Capítulo 14

—El problema son las referencias cruzadas —dijo Bernie, pasando por delante de las filas de archivadores—. Lo metieron todo aquí dentro y todavía lo estamos clasificando. Los documentos personales de Himmler están allí, los de los generales de las SS, aquí, pero a veces merece la pena cotejar unos con otros si faltan fechas. ¿Qué es personal y qué no? Todo eso suponiendo que no hayan guardado los documentos de Brandt en otra parte por error, lo cual ya es mucho suponer. Entraron a trabajar en el programa de misiles en 1943, así que no hace falta que revises todos esos de ahí. —Hizo un gesto con la mano que abarcaba la mitad de la habitación—. Designaron el programa como A-4, así que estamos intentando guardarlo todo junto en una misma sección A-4, pero, como digo, muchas veces vale la pena contrastarlos. Ten —dijo, abriendo un fichero—, que lo pases bien leyendo.

—¿Y éstos son los documentos que entregó Brandt?

—Algunos. No se citan las fuentes, pero, si son suyos, estarán aquí. Los documentos científicos estaban en Nordhausen, claro. Von Braun los guardó bajo tierra para tenerlos a buen recaudo, en una vieja mina, creo, así que los tiene la FIAT, pero tú sólo querías los de Brandt, ¿verdad?

—Verdad.

—Entonces, aquí los tienes —dijo, dando unas palmaditas al fichero.

—Dios… —exclamó Jake al ver la larga fila de documentos.

—Sí, ya lo sé. Estaban tan ocupados cubriéndose las espaldas que no sé de dónde sacaban el tiempo para combatir.

—Bueno, así es el ejército. Viven de eso, ¿no? No me gustaría nada ver los nuestros.

—Éstos son algo distintos —dijo Bernie—. Si te aburres, prueba con los documentos aeromédicos de aquí. ¿Quieres saber cuánto tarda un hombre en morir congelado? Está todo ahí: temperatura de la sangre, presión, hasta el último segundo… Todo menos los gritos. Estaré abajo, si necesitas ayuda con algo.

Sin embargo, al menos los primeros documentos eran corrientes: memorandos, directivas para el personal, informes… la clase de papeles que habría encontrado en cualquier oficina, como en la de Tinturas de Estados Unidos en Utica, salvo por el membrete negro de las SS. El rastro en papel de una toma de poder burocrática, con un caballo de Troya de trabajadores. Peenemünde había sido construido con reclutas extranjeros, pero ya en julio del 43, el programa necesitaba más gente, la mano de obra extra que sólo las SS podían suministrar: Häftlinge, prisioneros, una palabra que identificaba a los presos de los campos de exterminio. Tras esa primera solicitud, tras ese acuerdo mortal, empezaban los verdaderos documentos, repletos de fechas y sucesos, un aluvión de papeleo entre jefes de departamento para aprovechar la ocasión mientras durase. El 7 de julio, una demostración del A-4 para Hitler, que se muestra impresionado. El 24 de julio, el gran bombardeo sobre Hamburgo. El 25 de julio, el A-4 recibe el visto bueno con máxima prioridad para fabricar sus misiles, las armas de la venganza. El 18 de agosto, bombardeo sobre Peenemünde. El 19 de agosto, como respuesta inmediata, Hitler ordena a Himmler que suministre más mano de obra de los campos para acelerar la producción. Tres días más tarde, el 21 de agosto, Himmler asume la construcción de un nuevo centro de producción en Nordhausen, lejos de las bombas. El 23 de agosto llegan los primeros trabajadores, el caballo ya está dentro del recinto.

Los siguientes documentos describían la carrera de la construcción de la cueva de Aladino, excavada en la montaña para albergar la inmensa fábrica subterránea. Un documento tras otro de abrumadores detalles sobre la construcción, informes semanales con los progresos, nuevos campos para los trabajadores. Mientras la mirada de Jake se vidriaba con las cuentas del día a día, veía tomar forma a una ciudad entera, la escalofriante proporción de todo justo allí, en los números. Diez mil trabajadores. Dos túneles gigantescos que se adentraban en la roca hasta un total de tres kilómetros; 47 túneles entrecruzados, cada uno de ellos del tamaño de dos campos de fútbol. Y cada día crecía más, igual que debieron de construirse las pirámides. De hecho, exactamente igual: los diez mil eran esclavos. Por no hablar de cuántos morían… Se deducía por las solicitudes de reemplazos del interminable suministro de Himmler. Todo aquel terrible entramado quedaba oscurecido por cálculos de ingeniería y objetivos mensuales. En Berlín fechaban los informes, los sellaban y los archivaban. ¿Habría visto Emil a esos hombres en Peenemünde, donde los científicos se reunían por las noches con una taza de café para hablar de trayectorias?

Mientras tanto, página a página, el tamaño de los túneles crece, se empiezan a construir los misiles, más campos, y finalmente, la toma del poder es oficial: 8 de agosto de 1944, Hans Kammler, teniente general de las SS, sustituye a Dornberger como director del programa. Ahora los científicos y sus fabulosos misiles pertenecen a Himmler. Se reparten medallas. Jake se entretuvo un minuto con el memorando que describía la ceremonia. En Peenemünde, no en Berlín. Sin la presencia de las familias, una comida especial. Habían brindado varias veces con champán.

Más carpetas. Febrero de 1945, el equipo a cargo de la fabricación de misiles finalmente abandona Peenemünde. Se solicita un tren especial, pues el transporte aéreo es demasiado arriesgado para el personal formado por científicos, con el cielo plagado de bombarderos. Luego todos van hacia el sur y se dispersan por pueblos cercanos a la fábrica principal. La población de presos alcanza los cuarenta mil, y van llegando traslados procedentes de los campos del este a medida que se acercan los rusos. Pese a todo, los V-2 siguen saliendo a diario de la montaña con rumbo a Londres. Más documentos en marzo: demandas poco realistas de aumento de la producción. Y el súbito cese de informes en papel. Aun así, Jake podía terminar la historia por sí solo: ya la había escrito. El 11 de abril, los americanos toman Nordhausen. Fin del A-4. Jake se reclinó hacia atrás en la silla. ¿Qué significaba todo aquello? Cajones llenos de información que él desconocía pero que se suponía otros sí conocían. Nada por lo que mereciese la pena volar hasta Berlín y arriesgarse a ser asesinado. ¿Qué estaba pasando por alto?

Dejó el último documento abierto sobre la mesa y salió a fumar un cigarrillo, a sentarse en las escaleras bajo el sol. La luz amarilla de la tarde bañaba los árboles de Grunewald. Horas enteras desperdiciadas sin averiguar nada. ¿Había pasado Tully el día allí?

—¿Necesitas un respiro? —dijo Bernie desde la puerta—. Has aguantado más que la mayoría. A lo mejor tienes más estómago que los demás.

—No hablan de eso. Sobre todo son informes de oficina. Estadísticas de producción… Nada.

Bernie encendió un cigarrillo.

—No sabes cómo leerlos. Eso no es alemán, es un nuevo idioma. Las palabras significan otra cosa.

Häftlinge —contestó Jake, a modo de ejemplo.

Bernie asintió con la cabeza.

—Pobres desgraciados. Supongo que eso facilitaba a las secretarias la tarea de escribirlo todo a máquina. En lugar de decir lo que eran realmente. ¿Has visto lo de «medidas disciplinarias»? Eso era colgarlos: los colgaban de una grúa a la entrada del túnel para que todo el mundo tuviese que pasar por debajo al acudir a trabajar. Los dejaban allí una semana, hasta que empezaban a oler mal.

—¿Por qué disciplina?

—Por actos de sabotaje, por un tornillo demasiado flojo, por no trabajar lo bastante rápido… A lo mejor ésos eran los más afortunados, al menos era una muerte rápida. Los otros… Tardaban semanas en caer rendidos al suelo. Pero caían. La tasa de muertes era de ciento sesenta por día.

—Eso sí que es una estadística.

—Un cálculo aproximado. Alguien cogió un lápiz y calculó el promedio. Para que quedase constancia. —Se acercó a los escalones—. Entonces, deduzco que no has encontrado lo que buscabas.

—Nada. Volveré a leerlos. Tiene que haber algo. Sea lo que sea.

—El problema es que no sabes lo que buscas, mientras que Tully sí lo sabía.

Jake se quedó pensativo un momento.

—Pero no sabía dónde. El también debía de andar buscando a tientas, por eso necesitaba tu ayuda.

—Entonces, tal vez tampoco él encontrara lo que buscaba.

—Pero vino aquí. Su nombre figura ahí, en el libro, bien claro. Tiene que estar aquí.

—Entonces, ¿ahora qué?

—Ahora hay que volver a buscar. —Jake arrojó la colilla al suelo polvoriento—. Cada vez que creo estar llegando a algún sitio, vuelvo al punto de partida: Tully bajándose de un avión. —Se levantó y se sacudió la suciedad de los pantalones—. Escucha, Bernie, ¿puedo pedirte otro favor? Vuelve a hablar con tus amigos de Francfort, averigua si Tully aparece en la lista de embarque de un vuelo del dieciséis de julio. Quién lo autorizó. Se lo he preguntado a los del GM, pero me saldrán canas si espero a obtener respuesta de ellos. Tienen la costumbre de extraviar las consultas y toda clase de papeles en las bandejas de entrada de algún despacho. Averigua también si alguien sabe dónde estuvo el fin de semana que Brandt se marchó.

—En Francfort, dijeron.

—Sí, pero ¿dónde? ¿Dónde pasas el fin de semana en Francfort? A ver si dijo algo.

—¿Es muy importante?

—No lo sé. Es sólo un cabo suelto. Al menos así tenemos trabajo que hacer mientras saco algo en limpio de estos documentos.

Bernie levantó la vista.

—También es posible que se equivocara, ¿sabes? Que en realidad no haya nada en esos documentos.

—Tiene que haber algo. Emil vino a Berlín por ellos. ¿Por qué iba a hacerlo si no decían nada?

—Nada que te interese a ti, querrás decir.

—Nada que le interesara a él tampoco. Acabo de leerlos.

—Eso depende de cómo lo plantees. ¿Quieres una teoría? —Bernie hizo una pausa, esperando a que Jake asintiera—. Creo que lo envió Von Braun.

—¿Por qué?

—Tardamos unas dos semanas en reunir a todos los científicos cuando llegamos a Nordhausen. Estaban dispersos por todas partes; el propio Von Braun no se entregó hasta el dos de mayo. Así que, ¿qué estaban haciendo?

—Me rindo, no lo sé.

—Preparando sus coartadas.

—Hablas como un auténtico fiscal de distrito. ¿Coartadas por qué?

—Por formar parte de lo que acabas de leer —explicó Bernie, señalando con la cabeza hacia el edificio—. «No fuimos nosotros, fueron las SS. Miren, lo dice aquí. Ellos lo hicieron todo, nosotros sólo somos los científicos.» Podrían ser unos documentos útiles cuando la gente empezase a hacer preguntas. Cosa que hicimos, además, después de ver a su mano de obra en las fábricas. Von Braun era el líder del equipo: él tenía los documentos técnicos, el verdadero triunfo de la baraja. Pero éstos no están mal como baza para negociar. Manos limpias. —Levantó las suyas—. «Hagamos un trato y estrechémonos la mano. Aquí están los planos y las especificaciones técnicas. Venga, hagamos unos cuantos misiles juntos. En cuanto a lo demás… bueno, como pueden ver, no fuimos responsables, fueron las SS.»

—Pero es que fueron las SS, está todo ahí…

—Entonces, tenía razón al querer los documentos, ¿no te parece? Si hasta te ha convencido a ti.

—Vamos, Bernie, ellos no colgaron a nadie. Estuvieron en Peenemünde hasta febrero, así consta en los documentos. ¿Cuánto podían saber?

—Todo el mundo lo sabía —espetó Bernie, cortante, con la misma voz que empleaba en los tribunales, argumentando un nuevo caso—. Eso es lo que nadie quiere creer: todo el mundo lo sabía. Renate Naumann lo sabía, Gunther lo sabía, todo el mundo en este maldito país lo sabía. ¿Y crees que alguien capaz de hacerse con un coche de las SS aquellas últimas semanas no lo sabía? No dejaron de colgar a la gente después de febrero: tuvieron que haberlo visto. Por no hablar de todos los demás. Tenían cuarenta campos de trabajo allí, Jake, cuarenta, y en todos ellos moría gente. Lo sabían.

—Eso no los convierte…

—No, sólo en cómplices. ¿Acaso crees que eran mejores porque sabían utilizar una regla de cálculo? Lo sabían, Jake. —Hizo una pausa y abandonó el tono de fiscal—. Y no puedo tocarlos. Por suerte para ellos, a las SS les encantaba colgarse todas las medallas, así que se han librado de algo muy gordo. Sólo por eso ya merecería la pena venir a Berlín, ¿no te parece? De todos modos, es sólo una teoría. ¿Tienes otra mejor?

—Entonces, ¿por qué enviar a Emil? ¿Por qué no enviar a un esbirro?

—A lo mejor era el único que estaba dispuesto. Tenía aquí a su mujer.

Jake desvió la mirada y luego meneó la cabeza.

—Salvo que no vino solo. Lo acompañaban dos hombres. ¿Por qué arriesgarse a enviarlo a él?

—Él sabía lo que tenía que buscar.

Jake lanzó un suspiro.

—Y Tully también. Vino hasta aquí, así que tiene que haber algo. Y yo lo estoy pasando por alto.

Bernie se encogió de hombros.

—Ya has leído los documentos.

—Sí —contestó Jake, y luego levantó la vista—. Pero no soy el único. Guárdame el asiento, ¿quieres? Volveré más tarde.

—¿Adonde vas?

—A buscar una segunda opinión.

Shaeffer había pasado de la cama a la silla, pero el vendaje seguía aún en su sitio, y al parecer le picaba un poco, porque se estaba rascando cuando entró Jake.

—Vaya, vaya, mi nuevo socio —dijo, alegrándose de tener compañía—. ¿Tienes algo para mí?

—No, tú tienes algo para mí. —Jake se sentó en la cama—. Fuiste al Centro de Documentación a consultar los archivos del proyecto A-4. ¿Qué encontraste?

Shaeffer lo miró con la expresión de un niño a quien acaban de pillar con las manos en la masa y luego sonrió.

—Nada.

—Nada.

—Eso es, nada.

—Te llevarías una gran decepción, después de consultarlos dos veces.

—Eres un auténtico sabueso, ¿verdad?

—Tu nombre aparece en el registro de entrada. Y el de Tully también, el mismo día. Pero eso ya lo sabías.

Shaeffer levantó la vista.

—No.

—Tampoco te sorprende.

Shaeffer volvió a rascarse y no dijo nada.

Jake lo miró fijamente y luego se recostó hacia atrás, cruzándose de brazos.

—Podríamos pasarnos así todo el día. ¿Quieres decirme lo que buscabas o jugamos al juego de las mil preguntas?

—¿Qué buscaba? Algo que no supiese ya, eso es lo que buscaba. Y no lo he encontrado.

Jake estiró los brazos.

—Háblame, Shaeffer. Esto no es ni la mitad de gracioso de lo que crees. Un hombre sigue a Tully a un sitio el mismo día en que es asesinado, examina los mismos documentos, lleva la misma clase de arma que lo mató… He conocido a hombres condenados por menos.

—¿Quién se está haciendo el gracioso ahora? Por diez centavos te nombro a uno. Ya te lo he dicho, no sabía que él también hubiese estado allí.

—Vamos a intentarlo de otro modo. Brandt le dijo algo a Tully. Supongo que eso lo sacarías de alguna de tus escuchas…

Shaeffer asintió con la cabeza.

—Al principio no le di importancia. Ya sabes, los vigilantes van anotando frases sueltas que pueden resultar de interés… cuando están escuchando. Así que a ti lo que te llegan son esas anotaciones y te tienes que imaginar el resto. A menos que sea lenguaje técnico: entonces lo anotan todo.

—Y esto no lo era.

—Era una de sus charlas personales. Que si esto, que si lo otro… Y entonces va y dice: «Todo lo que hicimos… está en los documentos». Unas palabras aparentemente banales, de todos modos, no hay nada extraño en esa frase: todo estaba allí, en Nordhausen, nos lo entregaron todo. Toneladas de papeles. Además, ellos mismos quieren aprovecharlos, ¿no? Así que, ¿por qué iban a ocultarlos? Luego desaparece, yo leo las transcripciones y pienso: «¿Y si…? A lo mejor se refiere a los otros documentos. Vale la pena comprobarlo». Pero allí no había nada nuevo, a menos que tú encontrases algo que yo no viese. Así que supuse que se refería a los documentos de Nordhausen.

—Pero Tully no lo creyó así, y él sabía algo que tú no sabías.

—¿El qué?

—El resto de la conversación.

Shaeffer se quedó pensativo un momento y luego negó con la cabeza.

—Pero allí no hay nada. Ya he mirado.

—Dos veces.

—Dos veces. A lo mejor mi alemán no es tan bueno como el tuyo.

—¿Y el de Breimer? El también aparece en el libro. ¿Por eso le pediste que viniera? ¿O tenía sus propias razones?

—El no tiene nada que ver con esto…

—Dímelo o se lo preguntaré yo mismo. Socio.

Shaeffer le sostuvo la mirada y luego relajó los hombros y empezó a rascar el esparadrapo.

—Escucha, nos movemos por un terreno muy resbaladizo. Esos tipos forman el mejor equipo de fabricación de misiles del mundo, no hay nadie que les llegue ni a la suela de los zapatos. Tenemos que tenerlos con nosotros, pero son alemanes, y para algunas personas eso es un tema delicado. Una cosa es que sólo cumplieran órdenes, porque… ¿quién diablos no lo hacía? Pero si hay algo más… En fin, no podemos poner a Breimer en una situación embarazosa. Necesitamos su ayuda, él no puede…

—Dar trabajo a unos nazis.

—A los malos, en cualquier caso.

—Y pensaste que podía haber algo embarazoso en esos documentos.

—No, no fue eso lo que pensé. —Apartó la mirada—. Además, no lo había. No sé qué demonios quiso decir Brandt, si es que quiso decir algo. Lo importante es que no había nada, absolutamente nada en esos papeles. Esos tipos están limpios.

—Pues Teitel no opina que estén tan limpios.

—Es judío, ¿qué esperabas?

Jake lo miró.

—A lo mejor esperaba no tener que oír a un americano decir eso —dijo despacio.

—Ya sabes a qué me refiero. Ese tío encabeza una jodida cruzada. Muy bien, pues no va a cazar a estos tipos. Allí no hay nada.

Jake se levantó.

—Tiene que haberlo. Algo que Tully supuso que podía venderles a los rusos.

—Desde luego, no el hecho de que fueran nazis, porque eso a los rusos les trae sin cuidado.

—Y a nosotros también.

Shaeffer levantó la cabeza de golpe, con una expresión herida.

—Estos tipos no.

Fuera, la luz había empezado a apagarse, dando paso al suave y parsimonioso final del día. En su alojamiento se estarían preparando para cenar, la anciana estaría sirviendo la sopa. Jake aparcó el jeep y echó a andar por Gelferstrasse, recordando la primera noche, cuando Liz había coqueteado con él en el baño. Más o menos a la misma ahora en que Tully debía de estar leyendo los documentos, esperando a alguien. ¿O lo habrían sorprendido? Había que empezar con los números. Tully llega al aeropuerto; alguien de las imágenes borrosas de las fotografías de Liz, a menos que también las fotografías fuesen sólo documentos vacíos.

El anciano estaba preparando la mesa cuando Jake pasó junto al comedor, rehuyendo el grupo de gente reunido en el salón para tomar unas copas. Arriba, alguien había aireado y quitado el polvo de su habitación, y la colcha de chenilla rosa cubría la cama, completamente lisa, sin una sola arruga. Servicio de habitaciones. Las fotos de Liz estaban apiladas en un montón ordenado sobre el tocador, tal y como las había dejado, sin seguir ningún orden en particular. El avión estrellado en el Tiergarten, algunos desplazados en una esquina. Churchill. Los chicos de Missouri. Otra igual, aunque no era una copia, sino una pose ligeramente distinta. Liz empleaba la técnica de todos los fotógrafos que había conocido: sacar montones de instantáneas y fingir que la buena era la única que habías sacado, un arte basado en el azar. Una que le había pasado desapercibida antes, él mismo contemplando los escombros de Pariserstrasse, con los hombros caídos y la cara impregnada de un sentimiento de decepción. En una revista, sin pie de foto, podría haber sido un soldado de regreso. Se miró al espejo, para mirar su verdadero rostro. El de otra persona.

El aeropuerto. Tomó la foto del montón y la examinó con atención, desplazando los ojos lentamente por la imagen como si la estuviera revelando, tratando de hacer más nítidas las figuras borrosas. El efecto, curiosamente, fue como si estuviese mirando la foto de Pariserstrasse, una escena fuera de contexto. ¿De verdad había estado allí? Una fracción de segundo que no creía haber vivido: Ron de pie, en el centro, con su sonrisa chulesca, y el gentío de Templehof arremolinado detrás de él. La parte de atrás de la cabeza de alguien que podía ser Brian Stanley, atrapando toda la luz con la tonsura. Un soldado francés con una gorra de borla. Nada. Cogió la siguiente foto; casi la misma pero desde otro ángulo, porque Liz se había desplazado hacia la izquierda. Al pasar las imágenes rápidamente una detrás de otra, las figuras se ponían en movimiento, como en aquellos antiguos libritos. A la derecha, un pequeño resplandor. ¿Serían unas botas pulidas? Acercó la cara a la foto, que se volvió más borrosa, y luego la alejó de nuevo. Quizá fueran botas, porque la altura coincidía, pero no se distinguía el rostro. Volvió a pasarlas rápidamente, pero el brillo no se movía. Si era Tully, se había quedado de pie muy quieto, de lado respecto a la cámara, mirando a la izquierda.

Los golpecitos apenas fueron un golpeteo amable, casi inaudibles. Jake se volvió y vio al anciano asomar la cabeza por la puerta entreabierta.

—Perdone, Herr Geismar. No quería molestarle.

—¿Qué ocurre?

Durante un segundo, el hombre se limitó a mirarlo, parpadeando, y Jake se preguntó si no estaría viendo a su hija otra vez en su silla de siempre, empolvándose la nariz.

—Herr Erlich me ha dicho que le pregunte por el cuarto del sótano. El equipo de fotografía. No pretendo meterle prisa, pero entiéndalo: necesitamos la habitación. Cuando le vaya bien.

—Lo siento, lo había olvidado. Lo recogeré todo ahora mismo.

—Cuando le vaya bien —insistió el hombre, retirándose.

Jake lo siguió escalera abajo. Estaba a punto de alcanzar la puerta del sótano cuando Ron salió del salón con una copa en la mano.

—Ya me había parecido verte merodeando por aquí. ¿Te quedas a cenar? —La misma sonrisa, como si aún siguiera en la fotografía.

—No puedo. Estoy acabando de recoger las cosas de Liz. ¿Adonde debería enviarlas?

—No lo sé. Al centro de prensa, supongo. Oye, no te escapes, tengo algo para ti. —Sacó un papel doblado del bolsillo—. No me preguntes por qué, pero le han dado el visto bueno. Dicen que lo ha solicitado ella misma. ¿Es que hay algo entre vosotros dos que yo no sepa? El caso es que tienes permiso. Sólo tienes que enseñarles esto. —Le tendió el papel—. Y no lo olvides, no es sólo tuya. Todo el mundo se lleva una parte.

—¿Una parte de qué?

—De la entrevista. A Renate Naumann. La que pediste, ¿recuerdas? Joder, Jake, me deslomo con los soviéticos y a ti te importa un rábano. Muy típico.

—¿Ella ha pedido verme?

—A lo mejor cree que vas a sacar su lado bueno. Y por cierto, yo no esperaría demasiado. Los rusos cambian de parecer cada cinco minutos. Además, así podrías escribir un artículo. Nuestros paisanos se están poniendo muy nerviosos. —Sacó un telegrama del mismo bolsillo y se lo enseñó.

—¿Lo has leído?

—Tenía que hacerlo. Lo dicen las normas.

—¿Y?

—«Formidable respuesta historia héroe» —citó sin abrir el telegrama—. «Enviar nuevo artículo cuanto antes. Viernes a más tardar.» —Dio unos golpecitos a Jake en el pecho con ambos papeles—. Salvado por la campana, héroe. Me debes una.

—Sí —contestó Jake mientras cogía los papeles—. Cárgalo a mi cuenta.

El cuarto oscuro de Liz era una sala pequeña y con olor a humedad que había cerca de la carbonera, con profundos cajones de madera en uno de los rincones para los tubérculos. Tres bandejas para las soluciones en una mesa sobre la que colgaba una lámpara de bombilla roja. Unos cuantos botes de revelador y algunas fotos colgadas de una cuerda, como si fuera la colada. Una caja de papel mate. ¿Por qué no dejárselo todo a la pareja de ancianos? Todo aquello tenía que valer algo en el mercado negro, aunque ¿quién seguía haciendo fotografías? ¿Todavía se celebraban bodas en Berlín?

En cualquier caso, Liz había sacado montones de fotografías. La mesa estaba plagada de contactos, un montón sujeto con una pesada lupa como las que usaban los bibliotecarios para leer la letra pequeña. Jake miró a través de la lupa y las figuras del tamaño de sellos cobraron de repente vida a tamaño natural. La lupa sería lo bastante potente para saber si aquel brillo procedía de un par de botas. Se la metió en el bolsillo y luego apiló el resto del equipo en un extremo de la mesa. Junto a la pared había una mesa auxiliar con otro juego de fotografías. Las examinó y vio que eran las mismas fotos que había visto arriba, aunque no tan nítidas: eran las descartadas, las que ningún editor llegaría a tener encima de la mesa. La Cancillería. El aeropuerto otra vez, Ron sonriendo aún, pero con el fondo aún más borroso. Al alzarla hacia la luz para buscar las botas, su mirada captó el brillo apagado del arma colgada en la pared.

Dejó la foto, cogió la pistolera y la acercó a la luz. Una Colt 1911. Todo el mundo tenía una, era algo habitual. La sacó y se sorprendió del peso. El arma que Liz debía haber llevado encima en Potsdam. Los tres en el mercado. Se la quedó mirando un minuto, reacio pese a todo a desarrollar hasta el final la teoría que se estaba formando en su cabeza. ¿La habían disparado? Se podían comparar las balas, pues las marcas de estrías eran tan distintivas como las huellas dactilares. Pero era una locura. Abrió el arma: la recámara estaba vacía. Se la acercó a la nariz; sólo detectó un rancio olor a grasa, ¿qué había esperado? ¿El olor a pólvora permanecía en la recámara como si fuese ceniza o desaparecía? Sin embargo, no había ninguna bala. Ni siquiera estaba cargada, sólo era una herramienta para mantener a los lobos a raya. Se acordó de Frau Hinkel y su palabrería, que lo había cercado con su engaño. Arrojó el arma al montón de fotografías, recogió las fotos con ambas manos y se lo llevó todo arriba.

La lupa era pequeña, pero cumplió su propósito: el fondo seguía sin verse con nitidez, pero al menos las imágenes borrosas adquirieron forma. Uniformes que desfilaban por delante de otros uniformes; decididamente, botas. Siguió la línea en sentido ascendente: un uniforme estadounidense, una cara que podía ser la de Tully, y de hecho, tenía que ser la de Tully… Las botas lo corroboraban. Al final resultaba que Liz sí lo había captado con su cámara. ¿Y qué? No había nada que no hubiese sabido antes. Tully acababa de llegar y en ese momento miraba a algo que había a su izquierda. Jake desplazó la lupa por la fotografía, pero sólo se veía el negro de la cabeza de Brian, los mismos uniformes que antes, ninguno de los cuales miraba hacia Tully, y luego el filo blanco.

Se recostó hacia atrás y arrojó la fotografía a la mesa, frustrado, interpretando la sonrisa de Ron como una especie de provocación. Cuando detuvo la mirada en la copia en el montón, hasta parecía mover la cabeza riéndose. Una más, habría dicho Liz para sí al moverse para conseguir un ángulo mejor, Ron como punto fijo en un estereoscopio. ¿Cuántas fotos habría sacado? Jake se inclinó hacia delante y cogió las fotografías. ¿Bastarían para una pequeña panorámica? Recogió las instantáneas del aeropuerto del montón de fotos descartadas y las distribuyó encima de la mesa en forma de abanico. Encajó los fragmentos superpuestos del fondo sin hacer caso de la imagen de Ron: la cabeza de Brian con la cabeza de Brian, y luego hacia la izquierda, ajustando las puertas de la salida hasta unir todos los bordes y poder contemplar el gentío tal y como lo habría hecho Tully.

Cogió la lupa y la desplazó trazando una línea recta hacia la izquierda desde la cara de Tully: soldados enfrascados en sus asuntos, el molesto bulto de la cabeza de Ron tapando lo que hubiese detrás, aunque ahora había más caras más allá del borde de la primera foto, unas más nítidas que otras, unas cuantas mirando en dirección a Tully. Alguien esperando con un jeep. Jake se obligó a mover la lupa muy despacio porque entre tanta gente era muy fácil pasar por alto alguna cara conocida. Así, al llegar casi al borde, la atrapó: una forma fuera de lugar, ribetes estrechos y rectos en los hombros, un uniforme equivocado. Ruso. Jake detuvo el movimiento de la lupa. El cuerpo vuelto hacia Tully, como si lo hubiese visto, y luego el rostro, casi nítido entre las caras borrosas porque era muy familiar: mejillas amplias, ojos eslavos y perspicaces. Sikorsky había ido a recogerlo.

Jake volvió a mirar, temeroso de que la cara se disolviese entre la confusa muchedumbre, de que se convirtiera en una especie de espejismo. No, no había error posible, era Sikorsky. Alguien muy interesado en Nordhausen, alguien que había ordenado a Willi vigilar al profesor Brandt. «Es un nombre muy común en Alemania, ¿verdad?», le había dicho a Lena en la puerta del Adlon. Relacionado con Emil, los números coincidían. Y ahora relacionado con Tully. Sikorsky, que había sido el Greifer en Potsdam, otra conexión. Jake se detuvo, soltó la lupa e instintivamente estiró la mano hacia el otro lado de la mesa en busca del arma con la misma desazón angustiosa que había sentido detrás de Alexanderplatz. Aunque puede que no fuese otra conexión, puede que fuese la misma, una línea directa que llevaba directamente hasta él, dando traspiés tras los pasos de Tully, el único que no estaba dispuesto a olvidar el asunto. Ni Shaeffer, ni Liz. Miró al espejo: el mismo hombre al que Sikorsky, detrás de Liz, había señalado en el mercado.

Ahora que ya lo sabía, ¿qué hacía con esa información? ¿Llamar a Karlshorst para pedir una entrevista? Salió del alojamiento a toda prisa y luego se detuvo en mitad de Gelferstrasse sin saber, de repente, qué dirección tomar. Se habían encendido unas cuantas luces en la penumbra, pero estaba solo en la calle, tan desierta como una ciudad de western antes de un tiroteo. Palpó el arma, que llevaba sujeta al cinto. En una de las novelas de Gunther se enfrentaría a los forajidos a la espera de que llegase la caballería. Con un arma descargada. Apartó la mano con un sentimiento de impotencia. ¿A quién podía recurrir? ¿A Gunther, que esperaba encontrar nuevo jefe? ¿A Bernie, entregado en cuerpo y alma a un crimen distinto? Y entonces, por extraño que parezca, se le ocurrió que ya estaba donde tenía que estar: «Que no se te olvide qué uniforme vistes». La caballería estaba justo al final de la calle, rascándose el vendaje.

Breimer se había reunido con Shaeffer para cenar, y ambos estaban sentados con sendas bandejas en el regazo. Jake se detuvo en el umbral.

—¿Qué pasa? —preguntó Shaeffer, leyendo la expresión de su rostro.

—Necesito hablar contigo.

—Habla. No hay secretos entre nosotros, ¿verdad que no, congresista?

Breimer levantó la vista con aire expectante y el tenedor en la mano.

—Lo tiene Sikorsky —dijo Jake.

—¿Qué tiene? —inquirió Breimer.

—A Brandt —respondió Shaeffer en tono ausente, sin mirarlo—. ¿Cómo lo sabes?

—Fue a recoger a Tully al aeropuerto. Liz sacó una foto, no hay ninguna duda. Sikorsky lo ha tenido todo este tiempo.

—Mierda —exclamó Shaeffer, apartando la bandeja.

—Eso es lo que creías, ¿verdad? —le dijo Breimer.

—Creía que podía ser.

—Bueno, pues ya lo sabes —insistió Jake—. Con toda seguridad.

—Estupendo. ¿Qué hacemos ahora? —dijo Shaeffer, sin que fuese una pregunta en realidad.

—Traerlo de vuelta. Ésa es tu especialidad, ¿no?

Shaeffer lo miró.

—Estaría bien saber dónde lo tiene.

—En Moscú —respondió Breimer—. Los rusos no tienen que obtener el visto bueno del maldito Departamento de Estado para hacer las cosas: lo hacen y ya está. Bien, ya está —repitió, recostándose hacia atrás—. Después de todo lo que…

—No, está en Berlín —intervino Jake.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Todavía están buscando a su mujer. Brandt no les sirve de nada si no coopera: quieren tenerlo feliz y contento.

—¿Alguna sugerencia? —preguntó Shaeffer.

—Ese es tu departamento. Que algunos de tus hombres sigan a Sikorsky. Sólo es cuestión de tiempo antes de que vaya a hacerle una visita.

Shaeffer meneó la cabeza, pensando.

—Podría parecer un poco hostil.

—¿Y desde cuándo te ha frenado eso?

—Chicos, no es un buen momento para iniciar hostilidades —intervino Breimer de improviso—. Sobre todo ahora que volvemos a estar juntos en la misma cama. —Recogió el Stars and Stripes del alféizar de la ventana: «Rusia aliada en la guerra contra los japoneses»—. Justo ahora que todo está a punto de acabar, los muy cabrones. ¿Quién les mandará intervenir? —Soltó el tenedor, como si aquello le hubiese quitado el apetito—. Así que ahora nosotros jugamos a ser buenos y simpáticos con ellos mientras que ellos no tendrían ningún escrúpulo en rajarnos la garganta. Si quiere saber mi opinión, creo que nos equivocamos de guerra.

Jake lo miró, irritado.

—No, si ha leído los documentos de Nordhausen —señaló—. Además, no se preocupe, tal vez tendrá otra oportunidad.

—Sí, sí, eso ya está previsto —repuso Breimer, haciendo caso omiso del tono de Jake—. No se preocupe por eso. Cabrones de mierda… —Miró a Shaeffer—. Pero, mientras, supongo que será mejor reducir al mínimo las tácticas de cowboy. El GM tendrá que hacerles reverencias a los rusos durante un tiempo. —Hizo una pausa—. Durante un largo tiempo.

—No serviría de nada, de todos modos —dijo Shaeffer, aún pensativo—. No podemos seguir a Sirkosky, se darían cuenta de inmediato.

—No, si lo sigue la persona adecuada —sugirió Jake, apoyándose en la estantería, de brazos cruzados.

—¿Como por ejemplo?

—Conozco a un alemán que lo conoce. Profesional. Podría interesarle, por un precio.

—¿Cuánto?

—Un Persil.

—¿Qué es eso? —inquirió Breimer, pero nadie respondió.

En lugar de eso, Shaeffer sacó un cigarrillo, mirando a Jake.

—Eso no puedo prometerlo —contestó, encendiendo el pitillo—. Mi firma no vale una mierda. Tendría que hacerlo sin contar con esa garantía. Por supuesto, si de verdad localizase a Brandt…

—Entonces encontrarías una firma más importante, ¿verdad? Ya le preguntaré.

—¿Estáis hablando de contratar a un alemán? —terció Breimer.

—¿Por qué no? Usted lo hace —repuso Jake.

Breimer echó la cabeza hacia atrás con brusquedad, como si le acabasen de dar un bofetón.

—Eso es algo completamente distinto.

—Sí, ya lo sé, reparaciones de guerra.

—No queremos involucrar a alemanes —le dijo Breimer a Shaeffer—. La FIAT es una operación estadounidense.

—Pues usted dirá —siguió Jake—, porque alguien tiene que llegar hasta Sikorsky, y él es el único hilo que tenemos.

Shaeffer lo miró a través de las volutas de humo, sin decir nada.

—Esta bien, pensadlo —dijo Jake, apartándose de la estantería, impaciente—. Queríais que encontrase a Brandt y eso he hecho. O al menos he descubierto cómo encontrarlo. Ahora la pelota está en vuestro tejado. Mientras tanto, ¿puedo tomar prestada munición? —Dio unas palmaditas al arma—. A Liz se le había acabado. Además es la misma Colt —le dijo a Shaeffer.

—Creía que los periodistas tenían prohibido llevar armas —comentó Breimer, sin reparar en la elocuente mirada que se habían cruzado los otros dos hombres.

—Eso era antes de que empezase a trabajar para la FIAT. Ahora me pongo nervioso. Veo que usted también lleva una. —Señaló con la cabeza hacia el bulto del bolsillo de Breimer.

—Para su información, esto es para el padre de un chico de mi distrito.

Shaeffer abrió el cajón de su mesilla de noche, cogió una caja y se la arrojó a Jake.

—Vaya con cuidado, no sea que se le dispare por accidente —le dijo Jake a Breimer—. Sería una forma muy patética de perder unas elecciones. —Se sentó en la cama y metió las balas en la recámara del arma antes de cerrarla—. Muy bien, eso está mejor. Ahora lo único que tengo que hacer es aprender a usarla.

Shaeffer, que se había mantenido en silencio, acariciando el cenicero con la punta de su cigarrillo, levantó la vista en ese momento.

—Geismar, eso no va a funcionar. Lo sabes, ¿verdad?

—Estaba bromeando. Ya sé cómo…

—No, me refiero a Sikorsky. No vamos a conseguir nada siguiéndolo, lo siga quien lo siga. Lo conozco: si tiene a Brandt a buen recaudo, ni siquiera sus propios hombres sabrán dónde está. Es muy cuidadoso.

—Deben de tener su propio Kransberg. Empecemos por ahí.

Shaeffer volvió a bajar la vista al cenicero, evitando el contacto visual directo.

—Tienes que traerla.

—¿Traer a quién? —quiso saber Breimer.

—Geismar es amigo de la mujer de Brandt.

—Por el amor de Dios…

—No —contestó Jake—. Ella no va a ir a ninguna parte.

—Sí, sí que va a hacerlo —replicó Shaeffer despacio y con firmeza—. Va a ir a ver a su marido. Y nosotros estaremos justo detrás de ella. Es la única forma. Hemos estado esperando a que Brandt viniese a buscarla. Ahora se ha acabado la diversión. Tenemos que darle a Sikorsky lo que pide; es la única forma de hacerlo salir.

—Y una mierda. ¿Cuándo se te ha ocurrido esa brillante idea?

—Lo he estado pensando. Hay una forma de hacer que salga bien, pero la necesitamos a ella. Llegas a un arreglo con Sikorsky… o haces que tu amigo lo haga, mucho mejor incluso. Eso bien valdría un Persil. Ella va a verlo y le ponemos un equipo para vigilarla todo el tiempo. No corre ningún peligro, ninguno. Los recuperamos a los dos. Te lo garantizo.

—Me lo garantizas. Con balas por todas partes. Ni en sueños. Piensa otra cosa.

—Nada de balas. He dicho que hay un modo de hacerlo. Lo único que tiene que hacer ella es llevarnos hasta allí.

—No es un señuelo, ¿de acuerdo? Nada de hacer de señuelo. No lo hará.

—Lo haría si tú se lo pidieras —repuso Shaeffer con serenidad.

Jake se levantó de la cama y los miró a ambos alternativamente. Los dos hombres tenían los ojos clavados en él.

—No lo haré.

—¿Por qué no?

—¿Y poner su vida en peligro? No tengo tantas ganas de recuperar a Brandt.

—Pero yo sí —insistió Shaeffer—. Escucha, el mejor modo de hacer esto es por las buenas, así funciona mejor el trabajo de equipo… Pero no es el único modo. Si tú no la traes, lo haré yo mismo.

—Primero tendrás que encontrarla.

—Ya sé dónde está. Justo al otro lado del KaDeWe. ¿O acaso crees que no te vigilábamos a ti? —exclamó, casi con petulancia.

Jake lo miró, sorprendido.

—Deberíais haberme vigilado mejor, porque me la he llevado a otro sitio. Quería mantenerla alejada de las manos rusas. Ahora parece que también tendré que mantenerla alejada de las tuyas. Y lo haré. Nadie la toca, ¿de acuerdo? Un solo movimiento y desapareceremos otra vez. Y sé cómo hacerlo, además. Conozco muy bien Berlín.

—Tal vez antes sí. Ahora sólo eres un tío con uniforme, como el resto de nosotros. La gente hace lo que tiene que hacer.

—Pues ella no tiene por qué hacer esto. Piensa en otra idea, Shaeffer. —Hizo amago de dirigirse a la puerta—. Y por cierto, presento mi dimisión. Ya no quiero ser ayudante de nadie. Buscaos a otro.

Breimer había seguido aquel intercambio como un espectador, pero en ese momento los interrumpió, dulcificando el tono de voz, con aire desenvuelto.

—Escucha, chico, creo que olvidas de qué lado estás. Eso es lo que pasa cuando te metes en las bragas de una kartoffel. Tienes que reflexionar sobre lo que acabas de decir, aquí todos somos americanos.

—Algunos somos más americanos que otros.

—¿Y qué se supone que quiere decir eso?

—Quiere decir que no tiene mi voto. No.

—¿Tu voto? Esto no es ningún mitin en un pueblucho: aquí se está librando una guerra.

—Pues luche usted.

—Eso es lo que pretendo. Y tú también. ¿O qué crees que hacemos aquí?

—Sé lo que hace usted aquí. Este país está de rodillas, y lo único que quiere usted es hacer favores a la gente que lo ha puesto de rodillas y darle una patada en los cojones a todos los demás. ¿Es ésa la idea que tiene de estar de nuestro lado?

—Tranquilo, Jake —intervino Shaeffer.

—He visto morir a muchísimos hombres. Durante años. Y no murieron por la prosperidad de I. G. Farben.

Breimer se puso rojo de ira.

—¿Quién coño te crees que eres para hablarme así?

—Es un bocazas —dijo Shaeffer.

—¿Que quién soy? —exclamó Jake—. Un americano. Y puedo decir no. Eso es lo que significa. Le estoy diciendo que no, ¿me ha entendido? No.

—De todas las sanguijuelas que…

—Déjalo, Jake —dijo Shaeffer, una voz como una mano en el hombro tratando de frenarlo.

Jake lo miró, de repente se sintió violento.

—Que disfrutes de la cena —se despidió, dirigiéndose a la puerta.

Sin embargo, Breimer se había puesto de pie, y había estado a punto de tirar la bandeja al suelo al hacerlo.

—¿Acaso crees que no sé cómo tratar con los tipos de tu calaña? Gusanos como tú los hay a montones. Si no quieres colaborar, te patearé el culo y te echaré a patadas de aquí. Un montón de rojos de mierda por todas partes, unos fanfarrones, eso es lo que sois. Y a ésos les encanta, a los rusos. Servir de ayuda y consuelo al enemigo, eso es lo que estás haciendo, y ni siquiera lo sabes.

—¿Y por eso me dispararon? —espetó Jake, volviéndose—. Aunque es muy curioso, pero fue un americano el que disparó a Tully. No Sikorsky. Así que, ¿por qué querría matarme Sikorsky? Es como si con ello le hubiese querido hacer un favor a alguien de nuestro bando, el bando del que estamos todos. ¿Quién sabe? A lo mejor a usted. —Breimer lo miró boquiabierto—. Uno de los nuestros… No sé, hace que te lo pienses dos veces antes de ponerte de uno u otro lado, pensándolo bien.

—¿Geismar? Ven a verme mañana —dijo Shaeffer—. Hablaremos.

—La respuesta sigue siendo no.

—No te conviene quedarte solo mucho tiempo ahí fuera. Piénsatelo.

—¿Eso es todo? —exclamó Breimer—. ¿Un mamarracho insulta al gobierno de Estados Unidos y se va con su novia, así, sin más?

—Volverá —le aseguró Shaeffer—. Nos hemos puesto todos un poco nerviosos, eso es todo. —Miró a Jake—. Consúltalo con la almohada.

—Sólo lo insulto a usted —siguió diciendo Jake a Breimer, sin hacer caso de las palabras de Shaeffer—. Y además, me ha sentado muy bien. Ha sido una especie de gesto patriótico.

—Esto es una pérdida de tiempo —le dijo Breimer bruscamente a Shaeffer—. Ve a buscarla. Hará lo que se le diga.

Jake apoyó la mano en el pomo de la puerta y luego se volvió para hablar con voz glacial.

—Tal vez deberíamos dejar clara una cosa: si le toca un solo pelo, aunque sea sólo uno, es hombre muerto.

—No me das miedo.

—¿Ah, no? A ver ahora: una revista de tirada nacional tiene un enorme espacio en blanco esperando a que yo lo llene con alguno de mis reportajes. Tal vez hable de un padre de Utica que recibe el arma de su hijo muerto, porque hay un congresista que encuentra un hueco en su apretada agenda para cumplir una misión de caridad. Ya me los estoy imaginando: prácticamente se te humedecen los ojos. O tal vez hable de ese mismo congresista en Berlín, cumpliendo una misión ya no tan bonita. Utilizando los dólares de los contribuyentes para obtener ayuda de los criminales de guerra nazis. Mientras nuestros chicos siguen muriendo en el Pacífico. He aquí el esquema del montaje fotográfico que ilustra el reportaje, más o menos: Farben dirigía una fábrica en Auschwitz. Tenemos una foto del consejo directivo de Farben, y luego, justo al lado, una del campo de trabajo. Una con un montón de cadáveres amontonados unos encima de otros. Seguro que hasta podemos encontrar una de antes de la guerra con los chicos de Farben estrechando la mano de sus amigos en Tinturas de Estados Unidos. Por lo que sé, quizá salga usted. Luego, una foto bonita de usted… una de las de Liz, porque ella siempre había querido figurar en Collier’s. Supongo que la FIAT se lo debe.

—Joder, Geismar… —exclamó Shaeffer.

—Eso es mentira —dijo Breimer.

—Pero puedo escribirlo. Sé cómo hacerlo, he escrito un montón de mentiras… para nuestro bando. Joder, claro que puedo escribirlo, y usted se puede pasar los próximos dos años negándolo todo. Así que déjela en paz.

Breimer se quedó inmóvil un momento, sin respiración, con la mirada fija en Jake. Cuando habló, lo hizo en tono duro, sin atisbos del deje familiar del compatriota.

—Acabas de quemar todas las naves por un coñito alemán.

Jake abrió la puerta y luego se volvió para mirar a Shaeffer.

—Gracias por la munición. Hacemos una cosa: si lo encuentro, lanzo una bengala.

Shaeffer estaba mirando al suelo como si alguien hubiese hecho algún estropicio, pero levantó la cabeza antes de que Jake saliera.

—¿Geismar? —lo llamó—. Trae a la mujer.

Jake pasó junto al soldado que montaba guardia y se cruzó con la enfermera que recorría el pasillo para recoger las bandejas. Luego salió de nuevo a Gelferstrasse, más solo aún que antes.