IV

UNA NOCHE que mordisqueaba unos huevos que olían a pedo, el portero le trajo un sobre que contenía la siguiente esquela:

Señor,

Las hermanas de la Compañía de Santa Águeda le suplican humildemente que, en sus oraciones y en el Santo Sacrifico de la Misa, ruegue a Dios por el alma de su querida hermana Ursule-Aurélie Bougerard, religiosa de la congregación, que falleció el 7 de septiembre de 1880, a los sesenta años de edad y a los treinta y cinco de su profesión religiosa, consolada con los Sacramentos de la Santa Madre Iglesia.

¡De profundis!

¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía!

(300 días de indulgencia)

Era una prima suya a la que había visto alguna vez hacía mucho tiempo, cuando era niño; no se había acordado de ella en los últimos veinte años y, sin embargo, la muerte de aquella mujer fue un duro golpe para él; era su último pariente y cuando pensó que había muerto en una provincia perdida se sintió más solo. Envidió su vida tranquila y callada y añoró la fe que había perdido. «¡Qué gran quehacer la oración, qué pasatiempo la confesión, qué posibilidades las de las prácticas del culto! Uno va a la iglesia al atardecer, se hunde en la contemplación, y las miserias de la vida dejan de ser importantes; y, además, los domingos se pasan en largos oficios, en el abandono a los cánticos y a las vísperas, pues el esplín no hace presa en las almas piadosas».

«Sí, muy bien, ¿pero por qué el consuelo de la religión no está hecho más que para las almas de cántaro?, ¿por qué la Iglesia ha elevado a la categoría de dogma las creencias más absurdas? La verdad es que si yo tuviera fe…, sí, pero no tengo —la intolerancia del clero le indignaba—. Y, sin embargo —continuaba—, sólo la religión podría curar la llaga que me aflige. Es igual; es absurdo intentar demostrar a los fieles la inanidad de sus devociones: son felices y aceptan como pruebas pasajeras todas las adversidades, todas las aflicciones de la vida terrenal. ¡Ah, seguro que la tía Ursule murió sin penas, convencida de que le aguardaban goces infinitos!».

Pensó en su pariente y trató de recordar sus rasgos, pero su memoria no había conservado ningún rastro. Decidió entonces, para acercarse un poco a su persona, para penetrar un poco en su existencia, releer el misterioso y penetrante capítulo de Los Miserables sobre el convento del Petit-Picpus.

«¡Cáspita, qué cara sale la improbable felicidad de una vida futura!», se dijo. El convento se le presentó como una cárcel de trabajos forzados, como un lugar de terror y desolación. «¡Bueno, de eso ni hablar! Ninguna envidia, la suerte de la tía Ursule; aunque, es lo mismo, mal de muchos…». Entretanto, la bazofia de la pastelera llegó a ser definitivamente incomible.

Dos días después, un nuevo chasco fue para él como un golpe directo a la cabeza.

Para engañar aquellas cenas compuestas de ensaladas y postres, volvió a un restaurante; no había nadie, el servicio era lento y el vino olía a gasolina.

«Por lo menos no está lleno, y eso ya es algo», se dijo para consolarse el Sr. Folantin.

Se abrió la puerta y una ráfaga de aire frío asaltó su espalda; oyó un crujir de faldas y sobre su mesa se abatió una sombra. Delante de él estaba una mujer, separando la silla en cuyo travesaño había él apoyado los pies. La mujer se sentó y puso el velillo y los guantes junto a su vaso.

«¡Que el diablo la lleve —farfulló—; como si no tuviera donde elegir; todas las mesas vacías y tiene que venir a sentarse a la mía!».

Levantó maquinalmente los ojos, que tenía bajos, puestos en el plato, y no pudo evitar escudriñar a su vecina. Tenía carita de mono, el morro arrugado, una boca más bien grande que se alargaba bajo una nariz remangada y le crecían unos pelillos negros en los bordes de su labio superior. Pese a su aspecto juguetón, le pareció educada y discreta.

Ella le lanzaba miradas de vez en cuando y, con voz muy dulce, le pedía que le pasara el agua o el pan. A pesar de su timidez, al Sr. Folantin no le quedó otro remedio que contestar a alguna de sus preguntas. Poco a poco, habían entablado conversación y, para el postre, sin saber bien qué decir, lamentaban el cierzo terrible que silbaba fuera y que les helaba las piernas.

—Hace un tiempo como para no dormir sola —dijo la mujer con tono soñador.

Aquella reflexión dejó estupefacto al Sr. Folantin, que no se sintió obligado a contestar.

—¿No cree usted, señor? —insistió ella.

—¡Por Dios…! Señorita… —y, como el cobarde que arroja al suelo sus armas para no tener que trabar combate con su adversario, el Sr. Folantin confesó su continencia, sus escasas necesidades, su deseo de sosiego carnal.

—¿Y qué más? —dijo ella mirándolo fijamente a los ojos.

Él se desconcertó aún más, sobre todo porque el canesú que le acercaba exhalaba un aroma a new-mown-hay[5] y ámbar.

—Ya no tengo veinte años, y, se lo aseguro, tampoco tengo pretensiones —si es que las he tenido alguna vez—; no tengo edad para ello.

Y aludió a su calva, a su tez plomiza, a su ropa vulgar, alejada de cualquier tipo de moda.

—Deje, deje, se burla usted, pretende ser más viejo de lo que es.

Y continuó comentando que, además, a ella no le gustaban los jóvenes, que prefería a los hombres maduros, porque éstos sí saben cómo tratar a una mujer.

—Claro, claro… —balbució el Sr. Folantin, que pidió la cuenta, pues la mujer no sacaba su monedero y comprendió que le tocaba cumplir a él. Pagó los dos cubiertos a un camarero burlón y, cuando se disponía a despedirse de la mujer, ya en el umbral de la puerta, ella lo cogió del brazo con toda naturalidad.

—Dime, señor, ¿me llevas contigo?

Él buscó alguna escapatoria, alguna excusa para evitar aquel mal paso, pero se sentía embarazado, se achicaba bajo la mirada de aquella mujer cuyo perfume le oprimía las sienes.

—No puedo —acabó por contestar—, no puedo llevar mujeres a mi casa.

—Entonces, vamos a la mía —dijo ella; se apretó contra él; se puso a cotorrear y dijo que tenía un buen fuego en su casa; luego, fijándose en el semblante tristón del Sr. Folantin suspiró—: ¿Es que no le gusto?

—Claro que sí, señora…, pero… es que… encontrar una mujer encantadora y no…

Ella se echó a reír.

—¡Qué gracioso es usted! —dijo, y lo besó.

Al Sr. Folantin le dio vergüenza aquel beso en medio de la calle. Tenía conciencia de lo ridículo que resultaba un viejo cojo al que una chica hacía arrumacos en público. Se estiró, tratando de sustraerse a las caricias de la mujer, temiendo, al mismo tiempo, que si trataba de huir, montaría una escena que agitaría a la gente.

—Es aquí —dijo ella, y lo empujó ligeramente, quedándose detrás de él como para impedirle la retirada.

Subieron al tercer piso y, contrariamente a las afirmaciones de la mujer, no había ningún fuego encendido en su casa.

Contempló desconcertado la casa, cuyas paredes, a la luz de una bujía, parecían temblar. Estaban en una habitación con los muebles cubiertos con tapetes de lana azul y un diván tapizado a rayas de colores. Había un botín embarrado, tirado de cualquier modo bajo una silla, y, frente por frente, bajo una mesa, unas pinzas de cocina; aquí y allí, clavadas en la pared con alfileres, castas estampas de niños embadurnados de sopa, que anunciaban sémola; por debajo de la mal cerrada trampilla de la chimenea asomaba el pie de un braserillo y, encima del falso mármol de la repisa, podía verse, junto a un despertador y un vaso sucio, un naipe untado de pomada y un periódico con tabaco y pelos.

—Ponte cómodo —dijo la mujer; y, pese a su negativa a quitarse la ropa, tiró de las mangas de su gabán y se apoderó de su sombrero.

—J. F., juraría que te llamas Jules —dijo ella mirando las iniciales de la badana.

Confesó que se llamaba Jean.

—¡Bueno, tampoco es un nombre que esté mal…!

Lo obligó a sentarse en un canapé y saltó a sus rodillas.

—Dime, querido, ¿me vas a dar algo para unos guantecitos?

El Sr. Folantin sacó penosamente de su bolsillo una moneda de cinco francos que ella la hizo desaparecer rápidamente.

—Vamos, vamos, ¿no me vas a dar otra? Me desnudaré, ya verás lo cariñosa que soy.

El Sr. Folantin cedió, no sin decir que prefería que no se desnudara; entonces ella lo besó con tanta habilidad que para él fue como una bocanada de juventud, olvidó sus resoluciones y perdió la cabeza. Luego, en un momento dado, como él pareciera contener sus prisas, le dijo:

—No te preocupes por mí…, no te preocupes por mí… tú a lo tuyo.

asteriscos

El Sr. Folantin bajó de la casa de aquella chica profundamente asqueado y, cuando iba hacia su casa, abarcó en una sola visión el horizonte desolado de su vida; comprendió la inutilidad de los cambios de ruta, la esterilidad de los arranques y de los esfuerzos; «lo que hay que hacer es dejarse ir a la deriva; Schopenhauer tiene razón —se dijo—: “la vida del hombre oscila como un péndulo entre el dolor y el hastío. Así que no tiene ningún sentido acelerar o retrasar el vaivén de la péndola; lo único que se puede hacer es cruzar los brazos y tratar de dormir; cómo me equivoqué cuando quise modificar los hechos del pasado, cuando quise ir al teatro, fumar algún buen cigarro, tomar tónicos y visitar a una mujer; cómo me equivoqué cuando dejé de ir a un mal restaurante para ir a otros no menos malos, ¡y todo para encallar en los inmundos volovanes de una pastelera!”».

Razonando de este modo, llegó a su casa. «Vaya, ahora no tengo cerillas», se dijo, rebuscando en los bolsillos mientras subía las escaleras. Entró en su casa, un soplo frío le heló la cara e, internándose en la oscuridad, suspiró: «lo mejor será regresar al viejo tascucio, volver al redil espantoso. Definitivamente, lo mejor no existe para los pobres; sólo les sucede lo peor».