8
A Band le relevaron tres días después.
Pero antes de que ocurriera esto, toda la «C de Charlie» había agarrado una borrachera enloquecida y ciega en una orgía salvaje, como una bacanal, que duró veinticuatro horas y consumió todo el whisky disponible. Band —debido en parte a esta borrachera de campeonato— acabó por enterarse de lo que pensaba de él en realidad aquel grupo suyo al que quería tan apasionadamente. El honor de este acontecimiento le correspondió, aunque parezca mentira, al soldado Mazzi, el soldado enterado del Bronx y del pelotón de armas pesadas.
La orgía en sí fue increíble. Y sólo se detuvo cuando descubrieron, con un pánico alcoholizado, como si fuera una pesadilla loca, aterrorizada, de delírium trémens, que ni quedaba ni un litro de whisky, ni una gota de whisky en toda «C de Charlie».
El escenario fueron los cocoteros, donde estaba esta vez el nuevo campamento. Apenas habían bajado de los camiones cuando las botellas, dejadas allí hacía tanto tiempo por distintos hombres y catalogadas por Storm con tanto cuidado, estaban fuera otra vez y en circulación. MacTae y su escribiente, en un exceso de amor culpable, ayudados por Storm y los gruñones de sus cocineros, que habían vuelto de la Medusa cuando se quedaron sin provisiones, habían levantado las tiendas piramidales de la compañía en el nuevo campamento y hasta habían hecho los camastros, hasta el punto de poner las mantas y los mosquiteros. La puerta de la cocina estaba abierta y las cocinas encendidas. Todo lo que tenían que hacer los cansados guerreros era apearse y empezar a beber en serio tan pronto como pudieran sacar sus botellas marcadas de las cajas precintadas por Storm.
Estaban todos un poquito locos. El entumecimiento del combate, que se manifestaba en los ojos de mirada vaga y las caras tensas, no les había abandonado todavía y tardaría en hacerlo un período mucho más largo que la otra vez. Esto llevó a John Bell a teorizar en privado que, si les daban un número suficiente de veces en el frente, después de cada una de las cuales tardarían más en perderlo y recuperarse, el entumecimiento del combate podría quizá llegar a convertirse en un estado permanente. Mientras tanto, en la orgía, todo el mundo vomitó una o más veces. Varios hombres se pusieron a cuatro patas a la luz de la luna, que brillaba tranquilamente entre los bellos aunque mortíferos cocoteros, y ladraron como si fueran perros o lobos. Otros diez o doce se despojaron de toda la ropa y, desnudos como al nacer, corrieron tropezando y bailando como estudiantes de Martha Graham por el campo abierto que había al lado del campamento para nadar por el Matanikau a la luz de la luna. Hubo por lo menos nueve peleas. Y Don Doll intentó seducir a Carrie Arbre.
Pero el punto culminante, el clímax de todo, se produjo cuando Mazzi decidió dirigirse a la madriguera del alto George Band y decirle lo que opinaba de él. Lo que opinaba de él toda la unidad.
Le impulsaron a hacerlo Carni, Suss, Gluk, Tassi y todos sus amigos del gran Nueva York. Estaban todos sentados y bebiendo en la tienda de Carni, donde éste estaba echado en la cama bebiendo también, pero casi inconsciente con un ataque de malaria particularmente grave que le había dado en el camino de vuelta en los camiones. ¿Al regreso? Naturalmente, hablaban de la campaña. Band les había hecho correr demasiado. Band se había metido en demasiados peligros. Band no tenía por qué haberles llevado a Bula Bula en absoluto, donde ni siquiera hacían falta y que ni siquiera les estaba asignado. Y naturalmente, el Cazador de Gloria no debiera nunca haber intentado aquel desastroso bloqueo de los senderos. Todos estaban ocupados en meterse con Band cuando Mazzi gruñó que tendrían que ir a decírselo al mismo Band, y de qué les serviría estarse sentados y dándole a la sin hueso. Carni, que era el jefe del grupito de muchachos enterados del gran Nueva York, si es que se podía decir que fuera nadie el jefe, le miró con ojos pesados y el rostro lívido por la fiebre y preguntó con una voz hueca de cinismo que por qué demonios no lo hacía él entonces. Ya, dijeron todos, ¿por qué no lo hacía? Lo único que podía perder era el galón de soldado de primera, que seguramente le tocaría en la siguiente lista de ascensos, porque, sonrió Suss, aunque desde luego se estaba mucho más tranquilo en el pelotón de armas pesadas, las oportunidades de ascender rápidamente eran también menores, como correspondía.
Mazzi se levantó borracho y anunció:
—¡Por Dios que voy a verle!
Salió de la tienda y avanzó tambaleándose entre los cocoteros en dirección a la tienda-oficina de Band, sin caerse más que una vez. Los otros le siguieron a cierta distancia riendo alegremente, satisfechos de dejarle correr el riesgo a solas. Fueron todos menos Carni, que no podía levantarse de la cama.
Quizá no lo hubiera hecho si no hubiera estado borracho o si no le hubiera ocurrido en Bula Bula lo que le ocurrió. Pero tenía tal rabia, desesperación, odio e infelicidad insuperables que, animado por el alcohol, ya no le importaba en absoluto lo que pudiera hacer, sólo que cuanto peor fuera, mejor para él. ¡Tenía que haber sido aquel jodido condenado de Tills! Hasta entonces Tills no le había dicho nada a nadie, pero eso no significaba que no fuera a decirlo. Después de todo, cuando alguien le odiaba a uno tanto como le odiaba Tills a él, sería muy extraño que no lo dijera. Sobre todo cuando uno se había pasado la vida dejándole en ridículo. Cada vez que lo recordaba le picaba el culo y le ardía el estómago.
Durante el ataque de Bula Bula, cuando las secciones de morteros se encontraban con el contraataque de la escuadra japonesa errante, les había cogido desprevenidos. No se imaginaban que hubiera japoneses por allí. Por fin se habían visto obligados a correr. No les habían dicho que se metieran en un combate de fusilería con una escuadra de japoneses extraviados, sino que bombardearan Bula Bula con los morteros. Los japoneses, disparando desde las filas de cocoteros, no demostraban ninguna inclinación a acercarse a un combate cuerpo a cuerpo, y parecían contentarse con quedarse en la seguridad de la lejanía e irles hiriendo uno a uno. Detrás de ellos, a poca distancia a la derecha, había una lengüeta de maleza de la jungla. Con dos hombres con heridas leves, ante las órdenes apresuradas del teniente Culp, el Delantero Centro, en medio del humo, el ruido y la confusión (los morteros japoneses seguían disparando en fuego de exploración, intentando encontrarlas acá y allá), se desplegaron y corrieron a aquel refugio en una línea larga, desordenada y sudorosa. Tenían que reunirse, ordenarse y volver a montar los tubos al otro lado. Y fue entonces cuando Mazzi pensó por diezmilésima vez que aquello había ocurrido.
Con la base del mortero en una mano y la carabina en la otra, corriendo cerca del extremo derecho de la línea, Frankie Mazzi se volvió de espaldas para que las hojas no le hirieran en la cara al meterse entre ellas. Cuando pasó se dio la vuelta para quedar de frente otra vez y de repente se sintió cogido, pinchado, agarrado. Sabía lo que era, pero no podía pensar con suficiente claridad para hacer nada. Había algo que le tenía agarrado por el cinturón de las cartucheras cerca de la cadera derecha. Sin poder creerlo, tirando, maldiciendo y oyendo las balas de fusil que batían la maleza en torno a él, siguió cogido, todavía con la base en una mano y la carabina en la otra. Si hubiera soltado una de las dos hubiera podido soltarse y recogerla luego, pero no podía pensarlo más que marginalmente. Con los ojos muy abiertos y encendidos, la boca convertida en una caverna de dientes, tiró y tiró eternamente en un mundo intemporal cuyos únicos momentos mensurables de tiempo vivo y cuerdo, que llegaban como relámpagos rojos y erráticos de un faro enloquecido en la noche marina, eran los silbidos espaciados irregularmente de las balas entre la maleza. Y allí se quedó, con la base del mortero y la carabina insensatamente en las manos. Y sabía que seguiría allí cuando llegaran a buscarle, le pegaran un tiro, le guisaran y se lo comieran.
Pasaron a su lado dos hombres de su sección corriendo a toda prisa, y sin darse cuenta empezó a llamar tenuemente con una voz débil, quejumbrosa, de deficiente mental, diciendo una y otra vez la misma palabra:
—¡Socorro! —sonaba ridícula e inoperante incluso a sus propios oídos—. ¡Socorro! ¡Socorro!
Fue Tills quien volvió atrás por él. Con los ojos también encendidos, corriendo velozmente agachado, corrió hasta allí, contempló la escena y le liberó. Mazzi había estado tirando hacia delante una y otra vez. Tills se limitó a empujarle hacia atrás algo más de medio metro y soltarle de lo que le tenía agarrado. Luego corrieron agachados los dos, con las balas silbando en torno de ellos entre la maleza. Una vez le miró Tills, hizo una mueca que le levantó los labios como una sonrisa, escupió algo marrón que llevaba en la boca y siguió corriendo. Cuando vieron la luz del sol al otro lado ya no había más balas. Cuando salieron a la luz brillante que les hacía cerrar los ojos, vieron a los otros a unos treinta metros de distancia, montando ya los morteros, fijando las alzas. Se acercaron a ellos disminuyendo la velocidad. Tills llevaba la carabina al hombro y el tubo de mortero en brazos como si fuera un niño. Mazzi seguía con la base en una mano y la carabina en la otra. Alguien les hizo señas de que se dieran prisa.
—No creas que por esto te aprecio más —dijo Mazzi con voz hosca.
—No creas que por esto te aprecio yo más —se burló Tills. Mazzi estaba seguro de que lo iba a contar.
Y ahora, mientras se acercaba borracho a la tienda oficina del Cazador de Gloria Band, sentía la misma seguridad. Todo el mundo se enteraría y se reiría de su ignominia. Aquello le provocaba dolorosos calambres en el estómago.
—¡Salga usted, hijo de puta! —gritó salvajemente como preámbulo. De la tienda oscurecida no salía más que una tenue sugerencia de luz. Dentro de la tienda no parecía moverse nada.
—¡He dicho que salga, cobarde, comedor de mierda! ¡Salga a enterarse lo que piensan de usted los hombres de su unidad, Band! ¿Sabe lo que opinamos de usted? ¡Le llaman Band el Cazador de Gloria! ¡Salga a presentarse voluntario a otra cosa! ¡Salga para que maten a otros cuantos de nosotros! ¿Le van a ascender a capitán por llevarnos a Bula Bula, Cazador de Gloria? ¿Cuántas condecoraciones le van a dar por aquel bloqueo del camino, Cazador de Gloria?
Habían empezado a reunirse más hombres, con los dientes sonrientes y blancos a la luz brillante de la luna. Dándose cuenta de esto, Mazzi siguió gritando, paseándose adelante y atrás y moviendo los flancos, mezclando insultos y blasfemias con mucho arte en una especie de castillo de naipes cada vez más alto de su imaginación. Dos veces se oyeron gritos suaves de ánimo de los hombres sonrientes a la brillante luz de la luna. Sin embargo, no se le unió nadie. Pero se oyeron los gorgoteos de las botellas de whisky.
—¡Es usted un gilipollas, Band! ¡Un imbécil! ¡Salga y verá la paliza que le doy! ¡En esta unidad le odia todo el mundo! ¿Lo sabía? ¿Qué tal le sienta, Band, qué tal le sienta?
Por fin desapareció la luz de la tienda. Luego se abrió la puerta y apareció Band en el umbral, apoyando la mano en la lona. Se balanceaba casi imperceptiblemente, estaba aproximadamente igual de borracho que ellos, y de la otra mano le colgaba una botella. En el occipucio llevaba el casco mutilado con aquel gran agujero que había guardado desde el último día del Elefante Bailarín y que había enseñado personalmente a casi todos los hombres de la compañía. La luz brillante de la luna le daba directamente en la cara, reluciendo en el marco de acero de las gafas, detrás de las cuales les contemplaban los ojos agrandados por las lentes, parpadeando con aquellos guiños lentos tan peculiares. No dijo nada. Detrás de él se veía la cara morena, de aspecto malvado y malas intenciones, con la nariz colgante, del segundo jefe de ascendencia italiana, una vez más con la carabina en la mano.
—¿Cree usted que nos importa nada ese jodido casco? —aulló Mazzi—. ¿Cree que le importa a nadie ese maldito casco?
Band siguió sin decir nada. Miró a Mazzi y a todos los demás de frente, les miró tranquilamente a los ojos, pero seguía parpadeando con aquel parpadeo extrañamente lento que había adquirido, que no era distinto del que tienen algunos sonámbulos.
Los hombres empezaron a marcharse de allí tímidamente. Se había acabado la diversión.
—Bueno, a ver si bebemos con un poco más de seriedad —murmuró alguien.
Al poco rato no quedaba nadie aparte del grupito de leales neoyorquinos, mientras Mazzi seguía aullando.
—¿Se cree usted que ese jodido casco de héroe significa nada al lado de todos los hombres muertos que están muertos de verdad? —aulló Mazzi.
—¡Vámonos, Frankie! —susurró Suss.
Mazzi se soltó del brazo.
—¡Y eso es lo que opinamos de usted! —resumió a gritos—. ¡Y ya me puede usted mandar a un consejo de guerra! —Tras lo cual se marchó lentamente, orgulloso.
Los miembros de su grupito del gran Nueva York le felicitaron durante todo el camino de regreso hacia las tiendas, apretándose en torno a él hasta formar un pequeño cometa de cascos con una cola muy pequeña con él como centro de la cabeza. Mazzi seguía riendo alegremente:
—Le he puesto bien —decía a cada uno que se le acercaba—. Se lo he dicho a la cara.
Otros hombres aparecían y desaparecían entre las sombras de la luna, con las botellas en la mano, para sumarse al aplauso de los borrachos. Ahora ya no tenían delante la cara silenciosa de Band con sus lentos guiños, volvía a ser divertido.
—Y no me dijo ni una palabra —rió Mazzi. Entonces, de repente, vio la cara burlona y desdeñosa de Tills justo frente a él y cayó en una nueva apatía alarmada—. Se lo he dicho a la cara —rió con voz hueca a otro que le felicitaba.
—¡Y tanto que sí! —dijo Gluk, su nuevo satélite.
Tills escupió algo marrón por un lado de la boca. También él había cambiado en las últimas semanas.
—Tú no has dicho nada a la cara a nadie —se burló sonriente—. Ná de ná. Y yo lo sé.
Mazzi se sintió completamente vacío.
No hacía falta que se sintiera así. Tills contó la historia. Durante el curso de la larga noche orgiástica y del día de la borrachera que siguió hasta que se les acabó el whisky, Tills se acercó prácticamente a todos los miembros de la compañía y les contó la historia del pánico de Mazzi cuando se quedó cogido e indefenso. Todos rieron, pero rieron sin malicia y no hubo ningún ridículo. Mazzi era un héroe. Cuando se fue dando cuenta lentamente en los siguientes días, Mazzi pudo olvidar su desesperación y volver a portarse con condescendencia, incluso con Tills.
Hubo otras repercusiones de bacanal de la noche y el día. La peor fue una general que les afectó a todos y que no fue tanto al darse cuenta de que se habían quedado sin whisky y tenían que parar, como al darse cuenta de que no podían conseguir más whisky porque no habían cogido nada de botín en Bula Bula. Esta vez no habían bajado tambaleándose bajo el peso de las armas, los equipos y los recursos japoneses. ¿Entonces cómo iban a obtener whisky? Aquello adquiría los caracteres de una catástrofe. Naturalmente, había algunos en «C de Charlie» que no bebían. Un par de éstos eran ministros bautistas autodidactas del Sur. Otros dos eran cuáqueros tozudos a los que por algún motivo absurdo se les había metido en infantería. Y había algunos más. Pero todos se daban cuenta de que más valía callarse y no reírse del horror de los demás, porque ninguno de ellos tenía ganas de que le dieran una paliza.
Pero hubo otras reverberaciones individuales de la orgía de veintiocho horas. Por ejemplo para el cabo Fife. El cabo Fife era ya cabo primero Fife, jefe de escuadra de la segunda escuadra del tercer pelotón. Jenks había muerto de un tiro en la laringe, muerto tan taciturno y poco comunicativo como había vivido, aunque esto quizá se debiera a la naturaleza de la herida, y a Fife le había nombrado sucesor suyo el Cazador de Gloria en el mismo campo de batalla. Más importante todavía era que Fife estaba ya seguro de que se había convertido en un soldado de verdad. Todavía no sabía cuándo se le pasaría el entumecimiento del combate (que todavía no había experimentado durante tiempo suficiente para tener mucha experiencia), tendría que revisar esta opinión. Una de las nueve peleas que ocurrieron esa noche fue la de Fife.
Fife había iniciado la noche sentado y bebiendo whisky con Don Doll y alguno de los hombres de las escuadras de ambos. Y no tenía ganas de estar con nadie más. Sentía un amor protector y ferozmente apasionado por cada hombre de su escuadra, ahora que era su escuadra. Y su escuadra le devolvía el mismo amor filial ahora que ya no estaba su Jenks. Era un altruismo, pensó Fife profundamente, que todo el mundo en una guerra tenía que tener una relación de paternidad y filiación, de adoración mutua, o si no, no podría continuar la guerra. Se sentía envalentonado al irle creciendo la tranquilidad del whisky suavizándole los nervios rotos y entumecidos. Pero había salvado por lo menos a dos de ellos, una vez a cada uno, y por lo menos tres de ellos le habían salvado a él. Había matado a cinco cabrones de japoneses en el avance alocado hacia Bula Bula, cuatro de ellos sentados y sin armas. Y había caído dos veces ante los morteros. Se había dado cuenta de que en realidad era mucho más valiente de lo que había creído, y esto le ponía muy alegre. Después de todo, no era tan difícil ser un soldado de verdad. En realidad era todo muy fácil. Lo único que había que hacer era hacerlo, fuera lo que fuese. Ahora trataba a Doll como un igual y Doll tenía que aguantarse. Pero ahora también Doll le trataba a él como un igual. Ya no estaba resentido contra Doll porque no le hubiera hecho cabo de su escuadra aquella vez.
Pero había una cosa que seguía irritándole, y era la forma en que aquel hijo de puta traicionero de Joe Weld le había tratado en la tienda de la oficina el día que Storm y él volvieron del hospital. Esto no lo había olvidado ni perdonado. Robándole el destino como un ratero. Y luego haciendo aquella representación de dignidad ofendida. Con el whisky se le fue encendiendo la rabia.
Habían cogido un buen sitio bastante cerca de su propia tienda, justo al borde de los palmares, donde iban abriéndose hasta llegar al campo abierto que llevaba al río. Era uno de los pocos sitios con hierba agradable y sin bultos, y sentados allí bajo los altos cocoteros rumorosos a la luz de la luna podían mirar al campo al otro lado del río y a los árboles que había más allá. Bebieron y charlaron un poco acerca de tal acción o tal otra que había ocurrido durante la batalla de tres días por la aldea. Casi todos se habían desmayado por lo menos una vez durante las duras marchas, largas y ardientes, y era sólo ahora cuando empezaban a aparecer los dolores.
A poca distancia, más arriba, estaba la tienda en la que dormía el personal del grupo de mando de la compañía, y allí también había sentado un grupo. Fife se puso en pie de repente, dejando a mitad de frase a quienquiera que estuviese hablando en aquel momento y se marchó en aquella dirección sin decir una palabra a nadie. Joe Weld y Eddie Train, el tartamudo sobre el que había caído Fife aterrorizado aquella vez, con Crown, el chaval nuevo, y dos de los cocineros, estaban sentados bebiendo. Estaban hablando de la peor marcha, que opinaban que había sido la que hicieron desde la Cabeza de la Gamba hasta la cota 279. ¡Los escribientes contándoselo a los cocineros! Fife se acercó a ellos frunciendo los labios, frotándose los dientes lentamente con la lengua, con los brazos colgantes. Se acercó hasta quedarse a un metro de Weld y se paró, quedándose allí sin decir nada. Pasó casi un minuto antes de que parecieran advertirles a él y su silencio.
—Oh… ah, hola, Fife —dijo Weld con la voz condescendiente que no había dejado de usar desde aquel día. Hasta entonces había sido como un corderito manso—. Estábamos…
—Primero Fife para ti, cabo —dijo Fife—. Y cuidadito con la forma en que te diriges a mí.
Weld pareció alarmarse detrás de las gafas. Luego la mirada de alarma se transformó en una sonrisa de aplacamiento.
—Bueno, mi primero, creo que verdaderamente se ha ganado usted el título —dijo untuosamente—. Y a pulso. Y desde luego, yo por lo menos no…
—No me lamas el culo, jodido —dijo Fife.
—Vamos, vamos. Vamos a ver —dijo Weld poniéndose en pie—. Yo no he…
No logró acabar la frase porque Fife avanzó un paso y le tiró al suelo sin una palabra, en realidad sin un solo sonido aparte del choque del puño en la mejilla del otro.
—¡Eh! —dijo Weld desde el suelo—. ¡Eh! Yo no hacía más que estar bebiendo y charlando y metiéndome en mis…
—¡Levántate, so jodido! ¡Levántate, ladrón! ¡Levántate, lameculos de oficiales! —gritó Fife—. Levántate para que te vuelva a tirar al suelo.
Primero al lado, luego más lejos, al fondo, oyó sin preocuparse los gritos alegres de:
—¡Pelea! ¡Pelea! ¡Eh, que hay pelea! —Y el ruido de pies que se acercaban corriendo.
—Claro —dijo Weld con amargura levantando una rodilla—. Para ti es muy fácil. Tengo veinte años más que tú. Soy bastante viejo para ser tu…
—¡No es verdad! ¡Sólo quince años…! —le gritó Fife demencialmente—. ¡Lo he leído en tu hoja de servicios! ¡Estás en lo mejor de la vida!
—Y mido la mitad que tú —dijo Weld. Se había quitado las gafas con cuidado y las tenía cautelosamente a un lado mientras observaba a Fife—. Me podrías haber roto las gafas —dijo acusadoramente— y no se pueden conseguir nuevas. Ten… Ten —le dijo a Train—. Cógeme las gafas. ¿Quieres guardarme las gafas?
—Ya-ya ten-tengo que cuidarme de las mi-mías —dijo Train. Se había quitado las suyas y las había guardado cuidadosamente en el estuche ante las primeras señales de violencia y ahora miraba con ojos entornados como un búho preocupado. Pero cogió las de Weld.
—No quiero pelear contigo —dijo Weld—. No fui yo quien te robó el destino. Fueron el teniente Band y el galés los que me hicieron escribiente. No sabía nadie que ibas a volver. No quiero luchar contigo, Fife —repitió suavemente—. Lo único que quiero… —dijo sin terminar. Saltó con un impulso calculado a agarrar el estómago de Fife.
No tuvo éxito. Alegre porque estaba seguro de que esta acción traicionera y poco deportiva de Weld demostraba toda su tesis acerca de cómo había manchado su honor, Fife volvió a dar un paso y le dio un gancho con la izquierda. Esta vez fue más preciso y le golpeó en la mandíbula. Weld cayó rodando y confuso al suelo, donde apoyó los codos sacudiendo la cabeza. Cuando logró sentarse, Fife se lanzó sobre él.
Era como si de repente a Fife le hubiera abierto el cerebro un rayo de alegre masculinidad, cegándole de gloria. Subido encima del aturdido Weld, que yacía en el suelo, le golpeó con los puños una y otra vez, gruñendo y maldiciéndole con voz chillona y gritando una y otra vez:
—¡Ladrón de destinos! —Le golpeó con los dos puños y con un abandono total en la cara. Debajo de él, Weld jadeaba, se quejaba e intentaba soltarse. Por fin le sacaron de encima.
—¡Soltadme! ¡Soltadme! —gritaba Fife sin aliento.
Alguien ayudó a Weld a levantarse. Tenía la nariz rota y sangrante, los dos ojos hinchados y casi cerrados. Le salía sangre de la boca entre los labios rotos, pero era imposible saber si había perdido algún diente; sin embargo, más tarde averiguaron que no. Seguía aturdido y con cara de confusión.
Fife, sin que le agarrara nadie ya y dominándose perfectamente, aunque respirando con dificultad, le contempló sintiendo al mismo tiempo felicidad y consternación ante los destrozos que había causado. Estaba orgulloso de sí mismo, pero en realidad no se había propuesto hacer tanto daño a nadie.
—Y te enseñaré lo mismo la próxima vez —dijo insensatamente, frotándose el puño.
Train y Crown cogieron de los brazos al tambaleante Weld para llevárselo de allí.
—¡Eh! —gritó Fife—. ¡No os vayáis! ¡No hagáis eso! ¡Venir a tomar una copa! ¡Sin rencor!
Desde diez metros de distancia, Weld se paró y se le quedó mirando. Estaba llorando al mismo tiempo que intentaba contenerse.
—Tú… tú —se sofocó. Parecía que buscaba en la cabeza confusa lo peor que se le podía llamar a Fife—. Tú… ¡so escribiente! —gritó. Se dio la vuelta y se marcharon los tres.
Fife le contempló asombrado, emocionado momentánea y profundamente por el extraño apelativo que había decidido Weld aplicarle después de buscar tanto tiempo: escribiente, lo que era él. Pero todavía estaba orgulloso y dijo:
—Muy bien —encogiéndose de hombros deliberadamente—, si eres un imbécil… —Y se volvió hacia los dos cocineros, que se habían mantenido fuera del asunto desde el principio—. ¿Queréis algo de lo mismo alguno de vosotros? —sonrió. Los dos, aunque eran ambos más altos que Fife, negaron en silencio con la cabeza.
Volvió a bajar con Doll, su camarada de combate, que sin embargo no se había acercado hasta los últimos momentos de la pelea. Alrededor de ellos los demás empezaban a dispersarse ahora que ya había terminado todo. Pero sólo unos minutos después se oyeron más gritos de:
—¡Pelea! ¡Eh, pelea! —de otra dirección y todos empezaron a correr hacia allí.
Fife y Doll no fueron con ellos. Fife porque ya había sido protagonista de una y estaba saciado por el momento. Doll por las razones particulares que tuviese. Siguieron hacia su lugar en la hierba por entre los cocoteros iluminados por la luna. Fife frotándose la piel levantada de los nudillos y Doll felicitándole. Fife, que estaba preocupado por sus problemas en aquel momento, no advirtió la extraña expresión de dolor en la cara de Doll ni la manera tensa en que hablaba. Si lo hubiera advertido no se hubiera podido imaginar el motivo. Doll acababa de enterarse —no hacía más que unos minutos— que había por lo menos un hombre en «C de Charlie» que sabía que él, Don Doll, era un homosexual activo y practicante. Un auténtico marica. Aquel hombre era Carrie Arbre.
Cuando Fife se levantó y se marchó tan bruscamente, varios del grupito lo habían advertido y alguien dijo que parecía que Fife estaba buscando actividad. Cuando empezaron a llegar los gritos del anuncio de la pelea desde la tienda oficina, uno de los miembros de la nueva escuadra de Fife había gritado:
—¡Apuesto a que es Fife! —Y todos habían saltado y se habían ido en aquella dirección. Sin embargo, Doll se había quedado allí. También se quedó Carrie Arbre, y Doll había sentido de repente que el corazón le latía excitado. Estaban los dos solos.
—¿No vas a ver la pelea, Carrie?
—No me seduce mucho lo de ver pelearse a otros —dijo Arbre—. ¿No vas tú?
—Estoy demasiado cansado y aquí se está bien —dijo Doll, intentando evitar que los latidos de la sangre en la garganta le hicieran hablar con voz rara. Se apoyó mejor en el árbol. Arbre estaba estirado en el suelo y apoyado en un codo, a poco más de medio metro a su derecha. Doll percibía intensamente su cercanía.
A Doll le había ocurrido algo extraño durante el combate por Bula Bula. Había descubierto, con gran sorpresa, que quería hacerle el amor —hacer el amor físicamente— a Carrie Arbre. Había sido al principio del ataque, cuando seguían tanteando en busca de un camino entre las dos líneas de defensa de los cocoteros, cuando seguía recibiendo gran cantidad de fuego de morteros. Doll había reptado para volver desde su escuadra adonde estaban conferenciando Band, Beck y el teniente Tomms, para enterarse de lo que pasaba. Había empezado a reptar de regreso a su escuadra y casi había llegado cuando volvió a caer por allí el fuego de exploración de los morteros. Se quedó sudando y apretado contra la tierra todo lo que podía. Era increíble la cantidad de concentración con la que escuchaba a todo aquel estruendo en busca del silbido tenue de dos segundos de duración que señalaba los que caían cerca. Dos veces le hicieron saltar en el suelo dos que cayeron cerca. Con los ojos abiertos se quedó rechinando los dientes e intentando no pensar en nada. Diez metros detrás de él, tras la cima de un diminuto montículo que cruzaba la llanura de los cocoteros, veía a Arbre que hacía lo mismo, y con algo de aquella misma intensa concentración con la que escuchaba los morterazos, se le concentraron los ojos en aquellas nalgas magníficas. Nalgas estupendas de chica. Sudando sangre o sintiéndose como si la sudara, quedó yacente mirándolas hasta que se convirtieron en algo suyo, en su posesión. Y se dio cuenta por una profundidad hasta ahora inalcanzable dentro de sí mismo, que quería hacerles el amor: un amor físico, suave, cariñoso, sexual. Por fin pasó el fuego de exploración de los morteros, pero lo que le había ocurrido a Doll no se acabó con ellos.
Y después de todo, ¿por qué no? Conocía a muchos profesionales veteranos que tenían sus chicos, sus «muchachos», en tiempos de paz. Podía hacer mucho en favor de Arbre: protegerle de las peores misiones, lograr que le hicieran cabo de la escuadra; a lo mejor hasta hacerlo cabo primero si él conseguía el pelotón. ¿Y la Marina? No sin motivo llamaban a los ascensos «anzuelo de marica». Si quería liarse con Arbre, cuidar de él y adoptarle, eso no significaba que él fuera un homosexual. Sólo convertía en homosexual a Arbre si aceptaba, y Doll estaba seguro de que lo aceptaría. ¿Sí no, por qué le había hablado Arbre de aquella manera tan rara aquella vez, cuando subían a la Cabeza de la Gamba? Arbre le había ofrecido hacer un trato. En el camino de regreso hasta la escuadra, cuando terminaron los morteros, Doll volvió a recordar encantado aquella vez que había caído por accidente encima de Arbre, allá en la colina de la Medusa.
Y ahora lo volvía a recordar, estirado contra el cocotero a la luz suave de la luna, con Arbre a poco más de medio metro de él.
Eso no le convertiría en marica, sólo convertiría en marica a Arbre. Lo que le parecía muy bien a Doll; no le importaba, él era un hombre de opiniones muy amplias. Lo que quería Doll era una relación. Había muchos cocineros y panaderos maricas por toda la isla, tíos que por una copa o un par de calcetines o lo que fuera hacían cualquier cosa. Y lo sabía todo el mundo. Pero había que hacer cola. Era como hacer cola en la calle para subir a aquellos prostíbulos de Honolulú cuando pasó por allí la división. Y a Doll no le gustaba. Quería una chica para él solo. Cautelosamente, después de echar un trago para animarse, puso la botella en el suelo con la mano derecha, que cayó como por accidente encima del tobillo de Arbre. Esperó intentando dominar sus jadeos. Arbre no se movió ni dijo nada.
—Desde luego hace una noche estupenda aquí —dijo Doll con la voz un poco ronca.
—Y tanto —dijo Arbre con su suave voz de chica. Doll se enamoró de repente. Era verdad que le hacía falta alguien que cuidara de él, pobre muchacho.
De repente, por su propia voluntad y sin que él se lo ordenara, Doll se dio cuenta de que la mano había ido subiendo por la pernera del pantalón de Arbre, desde el tobillo sin pelos hasta la rodilla sin pelos. La dejó allí.
—Sería una noche estupenda para hacer el amor —dijo con voz estrangulada—, sobre todo allá en casa.
—Y tanto que sí —dijo Arbre con dulzura. Luego se movió de repente. Bajó las manos de detrás de la cabeza hasta la cintura y empezó a desabrocharse la bragueta—. Vamos —dijo.
Doll se sintió horrorizado. Arbre lo había interpretado todo mal. Estaba razonablemente seguro de que Arbre no le podía ver la cara, pero él se la veía por dentro y sabía que había quedado congelada en una expresión enfermiza. Pasaron un par de segundos hasta que pudo forzarse a ensayar una sonrisa rígida. Quitó la mano de golpe como si de pronto se hubiera quemado con algo.
Arbre seguía dedicándose a lo suyo y dijo suavemente:
—Vamos. Vamos. No se lo diré a nadie.
Doll se obligó a reír en voz alta y se puso en pie.
—Ah, vamos —dijo Arbre—. Mira, sé de sobra lo que quieres. Te prometo que no se lo diré a nadie.
—Escucha, no te olvides que sigo estando al mando de esta escuadra —gruñó Doll con un tono bajo verdaderamente asesino—. Ten cuidado con lo que haces. —Luego, en un tono mucho más normal para las circunstancias, le parecía a él, dijo—: Creo que voy a ver qué tal va la pelea allí arriba.
Arbre no le respondió. A lo mejor iba dándose cuenta de lo que en verdad se había propuesto Doll.
—¡Vaya cacho cabrón! —dijo Arbre después de un momento. Doll lo oyó, pero ya se había ido. Que se aguante el muy cerdo, pensó furioso. Tenía la cabeza hundida en un rubor fuerte que debía parecer negro a la luz de la luna. ¡Así que aquello era lo que quería decir Arbre con su observación ambigua de la Cabeza de la Gamba! Creía que Doll, pensó que Doll le haría cabo y tomaría… ¡Dios! Doll pensó dolorosamente cómo podría alguien creer eso acerca de…
Y volviendo abajo con Fife después del combate volvió a sonrojarse profundamente, pensando en aquello. No era extraño que le sonara tensa la voz. Cuando llegaron a su sitio en la hierba, Arbre seguía allí.
—Hola, Carrie —dijo con una voz monótona y fría.
—Hola, Doll —respondió Arbre en el mismo tono.
—Tendrías que haber visto la pelea —dijo Doll con voz despreocupada. Y luego se sentaron todos para seguir bebiendo en serio. Quizá fuera Doll el que más en serio bebía.
Pero sí Doll era el que más en serio bebía en aquel preciso momento, había otros que bebieron tanto o más durante el resto de la noche y el día que siguieron. Y cuando se quedaron sin whisky a primera hora de la tarde siguiente, se produjo una verdadera consternación en todos ellos. No había ni una sola pieza de botín en Bula Bula que cambiar por whisky a los de aviación.
Cuando relevaron a Band día y medio después, seguía sin resolverse el problema del alcohol, y esto preocupaba mucho más a la compañía que el relevo de Band. Se había sugerido una cierta cantidad de soluciones, la mayor parte de ellas desesperadas: robo silencioso por la noche, atraco a los almacenes de la aviación a punta de pistola, cambio de equipo de la compañía perteneciente al Gobierno, tal como armas, cocinas y mantas; un monopolio dirigido por la compañía que se encargaría de suministrar la materia prima y encargar el producto acabado a ciertos hombres de la compañía procedentes de Tennessee y Kentucky, que sabían fabricar licor ilegalmente desde hacía años. Ninguna de ellas era factible en realidad. El robo nocturno, sencillamente, no rendiría lo suficiente; el atraco y el cambio de equipos de la compañía haría que, con el tiempo, les cogieran a todos sin ningún género de dudas. Y la destilación casera estaba descartada, no sólo porque era imposible conseguir los cereales genuinos, sino porque no se podían localizar los alambres de acero tan necesarios para la destilación del alcohol al estilo de Kentucky o Tennessee en ninguna parte de la isla. Cuando el segundo jefe de la compañía, comandante temporal de la misma, Johnny Creo, con su larga nariz, su aire malvado y sus malas intenciones, les dio un discurso acerca de cómo apretar las riendas de esta compañía y cómo iban a dejar de ocurrir todas aquellas cosas que habían estado pasando, nadie le prestó la más mínima atención. Tenían un problema mucho más serio y, de todas formas, todos sabían que nadie tan novato y tan sin experiencia como Johnny Creo iba a durar mucho tiempo al mando de la compañía.
Nadie sabía, ni le importaba, cuál era la sentencia del Cazador de Gloria, cómo había ocurrido ni qué la había causado. En realidad fue el mismo jefe del regimiento, el Gran Padre Blanco, quien le dio la patada a Band, y no el teniente coronel Spine, el jefe del batallón, como había ocurrido cuando se trató de Jim Stein y Tall. Band no pudo dejar de sentir que, por lo menos, tenía más categoría.
Marchó a la presencia del viejo borracho de pelo blanco de manera perfecta, a ciento veinte pasos por minuto, con las gafas y la montura de acero brillando a la luz del sol. Llevaba un uniforme limpio y le habían limpiado los zapatos y las barras de las insignias. Band no sabía cómo lo sabía, pero lo sabía. Siempre se oían rumores y siempre se podían leer cosas en las caras de los colegas de uno en el comedor de los oficiales o en el casino. Estaba convencido en su fuero interno de que había tenido razón en todo lo que había hecho, que todo era válido y que, en realidad, en vez de cometer una equivocación, había colaborado considerablemente al éxito de toda la operación a partir de la Cabeza de la Gamba Gigante. Lo que pensaran sus hombres no le importaba, porque no podían ver la perspectiva general de la operación. Pero esto era distinto.
El viejo coronel empezó a dar rodeos. Según decían también los rumores, estaba a punto de ascender a general de brigada, debido al éxito de su campaña. Estaba allí el elegante y distinguido coronel Spine. También el coronel Grubbe, segundo jefe del regimiento, que era de Nueva Inglaterra, de Newport exactamente, y que se parecía asombrosamente al narigudo, malintencionado y de aspecto malvado de Johnny Creo, el segundo jefe de «C de Charlie». También estaban los comandantes del batallón. Pero fue el viejo del pelo blanco el que lo dijo todo.
El resultado final fue la conclusión de que Band había cometido dos errores graves, lo bastante serios como para haber podido retrasar una semana, o quizá más, toda la campaña de Guadalcanal. Uno de ellos era su continuado silencio en la radio, que el viejo del pelo blanco podía considerar sólo como una negativa deliberada y persistente de ponerse en contacto con su cuartel general. Esto era inexcusable. El segundo era un error de táctica global, por el que apenas se le podía hacer responsable, pero es que debía haber girado hacia la izquierda al salir de la jungla. Tendría que haber despreciado a Bula Bula, que le correspondía sólo a la compañía «Item», y haber girado hacia la izquierda por la costa en un esfuerzo por liquidar las fuerzas japonesas que en aquel preciso momento estaban despistadas y absolutamente confusas. Si lo hubiera hecho, «Baker» y «Able» le hubieran seguido y las otras compañías que marchaban por el sendero de la cota 279 hubieran seguido a aquéllas para formar una línea verdaderamente fuerte. Si hubiera hecho esto, ahora podría tener en sus manos Kokumbona y Tassafaronga, y con ellas todo el ejército japonés de Guadalcanal. Si Band hubiera mantenido contacto adecuado por radio le hubieran informado de esto. Tanto el batallón como el regimiento habían intentado una y otra vez llamarle durante toda aquella mañana por este motivo.
Band lo encajó como un hombre. Reconoció que era verdad casi todo lo que decía el viejo borracho de pelo blanco, estuviera borracho o no. Pero había mentalidades mayores que la suya detrás de su estrategia y su táctica. No observó, por ejemplo, que puesto que estaban en contacto con la compañía «Baker» por radio hubieran podido ordenar a «Baker» que girase hacia la izquierda, dejándole a él —por muy erróneamente que fuera— en Bula Bula. Se contentó con decir que le habían dicho que podía funcionar como una unidad independiente. ¡Unidad independiente!
—¡Ah! —sonrió el coronel de dientes sucios, golpeando como un halcón—. ¡Sí! ¡Sí! ¡Cuando fueran imposibles las comunicaciones! Creo que fue eso lo que dije. En tu caso no sólo era posible comunicarse, sino que era fácil. No hay excusas. No hay ninguna excusa.
El veredicto fue que a partir de entonces le trasladarían a otro lugar, le pasarían a otra compañía de otro regimiento y seguiría allí hasta la muerte. No iría de jefe de la compañía. ¿Seguiría siendo segundo jefe? ¿O le degradarían al mando de un pelotón? No, seguiría como segundo jefe. Pero no debía, dijo el viejo, esperar que le ascendieran por muy bien que se portara… por ningún motivo. Habría siempre alguien vigilándole en su nuevo destino. No se le haría caer en desgracia públicamente. Pero la guerra era un trabajo de equipo, dijo el viejo de pelo blanco golpeando suavemente un puño en la palma de la otra mano. Trabajo de equipo, trabajo de equipo, trabajo de equipo. Cualquier ejército era un equipo. Un regimiento era un equipo. Una compañía, un pelotón, una escuadra: todos eran equipos. Nadie tenía derecho a hacer nada por su cuenta. En la guerra no. ¡Equipo, equipo, equipo! De cada detalle dependían demasiadas vidas. No tenía que volver a su unidad. Ya le estaba preparando sus cosas su antiguo asistente por órdenes del teniente Creo, el nuevo comandante temporal.
Y así, George Band, también, desapareció de Ja vida de «C de Charlie» y nunca volvieron a verle ni a oír hablar de él. Cuando saludó, se retiró y cruzó por el barro de la zona del regimiento erguido y entero, seguía estando absolutamente seguro de que no había hecho nada mal, ni una sola cosa, desde que asumió el mando de la compañía y no le atormentaba la conciencia. Resultaba irónico, pensó, que si hubiera hecho lo que hubiera deseado el viejo del pelo blanco y hubiese girado hacia la izquierda, las bajas entre sus hombres, que le comprendían tan mal y le odiaban tanto, hubieran sido un cincuenta por ciento más altas.
Mientras tanto, en su vivac, «C de Charlie», seguía intentando desesperadamente resolver la carencia de licor. El licor, tal como lo interpretaba la mayoría de «C de Charlie», era su única esperanza. Lentamente, al ir pasando cada día, la situación desordenada del regimiento al que pertenecían se iba haciendo más ordenada, más clara, más controlada… Estaban empezando a llegar estadillos de los grupos de trabajo, disminuyendo el número de horas libres y disponibles para buscar una fuente voluminosa y accesible de alcohol. Pronto empezarían a llegar también programas de instrucción, entrenamiento y sesiones de gimnasia, disminuyéndolas todavía más. Se estaba convirtiendo en un circulo vicioso. Y nadie descubría una fuente de alcohol. Las infrecuentes llegadas de Aqua Velva al economato no resultaban en ningún modo suficientes. A nadie le quedaba el suficiente dinero en metálico para comprar más de un litro, o dos como mucho. Sólo Wesh el Loco, con su sonrisa sardónica, seguía imperturbable, consiguiendo ginebra de su fuente particular y secreta. Y no sólo tenían que preocuparse de esto, sino además ahora se dieron cuenta de que empezaba a pasárseles el entumecimiento del combate, y entonces empezaron a volver a tener miedo de los bombardeos nocturnos.
John Bell calculó que esta vez el soldado medio necesitó más de seis días para perder el entumecimiento del combate, en vez de los dos días que tardaron después del Elefante Bailarín. Lo único que pudo Bell sacar en conclusión es que se trataba de un efecto acumulativo. Acumulativo o no, el hecho es que cuando se les empezó a pasar les empezaron a dar miedo otra vez los bombardeos. En realidad, los bombardeos no eran ya ni la mitad de peligrosos, y ellos mismos estaban en una posición mucho mejor que hasta entonces: aquí, al norte de Matanikau, estaban a más de tres kilómetros de distancia del aeródromo.
No importaba nada. Y, de todas formas, los japoneses se dedicaban ahora más a bombardeos de desmoralización de la tropa que a los ataques contra la pista, y era bien posible que soltaran su carga en cualquier parte de la isla.
Ni un solo hombre de «C de Charlie» había creído que pudiera jamás volver a tener miedo de aquellos bombardeos absurdos una vez que volvió del frente, pero cuando a un hombre de una compañía próxima un proyectil sin estallar de la artillería antiaérea le arrancó la mandíbula mientras estaba acostado, una cierta cantidad de hombres de «C de Charlie», con caras avergonzadas, empezó a cavar trincheras individuales al lado de las tiendas. ¿Que le mataran a uno en uno de aquellos estúpidos bombardeos después de haber sobrevivido al combate? Era una ironía divina demasiado fuerte para que ninguno de ellos la aceptara. Pronto estarían de vuelta a la rutina aburrida, embarrada, llena de miedo a los aviones que habían vivido antes. A. C., como dijo alguien ingenioso: Antes del Combate [13a]. Sencillamente, tenían que encontrar una fuente de licor.
Luego, una mañana, Nellie Coombs, el tramposo por las cartas, durante la lista de diana, cayó dos veces por la borrachera.
Cuando ocurrió lo mismo dos veces seguidas, se formó un grupo de vigilantes [14] entre los suboficiales para seguirle hasta sus fuentes de aprovisionamiento. Resultó que consistían en una vieja lata de galletas cubierta por un paño filtrante, asentada en un lugar soleado en una lengua de jungla cerca del campamento y rodeada por millones de insectos zumbantes. Nellie, al igual que muchos de los profesionales veteranos, había servido tanto en las Filipinas como en Hawai antes de la guerra, cuando con la paga de un soldado sólo se podía conseguir la porquería hecha en casa por los indígenas a base de fruta y lo que llamaban «fermento». Había utilizado sus conocimientos para robar unas cuantas latas de cerveza de tres litros y medio de capacidad, y otras de melocotones, e instalarlas con levadura, azúcar y agua a fermentar al sol. El espía que le seguía, que resultó ser el sargento Beck, volvió borracho a informar que aquello tenía un sabor horrible, pero que desde luego era potente. ¡Caray! Por qué había decidido Nellie Coombs quedarse con el secreto para él solo era algo que no sabía nadie. Es que era un tipo reservado. Pero inmediatamente se organizaron expediciones de robo de latas de galletas y de frutas de los almacenes de provisiones, que estaban llenos de ellas. ¡Por fin habían encontrado una verdadera fuente! Una fuente que no se agotaría nunca. Se había llegado al equilibrio y por fin podían volver a sentarse en el campo por las noches y reírse borrachos de los bombardeos.
La noticia se extendió como un incendio. Todas las compañías en torno a «C de Charlie» empezaron a instalar sus destilerías de latas y les pasaron la información a las que había en torno de ellas. Después de todo, no tenía sentido mantener el secreto, dado que había suficiente para todos. Una cosa que nunca se le acabaría al ejército americano era la fruta en latas. Como ha ocurrido a menudo en la humanidad cuando necesita desesperadamente de una gran innovación o invención, se averiguó que varios investigadores que trabajaban en puntos muy separados habían hecho el descubrimiento casi al mismo tiempo. Desde aquellos centros las noticias se extendieron como las ondulaciones en el agua hasta que lo cubrieron todo y estuvo informado todo el mundo. Cuando dos hombres desconocidos se quedaron ciegos y paralizados parcialmente debido a una especie de envenenamiento por el plomo de las latas de galletas, todos se cambiaron a barriles de pepinillos de quince y treinta litros y continuaron los arriesgados trabajos experimentales. Se llegó a averiguar que si se dejaban sin lavar los barriles de pepinillos, el sabor agrio que quedaba en la madera ayudaba a disminuir el sabor horrorosamente dulce y enfermizo de la fruta.
Fue justo hacia esta época —cuando «C de Charlie» probaba su primera serie de mezclas hechas en los barriles de pepinillos— cuando volvió a presentarse el soldado de primera interino Witt. Volvía a ellos para solicitar que le reclamara su antigua unidad. Se acababa de enterar de que ya no la mandaba Brass Band. Se emborrachó con los muchachos aquella noche con la nueva fermentación apepinillada.
Naturalmente, Johnny Creo no quería tener nada que ver con él. Y Witt no se enteró nunca de que fue Culp, el Delantero Centro, el que por fin logró arreglárselo todo e hizo posible que le reclamaran. Cuando Culp se enteró de que Creo no estaba dispuesto a aprobar la solicitud de reclamación, se acercó al nuevo jefe de la compañía en su tienda-oficina y ordenó que se marcharan todos los escribientes, incluido Weld con la nariz todavía llena de esparadrapo.
—Escucha, Johnny —dijo con voz seria—. He estado en esta compañía mucho más tiempo que tú y les conozco mejor que tú. Si alguna vez tienes que dirigir a esta compañía en combate, estarás deseando todo el tiempo que Witt esté en ella.
Creo apretó los labios delgados bajo la nariz alargada.
—¡He estado a su lado mientras amenazaba a su propio jefe de compañía!
—¡A la mierda con eso! —se burló Culp—. Claro que sí. Y, por lo menos, yo no se lo reprocho. No entiendes a estos tíos. Recuerda, también, que he estado más tiempo en combate con ellos que tú. Yo estaba allí, en la Cabeza del Elefante, cuando Witt marchó con el grupo de asalto. Te digo que cometes una sería equivocación si no haces que vuelva. Te privas de uno de los jefes de pelotón potencialmente mejores que jamás podrás conseguir.
—No quiero este tipo de hombres en mi unidad —dijo Creo cortante.
El Delantero Centro gritó:
—Y luego me dirás que eres progresista y no le quieres en tu unidad porque odia a los negros. ¡Estamos en la guerra, hombre! Ya sé que tienes más mando que yo y que me puedes meter en un jaleo por lo que estoy diciendo. Pero no me importa. Tienes que escucharme.
Y le obligó a escucharle. Siguió discutiendo con la misma fuerza y la misma vitalidad insultante que había utilizado una vez con Jim Stein para convencerle de la necesidad de robar a la Infantería de Marina aquellas metralletas Thompson, y al final le convenció a base de energía. Por fin consintió Creo. Fue casi la última acción de importancia de Culp en «C de Charlie». Dos días después se voló la mayor parte de la mano derecha pescando.
No era la primera expedición en busca de pescado al Matanikau, en busca de algo que animara la eterna dieta de carne picada, puré de patatas deshidratadas y fruta en lata. Durante las dos semanas que habían pasado fuera del frente de combate habían ido tres veces, y cada vez les había hecho Storm una fritura de pescado tan enorme que hizo que los más sentimentales llorasen de nostalgia por su hogar. Esta vez se llevaron sólo tres granadas, porque en general bastaba con dos. Naturalmente estaba estrictamente prohibido, por lo que siempre iban justo después del amanecer. Varios altos mandos habían traído, precavidos, cañas y anzuelos a Guadalcanal. Culp y sus muchachos no buscaban el deporte, sino la mayor cantidad posible de peces en la menor cantidad posible de tiempo, y para esto las granadas eran perfectas. Alguien —fue Cuín el Huesos— tiró la primera. Ya esperaban tres nadadores desnudos en la orilla para recogerlos antes de que se los llevara la corriente. Un minuto después de la explosión subacuática había unos cincuenta peces flotando panza arriba en la corriente perezosa.
—¡Tendría que bastar con dos! ¡Yo tiro la siguiente! —gritó excitado el Delantero Centro—. ¡Vamos un poco más arriba! —exclamó avanzando unos metros en aquella dirección. Luego tiró de la anilla y lanzó la granada. Todo el mundo estaba riendo y charlando con nerviosismo. Al medio segundo de haberla lanzado explotó en el aire. Alguna de las obreras de la fábrica de armamentos, con sus atractivos pantalones, había estado hablando con su vecina de la línea de montaje acerca de su traje nuevo o de su nuevo amante, y había olvidado cortar el fusible.
Tuvo la suerte de no morir. Naturalmente, quedó inconsciente. Le faltaban dos dedos enteros y otros dos le colgaban de unas hebras de piel. A la luz rosada del amanecer le pusieron un torniquete en el brazo y le ataron toda la mano con un pañuelo para no acabar de arrancarle los dos dedos. Luego le enviaron al hospital en una camilla improvisada hecha de dos chaquetas de uniforme abotonadas y con palos pasados por entre las mangas. Dejaron detrás dos nadadores para recoger el pescado. Durante el camino pudieron requisar un Jeep. En el hospital el médico les dijo que gracias a su rápida intervención quizá pudiera conservar los dos dedos. Pero es que entonces ya eran veteranos en primeros auxilios. Era lo mínimo que podían hacer por él. Cuando por fin se despertó, el Delantero Centro les dirigió una sonrisa drogada:
—¡No he notado nada! —dijo con orgullo—. ¡No me dolió nada! —Tenía la mano metida ya en un gran marco de alambres que parecía un enorme guante. Al día siguiente le llevaron en avión a Nueva Zelanda.
Antes de marcharse, el Delantero Centro les dijo a Cuín y a Beck lo que había hecho por Witt, añadiendo:
—Pero tenéis que ser vosotros, muchachos, los que consigáis que haga cabo primero a Witt. Él no lo haría por su cuenta. Yo estaba dejando que pasara algo de tiempo.
—No puede —dijo Cuín el Huesos— ni ascender ni degradar a nadie. Tengo un amigo en Información del regimiento que me ha dicho que está congelado el estadillo de mandos de «Charlie» hasta que le hagan permanente o nos den otro comandante permanente.
—Ya entiendo —dijo Cuín—. Sabes informarte, ¿verdad? Bueno, quizá salga entonces. —Y suspiró—. Bueno, a lo mejor os veo en un hospital, o así, ¿eh, chicos? —sonrió. Así desapareció, también, el Delantero Centro, el universitario eterno. Echarían mucho de menos su cordura amable, honrada, insípida.
La reincorporación de Witt tardó tres semanas en llegar. Luego apareció el de Kentucky con sus dos mochilas y todas sus demás posesiones, con una sonrisa de oreja a oreja. Inmediatamente se encontró ascendido a cabo primero por el nuevo jefe de la compañía, el capitán Bosche, que le había reservado una plaza.
No fue la llegada de Bosche lo único que ocurrió durante aquellas tres semanas. Aunque, quizás, en cierto sentido, fue lo más importante. Desde luego dejó su señal personal en todo lo demás que les ocurrió. Pero, por lo menos tan importante como Bosche, fue el nuevo programa de entrenamiento. El nuevo programa de entrenamiento llegó incluso antes que Bosche, y el motivo fundamental de él era el entrenamiento anfibio.
Había habido rumores de que iban a Australia para más entrenamiento y refuerzos, igual que había hecho la I División de la Infantería de Marina. Se dieron cuenta, incluso los más esperanzados, de que no iba a ser así el primer día que les llevaran al canal en lanchas de desembarco y les volvieron a traer a la isla para practicar los desembarcos. No iban a ningún sitio más que hacia el norte, a Nueva Georgia. Cuando esto quedó claro se percibió un aumento destacado en la cantidad de bebida que empezó a consumir la compañía.
Continuó el entrenamiento sin descanso y cuando llegó Bosche se hizo inmediatamente más duro. Se habían construido campos de tiro en la isla y trabajaban en ellos día tras día, disparando una y otra vez, sudando bajo el ardor del sol sin ninguna sombra. Había marchas de entrenamiento cada dos o tres días. Las secciones de morteros y ametralladoras —bajo el teniente nuevo que sustituía a Culp— tuvieron que entrenarse enormemente y con munición real. No se ahorraban gastos. Sólo las noches —al sentarse a la luz de la luna bebiendo el jugo fermentado de sabor horrible, charlando y pensando en mujeres— siguieron iguales.
Cuando Bosche llegó para sustituir a Johnny Creo, hizo inmediatamente un discurso acerca de la bebida.
Era un tipo bajito y duro, de unos treinta y cinco años o así, con un uniforme caqui bien cortado y muy ajustado. Tenía una pequeña barriga apretada que parecía por lo menos igual de dura que los abdómenes lisos de la mayoría de los atletas. La hebilla de latón de su cinturón brillaba como una estrella. En el lado izquierdo del pecho llevaba cosida una tira impresionante de condecoraciones, entre las que se destacaban a simple vista una Estrella de Plata y un Corazón de Púrpura con barras. Le habían herido dos veces. Había estado en los combates de Pearl Harbour. No había salido de West Point. En vez de pasar por la Academia, había aprendido a combatir de la manera más difícil, que era por experiencia propia. Le habían enviado a ellos de uno de los regimientos de la división América. Éste era su primer destino como capitán jefe.
—Desde luego he estado en tantos, quizás en más combates que todos vosotros. No me gusta la guerra. Pero estamos metidos en una y no hay más remedio que afrontarla. Por otra parte, no puedo decir que me disguste todo lo que va con ella.
»Bueno, ya sé que todos vosotros fabricáis y bebéis ese condenado licor fermentado. Me parece muy bien. Cualquier miembro de mi unidad puede agarrar todas las borracheras que quiera, todas las noches, con tal que esté dispuesto —y en forma— para levantarse al toque de diana y para cumplir todas las misiones que se le encarguen. Si no puede conseguirlo se va a meter en un jaleo conmigo. Personal.
Entonces hizo una pausa y les miró donde estaban, arracimados en torno al Jeep en el que había venido.
—No me gusta mucho esta palabrería de «equipos». Se está metiendo en todo. Ya no se dice regimiento, sino equipo de combate regimental. Muy bien: no me gusta demasiado, pero la utilizaré cuando haga falta. Así que somos un equipo.
Tras admitir esto volvió a hacer una pausa, esta vez como énfasis dramático.
—Pero a mí me gusta mucho más pensar en términos de familias.
Y eso es lo que somos los que estamos aquí, nos guste o no: una familia. Yo soy el padre y —otra pausa—, supongo que eso significa que aquí el brigada Welsh es la madre. —Lo que provocó algunas risas—. Y os guste o no, muchachos, eso os convierte a todos en los niños de la familia. Bien, una familia no puede tener más que una cabeza, que es el padre. Yo. El padre es la cabeza y la madre pone las cosas en orden. Eso es lo que va a pasar aquí. Si cualquiera de vosotros, muchachos, quiere verme para algo, lo que sea, ya veréis que siempre estoy disponible. Por otra parte, voy a tener que trabajar para sacar adelante a esta familia, de modo que si no se trata de algo importante, quizá pueda arreglarlo mejor la madre. Eso es todo, menos una cosa:
»Estamos en entrenamiento, como sabéis todos. También sabéis todos qué clase de entrenamiento es. Bueno, voy a hacer que este entrenamiento sea lo más duro posible para todos. Incluido yo. Por muy duro que lo haga, nunca podrá ser igual de duro que el combate. Eso lo sabéis todos de sobra. Así que ya sabéis lo que podéis esperar. Eso es todo.
»… Menos una cosa más:
»Quiero que sepáis que mientras me respondáis bien a mí vosotros, yo responderé por vosotros. En todo y ante todos. Con cualquier unidad y cualquier ejército. Japonés, americano, o el que sea. Podéis contar con eso. —Volvió a hacer otra pausa—. Y ahora, de verdad que eso es todo.
El tipo bajito y duro no había sonreído ni una sola vez, ni siquiera ante sus propias bromas.
Les gustó a todos. Pareció que le gustaba incluso a Welsh. O que, si no le gustaba, por lo menos le respetaba. Lo que, tratándose de Welsh, era mucho. De todas formas, tenía que ser mejor que Band el Cazador de Gloria o Johnny Creo. Así que éste iba a ser el hombre que les llevaría a Nueva Georgia. Sólo John Bell, que le había escuchado desde la trasera del grupo, tuvo alguna sospecha, y Bell no estaba seguro del todo de que no procediera de sí mismo más que del capitán Bosche. Después de todo, ¿qué se le podía pedir a un hombre? Desde luego, nada más que lo que había ofrecido Bosche. Y si no traicionaba sus promesas y las cumplía, no se podía pedir nada más. Pero Bell sufrió un repentino impulso de reír demencialmente y gritar a pulmón herido: «Sí, ¿pero, qué SIGNIFICA todo eso?». Logró dominarse. Bell había recibido diecisiete cartas de su mujer en las últimas tres semanas, todas muy cariñosas, pero no podía escapar a una sensación de que quizá las había escrito todas de una vez, les había puesto sellos, cerrado y dirigido, y las había metido en el escritorio para no olvidarse de echar una cada dos días. Él lo había hecho una vez con las cartas a sus padres cuando estaba en la universidad. De todas formas, el discurso de Bosche era infinitamente mejor que el que tuvieron un par de días después.
Dos días después de la llegada de Bosche a «C de Charlie» terminó la campaña de Guadalcanal. Los últimos japoneses murieron, o fueron capturados o evacuados por sus otras fuerzas, y la isla quedó asegurada. Esta fecha coincidió por casualidad con el ascenso del jefe del regimiento a general de brigada. Para celebrar esto último, más que el final de la campaña, se les concedió un día de descanso del entrenamiento. Se decía que era una fiesta: cerveza a discreción regalada y pagada por el coronel. Desgraciadamente, la cerveza resultó caliente, y encima resultó que había un poco menos de una botella para cada uno. Quizás influyera esto en cómo recibieron el discurso del coronel.
Naturalmente, él iba bien engrasado. Igual que todos los oficiales superiores que estaban sentados en la plataforma de tablones y trípode. Habían estado celebrando el ascenso. Y el Gran Padre Blanco nunca se había destacado mucho como orador después de los banquetes. Cuando le tocó el turno se levantó tambaleándose ligeramente, con la cara de un rojo encendido, y dijo con su voz de dar órdenes:
—¡Habéis sido vosotros los que me habéis conseguido esta estrella! —tocándose la que llevaba en el hombro—. ¡Ahora quiero que le consigáis otra igual al coronel Grubbe! —Y se sentó. No se oyeron aplausos.
El coronel Grubbe, que aunque era de Nueva Inglaterra se parecía mucho a Johnny Creo, con su nariz larga, su aspecto malvado y sus malas intenciones, se contentó con decir que sólo podía esperar ser un jefe tan bueno como su predecesor y, para destacar sus intenciones, solicitó un aplauso para el nuevo general. Esta vez se oyeron unos pocos, indulgentes e irónicos. John Bell, aunque no podía hablar por los otros, se fue a vomitar de pura rabia e ira, o quizá fuera por la cerveza caliente. Al día siguiente, Bosche le hizo sargento de pelotón.
Los ascensos caían como folletos de propaganda, por todas partes. Una vez que Bosche llegó y se instaló, se descongelaron las listas de ascensos, y pudo nombrar a todos los que quiso para llenar las vacantes de la última batalla. Fiel a la impresión de su personalidad tal como la había expresado en su discurso, permitió que sus sargentos de pelotón le aconsejaran. Esta vez las bajas habían sido muy inferiores a las sufridas en el Elefante Bailarín. Sin contar los doce hombres muertos en el bloqueo de los caminos del Cazador de Gloria, sólo habían muerto siete hombres de la compañía, con lo que el total era de diecinueve. Los heridos también eran proporcionalmente pocos, dieciocho en total. De éstos, siete eran suboficiales. Un interesante aspecto estadístico de la batalla de Bula Bula y de todos los combates realizados entre los cocoteros durante aquellos dos días era que el porcentaje de las heridas en las piernas era mucho más alto que el normal. Esto se atribuía al hecho de que los japoneses estaban tan débiles y hambrientos para aquellas fechas que no podían levantar los fusiles lo suficiente para apuntar más alto. Fuera esto verdad o no, más de la mitad de los heridos de «C de Charlie» lo habían sido en las piernas. Uno de éstos era el sargento de pelotón Jimmy Fox, del tercer pelotón, y fue el tercer pelotón el que le dio el capitán Bosche a John Bell. La otra vacante de pelotón no se debía a ninguna baja, y a todos les resultó altamente sorprendente. Debido a una orden llegada nada menos que directamente del general de división, pero que debía haber sido organizada y manejada por el regimiento, al sargento Cuín el Huesos se le ascendió a oficial con el rango de segundo teniente. Era casi la primera, era la primera experiencia que tenía cualquiera de ellos (si se exceptúa a John Bell) en toda su vida del reblandecimiento o ruptura del sistema de casta de los oficiales. El antiguo Ejército se iba resquebrajando bajo la presión de la guerra y, sonriendo con una timidez complacida, Cuín se preparó para marchar, hacer el juramento e ingresar en otro regimiento. Su primer pelotón se lo dio Bosche a Charlie Dale, el antiguo segundo cocinero, que ya tenía una jarra de un litro llena de muelas de oro para iniciar su colección. Beck, naturalmente, siguió al mando del segundo pelotón. Pero su explorador de pelotón y segundo jefe estaba inutilizado por una herida de Bula Bula. Su cargo pasó al cabo primero Don Doll, que ascendió a sargento para sustituirle. En toda la compañía se dieron ascensos para sustituir a los ascendidos.
A través de todo esto, a través de todo, siguieron los entrenamientos. Empezaban a inundar las islas los refuerzos de novatos, que se iban repartiendo. Por primera vez desde hacía mucho tiempo «C de Charlie» se volvió a encontrar con sus números casi originales. Los nuevos que iban llegando eran destinados a las escuadras y se incorporaban a los disparos del campo de tiro, los problemas tácticos por pequeñas unidades, los desembarcos simulados, etc. «Carne de cañón», les llamaban, igual que habían llamado en tiempos a «C de Charlie», y contemplaban a hombres como Beck, Doll y Geoffrey Fife con la misma admiración con que Beck, Doll y Fife, ahora barbudos, habían contemplado en tiempos a los barbudos infantes de marina. Sin embargo, no iban a conservar la barba por mucho tiempo.
En cierto sentido les daba pena. Las barbas, desde que habían empezado a dejárselas durante la semana posterior al Elefante Bailarín, eran preciados símbolos de su categoría. Simbolizaban la relativa libertad del combatiente de infantería del frente, en comparación con el tipo de vida más mezquino, más disciplinado, como de «guarnición» de las tropas de retaguardia. Incluso la barba más irregular y escasa, de los diecinueve años, era lucida orgullosamente por su poseedor como símbolo de que era un combatiente. Ahora, por orden del comandante de la división, tenían que afeitárselas. Al ir pasando el combate con sus resultados de excitación y de histeria, aquel mismo combate que estaban tan orgullosos de haber realizado, y que creían que se debía en parte a ellos, al ir pasando esto se les obligaba a volver a la disciplina más mezquina de la vida de guarnición, como si fueran tropas de guarnición que no hubieran disparado nunca a matar. En realidad, ya era como si estuvieran de guarnición: revistas todos los sábados, la mierda de la instrucción todos los días, destacamentos de trabajo y de cocina, paseo los domingos. Todo el mundo sabía que la instrucción no servía de nada, que cuando volvieran al frente la próxima vez no pasaría nada de lo que decían los manuales de instrucción y que todos estos jodidos entrenamientos resultarían inútiles. Lo único que verdaderamente merecía la pena eran las prácticas de puntería en el campo de tiro, en las que iban enseñando a estos reclutas tan increíblemente novatos cómo tenían que disparar sus fusiles; pero el resto eran estupideces. Y encima la barba. Tras unas cuantas reuniones nocturnas y unos discursos llenos de pasión a causa del licor fermentado, decidieron ir a expresar su protesta formal al capitán Bosche. Milly Beck, como sargento más antiguo, fue el delegado para la entrega del mensaje. Sería la primera vez que vieran actuar a Bosche acerca de su declaración de que «si vosotros me respondéis, yo responderé por vosotros».
—Ya sabe usted que todo este entrenamiento es una mierda, mi capitán —le dijo Milly con voz muy seria—. No va a servirnos pa una jodía cosa cuando volvamos al frente. Cre…
—No, sargento Beck —dijo Bosche frotándose las mejillas siempre inmaculadas y bien afeitadas—. Permítame que le diga que en eso no estoy de acuerdo en absoluto.
—Bueno, muy bien, mi capitán. Como usted dice, probablemente ha estado en más combates que nosotros. Pero seguimos opinando que es una mierda. Claro que lo del campo de tiro no. Pero hemos ido y lo hemos hecho todo y nadie ha metido la pata y nadie se ha quejado. Le hemos respondido a usted en todo.
—Eso sí que es verdad, sargento —dijo Bosche.
—Bueno, pues ahora quieren que nos quitemos la barba. Eso no es más que una cochina faena traicionera. Que…
—Desgraciadamente da la casualidad de que hay un párrafo en las Ordenanzas Militares que declara específicamente que no se puede llevar barba en el Ejército. Creo que data de las guerras entre la Caballería y los indios. Al general de la división le ha parecido adecuado invocar esa ordenanza en particular. No veo qué es lo que puedo hacer para evitarlo.
—Bueno, ¿querrá usted escribirle una carta de protesta en nuestro nombre? —preguntó Milly Beck con tono serio—. No…
—Ya sabe usted que no puedo dedicarme a escribir cartas de protesta así como así en el Ejército, sargento —dijo Bosche con voz neutra—. Cuando recibo una orden de un superior tengo que obedecerla exactamente igual que usted.
—Ya entiendo —dijo Beck—. ¿Entonces no nos escribirá usted la carta?
—No veo cómo podría. No puedo.
—Muy bien —dijo Beck rascándose la barba hirsuta y pensando durante un momento—: ¿Bueno, y qué dice usted de los bigotes, mi capitán?
—La orden no dice nada de los bigotes. Por lo que yo sé, no hay nada en las Ordenanzas Militares que diga que soldados o suboficiales no puedan llevar bigote. En realidad, creo que hay por alguna parte un párrafo que lo permite específicamente.
—Ya lo sé —dijo Milly Beck—. Quiero decir que a mí también me lo parece. Creo que lo he visto. ¿Pero no quiere usted escribirnos la carta de las barbas? ¿De lo mucho que nos importan?
—Sí querría —dijo Bosche sencillamente—. Me gustaría mucho. Pero es que, sencillamente, no puedo. Tengo las manos atadas.
—Muy bien, capitán. A sus órdenes —dijo Beck saludando.
Y esto fue todo lo que pudo decirles cuando volvió. En esta primera prueba de su política de «si vosotros me respondéis, yo responderé por vosotros», Bosche, decidieron todos, había fallado un tanto en su promesa. Era, parecía, igual que todos los demás del mundo, y nada de ser un titán. Si un solo oficial, un jefe de compañía, se hubiera decidido a escribir al jefe de la división acerca de la importancia de las barbas, quizás el jefe de la división hubiera rescindido la orden. Pero no lo hizo ningún jefe de compañía. En casi una sola noche desaparecieron todas las barbas de Guadalcanal, salvo quizás unas cuantas pequeñas unidades de exploradores de Nueza Zelanda y unas cuantas pequeñas unidades de Infantería de Marina americana que de todas formas no habían entrado en combate. Pero se quedaron con los bigotes. La única forma que quedaba ya de protestar por la pérdida de las barbas era dejarse los bigotes más ridículos y extraños posibles, que es lo que intentaron todos los que tenían suficiente pelo en la cara. Y el entrenamiento siguió igual.
Ya iba aumentando la sensación de desahucio. En realidad, nadie tenía ganas de ir a Nueva Georgia, ni siquiera los más entusiasmados. Doll y Fife se habían convertido en amigos íntimos desde la noche de la pelea de Fife, y comentaron todo aquello en privado. Fife se encontraba oprimido por una sensación profunda y penetrante del sentido de desahucio que iba aumentando entre todas las unidades de la división. Esto, por otra parte, no molestaba en absoluto a Doll, y aunque admitía que no tenía ganas de irse, se daba cuenta de que había algo excitante e intrigante en la idea de ir a Nueva Georgia.
—Nos ha tocado y ahí está —dijo—. No podemos hacer ni una jodida cosa para impedirlo. Así que no hay más que hablar. Y hay varias cosas del combate que me parecen atractivas… ¿Crees en una vida después de la muerte? —preguntó tras un momento.
—No sé —murmuró Fife—. Desde luego no creo en eso que dicen las Iglesias. Los japoneses creen que si mueren en combate se irán derechitos al cielo. ¿No te parece horriblemente primitivo? No sé, de verdad. No tengo ni idea.
—Bueno, tampoco sé yo —dijo Doll—. Pero a veces no puedo dejar de preguntarme si será verdad.
—Vamos a buscar algo de fruta en lata en el almacén —sonrió después de una pausa.
Esto se había convertido en uno de sus pasatiempos favoritos desde que empezaron a fabricar el licor fermentado. Ambos, en efecto, se habían convertido en los proveedores de fruta enlatada de toda «C de Charlie». Había, se daba cuenta Fife, algo de mortífero en aquello. Él no era como Doll. Y, sin embargo, siempre iba con él. Era como rascarse en una herida.
Subían tambaleándose, con las manos en las pistoleras. Ya eran los perfectos suboficiales. Fife tenía ya una pistola, conseguida en Bula Bula, donde se la había quitado a un americano muerto boca abajo con los pies metidos hacia dentro (¿o sería hacia fuera?). Eran auténticos militares, y a Fife le encantaba. Porque durante aquellos breves momentos podía creer que era realmente lo que la nueva carne de cañón pensaba que era. ¿Un soldado? ¿Un pirata? En todo caso un militar. En el mismo momento en que se había enterado de la fabricación de licor, el general en jefe había ordenado que se pusieran centinelas armados en todos los almacenes de provisiones. Tenían órdenes de tirar a matar. Esto era lo que le daba interés a la cosa.
Así que iban hacia allí. El centinela armado solía estar sentado arriba del todo, con el fusil en la mano, y era siempre uno de los reclutas.
—¿Qué vas a hacer con ese cañón, chico? —le preguntaba uno—. ¿Vas a pegarme un tiro o algo así?
Ninguno de los enterados lo llamaban ya «arma», ni «fusil». Normalmente les daban gritos. La carne de cañón. Seguían unos cuantos gestos de amenaza. Alguien, algún enterado de la compañía, había inventado una palabra para los especialmente débiles, que era «leche de cañón». Se quedaban inmóviles mirándole, con las manos apoyadas en las pistoleras. Luego cogían lo que querían y se marchaban, volviéndole la espalda desdeñosamente. Nunca le pegaban un tiro a nadie. Pero Fife no era como Doll. Y lo sabía.
La primera vez que se dio cuenta de ello fue en aquellos malos momentos cuando se les terminó el entumecimiento del combate y todavía no sabían fermentar licor. Nunca había creído que pudieran aterrarle aquellos ridículos bombardeos, pero le aterraban. Y, evidentemente, a Doll no. Fife había creído que el entumecimiento del combate era un nuevo estado de ánimo. Pero cuando le abandonó y le volvió a dejar convertido en una masa temblorosa de gelatina, no estaba preparado. Se vio obligado a volver a enfrentarse con el mismo hecho de antes, que era que él no era un soldado. Había vuelto al mismo sitio en el que había empezado. Le hizo falta hasta el último gramo de valor que tenía para seguir sentado bajo los cocoteros, bebiendo y sin correr hacia su trinchera individual durante los bombardeos. Lo podía hacer y lo hacía, pero le costaba mucho más que a los otros, como Doll. Así que se veía obligado a enfrentarse con el mismo hecho que sabía hacía tanto tiempo: era un cobarde.
Quizá fuera aquello, el saber eso, lo que le hizo aprovecharse de la oportunidad cuando se presentó ésta y el viejo MacTae, el sargento del almacén, le dijo que hacía bien. Incluso Doll intentó aprovecharse, pero estaba tan horrorosamente sano que no podía hacer nada de nada. La oportunidad consistía en el hecho recién descubierto de que el hospital de la división había ablandado la severidad de sus ideas acerca de las evacuaciones.
Todo empezó con Carni, el amigo «enterado» de Mazzi del gran Nueva York, del primer pelotón. Casi todos, menos unos pocos como Doll, tenían malaria en la compañía. Pero Carni estaba tan enfermo que apenas si podía ponerse en pie. Día tras día iba al reconocimiento, le daban un puñado de píldoras de atabrina y volvía a su camastro completamente imposibilitado para cualquier cosa. Y ahora, debido a la atabrina, tenía encima una ictericia perniciosa. Luego, un día, no volvió del reconocimiento médico. Dos días después les informaron de que había sido evacuado.
Él fue el primero. Inmediatamente casi todos los que tenían un poco de malaria fueron a reconocimiento médico. Por desgracia no le sirvió a casi nadie. Pero lentamente, al ir pasando las semanas, empezaron a desaparecer uno tras otros los casos honradamente graves, que no volvían del reconocimiento. Se les enviaba, por lo menos por el momento, según decían los rumores, al Hospital de la Base Naval n.o 3, en Ephate, Nuevas Hébridas; o a Nueva Zelanda. Naturalmente, Nueva Zelanda era mucho mejor, y había gran cantidad de envidia en casi todas las unidades cuando pensaban que sus amigos se estarían emborrachando y haciendo conquistas en Auckland, Nueva Zelanda. Ephate no era más que un poblado en el que no había más que indígenas que intentaban vender recuerdos en forma de barcos tallados a mano a todo el mundo y entre sí.
Luego Storm logró que le evacuaran a él y se inició la fuga. Storm era un caso único, ya que era el primero que se producía entre ellos de que evacuaran a alguien por un mero handicap físico, en vez de por una enfermedad como la malaria o la ictericia. Su handicap consistía en la herida de la mano. Ya que no podía utilizar otra cosa, y como resultaba evidente que él era uno de aquellos hombres que nunca iba a coger ninguna enfermedad, y que, por lo tanto, tendría que quedarse y ver cómo se iban marchando sus amigos uno por uno, Storm decidió probar suerte otra vez con la mano, dado que las normas iban suavizándose tanto. Para su asombro, y de todos los demás, le examinó exactamente el mismo médico que le había ordenado volver a su compañía durante las operaciones del Elefante Bailarín, y esta vez ordenó que le evacuaran. El médico ni siquiera se acordaba de él. Cuando Storm flexionó la mano y la hizo sonar ante él contándole la historia, el médico chasqueó la lengua y dijo que alguien había cometido una sería equivocación al no evacuarle. En realidad, lo que necesitaba Storm era una operación, y le iba a enviar a Nueva Zelanda porque tendría que llevar la mano escayolada varios meses. Desde allí era hasta posible que le mandaran a Estados Unidos. Pero no deberían haberle devuelto a la compañía. Storm, naturalmente, no le dijo quién había sido el responsable. Casi todos los miembros de la compañía fueron a decirle adiós al hospital, donde estaba fumando puros y pasando una buena temporada, ya que no se sentía nada mal.
Y con el éxito de Storm, casi todos intentaron aprovecharse. Un mes y dos semanas después de la evacuación de Carni por malaria, más del treinta y cinco por ciento de la antigua. «C de Charlie» —de los hombres que habían vuelto en camión de Bula Bula— habían conseguido que les evacuaran por uno u otro motivo. Lo habían intentado muchísimos más sin éxito, y algunos que sabían que no podrían tenerlo, ni siquiera lo habían intentado. Y a uno le habían ofrecido evacuarle, pero se había negado.
¿Quién podía ser más que el galés, el «loco» de Eddie Welsh, el brigada? Su malaria, al revés que la malaria de John Bell, que fue disminuyendo hasta convertirse en un caso mediano, había ido empeorando igual que la malaria de Carni. Cuando le encontraron desmayado un día encima de la mesa, con el lápiz de tinta todavía en la mano, le llevaron al hospital de la división y ordenaron su evacuación. Volvió en sí y se encontró en una pequeña sección destinada a tres suboficiales, en la cama al lado de la de Storm. Ya estaba atado a los pies de la cama el papel de colores de la evacuación.
—¡Ah, pedazo cabrón! —exclamó—. ¡Así que has sido tú el que ha hecho que me traigan aquí! —con un brillo en los ojos demenciales de febrilidad enloquecida. Storm no sabía si era la fiebre de la malaria o simplemente el carácter de Welsh.
—Déjate de bobadas, mi brigada —dijo cautelosamente Storm, que estaba fumando un puro—. Yo soy uno de los pacientes, igual que tú, y me van a evacuar igual que a ti.
—¡No lo conseguirás! —le gritó Welsh—. ¡No lograrás quitarme mi destino, Storm! ¡Soy demasiado listo! ¡Además, aunque no estás mal para la cocina, no tienes cabeza para la administración! ¡Te conozco!
Storm, que le conocía bien, encontraba imposible creer que estuviera delirando. Desde el extremo del pasillo llegó corriendo con un enfermero el joven teniente de Sanidad que estaba a cargo del grupo.
—Vamos, tenga calma, brigada —dijo—. Tiene usted una temperatura de casi cuarenta y un grados.
—¡Está usted confabulado con él! —gritó Welsh.
En respuesta, el teniente le hizo echarse hacia atrás y le puso un termómetro en la boca, ante lo cual Welsh partió el termómetro de un mordisco, lo tiró al suelo, saltó de la cama y salió corriendo de la tienda para volver a su compañía. No murió, como predijo el teniente, y siguió recomendando a todos, con su sonrisa astuta y enloquecida, que hicieran todo lo que pudiesen para que les evacuasen mientras quedara tiempo.
En medio de toda esta actividad, como un fantasma del otro mundo, volvió de repente el cabo primero Queen el Grande. Fiel cumplidor de su palabra, se había colado en un barco que volvía a Guadalcanal. Debido a una confusión, no le habían enviado a Ephate ni a Nueva Zelanda, sino a un hospital de Nueva Caledonia, lo que significaba que en el caso de que le devolvieran al frente no sería a su antigua unidad, sino a alguna división de Nueva Guinea. Por otra parte, los médicos de allí —debido a que la bala había arrancado un trozo grande de hueso del brazo, dejándole ligeramente imposibilitado—, le habían ofrecido enviarle a Estados Unidos para que se convirtiera en instructor de combate de los reclutas. Queen se había negado a aceptar cualquiera de las alternativas y por fin se había escapado y se había colado en un barco que iba hacia Guadalcanal, a bordo del cual, cuando contó su historia, le trataron como un príncipe durante el resto del viaje. Pero ahora, al ver lo que había ocurrido, estaba atónito. Ésta no era su antigua unidad: Cuín se había ido, ¿y era oficial? ¡Charlie Dale, un antiguo cocinero, sargento de pelotón del primero! ¿Tampoco estaba Jimmy Fox? ¿Jenks había muerto? ¿Stein relevado del mando? ¡El soldado John Bell sargento de pelotón, también! ¿Fife, el escribiente, jefe de una escuadra de combate? ¿El soldado de primera Don Doll explorador de un pelotón? Queen, que debido a su ausencia seguía siendo sólo cabo primero, no podía aceptarlo. Era demasiado para él. Después de dos días de beber la mezcla fermentada e intercambiar recuerdos, volvió al hospital quejándose de su brazo herido e inmediatamente le volvieron a enviar a Nueva Zelanda.
Nadie parecía saber por qué hacían todo esto los médicos. Habían sido tan duros mientras duró la campaña. Ahora, sin embargo, los hombres que volvían decían que los médicos les sonreían, les preguntaban qué les pasaba y hasta les ayudaban a describir y elaborar los síntomas, si les costaba trabajo a ellos. Aparentemente no obedecía a ninguna directiva de la división, que seguía igual de dura que siempre. Aparentemente, los médicos habían decidido por su cuenta que ya habían sufrido demasiado los veteranos de la campaña y se habían dedicado a ayudar a la evacuación de los veteranos siempre que fuera médicamente posible. Casi sin excepción nunca se evacuaba a los refuerzos recientes; sólo a los veteranos.
Fife, cuando le llegó su turno de intentar utilizar esta maravillosa escapatoria, no esperaba en realidad tener mucho éxito. En realidad fue MacTae el que le convenció de que fuera. Fife había tenido un tobillo mal desde que, en un accidente jugando al fútbol, había tenido una rotura de ligamentos que facilitaba las dislocaciones del tobillo. Había aprendido a preverlas de tal forma que podía apoyarse con más fuerza en el otro antes de que se le dislocara. Además, había hecho la mayoría de las marchas y la campaña entera con un vendaje apretado que le había enseñado el antiguo médico de cabecera, que había sido el primero en tratarle. Pero casi nunca pensaba en aquello. Todo esto se había convertido en una parte de su vida normal, igual que tener los dientes mal o tener mala vista. Luego, un día, cuando iba a la fajina del mediodía con MacTae, al que había encontrado por casualidad, se le había dislocado al dar un mal paso en una depresión del barro. Saltó para apoyarse en el otro pie, pero no tuvo éxito del todo. Fue un dolor penetrante.
—¡Hombre, si te has quedado más pálido que un muerto! —dijo MacTae—. ¿Qué diablos te pasa?
Fife se encogió de hombros y lo explicó. No dolía después del primer minuto si tenía cuidado de pisar bien.
MacTae parecía excitado:
—¿Y no has ido a que te lo vean los médicos? ¿De verdad que no? ¡Chico, estás como una cabra! ¡Podías conseguir que te evacuaran por eso! —exclamó.
—¿Tú crees? —preguntó Fife, a quien no se le había ocurrido.
—¡Claro! —dijo MacTae excitado—. Conozco a muchos tíos que se han largado por mucho menos.
—¿Pero, y si me dicen que no?
—¿Qué puedes perder? ¿No iban a quedar peor que ahora, no?
—Es verdad.
—Hombre, si yo tuviera una cosa así, estaría allí en menos que canta un gallo. ¡Lo malo que me pasa a mí es que estoy tan condenadamente sano que no voy a conseguir que me evacuen nunca!
—¿Tú crees?
—¡No lo dudaría ni un segundo!
Debido en gran parte al entusiasmo de MacTae, Fife fue al hospital. Seguía tan inseguro como antes, acerca de la mayor parte de las cosas, ahora que había vuelto a descubrir su cobardía. Pero había otras cosas en las que había cambiado. Por ejemplo, las peleas. El antiguo Fife había aborrecido las peleas, debido sobre todo a que tenía miedo de perder. El nuevo Fife las adoraba y había tenido seis u ocho peleas más desde que le pegó al cabo Weld. Ya no le importaba demasiado ganar o perder, como antes. Cada golpe que daba y cada golpe que recibía causaban en él una inmensa sensación de liberación de algo. Y no le daba miedo meterse con nadie. Todo esto lo demostró en su primer encuentro con Witt, después de la reincorporación definitiva del de Kentucky. Hacía dos días que había vuelto Witt, borracho las dos noches, y Fife se había peleado una vez antes de que se encontraran los dos cara a cara. Cuando se encontraron, Fife fue hacia él, sonrió y le alargó la mano. Guiñando los ojos, con la cabeza un poco ladeada y sonriente, dijo:
—Hola, Witt. ¿O sigues sin hablarte conmigo?
Witt le había devuelto la sonrisa y le había dado la mano. Parecía percibir un cambio que le gustaba:
—No, supongo que ya sí me hablo contigo.
—Porque, si no, me parecería que podíamos arreglar cuentas ahora mismo —sonrió Fife.
Witt asintió, sin dejar tampoco de sonreír. Aparentemente, había visto la pelea:
—Bueno, me figuro que sí que podríamos. Creo que todavía te zumbo. Pero ahora le das bien a la derecha. Si me dieras con la derecha, a lo mejor me zumbabas. Claro, con tal de que yo no pudiera esquivártela.
—Bueno, ya no hace falta —sonrió Fife—. Porque ya te hablas conmigo, ¿no?
—En realidad, no —dijo Witt—. ¿Qué te parece que lo cambiemos por un par de tragos de mezcla?
Se fueron a beber cínicamente. Y fue esta cualidad, el cinismo o como se le quiera llamar, lo que le hizo salir bien cuando fue a reconocimiento médico al hospital después de la sugerencia de MacTae.
Cuando le llegó su turno y le dijeron que entrase en la tienda de reconocimiento vio que el que los hacía era el teniente coronel Roth, el mismo teniente coronel Roth, grandote, carnoso, de pelo blanco y ondulado que le había examinado la herida de la cabeza y le había tratado con tal desprecio acerca de la pérdida de las gafas. Fife opinó que no tenía una oportunidad. Sólo que, esta vez, el teniente coronel Roth le sonrió:
—Bueno, soldado, ¿qué te pasa? —le dijo sonriendo de manera conspiratoria. Era evidente que no reconocía a Fife. Y Fife decidió jugar sus cartas en ese sentido.
El momento culminante para Fife no llegó hasta más tarde. Contó su historia y enseñó el tobillo. El tobillo seguía hinchado. El teniente coronel Roth le examinó cuidadosamente, torciéndolo en uno y otro sentido hasta hacer quejarse a Fife. Desde luego estaba mal, dijo. No comprendía cómo nadie podía marchar y combatir en mal terreno con un tobillo así. ¿Cuánto tiempo hacía que lo tenía Fife? Fife le dijo la verdad y luego le explicó lo del vendaje y que siempre llevaba vendas y esparadrapo para eso. El teniente coronel Roth dio un silbido de admiración y luego miró penetrantemente a Fife:
—Entonces, ¿cómo es que te has decidido a presentarte en el hospital ahora?
Era el momento de la verdad y Fife se dio cuenta intuitivamente de ello. Su reacción fue completamente instintiva: en vez de poner cara de culpabilidad, ni siquiera de súplica, le dirigió al teniente coronel Roth una sonrisa cínica y cautelosa:
—Bueno, mi teniente coronel, parece que últimamente me duele bastante más —dijo sonriente.
A Roth se le retorcieron los labios y le brillaron los ojos, y luego también pasó por su cara durante un instante, la misma sonrisa cínica de conspiración. Se inclinó y volvió a manipular el tobillo. Bueno, pues haría falta una operación, eso era seguro, y eso significaría pasarse varios meses escayolado. ¿Estaría dispuesto Fife a pasarse varios meses escayolado? Fife volvió a sonreír con cautela:
—Bueno, si sirve de algo, mi teniente coronel… creo que sí.
El teniente coronel Roth volvió a bajar la cabeza, diciendo que quizá no pudiera ponerse nunca bien del todo, pero que podría mejorar. Esas operaciones de ligamentos y tendones eran un tanto complicadas. Había un buen cirujano de esto en el Hospital de la Base Naval n.o 3, en Ephate, que verdaderamente disfrutaba con aquellas tareas de cirugía delicada. Después de aquello llevarían a Fife a Nueva Zelanda, si es que verdaderamente le hacía falta tanto tiempo de escayola. Y después de aquello… Roth se encogió de hombros y le volvieron a brillar los ojos. Se volvió hacia el enfermero:
—Apunta a este hombre para la evacuación —dijo.
Fife tenía miedo de creérselo, no fuera a ocurrir algo que lo cambiara. Sólo aquello y estaba fuera. ¡Fuera! ¡Fuera! Sin decir nada, se agachó y empezó a ponerse el calcetín y la bota.
Cuando se dirigió hacia la puerta le llamó Roth. Cuando se dio la vuelta, dijo el teniente coronel:
—Ya veo que te han hecho cabo primero.
—¿Cómo? —preguntó Fife.
Roth sonrió:
—La otra vez eras cabo, ¿no? ¿Qué pasó de aquello de las gafas? ¿Nada? Bueno, cuando llegues allí se lo dices. Ya se encargarán de darte unas nuevas.
Aquello no tenía sentido. ¿Por qué era de una forma una vez y luego completamente distinto a la siguiente? ¿Es que este teniente coronel Roth, que tenía en sus manos la decisión entre la vida segura y la muerte probable de los meros combatientes, es que este hombre era presa de cambios de opinión y de estado de ánimo? ¿Así, como todos los demás? Sólo pensarlo resultaba aterrador. Tuvo que esperar tres días a la llegada del barco hospital (sólo evacuaban por avión los casos graves y de emergencia). Fueron tres días de tristeza y malestar. Porque ahora que estaba seguro de que se iba, ahora que ya estaba a salvo, se preguntaba si en realidad debía marcharse, si no debería escaparse del hospital y volver a «C de Charlie», como había hecho Welsh. Intentó con todas sus fuerzas pensar en lo sensato y razonable de lo que le había dicho MacTae. Pero seguía preguntándoselo.
Por fin lo comentó con el mismo Welsh cuando el brigada vino al hospital con un hatillo de posesiones personales de otro de los que iban a evacuar.
—¿Así que por fin te largas, eh? —rió Welsh burlón cuando le vio con un brillo de desprecio en los ojos negros.
—Sí —dijo Fife con tristeza. No podía evitar sentirse melancólico—. Pero he estado pensando, mi brigada. No sé si debería quedarme.
—¡Cómo! —gritó Welsh.
—Bueno, sí, vamos, ya sabe usted. Voy a echar de menos a la compañía. Y es… es como escaparse. En cierto sentido.
Welsh le miró en un silencio burlón, con los ojos enloquecidos brillantes:
—Claro, supongo que si es eso lo que sientes, debías volver. —¿Le parece a usted? Suponía que a lo mejor me podía escapar esta noche.
—Muy bien —dijo Welsh, luciendo después su sonrisa lenta y astuta—. ¿Quieres que te diga una cosa, chaval? —le dijo con voz suave—. ¿Quieres que te diga por qué hice que te echaran de la oficina aquella vez? Creíste que fue porque creíamos que no ibas a volver, ¿verdad? —Y antes de que Fife pudiera responder, dijo—: Bueno, pues no. Fue porque eras un escribiente tan jodidamente malo, ¡que TUVE que hacerlo!
Si hubiera podido, Fife le hubiera dado un golpe de furioso que estaba. Sabía que no era un mal escribiente. Pero estaba echado en la cama y antes de que pudiera levantarse ya se había ido Welsh por el pasillo hasta la puerta de la tienda. Ni siquiera se volvió a mirar hacia atrás. Fife no volvió a verle. No se escapó aquella noche y el barco hospital salía al día siguiente. Se sentía triste, pero cuando la lancha de desembarco les llevó a todos hasta el barco grande, no se sintió culpable. Estaba contento de alejarse de una gente tan llena de odio. Era un día soleado y perfecto.
Fue aquel mismo día cuando el cabo primero John Bell recibió la carta que había estado esperando de su mujer. Acababan de terminar la instrucción de la mañana para fajina de mediodía y se acercó el cabo Weld con un montón de cartas. En realidad, la suya era la tercera de las tres que recibió. Igual que hacía siempre, Bell las ordenó por fechas del matasellos y leyó primero la más antigua. Así que no llegó a aquella carta hasta el final. Cuando la abrió y vio cómo empezaba («Querido John», decía), comprendió lo que era y que se trataba, en efecto, de una carta de despedida [15]. Con la cantimplora, la marmita y el vaso colgándole todos de una mano impotente, se alejó a leerlas a solas. «Querido John». Las otras habían empezado siempre por «Amor mío», «Mi amor», «Cielo mío» y demás cursilerías falsorras. Había estado haciéndolo. Había estado haciéndolo. Y en cambio, él no había tocado a nadie ni una sola vez, desde que se marchó. ¡Cabronazo supersticioso, mira que creer que iba a importar algo! Estaba furiosamente hambriento de los ejercicios matutinos, pero comprendía que no podía comer nada. Se sentía mal por todas partes. Le temblaban las piernas y también le temblaban las manos y los brazos. Se sentó en un tronco de cocotero.
Cuando por fin logró dominarse la leyó cuidadosa y serenamente, en vez de saltarse la mitad lleno de nerviosismo. Estaba escrita cuidadosamente y serenamente. Allí tenía toda la información. El tío era un capitán de las Fuerzas Aéreas del aeródromo de Paterson. Se había enamorado desesperadamente de él. Era un científico investigador de aerodinamismo y, por lo tanto, no le enviarían nunca al frente. Quería divorciarse para casarse con él. Sabía que él, Bell, podía negárselo.
Pero se lo pedía de todas formas recordando lo que había habido entre los dos. Parecía que la guerra podía continuar eternamente. Y sólo Dios sabía lo que iba a ocurrir después en el mundo. Estaba locamente enamorada y quería disfrutar de aquel amor mientras pudiera. Creía que él la comprendería. Y en medio de toda esta información necesaria había incisos en que se repetían las peticiones, las súplicas de perdón. Oh, no faltaba nada. Era una carta serena, sensata, tranquila y hasta triste. Era adecuada y razonable. Incluso resultaba bien hecha. Lo que no incluía era ninguna información acerca de lo que hacían juntos. Cómo se acostaban. Lo que hacían en la cama. Qué otras cosas hacían.
Ni una sola palabra comparándole con Bell. Naturalmente, ahora eran todas cosas particulares entre ella y aquel tío. Aquello era algo en lo que nunca admitirían a Bell. Pero se lo podía imaginar. Peor aún, lo podía recordar. Hombre, con sólo leer la carta podría uno pensar que no había nada de sexo entre ellos, que todo era muy cortés, adecuado y distante. «¡Vamos, nena, que te he jodido más de una vez!». Se quedó sentado con la carta, completamente deshecho y, como un buen soldado profesional, dispuesto a morir. ¡Marty! ¡Marty!
No pudo comer nada. Y durante los ejercicios de la tarde su acostumbrada competencia disminuyó bastante.
—¿Qué te pasa? —le preguntó el cabo primero Witt, que era ahora uno de sus jefes de escuadra—. ¿Has comido algo malo?
Cuando volvieron y rompieron filas se fue solo a la lengüeta de jungla e intentó evocar aquella imagen translúcida y realista de su mujer que le había llegado tantas veces y en tantos sitios de esta isla. Encontró que no podía. Cogió la carta y se fue a ver al capitán Bosche.
—¿Sí? ¡Pase! ¿Qué hay, Bell? —dijo el jefe de la compañía. Tenía la pequeña y apretada barriga pegada al borde de la mesa y estaba inclinado sobre sus papeles. Bell le entregó la carta sin una palabra. Después de todo, se trataba de una carta tan formalmente adecuada que se podía enseñar a cualquiera. Se la podía enseñar uno a su propia madre.
La reacción de Bosche fue asombrosa, incluso para él en su estado de desesperación. Al irla leyendo, las manos del capitán empezaron a temblar hasta que la carta se sacudía de arriba abajo. Se le puso la cara pálida como la de un muerto, con una rabia tan grande que parecía convertirle la carita redonda en una pelota pequeña y apretada de tal densidad que parecía que podía pulverizar una bola de granito de igual tamaño con sólo caer sobre ella. Por fin, en lo que parecía ser una lenta graduación pero en realidad ocurrió con mucha rapidez, el capitán Bosche volvió a dominarse. Bell no tenía ni idea de por qué le afectaba tanto la carta.
—Ya sabes, naturalmente, que no tienes que acceder a esta petición —dijo Bosche con voz cortante y dura—. Ni tampoco puede tu mujer conseguir un divorcio o una separación sin tu permiso.
—Ya lo sé —dijo Bell débilmente.
—Hay todavía más. Con una carta así en tu posesión, tienes derecho a detener toda pensión, todos los pagos y todas las pólizas de seguro del Gobierno —dijo Bosche con una voz aún más dura.
—Eso no lo sabía —dijo Bell.
—Pues sí —dijo Bosche. Tenía la mandíbula, pequeña y redonda, tan dura como si fuese de acero.
—Pero quiero concedérselo —dijo Bell, con voz cansada—. Quería preguntarle si querría redactarme una carta oficial dándole el permiso.
Durante un segundo de asombro el capitán no respondió, y después dijo rígidamente:
—No te entiendo. ¿Por qué quieres hacer eso?
—Bueno, es algo difícil de explicar —le dijo Bell, haciendo luego una pausa. ¿Cómo se lo diría? Si no lo sabía…—. Bueno, supongo que se trata sencillamente que no veo por qué ha de seguir uno casado con una mujer que no quiere estar casada con uno.
Los ojos del capitán Bosche se habían convertido en grietas por las que miraba a Bell.
—Bueno, siempre hay actitudes y opiniones distintas para todo, creo yo —dijo profundamente—. Eso es lo que hace que seamos como somos.
—¿Me redactará usted la carta, mi capitán?
—Desde luego que sí —dijo Bosche, y Bell se dio la vuelta para marcharse.
—¡Oh, Bell! —exclamó, y cuando Bell se dio la vuelta le enseñó un montón de papeles—. Esto llegó ayer para ti. Lo he retrasado un poco porque quería escribir mi propia recomendación. Y ya está escrita. Se me acaba de ocurrir que éste era un buen momento para dártelo. Es una orden de ascenso para pasarte a primer teniente de infantería —dijo con voz monótona, pero aun así no se podía dejar de percibir el énfasis aplicado a la palabra primer teniente. Sonrió.
—¿De verdad? —preguntó Bell. Se sentía ridículo.
Bosche siguió sonriendo:
—De verdad. He supuesto que querrías aceptarla y he escrito mi recomendación más calurosa.
—¿Puedo pensarlo durante algún tiempo?
—Naturalmente —dijo Bosche inmediatamente—. Tómate todo el tiempo que quieras. Hoy te han pasado varias cosas muy importantes. Y si quieres cambiar de opinión acerca del otro asunto, también puedes hacer lo que quieras.
—Gracias, mi capitán.
Una vez fuera volvió a sentarse en el mismo tronco de cocotero. ¿O sería otro? Era difícil decirlo. ¿Lo habría calculado ella todo? ¿Habría escrito la carta de la manera exacta en que sabía que causaría en él el tipo de reacción que quería? Probablemente. Le conocía lo bastante bien para eso, ¿no? Lo conocía bien. Igual de bien que la conocía él a ella. Lo suficientemente bien para saber que ocurriría con ella lo que había ocurrido. Y había ocurrido, ¿no? La gente no estaba casada durante tanto tiempo sin llegar a conocerse muy bien el uno al otro. ¿O no se habrían conocido nunca? Estaba seguro de que Bosche no le hubiera dado a su mujer el permiso de divorcio, ¿a que no? ¿Por qué había reaccionado de manera tan extraña? ¿Le había ocurrido lo mismo, quizás? El dolor de superponer a su propia experiencia de hacer el amor con Marty la imaginación del amor que hacían ella y aquel otro tío era demasiado para él. Se dedicó a pensar en otros temas.
¿El ascenso? ¡Primer teniente de infantería! Con una sonrisa triste, Bell decidió que probablemente sería tan inofensivo en ese cargo como en cualquier otro. Con la caída del crepúsculo se levantó para ir a decírselo al capitán. Al día siguiente, con la carta de permiso para el divorcio escrita y firmada, preparó su equipaje y se marchó a jurar el cargo y pasar a su nuevo destino. Otro más que se marchaba de «C de Charlie». Cuando Bosche le pidió que recomendara a su sucesor, Bell nombró a Thorne, del segundo pelotón, porque le parecía que Witt no era demasiado de fiar cuando se enfadaba.
Así que allí estaban. El resto, reforzado casi hasta números normales por la llegada de los novatos, no era en absoluto la compañía «C de Charlie» que había desembarcado hacía tiempo en esta isla. Era una organización completamente distinta con un aspecto radicalmente diferente. Tres días después de la marcha de Bell llegaron órdenes de iniciar la marcha y todo volvió a quedar en suspenso. Ya no hubo más traslados, ni más ascensos que causaran la marcha de un hombre de la compañía, ni un cambio de ninguna especie. Las órdenes, marcadas ALTO SECRETO y conocidas por todos casi inmediatamente después de la llegada, afirmaban que tenían que estar preparados para avanzar dentro de un espacio de tiempo de diez días a dos semanas. Todos los entrenamientos cesarían a partir de la recepción de las órdenes e inmediatamente tendrían que iniciar los preparativos de marcha. Las órdenes no decían cuál era el nuevo destino de la división.
Naturalmente, no hacía ninguna falta. Todos lo sabían. Don Doll se había hecho amigo íntimo de su inmediato superior Milly Beck, ahora que se había ido Fife, y comentaron las perspectivas de Nueva Georgia. Doll, por unanimidad, estaba considerado como el mejor explorador de pelotón de la compañía de ahora y era evidente que sería el primero en conseguir un pelotón. El esbelto Carrie Arbre había ascendido a cabo primero de la antigua escuadra de Doll. Él y Doll seguían hablándose con una rigidez cuidadosamente cautelosa.
Algo más, el regalo de una nación agradecida, les llegó antes de irse de allí, y fueron las condecoraciones. Cínicamente, se habían olvidado de ellas cuando vieron que no llegaban, pero ahora les llegaron junto con los diplomas correspondientes.
Se hizo una ceremonia para la entrega. Cada uno de los miembros de la pequeña fuerza de asalto del capitán Gaff en el Elefante Bailarín recibió una Estrella de Bronce o más todavía. Naturalmente, la del Grandote Cash era póstuma. La de John Bell se la reexpidieron. Cuín el Huesos, recomendado por Bugger Stein para una Estrella de Bronce, la recibió. Don Doll, recomendado por el capitán Gaff para una Cruz de Servicios Distinguidos, recibió en su lugar una Estrella de Plata. Charlie Dale, recomendado para una Cruz de Servicios Distinguidos tanto por Stein como por Band, el Cazador de Gloria, por todas sus valentías durante el Elefante Bailarín, recibió una Cruz de Servicios Distinguidos, la única del batallón. Hubo algunos gruñidos acerca de esto, pero —como dijo inmediatamente uno de los ingeniosos de la compañía— hacía buena impresión al lado de su colección de dientes. Todo el mundo hizo como que las medallas no les importaban nada, pero todos los que las recibieron se sintieron secretamente orgullosos.
También les llegaron noticias recientes del legendario capitán Gaff, justo dos días antes de la marcha. Por algún motivo cayó en manos de los hombres de «C de Charlie» una copia relativamente reciente de la revista Yank [16], y en ella había una foto a toda página del antiguo segundo jefe del batallón. Vestido con su uniforme de gala a medida (era ya invierno en Estados Unidos), con su Medalla de Honor del Congreso en torno al cuello, el capitán había sido fotografiado para Yank mientras pronunciaba un discurso para la venta de bonos de guerra. El comentario debajo de la foto decía que su frase, ya famosa en el mundo entero, dirigida a su pequeño y heroico grupo de infantería agotada pero invencible en Guadalcanal («Aquí es donde separamos las ovejas de la cabras y los hombres de los niños») se había convertido en un eslogan nacional y se veía en letras de treinta centímetros de altura por todas las pancartas del país, mientras que dos editoriales de canciones habían creado canciones guerreras populares que llevaban ese título, una de las cuales estaba entre las diez de más éxito del año.
Naturalmente, tuvieron que ir a pie hasta la playa, ya que daba la casualidad de que por el momento no había camiones disponibles. Avanzando por la humedad cargada y el aire pesado, tropezando en los rollos de barro y en los montones de maleza, el cementerio les parecía muy fresco y verde. Aquella zona tenía un buen drenaje y habían plantado por toda ella hierba azulada. Grandes mangas automáticas de riego lanzaban sus cohetes brillantes por el aire, retorciéndose por entre las cruces. Y las cruces blancas parecían bellísimas en sus largas filas regulares. Había soldados de Intendencia moviéndose aquí y allá en la gran extensión, cuidándolo y reparándolo todo.
Unos ochocientos metros más allá pasaron al lado de un lanchón japonés lleno de óxido, y encima de él había un hombre que estaba comiéndose una manzana. Subido en la parte más alta de la proa de la barcaza, les miraba directamente mientras iba masticando. Una manzana. Por algún motivo, por alguna equivocación increíble entre los triplicados de facturación y los billetes de carga en quintuplicado, por algún descuido de un funcionario anónimo pero generalmente eficiente, una manzana roja y fresca había entrado entre todas las latas, cajas y cajones de comidas preparadas, secas y deshidratadas y, disimulada en algún rincón vigilado, había logrado llegar hasta allí aquel hombre la había conseguido y podía sentarse en la proa de un lanchón encallado para comérsela mientras ellos pasaban a su lado. Si les hubiera conocido, aquel desconocido podría haber apuntado sus nombres uno por uno mientras pasaban bajo él en una especie de revista macabra, con las cabezas retorcidas hacia arriba para mirarle, hambrientos, mientras se comía la manzana: el capitán Bosche, sus oficiales, el brigada Eddie Welsh, los sargentos de pelotón Thorne, Milly Beck, Charlie Dale, el sargento Don Doll, el cabo Weld, el cabo primero Carrie Arbre, el soldado de primera Train, el soldado Crown, los soldados Tills y Mazzi, todos mirando hacia atrás y hacia arriba al ir pasando a su lado. Pero, naturalmente, no podía hacerlo, ya que para él eran todos desconocidos.
A Welsh el Loco, que marchaba detrás de la figura compacta del capitán Bosche, las manzanas no le importaban un pepino. Él tenía sus dos cantimploras de ginebra. Que era todo lo que podía llevar esta vez, y las tanteó furtivamente. Mentalmente iba murmurando sin cesar su vieja frase de sabiduría, «Propiedad. Propiedad. Todo por la propiedad», que había pronunciado antiguamente con toda la inocencia al llegar a aquella isla. Bueno, pues aquella isla no era una mala propiedad, con su tamaño, ¿verdad? Ahora ya había llegado a sentir el entumecimiento del combate por primera vez en Bula Bula, y sus esperanzas y creencias calculadas eran que si se continuaba haciendo lo mismo con suficiente tiempo y frecuencia, podría convertirse en un estado permanente y afortunadamente embelesado.
Delante de ellos esperaban las lanchas de desembarco dispuestas a llevarles a bordo, y empezaron a entrar en ellas lentamente para que les transportasen hasta las redes del barco. Un día, uno de ellos escribiría un libro acerca de todo esto, pero ninguno de ellos lo creería, porque ninguno de ellos lo recordaría así.
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