II
AL SR. Folantin no se le disipó la tristeza, ni al día siguiente, ni al otro; se dejaba ir a la deriva, incapaz de reaccionar contra aquella melancolía que lo agobiaba. Iba al trabajo mecánicamente, bajo un cielo lluvioso; salía; comía y se acostaba a las nueve para volver a empezar al día siguiente una vida parecida; poco a poco, se iba deslizando en un completo aturdimiento.
Finalmente, en una hermosa mañana, tuvo un despertar. Le pareció salir de un letargo: el cielo estaba despejado y el sol hería los cristales damasquinados de escarcha; el invierno seguía su curso, pero luminoso y seco; el Sr. Folantin se levantó murmurando «¡Demontre, esto no puede seguir así!». Se sentía revivificado. «No está todo perdido, tengo que encontrar algún remedio contra los ataques de hipocondría», se dijo.
Tras largas deliberaciones consigo mismo, decidió dejar de vivir encerrado y variar los restaurantes a los que iba. Lo único que podía objetarse a tal decisión era que, siendo fácil de concebir, era, no obstante, difícil de llevar a la práctica. Vivía en la rue des Saints-Pères. El distrito sexto no tenía piedad con los solteros. Había que ser cura para poder obtener alguna ventaja, para poder ir a las comidas especiales de las mesas redondas reservadas a los eclesiásticos, para vivir en el laberinto de calles que rodea la iglesia de Saint-Sulpice. Fuera de la religión no había manduca; a no ser que uno fuera rico y pudiera ir a casas de alto copete. El Sr. Folantin, que no reunía estas condiciones, tenía que limitarse a comer en algunos figones desperdigados por el barrio. Parecía como si en aquella parte del distrito no vivieran más que parejas de hecho o gente casada. «Si tuviera valor para irme», suspiraba de vez en cuando el Sr. Folantin; pero tenía la oficina allí mismo, allí había nacido, su familia había vivido siempre allí. Todos sus recuerdos se circunscribían a aquel viejo y tranquilo rincón de la ciudad, que empezaban a desfigurar los grandes derribos para hacer nuevas calles, fúnebres bulevares, abrasadores en verano y heladores en invierno; tétricas avenidas que habían americanizado el aspecto del barrio y destruido para siempre su atmósfera íntima, sin haberle aportado a cambio ninguna ventaja de comodidad, de alegría, de vida.
«Habrá que cruzar el río para ir a comer», se repetía el Sr. Folantin, pero le repugnaba poner el pie en la orilla izquierda; además, le costaba andar con su pierna coja, y odiaba el ómnibus. Y, finalmente, la idea de hacer etapas por la noche en busca de abastecimiento le horripilaba. Optó por tantear las tabernas y las casas de comidas de los alrededores de su casa que aún no había visitado.
Y, dicho y hecho, dejó de ir al figón donde comía de costumbre y empezó a ir a casas de comidas, que tenían unas camareras con delantales monjiles, que hacían pensar en comedores de hospital. Cenó allí unas cuantas veces, y su hambre, previamente maltratada por los grasientos efluvios del local, se negó a emprenderla con unas carnes insípidas, desgraciadas además con cataplasmas de espinacas y achicorias. ¡Qué tristeza rezumaban aquellos mármoles fríos, aquellas mesas como de juguete, aquella carta inmutable, aquellas raciones infinitesimales, aquellos bocados de pan! Apretados en dos filas, frente a frente, los clientes parecían jugadores de ajedrez que hubieran colocado sus cubiertos y adminículos, sus botellas, sus vasos, en el sitio del vecino, por falta de espacio. Con la nariz metida en un periódico, el Sr. Folantin envidiaba las poderosas mandíbulas de sus compañeros que trituraban filamentos de unos trozos de lomo cuya carne escapaba a la presión de los tenedores. El asco que le inspiraba aquella carne asada, le hacía preferir los huevos; los pedía al plato y muy hechos; se los solían traer casi crudos y él se afanaba en untarlos con la miga del pan, en recoger con la cucharilla la yema que se ahogaba en la clara. Era malo, era caro y, sobre todo, era deprimente. «¡Bueno, ya está bien! —se dijo el Sr. Folantin—, probemos otra cosa». Pero en todos los sitios era igual; los inconvenientes variaban con los pesebres; en las tabernas de cierta categoría, la comida era mejor, el vino menos desabrido, las raciones más abundantes, pero, por regla general, la comida se alargaba dos horas porque el camarero tenía que servir también a los borrachos apostados en la barra; además, en aquel barrio lamentable, la pitanza se componía, por lo común, de costillas y bistecs, que salían caros, porque, para que no tuviera que convivir con los obreros, el patrón lo encerraba en una sala aparte y encendía dos boquillas de gas.
Y si descendía aún más en la escala, e iba a los tascucios, a las tabernillas de ínfima categoría, la compañía era repulsiva y la suciedad estupefaciente; la carne hedía, los vasos tenían cercos de otras bocas, los cuchillos estaban mellados y grasientos y los cubiertos conservaban en los bordes y entre las púas restos amarillentos de huevos ingeridos por anteriores comensales.
El Sr. Folantin se preguntó si el cambio merecía la pena: en todas partes el vino estaba lleno de litargirio y mezclado con agua del grifo; los huevos nunca estaban hechos en el punto en que a él le gustaban; en todas partes la carne estaba seca; las legumbres cocidas parecían restos de rancho de presidio; pero no cejó: «A fuerza de buscar, quizá encuentre algo», y siguió rodando por tascas y bodegones, no consiguiendo más que aumentar su abatimiento, en vez de mitigarlo; sobre todo, cuando, al bajar las escaleras de su casa, le llegaba el olor de los potajes, o veía luz por debajo de las puertas, o encontraba a algún vecino que subía de la bodega con botellas, u oía pasos atareados dentro de las casas; todo contribuía a avivar su melancolía, incluso los aromas procedentes del chiscón de su portero, sentado, con los codos en la mesa y la visera de la gorra empañada por el vaho de su escudilla de sopa. Llegaba incluso a arrepentirse de haberle dado boleta a la Chabanel, aquel odioso sargento de coraceros. «Si hubiera tenido posibles la hubiera conservado, pese a sus costumbres atroces», se decía.
Y se desesperaba, porque a la desazón moral se unía ahora la ruina física. A fuerza de no nutrirse, trastornábase su salud, ya de por sí quebradiza. Se aficionó al hierro, pero todos los preparados marciales, que tomó sin resultado aparente, acabaron por ensuciarle las entrañas. Optó entonces por el arsénico, pero la solución Fowler le estragó el estómago y no lo tonificó en absoluto; echó mano, como último recurso, de la quinina, que lo abrasó; finalmente, lo juntó todo, mezclando unas sustancias con otras, y fue trabajo perdido; se gastó todo el sueldo en ello; había en su casa pilas de cajas, de frascos, de tarros, toda una farmacopea doméstica, con citratos, fosfatos, proto-carbonatos, lactatos, sulfatos de protóxido, yoduros y proto-yoduros de hierro, licores de Pearson, soluciones de Devergie, gránulos de Dioscórides, píldoras de arseniato de soda y de arseniato de oro, vinos de genciana y de quina, de coca y de colombo.
«¡Y que todo esto no sea sino filfa y dinero tirado a la basura!», suspiraba el Sr. Folantin, mirando desconsoladamente tan inútiles compras y, aunque nadie le hubiera dado vela en aquel entierro, el portero era de la misma opinión: ahora limpiaba la casa con más dificultades, sintiendo, además, que su desprecio de hombre robusto por aquel inquilino hético, que no vivía más que para atiborrarse de drogas, se acrecentaba por días.
Con todo aquello, la existencia del Sr. Folantin seguía siendo monótona. No se había atrevido a volver a su primer restaurante; una vez había estado a la puerta, pero, una vez allí, el olor de la carne socarrada y la vista de una fuente de crema de chocolate de tinte violáceo le habían hecho salir huyendo. Alternaba tabernas y casas de comidas y, un día a la semana, recalaba en un establecimiento en el que hacían bullabesa. El potaje y el pescado tenían un pasar, pero no había que pedir ningún otro comistrajo, pues los filetes de carne parecían suelas de zapato y todos los platos tenían el desagradable sabor del aceite de quemar.
Para estimular su apetito embotado por los abyectos aperitivos de los cafés —las absentas que apestaban a cobre; los vermús: restos mezclados de vinos blancos agriados; los madeiras: aguardientes rebajados con melaza y caramelo; los málagas: salsas de ciruelas al vino; los bíteres: agua de Botot barata, de herboristería—, el Sr. Folantin probó un día un estimulante que le daba buenos resultados cuando era niño: decidió ir a los baños cada dos días. Este ejercicio le gustaba sobre todo porque, teniendo dos horas que matar entre la salida del trabajo y la hora de la cena, evitaba así volver a casa y quedarse allí, sin descalzarse, sin cambiarse de ropa, mirando al reloj de la pared, esperando la hora de ir al restaurante. Las primeras veces fueron deliciosas. Se acurrucaba en el agua caliente y se entretenía suscitando tempestades con sus manos y generando torbellinos. Poco a poco, se adormecía, con el argentino sonido de las gotas de agua que caían de los picos de cisne y dibujaban grandes círculos, que se rompían contra las paredes de la bañera; se sobresaltaba cuando sonaban furiosos campanillazos en los pasillos, seguidos de ruidos de pasos y de portazos. Luego tornaba el suave sonar de las salpicaduras de los grifos, y todas sus angustias se iban yendo cada una por su pie; en la cabina, envuelta en vapor, daba rienda suelta a la mente y sus pensamientos cobraban un aspecto opalino con el vaho, se hacían afables y difusos. En el fondo, todo había sido para bien; se atormentaba a sí mismo sin ninguna razón. «¡Por Dios santo!, ¿no tenía todo el mundo sus propias preocupaciones?». A fin de cuentas, él había sabido sortear las más penosas, las más angustiosas, las del matrimonio. «¡Qué mal debía de encontrarme la noche en que lloré por mi soltería —se dijo—. Habría que imaginarme a mí, que lo que más me gusta es acurrucarme entre las sábanas, obligado a no moverme, a soportar el contacto de una mujer en todas las épocas del año, a contentarla cuando lo que a mí me apeteciera fuera simplemente dormir!».
»¡Y eso contando con que no hiciéramos ningún hijo, porque la mujer fuera estéril o especialmente hábil; en tal caso, sería lo menos malo! ¡Nunca se sabe! Y, en caso contrario: las perpetuas noches blancas, las inquietudes incesantes. El crío que berrea, un día porque le está saliendo un diente, otro porque no le sale; la habitación apestando a leche y a pis; en fin, tendría que haber dado con una mujer complaciente, una buena chica; aunque ya podría haber esperado sentado, ¡con la negra que tengo!, seguro que me habría casado con alguna marisabidilla, alguna arpía, que me habría reprochado incansablemente los entuertos de después del parto.
«No, hay que ser justo: cada estado tiene sus inquietudes y sus trabajos; en cualquier caso, ¡vaya una bajeza no tener otra fortuna que la de engendrar chiquillos!: no es más que destinar unos seres al desprecio de los otros cuando sean mayores; arrojarlos, indefensos y sin armas, a una pelea asquerosa; acosar y castigar a unos inocentes a los que se obliga a reanudar la miserable vida de su padre. ¡Ah, por lo menos la casta de los lastimosos Folantines se extinguirá conmigo!». Y, así consolado, el Sr. Folantin sorbía sin quejarse, tras su baño, el agua de fregadero en que consistía su caldo, y desgarraba a dentelladas la húmeda yesca en que consistía su carne.
Mal que bien, se acabó el invierno y la vida se hizo un poco más indulgente; concluía la obligada intimidad del hogar y el Sr. Folantin dejó de añorar tan intensamente las blandas somnolencias junto al fuego; volvió a dar sus paseos a lo largo de los quais.
Los árboles empezaban a festonearse con hojillas amarillas; el Sena reflejaba en destellos el azul algodonado del cielo y corría en grandes placas azules y blancas que rompían, enturbiándolas de espuma, los bateaux-mouches. El aspecto del entorno parecía remozado. Aquellos dos inmensos decorados que eran el pavillon de Flore y la entera fachada del Louvre, el uno, y la línea de casas que llegaban hasta el Palais de l’Institut, el otro, habían sido restaurados, se diría que pintados de nuevo; y en el lienzo del fondo, otra vez tendido, se recortaban en un suavizado azul marino, enteramente nuevo, las torres cónicas del Palais de Justice, la aguja de la Sainte-Chapelle, las torres y la barrena del chapitel de Notre-Dame.
Al Sr. Folantin le encantaba aquella parte del quai, la comprendida entre la rue du Bac y la rue Dauphine; elegía un cigarro en el despacho de tabacos que había cerca de la rue de Beaune, y vagaba a pasitos, un día hacia la izquierda, hurgando en los cajones de los puestos de los parapetos, otro día hacia la derecha, examinando los estantes de libros de las tiendas colocados al aire libre.
La mayor parte de los libros amontonados en los puestos eran desechos de bibliotecas, libracos sin valor; novelas nacidas muertas, con mujeres del gran mundo, en las que se narraban con un lenguaje de portera, vicisitudes de amores trágicos, duelos, asesinatos, suicidios; otras defendían tesis en que se atribuían todos los vicios a la gente con título nobiliario y todas las virtudes a la gente del pueblo llano; otras, por último, tenían un propósito religioso: traían la aprobación de tal o cual monseñor y diluían cucharadas de agua bendita en el mucílago de una prosa viscosa.
Todas aquellas novelas eran obra de perfectos idiotas y el Sr. Folantin pasaba por ellas deprisa, para detenerse sólo ante los libros de versos, que, estremecidos, aleteaban a todas las brisas. Estaban éstos menos despellejados, menos mancillados, pues nadie los abría. Al Sr. Folantin le embargaba una compasión caritativa por aquellos florilegios abandonados. ¡Y había muchos! ¡Muchos!: viejos, de la época en que Malekadel hizo su entrada en la literatura; jóvenes, salidos de la escuela de Victor Hugo, que cantaban las dulzuras de mesidor, los bosques umbríos, los encantos divinos de alguna personita, que, en la vida real, probablemente, había hecho la calle. Y todo aquello había sido leído en grupos de amigos y aquellos pobres escritores se habían regocijado con ello. ¡Dios mío!, no buscaban ningún éxito sonado, ninguna venta multitudinaria, tan sólo algún «muy bueno» por parte de algún espíritu selecto, de alguna persona culta; pero nada de aquello había sucedido, ni siquiera un poco de estima. Quizá, aquí o allí, una alabanza insustancial en alguna publicación de tres al cuarto, una ridícula carta del Gran Maestro, cuidadosamente conservada, y eso había sido todo.
«Lo más triste —pensaba el Sr. Folantin— es que estos pobres desgraciados podrían, con toda justicia, execrar al público, porque no existe la justicia literaria; sus versos no son ni mejores ni peores que los que se venden y llevan a sus autores al Instituto de Francia».
Fantaseando de esta guisa, el Sr. Folantin encendía otra vez su cigarro, reconocía a los libreros que, charlatanes y tostados por el sol, estaban por allí, cerca de sus puestos. Reconocía también a los bibliómanos de la última primavera, que se pateaban todos los parapetos, y la visión de aquellos individuos que no conocía de nada le encantaba. Todos le parecían simpáticos; se los imaginaba maníacos bondadosos, buenas personas tranquilas, que pasaban por la vida sin hacer ruido, y los envidiaba. «Yo podría haber sido como ellos», pensaba, y, en realidad, había intentado imitarlos, convertirse en un bibliófilo. Había consultado catálogos, hojeado diccionarios, publicaciones especializadas, pero no había descubierto ninguna pieza curiosa y, por otra parte, intuía que su posesión no iba a llenar el hueco de hastío que iba ahondándose lentamente en todo su ser. El gusto por los libros, ¡ay!, era algo que no se aprendía y, además, aparte de las ediciones agotadas, que sus escasos recursos le vedaban comprar, tampoco había muchos libros que el Sr. Folantin quisiera comprar. No le gustaban las novelas de capa y espada, ni las novelas de aventuras; abominaba del huerto feraz de los Cherbuliez y de los Feuillet; sólo le interesaban las cosas de la vida real; así, su biblioteca se limitaba a unos cincuenta volúmenes en total, que se sabía de memoria. Y tampoco era aquélla, la carestía de libros para leer, una de sus menores fuentes de disgusto. Había intentado, en vano, hallar algún interés en la historia; pero todas aquellas complicadas explicaciones para cosas sencillas no lo habían cautivado, ni convencido. Hurgaba vagamente en aquellos cajones, sin esperar encontrar ningún libro que añadir a los suyos. Pero aquel paseo le distraía; luego, cuando se cansaba de remover el polvo de los impresos, se asomaba al río por encima del pretil y se complacía con la vista de los barcos de cascos calafateados, de cabinas pintadas de color verde puerro y el gran mástil abatido sobre el puente. Se quedaba allí, encantado, mirando a la mujer que cocinaba en una sartén de hierro, al aire libre, en la cubierta; el eterno perro negro y blanco, corriendo arriba y abajo con la cola levantada, a lo largo de la gabarra; los niños muy rubios, sentados cerca del timón, con el pelo caído por delante de los ojos y los dedos metidos en la boca.
«Debe ser divertido vivir así», pensaba, sonriendo a su pesar ante aquella envidia pueril; y hasta sentía simpatía por los pescadores de caña, sentados inmóviles, como cebollas plantadas, separados, cada uno del otro, por sus cajas de cebo.
Aquellas tardes se sentía mejor dispuesto y más vital. Miraba el reloj y, si le quedaba aún tiempo antes de la cena, atravesaba la calzada y seguía por la otra acera, la opuesta a la que acababa de dejar, y hacía el recorrido contrario, a lo largo, ahora, de las fachadas de las casas. Vagaba sin dejar de toquetear los libros, ordenados con los lomos vistos, en los mostradores al aire libre de las tiendas. Se extasiaba ante las encuadernaciones antiguas con tapas de marroquinería roja, con realces de coronas y guirnaldas en oro; pero aquellos libros estaban cerrados en cajoneras con tapas de vidrio, como objetos preciosos que sólo los iniciados pudieran tocar. Y seguía su paseo; exploraba las tiendas llenas de muebles antiguos de roble, tan bien restaurados que no conservaban ni un solo pedazo de la época en que los hicieron; platos antiguos de Rouen, fabricados en Batignolles; fuentes de Moustiers, cocidas en Versalles; cuadros de Hobbéma, con el arroyuelo, la aceña, la casa con su toca de tejas rojas, abanicadas por un ventalle de álamos, envueltos en un halo de luz amarillenta; cuadros sorprendentemente imitados por un pintor metido en el pellejo del viejo Minderhout, pero incapaz de asimilar el estilo de cualquier otro maestro o de producir la menor tela de su propia cosecha; y el Sr. Folantin, de una ojeada desde las puertas, trataba de ver el fondo de las tiendas; jamás veía un solo cliente; tan sólo a alguna vieja, generalmente sentada en medio del batiburrillo de objetos, entre los que se había abierto un nicho, y donde, aburrida, abría la boca en un largo bostezo que contagiaba al gato instalado en alguna consola.
«Es curioso, de todos modos —se decía el Sr. Folantin—, cómo cambian los tenderos de viejo. Las pocas veces que he ido por los barrios de la orilla derecha, jamás he visto en las tiendas de objetos de regalo a viejas como éstas, más bien me ha parecido ver siempre detrás de los escaparates a mujeres altas y guapetonas, de treinta a cuarenta años, cuidadosamente peinadas y la cara muy maquillada».
Se respiraba cierto olorcillo a prostitución en aquellas tiendas donde las miradas de la vendedora debían de abreviar los regateos de los compradores, «‘¡Vamos, zagal, lárgate!’; por otra parte, el centro está cambiando de sitio; ahora, lo único que hacen los anticuarios, los vendedores de libros de lujo de este barrio, es vegetar y, en cuanto termina su contrato de alquiler, se marchan al otro lado del río. ¡De aquí a diez años, en las aceras del quai no habrá más que cervecerías y cafés! ¡Ay, París se está convirtiendo definitivamente en un Chicago siniestro!». Y, embargado por la melancolía, el Sr. Folantin se repetía a sí mismo: «¡Aprovechemos el tiempo que nos queda antes de la invasión definitiva de la espantosa ordinariez del Nuevo Mundo!», y seguía con sus paseos, deteniéndose ante las tiendas de láminas que tenían expuestas estampas del siglo XVIII; aunque, en el fondo, los grabados en color de aquella época y los grabados a la media tinta inglesa, que estaban al lado en la mayor parte de los expositores, no le inspiraban la menor pasión y echaba de menos las estampas de interiores flamencos, relegadas, ahora, a las carpetas, a consecuencia de la locura de los coleccionistas por la escuela francesa.
Cuando se cansaba de zangolotear delante de las tiendas, entraba, para cambiar de entretenimiento, en la sala de noticias de un periódico. Era una sala adornada con dibujos y pinturas de italianas, bayaderas, recién nacidos en brazos de sus madres, pajes de la edad media tañendo la mandolina bajo un balcón…, o sea, una serie destinada al adorno de pantallas. Se daba la vuelta y pasaba más adelante, prefiriendo mirar las fotografías de asesinos, generales y actrices, es decir, la gente que un crimen, una matanza, o una tonadilla ponía en el candelero durante una semana.
Pero aquellas exposiciones, al fin y al cabo, eran poco divertidas, y el Sr. Folantin, salía a la rue de Beaune, donde encontraba más admirable el imperturbable apetito de los cocheros, sentados a las mesas de las tabernas, que, de algún modo, le contagiaba el hambre. Aquellos platazos de carne sobre lechos espesos de col; aquellos estofados con patatas y nabos, rebosando las macizas escudillas; aquellos triángulos de queso brie; aquellos vasos llenos, le despertaban la canina, y aquellos hombres, de mejillas hinchadas por enormes bocados de pan, con sus manazas blandiendo cuchillos, con sus sombreros de cuero, que subían y bajaban al tiempo que sus mandíbulas, lo excitaban. Se largaba de allí, tratando de conservar por el camino aquella impresión de voracidad. Desgraciadamente, en cuanto se instalaba en el restaurante, se le acartonaba la garganta, contemplaba con desconsuelo la carne, preguntándose para qué serviría el palo de cuasia que tenía en la oficina macerándose en una garrafita.
A pesar de todo, aquel paseo le servía para apartar las ideas demasiado negras y así dejó pasar el verano, vagabundeando junto al Sena antes de la cena, para sentarse a la puerta de algún café, después. Allí fumaba, tomando un poco el fresco, y aunque la cerveza de Viena, hecha con zumo de pita y agua de boj en la carretera de Flandes, le daba más bien asco, se bebía dos bocks, pues tenía pocas ganas de irse a la cama.
También los días, en aquella estación, resultaban menos pesados de sobrellevar. Dormitaba en el despacho en mangas de camisa, mientras oía confusamente las historias de su compañero; se despertaba para abanicarse con un calendario; trabajaba lo menos posible, imaginándose paseos. El fastidio invernal de tener que dejar el despacho caliente, para correr a la calle, cenar con los pies mojados y volver a su casa helada, ya no lo tenía. Al contrario, experimentaba una sensación de alivio cuando escapaba de aquel cuarto que tenía esa peste a polvo y a cerrado que desprenden los cartapacios, los legajos y los tarros de tinta.
Además, su casa estaba un poco más confortable; el portero no tenía que preparar el fuego, y si la cama seguía sin estar bien ahuecada y las sábanas sin remeter, le importaba poco porque el Sr. Folantin dormía desnudo encima de la colcha.
Le alegraba asimismo la idea de acostarse solo en las noches de tormenta en que se suda como en una estufa, en que se dan vueltas y vueltas entre unas sábanas pegajosas. «¡Qué pena me dan esos pobres que son dos!», se decía, cuando se revolvía en la cama, buscando un sitio más fresco. Y en aquellos momentos, el destino le parecía más hospitalario, menos adverso.