5

Billones de estrellas duras y brillantes relucían con un fulgor implacable por todo el cielo de la noche tropical. Bajo este telón brillante del universo, los hombres yacían despiertos y a la espera. De vez en cuando, los mismos cúmulos que durante el día navegaban, como manchones blancos sobre la oscuridad en su ruta calmosa por la extensión brillante tapando parte de ella, pero no cayó nada de lluvia sobre los sedientos soldados. Por primera vez desde que habían llegado a aquellas colinas no llovió en toda la noche. Había que aguantar la noche y había que aguantarla al seco, bajo su magnífica belleza. Quizá fuera el teniente coronel Tall el único que disfrutara de ella.

Por fin, aunque seguía siendo noche cerrada, se produjeron movimientos de aviso y susurros a lo largo de la línea, de agujero a agujero, al ir pasando la orden de ponerse en marcha. A la luz inhumana e irreal del falso amanecer, los restos polvorientos y de caras sucias de «C de Charlie» se movieron en sus agujeros y se fueron coagulando rígidamente por escuadras y pelotones para iniciar su ataque de flanco. No había ni uno que no tuviera cortes, heridas o rozaduras. Había gruesos rollos de suciedad apretados bajo las uñas embarradas de las manos grasientas por la limpieza de las armas. Habían perdido cuarenta y ocho hombres, o sea un poco más de una cuarta parte de la compañía, entre muertos, heridos y enfermos, y nadie dudaba que hoy perderían más. Lo único que se preguntaban era: ¿Cuáles de nosotros? ¿Quién exactamente?

Conservando su aspecto elegante, aunque ya estaba casi tan sucio como ellos, el teniente coronel Tall, con el bastoncito de bambú metido bajo el sobaco y la mano descansando en la funda de la pistola, baja como la de un pistolero, se paseó entre ellos para desearles buena suerte. Les dio la mano a Bugger Stein y a Brass Band. Luego avanzaron por la luz fantasmal, encaminándose de nuevo hacia el este por la colina para afrontar un nuevo día mientras la sed les roía las entrañas. Antes de que la aurora iluminase la zona habían cruzado el tercer pliegue —donde el día anterior habían pasado tantas horas de terror y cuyo familiar terreno les parecía ahora extraño— y habían atravesado la vaguada entre los pliegues hacia el borde de la jungla, donde estaban escondidos, donde no les había querido dejar ir el teniente coronel Tall y donde no había ni un solo japonés a la vista. Acercándose cautelosamente y con exploradores destacados, no encontraron a nadie en absoluto. Cien metros más al interior de la jungla descubrieron un sendero de fácil utilización, muy usado, con el barro cubierto de huellas de las botas japonesas de clavos apuntando todas hacia la cota 210. Al avanzar por él en silencio y sin problemas pudieron oír el principio del combate en la colina, donde habían dejado a los cuatro voluntarios anteriores, ahora cinco, con el capitán Gaff.

Tall no había esperado mucho. Ahora «B de Baker» ocupaba la línea de trincheras detrás de la plataforma. Tall les ordenó avanzar hasta la misma plataforma, y en cuanto hubo la suficiente luz para ver un poco envió al pelotón intermedio hacia delante, en un ataque cuyo objetivo era girar hacia la derecha en una línea que se apoyaría en la plataforma, de manera que quedaran frente al reducto. De esta forma estarían en situación de ayudar a Gaff.

Pero el movimiento del pelotón intermedio no tuvo éxito. El fuego de ametralladora del reducto y de otros puntos cercanos a él les hizo demasiado daño. Murieron cuatro hombres y resultaron heridos muchos más. Se vieron obligados a regresar. Aquél fue el ruido del combate que oyó «C de Charlie», y su fracaso lo dejaba todo en manos de Gaff y de sus voluntarios que ya eran sólo cinco. Tendrían que tomar el reducto ellos solos. Tall se acercó adonde estaban.

El quinto voluntario de Gaff era el soldado de primera Cash, el taxista de Ohio de ojos helados y cara malvada, al que en «C de Charlie» llamaban el Grandote. Poco antes, antes de que se fuera «C de Charlie», el Grandote se había acercado a Tall en la oscuridad y con voz ronca le había pedido que le permitiese quedarse con ellos para ayudar al grupo de asalto de Gaff. Tall, que de todas formas no estaba acostumbrado a que se le acercaran soldados desconocidos, apenas podía dar crédito a sus oídos. Ni siquiera recordaba haber visto antes a aquel hombre.

—¿Por qué? —preguntó severamente.

—Por lo que les hicieron los japoneses a aquellos tíos del segundo batallón hace tres días en la cota 209 —dijo el Grandote—. No lo he olvidado y quiero pescar a unos cuantos personalmente antes de que me den a mí o me maten sin haber tenido oportunidad de matar a algunos. Me parece que la mejor oportunidad que tengo es la operación del capitán Gaff.

Durante un momento Tall no pudo escapar a la impresión que estaba siendo víctima de una especie de broma complicada y de mal gusto perpetrada por los listos de la compañía «Charlie», que le habían mandado a aquel hombretón deliberadamente con su estúpida solicitud de una vendetta personal y heroica. El brigada Welsh era de los que tenían una imaginación capaz de una ridiculez tan sutil.

Pero cuando levantó la mirada (como se vio obligado a hacer, y eso que Tall no tenía nada de bajo) hacia aquella cara dura y asesina y aquellos ojos helados, aunque no demasiado inteligentes, pudo ver que pese a que se había encendido de ira, aquel hombre hablaba con evidente sinceridad. Cash estaba de pie, con el fusil colgado no al hombro, sino cruzado a la espalda, y en la mano llevaba una de aquellas escopetas de caza y una canana llena de cartuchos de postas que un imbécil de teniente de Estado Mayor había tenido la brillante idea de distribuir para «operaciones cuerpo a cuerpo» la noche antes del ataque, lo que significaba que Cash había guardado aquella estupidez durante todos los peligros del día anterior. Tall pensaba que las habían tirado todas. No pudo evitar sentir un escalofrío. ¡Aquel bruto era grande de verdad! Pero su propia reacción le hizo enfadarse todavía más.

—¿Hablas en serio, soldado? —exclamó con voz cortante—. Estamos metidos en una guerra. Estoy ocupado. Tengo que organizar una batalla seria.

—Sí —dijo el Grandote, y luego, recordando los buenos modales, añadió—: Quiero decir que sí, mí teniente coronel. Hablo en serio.

Tall apretó los labios. Si aquel hombre quería hacer una solicitud como aquélla, tendría que saber que debía pasar por toda la cadena de mando: primero el jefe de su pelotón, luego el de la compañía y luego el mismo Gaff en vez de venir a molestar al comandante del batallón cuando éste tenía que organizar una batalla.

—¿No sabes…? —empezó a hablar sintiéndose frustrado y conteniéndose luego. Tall se enorgullecía de ser un profesional y estas peticiones de vendettas personales le ofendían y le aburrían. Un profesional no podía hacer caso de estas cosas y tenía que organizar una batalla, o una guerra, según fuera desarrollándose sobre el terreno. Tall conocía a oficiales de Infantería de Marina que se reían acerca de las jarras de dientes de oro de japoneses que habían coleccionado algunos de sus hombres durante la campaña, pero prefería no tener nada que ver con aquel género de cosas. Además, aunque su protegido Gaff había perdido a dos hombres ayer tarde, habían decidido entre ellos que la experiencia y el conocimiento del terreno que habían conseguido los supervivientes compensaba el añadir a dos sustitutos inexpertos que, probablemente, serían más una molestia que una ayuda. Pero…

Y, de todas formas, allí estaba aquel hombretón esperando mudamente, como si sus deseos fueran lo único que existía en el mundo, cerrándole el paso a Tall con su corpachón, de forma que no podía ver nada de lo que pasaba.

Tras morderse los labios exclamó con frialdad:

—Si quieres ir con el capitán Gaff, tendrás que ir a decírselo a él y pedírselo. Estoy ocupado. Puedes decirle que no me opongo a que vayas. ¡Y ahora, largo, maldita sea! —gritó dándose la vuelta y dejando al Grandote agarrado a su escopeta.

—¡Sí, señor! —gritó a la espalda del teniente coronel—. ¡Gracias, mi teniente coronel! —Y mientras Tall seguía organizando la marcha de la compañía «C de Charlie», Cash fue en busca de Gaff.

Al grito del Grandote no le había faltado una nota de sarcasmo. No se había pasado la vida conduciendo un taxi para no saber cuándo se le quitaba de encima alguien superior en la escala social, tuviera mucha inteligencia o poca. En lo que se refería a inteligencia, el Grandote estaba seguro de que él hubiera podido ser tan inteligente como el que más —y más inteligente que la mayoría— si no hubiera opinado siempre que la escuela, la historia, la aritmética y el leer y aprender palabras no eran más que estupideces que le hacían perder a uno el tiempo y le impedían que se acostara con tías o que ganara dinero. Seguía opinándolo, y se lo hacía opinar a sus hijos. No había llegado a terminar el primer curso de bachillerato y leía un periódico igual de bien que cualquiera. Y en lo que se refería a inteligencia, era lo bastante inteligente para darse cuenta de que la declaración del teniente coronel de que él no se oponía era equivalente a la aceptación por parte de Gaff. En realidad, durante todo el tiempo que había pasado hablando con el teniente coronel, el Grandote se había propuesto decirle a Gaff exactamente eso. Ahora se lo podía decir de verdad.

Así, en la oscuridad de antes del amanecer, Gaff y sus cuatro voluntarios presenciaron el espectáculo impresionante del Grandote lanzándose hacia ellos en la oscuridad, agarrando todavía su escopeta y su canana de postas a las que se había aferrado cariñosamente a través de todo el terror de ayer, en su agujero hecho por la artillería americana, entre el primer pelotón. Estólidamente y sin excitarse, el Grandote dio su informe. Como se había figurado, le aceptaron inmediatamente, aunque también Gaff miró la escopeta con aire de extrañeza. Sólo tenía que buscar a Bugger Stein para informarle del cambio, y luego volver a quedarse esperando con los demás hasta que hiciera su ataque el pelotón del centro de la compañía «B» y les tocara a ellos. El Grandote lo hizo todo con una sombría satisfacción.

Poco podían hacer, aparte de charlar. Durante la media hora que tardó el pelotón central de la compañía «B» en fracasar y volver tropezando y gimiendo hacia la plataforma con caras tensas y ojos en blanco, los seis se quedaron unos metros más atrás de la plataforma, detrás del pelotón derecho de la compañía «B», que además de sostener la derecha de la línea a lo largo de la posición, actuaba también como reserva. Resultaba extraño ver cómo cuanto más duraba uno en esta empresa, menos simpatía sentía uno por aquellos a los que les estaban disparando, con tal de estar uno mismo bien a salvo. A veces la diferencia no consistía más que en unos metros, pero el terror iba limitándose cada vez más a aquellos momentos en que uno mismo estaba en un peligro real. Así, mientras el pelotón central de la compañía «B» disparaba y recibía disparos, luchaba y gemía a treinta metros de distancia, al otro lado de la plataforma el grupo de Gaff estaba charlando. Y Cash, el nuevo fichaje, hacía notar su presencia.

El Grandote participó muy poco en la conversación después de explicar el motivo por el que quería ir con ellos, pero de todas maneras se hizo notar. Descolgándose el fusil, lo colocó junto con la escopeta con mucho cuidado para que no entrara polvo en los cerrojos, y luego se quedó acostado, jugueteando con la canana llena de cartuchos de postas, metiéndolos y sacándolos de sus recipientes de tela, con la cara convertida en una máscara estólida y brutal. La escopeta era muy nueva, automática, con los cañones recortados y una recámara de cinco tiros; los cartuchos, en realidad, no eran de postas, sino que estaban llenos hasta arriba de perdigones de buen calibre que podían agujerear de lado a lado a un hombre al que se le tirase desde cerca. Era una arma brutal, y Cash parecía capaz de usarla bien. Nadie, en realidad, sabía mucho acerca de él en «C de Charlie». Había llegado movilizado hacía seis meses y, aunque había ido haciendo conocidos, no había hecho amistades de verdad. Todos le tenían un poco de miedo. Era un tipo reservado, bebía casi siempre a solas y, aunque nunca había retado a nadie a pelear, había algo en su sonrisa que hacía ver claramente que en caso de que se le retase a él lo aceptaría animada y alegremente. Nunca le retaron. Con una estatura de un metro noventa y cinco y un desarrollo muscular equivalente, en una unidad en la que se consideraba que la destreza en la pelea era el medio de medir la categoría de un hombre, nadie quería retarle. Si se exceptuaba a Queen el Grande (al que le sacaba más de diez centímetros, aunque pesaba menos que él) era el tipo más enorme de la compañía. A algunos les hubiera gustado organizar una pelea de gigantes entre el Grandote y Queen el Grande, sólo para ver quién ganaba, pero nunca lo lograron. Aunque fuera curioso, la única persona que casi llegó a ser un amigo de verdad del Grandote fue Witt el de Kentucky, que le llegaba por la cintura y con el que solía salir de permiso antes de que cambiaran de unidad a Witt. Resultó que esto se debía a que en Toledo el Grandote había conocido y admirado a muchos de Kentucky que habían emigrado al Norte para trabajar en las fábricas, y le había gustado aquel fuerte sentido del honor, lleno de terquedad, que se demostraba en sus peleas de borrachos por mujeres o en las peleas por obtener los asientos mejores en el bar. Pero ahora, hoy, no habló ni siquiera a Witt, salvo un gruñido de saludo formulista. Pese al hecho de que ahora ya eran veteranos endurecidos de aquel asalto, y podían mirar al Grandote desde las alturas de esta superioridad, todos se sentían poco inclinados a hacerlo.

John Bell, por lo menos, había olvidado que los japoneses habían matado a torturas a los dos hombres de la compañía «George» hacía dos días. Resultaba demasiado tiempo y le habían ocurrido demasiadas cosas desde entonces. Cuando el Grandote se lo recordó con gran sorpresa de todos, Bell se dio cuenta de que en realidad ya no le importaba mucho. Se mataba a los tíos de una manera o de otra. A algunos les torturaban, a otros les daban en la barriga como a Telia. A otros les llegaba rápido de un tiro en la cabeza. ¿Quién podía decir cuánto habían sufrido aquellos dos en realidad? Sólo ellos mismos, y ya no estaban allí para contarlo. Y si no existían ellos, tampoco existía aquello, y ya no importaba. ¿Por tanto, qué coño? Había una muralla entre los vivos y los muertos. Y sólo había un medio de pasarla. Eso era lo único que importaba. ¿Entonces, para qué tanto jaleo? Bell se encontró mirando fríamente al Grandote y preguntándose qué sería lo que le pasaba en realidad, por detrás de todas estas estupideces. Resultaba evidente que los demás componentes del grupito pensaban lo mismo, advirtió Bell por la expresión de sus caras, pero nadie dijo nada. A treinta y cinco metros de distancia, por encima de la protección de la plataforma, el pelotón central de «Baker» seguía disparando y combatiendo, y de vez en cuando chillaban un poco. Si era lo que le parecía a Bell, dentro de muy poco volverían los que quedasen. La uña áspera de la excitación le rascó en el abdomen cuando pensó en lo que esto significaría para él dentro de poco. Luego, de repente, como si le hubieran echado un cubo de agua fría en la cara, le aplastó la conciencia su propia indiferencia suprema y le sacudió el horror ante su propia brutalidad endurecida. ¿Qué le parecería a Marty tener un marido así cuando por fin volviera él a casa? ¡Ah, Marty! Cuántas cosas cambian, y por todas partes. Por lo tanto, cuando por fin llegó el pelotón central de «B» rodando, tropezando, maldiciendo y gimiendo por la plataforma, con los ojos en blanco y los bocas abiertas. Bell les contempló con una angustia que quizás estuviera totalmente desproporcionada incluso con la de ellos.

Lo que sintieran los demás miembros del grupo de asalto no lo podía saber Bell. A juzgar por sus caras, todos ellos, incluido Cash, parecían sentir la misma indiferencia fría y cautelosa que acababa de experimentar y que ahora intentaba dejar de sentir desesperadamente. Los hombres de la compañía «Baker» yacían apoyados en la plataforma, mirando al vacío y respirando con largos jadeos doloridos de las gargantas secas. No había agua que darles y les hacía mucha falta. Aunque todavía no hacía calor de verdad, ya sudaban todos profusamente, perdiendo todavía más de aquella preciosa agua. Con un ruido como el de una batería de ranas en una charca, dos de ellos pusieron los ojos en blanco y se desmayaron. Nadie se molestó en ayudarles. Sus compañeros no podían hacerlo y el grupo de asalto se limitó a quedarse donde estaba y contemplarles.

Esta falta de agua se estaba convirtiendo en un problema grave para todos, y lo sería cada vez más al ir subiendo el ardiente sol ecuatorial, pero por las razones que fuese —aunque había grandes cantidades a retaguardia— no se la podían llevar a las posiciones de vanguardia. Aunque fuese extraño, fue Charlie Dale, el insensible, en vez de Bell o Don Doll, el que expresó lo que sentían todos los del grupo de asalto. Tuviera imaginación o no, era lo bastante animal para saber lo que le decía su estómago y para dejarse dirigir por él:

—Si no nos mandan agua pronto aquí arriba —dijo con voz lo bastante alta para que le oyeran todos los que estaban cerca— no vamos a poder llegar ninguno hasta la cima de la colina —dijo contemplando la forma erguida de la cota 209, que estaba detrás de ellos, y empezando a agitar el puño en dirección a ella—: ¡So jodidos! ¡So hijos de puta! ¡Cerdos, hijos de puta! ¡Tenéis toda la jodida agua del mundo y encima os bebéis hasta la última gota! ¡No dejáis que nos llegue ni una gota a nosotros!, ¿verdad? ¡Bueno, pues más os vale que mandéis algo hasta aquí, hasta los malditos combatientes, o si no podéis coger la jodida batalla y metérosla por el culo y perderla! —gritó en protesta y reverberó a todo lo largo de la plataforma, en la que nadie, y menos aún el pelotón central de «B», le prestó la más mínima atención. El resto fue disminuyendo de tono hasta Convertirse en un murmullo tenso e ininteligible que, al acercárseles el teniente coronel Tall desde su trinchera de mando con el bastoncillo en la mano, se convirtió en un silencio respetuoso y atento.

El teniente coronel, que andaba lentamente y erguido —todo lo erguido, en realidad, que podía conseguir— condescendió a ponerse en cuclillas mientras hablaba en voz baja y sería con Gaff. Luego volvieron a ponerse en marcha, arrastrándose a lo largo de la ya familiar plataforma, tan familiar que ya casi llegaba a producir una sensación de cariño, pensó John Bell, lo que podría convertirla en una trampa si uno se lo creía, y Gaff iba el primero.

Bell adelantó a Charlie Dale, que iba en segundo lugar, y tocó al capitán en el trasero, diciendo respetuosamente:

—Mejor será que me deje usted ir a mí el primero, mi capitán.

Gaff volvió la cabeza para mirarle con ojos intensos y medio cerrados. Durante un largo momento estuvieron los dos, oficial y ex oficial, mirándose honradamente a los ojos. Luego, con un gesto abrupto de la cabeza y la mano, Gaff reconoció su pequeño error e hizo una señal a Bell para que pasara delante. Dejó que le pasara otro hombre más, Dale, y luego entró en el tercer lugar. Cuando Bell llegó al punto en que empezaba la depresión y en que había muerto el teniente Gray, se detuvo.

Gaff no se molestó en soltarles ninguna arenga. Ya les había explicado la operación con todo detalle cuando estaban en la posición. Todo lo que dijo ahora fue:

—Chicos, ya sabéis todos lo que tenemos que hacer. No serviría de nada que lo repitiese otra vez. Estoy convencido de que la parte más difícil de la aproximación será el espacio abierto entre el final de esta depresión y la falda del montículo. Creo que, una vez que lo hayamos pasado, el resto será mejor. Recordad que nos podemos encontrar con emplazamientos pequeños en el camino. Preferiría dejarlos de lado si podemos, pero quizá tengamos que destruir alguno si nos bloquean el camino y nos detienen demasiado. Muy bien, eso es todo —dijo parándose y sonriéndoles, mirando a cada uno de los hombres a los ojos, con una sonrisa excitada, juvenil, feliz, de aventurero. Sólo resultaba un poco incongruente verla al lado de la expresión tensa y dura de los ojos—. Cuando lleguemos hasta ellos —dijo Gaff— deberíamos divertirnos.

Aparecieron varias sonrisas débiles, muy parecidas a la suya aunque no tan fuertes. Sólo las de Witt y el Grandote parecían ser auténticamente profundas. Pero todos le estaban agradecidos. Desde el día anterior, todos ellos, excepto el Grandote, habían llegado a sentir un gran cariño por él. Durante toda la tarde, toda la noche y nuevamente durante los movimientos de antes del alba, se había quedado con ellos, excepto durante su conferencia con el teniente coronel, pasando el tiempo con ellos. Había bromeado con ellos, irritándoles unas veces y animándoles otras, contando chistes y cuentos verdes de sus días de West Point, y después sobre todas las tías buenas con las que había ligado; en fin, les había tratado como a iguales. Incluso Bell, que había sido su igual, le resultaba un poco excitante y halagador que un oficial le tratase como un igual; para los otros lo era más aún. Hubieran seguido a Gaff a cualquier parte. Les había prometido la mayor borrachera de sus vidas, todo por cuenta de él, una vez que estuvieran fuera de todo aquel jaleo y volvieran a retaguardia. Y también esto se lo agradecían. No había mencionado, cuando hizo esta promesa, nada acerca de «supervivientes» o «los que quedasen» para emborracharse juntos, presumiendo tácitamente que estarían todos juntos para celebrarlo. Y también le agradecían aquello. Ahora les miró a todos otra vez con la sonrisa juvenil de aventurero por encima de los ojos tensos y fríos.

—Desde aquí seré yo el primero —dijo—, porque quiero escoger el camino yo mismo. Si me pasara algo, quedaría al mando el cabo primero Bell, así que quiero que vaya el último. El cabo primero Dale sería el segundo jefe. Ya saben los dos lo que hay que hacer. Bueno, vámonos —dijo, más como un suspiro que como una orden alegre.

Luego salieron arrastrándose por la estrecha peligrosidad, peculiarmente percibida, de la familiar depresión, con Gaff en primera posición, cada uno de los hombres buscando con mucho cuidado el punto en que se abría la depresión a la plataforma, donde el teniente Gray se había dejado matar por descuido. Cash el Grandote, para quien todo aquello era nuevo, tenía un cuidado especial. John Bell, esperando a que subieran los otros, vio que le estaba mirando Charlie Dale con una expresión de enemistad confusa pero, sin embargo, llena de odio. Dale había sido nombrado cabo primero interino por lo menos una hora antes que Bell, y por lo tanto le correspondía el puesto por mayor antigüedad. Bell le hizo un guiño y Dale miró a otro lado. Un momento después le tocó a Dale el turno de subir y escaló hasta la depresión sin echar una mirada atrás. Sólo quedaba entre ellos un hombre, Witt. Luego llegó el turno de Bell. Por tercera, cuarta, quinta vez —Bell había perdido la cuenta— subió por la plataforma y pasó arrastrándose por entre la pequeña pantalla de arbustos. Cada vez tenían un aspecto más reseco a causa de todo el fuego de ametralladora que había pasado entre ellos.

Delante, en la depresión, con la cabeza baja, Charlie Dale estaba pensando furiosamente que eso era lo que se podía esperar siempre de todos aquellos condenados jodidos oficiales. Siempre se defendían como un grupo de cuatreros, expulsados o no. Se había pasado todo el día de ayer rompiéndose los cuernos por ellos. A él le había nombrado cabo primero interino un oficial, el mismo Bugger Stein, y no un jodido sargento de pelotón como Keck. Y por lo menos una hora antes. ¿Y quién se llevaba el mando? No se podía confiar en ellos en absoluto, igual que no se podía confiar en absoluto en el Gobierno. Furioso, sintiéndose ofendido, manteniendo la cabeza cuidadosamente baja, contempló los pies de Doll inmóviles, delante de él, como si quisiera arrancárselos de un mordisco.

Gaff había esperado, mirando hacia atrás, hasta que se encontraron todos a salvo en la depresión. Ya no era necesario esperar más.

Volviendo la cabeza hacia la derecha, miró al reducto, pero sin levantar la cabeza a la suficiente altura para ver nada por encima de la hierba. ¿Estarían esperando? ¿Estarían mirando? ¿Estarían mirando a aquel preciso lugar? No podía saberlo. Pero tampoco tenía por qué darles una oportunidad exponiéndose, si es que miraban allí. Con una última mirada al Grandote Cash, que le favoreció con una sonrisa dura, brutal y con los ojos entornados que no resultaba muy animadora, dio un salto y se lanzó corriendo con el fusil preparado, corriendo con una lentitud agonizante y elevando mucho las rodillas para no enredarse en la hierba kunai, como un jugador de fútbol americano que se entrena entre pilas de neumáticos viejos. Era ridículo, por no decir nada más fuerte, y una manera poco digna de que le pegaran a uno un tiro, pero no hubo ni un disparo. Se metió de cabeza detrás de una ladera del montículo y se quedó allí. Después de esperar un minuto entero hizo un gesto al siguiente, el Grandote, de que fuese allí. El Grandote, que había avanzado igual que los que estaban tras él, se echó el fusil a la espalda y la escopeta en las manos, con las cintas del casco agitándose al viento. Justo antes de que llegase a la ladera abrió fuego una ametralladora, pero también él se metió de cabeza tras la loma. Se paró la ametralladora. El tercer hombre, Doll, se cayó. Sólo había recorrido cinco metros cuando abrieron fuego varias ametralladoras. Esta vez estaban atentos. El espacio abierto no tenía más que veinticinco o treinta metros, pero parecía mucho más. Desde el primer momento salió respirando con unos jadeos dolorosos. Luego metió el pie en un agujero en la capa de hierbas viejas y se cayó. «¡Oh, no! ¡Oh, no! —le gritó el cerebro aterrado—. ¡Yo no! ¡No después de todo lo que he pasado! ¡Ni siquiera me darán la medalla!». Ciegamente, escupiendo briznas de hierba y polvo, se puso en pie y avanzó tambaleante. Cayó sobre los otros dos y yació gimiendo en busca de aire y de vida. El sol, brillante y claro, acababa de elevarse sobre las colinas del este.

Ahora, a la luz solar de la primera mañana y entre las sombras pronunciadas, ya estaban disparando todas las ametralladoras del reducto, repartiéndose por la depresión, así como por el espacio abierto. Las balas pasaban por encima de las cabezas de Charlie Dale, Witt y Bell en ráfagas que sacudían y segaban los pobres arbustillos secos. Ahora le tocaba salir a Dale y seguía furioso con Bell.

—¡Eh, espera! —gritó Bell detrás de él—. ¡Espera! ¡No salgas todavía! ¡Tengo una idea!

Dale le echó una mirada de desprecio llena de odio y se puso en pie. Se marchó sin una palabra, corriendo sólidamente como una pequeña locomotora, de la misma forma que había bajado y luego vuelto a subir por la pendiente del tercer pliegue el día anterior. Para entonces ya estaba semiabierto en la hierba una especie de sendero, lo que resultaba una ayuda. Llegó detrás de la loma y se sentó, en apariencia completamente tranquilo, pero sintiéndose todavía secretamente enfadado con Bell. No le había tocado nada.

—¡Debes estar loco! —le gritó Gaff.

—¿Por qué? —preguntó Dale.

Y maliciosamente se puso en postura adecuada para ver lo que iba a hacer ahora aquel jodido Bell. Je, je. No es que quisiera que le hiriesen ni nada.

Bell demostró su idea inmediatamente. Cuando él y Witt se arrastraron hasta el final de la depresión, con las ametralladoras disparando todavía justo encima de sus cabezas, Bell quitó la anilla de una granada y la tiró hacia el reducto. Pero no la tiró en trayectoria directa, sino que la lanzó hacia el ángulo que formaban la plataforma y la depresión, de forma que aterrizó delante del reducto, pero separada de él, mucho más cerca de la plataforma. Cuando se volvieron las ametralladoras en aquella dirección, lo que hicieron inmediatamente, él y Witt cruzaron con toda seguridad antes de que pudieran volverse contra ellos. Resultaba evidente que los tres juntos lo hubieran podido hacer con la misma facilidad y cuando se tiró al suelo sonriente tras la seguridad de la loma, Bell volvió a guiñarle un ojo a Charlie Dale, que le respondió frunciendo el ceño.

—Muy inteligente —rió Gaff.

Bell le guiñó un ojo a Dale por tercera vez. Jodido. ¿Quién se creía que era? Luego, repentinamente, tras el tercer guiño, Bell se dio cuenta de que el miedo que había sentido esta vez era mucho menor, casi inapreciable. Incluso cuando le habían silbado todas aquellas balas por encima de la cabeza. ¿Estaría aprendiendo? ¿Sería eso? O, a lo mejor, es que estaba inmunizándose, haciéndose más brutal, como Dale. Se le quedó esta idea en la cabeza como los ecos de un gong mientras permanecía sentado mirando al vacío, y luego desapareció lentamente.

¿Y qué? Si la respuesta es afirmativa o no se refiere a su caso, pase, por favor, al cuestionario siguiente. Qué demonios, pensó. A la porra. Si pudiera tomar un trago de agua podría hacer cualquier cosa. Las ametralladoras del reducto seguían disparando, arrasando la vacía depresión y los pobres arbustillos, cuando el grupo se marchó de allí.

Gaff les había dicho que creía que el resto del camino sería más fácil una vez que hubieran pasado el espacio abierto, y tenía razón. El terreno se hacía más abrupto en torno a la loma que se erguía en la colina y allí arriba la hierba no era tan espesa, lo que les obligaba a volver a reptar. Resultaba casi imposible ver los emplazamientos camuflados hasta que abrieran fuego, y no podían correr riesgos. Al ir avanzando como caracoles, sudando y jadeando al sol tras el esfuerzo, el corazón de Bell —y el de todos— empezó a latir con un pulso más pesado, con una excitación y miedo que no resultaba del todo desagradable. Todos sabían, por la experiencia de ayer, que al otro lado de la loma había una pequeña meseta entre la loma y la pared de roca en que terminaba la plataforma, y que era por esta meseta por la que tenían que reptar para caer sobre los japoneses desde arriba. Todos habían visto lo que había tras la loma. Ahora reptaron por ella viéndola desde dentro del territorio japonés. No les dispararon y no vieron ningún emplazamiento hacia la izquierda, cerca de la gigantesca formación rocosa de la que habían salido el día anterior los siete japoneses en su estúpido contraataque, oían las voces de tenor de las ametralladoras japonesas que disparaban contra la compañía «Baker» a lo largo de la plataforma; pero contra ellos no abrió fuego nadie. Cuando llegaron al principio de la meseta, sudorosos y medio muertos por la falta de agua, Gaff les hizo un gesto para que se detuvieran.

Tuvo que tragar varias veces la saliva seca para poder hablar. Había convenido con el teniente coronel Tall que el jefe del pelotón de la derecha de «Baker» haría avanzar a sus hombres a lo largo de la plataforma hasta la depresión, y que estaría dispuesto a cargar por ella al oír la señal del silbato de Gaff, así que se sacó el silbato del bolsillo. La meseta mediría unos veinte o veinticinco metros, y situó a sus hombres esparcidos por ella. Debido a la forma en que caía, el reducto todavía resultaba invisible.

—Recordad que quiero que nos acerquemos todo lo que podamos antes de empezar a tirarles granadas —dijo el capitán. Para Bell, con la cabeza caliente y fatigada, la fraseología del capitán sonaba a algo extrañamente sexual, pero sabía que no podía serlo. Luego, Gaff reptó delante de ellos y miró atrás—: Bueno, chicos, aquí es donde se separan los hombres de los niños —les dijo— y las ovejas de las cabras. Vamos a acercarnos —dijo metiéndose el silbato en la boca y agarrando el fusil, mientras, con una granada en la mano, empezaba a acercarse.

Reptando detrás de él, y pese a su promesa de un hartazgo de cerveza pagado por él, los voluntarios de Gaff no pensaron que hubiera hablado demasiado bien en este momento. Mierda, yo mismo lo hubiera podido hacer mejor, pensó Doll escupiendo semillas de hierbas. Doll había olvidado completamente su apurada huida por el espacio abierto y de repente, sin ninguna razón aparente, se sintió transfigurado por una rabia que le recorrió todo el cuerpo como un incendio forestal incontrolable. No dispares hasta que le veas el rojo del culo, Gridley. Puedes cagar cuando quieras, Gridley. A la porra con los torpedos, adelante a toda máquina. Vi japoneses y les tiré granadas. No hay ateos en las trincheras, capellán. ¡Mierda para el enemigo! Estaba —por ningún motivo en absoluto, excepto que tenía miedo— tan furioso con Gaff que hubiera podido tirarle una granada en este mismo momento o haberle pegado un tiro. A su izquierda, su mayor rival, Charlie Dale, seguía reptando con los ojos entornados, odiando todavía a todos los oficiales y, por lo que a él se refería, la palabrería de Gaff no hacía más que darle la razón. Más allá de Dale, Cash el Grandote movía su corpachón despectivamente, con el fusil todavía a la espalda, con la escopeta cargada en los brazos; él no había venido para que le soltaran frasecitas tontas unos críos idiotas, aunque fueran oficiales; ovejas y cabras, mierda, pensó, sin una sola duda en su duro cerebro de taxista acerca del lado en que estaría él cuando llegara la hora de contar las unas y las otras. Witt, al otro lado del Grandote y convertido en el flanco izquierdo, se había limitado a escupir, meter el cuello flaco entre los hombros y apretar la mandíbula. No había venido en busca de una mierda de heroicidad militar, había venido porque era un hombre valiente y muy buen soldado y porque le necesitaba su vieja unidad, «C de Charlie», lo supieran ellos o no, y por él Gaff se podía ahorrar la conversación. Lentamente, mientras reptaban, el extremo izquierdo del reducto apareció a la vista a cincuenta metros de distancia y unos veinte por debajo de ellos.

En el extremo derecho de la pequeña línea, John Bell no pensaba en absoluto en el joven capitán Gaff. Tan pronto como Gaff expresó lo que pudiera parecer una frase inmortal, Bell la había olvidado por estúpida. En vez de esto, Bell estaba pensando en que su mujer le pusiera cuernos. Por qué se le ocurría este tema en un momento así, Bell no lo sabía, pero se le había ocurrido y no podía deshacerse de él. Pensando seriamente en ello, Bell descubrió que sometido a un análisis serio sólo podía encontrar cuatro situaciones básicas: marido pequeño y triste ataca a amante fuerte y alto; amante alto ataca a marido bajito y triste; marido bajito y triste ataca a esposa fuerte y alta; esposa fuerte y alta ataca a marido bajito y triste. Pero siempre era un marido bajito y triste. Había algo en el contenido emotivo de la palabra que automáticamente encogía a todos los maridos engañados hasta convertirles en maridos bajitos y tristes. No cabía duda de que en el curso de la historia muchos maridos altos y fuertes habían sido engañados. Sí, sin duda. Pero no se les podía poner en relación directa con el contenido emocional de la palabra. Y esto se debía a que el contenido emocional de la palabra era esencialmente gracioso. Bell se imaginó a sí mismo en las cuatro situaciones básicas. Era muy doloroso, de una manera exquisitamente desagradable, pero muy sexual. Y de repente Bell comprendió —con la misma seguridad con que sabía que se estaba arrastrando por aquella meseta herbosa de Guadalcanal— que le había engañado, que Marty salía, se acostaba, jodía con otro hombre.

Dado el carácter de ella y la ausencia de él, no podía ocurrir otra cosa. Era como si se tratase de una idea que hubiera estado rondando por los límites de la cabeza durante mucho tiempo, pero a la que no había permitido entrar hasta entonces. ¿Pero sería con un hombre o con varios? ¿Qué preferiría él, un solo hombre, lo que significaría una relación amorosa seria, o varios, que indicaba una promiscuidad? ¿Qué haría él cuando volviese a casa? ¿Pegarle? ¿Darle patadas? ¿Abandonarla? A lo mejor le ponía una maldita granada en la cama. Delante de él se veía ya todo el reducto, con el extremo más cercano, el de la derecha, a sólo veinticinco metros de distancia y sólo unos metros debajo de su propia posición.

Y fue justo entonces cuando les descubrieron los japoneses.

Saltaron del suelo cinco japoneses delgados y mal encarados, con objetos oscuros y redondos en las manos que tiraron cuesta arriba, hacia ellos. Afortunadamente, sólo estalló una de aquellas granadas. Cayó cerca de Dale, que rodó dos veces para apartarse de ella y luego se quedó pegado al suelo todo lo que podía, mirando hacia el otro lado. No le dio ninguno de los fragmentos, pero la explosión le hirió los tímpanos.

—¡Sacad y tirad! ¡Sacad y tirad! —les gritaba Gaff en medio del ruido de la explosión, y como un solo hombre se elevaron sus granadas para caer en el reducto. Los cinco japoneses que habían aparecido de repente ya habían vuelto a saltar adentro, pero al caer las granadas otros dos japoneses desgraciados saltaron a tirar las suyas. Una de las granadas cayó entre los pies de uno de ellos y estalló bajo él, volándole un pie y tirándole al suelo. Los fragmentos derribaron al otro. Todas las granadas americanas estallaron.

El japonés sin pie se quedó quieto un momento y luego luchó por sentarse cogiendo otra granada mientras la sangre le salía a borbotones por la pierna. Doll le pegó un tiro. Cayó con la granada dispuesta detrás de sí. No estalló.

—¡Otra vez! ¡Otra vez! —les gritaba Gaff, y volvieron a cruzar el aire seis granadas. Volvieron a estallar todas ellas. Doll tardó un poco más en tirar la suya por el disparo, pero la lanzó justo después de los demás.

Esta vez había cuatro japoneses de pie cuando cayeron las granadas, uno de ellos con una ametralladora ligera. La explosión de las granadas derribó a tres de ellos, incluido el que llevaba la Nambu, y el cuarto, pensándolo mejor, desapareció por un agujero. Ahora había cuatro japoneses derribados y fuera de combate en el pequeño agujero.

—¡Adentro! ¡Adentro! —gritó Gaff, y un momento después estaban todos en pie y corriendo. Ya no tenían que preocuparse ni temblar, no tenían que preocuparse de ser valientes o cobardes. Con los sistemas nerviosos llenos de adrenalina para comprimir los vasos capilares de la periferia, elevar la presión sanguínea, hacer que latiese más rápidamente el corazón y ayudar a la coagulación, estaban todo lo cerca que pueden estar la carne y la sangre humanas de ser unos autómatas sin valor ni miedo. Aturdidos, hicieron lo que tenían que hacer.

Los japoneses, astutamente, habían aprovechado el terreno para ahorrarse el trabajo de cavar. Detrás de los agujeros que daban al emplazamiento había una pequeña depresión natural a la que podían salir a sentarse a cubierto cuando no les estuvieran bombardeando directamente, y que servía también como trinchera de comunicaciones entre las demás trincheras. Ahora, en esta depresión, los japoneses delgados y sucios se levantaron de sus agujeros con fusiles, espadas y pistolas para chocar con Gaff y sus hombres. Por lo menos unos cuantos de ellos. Otros se quedaron en sus agujeros. Tres intentaron echar a correr. Dale le pegó un tiro a uno y Bell a otro. Al tercero le vieron desaparecer por el borde del risco, donde caía unos veinte o veinticinco metros hasta llegar a los árboles de la jungla, abajo. Nunca le volvieron a ver y ninguno de ellos supo lo que le había pasado. Los otros se lanzaron sobre ellos. Y Gaff y sus tropas, con el capitán haciendo sonar agudamente su silbato cada vez que soltaba el aliento, corrían a encontrarles, perfectamente visibles para la compañía «Baker», en la plataforma, hasta que se perdieron de vista en la depresión.

El Grandote mató a cinco hombres casi de una vez. Su escopeta voló al primero partiéndole casi por la mitad y arrancó trozos enormes al segundo y al tercero. El cuarto y el quinto, debido a la desviación cada vez mayor del tiro a cada disparo, se encontraron con las cabezas arrancadas casi de cuajo. Blandieron la escopeta descargada como si fuera un bate de béisbol, el Grandote le destrozó la cara a un sexto japonés que acababa de salir de un agujero, luego arrancó una granada del cinturón, quitó la anilla y la tiró por el agujero hacia una confusión de voces que cesaron en el rugir monótono de la explosión dentro de un espacio cerrado. Mientras luchaba por quitarse el fusil de la espalda, le atacó un oficial chillón con una espada. Gaff, disparando desde la cadera, le pegó un tiro en el estómago y luego otro en la cara, después de que cayera, para mayor seguridad. Bell había matado a dos hombres. Charlie Dale había matado a dos. Contra Doll, que había sacado la pistola, cargó un oficial que chillaba «¡Banzai!» una y otra vez y que corrió hacia él blandiendo su espada brillante y reluciente en el aire por encima de la cabeza. Doll le disparó al pecho, de forma que, de manera extrañamente ridícula, siguieron corriendo las piernas mientras que el resto de él iba cayendo hacia atrás. Luego el torso obligó a levantarse también las piernas y el hombre cayó hacia atrás con un golpe tremendo. Doll le pegó otro tiro en la cabeza. Detrás de él, Witt había disparado a tres hombres, uno de ellos un sargento tremendamente gordo que blandía un sable negro de la caballería de Estados Unidos de antes de la guerra. Bloqueando el filo del sable con la parte superior del cañón del fusil, Witt le había dado con la culata en la mandíbula. Luego le pegó un tiro cuando cayó a tierra. De repente se produjo un silencio enorme, excepto por las palabras quejumbrosas de los japoneses en fila que habían dejado caer sus armas. Todos ellos se dieron cuenta de que había habido una gran cantidad de gritos y chillidos, pero ahora sólo oían los lamentos de los moribundos y los heridos. Se miraron unos a otros lentamente y descubrieron el hecho milagroso de que no había muerto ninguno de ellos, ni siquiera recibido una herida seria. Gaff tenía una rozadura en la mandíbula por disparar sin apoyarse el arma en el hombro. A Bell le habían quitado el casco de la cabeza de un tiro. La bala había pasado a través del metal y se había revuelto por dentro entre el metal y el forro de fibra, para salir por detrás. Bell tenía un enorme dolor de cabeza. Witt descubrió que tenía astillas en la mano del corte que había hecho el sable en el fusil y que le dolían los brazos. Dale tenía un rasguño en la espinilla de la bayoneta de un japonés caído y moribundo que le había golpeado y al que después había matado. Se contemplaron paralizados unos a otros. Cada uno de ellos había estado devotamente convencido de que sería el único superviviente.

Estaba claro para todos que habían sido el Grandote y su escopeta los que habían hecho la mayor tarea, destrozando el sistema de combate de los japoneses, y más tarde, cuando lo comentaron, lo que hicieron prolongadamente, siguieron opinando lo mismo. Y ahora, en aquel silencio extraño y paralizado, jadeando todavía por la pelea, como hacían todos, el Grandote, que seguía sin quitarse el fusil de la espalda, avanzó gruñendo hacia los tres japoneses que seguían en pie. Cogiendo a dos por los delgados cuellos, que cabían casi enteros entre sus manazas, les sacudió una y otra vez riendo histéricamente hasta que se les cayeron los cascos y luego, con una sonrisa salvaje, les empezó a golpear una cabeza contra la otra. El sonido agudo que hicieron al romperse sonó muy alto en medio de aquel silencio nuevo y palpable.

—Jodidos asesinos —les dijo fríamente—. Jodidos hijos de puta amarillos, japoneses. Matar a prisioneros indefensos. Jodidos asesinos. Jodidos asesinos de prisioneros. —Y les dejó caer mientras los demás se quedaban de pie respirando con fuerza y observándole, sin dudar de que estaban muertos o moribundos. Les salía la sangre de la nariz y tenían los ojos en blanco—. Así aprenderán a no matar prisioneros —anunció el Grandote, mirando airado a sus propios compañeros y volviéndose al tercero, que le miraba sin comprender. Pero Gaff saltó entre ellos.

—Le necesitamos. Le necesitamos —dijo jadeando todavía de manera entrecortada. El Grandote se volvió y se apartó de allí sin decir una palabra.

Fue entonces cuando oyeron los primeros gritos del otro lado y recordaron que no eran ellos los únicos seres vivos. Acercándose al bancal de hierbas miraron al otro lado y vieron el mismo campo que habían intentado cruzar la tarde anterior. Acercándose a la carrera, el pelotón de «Baker» cargaba contra el reducto. Mucho más atrás, perfectamente visibles desde aquí, los otros dos pelotones de «B» habían salido de la plataforma y cargaban cuesta arriba según el plan del teniente coronel Tall. Y por debajo de Gaff y sus hombres seguía adelante con su carga el primer pelotón de «Baker», corriendo directamente hacia ellos, gritando.

Por el motivo que fuese llegaban un poco tarde. Ya había terminado el combate. O eso pensaban todos ellos. Gaff no había dejado de soplar en el silbato desde que habían llegado hasta el final de la pelea, y ahora llegaban los héroes. Preparados para hacer gestos y animarles irónicamente, ridiculizando a sus «salvadores», a los hombres de Gaff, se vieron detenidos por el sonido de una ametralladora. Inmediatamente debajo de ellos, en una de las aberturas, abrió fuego una sola ametralladora y empezó a disparar contra el pelotón de la compañía «Baker». Mientras los hombres de Gaff miraban incrédulos, cayeron dos hombres de la compañía de «Baker». Charlie Dale, que era el que estaba más cerca de la puerta de la aspillera por la que disparaban ahora, saltó atrás con una expresión de asombro en la cara y tiró una granada por el agujero. La granada volvió a volar hacia él inmediatamente. Con gritos estrangulados se echaron todos cuerpo a tierra. Afortunadamente, habían devuelto la granada con demasiada fuerza y estalló justo antes de caer por el precipicio, por donde había desaparecido el japonés del salto, sin herir a nadie. Debajo, siguió disparando la ametralladora.

—¡Cuidado, idiota! —gritó Witt a Dale poniéndose en pie de un salto. Quitando la anilla de una granada y cogiéndola con la palanca bajada, agarró el fusil y corrió hacia el agujero. Inclinándose por el lado derecho, con el fusil cogido como una pistola con la mano izquierda y apretado contra el muslo, empezó a disparar el Garand semiautomático en el agujero. Se oyó un grito abajo. Sin dejar de disparar, Witt lanzó la granada por el agujero y se agachó. Siguió disparando para despistar a los ocupantes. Luego estalló la granada con un rugido ensordecedor, cortando los gritos confusos y los disparos de la ametralladora, que no habían cesado.

Inmediatamente, los otros componentes de la pequeña fuerza, sin necesidad de órdenes de Gaff, empezaron a bombardear los otros cuatro agujeros utilizando la técnica de Witt. Los bombardearon todos, hubiera o no gente dentro. Luego gritaron al pelotón de la compañía Baker que se acercara. Más tarde se encontraron cuatro cadáveres de japoneses acurrucados o estirados según sus temperamentos respectivos, en el pequeño espacio que había bombardeado Witt. La muerte les había buscado y ellos la habían aceptado con un sentido que si no era de bravura, por lo menos era de lo inevitable.

Así terminó el combate por el reducto. Y, sin una sola excepción, se dieron cuenta de que había en ellos algo nuevo. Se veía en las caras sonrientes del pelotón de la compañía «Baker» que subió hasta el emplazamiento dejando detrás a cinco de sus hombres en la hierba kunai. Se veía en la cara sonriente del teniente coronel Tall al acercarse a grandes zancadas hacia ellos con su bastoncillo de bambú en la mano. Se veía en la alegría salvaje con la que el grupo de Gaff bombardeó los reductos vacíos usando la segura táctica de Witt, con un hombre disparando mientras otro tiraba las granadas. En realidad, a nadie le importaba que hubiera o no hombres dentro. Pero confiaban en que hubiera centenares. Había una sensación de alegría en la seguridad de matar. Se dieron palmaditas en la espalda y se sonrieron unos a otros con expresión asesina. Por fin, como diría más tarde el teniente coronel Tall a los periodistas y los corresponsales que vinieron a entrevistarle, habían recibido su bautismo de sangre. Habían, como diría más tarde el teniente coronel Tall, conocido el sabor de la victoria. Se habían convertido en combatientes. Habían aprendido que el enemigo, igual que ellos mismos, podía morir, podía ser derrotado.

Esta sensación tuvo un efecto enorme en todos ellos. Se veía claramente en los otros dos pelotones de la compañía «Baker», en la forma en que ahora realizaban su ataque cuesta arriba, como indicó el teniente coronel Tall cuando se acercó a zancadas y sonriente para felicitar al capitán Gaff.

—¡Mira cómo avanzan! —dijo desde la cima del emplazamiento cuando le hubo dado la mano—. Y todo te lo debemos a ti, John. Cuando te vieron realizar tu ataque y te vieron ganar… Fue como si les hubieras devuelto el corazón. Bueno, ahora vamos a echar un vistazo a todo esto.

Había, como descubrieron después de un recuento cuidadoso, veintitrés japoneses derribados en el suelo de la pequeña depresión. Yacían esparcidos en diversas posturas y posiciones. De éstos, cinco habían muerto en la lluvia de granadas y dos habían muerto intentando escapar. De los veintitrés, la mayor parte estaban muertos, varios estaban todavía muñéndose y algunos, aunque malheridos, parecía que podrían seguir vivos. A Gaff y a su grupo, que seguía al teniente coronel por todas partes, les parecía que debía haber una cantidad mucho mayor. Les parecía recordar a centenares. Pero al irlo comentando descubrieron que por lo menos cuatro japoneses habían sido «muertos» dos veces por distintos hombres. Aun así no estaba mal el número. Especialmente si se tenía en cuenta que no sólo había seis hombres en la fuerza de ataque, y una vez más les pareció increíble el milagro de que no hubiese muerto ninguno de ellos. Esto se debía en parte a que los japoneses habían salido en grupos pequeños y desordenados. Pero sobre todo, una vez más, se atribuyó al Grandote y su escopeta de caza, no sólo por haber matado a cinco japoneses con tanta rapidez, sino también por el evidente valor de la impresión que había ejercido sobre los demás japoneses. El mismo Grandote no obtenía —todavía— ningún placer con aquella nueva fama, aunque los hombres del pelotón de la compañía «Baker» miraban al héroe con ojos de adoración. Se paseó arriba y abajo por delante del único prisionero que quedaba, como un lobo suelto que intentara atrapar a una víctima enjaulada. Se le había roto la escopeta, pero ahora se había quitado el rifle de la espalda. Parecía que esperaba con toda su alma que el japonés hiciera un movimiento para tener una excusa para matarle.

El prisionero en sí tenía aspecto de ser incapaz de escapar a ningún sitio, aun suponiendo que no hubiera habido nadie para vigilarle. Sucio y flaco, estaba gravemente enfermo de disentería e indicaba continuamente a sus guardianes de la compañía «Baker» que necesitaba aliviarse. Hacía esto mediante un sistema de señales y de pantomima. Luego se ponía en cuclillas entre sus dos compañeros muertos y apretaba sus pobres intestinos, contemplando todo el tiempo al Grandote. Aparentemente, ya se había ensuciado dos veces en los pantalones durante el combate, cuando no podía salir, y olía tan mal que se le podía olfatear a dos metros de distancia. Considerándolo todo, constituía un espectáculo lamentable.

Sin embargo, si había algo en este triste ejemplar que conmoviera al Grandote, no se notaba en absoluto en su cara áspera y maligna. Tampoco en la de ningún otro, incluido el teniente coronel Tall, aunque Tall observó inmediatamente la peculiaridad de la muerte de los dos prisioneros.

Era bien fácil de ver. Yacían uno al lado del otro, formando con el tercero, el que seguía vivo, una pequeña línea completamente separada del resto. A su lado yacían los dos cascos y, excepto por la sangre que les salía de la nariz, no presentaban señales de heridas ni golpes.

—¿Qué ha pasado aquí? —murmuró Tall a Gaff, tras separarse asqueado del vivo maloliente.

Gaff se limitó a levantar las cejas, como si tampoco lo supiera él. No quería decirle una mentira completa al viejo jefe, pero tampoco quería chivarse de nadie de su grupo. Había empezado a sentir hacia ellos una inmensa lealtad que casi hacía que se le saltaran las lágrimas cuando lo pensaba.

Tall se volvió hacia los muertos. Tenían un aspecto tan lamentable y olían tan mal como el vivo. Comprendía perfectamente lo que había pasado, pero no comprendía qué método se había utilizado. Deberían tener las cabezas aplastadas, o haber sido acuchillados, o tener un tiro. No le gustaba este tipo de cosas, pero por otra parte, había que tener cierta manga ancha con los hombres que estaban en el calor del combate. ¿Pero cómo lo habrían hecho?

—¿Una especie de conmoción por explosión? —dijo volviéndose hacia Gaff—. Pero no hay heridas de metralla —dijo sin esperar respuesta de Gaff y, efectivamente, Gaff se encogió de hombros—. Bien —dijo Tall, sonriente y lo bastante alto para que lo oyeran todos—, un hermanito amarillo muerto es un hermanito amarillo de menos, ¿no? —dijo, convencido de que con el tiempo se enteraría de lo que había ocurrido—. ¡Cuidad bien de ése, soldados! —gritó a los guardianes de la compañía «Baker»—. Les hará falta en Información. Debe llegar alguien de allí dentro de poco.

—A la orden, mi teniente coronel —sonrió uno de ellos—, claro que le cuidaremos —dijo alargando el cañón del fusil y rozando al prisionero que estaba otra vez cagando en cuclillas, haciéndole caer de espaldas en su propia mierda. Se rieron todos los que estaban en torno a él y el prisionero volvió a ponerse en pie e intentó limpiarse pacientemente con puñados de hierba. Parecía que este tipo de tratamiento era lo que esperaba y que no hacía más que ganar tiempo mientras esperaba que le fusilaran. Tall volvió a darle la espalda. No se había propuesto causar esta reacción, pero el soldado de la compañía «B» de «Baker» (que en realidad era casi un niño) le había interpretado mal debido a su observación acerca de los hermanitos amarillos. Se marchó de allí seguido de Gaff. Al otro lado de la depresión, uno de los hombres de la compañía «Baker» acababa de dar una serie de patadas sonoras en las costillas a uno de los japoneses heridos. Sonaban como si alguien acabara de lanzar un balón de fútbol de un lado a otro de la colina. El japonés herido se limitaba a contemplarle con ojos de animal aquiescente, paralizado por el dolor.

—¡No hagas eso, soldado! —gritó Tall, con voz penetrante.

—¡Sí, señor, mí teniente coronel, lo que usted diga! —respondió el soldado alegremente—. Pero me hubiera matado hace un minuto si hubiera podido.

Tall sabía que era verdad y no respondió. De todas formas, no quería disminuir este nuevo espíritu de aspereza que había surgido en los hombres después de conseguir este éxito. Aquel espíritu era mucho más importante que el que les dieran unas cuantas patadas, o que mataran, a los japoneses.

—Creo que ya hemos perdido bastante tiempo aquí —dijo en voz alta con una sonrisa hacia los soldados.

—Mi teniente coronel —dijo Gaff tímidamente detrás de él y Tall se dio la vuelta—. Mi teniente coronel, me gustaría decirle a usted a quién recomiendo para condecoraciones.

—Sí, sí —sonrió Tall—. Naturalmente. Les conseguiremos todas las que podamos. Pero más tarde. Mientras tanto quiero que sepas que te voy a recomendar personalmente para una, John. Quizá —dijo inclinándose un poco y cogiendo a Gaff suavemente por la solapa en un murmullo—: Quizá sea incluso la Gorda.

—Bueno, gracias, mi teniente coronel. Pero creo que no me la merezco.

—Oh, claro que sí. Sin embargo, el obtenerla ya será otra cosa. Pero sería estupendo para el batallón y también para el regimiento que la obtuvieras. —Soltó la solapa y se enderezó—. Pero mientras tanto, creo que lo mejor será que nos larguemos de aquí. Creo que la mejor manera de salir sería avanzar otra vez por la meseta por la que bajasteis vosotros, en vez de rodear la loma por la izquierda. Desde la cima podemos desplegarnos y extender nuestra Línea hacia la izquierda para enlazar con los otros pelotones. ¿Te gustaría tomar el mando?

—Sí, señor.

—Entonces llama al teniente Achs. Está por ahí.

—Mi teniente coronel —dijo Gaff titubeante—, no quiero parecer un pelma, ni deprimido por nada, ¿qué hay del agua? Si no…

—No te preocupes por el agua —dijo Tall con voz cortante, sonriendo después—, John, no quiero que haya nada que pueda interrumpir este ataque nuestro una vez que estamos lanzados. En cuanto al agua, ya me he encargado de ella. Tendremos un poco dentro… —dijo mirando al reloj y luego al cielo— dentro de un par de horas. Ya lo he organizado. Pero ahora no podemos parar a esperarla.

—No, señor.

—Si se desmayan algunos de los hombres, que se desmayen. —Sí, señor.

—Si alguien te pregunta por el agua, diles lo que te he dicho. Pero no lo menciones por tu cuenta. No lo menciones a no ser que te pregunten.

—No, señor. Pero ya sabe usted que se pueden morir de eso, de deshidratación.

—También podrían morir de las balas enemigas —dijo Tall, mirando en torno suyo y luego hacia ellos—. Pero son todos chicos resistentes. —Y volviendo a mirar a Gaff—: ¿Vale?

Junto con el teniente Achs, de la compañía «Baker», empezaron a reunir a los hombres que seguían contemplando con curiosidad a la variedad de japoneses muertos.

—Ya veréis bastantes más —les dijo Tall—, o por lo menos eso espero. Vámonos —dijo advirtiendo que ya habían cogido la mayor parte del equipo de los muertos como recuerdo, junto con las carteras y los contenidos de los bolsillos y que dos de los voluntarios de Gaff, Doll y Cash, llevaban los sables de samurai envainados de los dos oficiales. A Tall le hubiera gustado quedarse con uno de ellos, pero ahora no tenía tiempo de pensar en eso. Había demasiadas cosas de las que ocuparse en aquel momento. Tall estaba más preocupado por la falta de agua de lo que había dejado entender a Gaff. Estaba muy bien decir que algunos de los hombres tendrían que desmayarse, o incluso morir, de deshidratación. Pero si se desmayaban muchos podría quedarse sin fuerzas de ataque. Por mucho espíritu e impulso que hubieran adquirido últimamente, o por mucho que pudiera hacer él, iban a necesitar algo de agua y él había hecho lo único que se le ocurría.

Hacía una hora, cuando Gaff y su grupo reptaban hacia el reducto, Tall había mandado a otra patrulla. Sólo que lo irónico de esta patrulla era que iba hacia la retaguardia en busca de agua. Como les habían cortado los dos teléfonos, se había propuesto enviar a un enlace para comunicar que la situación respecto al agua se había hecho crítica. Pero como ya había mandado a retaguardia por lo menos dos enlaces y había telefoneado una y otra vez con la misma petición, se le había ocurrido la idea de enviar una «patrulla». Y una vez que se le ocurrió la idea de la patrulla había decidido llevarla a cabo hasta el final. Envió a su propio cabo primero de la plana mayor del batallón y a los tres enlaces que le quedaban, todos los cuales, naturalmente, llevaban pistolas. Tenían órdenes de marchar hacia la retaguardia todo lo que fuera necesario para encontrar agua y volver con ella. No tenían que presentarse ni siquiera al jefe del regimiento. Debían cruzar la colina de la cota 209 bien lejos del puesto de mando y viajar hacia atrás por la cuenca hasta que encontrasen a gente que tuviera agua, y cuando la encontraran tenían que cogerla, a punta de pistola si fuera necesario. Cada hombre podía transportar dos bidones llenos, decidió Tall; les resultaría difícil, pero en estas circunstancias tenían que hacerlo. Debían volver tan rápido como fuera posible, descansando sólo cuando fuera estrictamente necesario. Si alguien intentaba quitarles el agua, debían luchar por ella. Eran órdenes difíciles de cumplir, y Tall, con su sentido de la propiedad, no dejaba de darse cuenta de la ironía cruel que le obligaba a enviar a una patrulla armada hacia retaguardia, hacia sus propias líneas, dispuesta a combatir en ellas. Pero tenía que hacerlo. De todas formas, no creía que llegaran a liarse a tiros: no iba a discutir nadie con sus muchachos cuando sacaran las pistolas, pero aunque llegaran a disparar, estaba dispuesto a no perder nada ahora. Estaba convencido de que había roto la resistencia japonesa. Lo único que tenían que hacer era seguir avanzando y al mediodía tendrían la cota 210. Y había que aprovechar este notable espíritu que había surgido en todos ellos cuando cayó el reducto, antes de que se produjera otro acontecimiento que le quitara fuerza. El que ahora relevaran a su batallón como derrotado o incluso que lo reforzaran con tropas del regimiento de reserva si se paraban antes de llegar a la cima, era más de lo que podría aguantar a menos que se viera absolutamente forzado a admitirlo. Esta era la oportunidad que había esperado durante toda su vida profesional. Había estudiado, trabajado, sufrido, lamido un número incontable de culos, para llegar a tener esa oportunidad. Y ahora no estaba dispuesto a perderla si podía evitarlo. Sólo esperaba que «C de Charlie» estuviera avanzando también según el programa y que Stein no le fuera a fallar ahora, y al ocurrírsele esta idea, preocupándose súbitamente por ellos, se le ocurrió otra idea repentina. Casi se podría decir que era una inspiración.

—¡Quiero un enlace! —gritó repentinamente hacia los hombres reunidos. En seguida pensó, mejor enviarles a uno de los suyos, así que se volvió a mitad de una zancada y se dirigió a los voluntarios de la compañía «Charlie», que, al no tener puestos asignados en el pelotón de la compañía «Baker» estaban todos alrededor de su nuevo héroe paternal, el capitán Gaff.

—Necesito que uno de vosotros vuelva a la compañía «C». Es una…

—¡Iré yo, mi teniente coronel! —le dijo Witt inmediatamente—. ¡Quiero ir! ¡Déjeme ir a mí, mi teniente coronel!

—Va a ser una tarea difícil. Tendrás que volver a pasar por el tercer pliegue, abrirte paso hasta la jungla y luego seguirles desde allí —dijo Tall—. Pero creo que es muy importante. Quiero que se enteren de lo que hemos conseguido aquí. Diles todo lo que hemos hecho. Hemos tomado el reducto. Ahora avanzamos hacia arriba y nada nos puede parar. Y queremos encontrarles allí.

—¡A sus órdenes, mi teniente coronel! —dijo Witt—. Puedo hacerlo. No se preocupe usted por mí, mi teniente coronel.

—Creo que sí que puedes, hijo —dijo el teniente coronel Tall, dándole una palmadita en el hombro—. Ya sé que no tienen agua. Pero, por Dios, diles que cuando se encuentren con nosotros tendrán toda la maldita agua que puedan beber.

—¡A sus órdenes! —gritó Witt.

Tall vio a Gaff contemplándole con ojos asombrados e incrédulos. Tall le devolvió una mirada imperturbable hasta que Gaff se dio cuenta y disimuló su reacción. Pero Tall no se atrevió a guiñarle un ojo.

—Toda la que puedan beber —repitió solemnemente y miró a Witt a los ojos—. Vale. Esto es todo, Hijo. Vete. Witt se fue dando grandes zancadas.

—¡Ahora vosotros! —les dijo Tall—. ¿Vamos a subir esta colina o no?

La velocidad y la fuerza con que avanzaron fue mayor de lo que se había atrevido a esperar Tall. Al cabo de diez minutos y con sólo dos bajas habían enlazado con los otros dos pelotones de «B» y toda la línea avanzaba cuesta arriba tal y como había esperado Tall que pudiera hacerse ayer. Los japoneses a los que encontraron en los distintos emplazamientos que se vieron obligados a tomar, y que literalmente hablando formaban un panal en la colina, eran casi sin excepción del mismo tipo flaco, enfermizo y de mala cara que habían encontrado en el reducto. Sólo de vez en cuando encontraban a uno o dos como el sargento gordo al que había matado Witt, con cara fresca y sana. No sobrevivió ninguno. Vieron que también los japoneses tenían muy poca agua y la que tenían les daba miedo bebería por la falta de higiene.

El agua, cuando llegó, llegó mucho antes de lo que había esperado el teniente coronel Tall. Aun así, pareció llegar en el último momento posible antes del colapso total. La compañía «B», con Gaff y sus voluntarios, se había parado a sólo cien metros de distancia del final de la colina, donde tres ametralladoras muy separadas (como aquéllas habían capturado muchas durante el día) contenían a toda la fuerza. Y era imposible hacerles moverse. Cada vez se desmayaban más hombres, que caían bajo el calor del sol seco y polvoriento de la mañana. Al principio, Tall había proyectado instalar su puesto de mando en la loma que había por encima del reducto capturado, y así lo hizo. Pero la velocidad con que avanzó la línea en seguida le obligó a cambiarlo para poder ver y dirigir. A los heridos se les dejaba donde caían. Y lo mismo a los muertos, por los que de todas formas ya nadie podía hacer nada. Con sólo dos soldados rasos para ayudarle como enlaces, Tall avanzó hasta las cercanías del gigantesco macizo rocoso del que el día anterior había salido el pequeño contraataque japonés. Y fue desde este punto avanzado desde donde vio acercarse a su «patrulla» del agua con los bidones. Haciéndoles gestos de que corrieran, bajó él mismo con sus dos soldados para ayudarles a llevarla. Su cabo primero de la plana mayor y los tres enlaces estaban casi inconscientes del agotamiento de la subida. Sólo habían tenido que sacar las pistolas una vez: cuando cogieron el agua; nadie había discutido con ellos. Tall les animó, les dijo palabras cariñosas y les ayudó en persona a llevarla. Por fin lograron llegar. Dejaron el agua relativamente protegida detrás del macizo rocoso y los hombres fueron llegando en grupos. Después de tomar media marmita de agua y de un descanso de diez minutos, tres grupos distintos tomaron las tres ametralladoras con sólo cinco o seis bajas y siguieron avanzando. Una vez más avanzaba su línea, su línea particular, viva y bienamada. Si no conseguía un ascenso y un regimiento por esto, maldita sea, no lo iba a conseguir nadie. Con tal sólo que «C de Charlie», Bugger Stein, como les gustaba llamarle a sus hombres, estuviera cumpliendo con su parte del plan…

Al principio, Tall había reservado cuatro de los ocho bidones. Luego había reservado dos. No había olvidado su promesa a la compañía «Charlie», pero acabó por quedarse con un solo bidón. Los hombres temblorosos vertían agua al servírsela en la marmita al intentar servírsela unos a otros. Con la tremenda excitación, muchos obtuvieron más de media marmita, muchos de ellos una entera y rebosante. Por fin también desapareció el octavo bidón. Tall lamentaba no tener agua para «Charlie», lo lamentaba de verdad para cuando se encontraran en la cima de la colina, pero aquel día había algo que era más importante, que contaba más que el agua: la victoria.

Pese a todo, Tall hizo por ellos todo lo que pudo, aunque probablemente no conseguiría mucho:

—James —le dijo a su fatigado cabo primero de la plana mayor, mientras la línea avanzaba sobre los emplazamientos demolidos y él mismo se preparaba para avanzar tras ellos—, primero, James, tengo que pedirte otro favor. Quiero que vuelvas atrás otra vez. —Y aunque el cabo primero James pareció gruñir aunque de forma inaudible, Tall continuó—: Conoces muy bien al jefe del regimiento. Quiero que vuelvas al puesto de mando de la cota 209 y te pegues a él. Quiero que le hagas comprender cuánta falta nos hace el agua aquí arriba. No le pierdas de vista. Quédate con él en todo momento. Recuérdaselo continuamente. Si hay generales allí, o si llegaran generales, tanto mejor. Entonces se lo dices en voz todavía más alta. Pero quiero que sepa la falta que nos hace. Quiero tener agua en la cima de la cota 210 cuando lleguemos allí, o si no puede ser, lo antes posible. Quiero que el jefe del regimiento sepa que, aunque la tomemos, quizá no la podamos conservar si no hay agua.

Mientras seguía hablando, la expresión del cabo primero había ido cambiando de una expresión gruñona a una sonrisa de sorpresa y finalmente a una sonrisa abierta: iba a pasar las próximas e importantísimas horas dándole arengas al jefe del regimiento en medio de una seguridad física apreciablemente mayor que la que había allí. Tendría que andarse con cuidado porque el Viejo tenía malas pulgas, pero James conocía muy bien las peculiaridades del Gran Padre Blanco y estaba seguro de que podría cuidarse bien, lo que también sabía Tall.

—Bueno, es un trabajo duro, mi teniente coronel, pero haré todo lo que pueda —sonrió el cabo primero.

Tall le contempló alejarse. Luego se volvió hacia sus enlaces y soldados. Tenía que escoger un sitio más arriba en el que plantar el nuevo puesto de mando. Había hecho todo lo que podía por «C de Charlie». Sólo podía esperar que ellos estuvieran haciendo todo lo que pudieran por él.

La compañía «C de Charlie», en realidad, no necesitaba para nada la solicitud del teniente coronel Tall. Ni siquiera necesitaban del enlace, Witt, que les había enviado para animarles. Habían tenido una pequeña batalla por su cuenta, en la cual habían demolido un puesto de ametralladora pesada servida por cuatro hombres con sólo una baja y avanzaban muy bien. Ya fuese porque la excitación del combate de la colina se había filtrado hasta ellos a través del aire húmedo, o porque el mero hecho de haber sobrevivido al día anterior les había endurecido y transformado en veteranos, o porque la indiferencia progresiva que sentían todos había acabado por sumergir su miedo, o porque su propia batallita les había encendido el entusiasmo, el hecho es que recorrieron el amplio sendero con celeridad y en buen orden. Después de la batalla dejaron al explorador herido, al que no pareció importarle mucho, abandonado en el sendero, donde más tarde le encontró Witt. Aunque no tenían agua, en la jungla hacía sombra, lo contrario que el feroz calor polvoriento de la colina, y en aquella humedad sombría parecía que sus cuerpos deshidratados chupaban realmente la humedad del aire por todos los poros, incluso mientras sudaban. Witt mientras les seguía cautelosamente, descubrió este mismo alivio inesperado.

Witt había aguantado la poderosa emoción hasta aquel día, del teniente coronel Tall. A lo largo de toda la travesía desde la antigua posición del tercer pliegue hasta el borde de la jungla, no hizo más que pensar de manera sentimental en qué tíos más grandes y más maravillosos eran todos: el teniente coronel, el capitán Gaff, al que no le importaba tratar como iguales a las clases de tropa; Bell, Doll, Dale, el Grandote, Keck (ya muerto), Cuín el Huesos. La verdad era que hasta aquel día a Witt nunca le había gustado mucho el teniente coronel Tall. En opinión de Witt no era más que un militar intelectual, de libros, frío como un pez. Pero ahora tenía que admitir que se había equivocado. Por lo que a Witt se refería, la cualidad más importante en un oficial era que de verdad se preocupara por los intereses de sus hombres, y eso Tall lo había demostrado. La verdad era que Witt les quería a todos apasionadamente, con un éxtasis casi sexual de camaradería. Incluso Bugger Stein y Welsh entraban en el aura magnánima de sus cálidos afectos. Igual que todos los demás de la compañía. Que era por lo que se había presentado ahora voluntario para ir a buscarlos: quizá su experiencia y sus conocimientos fueran una ayuda y pudiera salvar a alguien. En esto iba pensando durante todo el camino a lo largo del tercer pliegue, y sólo fue después, cuando entró en la jungla y encontró el sendero, cuando empezó a pensar de manera distinta y a tener dudas acerca del asunto.

Les había seguido desde el principio con bastante facilidad por las hierbas pisoteadas que habían cortado o atravesado, pero al llegar al sendero las huellas desaparecieron. Había mirado en todas direcciones para asegurarse. Esto le dejaba dos posibilidades: a derecha o izquierda por el sendero, y estaba claro que no podían haberse vuelto en dirección contraria a la cota 210. Así que se había lanzado hacia la derecha del sendero confiadamente, aunque con precauciones. La oscuridad verde bajo los altos gigantes de la jungla resultaba fantasmal. Le resbalaban los pies en el barro. No sabía lo que había esperado encontrar, pero lo que suponía era que estarían atrincherados por allí cerca, comprometidos en una batalla e intentando abrirse camino hacia la colina. En vez de esto, lo que oyó fue el silencio puntuado por roces de las ramas y las hojas, y por los silbidos de aquellos locos de pájaros. Apretando la mandíbula contra el escalofrío nervioso que le recorrió la espalda, avanzó con el fusil preparado y fue entonces cuando se le ocurrió la primera duda. Recordó que Bugger Stein había querido ayer venir por allí con la teoría de que aquel punto no estaba defendido y que el teniente coronel Tall se había negado. Tuvo más dudas cuando se encontró con el explorador del tercer pelotón, un tipo llamado Ash, que le sonrió desde la cuneta del sendero:

—Kentucky, si hubieras sido un japonés te hubiera dado hace rato.

—¿Te han dejado aquí?

—Hubieran tenido que ir más despacio. No me importa nada. El sanitario me curó antes de marcharse. Tengo mucha munición y Welsh me dejó la pistola. Ya vendrá alguien a recogerme —dijo, con aspecto de estar medio borracho del balazo, la morfina y el dolor de la herida vendada—. Me han dado justo en la rodilla. Creo que ya estoy fuera de toda la guerra, Witt. ¿Pero qué coño haces tú aquí?

Witt explicó el recado que llevaba y lo del agua.

—Está bien —dijo Ash—. Pero tendrán que correr si quieren llegar antes que la buena de «C de Charlie».

—¿Qué tal te parece que le va a la compañía?

—¡Estupendo! No les he oído disparar ni un tiro desde que se fueron de aquí. Creo que no había nada por aquí más que aquella ametralladora pesada que cogimos por el camino, ya la verás cuando pases por allí. Y todo se lo debemos al viejo Bugger Stein. Quería traernos por aquí ayer. Si le hubieran dejado, nos hubiéramos ahorrado cantidad de tíos estupendos.

—Ya lo sé.

—Bueno, dales recuerdos míos a los muchachos.

—Puedes venirte conmigo si quieres. Te ayudo.

—No, aquí se está muy bien con tanta paz. De todas formas te haría ir más despacio. Ya vendrá alguien a buscarme.

—Se lo recordaré.

—Vale —dijo Ash, con tono de borracho.

Witt le dejó sin grandes impresiones en uno u otro sentido. Era una de esas cosas que les pasan a la gente. Pasó junto a la ametralladora destruida y los cuatro japoneses muertos, que parecían más montones de trapos sucios que personas muertas. Pero les pasaba a todos, incluso los del bando de uno, a no ser que se tratara de una cara que conociera uno personalmente. Le dio una patada a la cabeza con casco de uno que estaba medio extendido en el sendero, y la cabeza se tambaleó adelante y atrás. A la primera curva del sendero, se dio la vuelta y agitó la mano. Ash no le vio porque estaba sonriendo borracho a los árboles al otro lado del sendero. «C de Charlie» se enteró mucho tiempo más tarde de que moriría de gangrena después de un año en un hospital general y de una serie de amputaciones sucesivas que no lograron detener la infección.

Después del segundo recodo, el sendero empezaba a ascender perceptiblemente hacia la colina, describiendo una curva hacia la derecha. Cortaba por la espalda de la cota 210, la Cabeza del Elefante, para llegar al terreno abierto y elevado de la Trompa de Elefante, decidió Witt. La ruta de escape. Siguió avanzando, resbalando de vez en cuando en el barro de la pendiente, manteniéndose bien vigilante por si había francotiradores en los árboles. Pero no vio nada, nada en absoluto. No había nadie por ninguna parte y no pudo evitar volver a pensar en el teniente coronel Tall y lo de ayer. Ash lo había dicho muy bien: si les hubiera traído por aquí Bugger Stein, se hubieran ahorrado cantidad de tíos estupendos. Tíos como Keck, tíos como Telia, tíos como Grove y Wynn y su viejo amigo Catch, Bead y Earl. No había ni uno al que hubiera podido salvar Witt. ¿Y por qué? ¿Después de todos los discursos que se había soltado interiormente? ¿Qué esperaban de él Tall y todos los demás? No podía hacerlo todo, ¿verdad? Para no hablar de los idiotas de los dos tenientes muertos. Witt se llenó de una amargura profunda y airada ante la imposibilidad de que ni siquiera su experiencia y sus conocimientos pudieran manejar una operación tan liosa. Era una amargura tan profunda y tan airada que resultaba totalmente inarticulada, incluso en su cabeza y sus pensamientos. Y el objeto de ella era el teniente coronel Tall. Estaba avergonzado de haberse tragado todas aquellas imbecilidades de Tall hacía tan poco rato, avergonzado de la emoción que había sentido durante el cruce, y esto le irritaba todavía más. Si no fuera por Bugger Stein, a quien antes había odiado aunque ahora tuviera de él una opinión totalmente distinta, por dos centavos se hubiera dado la vuelta, tras dar el recado, y se hubiera vuelto a la cota 209, a reincorporarse a la compañía de cañones. Era libre, de raza blanca y mayor de edad y de Kentucky, y no tenía que aguantarle nada a nadie. En este estado de ánimo se encontraba cuando por fin se encontró con la retaguardia de «C de Charlie» y fue una experiencia extraña el volverse a encontrar —igual que hacía un rato— entre tantos hombres entusiasmados.

Todos los que hablaron con Witt sentían lo mismo: era una vergüenza que a Bugger no le hubieran dejado traerles por aquí ayer. Pero, aparentemente, ninguno de ellos se lo tomaba tan en serio como Witt. Y, de todas formas, nada podía disminuir su entusiasmo ante su nueva posición.

Stein les había colocado en tres líneas, cruzando el espacio abierto de la Trompa del Elefante, y ahora estaban en el proceso de iniciar el avance. El tercer pelotón, que era el que menos había sufrido, tenía la primera línea, el primer pelotón la segunda y el segundo pelotón la tercera, porque era el que más había sufrido. Tras ellos iba el grupo de mando de la compañía con MacTae, Storm y los cocineros, y al final de todo iba la pequeña retaguardia con la que se había encontrado Witt. Hasta aquel momento no les habían disparado y todos parecían estar encantados. Habían flanqueado al enemigo con apenas un tiro y ahora estaban sentados en medio de su ruta de escape. Por primera vez se hallaban en algo parecido a una posición ventajosa y no estaban dispuestos a dejarla escapar.

Debajo de ellos, la colina larga y delgada a la que ahora ya llamaba todo el mundo la Trompa tenía unas laderas suaves que permitían que la jungla se metiera con más profundidad en la colina abierta, pero por encima las laderas se hacían más abruptas, forzando a la jungla a retirarse y ensanchando el espacio abierto por el centro. Mediría en total unos doscientos cincuenta metros de largo. Hacia la mitad del camino de subida las laderas se iban empinando hasta convertirse en infranqueables para las tropas, y Stein había decidido que éste fuese su primer objetivo. Una línea aquí, con ambos extremos anclados en las rocas, no podría ser flanqueada por los japoneses en su huida. Hasta podrían atrincherarse y defenderse una vez que llegaran. Y el pelotón avanzado de Stein, el tercero, llegó allí sin disparar un tiro, poco más o menos al mismo tiempo que llegaba Witt con su recado. La segunda línea, compuesta del primer pelotón, estaba cincuenta yardas detrás ole ellos. Todo esto en sí mismo le parecía a Stein increíble: aparentemente, los japoneses no tenían ni un solo puesto allá arriba. Desde allí veía a sus propios hombres que se ponían de pie, e imitándoles les hizo gestos furiosos de que avanzaran. Vio cómo el tercer pelotón corría otros veinticinco o treinta metros y cómo avanzaba el primero para ocupar su posición. Todos ellos desaparecieron entre la hierba. Delante de Stein, no muy lejos, el duro segundo pelotón, gastado y viejo, el favorito ahora de Stein, se arrodilló en dos líneas irregulares al mando del viejo puñetero del cabo primero Beck, y entonces les hizo un gesto para que avanzaran cerrando la brecha. Otro movimiento como aquél pondría al tercer pelotón en la cima, y quería que los otros dos estuvieran lo más cerca posible para ayudar. Les quería a todos, pensó de repente, a todos ellos, incluso a los que no les gustaban demasiado. Nadie tendría que pasar por una experiencia así, ni siquiera aquellos a quienes les gustaba. No era normal. ¿O sería que era demasiado condenadamente normal? Vio cómo el segundo pelotón corría con la cintura doblada, en aquella postura ridícula que daba una sensación de seguridad, pero que no servía de nada. Treinta metros detrás del primer pelotón desaparecieron entre la hierba, y él se dejó caer hacia atrás y se encontró con Witt arrodillado a su lado.

Witt había dado su informe acerca del reducto y el agua. Stein asintió, preguntándose si debería enviar un enlace con la noticia, lo que probablemente les daría un nuevo impulso, sobre todo por lo referente al agua. Tenía la lengua como papel de lija. Él mismo no había tomado agua desde… ¿desde cuándo? No se acordaba. Decidido a hacerlo, llamó al último de sus escribientes, el maduro Weld, el movilizado, y le envió hacia delante con la información y con órdenes para el primer y segundo pelotones de avanzar a ocupar las posiciones vacías detrás del tercero a una distancia de veinte metros. Cuando avanzara el tercero, los dos debían avanzar otra vez para unirse a él. Luego se volvió hacia Witt con una sonrisa en la cara sucia y barbuda:

—Parece que hoy hay suerte, Witt.

Witt podía haberle echado los brazos al cuello a su comandante y haberle besado en la mejilla sucia y barbuda en un éxtasis de camaradería amorosa. Sólo que a lo mejor hubiera dado impresión de mariconería o lo podrían interpretar equivocadamente. Hoy corrían por dentro de Witt unas emociones que en toda su vida no se había imaginado poder albergar. Extrañado, descubrió que se sentía verdaderamente feliz.

—¿Qué tal fue lo del reducto? —le preguntó Stein. De todas formas le quedaban unos minutos de espera.

Witt se los describió sucintamente, hablándole de Cash el Grandote y su escopeta, y más tímidamente de su propio sargento japonés. Le enseñó su fusil.

—¿Cuántos cogieron en total?

—Unos treinta y cinco —dijo Witt parpadeando con una tímida sensación de vergüenza que no podía dominar.

—¡Treinta y cinco!

—Pero más de diez los sacamos de los reductos a bombazos. Matamos a siete de golpe y el Grandote les dio a seis con su escopeta. Así que sólo quedan unos nueve. Yo sólo maté a nueve.

—Un trabajo condenadamente bueno. Muy bien, ¿por qué no te quedas aquí con nosotros y descansas un poco?

—Preferiría estar con la compañía, mi capitán —dijo Witt, añadiendo apresuradamente—: Bueno, ya sabe, quiero decir con los pelotones. Siempre me parece que a lo mejor puedo ayudar a alguien, ¿sabe? A lo mejor hasta salvar a alguien —dijo, revelando por primera vez su secreto.

Stein le miró interrogativamente y Witt se maldijo, hacía ya mucho tiempo que había aprendido a no decirle nada a nadie acerca de lo que sentía en realidad, ¿por qué lo habría hecho ahora? Stein se encogió de hombros:

—Muy bien. Entonces, preséntate a Beck. Le hacen mucha falta suboficiales. Dile que te acabo de nombrar cabo primero interino.

—Pero ni siquiera soy de la compañía, mi capitán, oficialmente.

—Ya nos preocuparemos de eso más tarde.

—A sus órdenes —dijo Witt, marchándose a gatas.

—Si te das prisa —dijo Stein, en voz baja—, puedes llegar allí antes de empezar. No daré la señal hasta dentro de dos minutos. —Y les hizo avanzar con un gesto al grupo de mando y a la retaguardia.

Pero no llegó a dar la señal. Antes de que pudiera hacerlo les habían descubierto. Pero les descubrieron de la manera más deliciosa que le puede pasar a un soldado de infantería. Un grupo de catorce o quince japoneses descuidados, todos cargados con partes de morteros pesados que llevaban a la seguridad de la retaguardia, subieron por la cima. No hace falta decir que no sobrevivió ninguno de ellos. El tercer pelotón les disparó desde la derecha, la izquierda y el centro. Stein se puso de pie tan pronto como se disparó el primer tiro y les vio caer a todos.

Habían dejado atrás con el teniente coronel a todo su pelotón de armas pesadas menos una ametralladora. Stein la había situado en el flanco extremo izquierdo del tercer pelotón, en primera línea, con órdenes de disparar en cuanto le oyeran pegar cuatro pitidos cortos en el silbato. Ahora, con los pulmones llenos, la boca abierta, la cabeza echada hacia atrás y el silbato en la mano moviéndose hacia la boca, oyó cómo la ametralladora abría fuego adelantándosele. Soltó el aire y les vio inundar la cima de fuego de cobertura, una cima que era una línea mucho menos clara desde donde disparaban ellos que desde donde les miraba él, mientras el tercer pelotón, conducido por Al Gore, se ponía en pie y saltaba al otro lado de la cresta. Fue casi exactamente igual a la carga de la compañía «G» contra la cresta de la cota 209 que había presenciado Stein desde la cuenca, y durante un momento de locura pensó que estaba allí atrás y que todavía no había pasado nada. Tuvo que parpadear para quitarse esta idea de la cabeza. Pero ésta no era la carga de la compañía «G» contra la cota 209, eran sus hombres, era su compañía, y además esta carga aparentemente tuvo éxito. A la ametralladora sólo la contestó una débil serie de disparos de fusilería. Siguió disparando hasta que vio que podía poner en peligro al tercer pelotón, y luego Stein vio que los ametralladores —sin órdenes ni sugerencias por su parte— la cogían y corrían con ella por la cresta. Dos hombres llevaban el arma con su trípode y los otros dos se tambaleaban detrás con todas las cajas de municiones. Desaparecieron al otro lado de la cresta. Todo el tercer pelotón desapareció al otro lado de la cresta. La ametralladora volvió a empezar a disparar. Avanzó el primer pelotón para reemplazar al tercero. El segundo avanzó a reemplazar al primero.

—¡Adelante! ¡Adelante! —oyó Stein que rugía su propia voz—. ¡No os paréis ahora! —Sabía que nadie podía oírle, pero no podía detenerse ni dejar de hacer gestos con los brazos. Sin embargo, asi como sí que pudiera oírle, el primer pelotón, mandado por el sargento Cuín el Hueso sólo titubeó un momento en la antigua posición del tercer pelotón, luego cargó hacia arriba y desapareció al otro lado de la cresta, de la que ahora llegaba el sonido de una gran cantidad de fuego de armas individuales americanas y muy poco de las japonesas—. ¡Imponente! ¡Imponente! —gritaba Stein una y otra vez.

El segundo pelotón, mucho más abajo en la ladera, seguía subiendo hacia la antigua posición del primer pelotón, donde empezaban las laderas infranqueables, y de repente Stein se dio cuenta de que no quería que ellos también saltaran la cresta.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó a los hombres que le rodeaban—. ¡Tenemos que subir ahí arriba! —Y empezó a correr por la hierba.

Justo en aquel momento estalló en medio del disperso grupo de mando algo parecido a una granada japonesa, pero que debía de ser uno de los morteros de poco calibre. Todos se echaron a tierra menos Stein, que siguió corriendo. Sólo se paró lo necesario para volverse y aullarles demencialmente, con gestos de los brazos, y luego siguió corriendo. No cayeron más objetos y los demás se levantaron lentamente. Sólo había un herido y era Storm, el sargento de cocina. Un fragmento diminuto, no mucho mayor que una cabeza de alfiler, le había entrado en el dorso de la mano izquierda, entre los dedos, pero no había salido por el otro lado. Storm contempló el agujerito bordeado de azul que no sangraba, flexionó la mano y oyó algo que raspaba, luego corrió aturdido detrás de los otros, a los que Stein todavía llevaba treinta metros de ventaja. Storm no lograba asociar aquel pinchazo con la explosión. No parecía que tuvieran nada que ver el uno con la otra. Corrió sombríamente para alcanzarles. Todo en todas partes parecía ser un caos ingobernable con los disparos, los gritos y las carreras jadeantes.

Stein había conducido al grupo de mando y a la retaguardia a unos cuarenta metros del segundo pelotón, cuando de repente cesó el combate. Aun así, nunca llegó a comprender cómo un hombre esencialmente débil y sin aliento como él había podido hacerlo, pero lo hizo. Unos metros más allá de la antigua posición del primer pelotón, les alcanzó, corrió a través de ellos y salió delante de ellos. Dominándose, se volvió con los brazos muy abiertos y la carabina cogida con una sola mano.

—¡Quietos! ¡Quietos! —jadeó. Cuando se detuvieron gritó al grupo de mando y a la retaguardia al mando de George Band y el brigada Welsh—: ¡Mantened las distancias! ¡Mantened las distancias! ¡Veinte metros! ¡Formad una línea ahí!

Cuando estuvieron todos quietos y en posición, tomó el mando personalmente y les hizo avanzar hasta unos veinte metros de la cresta. No quería que se le confundiera la reserva corriendo desorganizada por encima de aquella cresta hasta que supiera lo que ocurría, hasta que supiera si tenía que reservarles para cubrir una retirada. El ruido de los disparos se había apagado un tanto, como si los tiradores hubieran recorrido una cierta distancia, y había disminuido en volumen.

Parecía oírse muy poco de los restallidos de las armas japonesas. Stein avanzó solo hasta poder ver al otro lado de la cresta. Lo que vio fue una escena que no olvidaría en toda su vida.

Sus dos patrullas sanguinarias habían caído sobre lo que, evidentemente, era una zona de acampamento. Los árboles altos de la jungla, por razones que sólo ellos comprendían, habían salido de los barrancos y se habían establecido en aquella cima. Aquéllos eran los árboles que habían visto desde la zona inferior, delante de la colina durante todo el día de ayer. Los japoneses habían cortado todos los árboles pequeños y la vegetación, de forma que lo que ocurría ahora bajo la sombra de aspecto fresco y moteado era como si ocurriese en un parque. Lo único que no parecía propio de un parque era el barro pegajoso que había por todo el suelo. En este bonito escenario natural, los dos pelotones de Stein, en grupos pequeños y desorganizados, disparaban y mataban a los japoneses en cantidades que parecían industriales. Stein vio cómo un grupo pasaba al lado de un japonés de aspecto enfermo que estaba en pie y desarmado, con las manos en el aire, y que, en cuanto hubo pasado el grupo, bajó los brazos y se metió las manos dentro de la camisa en busca de algo. Un hombre de otro grupo, a diez metros de distancia, le pegó un tiro inmediatamente. Al caer el japonés se le escapó una granada de la mano. Stein vio a otro hombre (parecía Queen el Grande, pero no estaba del todo seguro) avanzar hacia un japonés que sonreía desesperadamente con las manos muy levantadas, empujar el fusil, en el que no llevaba bayoneta, hasta un par de centímetros de la cara sonriente del japonés y pegarle un tiro en la nariz. Stein no pudo dejar de reírse. Especialmente al pensar en aquellos ojos desorbitados que iban bizqueando de desesperación al enfocar el cañón que se les echaba encima. Como Harold Lloyd. No se veían tiendas, pero había refugios de superficie hechos de ramas y palos y también había trincheras subterráneas. Los primeros los destrozaron a tiros o a golpes de culata. Stein se dio cuenta en seguida de que no habría manera de volver a organizar a aquellos hombres durante bastante tiempo. Por otra parte, no se encontraba en ningún peligro que les hiciera necesitar la ayuda de su reserva. Estaban en situación de superioridad y se aprovechaban de ella. Había descendido sobre ellos una especie de loca sed de sangre, como una especie de vacaciones declaradas de toda ética y moral. Los terrores sudorosos y los sufrimientos de ayer, el entusiasmo de su avance cauteloso por la retaguardia, la matanza de los quince japoneses que salieron por la cima, todo aquello había contribuido a crear su estado de ánimo jubiloso, y ahora no había medio de pararles hasta que hubiera pasado, aun suponiendo que fuera peligroso no detenerlos, lo cual no opinaba Stein, ya que no creía en la posibilidad de un contraataque. No es que se pudiera decir que los japoneses no estuvieran matando e hiriendo también a algunos de ellos, porque más de uno había recibido tiros. Pero a los otros, a los que no morían ni eran heridos, no les importaba un pepino.

A la izquierda de esta escena desorganizada se veía el único fragmento de organización sensata que podía divisar Stein. Su ametralladora, a la que había visto correr por la cresta, estaba instalada de forma que cubría la pendiente en forma de herradura compuesta por el flanco izquierdo y la retaguardia de sus dos pelotones cuando subieron hasta la cima. Varios fusileros concienzudos no habían hecho caso de la orgía de muertos y se habían situado como protectores de la ametralladora. Ahora disparaban todos ellos hacia abajo cada vez que alguno de los japoneses de las posiciones avanzadas intentaba volverse atrás para ayudar a sus camaradas, y, aunque no eran muchos, Stein vio inmediatamente la utilidad que podía tener un pelotón organizado. Porque era por esta zona por donde todavía intentaban subir hasta la cima el teniente coronel y su compañía «B». Inmediatamente, Stein se dio la vuelta apartándose de la cima para poner a su reserva en marcha. Al hacerlo, casi le tiró al suelo una figura inmensa y rugiente que corría a su lado regresando de la orgía de la matanza de la derecha en busca del fusil y las cartucheras de un compatriota muerto (Stein se dio cuenta vagamente de que el muerto era el soldado de primera Polack Fronk, de su tercer pelotón), y que luego volvió, hinchando el pecho y sin dejar de rugir a la confusión de abajo. Era Queen el Grande, naturalmente. Le chorreaba sangre del bíceps del gigantesco brazo izquierdo por la manga rota de la camisa. Se había atado un pañuelo caqui del ejército en torno a la herida. Stein siguió su camino. Era Queen el Grande aquel a quien Stein había visto darle un tiro en la nariz al japonés sonriente. Era su número siete. Unos segundos después se le encasquilló el fusil de manera irreparable. Aparte del hecho de que era enormemente peligroso seguir luchando en este tipo de combate con un fusil que no disparaba, a Queen le enfurecía de manera inexpresable la idea de quedarse fuera de la juerga tan pronto, y había vuelto en busca del primer fusil libre que pudiera encontrar. Queen pensó con alegría, que estaba dando todo un espectáculo: como un toro furioso y rugiente, lleno de sangre, todo un cuadro. Todo esto era porque hoy le había pasado algo delicioso: había descubierto que, después de todo, no era un cobarde. Durante todo el día de ayer había yacido en aquel jodido agujero de la artillería americana, bajo los morteros, completamente enervado y aterrado hasta la impotencia total. Se había quedado allí hasta que había bajado el capitán Gaff con la orden de que el primer pelotón tenía que subir la colina. Incluso, pensaba avergonzado, le había dicho a Doll que se quedara allí y no le llevara el recado a Stein. ¿Y si Dolly se lo decía a alguien? Pero por muy grande, muy fuerte y muy duro que fuese Queen, lo había hecho. Porque el ser fuerte y duro no le ayudaba a uno contra los morteros. Para eso hacía falta otra cosa. Y Queen había averiguado que no la tenía. Había quedado reducido otra vez a la misma indefensión que había sufrido durante toda su infancia, cuando le podía pegar cualquier chaval del barrio, si podía correr lo suficiente para alcanzarle. Cuando creció, adquirió la seguridad de que nunca podría volver a ocurrirle nada parecido, así que todo el día de ayer no había sido más que una pesadilla indeciblemente horrible. Desde entonces, apenas si había hablado una palabra con nadie, excepto el mínimo necesario, para disimular lo que sentía en realidad.

Pero hoy todo aquello había desaparecido. La mezcla de la excitación de la marcha secreta hasta la retaguardia japonesa, la captura de la ametralladora japonesa del sendero, más el movimiento no descubierto hasta la cima de la Trompa, y luego aquella alegre destrucción general de los asustados portadores de los morteros japoneses, habían creado en él un impulso que le permitía mover el cuerpo con toda facilidad. Y al correr con los otros los últimos metros hasta la cima de la cresta, no había sentido nada de miedo. Había conducido a sus escuadras con perfecta facilidad. Y cuando se lanzó sobre aquella zona desorganizada del campamento japonés y vio lo que había allí, se dio cuenta con una alegría salvaje de que alguien iba a pagar por lo que le habían hecho los jodidos. El motivo por el que no había calado la bayoneta en el fusil era que simplemente se había olvidado. Pero cuando vio cómo pegaban un tiro a dos de sus amigos mientras intentaban sacar sus bayonetas de los cochinos bastardos chillones en que estaban hundidas, decidió que de todas formas era mejor ir sin ella. Le habían dado casi en los primeros quince segundos después del paso de la cima. No le había hecho nada de daño. La bala había atravesado la parte carnosa del brazo, dejando un agujero limpio. Se anudó un pañuelo encima de la herida, usando los dientes, y siguió corriendo en medio de risas y rugidos. Antes de que se le encasquillara el arma había matado a siete, cuatro de ellos con las manos arriba. Y ahora, abriéndose paso entre rugidos a través de los diversos grupos llegó a tiempo de matar a un oficial japonés que, levantándose de un agujero, había corrido hacia ellos chillando que moriría por su emperador, agitando la espada por encima de la cabeza. Queen le arrancó la vaina, metió la espada dentro, se lo pasó todo por el cinturón y siguió corriendo.

—¡Ha vuelto Queen! —oyó que gritaba alguien—. ¡Ya ha vuelto Queen el Grande! ¡Ya ha vuelto el viejo Queen! —Y decidió que no lo diría nunca. Si lo decía Doll sería mentira.

—¡Enseñadme a los japoneses! —aulló Queen.

Stein encontró a su segundo pelotón, el de «los viejos veteranos», esperando pacientemente en el mismo sitio en que les había dejado, arrodillados, y apoyados en sus fusiles. Dejó que siguieran esperando, y mantuvo una «reunión de oficiales». En realidad sólo estaban él y Band como tales, pero llamó también a Beck como comandante del pelotón, al brigada Welsh y al sargento Storm del grupo de mando. Storm no hacía más que flexionar la mano.

—¡Me han herido! —decía con una sonrisa tonta—. ¡Me han herido!

—Muy bien —se burló Welsh—, así te darán un Corazón Púrpura.

—Y tanto que sí —dijo Storm—, y no te olvides de apuntarlo.

Cuando logró que se callaran, Stein les explicó su táctica: subirían por la cima formados en una especie de escuadras escalonadas, girarían a la izquierda y luego seguirían derechos hacia abajo. La ametralladora se desplazaría más a la izquierda para cubrirles. Tenían que ir buscando los emplazamientos que no estuvieran abandonados. En ninguna circunstancia podrían hacer una pausa ni nada que tuviera que ver con la zona del campamento japonés.

—Esta posición ya está reventada —dijo— y no queda más que limpiarla. Pero es evidente que ahí abajo están conteniendo al teniente coronel Tall y a la compañía «Baker». Vamos a abrirles paso por detrás. —Hizo una pausa—. ¿Hay preguntas?

Nadie tenía nada que preguntar. Asintieron con la cabeza. Luego Storm dijo repentinamente:

—¿Mi capitán, cuándo puedo ir a retaguardia?

Los otros cuatro se volvieron a mirarle.

—Bueno, ya sabe usted que me han herido —sonrió Storm.

Levantó la mano y la dobló para que la vieran. Nadie dijo nada.

—¿Quieres irte ahora mismo? —preguntó Stein.

—¡Claro!

—Bueno, ¿qué dirección prefieres tomar? ¿Quieres volver solo por la jungla? ¿O preferirías bajar la colina directamente?

Storm se quedó un momento sin responder y pareció quedarse pensándolo. Por fin dijo:

—Ya veo lo que quiere usted decir. —Levantó la mano, la flexionó y la miró—. Creo que lo mejor será que espere hasta que nos carguemos esos emplazamientos que hay entre nosotros y la compañía «Baker», ¿no?

Stein no dijo nada, pero le sonrió. Storm le devolvió la sonrisa:

—Zolo ezpero que no me pegguen un tiro en ezta operacioncita —dijo con su mejor acento del Sur. Volvió a mirarse la mano y a flexionarla. Seguía sin sangrar y no le dolía, pero todos podían oír el chirrido—. Y también espero que tengan que hacerme un cacho operación muy delicada para sacarme eso de ahí —dijo.

—Bueno. ¿Entonces ya sabéis todos lo que tenéis que hacer? —preguntó Stein.

Fueron cada uno a su grupo. Beck, imitando a su predecesor Keck, había pedido permiso para bajar él mismo con la primera escuadra. Abrió el camino mientras la ametralladora cambiaba de posición, y se esparcieron lentamente por la pendiente herbosa de descenso, que el día anterior, desde el valle, había parecido tan alta, tan lejana y tan terriblemente inalcanzable. A lo lejos, por debajo de ellos, veían la colina en que habían pasado la noche anterior.

En general fue una tarea más fácil de lo que había esperado cualquiera de ellos. La colina estaba llena de trincheras individuales y emplazamientos de ametralladoras y, evidentemente, el comandante japonés se disponía a venderla cara. Pero ahora, al oír tantos disparos enemigos en su retaguardia, los japoneses empezaron a salir de sus trincheras y a rendirse, hombres enfermos, cansados, de aspecto agotado, evidentemente aterrorizados ante el tratamiento que esperaban de sus enemigos. Los que cometieron la equivocación de salir con armas en las manos fueron liquidados inmediatamente por la ametralladora o los fusiles de los pelotones. Los otros, que salieron con las manos vacías y bien altas, recibieron puñetazos, patadas, burlas, empujones y golpes con las culatas, pero fueron pocos —pongamos en total seis o siete— los que murieron. Pero la verdad era que a nadie le hacían mucha gracia. Muchas de las trincheras estaban ya silenciosas y vacías, abandonadas por los hombres que habían ido corriendo a luchar al campamento. Cuando el silencio parecía sospechoso, las bombardeaban con granadas sin contemplaciones. Pero era mucho más abajo de la colina donde se combatía de verdad. Conducido por Beck y por Witt, un grupo atacó dos emplazamientos grandes que seguían disparando a los hombres del teniente coronel Tall, que intentaban acercarse lo suficiente para atacarles. Silenciaron a las ametralladoras desde detrás. Unos cuantos fusileros en las trincheras cercanas decidieron combatir con sus fusiles y murieron. «B de Baker» entró por la brecha, terminado el combate principal, y empezó la operación de limpieza. Varios japoneses se suicidaron haciendo explotar granadas junto a su estómago, pero no demasiados. El segundo pelotón de «C de Charlie» sufrió cuatro bajas, entre ellas un muerto.

Resultó que la limpieza era toda una operación por sí sola. Seguía habiendo muchos emplazamientos sin reducir esparcidos por toda la colina, y muchos japoneses preferían morir antes que ser capturados. Algunos estaban demasiado enfermos hasta para rendirse, y se limitaron a seguir sentados junto a sus armas, disparándolas hasta que les mataban. Pero primero, antes de poder terminar con todo esto tenía que hacerse una reagrupación.

Stein estaba de pie junto a Band, Welsh y Beck cuando se acercó el teniente coronel Tall a grandes zancadas detrás de los pelotones de la compañía «Baker», con el bastoncillo de bambú en la mano, sonriendo alegremente como un político al que acaban de confirmar que ha sido elegido. El cabo primero interino Witt, que había estado cerca, se escabulló y desapareció.

Un hombre del segundo pelotón, de pie cerca de Stein hacía sólo unos minutos en la colina quemada y requemada por el sol, hizo de repente unos ruidos guturales, como un sonido de muerte, y cayó de cara al suelo desmayado. No era el primero ni sería el último. Alguien le dio la vuelta, le aflojó la camisa y el cinturón y le colocó el pañuelo caqui del Ejército manchado de sudor y de mocos sobre la cara para protegerle del sol. Seguía echado allí, y en el momento en que apareció el teniente coronel Tall, Stein estaba pensando en el agua. Tenía la boca tan reseca que apenas podía tragar saliva, y ya había visto que no podía venir agua para ellos con los hombres de Tall porque ninguno llevaba latas. Lo que más interés tenía en saber era qué pensaba del agua, pero cuando Tall le estrechó la mano y le felicitó, esperó cortésmente hasta que terminaron las frases amables. Después se preguntó muchas veces por qué habría esperado. ¿Sería porque, sencillamente, no era de aquella clase de hombres? ¿Porque no era muy enérgico? Se dio cuenta de que cuando le dio la mano Tall, la cara del teniente coronel cambió de expresión sutil y peculiarmente para adoptar una que no se podía decir que fuera muy agradable. John Gaff, que venía inmediatamente detrás del teniente coronel, le miró también de manera extraña cuando le sonrió y le dio la mano.

—¡Bueno, Stein, lo hemos conseguido, hijo! ¡Lo hemos conseguido! —dijo Tall dándole una palmadita en la espalda… de manera más bien triste, pensó Stein. No recordaba que el teniente coronel le hubiera llamado nunca «hijo».

Siguieron más apretones de mano con Band y los suboficiales. Cuando terminaron las cortesías preguntó lo del agua.

—Lo lamento, Stein —sonrió el teniente coronel—. Pero no pude hacer nada. Te tenía preparados cuatro bidones, la mitad de los ocho que me trajeron mis muchachos. Pero los hombres estaban tan excitados, tan cansados, tan sedientos, tan… —dijo abriendo las manos—. Supongo que tiraron la mitad. Y no bebieron más que media marmita cada uno —dijo Tall, sin expresión de culpabilidad, sino de resignación ante la vida.

Seguían disparando por todas partes en torno a ellos. Pero ya estaban todos acostumbrados a eso.

—Pero me dijo usted que tendría toda el agua que quisiéramos beber cuando llegáramos aquí —dijo Stein con demasiada suavidad, según se dio cuenta cuando oyó lo que decía.

—¡Y la tendremos! —sonrió Tall—. Si miras hacia abajo verás que ya viene. Cuando vi lo que pasaba volví a enviar a James para que hablase con el jefe del regimiento, el jefe de la división, el jefe del cuerpo de Ejército, con el primero al que le pudiera echar mano, y cuantas más estrellas mejor.

Stein se volvió automáticamente. A lo lejos, moviéndose lentamente por el valle, donde habían yacido él y sus hombres con tal terror ayer, podía distinguir apenas una larga línea serpenteante que avanzaba lentamente hacia ellos. Si miraba directamente desaparecía, tenía que mirar por el rabillo del ojo.

—Ése es el resultado —dijo Tall con tono animado desde detrás de él—. ¡Y traen comida además de agua, Stein! Ahora creo que tendríamos que encargarnos de instalar una línea organizada a lo largo de la cima. Y organizar un poco mejor esta operación de limpieza. ¿Qué opinas sobre las posibilidades de contraataque, Stein?

La última frase sonó mucho más cortante, y Stein se dio la vuelta rápidamente, justo a tiempo de ver en la cara de Tall la misma expresión extraña: sonriente en la superficie, pero sin sonreír por debajo. Gaff sólo tenía expresión de desagrado.

—No hemos encontrado ninguna señal del enemigo, mi teniente coronel —dijo, forzándose a añadir por amor a la precisión—, excepto una ametralladora pesada con cuatro hombres, a la que redujimos —dijo, intentando con todas sus fuerzas darle objetividad a la voz y no dejar que se trasluciera ningún segundo sentido. Nada de triunfos personales. Pero luego su yo le dominó—: ¿Y los heridos, mi teniente coronel? ¿No ha traído usted sanitarios?

—Con los alimentos deberían venir grupos de camilleros —dijo Tall—, pero han estado muy ocupados con nuestras propias bajas. Sospecho que hoy hemos tenido más bajas que tú —dijo mirando a Stein.

—¿Vamos a echar un vistazo a la línea de la cima, mi teniente coronel? —preguntó Stein.

—Hazlo tú —dijo Tall—. Yo me voy a encargar de esta operación de limpieza.

—Sí, señor —dijo Stein, y saludó—. ¡Beck! ¡Welsh! —llamó, y dejó a George Band con los oficiales.

El golpe cayó a media tarde. Stein no podía decir sinceramente que no lo hubiera previsto. El primer y el tercer pelotones de «C de Charlie», tras limpiar eficientemente la zona del campamento y capturar cierta cantidad de morteros pesados y dos cañones de montaña de 70 mm, se situaron en línea a lo largo de la cima que habían capturado y que cubría la peligrosa Trompa del Elefante. «B de Baker», con el segundo pelotón de «Charlie», organizados por el teniente coronel Tall, continuaron con la operación de limpieza. Una vez que terminaron, lo que les llevó la mayor parte del día, el segundo pelotón pasó a la reserva detrás del primero y el tercero. La compañía «Baker» pasó a la línea de la cima a la derecha de «Charlie», con uno de sus propios pelotones en la reserva. En medio de toda esta actividad se desató la llegada del agua y la comida, que lo suspendió todo durante media hora. Fue cuando se terminó con esto y empezó a declinar el feroz sol con las primeras señales del atardecer, cuando el teniente coronel Tall llamó a Stein a la zona del antiguo campamento de los japoneses, al otro lado de la cima.

—Te relevo del mando, Stein —dijo sin preámbulos. Tenía la cara, aquella cara juvenil y anglosajona de aspecto tanto más atractivo y más juvenil que la de Stein, apretada en líneas de severidad.

Stein notó cómo de repente el corazón le latía en los oídos, pero no dijo nada. Pensó en cómo había realizado aquel movimiento al subir a la Trompa. Pero, naturalmente, había tenido mucha suerte.

—George Band te relevará —dijo Tall al no recibir respuesta de Stein—. Ya se lo he dicho. Así no lo tendrás que hacer tú. —Y esperó.

—Sí, señor.

—Es algo difícil de hacer —dijo Tall—, y difícil tomar una decisión así. Pero, sencillamente, creo que nunca llegarás a ser un buen oficial de combate. Lo he pensado con mucho cuidado.

—¿Por lo que pasó ayer por la mañana? —preguntó Stein.

—En parte —dijo Tall—. En parte. Pero hay otras cosas, en realidad. Creo que no eres lo bastante duro. Creo que eres demasiado blando. Tienes el corazón muy blando. No tienes las fibras lo bastante endurecidas. Creo que dejas que te gobiernen demasiado tus emociones. Como te he dicho, lo he pensado mucho.

Sin motivo ninguno, Stein se encontró pensando en el joven Fife, su escribiente herido el día anterior, en sus choques con él y en lo que solía opinar él mismo acerca de Fife. Había dicho que opinaba que Fife era demasiado neurótico, demasiado emotivo para llegar a ser un buen oficial de infantería de combate. ¿Sería eso lo que opinaba Tall de él? Era raro. ¿Pero qué diría de esto su padre, el comandante de la Primera Guerra Mundial? Siguió sin decir nada, y de repente le llenó otra vez aquella sensación del estudiante cogido en falta, la sensación de culpabilidad y de escuchar una bronca. No podía deshacerse de ella. Casi era de risa.

—En una guerra tiene que morir gente —decía Tall—. No hay manera de evitarlo, Stein. Y un oficial tiene que aceptarlo y luego calcular la pérdida de vidas contra las ganancias potenciales. Creo que tú no puedes hacerlo.

—¡No me gusta ver cómo matan a mis hombres! —se oyó decir a Stein ardientemente como defensa.

—Claro que no. A ningún buen oficial le gusta. Pero tiene que poder enfrentarse con ello —dijo Tall—. Y a veces tiene que ser capaz de ordenarlo.

Stein no respondió.

—En todo caso —dijo Tall con cara severa—, es una decisión que me corresponde a mí, y ya la he tomado.

Stein estaba estudiando sus propias reacciones. Tenía, descubrió, grandes deseos de describirle al teniente coronel las acciones que había logrado hoy: la larga marcha, la toma de la Trompa, cómo había ido en ayuda de Tall y le había abierto camino… y luego hacerle notar que ayer, como si no lo supiera Tall, era la primera vez que se había encontrado con fuego real, hacerle notar que hoy le había preocupado mucho menos el ver cómo mataban a sus hombres. Quizás era eso lo que quería Tall que dijera a fin de poder conservarle con él. O quizá no quisiera eso, sino que se proponía conservarle en cualquier caso.

Pero Stein no lo dijo. Se limitó a sonreír repentinamente y a decir otra cosa. Se daba cuenta de que era una sonrisa rígida.

—Entonces, en cierto sentido, es casi un cumplido, ¿no es algo así, mi teniente coronel?

Tall le contempló exactamente igual que si no hubiera oído lo que decía, o como si pensara que no tenía nada que ver con todo aquello, y siguió diciendo lo que, evidentemente, tenía preparado. A Stein no le apetecía volver a decirlo. En todo caso no estaba seguro —en realidad ni siquiera creía— que lo que acababa de decir fuese la verdad. Creía, igual que Tall, lo contrario. No era ningún cumplido.

—No tendría ningún sentido organizar un escándalo —continuó Tall—. No quiero tenerlo en el historial del batallón durante mi mando, y no tendría sentido ponerlo en contra tuya en tu hoja de servicios. Esto no tiene nada que ver con cobardía o incapacidad. Te permito que pidas un traslado al Cuerpo Jurídico de Washington por motivos de salud. Eres abogado. ¿Has tenido ya la malaria?

—No, señor.

—En realidad, no importa. Lo puedo arreglar. De todas formas, probablemente la tendrás. También voy a recomendarte para la Estrella de Plata. Te recomendaré de tal forma que sea imposible negártela.

Stein sintió un deseo instintivo e irritado de rehusar la medalla y casi levantó la mano. Pero luego la dejó caer. ¡Qué demonios! ¿Qué importaba en realidad? Y Washington. A Stein le gustaba Washington.

Tall, tras la cara severa, firme e inexpresiva, había observado la mano medio levantada para protestar y dijo:

—También se te podría dar el Corazón Púrpura.

—¿Por qué?

Tall le miró de arriba abajo y dijo con voz inexpresiva:

—Bueno, para empezar veo que tienes una herida bastante profunda en la mejilla de los golpes contra las jodidas rocas condenadas de ayer. —Y levantó la mano—. Y por si no basta, veo que también tienes dos rozaduras ensangrentadas en las manos debajo de todo ese condenado jodido barro. —Y miró a Stein sin expresión.

De pronto le dieron a Stein ganas de llorar. En realidad no sabía por qué. Quizá fuera porque ya ni siquiera le disgustaba Tall. Ni siquiera Tall.

Y cuando Tall no podía disgustarle a uno…

—A sus órdenes, mi teniente coronel —dijo con voz equilibrada, haciendo como que se aburría.

—Creo que lo mejor será que vayas a la retaguardia inmediatamente con el próximo grupo de heridos y prisioneros —dijo Tall sin expresión—. No serviría de nada que te quedaras por aquí sin hacer nada. Cuanto menos publicidad le demos al asunto, mejor para todos.

—A sus órdenes, mi teniente coronel —dijo Stein, saludando y dándose la vuelta. De pronto se vio a sí mismo en la imaginación con lágrimas en los ojos, tambaleándose, convertido en un hombre destrozado. Pero era demasiado de opereta. Y tenía los ojos bien secos. ¿Irse a Washington? No podía decir que le disgustara. ¡Dios, qué leyendas! La guerra la había convertido en la ciudad más rica, más excitante, más grande, más escandalosa y más próspera de toda la nación. Y todo por la burocracia. Un grupo de camilleros se estaba preparando para realizar su descenso hasta donde, por fin, los Jeeps se estaban abriendo camino hacia la pendiente corta de la cota 209. Stein se dirigió hacia ellos.

Se quedó mirando durante largo rato la corta pendiente delantera de la cota 209. Allí era donde, no hacía más que un día, habían empezado a avanzar hacia el territorio enemigo, y ahora ya no presentaba ningún peligro. Había hormigueros de hombres en torno a ella. Bueno, pues ya estaba. La experiencia iluminadora del alma y tan ansiada del combate. A Stein no le parecía tan distinta de trabajar en una de las grandes oficinas de abogados o en cualquiera de las grandes sociedades. O en el gobierno. Como los soviets. Era algo más peligroso para la vida y la salud, pero sus efectos no eran diferentes para los espíritus de los empleados, obsesionados por las primas y temerosos de las reprimendas. Cuando el grupo de camilleros estuvo preparado se acercó a ellos, y ayudando a llevar las camillas por los sitios difíciles cuando era necesario. ¿Qué pensaría Tall en realidad acerca de él? ¿O no pensaría nada en absoluto?

Pronto se corrió la noticia. Pese al deseo de Tall de mantenerla en secreto, toda «C de Charlie» —y en realidad todo el batallón— sabía que el comandante de la compañía «C» había sido relevado de su mando sólo un cuarto de hora después de que se marchase. En «C de Charlie» hizo que se enfadaran muchos suboficiales y soldados, pero fue el cabo primero interino Witt, el primero al que se le ocurrió la idea de organizar un comité de protesta. Había muchos a favor de la idea, pero preguntaron a quién podrían ir a protestar. ¿A Brass Band, el nuevo comandante, o al mismo Tall el Bajito? [9]. Parecía una especie de bofetada el ir a protestar a Band. Por otra parte, la protesta ante el Bajito resultaba inconcebible, ya que no cabía duda de que para empezar les metería a todos en el calabozo por atreverse a pensar una cosa así. Por fin todo quedó en una serie de gruñidos airados pero ineficaces. Pero si los demás estaban contentos con satisfacer sus conciencias con tan poco, Witt, que estaba enfadadísimo, pensaba que no podía dejar correr el asunto así como así.

Witt había pasado ya por un encuentro desgraciado aquel día: cuando con tanta delicadeza e inteligencia se había retirado de las cercanías de la reunión de Tall y Stein (también él había visto que no había nada de agua), se había apartado un poco por la ladera para sentarse a solas y descansar un poco. Estaba agitado. Y terriblemente seco. Fue entonces, mientras estaba sentado, entumecido y mirando al vacío al otro lado de la colina, cuando se le acercó a quejarse Charlie Dale, el antiguo segundo cocinero, que había llegado con el capitán Gaff y los demás voluntarios junto con los pelotones de la compañía «B».

El regordete Dale, con los hombros encogidos y los fuertes y largos brazos, se le acercó estólidamente, directamente hacia el punto en que estaba sentado, y se plantó ante él como un leño a decirle todo lo que quería. Llevaba el fusil en las manos.

—Quiero decirte una cosa que he pensado, Witt —gruñó.

Los pensamientos de Witt, lo poco que podía pensar por el momento, estaban muy lejos de allí.

—Ya —dijo como un sonámbulo—. ¿De qué se trata?

—No deberías haberme contestado como lo hiciste allí —gruñó Dale autoritariamente—, y no quiero que vuelvas a hacerlo. Es una orden.

—¿Qué? —dijo Witt despertándose un poco ante este tono de voz—. ¿Qué? ¿Cuándo?

—Esta mañana, cuando estábamos en el reducto. Te acuerdas bien, Witt.

—¿Qué dije?

—Me llamaste imbécil cuando tiré aquella granada por aquel agujero y aquel japonés la volvió a tirar. A mí no se me puede hablar así. Ahora soy un suboficial y no es digno. En todo caso —dijo imitando la frase que había aprendido al escuchar a Gaff y a Stein y que repitió ahora encantado—, en todo caso, te ordeno que no lo vuelvas a hacer.

Parecía que a Witt le había picado una avispa. No estaba enfadado. Estaba rabioso.

—Vamos, Dale, apéate de la burra —se burló—. Te he conocido cuando eras un piojoso segundo cocinero. Y además no eras muy bueno. No me des órdenes. Te puedes meter por el culo los galones de interino.

—Me llamaste imbécil.

—¡Bueno, pues eres un imbécil! —gritó Witt poniéndose en pie de un salto—. ¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡Y además de eso eres un estúpido! Tendrías que darte cuenta de que… ¡Y además, yo también soy cabo primero! ¡Me ha nombrado Stein esta mañana! ¡Ahora, lárgate! —dijo, furioso todavía por la manera que le había dejado en ridículo Tall aquella mañana—. ¡Imbécil! —volvió a gritar demencialmente.

Pareció que Dale se quedaba perplejo ante la información de que su enemigo era también cabo primero interino.

—No soy un imbécil —dijo tranquilamente—. Y no eras cabo primero interino cuando me lo dijiste. Y además yo lo soy desde antes que tú, así que sigo mandando más que tú. Y no me das miedo —luego suavizó la voz al pensar en una cosa nueva—; además, no está bien delante de los soldados, Witt —dijo como si fueran dos comandantes que se estuvieran emborrachando en el bar del casino de oficiales.

—¡Soldados, la mierda! ¡Soldados, la mierda! —gritó Witt. Se inclinó a coger el fusil y lo agarró con las dos manos cruzadas de la misma manera con que se coge un arma de dos filos. No tenía la bayoneta puesta—. Charlie Dale, nunca le he pegado a nadie sin avisarle primero. Es mi costumbre. Bueno, pues te aviso. Apártate de mí y mantente lejos de mí. Si me dices otra palabra, te hundiré esa jodida cabeza tuya. ¡Y que conste que te doy una paliza en cuanto quieras!

—Creo que te puedo —dijo Dale con sus modales flemáticos.

—¡Pues inténtalo! ¡Inténtalo!

—No, ya hay bastante trabajo por estos alrededores. Está empezando la operación de limpieza. No quiero perdérmela.

—¡Lo que quieras! —chilló Witt—. Con bayonetas, navajas, con los puños, con culatas, a tiros…

—Vale a puñetazos —dijo Dale en voz baja—. No quiero matarte…

—¡No podrías!

—… Y sé que has sido boxeador —continuó Dale calmoso—. Pues con tanta leche, todavía te zumbo.

—¿Ah, sí? —dijo Witt, avanzando con la culata levantada como para darle con ella en la sien, pero Dale se echó atrás. Levantó su fusil, que tenía la bayoneta calada, a la posición de esgrima.

—A lo mejor no te puedo zumbar —decidió Dale—. Pero recordarías mucho tiempo con quién habías peleado, chico.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Witt—. ¡No haces más que hablar! ¡Palabras! ¡Palabras!

—Ahora mismo ya hay demasiadas cosas serias por hacer —dijo Dale—. Ya lo veremos más adelante, chico. —Se volvió y se marchó.

—¡Cuando quieras! —le gritó Witt al marcharse, y luego volvió a sentarse con el fusil sobre las rodillas. Temblaba con una rabia fría. ¡Zumbarle! No había ni un solo hombre de su peso en el regimiento que pudiera zumbarle. Y dudaba mucho que hubiera nadie en todo el regimiento que le pudiera con bayoneta. Y en cuanto a puntería, había sido uno de los primeros tiradores de todos los regimientos en los que había servido en los últimos seis años. ¡No está bien delante de los soldados!

Ahora, decidió, ya tenía dos hombres a los que odiar en el batallón: el teniente coronel y Charlie Dale.

Witt, con todos los combates de limpieza de la tarde, no había conservado este estado de ánimo de furia suprema y asqueada, pero le había vuelto en seguida en cuanto llegaron a él las noticias de lo que le había pasado a Stein, e intentó organizar una protesta. La verdad era que aquellos tíos eran una partida de idiotas. Y aquel batallón se iba a ir a hacer puñetas rápidamente. ¿Band jefe de la compañía? Witt creía saber lo bastante para darse cuenta de quién podía ser jefe de una compañía, y Brass Band no tenía nada de jefe de compañía. Claro que tampoco lo había tenido Stein. Sólo lo había tenido durante estos dos últimos días, y ¡mira lo que había pasado! Ahora le habían echado. Cuando la posibilidad de una protesta organizada se fue convirtiendo lentamente en gruñidos, con la misma lentitud se dio cuenta Witt de lo que iba a hacer él. Sin Stein, nada. La lenta terquedad implacable de Kentucky, se apoderó de él, haciendo que se le hundiera la afilada barbilla en el cuello delgado y dando una postura estólida a los hombros. Se presentó al nuevo jefe de la compañía, en el puesto de mando, poco antes del anochecer.

Naturalmente, allí estaba el condenado Welsh. Brass Band estaba sentado a unos dos metros de él, terminando de comer una lata de alubias con carne.

—El soldado Witt solicita permiso para hablar con el comandante de la compañía —dijo Witt al brigada. Band apartó la mirada de sus alubias con carne, con aquellos ojos suyos ansiosos y medio locos. Pero no dijo nada. Y Witt no apartó la mirada del brigada. Welsh le contempló sombrío. Luego volvió la cabeza:

—Mi teniente, el soldado Witt solicita permiso para hablar al comandante de la compañía —dijo con tono burlón.

—Muy bien —dijo Band con su sonrisa ansiosa. Tomó un último bocado de alubias, tiró la lata, lamió la cuchara y se la metió en el bolsillo. No llevaba casco. Witt, igual que todos los demás miembros de las dos compañías, sabía que a Band le había quitado el casco de la cabeza de un tiro un japonés que salía de una trinchera, durante la operación de limpieza. La bala había entrado por el lado izquierdo cerca de la sien, haciendo un agujerito grande y desgarrado. Band, que no había sido herido, se había dado la vuelta y le había pegado un tiro al japonés. Ahora tenía el casco roto al lado de él, en el suelo. Witt se acercó a él y saludó.

—Siéntate, Witt, siéntate; ponte cómodo —dijo con unos modales jocosos y despreocupados—. Pero que conste que ya no eres «el soldado» Witt, sino el «cabo primero interino» Witt. Ya oí al capitán Stein cuando te nombró esta mañana —dijo inclinándose a recoger el casco—. ¿Has visto mi casco, Witt?

—No, señor —dijo Witt con sinceridad.

Band sacó el forro roto de fibra y lo exhibió. Luego metió un dedo por el agujero más grande y lo movió hacia Witt.

—No está mal, ¿eh?

—Sí, señor —dijo Witt.

Band tiró el casco a un lado después de volver a poner el forro.

—No sabía que estos cacharros le protegían a uno de verdad —dijo—. Voy a conservarlo, aunque sea sin forro, y en cuanto tenga otro lo mandaré a casa.

Witt pensó de repente en John Bell, al que le había ocurrido lo mismo allá en el reducto, y durante un momento lamentó mucho abandonarle a él y a todos los demás. Eran buenos tíos, los del grupo de asalto. Menos Charlie Dale.

—Pero te he dicho que te sientes, Witt; siéntate.

—Prefiero seguir de pie, mi teniente —dijo Witt.

—¿Oh? —dijo Band desapareciéndole la sonrisa—. Muy bien, Witt. ¿Qué querías, Witt?

—Mi teniente, quiero decirle como comandante de la compañía que me vuelvo a mi antigua unidad, a la compañía de cañones de este regimiento —dijo Witt—. El motivo por el que quería decírselo al comandante de la compañía es que si el comandante de la compañía se da cuenta de que no sigo aquí, así sabrá por qué no.

—Pero no hace falta, Witt. Creo que podemos arreglar las cosas para hacer que te destinen aquí —dijo Band amablemente y riendo—. No te preocupes por haberte marchado sin permiso. Has resultado muy útil estos dos días, ya lo sabes.

—Sí, señor —dijo Witt.

—Ya sabes que nos hacen falta suboficiales. Mañana me propongo convertir en permanentes todos los mandos interinos.

Un soborno. Witt podía oler a Welsh, podía oler cómo les observaba asqueado.

—Sí, señor —dijo.

De pronto los ojos de Band se entornaron por encima de la boca todavía sonriente.

—De todas formas quieres irte —suspiró—. Muy bien, Witt. Supongo que de todas formas no te lo puedo impedir oficialmente. Y no quisiera tener a mi mando a un hombre que no quiere servir a mis órdenes.

—No es eso, mi teniente —mintió Witt. Porque sí lo era. Por lo menos en parte—. Es que no quiero servir en un batallón… —dijo sin mencionar deliberadamente al teniente coronel Tall— que hace a la gente cosas como la que le ha hecho este batallón al capitán Stein.

—Bien, Witt. —Y volvió a sonreír como antes—. Pero me parece que no somos quién para juzgar. Un ejército es más importante que cualquiera de las personas de las que se compone.

Sermones.

—Sí, señor —dijo Witt.

—Eso es todo, Witt —dijo Band. Witt saludó. Band le devolvió el saludo y Witt se dio la vuelta.

—¡Ah, Witt! —dijo Band con suavidad. Witt se dio la vuelta otra vez—. Quizá te gustaría tener una carta que presentar al comandante de tu compañía de cañones testificando dónde has estado estos dos días. Si quieres, me satisfaría escribirla para que la tengas.

—Gracias, mi teniente —dijo Witt impasible.

—Brigada —dijo Band—, escríbame una carta dirigida «A todas las personas interesadas» diciendo que Witt ha estado en esta unidad durante los dos últimos días combatiendo en primera línea y que está recomendado para condecoraciones.

—No tengo máquina —dijo Welsh con voz de asco.

—¡No discuta conmigo, brigada! —gritó Band—. ¡Escriba la carta! ¡Coja esta hoja de papel y escriba la carta!

—A sus órdenes, mi teniente —dijo Welsh. Cogió la hoja que le pasó Band de la mochila que había heredado de Stein.

—¡Welsh! —dijo al escribiente maduro y movilizado, que se acercó corriendo—. Coge este papel, vete a aquel tronco y escríbeme una carta. Que sea con letra de imprenta. ¿Tienes pluma? —preguntó.

—¡Sí, señor!

—¿Sabes lo que tienes que poner en la carta?

—¡Sí, señor! —dijo Welsh—. ¡Sí, señor!

—Vale. ¡Vamos! Y no me llames señor, so jodido. Estos jodidos movilizados.

Welsh se sentó, cruzó los brazos y les miró a los dos, a Witt y a Band. Luego, de repente, sonrió, con aquella sonrisa loca, demencial, con sus ojos astutos que les miraban a los dos. En algún lugar del laberinto de su mente les mandaba a los dos a la mierda y se lo estaba diciendo. A Witt no le importaba, pero Band no le gustaba ni un pelo más de lo que le pudiera gustar Welsh. O de lo que le gustaba Welsh, por decir la verdad. Había algo de obsceno y demasiado suave en la manera en que actuaba el teniente.

Cuando la carta estuvo escrita y firmada —lo que sólo llevó unos minutos—, Welsh se la pasó. Pero cuando Witt fue a agarrarla, Welsh la apalancó de repente entre el índice y el pulgar, sin soltarla, sonriéndole con aquella estúpida sonrisa demencial en la cara. Pero cuando Witt la soltó y dejó caer el brazo, Welsh la soltó también y el papel casi se cayó al suelo. Witt se dio la vuelta.

—No hace falta que te vayas ahora, Witt —dijo Band detrás de él—. Ya es casi de noche. Puedes esperar hasta mañana.

—La oscuridad no me da miedo, mi teniente —le dijo Witt, pero mirando directamente a Welsh. Se marchó. Estaba enfadado consigo mismo por haber aceptado la carta. Tendría que haberla dejado o haberla rechazado desde el primer momento. En realidad no le hacía falta. Que les dieran por el culo a todos aquellos cabrones. Ni uno de ellos había levantado un dedo por defender al pobre viejo de Stein. Y si Band creía que podía comprar a Bob Witt con un mando de cabo primero, o con un ofrecimiento para quedarse por la noche para volver a pensarlo, es que no sabía quién era él. En cuanto a volver a la cota 209 en la oscuridad, podía hacerlo andando hacia atrás. Y se volvió.

Fue sólo unos minutos después de que se hubiera marchado Witt del puesto de mando de «C de Charlie» cuando el teniente coronel Tall mandó desde su propio puesto de mando la carta que le había costado dos horas redactar. En realidad no estaba del todo satisfecho con ella, porque el estilo resultaba demasiado florido y demasiado duro al mismo tiempo, pero quería que estuviese lista para leérsela a los soldados antes de que fuera demasiado oscuro. Hubiera preferido con mucho dirigirse personalmente al batallón, pero estando en el frente resultaba imposible. Así que hizo que sus dos escribientes hicieran dos copias a mano para cada compañía. Naturalmente, hablaba de la victoria en términos cálidos. Pero lo que quería decirles por encima de todo era que había conseguido para el batallón una semana de descanso lejos del frente. (Había pasado casi una hora discutiendo el asunto con el regimiento y la división tan pronto como se instalaron las líneas telefónicas). Su batallón había tenido el mayor número de bajas de la división y había capturado el objetivo más difícil. Les relevaría a última hora de mañana un batallón del regimiento de reserva divisionario. Tall confiaba en oír unos cuantos gritos de aplauso de los soldados cuando se les leyera esto y, al caer la noche, cuando salió de su puesto de mando él solo a escuchar, no se sintió desilusionado. Lo otro que quería decirles era que al día siguiente inspeccionaría el frente personalmente el general de la división. Era debido a esta inspección por lo que no se les podía relevar antes. Tall esperaba oír unos gruñidos ante esto, y mientras sonreía a solas se dio cuenta de que tampoco en esto se había engañado. Se sintió satisfecho al pensar que sabía muy bien lo que pensaban las clases de tropa —después de todo era lógico al cabo de quince años— y las noticias de la semana de descanso compensaron con mucho la irritación natural de cualquier inspección.

La inspección empezó a las diez y media. Esto se debía a que el general de la división estaba dedicando la mañana a recorrer el campo de batalla de la colina con su Estado Mayor. Pero mucho antes de las diez y media estaba en el frente el oficial de prensa de la división, recorriendo la zona, comprobando, organizando, cambiando, instalando ángulos de cámara y, sobre todo, buscando. Era un tipo animado, grandote, campechano, un comandante que había sido seleccionado como «medio melée» internacional durante la época que había pasado en la academia de West Point. Encontró lo que buscaba en la persona del soldado Train, el tartamudo entre cuyos muslos había caído el joven cabo Fife después de la herida que le había infligido el proyectil de mortero.

Durante aquellos días se había capturado una cierta cantidad de sables de samurai. Queen (ya evacuado), Doll y Cash tenían uno cada uno. También los tenían muchos otros en las dos compañías. Pero fue el destino el que le permitió a Train (no porque él pusiera nada de su parte, según hay que hacer constar) el conseguir la única espada incrustada de joyas, igual que aquellas que les habían descrito durante tanto tiempo en los periódicos. Train, más por agotamiento y ganas de descansar un rato que por otra cosa, había entrado tambaleante en una de las chozas de palos que había a lo largo de la cima y se la había encontrado allí, tirada en el suelo de barro.

Aquella espada particular tenía un falso mango de madera oscura engarzado de una gran cantidad de oro y marfil, además de la estupenda tapa de cuero del puño. No era un mecanismo particularmente misterioso y más tarde, cuando Train lo quitó, encontró una serie de joyas —un par de ellas tan grandes como la uña de su pulgar— incrustadas en la empuñadura de acero. El puño falso de madera estaba colocado astutamente de manera que encajaba a la perfección con las protuberancias de las piedras. Toda la espada era una hermosa obra de arte y de artesanía. Debía haber pertenecido, por lo menos, a un general, le dijeron los asombrados compañeros a Train cuando se la enseñó, aunque, añadieron, ya se sabía que a veces las llevaban hasta segundos tenientes cuando eran piezas de la herencia familiar.

La espada causó una gran excitación en el batallón, que estimaba su valor en precios que oscilaban desde los quinientos hasta los dos mil dólares. Y ésta era la espada que buscaba el oficial de prensa de la división, además de sus otras actividades. No sabía que pertenecía a Train, pero sí que estaba entre los hombres de «C de Charlie». Los rumores acerca de ella habían llegado hasta la retaguardia y al oficial de prensa se le ocurrió una idea brillante cuando se enteró. Cuando llegó, fue directamente a buscar al teniente Band. Después de pensarlo un momento, Band le envió a Train. Creía que debía ser él. No la había visto por sí mismo ni había prestado mucha atención a aquello. Pero debía ser él. Y lo era.

—¡Ésta es! —exclamó el oficial de prensa nervioso cuando se la enseñó Train—. ¡Hijo, tienes mucha suerte! ¿Sabes lo que vas a hacer? ¡Le vas a regalar esta espada al general cuando pase de inspección!

—¿De-de ver-verdad? —preguntó Train.

—¡Claro que sí! ¡Haré que te vean la cara en todos los cines de todo Estados Unidos en que proyectan noticiarios! ¡Fíjate! ¿Qué te parece? ¡Que te vean!

Train tragó saliva apurado bajo la nariz afilada, colgante y curvada.

—Bue-bueno. Cre-creo que me gus-gustaría quedarme con-con ella, mi co-comandante —dijo tímidamente.

—¡Quedarte con ella! —gritó el comandante—. ¡Para qué! ¿Para qué diablos? ¿Qué ibas a hacer tú con ella?

—Bue-bueno, ya sabe us-usted. Pa-para nada con-concreto. Só-sólo por tenerla —intentó explicar Train—. De re-recuerdo como si-si di-dijéramos.

—¡No seas tonto! —aulló el comandante—. Para empezar, lo más fácil es que la pierdas antes de que termine la guerra. ¡O que la vendas! El general tiene una colección maravillosa de armas antiguas y raras. ¡Un ejemplar así tiene que estar en sus manos!

—Bu… bueno…

—Y figúrate qué escena de noticiario —gritó el comandante—. ¡Se acerca el general! ¡Le das la espada! ¡La sacas y le enseñas cómo se quita la empuñadura falsa! ¡Vuelve a ponerla en su sitio! ¡Te da la mano! ¡El general Bank te da la mano! ¡Y te registraremos la voz! ¡Tú dices: «General Bank, me gustaría ofrecerle a usted esta espada japonesa que he capturado»! O algo por el estilo. ¡Piénsalo! ¡Piensa en eso! ¡Se verá tu cara y se oirá tu voz en todos los cines de la nación! ¡A lo mejor hasta te verá tu familia!

—Bu-bueno —dijo Train arrepintiéndose tímidamente—. Si le pa-parece a usted, que es lo me-mejor que se pue-puede ha-cer…

—¡Piénsalo! —trompeteó el comandante—. ¡Piénsalo! Yo personalmente, ¡personalmente!, te lo garantizo. Es algo que no lamentarás nunca. Espera a que te escriba tu familia diciéndote que te ha visto en el cine —dijo alargando la mano—. ¡Ahora, dame la espada! ¡Quiero examinarla con más detenimiento! ¡Ya sabes que hay que ver el ángulo en que se fotografía mejor! ¡Te la devolveré justo antes de que se la des al general! Gracias… ¿eh?… ¿Train?

—S-sí, mi co-comandante —dijo Train—. Frank P.

—Sigue haciendo tu trabajo aquí y ya nos volveremos a ver —gritó el comandante.

El oficial de prensa volvió a bajar con la espada hacia el pequeño puesto de mando en el que Welsh y Band seguían trabajando en la lista de bajas. Le miraron todos. Pero el oficial de prensa se rascaba la cabeza y no parecía estar muy contento.

—Qué cara —dijo—. Creo que no he visto una cara con un aspecto menos condenadamente militar en toda mi vida. Con esa nariz. Y sin barbilla. Y encima va y es tartamudo —dijo levantando la vista—. ¿Creéis que puedo conseguir un tipo con un aspecto un poco mejor para que haga el ofrecimiento? —Mirando a ambos.

—Supongo que no —dijo el oficial de prensa contestándose solo—. Pero, Dios —dijo sonriente—, supongo que en cierto sentido parecerá todavía más democrático, ¿no? Un soldadete raso y asqueroso como él. Sí, creo que resultará todavía mejor.

Fue verdaderamente el punto culminante de toda la inspección, con las cámaras de cine chirriando, el general sonriendo y dándole la mano a Train, Train sonriente. Las cámaras fotográficas lo cogieron a la primera, pero las de cine tuvieron que filmar la secuencia dos veces por lo nervioso que le ponía a Train hablar con un general, haciéndole tartamudear más que de costumbre. Pero la segunda vez lo hizo mejor.

Hubo algunos murmullos y gruñidos en los pelotones de «C de Charlie» acerca de la forma en que se había dejado engañar Train para quedarse sin su trofeo. Varios de sus amigos le dijeron que era un estúpido. Train intentó explicarles que no le habían dejado. Y de todas formas, si al general le apetecía tanto… Sus amigos, asqueados, sacudieron las cabezas.

Pero a nadie le importó mucho. Estaban todos demasiado excitados y demasiado aliviados ante la oportunidad de alejarse del frente. En cuanto el jefe de la división pasó a la compañía «B», empezaron a reunir sus cosas para la mudanza.

La marcha de regreso, por aquel terreno en que habían yacido tanto tiempo, con tanto miedo y tantos temblores, durante los dos últimos días, y que ahora estaba tan pacífico, les resultó extraña a todos. Y todos se sentían un poco entumecidos.