Capítulo 9

Al día siguiente volvía a hacer calor. Berlín era literalmente un baño de vapor. La lluvia había limpiado el polvo del aire y el aire que ascendía en volutas sobre las ruinas mojadas intensificaba el hedor. El padre de Emil vivía en Charlottenburg, a unas cuantas calles del palacio, en lo que quedaba de un edificio modernista con apartamentos divididos en habitaciones para familias desahuciadas por las bombas. La calle seguía llena de escombros, así que tuvieron que dejar el jeep en Schloss Strasse y avanzar como pudieron por un sendero salpicado de postes con números de edificios plantados a modo de indicadores entre los restos de mampostería. Cuando llegaron, estaban sudando. El profesor Brandt, sin embargo, vestía un traje, con el cuello alto y almidonado de la época de Weimar, envarado aun en aquel calor que hacía languidecer. Su estatura dejó a Jake atónito. Emil no era tan alto como Jake, pero el profesor Brandt le sacaba un buen palmo. Era tan alto que, al besar a Lena en la mejilla, se inclinó por la cintura como en una reverencia oficial.

—Lena, me alegro de que hayas venido —dijo, más con cortesía que con afabilidad, como si recibiera a una antigua alumna.

Entonces reparó en el uniforme de Jake y se le crispó la mirada.

—Está muerto —dijo sin ninguna emoción.

—No, no. Es amigo de Emil —explicó Lena, y los presentó.

El profesor Brandt ofreció una adusta mano.

—De días más felices, supongo.

—Sí, de antes de la guerra —repuso Jake.

—Entonces es usted bienvenido. Creía que se trataba de una visita oficial. —Un atisbo de alivio que ni siquiera su rostro contenido logró ocultar—. Lo siento, no tengo nada que ofrecerles. Ahora se hace difícil —dijo, y señaló a la sala apretada, donde la luz entraba en rayos irregulares a través de una ventana rota y parcheada con tablones—. ¿A lo mejor les gustaría dar una vuelta por el parque? Es más agradable, con este tiempo.

—No podemos quedarnos mucho.

—Un paseo corto, entonces —dijo, claramente abochornado por el aspecto que ofrecía la habitación e impaciente por salir de allí. Se dirigió a Lena—: Pero antes tengo que decirte lo mucho que lo siento. El doctor Kunstler estuvo aquí. Ya sabes que le pedí que hiciera averiguaciones en Hamburgo. Tus padres. Lo siento —dijo, pronunciando sus palabras con tanta formalidad como si fueran un panegírico.

—Oh —dijo ella. El sonido quedó atrapado en su garganta en forma de gemido—. ¿Los dos?

—Sí, los dos.

—Oh —repitió.

Se dejó caer en una silla y se cubrió los ojos con una mano.

Jake esperaba que el profesor Brandt se acercara a consolarla, pero el hombre, por el contrario, se apartó y la dejó a solas con la noticia. Jake la miró con torpeza, atrapado con impotencia en su papel de amigo de la familia, incapaz de hacer otra cosa que guardar silencio.

—¿Un poco de agua? —ofreció el profesor Brandt.

Lena negó con la cabeza.

—Los dos. ¿Seguro?

—Los archivos… Había mucha confusión, ya puedes imaginarte, pero los identificaron.

—Así que ya no queda nadie —dijo para sí en voz baja.

Jake recordó a Breimer mirando por la ventanilla del avión aquel paisaje desolado. Su merecido. Edificios destrozados.

—¿Estás bien? —preguntó Jake.

Lena asintió, después se puso en pie y se alisó la falda, para recuperar la compostura.

—Sabía que tenía que ser así. Pero al oírlo… —Se volvió hacia el profesor Brandt—: Quizá me vendría bien dar una vuelta. Un poco de aire.

El hombre cogió el sombrero con alivio y los hizo salir por el pasillo, pero en dirección contraria a la entrada principal. Lena iba algo rezagada y no hacía caso del brazo que le ofrecía Jake.

—Iremos por la parte de atrás. El edificio está vigilado.

—¿Quién lo vigila? —preguntó Jake con sorpresa.

—El joven Willi. Le pagan, creo. Siempre está en la calle, él o alguno de sus amigos. Con cigarrillos. ¿De dónde los sacan? Ese chico siempre ha sido un chivato.

—¿Quién le paga?

El profesor Brandt se encogió de hombros.

—Ladrones, quizá. Claro que puede que no me estén vigilando a mí, sino a alguien más del edificio. Esperan una oportunidad, pero yo prefiero que no sepan dónde estoy.

—¿Está seguro? —comentó Jake mirando su pelo blanco. Imaginaciones de un anciano que protege su habitación de ventanas tapiadas.

—Señor Geismar, todos los alemanes somos expertos en estos temas. Hace doce años que vivimos vigilados. Lo sabría hasta con los ojos cerrados. Ya hemos llegado. —Abrió la puerta trasera y dejó pasar la luz cegadora—. Nadie, ¿lo ve?

—¿Deduzco que Emil no ha estado aquí? —preguntó Jake, dándole aún vueltas a la cabeza.

—¿Por eso ha venido? Lo siento, no sé dónde está. Quizá muerto.

—No, está vivo. Ha estado en Francfort. El profesor Brandt se detuvo.

—Vivo. ¿Con los americanos?

—Sí.

—Gracias a Dios. Pensaba que los rusos… —Echó a andar de nuevo—. Así que logró salir. Dijo que el puente de Spandau seguía abierto. Pensé que estaba loco. Los rusos estaban…

—Se fue de Francfort hace dos semanas —lo interrumpió Jake—. Vino a Berlín. Esperaba que hubiera venido a verlo.

—No, a mí no vendría a verme.

—Para encontrar a Lena, quiero decir —añadió Jake con torpeza.

—No, sólo el ruso.

—¿Lo buscaba un ruso?

—A Lena —respondió el hombre con ciertas dudas—. Como si yo fuera a ayudarlo. El muy cerdo.

—¿A mí? —terció Lena, que sí seguía la conversación. El profesor Brandt asintió con la cabeza, pero evitó su mirada.

—¿Para qué? —preguntó Jake.

—No hice preguntas —contestó el profesor con voz casi remilgada.

—Pero no quería nada de Emil —insistió Jake, pensando en voz alta.

—¿Por qué habría de querer a Emil? Pensaba que…

—¿Dejó algún nombre?

—No dan nombres. Ellos no.

—¿Usted no preguntó? ¿Un ruso que hace averiguaciones en el sector británico?

El profesor Brandt se detuvo, molesto, como si lo hubieran pillado haciendo algo indecente.

—No quería saberlo. Verá… Creía que era personal. —Miró a Lena—. Lo siento, no te ofendas. Pensé que a lo mejor era amigo tuyo. Hay tantas alemanas que… Se oye todos los días.

—¿Qué creías? —preguntó ella, enfadada.

—No soy quién para juzgar estas cosas —repuso el hombre en un tono correcto y distante.

Lena se lo quedó mirando con una expresión dura.

—No, pero las juzgas. Lo juzgas todo. Ahora a mí. ¿Eso pensaste? ¿La puta de un ruso? —Apartó la mirada—. Oh, no sé de qué me sorprendo. Siempre piensas lo peor. Mira cómo juzgaste a Emil, tu propia sangre.

—Mi propia sangre. Un nazi.

Lena hizo un gesto con la mano.

—Nada cambia. Nada —dijo, y echó a andar por delante de ellos para calmar su enfado.

Cruzaron la calle con tranquilidad. Jake se sentía como un intruso en una pelea familiar.

—Ella no es así —dijo al fin el profesor Brandt—. Debe de ser por las malas noticias. —Miró a Jake—. ¿Ha pasado algo? Ese ruso… ¿Tiene que ver con Emil?

—No lo sé, pero avíseme si vuelve.

El profesor Brandt miró a Jake con atención.

—¿Puedo preguntar qué hace usted exactamente en el ejército?

—No estoy en el ejército. Soy reportero. Nos hacen llevar uniforme.

—Por su trabajo. Eso es también lo que decía Emil. ¿Lo está buscando como amigo? ¿Nada más?

—Como amigo.

—¿No está arrestado?

—No.

—Pensé que a lo mejor… esos juicios. ¿No van a juzgarlo?

—No, ¿por qué iban a hacerlo? Que yo sepa, no ha hecho nada.

El profesor Brandt lo miró con curiosidad y luego suspiró.

—No, sólo esto —dijo, y señaló en dirección al palacio derruido—. Esto es lo que han hecho, él y sus amigos.

Se estaban acercando al palacio desde el oeste, donde el terreno seguía cubierto de añicos de cristal del invernadero destrozado. El Versalles de Berlín. El edificio había recibido un impacto directo, el ala este había quedado demolida y los pálidos muros amarillentos que seguían en pie estaban tiznados de negro. Lena caminaba por delante, hacia los jardines que ahora eran irreconocibles: un lodazal yermo lleno de restos de metralla.

—Estaba claro que acabaría así —dijo el profesor Brandt—. Eso lo veía cualquiera. ¿Por qué él no? Destruyeron Alemania. Primero los libros, después todo lo demás. No era suyo, no podían destruirlo así. También era mío. ¿Dónde está ahora mi Alemania? Mírela. Ha desaparecido. Asesinos.

—No fue Emil.

—Trabajó para ellos —repuso el hombre, y su voz subió de tono, como si estuviera en un tribunal con un caso que llevaba años defendiendo—. Tenga cuidado al ponerse un uniforme. En eso te conviertes. Siempre el trabajo. ¿Sabe qué me dijo? «No puedo esperar a que la historia cambie las cosas. Tengo que hacer mi trabajo. Después de la guerra podremos hacer maravillas. El espacio.» Podremos. ¿Quiénes, la humanidad? Después de la guerra. Me lo decía mientras caían las bombas. Mientras hacinaban a personas en trenes. No veía la relación. «¿Qué vais a hacer en el espacio? —le decía yo—. ¿Contemplar desde allí a los muertos?» —Se aclaró la garganta y se tranquilizó un poco—. Usted piensa como Lena. Cree que soy muy duro.

—No lo sé —adujo Jake, incómodo.

El profesor Brandt se detuvo a mirar el palacio.

—Me partió el corazón —dijo, con tanta sencillez que Jake se estremeció, como si al anciano le hubieran quitado una venda y su herida hubiese quedado al descubierto—. Lena cree que lo juzgo. Ni siquiera lo conozco —dijo, y sus palabras parecieron desmoronarse con él. Sin embargo, cuando Jake levantó la mirada, el hombre estaba tan erguido como antes, el cuello de la camisa mantenía firme el suyo. Echó a andar por el parque—. Bueno, ahora lo harán los americanos.

—No hemos venido a juzgar a nadie.

—¿No? ¿Quién lo hará, entonces? ¿Cree que podemos juzgarnos nosotros mismos? ¿A nuestros propios hijos?

—A lo mejor nadie puede.

—Entonces se habrán salido con la suya.

—La guerra ha terminado, profesor Brandt. Nadie se ha salido con la suya.

Jake miró los restos carbonizados del edificio.

—La guerra no. La guerra no. Sabe lo que sucedió. Todos lo sabían. En Grunewald Station. ¿Sabe que los enviaban desde allí y no desde el centro, donde la gente podía verlos? Miles de personas, en vagones. Niños. ¿Acaso creíamos que se iban de vacaciones? Lo vi con mis propios ojos. Dios mío, pensé, ¿cómo pagaremos por esto, cómo? ¿Cómo pudo suceder? ¿Aquí, en mi país, un crimen así? ¿Cómo pudieron hacerlo? No los Hitler ni los Goebbels, a esos tipos se los puede ver cualquier día. En un zoológico. En un manicomio. Pero ¿Emil? Un chico que jugaba con trenes. Con bloques. Siempre construyendo algo. Un millón de veces me he preguntado, una y otra vez, cómo pudo ese chico participar en todo eso.

—Y ¿qué respuesta ha encontrado? —preguntó Jake con serenidad.

—Ninguna. No hay respuesta. —Se detuvo para quitarse el sombrero, sacó un pañuelo y se enjugó la frente—. No hay respuesta —repitió—. Verá, su madre murió cuando él nació, así que estábamos sólo nosotros dos. Los dos solos. Quizá fui muy estricto. A veces creo que fue por eso, pero él no daba problemas, era tranquilo. Tenía una mente extraordinaria. Se la veía en funcionamiento mientras jugaba: un bloque tras otro, así. A veces me quedaba sentado, contemplando sólo su mente.

Jake intentó imaginar al hombre sin el alto cuello almidonado, estirado en el suelo de una habitación infantil entre un montón de bloques de construcción.

—Después, en el Instituto, un prodigio, claro. Todos predecían grandes cosas para él, todos. Y en lugar de eso, esto. —Extendió la mano para abarcar el pasado junto con el jardín revuelto—. ¿Cómo? ¿Cómo pudo no verlo una mente como la suya? ¿Cómo pueden verse sólo los bloques y nada más? Le faltaba una pieza. Igual que a todos los demás, les faltaba una pieza. A lo mejor nunca la tuvieron. Pero ¿Emil? Un buen chico alemán. ¿Qué pasó? ¿Por qué se fue con ellos?

—Al final regresó a por usted.

—Sí, ¿sabe cómo? Con las SS. «¿Esperas que me suba a ese coche? —le dije—. ¿Con ellos?»

—¿Las SS vinieron a buscarlo?

—¿A mí? No. Unos documentos. Aun entonces, con los rusos aquí ya, venían a buscar documentos. Para salvarse. ¿Acaso creían que no sabíamos lo que habían hecho? ¿Cómo puede ocultarse algo así? Qué tontería. «Es la única forma de hacerlo —dijo Emil—. Ellos tienen coche, te llevarán.» —Le cambió la voz—. «Dile a esa vieja mierda que se dé prisa o le pegamos un tiro a él también», dijeron. Borrachos, creo, pero eso hacían, disparaban a la gente, incluso en esos últimos días, cuando todo estaba ya perdido. «Muy bien —les dije—. Disparadle a esta vieja mierda. Así habrá una bala menos.» «No digas eso —dijo Emil—. ¿Estás loco?» «El loco eres tú —le dije yo—. Los rusos te colgarán si te ven con estos cerdos.» «No, Spandau está abierto, podemos marcharnos al oeste.» «Prefiero los rusos a esta escoria», le dije. Incluso entonces discutimos. —Otra vez la voz de las SS—: «Déjelo. No tenemos tiempo para esto.» Era verdad, desde luego, ya se oía el fuego de artillería por todas partes. Así que se marcharon. Ésa fue la última vez que lo vi, subiéndose a un coche de las SS. Mi hijo.

Su voz se fue desvaneciendo hasta que dejó de oírse, como si su recuerdo estuviera rebobinando un carrete de película para visionar de nuevo la escena.

—Intentaba salvarlo —dijo Jake.

El profesor Brandt, sin embargo, retomó la conversación anterior.

—¿De qué lo conoce?

—Lena trabajaba conmigo en la Columbia.

—La radio, sí, lo recuerdo. Hace mucho tiempo. —Miró a Lena, que los estaba esperando cerca del borde del jardín, donde las lentas aguas del Spree formaban un recodo—. No tiene buen aspecto.

—Ha estado enferma, se está recuperando.

El profesor asintió con la cabeza.

—Por eso no había venido. Antes venía, después de los bombardeos, a ver si estaba bien. La leal Lena. No creo que se lo dijera a Emil.

Lena se volvió mientras ellos se acercaban.

—Mirad los patos —dijo—. Siguen ahí. ¿Quién les dará de comer? —Una especie de disculpa por su arrebato, simplemente sin mencionarlo—. Bueno, ¿habéis terminado?

—¿Terminado? —preguntó el profesor Brandt, y luego miró a Jake de soslayo—. ¿Qué era lo que quería?

Jake sacó la fotografía de Tully del bolsillo de la pechera.

—¿Ha estado aquí este hombre? ¿Lo ha visto?

—Un americano —dijo el profesor, mirándola—. No. ¿Por qué? ¿También busca a Emil?

—Puede que lo haya hecho. Lo conoció en Francfort.

—¿Es de la policía? —preguntó el profesor enseguida, tanto que Jake lo miró sorprendido. ¿Cómo sería vivir doce años vigilado?

—Lo era. Está muerto.

El profesor Brandt se lo quedó mirando.

—Y por eso quiere encontrar a Emil. Como a un amigo. —Miró a Lena—. ¿Es eso cierto? ¿No quiere detenerlo?

—¿Crees que lo ayudaría a hacer algo así? —repuso ella.

—No —terció Jake, respondiendo por ella—, pero estoy preocupado. Hoy en día, dos semanas son mucho tiempo para estar desaparecido en Alemania. Este hombre fue el último que lo vio, y está muerto.

—¿Qué me está diciendo? ¿Cree que Emil…?

—No, no lo creo, pero no quiero verlo acabar de la misma forma. —Hizo una pausa para asimilar la expresión de asombro del profesor Brandt—. Puede que sepa algo, nada más. Tenemos que dar con él. No ha ido a casa de Lena. El único lugar al que también acudiría es a su casa.

—No, a mi casa no.

—Lo hizo una vez.

—Sí, y ¿qué le dije? Ese día de las SS —dijo, volviendo a ver la película—. «No vuelvas.» —Apartó la mirada—. No vendrá aquí. Ahora no.

—Si lo hace, ya sabe dónde está Lena —dijo Jake mientras guardaba la fotografía.

—Lo eché de aquí —insistió el profesor Brandt, perdido aún en sus recuerdos—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Las SS. Hice bien.

—Sí, hiciste bien. Siempre haces lo correcto —dijo Lena, cansada, mirando a otra parte—. Y ahora mira.

—Lena…

—No, ya no. Estoy cansada de discutir. Siempre política.

—No es política —repuso él, negando con la cabeza—. No es política. ¿Crees que lo que hicieron fue política?

Lena le sostuvo unos instantes la mirada, después se volvió hacia Jake:

—Vayámonos.

—¿Volverás? —preguntó el profesor Brandt con una voz de pronto frágil y anciana.

Lena se acercó y le puso una mano en el hombro. Le limpió la solapa del traje como si estuviera a punto de enderezarle la corbata, un gesto de inesperada ternura. Él permaneció bien erguido y dejó que le alisara la chaqueta, en lugar de darle un abrazo.

—La próxima vez te lo plancharé —dijo—. ¿Necesitas algo? ¿Comida? Jake puede conseguir comida.

—A lo mejor un poco de café —dijo él con ciertas dudas, reacio a pedir nada.

Lena le dio una última palmadita al traje y se apartó sin esperar que ninguno de los dos hombres la siguiera.

—Daré un pequeño paseo —dijo el profesor Brandt, y miró la espalda de Lena—. Para mí es como una hija.

Jake se limitó a asentir con la cabeza sin saber qué decir. El profesor Brandt se enderezó, echó los hombros hacia atrás y se puso el sombrero.

—¿Señor Geismar? Si encuentra a Emil… —Se interrumpió para escoger con cuidado las palabras—. Sea buen amigo. Con los americanos creo que hay problemas, así que ayúdelo. ¿Le sorprende que se lo pida? Este viejo alemán, tan estricto. Pero uno siempre lleva a un hijo en el corazón. Aunque se convierta en… en lo que se ha convertido. Aun así.

Jake lo miró: erguido, alto y solo en aquel lodazal.

—Emil no metió a nadie en un tren. No es lo mismo.

El profesor Brandt alzó la cabeza hacia el edificio carbonizado, después miró otra vez a Jake y bajó el ala de su sombrero.

—Eso júzguelo usted.

Cuando regresaron al jeep, Jake se tomó un minuto para observar la calle del profesor Brandt, pero no vio a nadie, ni siquiera al joven Willi montando guardia por unos cigarrillos.

En casa de Frau Dzuris no había cambiado nada: el mismo pasillo con goteras, las mismas patatas hervidas, los mismos niños de ojos hundidos que espiaban furtivamente desde la habitación.

—Lena, Dios mío, eres tú. Veo que la ha encontrado. Niños, mirad quién está aquí, es Lena. Venid.

Sin embargo, fue Jake quien cautivó su atención al ofrecerles unas chocolatinas que ellos le arrebataron de las manos. Antes de que Frau Dzuris pudiera impedirlo estaban arrancando los brillantes envoltorios de Hershey.

—Qué modales. Niños, ¿qué se dice?

Un «gracias» mascullado entre mordiscos.

—Vengan, siéntense. Oh, a Eva le dará mucha pena no haber estado. Ha vuelto a ir a la iglesia. Va todos los días. «¿Por qué rezas? —le digo yo—. ¿Por maná? Dile a Dios que nos mande patatas.»

—¿Está bien, entonces? ¿Y su hijo?

—Sigue en el este —repuso la mujer en voz más baja—. No sé dónde. A lo mejor reza por él, pero en Rusia no hay Dios.

Jake había esperado estar allí sólo un par de minutos, hacer una pregunta sencilla, pero se encontró sentado a la mesa y rindiéndose ante la inevitable visita de cortesía. Fue una conversación muy berlinesa, compararon listas de supervivientes. Greta, la del piso de abajo. La presidenta de escalera, que escogió un mal refugio. El hijo de Frau Dzuris, que escapó del ejército pero quedó atrapado en la planta de Siemens, de donde se lo llevaron los rusos.

—¿Y Emil? —preguntó la mujer mirando a Jake de reojo.

—No lo sé. Mis padres han muerto —contestó Lena, cambiando de tema.

—¿Un ataque aéreo?

—Sí, acabo de saberlo.

—Tanta gente, tanta gente —comentó Frau Dzuris sin dejar de sacudir la cabeza. Después se alegró un poco—. Pero veros a vosotros juntos otra vez es toda una suerte.

—Sí, para mí —dijo Lena con una débil sonrisa, mirando a Jake—. Me ha salvado la vida. Me consiguió medicamentos.

—¿Ves? Los americanos. Siempre dije que eran buenos, aunque el de Lena es un caso especial, ¿eh? —le dijo a Jake, casi bromeando.

—Sí, especial.

—Oye, a lo mejor no vuelves a verlo —le dijo a Lena—. Las mujeres tienen la culpa. Los maridos hacen la guerra y las mujeres tienen que esperarlos, pero ¿cuánto tiempo? Eva sigue esperando. Bueno, él es mi hijo, pero no sé. ¿Cuántos vuelven de Rusia? Además, tenemos que comer. ¿Cómo va a alimentar a sus hijos sin un hombre?

Lena miró a los niños, que seguían comiendo chocolate. Se le suavizó la expresión.

—Han crecido. No los habría reconocido.

Por un momento pareció otra persona. Ésa era una parte de su vida que Jake no había conocido, que había tenido lugar sin él.

—Sí, ¿qué va a ser de ellos? Vivir así, sólo de patatas… Es peor que durante la guerra, y ahora, además, tendremos a los rusos. Jake aprovechó eso para intervenir.

—Frau Dzuris, ¿el soldado que buscaba a Lena y a Emil era ruso?

—No, era ami.

—¿Era este hombre? Le alcanzó la fotografía.

—No, no, ya se lo dije. Era alto, rubio, como un alemán. Incluso tenía nombre alemán.

—¿Le dijo cómo se llamaba?

—No, aquí —dijo, y señaló con un dedo sobre su pecho, donde habría estado la placa identificativa.

—¿Cómo se llamaba?

—No me acuerdo, pero era alemán. Pensé que es cierto lo que dicen. No es de extrañar que ganaran los americanos, con todos esos oficiales alemanes. Mire a Eisenhower —dijo, como si fuera un chiste.

Jake guardó la fotografía, decepcionado. Había perdido la pista.

—Así que no buscaba a Emil —dijo Lena con cierto alivio, refiriéndose a la fotografía.

—¿Sucede algo? —quiso saber Frau Dzuris.

—No —contestó Jake—. Sólo pensaba que podía ser este hombre. ¿El americano que estuvo aquí le dijo por qué había venido a verla?

—Igual que usted, por el cartel de Pariserstrasse. Pensé que sería amigo tuyo —le dijo a Lena—. De antes, cuando trabajabas para los americanos. Oh, no como usted —le dijo a Jake con una sonrisa. Se volvió hacia Lena—: Ya sabes que siempre lo supe. Una mujer sabe estas cosas. Y, ahora, volver a encontraros… ¿Puedo decirte algo? No esperes como Eva. Hay muchísimos que no vuelven. Tienes que vivir, y este… —Para bochorno de Jake, le dio unas palmaditas en la mano—. Se ha acordado del chocolate.

Tardaron otros cinco minutos en salir de allí. Frau Dzuris no dejaba de hablar mientras Lena se entretenía con los niños y les prometía que volvería a verlos.

—Frau Dzuris —dijo Jake en la puerta—, si viniera alguien…

—No se preocupe —dijo la mujer en tono conspirativo—. No los delataré. —Hizo un gesto en dirección a Lena, que ya bajaba la escalera—. Llévesela a Estados Unidos. Aquí no queda nada.

En la calle, Jake se detuvo y miró el edificio sin salir de su asombro.

—¿Qué sucede? —preguntó Lena—. No era él. Eso es bueno, ¿verdad? No hay ninguna relación.

—Pero debería. Tiene sentido. Ahora vuelvo a estar como al principio. De todas formas, ¿quién vino?

—Tu amigo dijo que a Emil lo buscan los americanos. Alguien de Kransberg, a lo mejor.

—Pero no Tully —insistió él con obstinación, aún ensimismado.

—Crees que todo el mundo anda buscando a Emil —dijo Lena mientras subía al jeep.

Jake dio la vuelta hasta el asiento del conductor, pero se detuvo con la vista fija en el suelo.

—Menos el ruso, que te buscaba a ti.

Lena lo miró.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Intento sumar dos más dos. —Subió al jeep—. Pero para eso necesito a Emil. ¿Dónde demonios estará?

—Nunca habías tenido tantas ganas de verlo.

Jake giró la llave.

—Nunca habían asesinado a nadie.

Emil no aparecía. Pasaron los siguientes días sumidos en una especie de espera apática, mirando por la ventana y oyendo pasos en el silencioso descansillo. Cuando hacían el amor, se daban prisa, como si esperasen que alguien apareciera en cualquier momento en la puerta, que se les acabara el tiempo. Hannelore había vuelto, su ruso había seguido camino, y su presencia y su parloteo incesante, tan ajeno a la espera, acrecentaba la tensión. Jake tenía la sensación de estar caminando de un lado para otro incluso cuando estaba sentado, mirando cómo la chica se echaba las cartas en la mesa durante horas, hasta que el futuro le sonría.

—¿Lo ves? Ahí vuelve a aparecer él. Las picas simbolizan fuerza, eso dice Frau Hinkel. Lena, tienes que ir a verla, no creerás todo lo que ve. Yo pensaba que, bueno, que sería divertido, pero esa mujer sabe cosas. Sabía lo de mi madre. ¿Cómo podía saberlo? Yo no le dije una palabra. Además, no es que sea una gitana… es alemana. Imagínate, todo este tiempo ha estado justo detrás del KaDeWe. Tiene un don. Mira, otra vez la jota. ¿Lo ves? Dos hombres, como dijo ella.

—¿Sólo dos? —comentó Lena con una sonrisa.

—Dos matrimonios. Yo le digo que con uno basta, pero no, ella dice que siempre me salen dos.

—¿De qué sirve saber todo eso? Durante el primer matrimonio no dejarás de preguntarte por el segundo.

Hannelore suspiró.

—Supongo que sí. Pero deberías ir.

—Ve tú —dijo Lena—. Yo no quiero saberlo.

Era cierto. Mientras Jake esperaba y trabajaba en el crucigrama que ocupaba su pensamiento —Tully vertical, Emil horizontal; cómo encajarlos—, Lena parecía extrañamente satisfecha, como si hubiese decidido dejar que las cosas se solucionasen solas. La noticia de sus padres la había entristecido, pero enseguida pareció olvidarla, con una especie de fatalismo que Jake suponía que había llegado con la guerra, cuando bastaba con despertar con vida. Por la mañana, Lena iba a una guardería de desplazados a ayudar con los niños; por la tarde, cuando Hannelore salía, hacían el amor; por la noche, convertía las latas de raciones en un banquete. Se mantenía ocupada con la vida cotidiana sin mirar más allá. Era Jake quien esperaba sin saber qué hacer.

Salieron. Había música en una iglesia sin tejado, la noche era húmeda y los cansados civiles alemanes movían la cabeza al ritmo de un rasgueante trío de Beethoven. Jake tomaba notas para un artículo, seguro que a Collier’s le gustaría la idea de que surgiera música de entre las ruinas, una ciudad que revivía. Luego fueron a Ronny’s para ver a Danny, pero cuando llegaron allí los gritos de los borrachos se oían hasta en la calle y Lena se plantó. Jake entró solo, pero no encontró a Danny ni a Gunther, así que siguieron camino a lo largo de la Ku’damm hasta un cine que habían abierto los ingleses. En la sala, calurosa y abarrotada, proyectaban Un espíritu burlón y, para su sorpresa, al público —todo soldados— le encantó. Clamaban cuando salía Madame Arcati, silbaban al ver el vaporoso camisón de Kay Hammond. Vestirse para la cena y luego tomar el café y el coñac en el salón… Todo aquello parecía salido de otro planeta.

No se sintieron otra vez en Berlín hasta que el exuberante color cambió al blanco y negro granulado del noticiario: Attlee llegaba para ocupar el lugar de Churchill, otra sesión fotográfica en Cecilienhof, los nuevos Tres dispuestos en la terraza igual que los antiguos Tres la primera vez, antes de que empezara a volar dinero por todo el jardín. Después se vio el partido de fútbol americano entre Aliados, con Breimer al micrófono, ganando la paz, y puños alzados al fondo cuando los británicos lograron su único tanto. Jake sonrió. En aquella amalgama de escenas empalmadas, al menos, habían ganado el partido. La siguiente escena era la de una casa derrumbándose. «Otra clase de touchdown: un periodista americano ha protagonizado un arriesgado rescate…»

—Dios mío, eres tú —dijo Lena mientras lo agarraba del brazo.

Jake se vio en la entrada de la casa con el brazo alrededor de la alemana, como si acabasen de salir del derrumbe, y por un instante él mismo llegó a olvidar lo que había sucedido en realidad, pues la cronología de la película resultaba más convincente que el recuerdo.

—No me lo habías dicho.

—No sucedió así —susurró él.

—¿No? Pero si se ve…

¿Qué iba a decirle? ¿Que sólo parecía que estuviera allí? La película lo hacía real. Cambió de postura en el asiento, incómodo. ¿Y si nada era lo que parecía? Un partido, un héroe del noticiario. La forma en que se miraban las cosas determinaba lo que eran. Un cadáver en Potsdam. Un fajo de billetes. Una cosa llevaba a la otra, pieza a pieza, pero ¿y si estaban mal ordenadas? ¿Y si la casa se había derrumbado después?

Cuando se encendieron las luces, Lena tomó su silencio por modestia.

—Y no me lo habías dicho. De modo que ahora eres famoso —dijo, sonriendo.

Jake la llevó hasta el enjambre de uniformes caquis británicos del pasillo.

—¿Cómo la sacaste de allí? —preguntó Lena.

—Salimos andando. Lena, eso no sucedió.

Sin embargo, en la expresión de ella vio que sí había sucedido, y se rindió. Llegaron al vestíbulo, junto al grupo de oficiales británicos y sus Hannelores.

—Vaya, el hombre del momento en persona. —Brian Stanley, tirándole de la manga—. Un héroe, nada menos. No salgo de mi asombro.

Jake esbozó una sonrisa.

—Yo tampoco —dijo, y le presentó a Lena.

Fräulein —dijo Brian mientras le daba la mano—. ¿Qué pensamos ahora de él? Muy de héroe de película, debo decir. ¿Os apetece una copa?

—En otra ocasión —dijo Jake.

—Ah, conque ésas tenemos. ¿Te ha gustado la película? Aparte de tu aparición, quiero decir.

Cruzaron la puerta para salir al tibio aire nocturno.

—Claro. ¿A ti te ha puesto nostálgico?

—Querido chaval, ésa es la Inglaterra que nunca existió. Ahora somos la tierra del hombre de a pie, ¿no te habías enterado? El señor Attlee insiste en ello. Claro que yo mismo soy muy de a pie, así que no me importa.

—Aun así, en la película se ve una Inglaterra bastante fastuosa —dijo Jake.

—Como ha de ser. La filmaron antes de la guerra, ¿no lo sabías? No podían estrenarla mientras la estuvieran representando en el teatro y, como estuvo una eternidad en cartel, ahora empiezan a proyectarla. Ya ves lo joven que se ve a Rex.

—Cuánto sabes —apuntó Jake. Otro truco cronológico.

Brian encendió un cigarrillo.

—¿Cómo llevas tu caso del chico de las botas?

—No lo llevo. He estado entretenido.

Brian miró a Lena.

—Con la conferencia no, desde luego. Nunca te veo por allí. El caso es que has logrado que le dé vueltas a la cabeza. Sobre el equipaje y todo eso. Lo que me intriga, para empezar, es cómo subió al avión.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, las plazas estaban muy disputadas, como recordarás. Había que mover todos los hilos posibles para subir a ese trasto.

—¿Qué hilos movió él? —dijo Jake para terminar el razonamiento.

—Algo así. Allí estábamos todos como sardinas en lata. El Honorable y todos los demás. De repente sube uno más. En el último momento. Sin maletas, como si no hubiese esperado viajar. Más bien como si lo hubiesen convocado, no sé si me sigues.

Sin embargo, Jake ya había ido mucho más allá, hasta algo completamente diferente: ¿cómo lo había logrado Emil? Nadie subía a un avión como si tal cosa, y menos aún un alemán.

—Supongo que no encontrarían órdenes de viaje —estaba diciendo Brian.

—No que yo sepa.

—Claro que pudo recurrir a la vieja treta de untar a alguien… Yo mismo lo he hecho. Pero ¿y si alguien lo hubiera autorizado? Si tanta curiosidad sientes, a lo mejor te sería útil saberlo.

—Sí —dijo Jake.

¿Quién habría autorizado a Emil?

—Con el ejército nunca se sabe. Guardan registros de todo menos de lo que es útil, pero tiene que haber alguna clase de manifiesto. De cualquier forma, sólo era una ocurrencia.

—Pues sigue pensando un poco más —dijo Jake—. ¿Cómo entraría aquí un alemán?

—¿Cómo entra cualquier persona? Con transporte militar. Tendría que conseguir que lo llevaran. El transporte civil no existe. Supongo que podría intentarlo en bicicleta, si no le importara que los rusos lo echaran de la carretera. Tengo entendido que lo hacen por diversión.

—Sí —dijo Lena.

Brian la miró sorprendido al ver que seguía la conversación.

—¿Tienes en mente a alguien en concreto? —preguntó.

—Un amigo mío —contestó Jake enseguida, antes de que Lena pudiera decir nada—. Hace más de una semana que debería haber llegado.

—Bueno, no es nada raro. ¿Tienes idea de lo que son las cosas ahí fuera? —Hizo un amplio gesto con la mano que abarcó el espacio oscuro de más allá de la ciudad—. El caos. Un maldito y absoluto caos. ¿Has visto las Autobahnen? Refugiados que van en una dirección y en otra. Polacos que regresan a casa. Buena suerte para ellos. Duermen donde pueden. Tu amigo estará seguramente en algún pajar, frotándose los pies.

—Un pajar.

—Bueno, algo de colorido local. Yo no me preocuparía, aparecerá.

—Pero si llegó en avión… —dijo Jake, aún reflexionando.

—¿Un alemán? Para eso tendría que mover unos hilos muy gordos. De todas formas, estaría aquí, ¿no?

Jake suspiró.

—Sí, estaría aquí.

Miró al gentío, cada vez menos numeroso, como si Emil pudiera aparecer de pronto paseando por la Ku’damm.

—En fin, tengo una copa esperando. Fräulein. —Le hizo un ademán a Lena—. Y tú cuídate de las casas con peligro de derrumbe —añadió, guiñándole el ojo—. Ya has tentado una vez a la suerte. Una maravilla cómo ganamos el partido, ¿no te parece?

—Una maravilla —repuso Jake con una sonrisa.

—Otra cosa, por cierto. ¿Qué está tramando el Honorable?

—¿Por qué iba a estar tramando nada?

—Sigue aquí. No sé, los peces gordos suelen hacer visitas relámpago. No es que yo se lo eche en cara. El Honorable, sin embargo, se queda, se queda. Pica la curiosidad, ¿no?

Jake lo miró.

—¿Sí?

—¿A mí? No, pero sí a Tommy Ottinger. Dice que no es más que un enviado de Tinturas de Estados Unidos.

—¿Y qué?

—Pues que Tommy se vuelve a casa, y yo no soporto ver cómo se desperdicia un buen artículo. A lo mejor te apetece investigarlo un poco. Bueno, si encuentras tiempo. —Otra rauda mirada a Lena.

—¿Ahora Tommy regala historias?

—Ya conoces a Tommy. Unas copas y te cuenta lo que sea. Se trata de un asunto estrictamente americano, claro, así que a mí no me vale. De todas formas, viene con propina. Debo admitir que me atrae la idea de pillar al Honorable con las manos en la masa.

—¿Con las manos en qué masa?

—Bueno, Tommy cree que podría ir tras una reparación particular. Un pellizco para Tinturas de Estados Unidos. Lo cual, a su modo de ver, es también muy bueno para el país, de modo que en realidad se trata de un saqueo patriótico. En Potsdam se les llena la boca hablando de reparaciones de guerra y, mientras, están dejando esto limpio.

—Creía que eran los rusos quienes lo estaban limpiando.

—Y no vuestros elegantes muchachos americanos. Todos ellos jugadores de fútbol, si ha de creer uno lo que ve en las películas. No, la jugada es la siguiente: los rusos no saben qué llevarse, se limitan a recoger grupos electrógenos y todo lo que brille y encomendarse a la suerte. Los Aliados, sin embargo… Oh, sí, también nosotros lo hacemos, que Dios nos bendiga… Pero nuestro caso es algo diferente. Tenemos expertos, unidades técnicas por todo el país que van arramblando con lo que vale la pena. Planos. Fórmulas. Documentos de investigación. Se diría que van tras los cerebros. Tú estuviste en Nordhausen. De allí se llevaron todos los documentos: catorce toneladas de papel. Cuesta creerlo. Y, claro, nadie lo cree, porque nadie puede investigar esa historia. En cuanto te acercas, puf, desaparece. Información confidencial. Fantasmas. Ahí va una idea: a lo mejor deberíamos darle una oportunidad a madame Arcati, puede que ella llegue a alguna parte.

Se detuvo con expresión de seriedad.

—Eso es lo que yo investigaría, Jake. Esa sí que es una historia de verdad, y nadie la tiene… Sólo se ve un atisbo de vez en cuando. Los rusos se alborotan y nos ladran: «¡Vosotros secuestrasteis a los ingenieros de la Zeiss!». Claro que luego se dan media vuelta y hacen lo mismo. Supongo que la cosa seguirá así hasta que no quede nada que robar. Reparaciones de guerra. Eso es lo que investigaría yo.

—¿Por qué no lo haces?

—No tengo piernas para eso. Ya no. Tiene que ser alguien joven a quien no le importe meterse en jaleos.

—¿Por qué Breimer? —preguntó Jake—. ¿Qué te hace pensar que está haciendo algo más que dar discursos estúpidos?

—Bueno, por el tipo del estadio, para empezar. ¿Te acuerdas? Uña y carne. Está en una de las unidades técnicas.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo he preguntado —contestó Brian, levantando una ceja.

Jake lo miró fijamente y luego sonrió.

—No se te escapa ni una, ¿eh?

—No mucho —repuso él, y le devolvió la sonrisa—. Bueno, me largo. Tienes a una joven cansada esperando para volver a casa y aquí estoy yo, que no dejo de decir disparates. Fräulein. —Volvió a dedicarle una inclinación de cabeza a Lena y luego se dirigió a Jake—: Piénsatelo, ¿quieres? Me encantaría volver a verte trabajar.

Jake rodeó a Lena con el brazo y juntos caminaron hacia Olivaerplatz, lejos de los transeúntes y de los jeeps ocasionales. A la luz de la luna, los tejados quebrados de los edificios se distinguían contra el cielo, irregulares, como trazos puntiagudos de letra gótica.

—¿Es cierto lo que ha dicho? ¿Lo de los científicos? ¿También van tras el cerebro de Emil?

—Eso depende de lo que sepa —repuso él con una evasiva, y luego asintió con la cabeza—. Sí.

—También ellos. Todo el mundo quiere encontrar a Emil.

—Debe de haber huido —dijo Jake, todavía pensando—. Nadie sale a pie de Francfort. Así que, o bien no ha llegado todavía, o está escondido en alguna parte.

—¿Por qué tendría que esconderse?

—Ha muerto un hombre. Si se vio con él…

—El policía otra vez.

—O consiguió un transporte. Ya lo había hecho antes.

—Cuando vino a buscarme, quieres decir.

—Con las SS. Eso es un transporte.

—No era de las SS.

—Vino con ellos. Su padre me lo ha explicado.

—Oh, ese hombre diría cualquier cosa. Qué amargura. Pensar que la única familia que me queda es un hombre así. Echar a su propio hijo como lo hizo…

—Ya no es un niño.

—Pero las SS… ¿Emil?

—¿Por qué iba a mentir, Lena? —preguntó Jake con dulzura, mirándola—. Tiene razón.

Volvió la cara para no enfrentarse a él.

—Tiene razón. Siempre tiene razón.

—Pero le tienes cariño, me he dado cuenta.

—Me da lástima. Ya no le queda nada, ni siquiera su trabajo. Dimitió cuando despidieron a los judíos. Fue entonces cuando empezaron las peleas con Emil. Y tenía razón, pero ya ves ahora.

—¿De qué daba clases?

—De matemáticas. Como Emil. En el Instituto decían que era su Bach, porque había pasado el don, ¿sabes? Eran iguales. Los dos profesores Brandt. Después sólo uno.

—A lo mejor también Emil debería haber dimitido.

Lena caminó un rato sin contestar nada a eso.

—Es fácil decirlo ahora, pero entonces… ¿Quién sabía que iba a terminar? A veces parecía que los nazis estarían aquí para siempre. Era el mundo en el que vivíamos, ¿puedes entenderlo?

—Yo también estaba aquí.

—Pero no eras alemán. Para ti siempre había algo más, pero ¿para Emil? No sé, no puedo responder por él. A lo mejor su padre tiene razón, pero tu amigo quiere convertirlo en un criminal. Nunca lo fue. No fue de las SS.

—Le dieron una medalla. Está en su expediente. Lo he visto. Por servicios prestados al Estado. ¿Lo sabías?

Lena negó con la cabeza.

—¿No te lo dijo? Pero ¿es que no hablabais? Estabais casados. ¿Cómo puede ser que no hablarais?

Lena se detuvo, miró hacia Olivaerplatz, vacía e iluminada por la luz de la luna.

—De modo que quieres hablar de Emil. Sí, ¿por qué no? Está con nosotros. Como en la película de hoy, es el fantasma que regresa. Siempre está en la habitación. No, nunca me dijo nada. A lo mejor creyó que era mejor así. Servicios prestados al Estado. Dios mío. Por sus números. —Alzó la mirada—. No lo sabía. ¿Qué quieres que te diga? ¿Cómo se puede vivir con alguien y no conocerlo? ¿Crees que es duro? Es fácil. Al principio hablas, pero luego… —Perdió la voz, volvió a sumirse en el recuerdo—. No sé por qué. Porque era trabajo, supongo. No hablábamos de eso. ¿Cómo íbamos a hacerlo? Yo no lo entendía, pero él vivía para su trabajo. Luego, cuando empezó la guerra, todo era secreto. Secreto. No se lo permitían. Así que hablas de cosas cotidianas, minucias, y al cabo de un tiempo ni siquiera de eso, porque ya has perdido la costumbre. No tienes nada de qué hablar.

—Teníais al niño.

Lena lo miró, incómoda.

—Sí, teníamos al niño. Hablábamos de él. A lo mejor por eso no me di cuenta. Emil pasaba mucho tiempo fuera y yo tenía a Peter. Así eran las cosas entre nosotros. Luego, después de lo de Peter… dejamos incluso de hablar. ¿Qué había que decir? —Se apartó—. No le culpo. No podría. Fue un buen padre, un buen marido. ¿Y yo? ¿Fui una buena esposa? Una vez lo intenté. Durante todo el tiempo que estuvimos… —Volvió a mirarlo—. No fue él. Fui yo. Yo dejé de hablarle.

—¿Por qué te casaste con él?

Lena se encogió de hombros y esbozó una amarga sonrisa.

—Quería casarme. Tener mi propia casa. En aquellos tiempos no era tan fácil, ¿sabes? Si eras una buena chica, te quedabas en casa. Cuando llegue a Berlín tuve que vivir con Frau Willentz, que conocía a mis padres, y eso era peor, siempre estaba esperándome en la puerta cuando llegaba. Verás, a esa edad… —Se interrumpió—. Ahora parece una tontería. Quería mi propia vajilla. Platos. Además, le tenía cariño a Emil. Era agradable, de buena familia. Su padre era profesor, ni siquiera mis padres podían oponerse. A todo el mundo le parecía bien y yo conseguí mis platos. Tenían flores, amapolas. Los perdí en el primer ataque aéreo. Así sin…

Miró a los edificios desmoronados y luego retomó el hilo de la conversación:

—Ahora me pregunto por qué quería eso. Toda esa vida. No sé, ¿quién sabe por qué hacemos lo que hacemos? ¿Por qué me fui contigo?

—Porque te lo pedí.

—Sí, me lo pediste —dijo ella, mirando aún a los edificios—. Lo supe, incluso esa primera vez. En esa fiesta del Club de Prensa. Recuerdo que pensé que nadie me había mirado nunca así. Como si conocieras un secreto mío.

—¿Qué secreto?

—Que te diría que sí. Que yo era así, y no una buena esposa.

—No digas eso —repuso Jake.

—De modo que no pude serle fiel —dijo Lena como si no lo hubiera oído—. Pero no quiero hacerle daño. ¿No basta con abandonarlo? ¿Ahora también tenemos que hacer de policías y esperarlo aquí, como arañas, para atraparlo?

—Nadie intenta atraparlo. Según Bernie, quieren ofrecerle un trabajo.

—Van tras su cerebro. ¿Y después qué? Oh, vayámonos de aquí. Vayámonos de Berlín.

—Lena, no puedo sacarte de Alemania, ya lo sabes. Tendrías que ser…

—Tu mujer —terminó de decir ella con un ademán de resignación—. Y no lo soy.

—Aun no —dijo él, y la tocó—. Esta vez será diferente. —Le sonrió—. Compraremos platos nuevos. En Nueva York las tiendas están llenas.

—No, eso sólo se quiere una vez. Ahora es algo distinto.

—¿Qué?

Lena volvió la cabeza sin responder y se apoyó en él.

—Sólo querernos. Con eso me basta —dijo—. Sólo eso. —Echó a andar otra vez mientras le estrechaba la mano con fuerza—. Mira dónde estamos.

Habían llegado sin darse cuenta al final de Pariserstrasse: los montículos de escombros eran como pozos de sombras en la calle iluminada por la luna. El lavamanos seguía en lo alto de un montón de ladrillos, justo donde se había levantado el edificio de Lena, su porcelana parecía gris en la luz tenue. El cartel de Frau Dzuris se había caído, y la tinta se había corrido con la lluvia.

—Deberíamos poner otro cartel —dijo Jake—. Por si acaso.

—¿Por qué? Sabe que no estoy aquí. Sabe que lo bombardearon.

Jake la miró fijamente.

—El americano que fue a ver a Frau Dzuris no lo sabía. Primero vino aquí.

—¿Y qué?

—Pues que no había hablado con Emil. ¿Adonde fuiste después?

—A casa de una amiga del hospital. A veces nos quedábamos en el trabajo. Allí los sótanos eran seguros.

—¿Qué le sucedió?

—Murió. En el incendio.

—Tiene que haber alguien. Piensa. ¿Adonde iría Emil?

Lena meneó la cabeza.

—A casa de su padre. Iría allí. Como siempre.

Jake suspiró.

—Entonces no está en Berlín. —Se acercó y enderezó el poste del cartel Calzándolo con ladrillos—. Habrá que hacerlo por ella, para que sus amigos la encuentren.

—Amigos —dijo Lena casi en un bufido—. Todos los demás nazis.

—¿Frau Dzuris?

—Por supuesto. Durante la guerra siempre llevaba la insignia, la de la esvástica. Justo aquí. —Se tocó el pecho—. Le encantaban los discursos. Solía decir que eran mejor que ir al teatro. Subía el volumen de la radio para que los oyéramos todos los del edificio. Si alguien se quejaba, decía: «¿No quiere oír al Führer? Le denunciaré». La entrometida de siempre. —Apartó la mirada de los escombros—. Bueno, también eso se ha acabado. Al menos ya no hay discursos. ¿No lo sabías?

—No —respondió, desconcertado.

Una mujer que adoraba los pasteles de semillas de amapola.

Un camión pasó rugiendo por la calle e iluminó a Lena con los faros.

—Cuidado. —Jake la cogió de la mano y tiró de ella hacia los ladrillos.

Frau! Frau! —Gritos guturales, seguidos de risas. En la parte de atrás del camión iba un grupo de soldados rusos con botellas en la mano—. Kommen! —gritó uno de ellos mientras el camión aminoraba la marcha.

Jake sintió cómo Lena se tensaba. Todo su cuerpo estaba rígido. Dio unos pasos en la calle para que vieran su uniforme.

—Largo —dijo mientras les enseñaba un dedo.

Amerikanski —gritó uno de ellos, pero el uniforme había surtido efecto.

Los hombres que habían empezado a bajar se detuvieron, uno de ellos levantó entonces una botella para brindar por Lena, propiedad de otro hombre. Un chiste en ruso recorrió todo el camión. Los hombres saludaron a Jake y rieron.

—Largo —repitió, esperando que el tono de su voz bastara como traducción.

Amerikanski —repitió el soldado, echándose un trago, y de pronto señaló detrás de Jake y gritó algo en ruso.

Jake se volvió. A la luz de la luna, una rata se había parado sobre el lavamanos con el morro levantado. Antes de que pudiera moverse, el ruso sacó un arma y disparó, el sonido estalló a su alrededor y obligó a Jake a contraer el estómago. Se agachó. La rata se escabulló, pero ya había más armas disparando, una práctica de tiro improvisada que fue alcanzando la porcelana con una serie de tintineos hasta que se partió, toda una pieza se elevó y salió volando, igual que la rata. Jake sintió a Lena agazapada detrás de él, tirando de su camisa. Unos pocos pasos y estarían en la línea de fuego, tan imprevisible como la puntería de un borracho. De súbito, los hombres dejaron de disparar y se echaron a reír otra vez. Uno de ellos dio unos golpes en el techo de la cabina para que el camión arrancara de nuevo y, mirando a Jake, le lanzó una botella de vodka mientras se alejaban. Jake la cogió con ambas manos, como una pelota de fútbol americano, y se quedó mirándola. La arrojó contra los ladrillos.

Lena temblaba de la cabeza a los pies, como si el estallido de la botella hubiese liberado todo lo que su miedo había mantenido callado.

—Cerdos —dijo, aferrándose a él.

—Sólo están borrachos —dijo Jake, aunque también él había perdido la calma.

Podía morir uno en cuestión de segundos, al antojo de un niño con gatillo fácil. ¿Y si él no hubiera estado allí? Se imaginó a Lena corriendo calle abajo, su propia calle, perseguida hasta las sombras. Mientras seguía al camión con la mirada, vio que en un sótano se encendía una luz; alguien había esperado en la oscuridad a que cesara el tiroteo. Sólo las ratas eran lo bastante rápidas.

—Volvamos a la Ku’damm —dijo Lena.

—No pasa nada. No volverán —la tranquilizó él mientras la abrazaba—. Casi hemos llegado a la iglesia.

Sin embargo, en realidad a él también le daba miedo esa calle, tan siniestra con aquella luz pálida, anormalmente tranquila. Pasaron junto a un muro que seguía en pie, la luna desapareció tras él durante unos instantes y volvieron a sentirse como en aquellos primeros días de oscuridad absoluta, cuando había que llegar a casa siguiendo el espeluznante resplandor de las ranuras luminiscentes de las ventanas tapadas. Pero entonces al menos había ruido, tráfico, silbatos y guardias gritando órdenes. Allí el silencio era absoluto, ni siquiera la radio de Frau Dzuris los perturbaba.

—No cambian —dijo Lena en voz baja—. Cuando llegaron, fue tan horrible que pensamos que sería el fin, pero no lo fue, y sigue siendo igual.

—Al menos ahora ya no disparan contra personas —repuso él con ligereza, para cambiar de tema—. Son soldados, nada más. Es su forma de divertirse.

—También entonces se divertían —disintió ella con voz amarga—. ¿Sabes que en el hospital violaron a las que acababan de dar a luz, a las embarazadas? No les importaba. Cualquiera valía. Les gustaban los gritos. Se reían. Creo que los excitaba. Jamás lo olvidaré. Gritos por todo el edificio.

—Eso ya pasó —dijo él, pero ella no parecía oírlo.

—Después tuvimos que vivir bajo su mando. Dos meses, una eternidad. Sabías lo que hacían y después los veías en la calle, y te preguntabas cuándo empezarían de nuevo. Cada vez que miraba a uno, oía los gritos. Pensé que no podría vivir así. Con ellos no…

—Chsss —hizo Jake, y le acarició el pelo igual que un padre que tranquiliza a su hija enferma, intentando hacer que todo pase—. Eso se acabó.

Sin embargo, en su rostro vio que no era así. Lena apartó la cara.

—Vayámonos a casa.

Jake la miró, de espaldas. Quería decirle algo más, pero los hombros de Lena se habían encorvado y lo habían dejado de lado, temerosos de encontrar más soldados en la calle oscura.

—No volverán —dijo, como si importara.