Capítulo 13
Brian había hecho honor a su palabra. El nombre de Jake aparecía en la lista del club náutico de Grunewald y la barca sería suya a cambio de una firma.
—Dijo que pasaría por aquí —corroboró el soldado británico en el embarcadero del puerto deportivo—. Le diré a Roger que se la traiga. ¿Sabe manejar la vela? —Jake asintió con la cabeza—. Claro que sólo es una barca, no tiene ningún secreto. Aun así, nos gusta preguntarlo por si acaso. Algunos de los chicos… —Señaló con la cabeza hacia la cafetería de la terraza, donde los soldados bebían cerveza bajo una ristra de banderas ondeantes del Reino Unido, una mesa todavía revestida de manteles y con las galas del desfile—. Espere aquí, sólo será un segundo.
Lena estaba de pie con la cara vuelta al sol, ajena a todo lo que no fuese el buen tiempo. En el lago soplaba un poco de viento, una brisa fresca, y no se percibía ni siquiera un resquicio del olor de la ciudad.
Era una pequeña barca de un solo mástil, apenas lo bastante grande para que cupieran dos personas, con barra del timón y remos que parecían de juguete. Se balanceó violentamente cuando Jake subió a bordo, así que separó las piernas y se agarró al poste del muelle antes de tender la mano a Lena, pero ella se rio de su gesto de preocupación, se quitó los zapatos y subió de un salto, con pie firme y la falda meciéndose al viento. Media terraza parecía estar observando la escena, con la cabeza ladeada para verle las piernas.
—Siéntate primero —le dijo a Jake, haciéndose con el control de la situación, y luego apartó la barca del muelle de un empujón.
—Cuidado con la corriente —los advirtió el soldado—. En realidad no es un lago, a la gente se le olvida.
Lena asintió con la cabeza y desplegó la vela por el foque, como una auténtica veterana. Empezaron a deslizarse por el agua.
—No sabía que supieses navegar —comentó Jake, viéndola amarrar el cabo.
—Soy de Hamburgo, allí todo el mundo sabe de barcos. —Miró a su alrededor y olisqueó el aire con gesto teatral—. A mi padre le gustaba; en verano íbamos al mar. Siempre, todos los veranos. Me llevaba a bordo con él porque mi hermano era demasiado pequeño.
—¿Tenías un hermano?
—Lo mataron. En el ejército —contestó, sin deje de emoción en la voz.
—No lo sabía.
—Sí, Peter. El mismo nombre.
—¿Tenías más familia?
—No, sólo él y mis padres. Ahora ya no queda nadie de aquella vida… Excepto Emil. —Se encogió de hombros y luego volvió a erguir la cabeza—. Vira a la izquierda, tenemos que darle la vuelta. Dios mío, qué día tan estupendo… Qué calor…
Se fueron alejando despacio de la costa.
Y de hecho, cuanto más se alejaban, mejor se volvía todo, la guerra se convertía en un murmullo lejano, los parches quemados de bosque desaparecían en el horizonte y sólo se veían los pinos aún en pie. No parecía Berlín, en absoluto, con aquellas suaves olas que atrapaban el sol a ráfagas centelleantes, bajo un azul de postal. Jake contempló el agua, protegiéndose la vista del brillo cegador. No estaba sembrada de cadáveres como en el estancado Landwehrkanal, la corriente lo había arrastrado todo al mar del Norte, salvo lo que había quedado en el fondo: botellas, fragmentos de proyectiles, incluso botas de montar. La superficie, de todos modos, estaba brillante y limpia.
—Un hermano. No lo sabía. ¿Y qué más? Quiero saberlo todo de ti.
—¿Para poder tomar una decisión? —dijo ella, sonriendo, decidida a mostrarse alegre—. Demasiado tarde. Ya has probado el producto. Es como en Wertheim, no se admiten devoluciones, todas las ventas son definitivas.
—En Wertheim no decían eso.
—¿Ah, no? Bueno, pues yo sí. —Le salpicó con un poco de agua.
—Me parece bien, porque no quiero devolver nada.
Lena se recostó en la proa y se subió la falda hasta los muslos, estirando sus piernas blancas al sol.
—Hoy estás muy guapa.
—¿Ah si? Entonces, no volvamos. Quedémonos a vivir aquí, en el agua.
—Ten cuidado, no vayas a quemarte con el sol.
—Me da igual, es muy sano.
La brisa había amainado y la barca apenas se movía; todo estaba tan inmóvil que parecía una playa. Se tumbaron boca arriba como si fueran bañistas, con los ojos cerrados, hablándole al aire.
—¿Cómo crees que será? —preguntó Lena con voz indolente, como el suave azote del agua contra el costado de la barca.
—¿El qué?
—Nuestra vida.
—¿Por qué las mujeres siempre preguntan lo mismo? Qué pasa a continuación…
—¿Tantas te lo han preguntado?
—Absolutamente todas.
—A lo mejor es que necesitamos hacer planes. ¿Qué les dices?
—Que no lo sé.
Lena trazó un surco en el agua con la mano.
—¿Así que ésa es tu respuesta? «¿No lo sé?»
—No. Lo sé.
No dijo nada durante un minuto, y luego se incorporó.
—Voy a nadar.
—No, aquí no vas a nadar.
—¿Por qué no? Hace muchísimo calor…
—No sabes lo que hay en el agua.
—¿Crees que me dan miedo los peces?
Se levantó y se agarró al mástil para mantener el equilibrio.
—No me refiero a los peces —repuso él. Se refería a los cuerpos—. No está limpia. Podrías coger algo.
—Bah —exclamó ella, quitándole importancia. A continuación, se metió la mano debajo del vestido para quitarse las bragas—. ¿Sabes qué? Durante los ataques aéreos era así. Había noches en que te daba miedo todo y otras, en cambio, no le tenías miedo a nada. Por ninguna razón en concreto, simplemente sabías que no pasaría nada. Y no pasaba nada.
Se quitó el vestido y luego se quedó con los brazos extendidos hacia arriba, desperezándose, todo el cuerpo blanco salvo por el vello ensortijado de entre las piernas, provocador.
—Menuda cara has puesto… —dijo, burlándose de él—. No te preocupes, no pienso tragar agua.
—Vamos, Lena. No es seguro.
—Ah, seguro. —Arrojó el vestido a un lado—. Mira, como una gitana —dijo, extendiendo los brazos hacia el agua. Miró hacia atrás—. Sujeta la barca —le ordenó, siempre pragmática—. No querrás que se inunde. —Y a continuación, dando un saltito, se tiró al agua y su chapuzón salpicó la cubierta mientras la barca se balanceaba tras su estela.
Jake se inclinó por la borda y la vio relucir bajo la superficie, apartando el agua con unos brazos largos, trazando unos arcos perfectos y suaves, y con el pelo ondeando tras ella hacia la curva redonda de sus caderas, avanzando como un destello libre de carne blanca, tan grácil que, por un momento, Jake se preguntó si no la habría imaginado, si no sería sólo la idea de una mujer. Pero Lena salió a la superficie, escupiendo agua y riendo, real.
—Pareces una sirena —dijo Jake.
—Con aletas —repuso ella, deslizándose de espaldas con movimientos fluidos para apuntar hacia arriba con los dedos de los pies y luego chapotear en el agua—. Es maravilloso. Suave como la seda. Ven, anda.
—Prefiero mirar.
Lena se zambulló hacia atrás y describió un círculo por debajo del agua, actuando para él. Cuando volvió a salir a la superficie, se puso a flotar de nuevo, con los ojos cerrados bajo el sol y la piel brillante bajo la luz. Jake observó el agua. Se habían ido acercando cada vez más a la orilla de Grunewald, y distinguió la playa en la que habían estado aquel día, cuando los había sorprendido la lluvia. Encerrada en sí misma, sin ni siquiera querer besarlo, cómo había tiritado después en el trayecto en coche por el bosque. Después había bailado con los discos del gramófono, con ganas de volver a estar viva. La recordó bajando por la escalera con los zapatos de Liz, con paso vacilante. Y ahora, ahí estaba, chapoteando como un delfín bajo el sol, otra persona, una chica normal capaz de tirarse de cabeza al agua desde una barca. Había tenido suerte.
Lena se acercó nadando y se agarró al costado de la barca.
—¿Ya has tenido bastante? —le preguntó él.
—Sólo un minuto más. Es genial. ¿Cuándo tenemos que volver?
—Cuando queramos. No quiero salir hasta que oscurezca.
—Como ladrones. ¿Dónde es?
—Todavía no lo sé.
—Tengo que decírselo al profesor Brandt. No sabrá dónde estoy.
—Y yo no quiero que lo sepa. Están vigilando su casa.
—¿Por Emil?
—Por ti.
—Ah —dijo ella, y luego sumergió la cabeza en el agua sin apartar la mano del costado de la barca.
—Ya haré que alguien vaya a ver cómo está, no te preocupes.
—Es que está solo. No tiene a nadie.
—A Emil no, desde luego. Dijo que su padre estaba muerto.
—¿Muerto? ¿Por qué iba a decir eso?
Jake se encogió de hombros.
—Muerto para él, tal vez. No lo sé. Eso es lo que dijo cuando lo interrogaron en Kransberg.
—Para que no lo molestasen. O para que no lo arrestasen. Eso es lo que hacía la Gestapo… se llevaba a las familias.
—Los Aliados no son la Gestapo.
Lena lo miró fijamente.
—Para ti es distinto. Cuando lo planteas de ese modo… —Volvió al agua—. ¿Dijo que yo también estaba muerta?
—No, a ti quería encontrarte. Ese era el problema. Fue así como empezó todo.
—Entonces, ¿por qué no dejar que me encuentre? ¿Y acabar de una vez? Yo no quiero esconderme.
—No es el único que te busca en estos momentos.
Lena levantó la vista y una nube fugaz de preocupación le ensombreció el rostro. Luego volvió la cara hacia el sol y se alejó de la barca.
—Lena…
—No te oigo —dijo, alejándose con largas brazadas.
Vio cómo la cabeza de ella se dirigía hacia el club, este apenas una mota a lo lejos, y luego se volvía y regresaba flotando hacia la barca, tendida inmóvil sobre el agua quieta. Tully habría hecho exactamente lo mismo, sólo que aquella noche soplaba suficiente viento para levantar el oleaje y hacer que arrastrase el cuerpo consigo.
A Lena, le costó más volver a subir a bordo que saltar al agua. Tomó impulso con torpeza y deslizó la pierna por el costado de la barca para impedir que zozobrase. Se sacudió el agua de encima, se escurrió el pelo y luego volvió a tumbarse para secarse al sol.
Después, ambos se contentaron con dejarse llevar acompañados de aquel suave movimiento balanceante, como Moisés en su cesto. La barca había vuelto a virar y se dirigía hacia Pfaueninsel, la isla en la que Goebbels había dado su fiesta de las Olimpiadas. Esta vez no había luces, la mitad de los árboles habían desaparecido y la isla tenía el aire tétrico de un cementerio. Los cadáveres debían de haber ido a parar allí con el resto de los despojos, meciéndose lentamente, como el de Tully en Cecilienhof, flotando en círculos hasta llegar a un lugar donde nadie debería haberlo encontrado.
Jake sintió cómo le caían un par de gotas en la cara. No era lluvia, sino Lena, que lo mojaba para despertarlo.
—Será mejor que empecemos a movernos. No sopla demasiado viento, así que tardaremos un buen rato. —Se había incorporado y ya se había puesto el vestido mientras él seguía inmerso en sus pensamientos.
—Deja que nos lleve la corriente —repuso él, perezoso, con los ojos aún cerrados—. Nos llevará justo delante del club.
—No, ese no es el rumbo.
Jake hizo un gesto, con los dedos.
—Geografía pura. Al norte de los Alpes, el curso de los ríos va hacia el norte. Y al sur, hacia el sur. No tenemos que hacer nada.
—En Berlín, sí. El Havel va hacia el sur pero luego se desvía hacia arriba. Mira cualquier mapa.
Sin embargo, los mapas sólo mostraban una franja azul, apartada, en el rincón izquierdo.
—Mira dónde estamos ya —dijo Lena—, si no me crees.
Jake levantó la cabeza y miró por la borda. El club quedaba a lo lejos, a mucha distancia, y el viento seguía sin soplar.
—¿Lo ves? Si no damos media vuelta, iremos a parar a Potsdam.
Jake se incorporó de repente y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra el mástil.
—¿Qué has dicho?
—Que iremos a parar a Potsdam —repitió Lena, perpleja—. Ahí es donde va el río.
Jake miró a su alrededor, al agua reluciente, y giró sobre sí mismo, examinando atentamente la orilla de la costa.
—¡Eso es! No lo llevaron allí. Nunca llegó a ir.
—¿Cómo?
—Sólo fue a parar allí. No es que fuera allí expresamente. Nos equivocábamos en el dónde.
Volvió a girar sobre sí mismo, escrutando la orilla, como si de repente todas las piezas hubiesen encajado porque una sola había desbloqueado todas las demás. Sin embargo, lo único que se veía era la larga costa de Grunewald. Así que, ¿adonde había ido?
—¿De qué estás hablando?
—De Tully. Nunca llegó a ir a Potsdam. Estuvo en otro sitio. ¿Tienes un mapa?
—Nadie tiene mapas, salvo el ejército —contestó, aún perpleja, observando expectante el rostro de él.
—Gunther tiene uno. Vamos, tenemos que volver —anunció, ansioso, empujando el timón para virar en círculo—. La corriente. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? Moisés… Dios, lo tenía delante de mis narices… Gracias. —Le lanzó un beso.
Ella asintió con la cabeza, pero no sonrió, sino que frunció el ceño, como si el día se hubiese nublado de repente.
—¿Quién es Gunther?
—Un policía, amigo mío. A él tampoco se le ocurrió, y eso que se supone que conoce Berlín.
—Sí, pero a lo mejor no conoce sus aguas —contestó ella, bajando la cabeza hacia ellas.
—Pero tú sí —repuso él, sonriendo.
—Vaya, así que ahora, todos policías —dijo ella, y luego volvió de nuevo el rostro al sol—. Bueno, todavía no. Mira qué tranquilo está el viento. Todavía no podemos volver.
Sin embargo, las propias palabras parecieron darse impulso a sí mismas, negándose a esperar más, y al cabo de un momento provocaron una brisa ligera y constante que enseguida los llevó de vuelta al club.
Gunther estaba en casa, en Kreuzberg, sobrio y bien afeitado. Hasta la habitación estaba ordenada.
—¿Vida nueva? —preguntó Jake, pero Gunther no le hizo caso y mantuvo los ojos clavados en ella.
—Usted debe de ser Lena —dijo, estrechándole la mano—. Ahora entiendo por qué Herr Brandt estaba tan ansioso por venir a Berlín.
—Pero no a Potsdam. Nunca llegó a ir allí. Me refiero a Tully. Venga, mire esto —dijo Jake, acercándose al mapa.
—Los modales de los americanos —le dijo Gunther a Lena—. ¿Un poco de café, tal vez? Está recién hecho.
—Gracias —respondió ella, y ambos accedieron a pasar por aquel ritual formal.
—Se alimenta de café —dijo Jake.
—Soy alemán. ¿Azúcar? —Sirvió una taza y ofreció su sillón a Lena.
—El curso del Havel fluye hacia el sur —explicó Jake—. El cuerpo fue flotando hasta Potsdam. Hoy hemos salido a navegar, y el agua fluye en esta dirección. —Desplazó la mano de arriba abajo por el mapa—. Así es como llegó allí.
Gunther se quedó un momento pensativo, asimilando la información, y luego se acercó al mapa para examinar más de cerca el extremo izquierdo.
—Así que no hubo ningún chófer ruso.
—No hubo chófer ruso. Eso resuelve el dónde.
Gunther alzó una ceja.
—¿Y por eso está tan entusiasmado? Antes sólo tenía Potsdam, ahora tiene todo Berlín.
—No, tuvo que ser aquí —insistió Jake, trazando un círculo alrededor de los lagos—. Tiene que ser aquí. Nadie cruza la ciudad con un cadáver en el coche. Hay que estar lo bastante cerca para pensarlo: dónde desembarazarse de él, deprisa.
—A menos que lo hubiesen planeado.
—Entonces ya estarían en el agua —dijo Jake, señalando la costa—. Para hacerlo más fácil. No creo que estuviese planeado. Ni siquiera se pararon a registrarle los bolsillos ni a quitarle las placas de identificación. Sólo querían librarse de él cuanto antes. Deprisa, en algún lugar cercano… donde nadie pudiera encontrarlo.
Señaló el centro de la franja azul.
Gunther asintió con la cabeza.
—Una respuesta para todo —comentó, antes de dirigirse a Lena—. Todo un experto en crímenes, nuestro Herr Geismar —añadió con amabilidad—. ¿Está bueno el café?
—Sí, un experto —repuso Lena.
—Tenía muchas ganas de conocerla —dijo, sentándose—. ¿Le importa que le haga una pregunta?
—En algún lugar de por aquí —decía Jake hablando al mapa, con la mano en el lago.
—Sí, pero ¿dónde? —preguntó Gunther por encima del hombro—. La zona que rodea esos lagos se extiende kilómetros y kilómetros.
—No si delimitas la zona por eliminación. —Eliminó la costa occidental tapándola con la mano—. Kladow no, zona rusa. —Desplazó la mano y tapó la parte inferior—. Potsdam no. Tuvo que ser por aquí. —Trazó una línea con el dedo que iba de Spandau hasta el Wannsee, la larga franja de Grunewald—. ¿Adonde iría?
—¿Un hombre que sólo hablaba inglés? Yo diría que a ver a los americanos. Según mi experiencia, lo prefieren.
Zehlendorf. Jake atravesó los bosques, pues el mapa había cobrado vida en su mano. Kronprinzenallee, la sede central del GM. El centro de prensa. Gelferstrasse. La Kommandatura, frente al Instituto de Ciencia y Cultura, una relación con Emil. Sin embargo, el Instituto estaba cerrado, llevaba meses sin funcionar. ¿En el mismo Grunewald?
—¿Cuál era la pregunta? —quiso saber Lena.
—Ah, perdón, me había distraído. Sólo un pequeño detalle: tengo curiosidad sobre el momento en que su marido vino a buscarla. Esa última semana. Yo me encontraba en Berlín entonces, ¿sabe? El Volkssturm… hasta los policías nos convertimos en soldados al final. Unos días terribles.
—Sí.
—Tanta confusión… Hubo saqueos, incluso —añadió, negando con la cabeza, como si todavía aquel comportamiento lo alterase—. ¿Cómo, me pregunto, supo usted que él estaba aquí? No lo vio, ¿verdad?
—El teléfono. Yo estaba trabajando, incluso en aquellos momentos.
—Lo recuerdo. No había agua, pero sí teléfono. Así que ¿la llamó?
—Desde la casa de su padre. Quería venir a buscarme, pero las calles…
—Sí, eran muy peligrosas. ¿Los rusos ya estaban allí?
—Todavía no, pero estaban cerca. Entre nosotros, creo, pero ¿qué importa eso? Era imposible. Los alemanes eran igual de peligrosos, disparaban a todo el mundo. Yo tenía miedo de salir del hospital. Pensaba que allí al menos estaría a salvo. Ni siquiera los rusos…
—Algo terrible para él, tan cerca… Y habiendo llegado tan lejos. La torre del zoo todavía era segura, creo, pero tal vez él no lo sabía. Para cruzar por allí.
Lena alzó la vista.
—No debe culparlo. No es ningún cobarde.
—Mi querida señora, yo no culpo a nadie. No esa semana.
—No me refiero a eso. Yo le dije que no viniera.
—Ah.
—La cobarde fui yo.
—Frau Brandt…
—No, es verdad. —Bajó la cabeza y tomó un sorbo de café—. Tenía miedo de que nos matasen a los dos si me esperaba. No quería más muertes. Era una locura venir en aquellos momentos… no había tiempo. Le dije que se marchase con su padre antes de que fuese demasiado tarde. Yo no quería irme, me daba igual. Era una estupidez, pero así es como me sentía. ¿Por qué quiere saber todo eso?
—Pero su padre tampoco se marchó —repuso Gunther, sin responder—. Sólo los documentos. ¿Los mencionó?
—No. ¿Qué documentos?
—Es una pena. Siento mucha curiosidad por esos documentos. Así es como consiguió el coche, creo. No había coches en aquellos días, ¿recuerda? Tampoco gasolina.
—Su padre dijo que vino con un vehículo de las SS.
—Pero ni siquiera ellos tenían coches para asuntos personales, no en aquellos momentos. Así que tuvo que ser por los documentos. ¿De qué documentos cree usted que podía tratarse?
—No lo sé. Tendrá que preguntárselo a él.
—O a los americanos. —Gunther se volvió hacia Jake—. ¿Qué dicen los americanos? ¿Lo ha averiguado?
—Documentos administrativos, según Shaeffer. Nada especial. Ningún secreto técnico, si es a eso a lo que se refiere.
—A lo mejor no sabe cómo interpretarlos, no como nuestro Herr Teitel, que es un auténtico genio con los documentos. En sus manos, un arma. —Levantó la mano, imitando asombrosamente a Bernie en el tribunal, el documento invisible convertido en arma—. Él sí que sabe.
—Pues si lo sabe, no lo dice, y lleva ya varias semanas entre esos documentos. Es como si fuera su segundo hogar.
—¿Qué?
Jake lo miró y luego volvió a concentrarse en el mapa.
—El Centro de Documentación —contestó en voz baja, poniendo el dedo justo encima de Wasserkafersteig, una línea corta, apenas un camino apartado de Grunewald—. El Centro de Documentación —repitió, desplazando el dedo a la izquierda.
Una línea recta que atravesaba Grunewald, por debajo de la Avus, donde se habían detenido aquel día de lluvia, una línea recta hasta el lago.
—¿Se le ha ocurrido algo?
—Tully tenía una cita con Bernie, ¿verdad? Al día siguiente. Pero llegó antes de tiempo. ¿Por qué querría alguien ver a Bernie? —Volvió a desplazar el dedo hacia la calle—. Documentos. Nadie conoce esos documentos mejor que él. Sería el hombre idóneo a quien recurrir. —Pensó en Bernie corriendo para llegar a la cena y en cómo se le cayó aquella pila de carpetas al chocar con el sobresaltado camarero… justo la noche en que Tully había sido asesinado. Dio unos golpecitos con el dedo índice en el mapa—. Ahí es adonde fue Tully. Los números coinciden aquí.
Gunther se levantó, miró el lugar que señalaba Jake y se llevó la mano a la barbilla en actitud pensativa.
—Bravo —dijo al fin—. Si es que de veras fue allí. Lástima que él fuese el único que podía decírnoslo.
—No, guardan registros, libros con los registros de entradas y salidas. Su nombre aparecerá allí. —Miró a Gunther—. ¿Qué se apuesta? Venga, dinero incluso.
—No —repuso Gunther, negando con la cabeza—. Hoy tiene usted todas las respuestas, pero ¿por qué?
—Para examinar los documentos —contestó Jake, improvisando—. Tully también estaba en Seguridad Pública, no necesitaba el permiso de Bernie para eso, sólo su ayuda. Pero llegó un día antes de lo previsto, así que empezó él solo.
—Por los documentos de Herr Brandt —dijo Gunther—, supongo.
—Esa es la conexión.
—Donde su amigo no encontró «nada especial». Así que, ¿qué es lo que esperaba encontrar Meister Sobornos? —Lanzó un suspiro—. Por desgracia, sólo él podía decirnos eso también.
—Sólo hay que comprobarlo. Sigue allí, nada sale del Centro de Documentación. Es como Fort Knox. Sea lo que sea lo que estuviese buscando, seguirá allí.
—Entonces le sugiero que empiece a leer. —Gunther tocó el hombro de Jake, sin llegar a darle una palmadita, y volvió a consultar el mapa—. Nada especial, y pese a eso, Herr Brandt viene hasta Berlín por esos documentos.
—Vino por mí —lo corrigió Lena.
—Sí, por supuesto —convino Gunther, asintiendo cortésmente con la cabeza—. Por usted.
—Pero Tully no —intervino Jake.
—No —dijo Gunther, volviendo a concentrarse en el mapa, pensativo.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Jake, leyendo la expresión de su rostro.
—Nada, sólo me preguntaba… ¿Cómo supo dónde buscar?
—Emil debió de decirle algo. Hablaban mucho en Kransberg, eran amigos.
—Un amigo muy caro, tal vez.
—¿Qué quiere decir?
—Meister Sobornos… no era de la clase de hombres que hacen nada gratis.
Jake le lanzó una mirada elocuente.
—No, nunca hacía nada gratis.
Era tarde, pero tenía que saberlo, así que recorrieron el largo trayecto de vuelta a Zehlendorf. La misma calle estrecha que subía desde la espesura del bosque, la alambrada iluminada con reflectores. Un guardia mascando chicle.
—Está cerrado, amigo. ¿Es que no sabe leer?
Señaló con el pulgar un cartel colgado en la verja de entrada.
—Sólo quiero ver al oficial del turno de noche.
—Imposible.
—Me envía el capitán Teitel —añadió Jake enseguida—. Tiene un mensaje para él.
Un nombre que literalmente abría todas las puertas en aquel lugar, o al menos la valla de alambre, que se movió hacia atrás al instante.
—Ella se queda aquí —dijo el guardia—. Y no tarde.
El guardia del vestíbulo, medio dormido y con los pies apoyados en la mesa del registro de entrada, parecía sorprendido de ver a alguien a esas horas. Si Tully había estado allí, no había sido a altas horas de la noche.
—El capitán Teitel me ha pedido que examine el libro de entradas.
—¿Para qué?
—Para algún informe, yo qué sé… ¿Puedo verlo o no?
El guardia lo miró con recelo pero le acercó el libro, como haría un recepcionista con el libro de registro de un hotel.
—¿Hasta qué fecha se remonta? —preguntó Jake, empezando a pasar las hojas—. Necesito el dieciséis de julio.
—¿Para qué?
—¿Es que no sabes decir otra cosa? Pareces un disco rayado.
El guardia sacó otro libro y lo abrió por la página exacta. Jake empezó a recorrer con la mirada la lista descendente de nombres, pasando el dedo por cada uno de ellos. Por lo visto, había habido muchas visitas ese día. Y de repente, ahí estaba: teniente Patrick Tully, una letra acorde con las botas de montar, llamativa. Había firmado al entrar y al salir, no había hora concreta. Examinó la firma un segundo; era lo más cerca que había estado de él desde Cecilienhof, ya no tan escurridizo, atrapado en el lugar donde confluían todos los números. Se sacó la fotografía del bolsillo de la pechera, decidido a probar suerte.
—¿Habías visto alguna vez a este hombre?
—¿Qué eres? ¿Policía militar?
—¿Lo habías visto o no?
Miró la foto.
—No, no me suena. Aquí entra y sale mucha gente. Después de un tiempo, todos se parecen. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
—Hay que firmar para sacar un documento, ¿verdad?
—Nadie se lleva documentos de aquí dentro. No se puede.
—Teitel sí.
—No, él los trae, no se los lleva. No se sale con nada a menos que lo hayas traído antes. Al menos, no mientras estoy yo de guardia.
—De acuerdo, gracias. Eso es lo único que necesitaba.
El guardia volvió a coger el libro abierto.
—Un momento —dijo Jake, después de que una firma un tanto llamativa atrajese su atención.
Unos cuantos nombres más abajo: Breimer, con una B redondeada. Y debajo: Shaeffer. Allí era donde habían ido esa noche.
—¿Pasa algo?
Jake negó con la cabeza y luego cerró el libro.
—No lo sé.
Una vez fuera, se quedó de pie un momento, cegado por las luces, como cuando se había colado en la foto de Liz. Shaeffer también había estado allí ese día. Dos visitas.
—¿Has averiguado lo que querías? —le preguntó Lena en el jeep.
—Sí, Tully estuvo aquí. Yo tenía razón.
—¿Y los documentos?
—Mañana. Vamos, vayámonos a casa. Te ha dado mucho el sol.
Lena se miró la piel, roja bajo los focos.
—Sí, también tenías razón en eso —dijo, con cierta amargura.
—¿Qué pasa? —inquirió Jake mientras el jeep emprendía el camino de descenso por la colina.
—Nada. ¿Tan importantes son esos documentos?
—Eso creía Tully. Estuvo aquí… lo sabía.
—Más números, para las armas de Emil. ¿Es eso lo que contienen los documentos, más números?
—No, según Shaeffer.
—Pero Emil vino por ellos. Eso es lo que cree el policía. No por mí.
—A lo mejor vino por los dos.
—¿Para fabricar más armas? La guerra había terminado.
—Para tener algo con lo que poder negociar. Eso es lo que tienen los científicos: números con los que negociar.
—¿A cambio de qué? Jake se encogió de hombros.
—De su futuro.
—Para fabricar armas para otros —respondió Lena.
Jake torció a la izquierda al pie de la colina y luego se dirigió hacía el bosque.
—¿Adonde vas?
—Quiero ver cómo fue. Cuánto se tarda.
—¿En qué?
—En deshacerse del cuerpo.
Lena no dijo nada, encogida, como la última vez en el bosque, tiritando de frío por la lluvia. Grunewald estaba oscuro, y no se veía nada más allá del haz de luz de los faros del coche y la tenue luz de la luna que se reflejaba en Krumme Lanke. No había nadie en la carretera, la espesa arboleda ocultaba a cualquiera que pudiese haber por allí, pequeños grupos de desplazados en busca de cobijo. A ellos tampoco podía verlos nadie. Podrían haber arrojado el cadáver como si fuese un borracho. Fácil. En cualquier lugar de allí cerca, no en el centro, con los guardias y las luces; allí, en la oscuridad. O en la playa misma. Llegaron allí en cuestión de minutos, la superficie del agua se rizaba bajo la luz de la luna. Lo último que debieron de ver los ojos de Tully.
Danny tenía mucho ojo para el mercado inmobiliario. Su edificio, un bloque art nouveau en una de las calles de los alrededores de Savignyplatz, había sido muy elegante y siempre estaría muy bien situado. El piso estaba en la primera planta, y en ese momento mantenía la puerta abierta el peso de una maleta y unas cuantas fundas de almohada llenas de ropa, un equipaje hecho deprisa y corriendo.
—No se preocupen, ya me voy —dijo la chica al verlos. Era casi guapa, con zapatos de tacón y tira en el tobillo, los labios pintados y una expresión de enfado que le crispaba el rostro—. Danny dijo a las diez. Buitres… —dijo eso último para sí mientras embutía una falda en la última bolsa.
—Lo siento —repuso Lena, incomodada.
—Ya.
Lena se volvió y se apoyó en la pared para esperar, sin mirar a Jake. A medio pasillo, un hombre con una mochila salía de otro apartamento. Los miró entrecerrando los ojos, los reconoció, se acercó hasta ellos y se quitó el sombrero.
—Hola otra vez. ¿Cómo se encuentra?
—Ah, doctor…
—Sí. Rosen. ¿Cómo se encuentra?
Lena asintió con la cabeza.
—No tuve ocasión de darle las gracias.
El hombre gesticuló, quitándole importancia, y luego se dirigió a Jake con esa misma mirada envejecida en un rostro joven. Vio las maletas.
—¿Se vienen a vivir aquí?
—Sólo por un tiempo.
Rosen volvió a mirar a Lena.
—¿No ha sufrido ninguna recaída? ¿Los medicamentos le hicieron efecto? ¿No ha tenido fiebre?
—No —contestó ella con una sonrisa afable—. Sólo me he quemado un poco por el sol. ¿Qué hago para eso?
El médico levantó un dedo para reprenderla.
—Ponerse un sombrero.
La chica los estaba fulminando con la mirada desde la puerta.
—Tenga —dijo, dándole la llave a Jake.
—Cuídese. Me alegro de volver a verla de nuevo —se despidió Rosen de Lena—. No tome demasiado el sol. —Saludó a la chica con la cabeza—. Marie —dijo, y se marchó.
—Así que tú eres la chica nueva, y con un americano que paga… Qué suerte la tuya. ¿Conocías a Rosen?
—Me atendió cuando estuve enferma.
La chica torció el gesto.
—¿Ese judío? Yo no dejaría que me tocase, y menos ahí, con sus manos judías.
—Me salvó la vida —dijo Lena.
—¿Ah, sí? Pues me alegro por ti. —Cogió una de las bolsas—. Judíos… Sí no hubiese sido por ellos…
Jake metió las maletas para zafarse de la situación.
—Siento que tengas que marcharte —dijo Lena, siguiendo a Jake.
—Iros a la mierda.
En el apartamento reinaba el desorden propio de una mudanza forzosa, todo estaba ligeramente fuera de su sitio. En la habitación contigua, Jake vio una cama sin hacer y un armario con la puerta completamente abierta. Alguien había rodeado la pantalla de una lámpara con un pañuelo, para que la luz adquiriese una tonalidad rojo tenue.
—Una chica simpática —bromeó Jake.
Lena se acercó a la lámpara, le quitó el pañuelo y a continuación se dejó caer en la butaca que había junto a ella, como si el mero hecho de ver la habitación la hubiese dejado exhausta.
—Había muchísimas como ella. —Encendió un cigarrillo—. Cree que soy una puta. ¿Es eso lo que es este piso?
—Es un piso. Nadie te molestará.
Jake se asomó a la calle y luego corrió las cortinas.
Ella esbozó una sonrisa irónica, con la mirada fija en el cigarrillo.
—Mi madre tenía razón. Decía que si venía a Berlín, acabaría así.
—Te buscaré otro sitio si este no te gusta.
Lena miró a su alrededor.
—No, el tamaño está bien.
—Tendrá mejor aspecto después de limpiarlo y adecentarlo un poco. Ni siquiera te acordarás de que esa mujer vivía aquí.
—Manos judías —dijo, enfadada—. Había una chica así en el colegio, ni siquiera una nazi, sólo una chica. ¿Cómo limpias eso? —Volvió a dar una calada al cigarrillo, con mano temblorosa—. ¿Sabes? Cuando llegaron los rusos, nos hicieron ver filmaciones. De los campos. «Alemanes —dijeron—. Esto es lo que se hacía en vuestro nombre.» Imagínate, lo hacían por mí. ¿Y ahora qué? ¿También es culpa mía? Toda esa historia.
—Nadie dice eso.
—Sí. Los alemanes lo hicieron, todo el mundo lo dice y, ¿sabes otra cosa? Alguien lo hizo. Alguien hizo esas cosas. —Levantó la mirada—. Alguien fabricó las armas, o puede que algo peor. Alemanes; incluso mi hermano. Vino de permiso, justo antes… ¿Sabes lo que dijo? Que allí se estaban haciendo cosas terribles, en Rusia, y que nadie debía llegar a saberlo jamás. Y yo pensaba que qué cosas podría hacer Peter. Un chico tan bueno… Ahora me alegro de no saberlo. No tengo que pensar en eso, en lo que sea que hizo.
—A lo mejor no hizo nada —dijo Jake despacio. Se sentó junto a ella—. Lena, ¿por qué me cuentas todo esto?
Ella apagó el cigarrillo, aún nerviosa, aplastando la colilla en el cenicero.
—Tampoco quiero saber lo que hizo Emil. Pensar en él de ese modo… No quiero saber lo que hay en esos documentos, sus números… Puede que lo que hacían fuese terrible, fabricar armas, pero era mi marido. ¿Sabes? Cuando vino a Berlín, creí estar salvándolo a él. «Vete —le dije—, antes de que sea demasiado tarde.» Lo dije por él. Y ahora tú…
—Ahora yo ¿qué?
—Ahora lo estás convirtiendo en un criminal. Por trabajar en la guerra. Pues eso es lo que hizo mi hermano, eso es lo que hacía todo el mundo, hasta tu policía. ¿Quién sabe lo que hicieron? En mi nombre. A veces pienso que ya no quiero ser alemana. ¿No es eso horrible? No querer ser quien eres. No quiero saber lo que hicieron.
—Lena —dejo Jake con dulzura—, los documentos están allí. Ya los han visto. El propio Emil los entregó. No hablan de él.
—Entonces, ¿por qué quieres verlos tú también?
—Porque creo que pueden decirnos algo sobre el hombre que fue asesinado. Estaba metido en el negocio de la compraventa de información, así que, ¿qué había en esos documentos que él pudiera vender? Bien, ¿te parece que tiene sentido lo que estoy diciendo? —preguntó con calma, como si estuviera convenciendo a un niño.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué te preocupa?
Lena bajó la mirada.
—No lo sé.
—Es el piso. Nos marcharemos de aquí.
—No es el piso —repuso ella con voz débil.
—Entonces, ¿qué?
Dejó las manos inertes sobre el regazo.
—Emil vino a Berlín por mí. —Levantó la mirada, con la voz entrecortada e impregnada de desánimo—. Vino por mí.
Jake tendió la mano y cogió la de ella.
—Yo también.