III
PERO EN seguida se atenuaron los calores agobiantes, los días largos se acortaron, refrescó el aire, los cuasiputrescentes cielos perdieron su tinte azul y echaron una pelusa como de moho. Volvía el otoño trayendo consigo las nieblas y las lluvias; el Sr. Folantín previó las inexorables tardes y noches y, espantado, volvió a trazar planes.
En primer lugar, decidió romper con su salvajismo, probar las mesas redondas, entablar conversación con otros comensales; frecuentar, incluso, los teatros.
Sus deseos se vieron cumplidos: un día, a la puerta de su despacho, se encontró con un señor que conocía. Durante un año, habían comido codo con codo, advirtiéndose el uno al otro de los platos en malas condiciones o mal hechos, prestándose el periódico, discutiendo sobre las virtudes de los complementos férricos que tomaba cada uno, bebiendo juntos durante un mes agua de alquitrán, emitiendo pronósticos sobre los cambios de tiempo, buscando, entre ellos dos, alianzas diplomáticas para Francia.
Sus relaciones se habían limitado a eso. Una vez en la calle, se daban un apretón de manos y se iban cada uno por su lado y, sin embargo, la ausencia de este correligionario había apenado al Sr. Folantin.
Le gustó mucho verlo.
—¡Hombre! ¡El Sr. Martinet! —dijo—. ¿Cómo está usted?
—¡Bueno, bueno, Sr. Folantin! ¿Cómo le ha ido todo este tiempo en que no nos hemos visto?
—¡Ay! Es usted un despegado —contestó el Sr. Folantin—. ¿Qué demonios ha sido de usted?
E intercambiaron confidencias. El Sr. Martinet era ahora asiduo de una mesa redonda e hizo inmediatamente un quimérico elogio de la misma:
—De noventa a cien francos al mes; limpia y la comida es buena y abundante; los comensales son agradables. Tendría usted que venir.
—No me gustan nada las mesas redondas —contestó el Sr. Folantin—. Yo soy un poco oso, ya sabe usted; me cuesta hablar con gente que no conozco de nada.
—Pero no tiene usted por qué hablar. Allí estará como en su casa. No se sienta todo el mundo alrededor de una mesa, es como un gran restaurante. ¡Vamos, compruébelo usted mismo. Venga esta noche!
El Sr. Folantin vacilaba; al atractivo de no sustentarse en soledad contraponía el temor que le inspiraban las comidas colectivas.
—¿No irá usted a decirme que no? —insistió el Sr. Martinet—, o seré yo quien tenga que llamarlo despegado; si, para una vez que lo encuentro, me deja usted plantado.
Al Sr. Folantin le dio miedo quedar mal y siguió dócilmente a su compañero por la calle.
—Aquí es, subamos.
Y el Sr. Martinet se detuvo en el rellano, ante una puerta batiente de color verde.
Dentro se oía ruido de platos por encima de un murmullo continuo de voces; se abrió la puerta y un grupo de hombres con sombrero se precipitó por la escalera alborotando y golpeando la barandilla con sus bastones.
El Sr. Folantin y su amigo se apartaron; empujaron la puerta, también ellos, y entraron en una sala de billar. Sobrecogido, el Sr. Folantin retrocedió. Aquel cuarto estaba saturado de un humo de tabaco tan espeso que los tacos de billar lo perforaban; el Sr. Martinet arrastró a su invitado a otro cuarto, donde la humareda era quizá más densa todavía; allí, en medio de un resollar de pipas bien cargadas, en medio de derrumbamientos de dominó, en medio de carcajadas, los cuerpos circulaban casi invisibles, tan sólo adivinados por el desplazamiento de fluido que provocaban. El Sr. Folantin se quedó allí, aturdido, buscando a tientas una silla.
El Sr. Martinet lo había abandonado. Vagamente, a través de una nube, el Sr. Folantin lo vio aparecer por una puerta.
—Hay que esperar un poco —dijo—. No será mucho.
Pasó media hora. El Sr. Folantin hubiera dado lo que hubiera sido con tal de no haber puesto nunca los pies en aquel cafetín, donde se podía fumar, pero no se comía. De vez en cuando, el Sr. Martinet hacía una escapada para comprobar que todos los sitios seguían estando ocupados.
—Hay dos señores que están ya con el queso —dijo con aire satisfecho—, ya he reservado sus sillas.
Pasó otra media hora. En una ocasión en que el Sr. Martinet fue a acechar los sitios del comedor, al Sr. Folantin se le pasó por la cabeza encaminarse a la escalera. Pero finalmente el Sr. Martinet volvió y le anunció la marcha de los dos quesos; entraron en una tercera habitación en que se sentaron, prietos como sardinas en lata.
En el mantel tibio, entre salpicaduras de salsa y migas de pan, les arrojaron unos platos y les pusieron en ellos una carne de vaca coriácea y resistente, unas legumbres sosas, un rosbif que se plegaba en torno al cuchillo cuando intentaban cortarlo, una ensalada y un postre. Aquella sala le recordó al Sr. Folantin el refectorio de un pensionado, pero de un pensionado mal dirigido en el que estuviera permitido vociferar en la mesa. Lo único que faltaba allí eran los pocillos con el culo enrojecido por el uso y el plato vuelto para poder poner en un sitio menos sucio las ciruelas o las confituras.
Ciertamente la pitanza y el vino eran infames, pero más infame aún que la pitanza, más infame que el vino, era la compañía en medio de la cual hacían trabajar a sus mandíbulas: unas camareras flacas que trajinaban los platos, unas mujeres secas, de rasgos marcados y severos, de mirada hostil. Cuando se las miraba, le sobrevenía a uno una absoluta impotencia; se sentía vigilado y comía sin ganas, con recelo; sin atreverse a dejar a un lado los nervios de la carne o los pellejos, por miedo a una regañina; temiendo a volver a servirse de la fuente, bajo aquellos ojos que calibraban el hambre de uno y la hacían retroceder al fondo del estómago.
—¿Qué tal, qué le decía yo? —afirmaba, más que preguntaba, el Sr. Martinet—, ¿es o no es un sitio agradable?, y aquí la carne es carne de verdad.
El Sr. Folantin no decía palabra; en su derredor, las mesas clamoreaban con un estruendo horrible.
Ocupaban los asientos todas las razas del sur de Francia, escupían y se arrellanaban, mugiendo. Gente de Provenza, de Lozère, de Gascuña, del Languedoc, todos con las mejillas oscurecidas por una suerte de virutillas de sacapuntas del color del ébano, con narices y dedos peludos, con voces estentóreas; se reían a carcajadas como locos furiosos, y su acento, apoyado con gestos de epiléptico, trituraba las frases y se las embutía a uno, ya picadas, en el tímpano.
Casi todos eran miembros de la juventud estudiantil, esa gloriosa juventud cuyo pensamiento trivial asegura a las clases dirigentes la leva inmortal de su estupidez. El Sr. Folantin veía desfilar ante sí todos los lugares comunes, todos los retruécanos, todas las opiniones literarias caducas, todas las paradojas usadas hacía ya más de cien años.
En su opinión los obreros tenían un entendimiento más discreto y la inteligencia de los dependientes del comercio era más refinada. Un vaho denso se condensaba en los platos y velaba los vasos; las puertas, sacudidas violentamente, aventaban efluvios de fumadero; seguían llegando manadas de estudiantes y su espera impaciente presionaba a quienes ocupaban las mesas. Como en la cantina de una estación, había que engullir bocados dobles y tragarse el vino a toda prisa.
«De modo que ésta es la famosa mesa redonda que apacentaba antaño a los principiantes de la política», pensaba el Sr. Folantin, y la idea de que todos aquellos que abarrotaban las salas de la bacanal se convertirían, a su vez, en personajes solemnes, ahítos de honores y de cargos, le dio asco.
«Hincharse de embutidos en casa y beber agua, cualquier cosa menos cenar aquí», se dijo.
—¿Tomará usted café? —preguntó el Sr. Martinet con amabilidad.
—No, gracias, me ahogo aquí dentro, tengo que ir a respirar un poco.
Pero el Sr. Martinet no estaba dispuesto a dejarlo ir. Lo alcanzó en el rellano y le cogió el brazo.
—¿Adónde me lleva? —le dijo Folantin con desaliento.
—Vamos, vamos, amigo mío —contestó el Sr. Martinet—, me he dado cuenta de que mi mesa redonda no le gustaba nada…
—No… no… para el precio, es hasta sorprendente…, sólo que hacía mucho calor —respondió tímidamente el Sr. Folantin, que temía haber desairado a su huésped, con su gesto ceñudo y su huida.
—La verdad es que no nos vemos tan a menudo como para dejarle ir llevándose una mala impresión —dijo el Sr. Martinet con un tono cordial—. ¿Cómo le parece que matemos la noche? ¿Le gusta a usted el teatro?, le propongo que vayamos a la Opéra-Comique. Aún llegamos a tiempo —dijo mirando su reloj—. Esta noche dan Ricardo Corazón de León y el Pré-aux-Clercs. ¿Eh? ¿Qué me dice?
—Lo que usted quiera —«después de todo», pensó el Sr. Folantin, «quizá consiga distraerme y, además, ¿cómo voy a rechazar la proposición de este buen hombre, a quien no he hecho más que chafarle sus entusiasmos?»—. ¿Me aceptará usted un cigarro? —concluyó, entrando en un estanco.
En vano se quedaron sin resuello tratando de activar la combustión de aquellos habanos que sabían a col y no tiraban. «Otro placer que se va al garete —se dijo el Sr. Folantin—; ¡ni aun pagando todo lo que piden, puede uno ya fumarse un cigarro decente!».
—Más nos vale renunciar —siguió diciendo, volviéndose al Sr. Martinet, que chupaba con todas sus fuerzas su habano, agrietado ya, y que humeaba levemente por las resquebrajaduras—. Además, ya hemos llegado.
Y se adelantó rápidamente a la ventanilla, donde sacó dos delanteras de patio.
Estaba empezando Ricardo y el teatro estaba vacío.
Durante el primer acto, el Sr. Folantin tuvo una sensación extraña, aquella serie de canciones para espineta le recordaba el organillo que había en una tienda de vinos adonde iba de vez en cuando. Cuando los obreros hacían girar la manivela, sonaba una cascada de canciones pasadas de moda, algo muy lento y muy suave, donde, de vez en cuando, sobresalía alguna nota clara y aguda en medio del repiqueteo mecánico de los estribillos.
En el segundo acto la impresión fue distinta. El aria «Una fiebre ardiente» le trajo la imagen de su abuela cuando le canturreaba con voz temblorosa, sentada en los velludillos de Utrecht de su butaca; y, durante unos segundos, le vino a la boca el sabor de las tostadas que ella le daba cuando, siendo muy pequeño, había sido bueno.
Acabó por dejar de atender por completo a la representación. Los cantantes no tenían voz y se limitaban a poner una boca redonda adelantándose hasta las candilejas, mientras la orquesta se dormía, cansada de desempolvar aquella música.
Luego, en el tercer acto, el Sr. Folantin dejó de pensar en el organillo de la tienda de vinos o en su abuela; súbitamente le vino a la nariz el olor de una caja antigua que tenía en su casa, un vago olor a moho, mezclado con un tufillo a canela. «¡Dios mío, qué viejo es todo esto!».
—¿Bonita ópera cómica, no le parece? —dijo el Sr. Martinet, dándole un codazo.
El Sr. Folantin cayó de la nube en que se encontraba. El encanto se había roto; se levantaron de sus asientos mientras bajaba el telón, en medio de los aplausos de la clac.
El Pré-aux-Clercs, que venía después de Ricardo, deprimió al Sr. Folantin. En otro tiempo, le habían asombrado aquellos aires tan conocidos; en aquel momento, todas aquellas romanzas le parecieron de un romanticismo rancio y artificial, y los intérpretes le irritaron. El tenor se movía por el escenario como un barrendero y gangueaba cuando, como por casualidad, fluía de su boca un hilillo de voz. Vestuario, decorados…, todo era igual de lamentable; en cualquier ciudad del extranjero o de provincias hubieran pitado la función, en ningún otro sitio hubieran soportado un cantante tan ridículo y unas cantantes tan estrafalarias. Sin embargo, el teatro estaba lleno y el público aplaudía los pasajes marcados por la implacable clac.
El Sr. Folantin sufría realmente. Hete aquí que el Pré-aux-clercs, de la que tan buen recuerdo tenía, se le hundía también.
«Todo se lo lleva la trampa», se dijo con un hondo suspiro.
De suerte que, cuando el Sr. Martinet, encantado con la velada, le propuso continuar con aquellas salidas de vez en cuando, e ir juntos, si le apetecía, al Théâtre-Français, el Sr. Folantin se indignó y, olvidándose de las cautelas que se había propuesto, declaró violentamente que jamás pondría los pies en semejante teatro.
—Pero, ¿por qué? —preguntó el Sr. Martinet.
—¿Por qué?, pues, en primer lugar, porque si hubiera una obra actual bien escrita —y no hay ninguna que yo sepa—, la leería en casa, sentado en mi butaca; y, en segundo lugar, porque no tengo la menor necesidad de que unos comicastros, sin la menor preparación en su mayoría, traten de trasladarme las ideas del tipo que les ha encargado despachar su mercancía.
—Reconózcame, al menos, que los actores del Théâtre-Français…
—¡Ésos —exclamó el Sr. Folantin—, vamos hombre! ¡Ésos son unos Vatel del Palais-Royal!,[3] ¡no hacen más que salsas! Sólo sirven para cubrir con las proporciones que les suministran: la inmutable salsa blanca, si es una comedia, y la eterna salsa española, si se trata de un drama. Son incapaces de crear una tercera, lo que, por otra parte, les vedaría la tradición.
¡Qué gente más rutinaria y vulgar, Dios mío! Lo único que saben hacer, hay que reconocérselo, es publicidad; han sabido copiar de las tiendas importantes de ropa la idea de situar a un hombre condecorado bien a la vista entre los anaqueles, que con su presencia acrecienta el prestigio de la casa y atrae a la clientela.
—¡Vamos, vamos, Sr. Folantin…!
—No hay vamos que valga, las cosas son así y, a decir verdad, no me pesa lo más mínimo aprovechar la ocasión para airear mi opinión sobre la tienda del señor Coquelin.[4] Y con esto, mi querido amigo, hemos llegado a mi casa. Encantado de haber vuelto a verlo. Hasta la vista, espero, y muy honrado con su compañía.
Las consecuencias de aquella velada fueron saludables. Cuando se acordaba del fastidio, de la tortura, de aquella noche, le parecía delicioso cenar donde le apeteciera y pasar luego en casa todo el rato. Le parecía que la soledad tenía sus cosas buenas, y que rumiar sus propios recuerdos y contarse sandeces a sí mismo no dejaba de ser mejor que la compañía de gente con quien no compartía ni ideas, ni gustos; su deseo de acercamiento, de rozar el codo del vecino, se desvaneció y, una vez más, se repitió la triste verdad: una vez que desaparecen los viejos amigos, hay que hacerse a la idea de no volver a buscar otros, de vivir aparte, de acostumbrarse a la soledad.
Luego trató de concentrarse, de poner interés en las cosas pequeñas, de sacar consecuencias alentadoras de las vidas observadas en las mesas vecinas; durante un tiempo fue a cenar a una casa de comidas que estaba cerca de la Cruz Roja. Era un establecimiento frecuentado por personas mayores, por señoras ancianas que iban todos los días a las seis menos cuarto, y la tranquilidad de aquel comedorcito le resarcía de la monotonía de la comida. Seguramente eran personas sin familia, sin amistades, que buscaban sitios un poco sombríos para despachar en silencio aquella tarea; y el Sr. Folantin se encontraba a gusto en aquel mundo de desheredados, de personas discretas y educadas que, sin duda, habían conocido tiempos mejores y veladas más plenas. Conocía a casi todos de vista y sentía simpatía por aquellos transeúntes que vacilaban al elegir un plato de la carta, que desmenuzaban el pan y apenas bebían, que arrastraban, juntamente con la ruina de sus estómagos, la dolorosa fatiga de unas existencias sin objeto ni esperanza.
No había allí gritos ni llamadas estridentes; las camareras preguntaban a los clientes en voz baja. Y, aunque ninguna de aquellas señoras ni ninguno de aquellos caballeros intercambiaran el menor comentario entre sí, todos se saludaban cortésmente al entrar y salir e incorporaban hábitos distinguidos en aquel figoncillo.
«Yo soy más afortunado que toda esta gente —se decía el Sr. Folantin—. Seguramente, echan de menos hijos, mujeres, una fortuna perdida, una vida antaño floreciente y actualmente arruinada».
De tanto compadecer a los demás, acabó por compadecerse menos a sí mismo; volvía a su casa y le daba por pensar que sus angustias apenas tenían motivo y que sus miserias eran livianas. «¡Cuántos no habrá que, a estas horas, midan las calles sin un sitio donde caerse muertos; cuántos no envidiarían mi butaca, mi fuego, mi paquete de tabaco que puedo gastar sin tino!». Y atizaba el fuego de la chimenea, socarraba sus pantuflas, se hacía ponches dorados y calientes. «Lo único que haría falta es que hubiera en las librerías novedades verdaderamente artísticas para que la vida fuera, definitivamente, bastante soportable», concluía.
Pasaron así varias semanas y su compañero de despacho proclamó que el Sr. Folantin estaba rejuveneciendo. Ahora charlaba, escuchaba con una paciencia angélica todas las chácharas, llegó hasta a interesarse por las enfermedades de su colega; además, con el frío incipiente, su apetito procedía con más regularidad, y él atribuía la mejora a los vinos creosotados y a las preparaciones de manganeso que ingurgitaba. «Al fin he dado con una medicación menos traidora y más activa que las otras», pensaba. Y se la recomendaba a todo el mundo.
Llegó así el invierno y, con las primeras nieves, su melancolía volvió a hacer aparición. La casa de comidas adonde iba desde el otoño le cansó y volvió a pacer al azar, unas veces aquí, otras veces allá. Cruzó varias veces los puentes y probó restaurantes nuevos; pero, o bien los camareros pasaban a toda velocidad sin hacer caso de las llamadas, o bien le tiraban el plato a uno en la mesa y huían cuando se les pedía el pan.
La comida no era mejor que la de la orilla izquierda y el servicio era altanero y despectivo. El Sr. Folantin se aplicó la lección y, desde entonces, se quedó en su barrio, firmemente decidido a no volver a salir de él.
La inapetencia volvió a hacer acto de presencia. Una vez más comprobó la inutilidad de los estomacales y de los estimulantes, y los remedios que tanto había encomiado fueron a reunirse con otros en el fondo de un armario.
¿Qué hacer? La semana se podía pasar, pero lo que verdaderamente le pesaba eran los domingos.
En otro tiempo erraba por los barrios desiertos; le gustaba meterse por callejuelas olvidadas, por las zonas más provincianas y modestas, y atisbar por las ventanas de los bajos los misterios de los hogares humildes. Pero, en la actualidad, las calles tranquilas y mudas habían sido demolidas, los pasajes sugestivos arrasados. Ya no se podía mirar por las puertas entreabiertas de los viejos caserones, descubrir el rincón de un jardincillo, el brocal de un pozo, la esquina de un banco; ya no era posible decirse que la vida sería menos hosca, menos indómita, en aquel patio; soñar con un tiempo en que pudiera uno retirarse a este silencio y caldear su vejez en un aire más tibio.
Todo había desaparecido; se acabaron los follajes de setos, los árboles; ya no había más que interminables bloques de viviendas que se perdían en el horizonte. En aquel nuevo París el Sr. Folantin experimentaba una sensación de malestar y de angustia.
Detestaba las tiendas de lujo; por nada del mundo hubiera puesto los pies en una peluquería elegante o en una de esas tiendas de ultramarinos modernas en las que los escaparates resplandecen con luz de gas; sólo le gustaban los viejos comercios de toda la vida donde lo recibían a uno a la pata la llana, donde el tendero no trataba de deslumbrarlo y humillarlo con su fortuna.
Había, pues, desistido de pasear los domingos entre el lujo de mal gusto que lo invadía todo, incluso los barrios de las afueras. Además, los paseos por París no le tonificaban ya como antes; se sentía más raquítico todavía, más pequeño, más perdido, más solo, en medio de aquellas casas altas con zaguanes revestidos de mármol y con unas porterías insolentes que ostentaban trazas de salón burgués.
De todas formas, una parte de su barrio, cerca del mutilado parque de Luxemburgo, había quedado intacta, había guardado para él su benevolente intimidad: la Place Saint-Sulpice.
Almorzaba a veces en una taberna, que tenía el despacho de vinos a dos fachadas, la de la rue du Vieux-Colombier y la de la rue Bonaparte, y allí, arriba, en el entresuelo, desde la ventana, cernía su mirada sobre la plaza; contemplaba la salida de misa, los niños bajando del atrio, con sus devocionarios en la mano, un poco por delante de los padres y madres, el gentío que se dispersaba en torno a una fuente adornada con estatuas de obispos, sentados en sus nichos y leones agazapados encima de una pila.
Asomándose un poco por encima de la barandilla, podía ver la esquina de la rue Saint-Sulpice, una esquina terrible, barrida por el viento de la rue Férou y ocupada por otra taberna que tenía como sedienta clientela a los cantores del coro. Aquella parte de la plaza llamaba su atención con la gente oscilando sobre sus pies y sujetándose el sombrero en medio de la tormenta, cerca de los grandes ómnibus de la Villette, cuyas anchas cajas de color rojo oscuro se alineaban junto a la acera, delante de la iglesia. La plaza se animaba, aunque sin alegría ni alboroto; los coches de punto dormitaban en la parada, delante de una cabina de cinco céntimos y un kiosco de bebidas; los enormes ómnibus amarillos de Batignolles surcaban bamboleándose las calles cruzadas por el pequeño ómnibus verde del Panteón y por el desvaído coche de dos caballos de Auteuil; a mediodía pasaban los seminaristas en fila de a dos, con la mirada baja y paso mecánico, como de autómata, desplegando, en su camino desde Saint-Sulpice al seminario, una larga cinta negra y blanca.
Bastaba con que apareciera un poco el sol para que la plaza se transformara deliciosamente: las desiguales torres de la iglesia se cubrían de oro; el color gualdo de los anuncios brillaba a todo lo largo de las tiendas de casullas y cálices; los colores del gran cartel de una casa de mudanzas se encendían en reflejos más vivos, y, por encima del parapeto de un urinario, el anuncio de un tintorero —dos sombreros escarlata surgiendo de un fondo negro— evocaba en aquel barrio de sacristanes y devotas los fastos de una religión, las altas dignidades de un sacerdocio.
De todas formas, aquel espectáculo no le suponía ninguna novedad al Sr. Folantin. ¿Cuántas veces no habría pateado aquella plaza en su juventud para ir a ver el viejo jabalí que tenían en la casa Bailly; cuántas veces no habría ido, por la noche, a escuchar, junto a la fuente, las quejas al viento de algún cantante; cuántas veces no habría paseado los días de mercado de flores junto al seminario?
Hacía mucho tiempo ya que había agotado el encanto de aquel sitio tranquilo; para poder volver a disfrutarlo tenía, ahora, que espaciar sus visitas; sólo podía ir por allí muy de vez en cuando.
Así que la Place Saint-Sulpice no era ya ninguna solución para los domingos; prefería los días de labor, en los que, por ir al despacho, estaba menos ocioso; ¡ay!, ¡el domingo se hacía interminable! Por la mañana almorzaba un poco más tarde que de costumbre; se eternizaba, luego, en la mesa, para darle tiempo al portero a que limpiara la casa, aunque nunca conseguía que estuviera hecha cuando volvía: tropezaba con las alfombras enrolladas, avanzaba en medio de la nube de polvo que levantaban los escobazos. Y, en un santiamén, el portero estiraba las sábanas, desenrollaba las alfombras y, con la disculpa de que no quería molestar al señor, se marchaba.
El Sr. Folantin cosechaba el polvo de todos los muebles con sus dedos; colocaba su ropa, que estaba amontonada en una butaca; repartía algunos plumerazos por aquí y por allí, y reponía ceniza en la escupidera; luego contaba la ropa que, no siempre, le había traído la lavandera. Le asaltaba un hastío infinito cuando descubría hilachas en sus camisas, y las metía, sin mirar más, en un cajón.
Todavía, hasta las cuatro, el día se iba desgranando con cierta facilidad. Releía cartas viejas de parientes y de amigos, muertos hacía ya mucho; hojeaba algún libro, saboreaba alguno de sus párrafos, y, a eso de las cinco, empezaba el sufrimiento; se acercaba el momento en que tendría que volver a vestirse; la mera idea de ahuecar el ala le quitaba el hambre, y había domingos en que no se movía de casa o, en todo caso, si le entraba una gana tardía, bajaba en zapatillas y compraba dos panecillos, un poco de paté o unas sardinas. Siempre tenía un poco de chocolate y vino en un armario y comía contento de haberse quedado en casa, de poder mover libremente los codos, poder ponerse ancho, librarse, por una vez, de la estrechez de los restaurantes; aun así, pasaba muy mala noche; se despertaba sobresaltado, con retortijones y escalofríos; algunas veces el insomnio se alargaba hasta una hora y, en medio de la oscuridad, que alentaba todas sus ideas tristes, se machacaba con las mismas quejas que durante el día, llegaba incluso a lamentar no tener un apaño. «A mi edad, el matrimonio es imposible —se decía—, ¡ay!, si en mi juventud hubiera tenido una amante y la hubiera conservado, acabaría mis días con ella, tendría, al volver a casa, la lámpara encendida y la cocina dispuesta. Si pudiera volver a empezar, organizaría mi vida de un modo muy distinto. Me haría con una aliada para los días de la vejez. He confiado demasiado en mis fuerzas y ya no puedo más». Y con la luz del día se levantaba con las piernas molidas y la cabeza como un bombo.
Por otra parte, era una época penosa del año; el invierno hostigaba y el frío hiemal hacía apetecible el hogar y odiosos los espacios de los mesoneros con su constante abrir y cerrar de puertas. Súbitamente, una gran esperanza conmovió al Sr. Folantin. Una mañana, en la rue de Grenelle, descubrió un nuevo establecimiento recién abierto, en cuyo escaparate, con letras de cobre, llameaba la inscripción: «Comida para llevar».
El Sr. Folantin tuvo un deslumbramiento. ¿Iba, por ventura, a hacerse realidad aquel sueño durante tanto tiempo acariciado? Pero, en seguida, en cuanto recordó todas sus inútiles correrías por el barrio en busca de un establecimiento que permitiera llevar la comida fuera, se desanimó.
«Preguntar no cuesta nada», se dijo finalmente, y entró.
—Por supuesto, señor —le contestó una señora joven empotrada tras un mostrador, con el busto enterrado entre saint-honorés y otros pasteles—, sin el menor problema, viviendo usted, además, a dos pasos. ¿A qué hora quiere usted que se la llevemos?
—A las seis —dijo el Sr. Folantin, temblando de emoción.
—Perfectamente.
La cara del señor Folantin se ensombreció.
—Verá —siguió diciendo, farfullando un poco—, querría un potaje y un plato de carne con alguna guarnición de verdura; ¿cuánto costará?
La señora pareció abstraerse en profundas reflexiones, murmurando con los ojos puestos en el techo… potaje… carne… verdura…
—¿No quiere usted vino?
—No, tengo en casa.
—Entonces serán dos francos, señor.
La cara del Sr. Folantin se iluminó.
—Muy bien —dijo—. De acuerdo. ¿Cuándo podrían ustedes empezar a llevármela?
—Cuando usted guste, esta misma tarde, si quiere.
—Entonces, esta misma tarde, señora. —Se inclinó y fue correspondido desde el mostrador con una reverencia tan exagerada que poco faltó para que la nariz de la señora se hundiera en los saint-honorés y taladrara los pasteles.
Ya en la calle, el Sr. Folantin se detuvo tras dar algunos pasos. «¡Mira tú, qué suerte! —se dijo, luego su alegría palideció—. Si al menos la pitanza llegara a la categoría de mediocre… ¡Bah, he padecido ya tantos platos execrables en esta miserable vida mía que no tengo derecho a ponerme difícil! ¡Qué señora tan amable! —continuó diciéndose—; no es que sea guapa, pero tiene unos ojos la mar de expresivos; ¡con tal de que haga bien las cosas!». Y, reemprendiendo su camino, le deseó suerte a la pastelera.
A continuación se puso a pensar en cómo prevenir el desorden de la primera noche; encargó en la tienda de ultramarinos seis litros de vino, luego, ya en su despacho, hizo una pequeña lista con las provisiones que iba a comprar:
Mermeladas;
Queso;
Galletas;
Sal;
Pimienta;
Mostaza;
Vinagre;
Aceite.
«Le diré al portero que me suba el pan todos los días; ¡ah!, ¡qué caramba, si esto saliera bien, estaría salvado!».
Suspiraba por que llegara el final de la jornada; su impaciencia por gozar de su contento, en soledad, alargaba la duración de las horas.
Miraba de vez en cuando su reloj.
Su compañero, estupefacto desde que observara la expresión de éxtasis que el ensueño ponía en la cara del Sr. Folantin, sonrió.
—¿A que le está esperando alguien? —dijo.
—¿Qué es eso de alguien? —preguntó a su vez el Sr. Folantin muy sorprendido.
—¡Vamos, vamos, no disimule! ¡Que ya soy perro viejo! Dígame, ¿es rubia o morena?
—¡Amigo mío! —le contestó el Sr. Folantin—, le aseguro que tengo otras muchas cosas que pensar antes que en mujeres.
—Ya, ya… me conozco esa cantilena. ¡Qué gracioso es usted, está usted hecho un galán!
—Tengan, señores, copien esto ahora mismo; necesito estas dos cartas para la firma de esta tarde —dijo el jefe, apareciendo y desapareciendo súbitamente.
—Esto es absurdo, son cuatro páginas de letra bien apretada —gruñó el Sr. Folantin—; no voy a poder terminarlo antes de las cinco. ¡Qué absurdo es esto, Dios mío! —continuó, dirigiéndose a su colega que, con una media sonrisa, murmuraba:
—¡Bueno, bueno, amigo mío, tampoco puede la administración dejar de ocuparse de estos detalles!
Mejor que peor, sin dejar de rezongar, terminó el trabajo, y volvió a su casa por el camino más corto, con los brazos cargados de paquetes y los bolsillos repletos de bultos; una vez encerrado en casa, respiró, se puso las zapatillas, pasó una servilleta por la limitada vajilla que tenía, limpió los vasos y, no encontrando ni tablilla ni asperón para abrillantar las hojas de los cuchillos, los hundió en la tierra de una maceta vieja y consiguió que lucieran un poco.
—¡Uf! —exclamó, acercando la mesa al fuego—, ya estoy listo.
Dieron las seis.
El Sr. Folantin esperaba al pinche con impaciencia, se encontraba en el mismo estado febril que, en su juventud, le impedía mantenerse quieto, cuando algún amigo se retrasaba, impuntual a la cita.
Por fin, a las seis y cuarto, sonó el timbre y entró un mozalbete, echado hacia delante, como arrastrado por el peso de una gran caja de hierro blanco, en forma de cubo. El Sr. Folantin le ayudó a poner los platos en la mesa y, en cuanto se quedó solo, los destapó. Había un caldo de tapioca, ternera estofada y coliflor con besamela.
«Esto no está nada mal», se dijo tras probar uno a uno todos los platos, y se atiborró con gana, bebió un poco más que de costumbre y se sumergió en dulces pensamientos contemplando su casa.
Al cabo de los años, se le ocurría la idea de decorarla, aunque se repetía: «¡Bah! ¿Para qué?, yo no vivo en casa; si más adelante puedo organizarme otro modo de vida, también reordenaré mi casa». Aunque, sin comprar nada, le había ido echando ya el ojo a unos cuantos bibelots que había descubierto cuando rodaba por los quais y por la rue de Rennes.
La idea de vestir las paredes heladas de su casa se le impuso de golpe, mientras se atizaba un último vaso. Se acabó la indecisión; estaba decidido a gastarse el dinerillo que, con aquella idea, guardaba desde hacía años; y pasó una placentera velada organizando por adelantado el adecentamiento de su guarida. «Mañana me levanto temprano —concluyó— y lo primero que hago es darme una vuelta por las tiendas de novedades y también por las de ocasión».
Se acabó su ociosidad; inadvertidamente había crecido en él un nuevo interés; le sostenía la excitación de descubrir, sin gastar mucho dinero, algún grabado, alguna pieza de cerámica; y, al terminar el trabajo, desplegaba una actividad febril, escalaba las plantas del Bon Marché y del Petit Saint-Thomas, removiendo masas de telas, encontrándolas o demasiado oscuras o demasiado claras, demasiado estrechas o demasiado anchas, rechazando restos y saldos que los dependientes se empeñaban en sacarle, forzándoles a que le enseñaran el género que reservaban. A fuerza de darles la lata, de pincharlos, durante horas, acabó por conseguir que le enseñaran unas cortinas ya hechas y unas alfombras que lo entusiasmaron.
Tras estas compras y tras feroces discusiones con los tenderos de bibelots y de estampas, se quedó sin un céntimo; sus ahorros estaban esquilmados; pero como un niño al que acaban de regalar juguetes nuevos, el Sr. Folantin miraba y volvía a mirar sus compras, las movía de aquí para allá. Se subía a las sillas para colgar los cuadros y cambiaba los libros de sitio. «¡Qué bien se está en casa!», decía entre sí; y, en efecto, su vivienda estaba irreconocible. En vez de aquellas paredes empapeladas, llenas de agujeros de clavos, los tabiques estaban enteramente cubiertos con grabados de Ostade, de Teniers, de los pintores de la vida real que tanto le gustaban. Cualquier entendido se habría encogido de hombros ante aquellas estampas enmarcadas sin paspartú, pero el Sr. Folantin ni entendía ni era rico; compraba, sobre todo, reproducciones con asuntos de la vida humilde —las que más le atraían— y, con tal que el colorido fuera vivo y claro, se burlaba de la autenticidad de sus viejas láminas.
«Tendría que haber cambiado también mis muebles de caoba —se dijo, pensando en su cama de barco, sus dos butacas con la tapicería de damasco descolorida, su lavabo de mármol agrietado, su mesa con un contrachapado rojizo—, pero saldría muy caro, y, además, las cortinas y las alfombras renuevan bastante este mobiliario que, como mi vieja ropa, está ya hecho a mis movimientos y a mis costumbres».
Y, así, aquel afán de entonces por volver a su casa, por encender todas las luces, por hundirse en su butaca. Tenía la sensación de que el frío se quedaba fuera, arrumbado, rechazado por la intimidad de aquel rinconcito mimoso, y la nieve, que caía, que sofocaba los ruidos de la calle, incrementaba aún más su bienestar. En el silencio del anochecer, la hora de la cena, con los pies cerca del fuego, mientras que los platos se calentaban ante la rejilla de la chimenea, cerca del vino escanciado, era una delicia, y aquella sedante quietud envolvía los enojos del trabajo, la tristeza de la soltería.
No habían pasado aún ocho días y ya la cocinera empezó a flojear. La invariable tapioca era un puro grumo y el caldo era de sobre; la salsa de la carne apestaba al madeira agrio de los restaurantes; cada uno de los alimentos tenía un gusto raro, indefinible, que oscilaba entre el sabor a jabón de cocina rancio y el vinagre recalentado y picado. El Sr. Folantin echó una buena cantidad de pimienta a la carne y saturó de mostaza las salsas. «¡Bah, incluso esto puede tragarse —se decía—, la cuestión es acostumbrarse a esta bazofia!».
Pero la mala calidad de los platos no iba a quedarse en aquello y, poco a poco, fue a más, empeorada, por si fuera poco, por los sistemáticos retrasos del mozalbete. Llegaba a las siete, cubierto de nieve, con el infiernillo apagado, con los ojos amoratados y arañazos en la cara. Al Sr. Folantin no le cabía la menor duda de que aquel chico dejaba su caja en alguna esquina y se dedicaba a pelearse en toda regla con otros arrapiezos de su edad. Le hizo una leve observación al respecto; el otro lloriqueó, juró, extendiendo el brazo, escupiendo al suelo y adelantando un pie, que no había nada de aquello y continuó un rato porfiando. El Sr. Folantin se calló, apiadado, y optó por no quejarse a la pastelera por miedo a arruinar el futuro del chiquillo.
Durante un mes siguió soportando valientemente todos aquellos tragos; aunque había días en que se le encogía el corazón cuando recogía la carne del fondo de la caja blanca de metal; era como si se hubiera abatido una tempestad sobre ella; todo estaba revuelto: la besamela se mezclaba con la tapioca en la que flotaban los carbones del calentador.
Hubo felizmente un tiempo de tregua. Echaron al pinche, seguramente por las quejas de personas menos indulgentes. El sucesor fue un papanatas, un bobalicón de tez lívida y enormes manos coloradas. Éste era cumplidor con la hora, llegaba a las seis en punto, pero su suciedad era repugnante; iba vestido con trapos de cocina tiesos de grasa y de mugre, llevaba la cara embadurnada de harina y de hollín y no se limpiaba la nariz, de la que colgaban dos velas verduscas que le llegaban a la boca.
El Sr. Folantin paró aquel nuevo golpe con energía; renunció a las salsas y a los platos sucios, transfirió la carne a un plato suyo, la raspó, la limpió y se la comió con abundante sal.
A pesar de su resignación, llegó el momento en que algunos platos le produjeron náuseas, tanteaba preventivamente todas las albondiguillas echadas a perder, todos los pasteles quemados o estropeados por las cenizas; pescaba migas rancias de torta en todos los platos; envalentonado por su benevolencia, la pastelera apartaba de sí todo pudor, toda vergüenza y le despachaba todos los restos de su cocina.
«¡Envenenadora!», murmuraba el Sr. Folantin, cuando pasaba por delante de la tienda de la pastelera, que ya no le parecía en absoluto amable; y miraba hacia dentro de reojo sin desearle ya la menor prosperidad.
Recurrió a los huevos duros. Los compraba todos los días, ante el temor a enfrentarse por la noche a una cena imposible. Y todos los días se atracaba de ensaladas; pero los huevos tendían a la putridez, la verdulera le vendía, dada su condición de hombre que no se enteraba, los huevos peores de la tienda.
«Habrá que esperar a la primavera», se decía el Sr. Folantin para animarse; pero semana a semana —al tiempo que su cuerpo, deplorablemente alimentado, acusaba el hambre— su energía se doblegaba. Desapareció su alegría; volvió a ser oscura su morada; el cortejo de las viejas angustias se cernió de nuevo sobre su inactiva existencia. «Si por lo menos tuviera alguna pasión; si me gustaran las mujeres, o el trabajo, si me gustara el café, el dominó, las cartas, podría jamar fuera —rumiaba—, porque no estaría nunca en casa. Pero es que, ¡ay!, no me divierto con nada, no me interesa nada; y, encima, mi estómago se arruina. No debería decirlo, pero la gente que, teniendo dinero para comer, no puede hacerlo por falta de apetito es tan digna de lástima como la que no tiene un céntimo en el bolsillo para calmar el hambre».