirarlo con gran dureza, después se relajó y respiró hondo:

—No, y ya hace varios días. Nos iría bien un cable. A lo mejor puedes ser tú, un amigo de la familia. No sabemos nada sobre su vida personal, sólo lo que guarda en su cabeza.

—¿Qué es?

Shaeffer miró al suelo.

—Mucho. Es una maldita bomba andante, si habla con quien no debe.

—Te refieres a los rusos.

Shaeffer asintió.

—¿Dices que conocías a su mujer? ¿Sabes dónde está ahora?

—No —mintió Jake, evitando la mirada de Liz—. ¿Por qué?

—Suponemos que está con ella. No dejaba de hablar de su mujer. Lena.

—¿Lena? —preguntó Liz.

—Es un nombre muy corriente —le dijo Jake, una señal que dio resultado, porque Liz apartó la mirada y guardó silencio. Jake se dirigió otra vez a Shaeffer—: ¿Y si no quiere que lo encuentren?

—Esa opción no existe —repuso Shaeffer con severidad. Miró su reloj—. Aquí no podemos hablar. Ven a la sede central a las dos.

—¿Es una orden?

—Lo será si no te presentas. ¿Quieres ayudar o no?

—Si supiera dónde está, no te lo habría preguntado.

—Su pasado, puedes informarnos sobre eso. Tiene que haber alguien a quien haya ido a ver. A lo mejor eres el cable que necesitamos —repitió, después meneó la cabeza—. Joder, nunca se sabe, ¿no?

—Ha pasado mucho tiempo. No sé quiénes eran sus amigos, eso puedo decírtelo ya. Ni siquiera sabía que había sido nazi.

—¿Y qué? Todo el mundo ha sido nazi. —Shaeffer miró a Jake otra vez con recelo—. ¿Eres uno de ésos?

—¿De quiénes?

—De los que siguen luchando en la guerra y buscando nazis. No pierdas el tiempo con eso. No me importa que fuera el mejor amigo de Hitler. Lo que queremos saber es lo que tiene aquí —dijo, y se llevó un dedo a la sien.

Un eco de otra conversación a la mesa de la cena.

—Una pregunta más —dijo Jake—. La primera vez que te vi, fuiste a recoger a Breimer. Gelferstrasse, dieciséis de julio. ¿Te suena? ¿Adonde fuisteis?

Shaeffer lo miró y apretó los labios.

—No me acuerdo.

—Esa noche mataron a Tully… Veo que te suena el nombre.

—Me suena, sí —dijo Shaeffer, despacio—. De la DSP de Kransberg. ¿Y qué?

—Pues que está muerto.

—Eso tengo entendido. Que se pudra, si quieres saber mi opinión.

—¿No quieres saber quién lo hizo?

—¿Por qué? ¿Para darle una medalla? Sólo le evitó a otra persona tener que hacerlo. Ese tipo no era buena gente.

—Sacó a Emil Brandt de Kransberg, pero eso no te interesa.

—¿Tully? —preguntó Liz—. ¿El hombre que encontramos?

Jake la miró, sorprendido por su interrupción, y luego miró a Shaeffer: un momento incómodo, porque entonces pensó que a lo mejor Shaeffer había ido detrás de eso desde el principio, que había coqueteado con Liz para averiguar qué sabía. ¿Quién era quién?

—Eso es —respondió, y luego se dirigió a Shaeffer—: Pero eso no te interesa, y tampoco recuerdas adonde llevaste a Breimer.

—No sé adonde quieres ir a parar, pero vete a buscarlo a otra parte. Antes de que se me vaya la mano.

—Muy bien, ya basta —dijo Liz—. Guardaos eso para el ring, yo he venido por una cámara, no a ver cómo os cuadráis. Sois como niños. —Fulminó a Jake con la mirada—. Estás tentando a la suerte. ¿Qué te parece si me sonríes un poco, que quiero acabar este carrete, y luego te vas por ahí como un niño bueno? Y eso va por los dos —le dijo a Shaeffer.

Sorprendentemente, Joe obedeció y se volvió hacia la cámara para posar junto a Jake.

—A las dos en punto, no lo olvides —dijo sin apenas abrir la boca.

—Silencio —ordenó Liz mientras se agachaba un poco para encuadrar la fotografía—. Vamos, sonreíd.

Mientras se inclinaba, en la plaza resonó un disparo seguido de un grito. Jake miró por encima del hombro de Liz. Un soldado ruso corría frente al obelisco, esquivando a la gente que huía ante él como gansos espantados. Otro disparo, a la derecha, de un grupo de rusos que habían empuñado las armas cerca del Horch. Sin embargo, en esa fracción de segundo, Jake vio que los cañones no apuntaban al obelisco, sino que su trayectoria llegaba mucho más allá, justo a la espalda de Liz.

—¡Al suelo! —exclamó, pero ella, sorprendida, hizo todo lo contrario y se levantó, de modo que la bala la alcanzó en el cuello.

Apenas un instante y, después, otro estallido, un silbido agudo. Shaeffer se tambaleó hacia atrás, también lo habían alcanzado, y se desplomó en el suelo. Antes de que Jake pudiera moverse, el cuerpo de Liz cayó hacia delante y lo empujó contra la columnata hasta que su peso le hizo perder el equilibrio y se dio con la cabeza en un pilar. Se oían gritos por toda la plaza, también el sonido de pies corriendo sobre el pavimento de piedra. Otro disparo rebotó contra una columna. Jake intentó respirar bajo el peso del cuerpo de Liz y se dio cuenta de que lo que le obstruía la boca era la sangre que manaba de la garganta de ella y lo estaba cubriendo. Más disparos. En el mercado no dejaban de aparecer armas, tantas que parecían disparar al azar, sin apuntar a nada en concreto. La gente se había escondido para evitar el fuego cruzado.

Jake, aterrorizado, quiso quitarse a Liz de encima empujándola de las caderas, pero otro borbotón de sangre se derramó sobre su cara. Al fin consiguió liberarse, alargó el brazo para alcanzar la pistola que Shaeffer llevaba en la funda y se arrastró detrás de una columna respirando con dificultad. Los rusos del Horch seguían disparando en todas direcciones, pues los soldados que había en la plaza habían tomado posiciones y respondían al fuego. Jake apuntó, intentando calmar el temblor de su mano, pero erró el tiro y le dio a un faro del coche. Una bala procedente de algún otro lugar alcanzó a uno de los rusos y lanzó su cuerpo contra el vehículo.

Entonces, antes de que Jake pudiera disparar otra vez, todo terminó. Los rusos se escabulleron detrás del Horch, rápidos como ratas, y desaparecieron. La plaza quedó vacía, salvo por el cadáver de un soldado que yacía junto al obelisco. Todo estaba inmóvil. Jake oyó un gorgoteo a su lado y después un grito en alemán cerca de la iglesia. Se acercó a gatas hasta Liz con la camisa pegada por la sangre. La chica tenía los ojos abiertos, aún aterrados, pero conmovedores. La sangre había dejado de manar, ya no era más que un pequeño reguero que acababa en un charco junto a su cabeza. Jake apretó el cuello con la mano para detener la hemorragia, pero entre sus dedos empezó a rezumar un chorrito.

—No te mueras —dijo—. Conseguiré ayuda.

¿A quién podía acudir? Shaeffer gimió. En la plaza no se movía un alma.

—No te mueras —repitió con la voz entrecortada.

Los ojos de Liz lo miraban directamente. Por un instante se preguntó si podría verlo, y si él lograría hacer que aguantara sólo con sostenerle la mirada. Una chica de Webster Groves.

Volvió el rostro hacia la plaza.

—¡Que alguien me ayude! —gritó, pero ¿quién hablaba inglés?—. Hilfe! —exclamó entonces, como si en una ciudad sin ambulancias fuera a llegar una rechinando por la calle.

Volvió a mirarla a los ojos.

—Todo saldrá bien. Aguanta.

Le apretó el cuello con más fuerza, ya tenía toda la mano roja. ¿Cuánta sangre había perdido? Oyó pasos tras él, levantó la mirada. Uno de los soldados estadounidenses de turismo, atónito ante tanta sangre.

—Dios santo —dijo.

—Ayúdame —rogó Jake.

—Han alcanzado a Fred —repuso el chico, atontado, como si eso fuera una respuesta.

—Pide ayuda a algún alemán. Tenemos que llevarla a un hospital. Krankenhaus.

El soldado se lo quedó mirando, perplejo.

Krankenhaus —repitió Jake—. Pregunta.

El chico se alejó con inseguridad, sonámbulo, y cayó de rodillas junto al obelisco, donde yacía su compañero. Unas cuantas personas habían vuelto a la plaza, mirando a izquierda y derecha, atentos por si había más disparos.

—No te preocupes —le dijo a Liz—. Aguanta. Lo conseguiremos.

Sin embargo, en aquel momento, con un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, supo que no lo conseguirían, que Liz iba a morir. No iba a llegar ninguna ambulancia, no la curaría ningún médico de bata blanca. No había nada más. Vio que Liz también lo sabía y se pregunto cómo eran esos últimos minutos. ¿Sentiría un zumbido en la cabeza, o estaría en absoluto silencio, contemplando el cielo? En lo que se tardaba en sacar una fotografía. Los ojos de Liz se movieron, asustados, y los de él se movieron también para no dejarla marchar. Liz abrió la boca como si estuviera a punto de decir algo. Jake oyó una boqueada, no dramática, tranquila, una leve inspiración de aire que se interrumpió y no volvió a oírse más, atrapada en algún lugar. Muy diferente a la escandalosa escena de un nacimiento, tan sólo una respiración interrumpida y te ibas de esta vida.

Los ojos de Liz habían dejado de moverse, sus pupilas estaban fijas. Jake le quitó la mano del cuello. Se la limpió en los pantalones, embadurnados de sangre. Qué olor más intenso. Recogió la cámara que estaba en el suelo. Estaba aturdido, cualquier movimiento le costaba esfuerzo. Todo había desaparecido en un segundo, un destello, demasiado deprisa incluso para una lente Zeiss.

Shaeffer volvió a gemir y Jake se acercó a él, todavía arrodillado. Más sangre, una mancha que se le extendía por el hombro izquierdo.

—Tranquilo —dijo Jake—. Te llevaremos a un hospital.

Shaeffer levantó el brazo bueno para agarrar el de Jake y apretarlo.

—A uno ruso no —dijo en un ronco susurro—. Sácame de aquí.

—Está demasiado lejos.

Shaeffer volvió a apretarle el brazo.

—A uno ruso no —dijo casi con agresividad—. No puedo.

Jake miró la plaza, que ya se estaba llenando de gente que caminaba sin rumbo y arrastrando los pies, el momento inmediatamente posterior a un accidente. Había rusos por doquier; era una ciudad rusa.

—¿Puedes moverte? —preguntó Jake.

Le puso una mano bajo la cabeza. Shaeffer se estremeció, pero se incorporó poco a poco. Se detuvo a medio camino, como quien se sienta en la cama. Parpadeaba, aturdido por la conmoción. Jake lo cogió por debajo del brazo y tiró de él, esforzándose por alzar su peso.

—El jeep está allí. ¿Podrás caminar?

Shaeffer asintió, después se inclinó hacia delante y quedó equilibrado. Jake volvió a mirar la plaza. Buscaba a cualquiera.

—¡Eh, Saint Louis! —gritó, y le hizo señas al soldado americano sin dejar de sostener a Shaeffer mientras esperaba a que se acercase—. Ven, échame una mano. Hay que subirlo al jeep.

Juntos lograron poner en pie a Shaeffer y arrastrarlo. Cada paso parecía un kilómetro, apenas lograba respirar. De la herida seguía brotando sangre fresca.

—A uno ruso no —masculló otra vez Shaeffer.

Parecía delirar, y gritó de dolor cuando su cuerpo se golpeó contra el asiento del acompañante. Un último tirón y perdió el conocimiento. La cabeza le cayó sobre el pecho.

—¿Lo logrará? —preguntó el soldado.

—Sí. Ayúdame con la chica.

Cuando llegaron y vieron a Liz en el charco de sangre, el soldado se quedó petrificado. Jake se agachó con impaciencia y la levantó él solo. Le temblaban las rodillas, pero avanzó tambaleándose hacia el jeep, como si estuvieran cruzando juntos un umbral, la cabeza de ella colgando. Dejó el cadáver con delicadeza y regresó a por el arma. El soldado seguía allí de pie, pálido, con la cámara de Liz en la mano.

—Se ha manchado usted de sangre —dijo, aturdido.

—Quédate con tu amigo. Enviaré a alguien —le aseguró Jake, y cogió la cámara.

El soldado miró al otro chico, en el suelo.

—Por Dios bendito —dijo con voz entrecortada—. Ni siquiera sé qué ha pasado.

Acababa de llegar otro grupo de rusos que ya habían rodeado el Horch, como si fueran de la policía militar y estuvieran examinando el cadáver. El soldado que había echado a correr y había provocado todo aquello había desaparecido, se había esfumado en Potsdam. No había más cadáveres, sólo Liz y aquel chico que habría vuelto a casa a finales de semana. Cuando Jake subió al jeep, impaciente por salir de allí, uno de los rusos echó a andar hacia él señalando a Shaeffer, que iba desplomado en el asiento delantero. Preguntas, un médico soviético, justo lo que Shaeffer quería evitar. Jake puso el motor en marcha. El soldado le gritó algo, seguramente que se detuviera. No había tiempo. El hospital del ejército más cercano debía de ser el de Lichterfelde, a kilómetros de allí.

El ruso se plantó delante del coche y levantó una mano. Jake alzó el arma y apuntó. El ruso se asustó y se hizo a un lado. Era un chico no mucho mayor que el soldado estadounidense. Tenía miedo y un loco cubierto de sangre le apuntaba con un arma. Los demás levantaron la mirada y también se pusieron a cubierto. El poder de un arma, tan excitante como la adrenalina. Nadie te detenía cuando empuñabas un arma. Retrocedieron hacia el Horch mientras el jeep daba la vuelta a la plaza y se alejaba de allí en dirección al puente.

El cuerpo de Shaeffer se zarandeó con la sacudida inicial, después cayó laso hacia el lado de Jake y se apoyó en él mientras salían de Potsdam. Cuando atravesaron el paso de un sector a otro a toda velocidad, Jake vio las expresiones de alarma de los guardias y recordó que todavía llevaba el rostro embadurnado de sangre. Se lo limpió con la manga: sudor mezclado con rojo intenso. Ya estaban en la carretera y, al acelerar, descubrió que le costaba respirar. Llenó el pecho de aire como si hubiese estado conteniendo la respiración bajo el agua. Como en un sueño, salvo por el cadáver que llevaba en el asiento de atrás y el peso del soldado que se apoyaba en él con la cabeza oscilante. «Ni siquiera sé qué ha pasado.» Él sí lo sabía. Al repasar mentalmente ese sueño, se detuvo justo después de que el soldado saliera corriendo hacia el obelisco, cuando vio las armas que apuntaban más allá de él, a Liz. Una maniobra de distracción, esos cañones siempre habían apuntado a otro lugar. Sin embargo, ¿quién querría matar a Liz? Había sido un error. Miró a Shaeffer. Debían de apuntar a otro. A un hombre que prefería poner su vida en peligro a que se lo llevaran los rusos.