7
Todo parecía cambiado. Detrás de la cota 209 las cosas estaban en orden y civilizadas. Habían aparecido campamentos ordenados y el viejo sendero de los Jeeps había sido reconstruido y nivelado para que pudieran pasar otros vehículos. Mientras andaba, «C de Charlie» contempló todo aquello con interés. Más allá de la cota 209, donde habían combatido y habían estado aterrados en el segundo y tercer pliegues hacía una semana, había ahora tiendas de campaña. En la colina lateral por la que había subido Keck a sus tres escuadras entre la hierba, y en la que había muerto luego, por su propia culpa, habían acampados grupos alegres. La depresión llena de arbustos en que habían atrapado y bombardeado al segundo batallón el primer día, era ahora un centro de enlaces ocupadísimo. Y la nueva senda de Jeeps, en la que todavía trabajaban los ingenieros, pasaba entre las colinas herbosas de la derecha y la izquierda, por la llanura, y subía por la Bolera hasta la cota 210, la cabeza del elefante. Mientras avanzaban por ella, levantando polvo y sin aliento, pero avanzando con firmeza porque les observaba gente en la que pensaban ahora como tropas de retaguardia, «C de Charlie» iba como compañía avanzada del batallón y se sentía orgullosa porque habían sido ellos los que habían efectuado todos aquellos cambios aunque no hubieran hecho el trabajo. Porque ellos eran los que habían matado.
Aquella sensación de triunfo no duró mucho. A la sombra de los altos árboles de la jungla, a lo largo de la cima que seguía la cota 210, se realizó el relevo rápidamente. La compañía a la que relevaban había estado de patrulla durante toda la semana y había tenido dos muertos y cinco heridos. Pero no había combatido en ninguna batalla importante como la del Elefante Bailarín y se les notaba en las caras de admiración al ver subir y ocupar su puesto a «C de Charlie». «C de Charlie» se limitó a mirar con cara de hastío e irritación. Los hombres a quienes relevaban les dijeron inmediatamente que había una patrulla programada para aquella tarde. El ataque en sí empezaría a la madrugada del día siguiente.
La marcha hasta allí había sido divertida, pero comprendieron repentinamente que les habían llevado directamente de regreso donde todo era importante.
Sin embargo, aquel día el teniente coronel no estaba con ellos. El teniente coronel Tall, según rumores, estaba a punto de que le ascendieran. Aquella mañana no le había visto nadie del batallón cuando empezó la marcha, y no se había presentado en el punto de reunión junto al río cuando se encontraron las cuatro compañías. Por aquel procedimiento misterioso que no comprendía nadie pero que siempre parecía saber todo lo referente a los asuntos del regimiento (e incluso de la división), los rumores decían que Tall iba a tomar el mando del regimiento independiente de sus compañeros que combatían en las montañas, cuyo comandante estaba tan enfermo de malaria que no podía seguir en el mando. Esto provocó agrias sonrisas en los labios de los enfermos de malaria del batallón, la mayoría de los cuales tenían constantemente temperaturas de 40 oC durante los ataques de la enfermedad. Otra cosa que causó risa fue el comprender que al viejo Bajito le ascendían debido a las hazañas de ellos y a la sangre derramada por ellos; que le ascendían de golpe, debido a su reputación, por encima del segundo jefe del regimiento independiente con rango temporal de coronel. A nadie le preocupó mucho que se marchara. Estaban mucho más preocupados por cómo sería su sucesor y la patrulla de aquella tarde.
En relación a esta patrulla había, quinientos metros delante de ellos, otra colina pequeña que se levantaba solitaria en medio de la jungla. La habían bautizado La Medusa. Desde que aquel brillante oficialillo de Estado Mayor había tenido la idea de poner el nombre del Elefante Bailarín y había tenido éxito, se proponía un cúmulo de nombres para cada colina que faltaba por tomar, y lo hacía cada oficialillo ayudante un poco brillante que tenía acceso a las fotos aéreas. El bautizar a las colinas se había convertido en una juerga. La Medusa, que en realidad era una colina un poco curvada y gruesa, había sido bautizada así por una serie de barrancos en forma de abanico que se extendían desde el extremo más alejado del mar, haciendo que se pareciera al racimo de tentáculos o antenas que salen de la cabeza de la medusa o aguaviva. Esta Medusa había sido reconocida dos veces por patrullas del tercer batallón hasta el extremo más cercano al mar: la cola, que era el camino más fácil y más corto, pero ambas veces les había hecho retirarse el fuego de las ametralladoras pesadas y morteros.
Aparentemente estaba bien defendida. La patrulla «C de Charlie» tenía que entrar por el lado más alejado del mar, la cabeza, para ver si estaba peor defendida allí a causa del terreno más difícil. Si tenían tiempo, también debían hacer de leñadores en el camino para ampliarlo para el gran ataque del día siguiente. El primer teniente George Band, con su sonrisa desenfocada, en cierto modo indecente, decidió que realizara la patrulla el primer pelotón de Cuín el Huesos.
Tácticamente, les dijeron, la Medusa era inútil excepto como puesto avanzado y como punto de asalto para el ataque más importante contra la siguiente gran masa montañosa: la zona de las colinas 250,51, 52 y 53 conocida ahora en la sección de logística de la división como la Gamba Cocida Gigante. Pero el general de la división y el general en jefe la necesitaban porque su extensión, abriéndose hacia delante, era una perfecta ruta de acercamiento a la masa montañosa de la Gamba Cocida Gigante. A la patrulla de Cuín, igual que a las otras, les proporcionaron un transmisor de radio para que fueran dando los datos de zonas que debían ser neutralizadas a los morteros y la artillería.
Antes comieron, cogiendo de los cajones abiertos latas de carne con alubias, carne picada o estofada, según sus gustos, y sentándose con ellas por toda la ladera o en bidones. Luego llenaron las cantimploras y se marcharon, avanzando lentamente, incluso de mala gana, por el espacio abierto de la Trompa del Elefante hacia el mismo sendero de la jungla por el que habían subido una semana atrás. Al llegar abajo desaparecieron entre las hojas.
Desde arriba, el resto de la compañía les miraba.
Pese a su experiencia de combate, ésta era la primera patrulla de combate de «C de Charlie» en la jungla. La lucha en las colinas abiertas no enseñaba nada acerca de esto. Todos ellos habían andado lo bastante por la jungla para saber lo que podían esperar. La jungla era algo fantasmal. Árboles goteantes, pájaros molestos que chillaban, el sonido de su propia respiración en el aire verdoso, los chirridos de los pies en el barro del sendero, la oscuridad. Delante de ellos el sendero se bifurcaba. Su ramal, el izquierdo, se estrechaba inmediatamente hasta convertirse en un camino con la anchura justa para que pasaran por él en fila india. Se sabía que les llevaban en dirección a la colina de la Medusa. Rodeados de plátanos salvajes, papayas, enormes lianas retorcidas y plantas de las que colgaban grandes penes rojos y carnosos que les golpeaban en las caras, avanzaron por este espacio estrecho, anunciados por los pájaros, intentando moverse en silencio y sin lograrlo, combatiendo con sus sensaciones de claustrofobia y parándose con frecuencia mientras Cuín y el novato del teniente nuevo se orientaban por la brújula. A suficiente distancia para que no les pudiesen oír, las dos escuadras de retaguardia iban ensanchando el sendero con machetes que no cambiaban nada. Cuatro horas después volvieron con un muerto, dos heridos y caras envejecidas veinte años.
El muerto era un movilizado poco conocido y casi sin amigos llamado Griggs. Iba el primero, después del teniente Cuín, transportado por cuatro hombres, boca arriba, con los brazos, las piernas y la cabeza relajados y balanceándose hacia delante. Le habían dado en el pecho fragmentos de mortero. Le colocaron en la ladera, lejos de los demás, mientras esperaban que los sanitarios se lo llevasen; todos se sentían básicamente hostiles hacia él porque les recordaba que hubieran podido estar en su lugar. Dos de los heridos que venían inmediatamente detrás de él, a uno le había abierto el muslo en pedazos un trozo grande de mortero y andaba sobre un solo pie, apoyado en dos hombres, gruñendo, suspirando y de vez en cuando llorando. Al otro le había entrado un trozo de proyectil de mortero por el cuello y ahora llevaba un alto vendaje de gasa y se tambaleaba apoyado en otro. Un grupo de hombres descansados de la compañía se hizo cargo de ellos y les acompañó hacia la enfermería mientras el resto de la patrulla se tiraba, cansado y tembloroso, en el primer sitio de la ladera que encontró. Tenían el aspecto de hombres que han hecho su trabajo del día y que se sienten con derecho a descanso, pero resentidos porque se les paga menos de lo justo por el tipo de trabajo que hacen, sin tener esperanzas de que jamás se corrija esta situación. Sólo Cuín y el teniente, después de ver cómo habían llegado todos, no se sentaron y, en vez de ello, fueron a buscar a Band y a dar informes al batallón.
El teniente hubiera preferido sentarse. Sin embargo, le parecía que no podía hacerlo mientras Cuín no se sentara. No hacía más que mirar hacia Cuín. De todos ellos había sido Cuín el único que había conservado su humor acostumbrado, que en su caso era alegre, animado y sonriente. El teniente, que se llamaba Payne y que estaba todavía pálido y con la cara rígida, hubiera atribuido esto a la superior experiencia de Cuín si no hubiera advertido que todos los demás reaccionaban de manera más parecida a la suya que a la de Cuín. En este mismo momento, mientras bajaban por la ladera de la colina, Cuín silbaba una encantadora canción que Payne ya había oído en alguna parte y que creía que se llamaba Rosa de San Antonio. Una vez dejó de silbar el tiempo suficiente para echar una mirada, sonreír animado y guiñar un ojo. Payne ya no podía seguir aguantando.
—¡Haga el puñetero favor de dejar de silbar, sargento! —dijo con mucha más brusquedad de la que se había propuesto.
—Muy bien, teniente —dijo Cuín amigablemente—. Lo que usted diga.
Y sí que paró. Pero siguió tarareando las notas en silencio o casi. No sentía ningún resentimiento contra el teniente Payne; silbaba porque se sentía bien. Cuín el Huesos era un hombre amigable y tranquilo que estaba dispuesto a vivir y dejar vivir, generalmente de buen humor, pero también era un militar cuidadoso y bien preparado con nueve años de servicio. Así era cómo había conducido a su patrulla, y se había portado bien con su nuevo teniente, que, a decir verdad, sabía aproximadamente tantas cosas como él acerca de ese tipo de patrullas, o sea, nada. Cuín había esperado cuatro años, se había reenganchado y embarcado sólo para conseguir el mando de aquel pelotón, pero su predecesor Grove, ya muerto, también se había reenganchado para conservar el mismo mando, frustrando así las ilusiones de Cuín. Pero así era la vida. Al final sólo lo había conseguido gracias a la muerte de Grove y a la guerra. Como era un buen católico irlandés, aunque no muy cumplidor, el Huesos podía contemplar aquello sin sensaciones de culpabilidad ni horror, como una especie de responsabilidad personal que Grove le había pasado desde más allá de la tumba. Naturalmente, no se proponía perderlo ahora, porque se la quitaran a tiros o porque le quitaran el mando por una bravata de cualquier género. Y tampoco se proponía perderlo enemistándose con el oficial que creía lo mandaba. El motivo por el que se sentía bien era porque estaba ileso, porque tenía ante sí la perspectiva de una tarde descansada y segura, con risas y bromas hasta el día de mañana, y a lo mejor hasta podía echar unos tragos. Era muy posible que Brass Band les ofreciera a los dos una buena copa cuando le dieran el informe. Cuín había advertido que Brand se había aprovisionado bien de bebidas, lo que era más fácil para él, pues tenía un asistente que le llevaba las mochilas y el colchón. Mientras seguía andando casi volvió a empezar a silbar la misma canción, pero se detuvo justo a tiempo. Continuaron andando.
—¿No sintió usted nada allá arriba? —le preguntó por fin Payne con voz fuerte y echándole otra mirada y volviendo luego a mirar hacia delante—. ¿Allí fuera?
—¿Sentir? —preguntó el Huesos—. Sí, supongo que sentí miedo. Por lo menos cuando llegamos allí. Durante lo peor de los morteros. —Y sonrió, animando a Payne como si supiera lo que le pasaba, lo cual irritaba al teniente.
—Bueno, pues no lo parecía, sargento —dijo Payne.
—Es que no me conoce usted bien, mi teniente —sonrió Cuín. Pero de pronto se sintió enfadado. Le parecía que Payne estaba infringiendo sus derechos. Había sentido muchas cosas, pero no tenía por qué hablar de ellas. No era una pieza de maquinaría, pensara Payne lo que pensase.
—¡Pero cuando les dieron a esos hombres! —dijo Payne—. ¡Uno murió! ¡Era de su pelotón! —dijo, menos pálido ya al irse separando de las bajas, pero con la cara todavía tensa.
Cuínle sonrió cuidadosamente. Payne hablaba como si conociera al pelotón desde hacia años.
—Mi teniente, creo que nos ha ido muy bien. Y que hemos tenido mucha suerte, teniendo en cuenta la cantidad de metralla que se nos venía encima —dijo con animación—. Debía haber salido mucho peor, ¿sabe? Y en cuanto a lo que se siente —dijo con amabilidad—, ni el Ejército ni nadie me da una paga extra por sentir nada, como la que dan a los aviadores por volar. Así que me figuro que nadie me puede exigir que sienta nada más que lo absolutamente necesario. El mínimo de sentimientos. Probablemente mañana será duro de verdad, mi teniente. ¿Lo sabía usted?
Payne no contestó a esto. Tenía la cara tormentosa y todavía más tensa que antes, y el Huesos se preguntó si no habría ido demasiado lejos. Nerviosamente (¿por qué enemistarse con él?), para suavizarla dureza de su afirmación, miró a Payne, guiñó un ojo e hizo una mueca. Se alegró de ver que delante de ellos, un poco más arriba, Brass Band había salido de su puesto de mando para saludarles. Payne también le vio y miró en otra dirección para componer la expresión de su cara. El puesto de mando estaba situado en una de las cabañas de ramas de los japoneses, a la sombra de los árboles altos del otro lado de la cima. Band estaba delante de él. Band les sonreía orgulloso.
Sí que les ofreció una copa. Un trago fuerte y sin adulterar por sugerencia suya. Lo bebieron directamente de la preciosa y encantadora botella de White Horse. Y luego Band bebió también. George Band no veía por qué motivo tenía que privarse de aquellos pequeños lujos fáciles de conseguir, como jefe de compañía. Jim Stein, cuyo recuerdo iba desvaneciéndose rápidamente de un día para otro, hubiera considerado aquello como enormemente inmoral. Pero a Band no le parecía nada de eso. Había dicho a su nuevo escribiente, el cabo Weld, y el ayudante número uno de Weld, Train, que quería que le llevaran sus cosas entre los dos durante la marcha, y había incluido seis botellas de lo mejor además de sus cantimploras. Luego había resultado que saldrían de allí al día siguiente y tendría que dejar atrás el colchón y el whisky con alguien, pero también hubiera podido pasar una semana antes de iniciar un nuevo ataque.
En todo caso lograría dormir bien una noche, y en realidad, a los dos escribientes no les había costado demasiado trabajo. Si el brigada Welsh podía utilizarles como esclavos personales, naturalmente también podía hacer lo mismo el comandante de la compañía. Igual que sus hombres, Band había estado bebiendo en grandes cantidades desde que empezó la semana de descanso. Echó otro trago de la botella antes de volverla a guardar y luego dedicó su atención al nuevo teniente, Payne.
Observó la cara pálida y tensa de Payne mientras exponía el informe y decidió que quizá fueran bien las cosas. Cuando terminaron el informe, dijo:
—Bueno, lo mejor será que vayamos al batallón a decírselo todo. Creo que ya habrá llegado el nuevo jefe —dijo Band, pensando en privado que a lo mejor les ofrecía un trago a todos ellos, mientras Cuín pensaba en lo mismo—. ¿Decís que se ha hecho todo lo posible por los heridos? —añadió piadosamente.
Ambos hombres asintieron.
En realidad no se podía hacer mucho por ellos, y todos lo sabían. Habían pasado a aquel Otro Territorio. Se habían tomado sus pastillas de sulfamidas. El sanitario de la patrulla les había dado a cada uno una ampolla de morfina. No había nada que pudiera hacer por ellos el grupo que les ayudó a llegar a la enfermería, excepto darles agua y un trago de whisky. El que estaba herido en la pierna no hacía más que gruñir, llorar y gemir una y otra vez con infantil:
—Maldita sea, duele. ¡Duele!
Les ayudó a bajar un grupo bastante numeroso, muchos más hombres de los necesarios. Eran como si opinasen que podían ser de más ayuda a los heridos cuantos más fueran, y al mismo tiempo satisfacían su curiosidad. Además era un grato alivio de su aburrido deber de quedarse en los agujeros de la línea. El grupo se quedó en torno a la enfermería mirando mientras los médicos trabajaban y les despachaban rápidamente hacia el hospital en las literas de un Jeep. Ninguno de ellos volvería ya por allí, y la opinión general parecía ser que los dos habían tenido mucha suerte. El hombre de la herida en la pierna, cuando el médico le quitó la venda para verla, aulló de dolor. Se llamaba Wills. El otro tenía la laringe herida y no podía decir ni una palabra. El diminuto fragmento de metralla le había traspasado el cuello y había salido por el otro lado sin rozar nervios importantes ni venas. Cuando se marcharon, haciendo señas débiles desde el Jeep, ya no tenía sentido quedarse allí, y el grupo volvió reunido hacia la posición. Uno de ellos era el cabo Fife, recién ingresado en el tercer pelotón, y otro el cabo primero Doll.
Fife no había hecho nada por ayudar a los heridos y desde luego no había querido ni acercarse lo suficiente para tocarles. Pero no podía resistir la tentación de ir y mirarles con una fascinación obscena desde la parte exterior del grupo, por entre las cabezas de los que se agrupaban en torno de ellos. Recordaba con todo detalle su viaje de regreso a la enfermería, estaba obsesionado por aquello y por el hecho de que hubieran podido volverle a herir y matarle en cualquier momento. Tampoco podía olvidar el viaje ensangrentado en el Jeep hasta la playa, la evidencia de que por impresionante que pareciera su herida no era tan grave como había esperado. Fife había tenido todas las noches pesadillas acerca de aquel viaje, de las que unas veces se despertaba con gritos y otras no, pero siempre bañado en un sudor frío de miedo y de pánico. La esencia de estas pesadillas era una sensación de estar completamente atrapado. Atrapado en todas las direcciones, sin poder volverse a ningún lado, atrapado por médicos patriotas, atrapado por tenientes coroneles de infantería con la cara larga y el pelo cortado a cepillo que exigían que se tuvieran ganas de morir, atrapado por las ambiciones coloniales japonesas, atrapado por elegantes y sonrientes oficiales de Información, seguros de su derecho de no preguntar más que por otros oficiales, atrapado por su propio Gobierno y por sus administradores sin cara ni nombre, atrapado por Stein y su cara cada vez más triste, atrapado por el brigada Welsh el Loco, que lo único que quería era reírse de él. En el sueño, todas estas cosas le venían a la cabeza en una confusión demencial de aullidos y acusaciones, mientras todos se sentaban a esperar a media distancia, convencidos de que acabaría por demostrarles que tenían razón y él era un cobarde. Incluso cuando bebía hasta dormirse aquellas noches después de salir del hospital durante la semana de descanso, le llegaba la pesadilla o una de sus variantes. A veces eran bombarderos y caras poliglotas que se reían de él desde encima de él: le habían atrapado para que se hiciera el valiente y le habían matado. De todas maneras, perdía él. Naturalmente, le puso un poco nervioso mirar cómo transportaban y cuidaban a los heridos. Y, sin embargo, no podía dejar de hacerlo. Lo peor era el elemento de azar que había en todo. El soldado más perfecto y mejor entrenado no podía hacer nada para protegerse contra —o salvarse de— el elemento de azar. Mientras iba andando hacia la cima de la colina, a Fife le pareció que no era seguro hablar, que no podía confiar en sí mismo. No debía hablar nadie. Y, naturalmente, fue entonces cuando el recién ascendido cabo primero Doll decidió acercarse a hablar con él.
Doll, en efecto, creía que había interpretado correctamente la expresión de dolor en la cara de Fife, y por eso se le acercó. Desde que le habían ascendido había florecido en Doll un sentimiento vigoroso y nuevo de responsabilidad paternal. Se aplicaba sobre todo a su propia escuadra, pero podía extenderse a todos los que tenían rango inferior al suyo en la compañía. Antes de que le ascendieran, Doll no se había dado cuenta nunca de lo maravilloso que era ayudar a otras personas, ni del placer puro que podía proporcionarle a uno el hacerlo. Cuando los suboficiales querían ayudarle antes, les odiaba y pensaba que eran unos hipócritas. Pero ahora lo comprendía. Fife era el único hombre que había sido herido y devuelto a la compañía, si dejaba uno a Storm en su cocina, sin tener que combatir. Doll opinaba que podía comprender lo violento de la impresión de que le hiriesen a uno y de enterarse de que no era invulnerable. Pero, en realidad, lo único que hacía falta era recuperar la confianza, y Doll creía que él podía ayudar. Él tenía confianza de sobra para casi todos. La tenía porque nunca pensaba en que le hiriesen o le mataran. Por ejemplo, mañana: mañana a estas horas seguro que estarían hundidos hasta el culo, pero ¿pensaba él en esto? ¿De qué le iba a servir?
Doll, al recibir el ascenso, había solicitado que le destinaran al segundo pelotón y que le dieran una escuadra. Su propio jefe de escuadra del primer pelotón, el cabo primero Field, había sido ascendido a sargento y había pasado al tercer pelotón, pero Doll había solicitado expresamente que no le dieran su antigua escuadra. Explicó a Brass Band que no estaría bien que le ascendieran de soldado de primera a cabo primero por encima del antiguo cabo de la escuadra, que era el que tenía derecho a que le dieran el mando (como ocurrió poco después). Además, dijo que quería seguir con el antiguo grupo de asalto de la cota 210, cuyos miembros, excepto Witt, eran suboficiales del segundo pelotón. Todo esto sonaba plausible y Band se lo concedió inmediatamente. Pero el verdadero motivo por el que Doll no quería hacerse cargo de su antigua escuadra era porque temía que allí quizá pusieran en duda o incluso se rieran de su nueva autoridad. Ahora, cuando lo recordaba, se sonreía. Pero tenía mucha más seguridad en sí mismo que hacía una semana.
Hubo algunos momentos malos cuando empezó a usar su nueva autoridad. Por ejemplo, una mañana, durante la única formación que habían tenido cada día de la semana de descanso, cuando el pelotón había formado desordenadamente en larga fila india, Doll se había puesto delante de ellos y les había arengado una y otra vez para que formasen una línea igualada, gritando y maldiciendo, sin conseguir prácticamente ningún resultado, aunque ellos se movían, cambiaban de posición y se miraban entre sí. Todo siguió igual hasta que por fin uno de los jefes de escuadra más antiguos —un tipo que llevaba mucho tiempo de cabo primero y no ascendería nunca— había dado un paso al frente, les había puesto firmes sencillamente, y luego, gritando la orden: «Derecha, ¡ar!», consiguió en unos segundos que la fila estuviera perfecta, y todo el pelotón se quedó sonriéndole a Doll, que se había quedado allí con la boca abierta. Lo único que se podía hacer era sonreír como si no le importara, que es lo que hizo Doll. Pero durante las horas siguientes le ardieron las orejas cada vez que lo recordaba. Pero había habido pocos incidentes desagradables y sus heroísmos con el grupo de asalto trabajaban a su favor. Su escuadra le admiraba. Y había hecho otras cosas, tales como encargarse de una parte superior de la que le correspondía en las tareas desagradables, en vez de encargárselas a los demás miembros de su escuadra. Era asombroso cómo había crecido su sentido de protección una vez que le habían aceptado como jefe. Y ahora mismo, subiendo por la colina hacia la posición, Doll experimentó aquella sensación abrumadora y que lo inundaba todo de que tenía que proteger al pobre Fife. En los viejos tiempos solían hablar mucho juntos antes de ir al comedor o de entrar en la oficina.
Se acercó con una sonrisa amplia y tranquila.
—Mala suerte, ¿eh, Fife? Los dos tienen que roer un hueso bien duro.
—Sí —logró decir Fife con voz estrangulada. No podía asociar a aquel personaje heroico con el Doll al que había conocido en los tiempos de paz. Fuera un imbécil o no, había hecho todo aquello. Y esto le situaba tan lejos de Fife como si Fife no le hubiera conocido hasta ahora, o como si Doll procediera de otro planeta.
—En realidad, no sé cuál estaba peor —dijo Doll—. Esa herida de la pierna probablemente duele más ahora, de momento. Pero a lo mejor la herida de la garganta da más disgustos serios más tarde. De todas formas, ya están los dos libres de todo esto.
—Sí —dijo Fife sombrío—, si no se mueren de una infección o no les matan en un bombardeo antes de la evacuación.
—¡Oye, estás hecho un pesimista! Claro que me imagino que siempre hay esa probabilidad —dijo Doll haciendo una pausa—. ¿Qué tal te va en la escuadra de Jenks, Fife? —preguntó. Los dos recordaban la larga y monumental pelea de Doll con Jenks.
—Bastante bien —dijo Fife, cauteloso.
Doll levantó una ceja con su antiguo gesto de antes de la guerra.
—Porque no parece que estés muy contento.
—Bastante contento teniendo en cuenta las circunstancias.
—El viejo Jenks es una especie de pez frío. Por lo menos, es lo que siempre me ha parecido a mí —sonrió Doll—. No es un tío comprensivo.
—Bueno, creo que está bien para jefe de escuadra —dijo Fife cauteloso, deseando que Doll se marchara y le dejara en paz.
—¿Entonces estás contento en su escuadra?
—Creo que no es muy importante que esté contento o no, ¿no es cierto?
—Te lo digo —continuó Doll— porque no tengo ningún cabo en mi escuadra, ya sabes. Sólo tengo a un soldado de primera de interino. Pero Band no le asciende no sé por qué. A lo mejor es que no le gusta. De todas formas, creí que si no estabas contento en la escuadra de Jenks a lo mejor podría hablar con Band para hacer que te destinara a la mía. Ahora ya somos un grupo de veteranos, ya no somos novatos, pero podría ayudarte al principio y enseñarte unas cuantas cosas. El galés te ha hecho una faena de aupa —dijo, deseando de repente poner un brazo por el hombro de Fife, pero refrenándose—. Claro que supongo que no podía evitarlo, teniendo en cuenta que no sabía que ibas a volver.
Por primera vez se le animaron un poco los ojos a Fife:
—¿Podrías hacerlo? —preguntó—. ¿Querrías?
—Hombre, claro —dijo Doll, un tanto asombrado ante la dirección que había tomado la conversación. Pero sí que podía hacerlo. Y ahora estaba totalmente dispuesto—. ¿Quieres que se lo diga?
—Sí —dijo Fife roncamente, con los ojos brillantes de repente desde las profundidades de la cara atormentada—. Sí que me gustaría.
—Muy bien. Iré a verle y… —titubeó Doll. Estaba a punto de decir: «y vendré a decirte lo que me ha dicho», pero aquello sonaba demasiado a inseguridad, como si tuviera que pedírselo a Band. En vez de eso dijo—: luego vendré a buscarte —dándole a Fife una palmadita en la espalda.
Ya habían llegado a la cima donde estaba la compañía —en las trincheras y fuera de ellas— esperando las noticias de la enfermería. Fife vio a Doll dirigirse hacia el puesto de mando y luego se volvió hacia el tercer pelotón y su propia escuadra, forzándose a recordar que era su segundo jefe. Le invadió un cinismo nuevo pero fuertemente enraizado que le decía que no confiara demasiado. Pero lo dominó, por lo menos en parte. Sería estupendo tener a alguien que cuidara de él y se preocupara, alguien en quien pudiera confiar como amigo. No le importaría cumplir las órdenes de alguien así. Y Doll había hecho todo aquello. Ya conocía bien la técnica del combate de infantería cuerpo a cuerpo y podía enseñarle los trucos. Pero, más importante que eso, tendría alguien de quien depender, alguien que fuera un mentor, un protector y al mismo tiempo un amigo. Fife se preguntó de repente lo que diría Doll si supiera lo que había ocurrido entre él y el pequeño Bead. Le dieron escalofríos. Bueno, aquello no se lo iba a contar a nadie. A nadie del mundo. Ni siquiera a su mujer, cuando se casara.
Se acercaba el anochecer. Fife se sentó al borde de su trinchera individual y esperó a que Doll fuese a buscarle. Naturalmente, no se lo dijo a nadie. Tenía supersticiones acerca de las confidencias y además sería demasiado embarazoso si no salía bien. A poca distancia de él, el taciturno Jenks, de cara hermética, limpiaba el fusil asidua e inexpresivamente. Fife siguió sentado. Cuando el atardecer se convirtió en una noche completamente negra iluminada sólo por las esparcidas estrellas de los trópicos, comprendió que Doll no iba a venir. Nadie se atrevía a salir de su agujero después de oscurecer. Volvió a invadirle aquel nuevo cinismo profundo, haciéndole sonreír con amargura en la oscuridad. ¿Quién sabía por qué? Quizá Band hubiera dicho que no. O quizá ni siquiera había ido a ver a Band.
Fife se metió en el fondo embarrado de su agujero. En cierto sentido debería alegrarse. Los del segundo pelotón se habían convertido en las tropas de choque de la compañía. Serían los que iniciarían el ataque al día siguiente. ¿Quería estar metido en eso? Era simplemente que no le gustaba el charlatán de Jenks. No durmió mucho. La única vez que estaba dormido profundamente le despertó la pesadilla con un grito que ahogó automáticamente antes incluso de despertarse del todo.
Fife no fue el único que durmió poco. A lo largo y lo ancho de la línea había muchos más con la misma sensación de vacío en la boca del estómago, el mismo cosquilleo nervioso en los testículos, y la noche pasó a base de conversaciones en voz baja mientras los soldados fumaban cautelosamente tapando los cigarrillos con las manos. Ahora comprendían que siempre pasaba lo mismo antes de un ataque. Cuín él Huesos no había podido resistir la tentación de contar la historia de su pequeño choque con Payne, el nuevo teniente a quien, naturalmente, había apodado inmediatamente Pelma [13] que se había convertido en unos de los temas de conversación más apreciados. La observación de Cuín, citada por él mismo, de que no le pagaban extra por sentir nada, como lo que le pagaban a los de aviación por volar, fue de agujero en agujero en medio de eructos de aprobación hasta que la oyeron todos los de «C de Charlie». Consideraban que era una filosofía tan buena como cualquier otra para este tipo de vida, y todos los que la oyeron decidieron adoptarla inmediatamente. También adoptaron la otra frase de Cuín: «Digan lo que digan, no soy una pieza de la máquina». Había sido un pensamiento, no una frase dicha en voz alta al Pelma, pero expresaba lo que todos ellos sentían ferozmente y lo que necesitaban creer. Se la aplicaron a sí mismos y a sus situaciones particulares y se la creyeron. No eran piezas de la máquina, dijera nadie lo que dijese. Sólo un hombre lo consideró con algo más de profundidad. Y no mucha, porque tenía problemas propios.
El cabo primero John Bell sufría otro ataque fuerte de malaria y estaba a punto de tener una pesadilla. No le daban pesadillas recurrentes como a Fife. Nunca las había tenido hasta entonces. Y cuando terminó confió en que no volviera a repetirse nunca. La malaria le había atacado poco antes de anochecer. Avanzó lentamente durante una hora o cosa así.
Pero cuando empezaron a dominarle los escalofríos, los sudores y la fiebre en sus intervalos regulares, como cronometrados, de intensidad cada vez mayor, se había puesto a pensar en su mujer y el amante. Y a especular qué clase de tío sería. Porque estaba seguro de que tenía un amante. Desde aquel día en la depresión herbosa por encima del reducto cuando habían empezado a reptar. Nada de lo que leyó en la serie de cálidas cartas de amor que había recibido durante la semana de descanso le había hecho cambiar de opinión. Claro que eran cálidas. Pero entre líneas, en lo que leía con su hambre de sentir hambre sexual en ella, no había nada que le convenciera.
¿Pero qué clase de tío? ¿Un paisano? ¿Iría con algún tipo de la localidad al que los dos conocían de toda la vida? O un militar. Los aeródromos de Wright y Patterson estaban justo al lado de Dayton. ¿Un oficial? ¿Clase de tropa? Habría miles de tíos de aviación arrastrándose por Dayton, todos hambrientos. Desde luego sería un tipo con sensibilidad, uno que pudiera simpatizar honradamente con ella cuando se sintiera mal por lo que estaba haciendo a John. Lo siguiente en lo que pensó Bell fue aquella palabra, J-o-h-n, que estaba sonando como un eco a lo largo de una serie de pasillos vacíos del cielo y se encontraba en una sala de partos de una maternidad. Cómo se daba cuenta de que era una sala de partos, no lo sabía. Quizá por las películas. Pero reconoció muchos objetos. Estaba vestido con una bata blanca, una gorra blanca y una mascarilla de gasa. Luego entraron a Marty en una cama de ruedas. «Tendrá usted que empujar», dijo el médico con una voz amablemente tolerante, como si estuviera hablando con un niño. «¡Ya empujo! —gritó Marty con la voz valiente de una niña—. ¡Ya empujo! ¡Ya lo intentó!». Y era verdad. Se le había salido el recto hasta adquirir el aspecto de una rosquilla. Bell la quería. «Pero sólo cuando le haga daño», sonrió el doctor. En realidad estaba aburrido. Luego se volvió hacia Bell, con las manos alargadas directamente delante de los codos, con los dedos como espátulas al lado de la cara dentro de sus guantes de goma, hablando a través de la gasa. «Vamos a dejarla inconsciente. Lo está pasando un poco mal y voy a tener que meterme a fondo». Bell notaba que sonreía por detrás de la gasa. «No hay por qué preocuparse». Se volvió hacia la mesa en cuyos estribos habían metido los pies de ella, con los brazos bajados, donde ahora la dominaba el anestesista. Bell se sentó en un taburete a poca distancia del médico, que estaba sentado en su propio taburete. Aunque fuera extraño, estaba medio dominado por la decisión de demostrar al médico que no iba a desmayarse. También se daba cuenta de que estaba soñando.
Primero salió la cabeza, con la cara hacia abajo. Diestramente, el médico le dio la vuelta y enjuagó la nariz. Luego fue sacando los hombros, retorciéndolo un poco. Cuando llegó a la cintura empezó a llorar con una voz débil y el médico enjuagó un poco más, y fue entonces cuando Bell se dio cuenta de que era negro. Negro como el carbón. El médico siguió trabajando alegremente, sacando las caderas, mientras que la joven enfermera de pelo retorcido se cernía sonriente ante la presencia de una nueva vida, y Bell se quedaba sentado abrumado, horrorizado, avergonzado, incrédulo y extrañamente aquiescente, y observaba cómo el niño negro como el carbón acababa de salir lascivamente por el sexo precioso, preciosamente blanco y afeitado de su mujer.
El contraste de color era curiosamente atrayente, extrañamente satisfactorio, repentinamente sensualísimo. Y resultaba más brutalmente doloroso que nada de lo que había sentido Bell en toda su vida.
«Ahora parará —pensó—, ahora parará y nos despertaremos los dos, yo y mi yo». Pero no paró. Y tuvo que quedarse allí, mirando, intentando despertarse sin lograrlo. ¿Qué tenía que hacer? Bell lo miró, mientras aquello seguía luchando débilmente en sus esfuerzos por evitar salir fuera, al frío mundo frío, viviendo solo. Cuando volvió a levantar la mirada, la enfermera y el médico le sonreían expectantes. Marty seguía inconsciente en la mesa. Así que todavía no podía saberlo. ¿Lo habría sospechado? El médico volvió a trabajar con ella en la tarea final. La enfermera seguía sonriendo a Bell. También le sonreía el anestesista desde detrás de sus botellas y sus máquinas. Había nacido una nueva vida. ¿Qué tenía que hacer y que decir? ¿No se había dado cuenta ninguno de ellos de que era negro? ¿O no les importaba? ¿Tendría que fingir? Lo peor de todo era que estaba excitado sexualmente, sexualmente ardiente. Y muy avergonzado. Pero cuando volvió a bajar la mirada se dio cuenta de que no era negro, sino japonés. Se veía en seguida porque llevaba una gorra cuartelera del Ejército imperial con una estrella de acero diminuta, de niño.
Bell se despertó con un grito sonoro que no había aprendido a ahogar como había aprendido Fife, porque no estaba acostumbrado a las pesadillas.
—¡No veo nada! ¡No veo nada! —dijo el centinela que estaba despierto aterrorizado en el agujero de al lado—. ¡No veo nada!
—¡No dispares! —gritó Beck desde más lejos—. ¡No dispares de todas formas! ¡Esperad! ¡Que no dispare nadie!
—He sido yo, he sido yo —tartamudeó Bell, con las orejas encendidas. Estaba cubierto de un sudor frío y ahora era presa de una fiebre rabiosamente alta. Un momento después se frotó la cara con las manos y dijo—: He tenido una pesadilla.
—Bueno, coño, pues a ver si puedes quedártela para ti solo —dijo el centinela—. Me has hecho cagarme de miedo.
Bell murmuró algo inaudible, se hundió todavía más en el fondo resbaladizo del agujero e intentó dominarse. Le dolían monstruosamente todos los huesos del cuerpo por separado. Notaba en la cabeza como si en cualquier momento se le fuera a poner a hervir la sangre que pasaba por ella. Tenía las manos tan débiles que no podría cerrar los puños aunque le fuera en ello la vida y unas figuras geométricas brillantes le bailaban delante de los ojos en su semidelirio. Todo aquello era la fiebre. Pero también quedaba lo otro y el horror que le había causado. Débilmente, porque era la única forma en que podía funcionarle el cerebro, Bell intentó analizarlo. Le resultaba bastante fácil comprender la parte del japonés. Claro. ¿Pero por qué un niño negro? Ni él ni Marty habían tenido nunca prejuicios raciales ni ideas segregacionistas.
Registrándose el febril cerebro, Bell recordó algo que le había dicho Marty una vez, antes de casarse. Cruzaban el campus de la Universidad de Columbus, de vuelta de una cita en el piso de unos amigos casados que les dejaban usarlo por la tarde para hacer el amor. Era a principios de otoño. Las hojas caían rápidamente y cambiaban de color. Iban cogidos de la mano al andar. Marty se había vuelto hacia él, con una sonrisa coqueta en los ojos y, con un rubor de confesión, le había dicho de repente:
—Me gustaría tener un hijo negro. Una sola vez. Alguna vez.
La observación había excitado a Bell. Comprendía intuitivamente lo que quería decir ella y también por qué lo había dicho. Aunque, igual que ella, no hubiera podido expresarlo con palabras. Era, para empezar, un desafío a los convencionalismos sociales, que ambos odiaban. Era también un cumplido hecho a él, por permitirle enterarse de esta fantasía especial. Pero era algo más que eso. Y la única palabra que podía él encontrar para aquello era la «estética sexual» que tenía. Se había sentido complacido de que se lo dijera y, al mismo tiempo, furioso con ella. Le había apretado la mano diciendo:
—Bueno, tendrás que dejarme contemplar cómo lo concibes.
E intuitivamente, también ella había comprendido lo que él quería decir. Se había ruborizado profundamente y dijo:
—Pero da la casualidad de que estoy enamorada de ti.
Y habían deshecho el camino para volver hasta la alfombra del cuarto de estar del piso, que fue todo lo lejos que pudieron llegar, aunque los dos se perdieron una clase. Recordaba que se habían casado aquel mismo año. ¿O fue al año siguiente? No, fue al año siguiente.
Bell cambió de postura en el agujero húmedo, ardiente de fiebre. ¿Habría venido a atormentarle aquella conversación antigua, perdida y olvidada en los cajones de la memoria? ¿Pero por qué ahora y no antes? Entumecidos y medio cerrados, sus ojos contemplaban el borde delantero de la trinchera individual, que era sólo ligeramente más clara que la oscuridad de alrededor. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa a fin de no volver a dormirse, con el peligro de tener otra vez el mismo sueño. Todo aquello era tan claro para él, tan real, como si en efecto hubiera ocurrido realmente hacía sólo diez minutos. ¿Pero por qué se había excitado sexualmente? ¿Por qué? Algo le rozó ligeramente el cerebro y lo agarró al vuelo. La sensualidad lasciva de saberlo, de estar seguro, de tener pruebas. Quizá fuera por eso que tantos hombres, al pensar en sus mujeres, odiaban a otras razas. Porque nadie quería saber que llevaba cuernos. Todos ellos preferían las dudas dolorosas al lujo sensual de saberlo con seguridad. Pero si el niño era de otro color no se podía… Bell se sintió resbalar otra vez en una pesadilla de observar la concepción del niño negro y se detuvo, aterrorizado, justo a tiempo.
Y con esto aprendió otra cosa. O pensó que la aprendía: lo que pudiera él desear en una fantasía masoquista, por el lujo del dolor de saberlo con seguridad, era algo por lo que casi estaba seguro de que podría matarla, en la realidad, sencillamente porque nunca podría reconocer ante sí mismo el deseo que tenía; nunca, nunca. De pronto empezó a reír histéricamente a causa de la fiebre, pero ahogando cuidadosamente el ruido. Cuando logró dejar de reír se dio cuenta sorprendido de que estaba llorando, sollozando. Advirtió que el ataque de malaria empezaba a retroceder.
Naturalmente, se alegró cuando desde el próximo agujero le llegó la historia de Cuín el Huesos y el Pelma. No sólo lograba mediante la conversación mantenerse despierto y lejos de la pesadilla, sino que también le ayudaba a dejar de pensar. ¿La filosofía? Claro, era estupenda. La filosofía de el Huesos de que no tenía que tener sentimientos a menos que le pagaran. Bell se rió como todos los demás y le gustó. Pero cuando le llegó del agujero próximo la otra frase, su mente la rechazó y se quedó en blanco.
—Claro, claro —dijo automáticamente—, naturalmente.
¿Que no eran piezas de una máquina? ¿Que no eran piezas de una máquina? ¿Entonces qué se creían que eran? Los deseos y la necesidad que sentían de creerlo resultaban patéticas y le hicieron volver a examinar la otra frase: la filosófica. Y cuando lo hizo se encontró con que la veía de manera muy diferente. ¿No sentir? ¿No sentir? ¿No sentir si no les pagaban más por sentir? ¿No preocuparse si no les daban una paga de preocupaciones? ¿Qué les pasaba? ¿Y a él? El reloj de Bell marcaba las tres y cinco en la esfera luminosa. Ya sólo faltaban dos horas.
La artillería empezó casi exactamente al amanecer. Esta vez continuó durante más de dos horas. Los 105 se ocuparon con la masa montañosa mayor de la Gamba Cocida Gigante, que estaba más allá y no se podía ver desde allí. Los proyectiles de los 155 volaban silbando muy altos por encima de ellos, desde los cañones invisibles hasta el blanco invisible. En la Medusa los pájaros, aterrados y patéticos, surgían graznando en blancas nubes cada vez que estallaba un proyectil del 105. Los hombres del primer batallón estaban de pie y al descubierto en la colina, contemplando el espectáculo sin las más mínimas ganas de avanzar. Cuando llegó la orden se pusieron en marcha a lo largo de la misma ruta que había seguido la patrulla, con «C de Charlie» en vanguardia (debido a una petición de Band), y el segundo pelotón como punta de lanza.
Era todavía casi de noche en la jungla. Sólo cuando llegaron a la zona bombardeada en torno a la Medusa se filtró hasta ellos la suficiente claridad. Las talas realizadas el día anterior por el primer pelotón no habían servido de nada. Ahora no disponían de tiempo ni humor para ir en fila india por el sendero. Los hombres se desplegaron por entre la vegetación a ambos lados del sendero, tropezando en los sarmientos y las raíces, haciéndose rasguños en las manos y la cara, abriéndose camino a machetazos siempre que era necesario. Tras cien metros de esto estaban todos tan agotados que tuvieron que pararse a descansar.
Cuando llegaron al principio de la zona batida por la artillería recibieron los primeros disparos. Ahora quedaban por recorrer poco menos de cien metros. Era curioso lo poco que había afectado la barrera de artillería a la jungla. Había un poco más de luz, se podía ver un poco más y había hojas recién caídas en el suelo, eso era todo. El sargento Beck había ordenado a la escuadra de Doll que actuara como escuadra de vanguardia del pelotón, y Doll había decidido inmediatamente formar él mismo la punta de lanza. Fue Doll quien les hizo pararse cuando vio las primeras señales de explosiones.
En efecto, Doll no había ido a ver al teniente Band la noche anterior para hablarle de Fife. Cuando se dirigía al puesto de mando descubrió de repente que estaba irritado con Fife por la forma en que le había obligado a ofrecerle aceptarle en la escuadra. No había tenido ninguna intención de hacerlo cuando se acercó a Fife, pero no sabía cómo le había obligado a ofrecérselo. Prefería que le hablasen claramente. Airado, Doll se paró a hablar un momento con Cuín el Huesos. Naturalmente, no mencionó a Fife. Cuando salió de la trinchera de Cuín ya se había decidido.
Y todavía seguía opinando lo mismo mientras avanzaba a la cabeza de su escuadra con dos granadas enganchadas al cinturón. No hubiera estado bien hacer cabo interino a un soldado de primera, ¿verdad? Por encima de todo lo primero era la escuadra de Doll. Por eso aceptaba una parte mayor de la que le correspondía en las tareas desagradables, como ponerse en vanguardia de su escuadra de vanguardia: quería que lo supieran. Y ahora, cuando se dio la vuelta para decirle al que iba detrás de él que le pasara a Beck la noticia de que creía que estaba llegando a su destino, Doll le sonrió para que se sintiera más seguro. Fue justo entonces cuando una ametralladora abrió fuego en algún punto delante de ellos con su voz tartamuda.
Como un solo hombre el pelotón saltó del sendero hacia las hojas, unos a un lado y otros a otro. El mismo Doll, que había tropezado con un tronco de un árbol en su salto a ciegas por entre las hojas, se encontró aterrizando encima de otro hombre, un joven soldado de primera de su propia escuadra llamado Carol Arbre. Acostado ya boca abajo en el suelo de la jungla cuando Doll rebotaba ya medio aturdido contra el tronco del árbol, a Arbre no se le había ocurrido la idea de que le aterrizara alguien a la espalda; y ahora Doll, con la bragueta apretada contra la unión de las nalgas firmemente apretadas de Arbre, estaba encima de él en la posición clásica de los homosexuales. Arbre era un muchacho de apariencia y cuerpo bastante afeminados, al que continuamente le tocaban las nalgas en broma, y se había visto obligado durante toda su estancia en el ejército a protestar furiosamente contra tales indignidades. Los demás no podían creer, dada su apariencia afeminada, que no tuviera inclinaciones homosexuales. Ahora miró por encima del hombro a Doll, rojo de vergüenza, y frunciendo el ceño severamente dijo con voz estrangulada:
—¡A ver si te quitas de encima!
Doll, todavía un poco aturdido por el choque con el árbol, necesitó varios segundos para volver a poner en orden sus ideas. Al mismo tiempo, a pesar del golpe, no dejaba de percibir que tenía los genitales apretados contra las nalgas todavía más apretadas de Arbre, que estaba debajo de él. Sacudiendo la cabeza unas cuantas veces, se echó a rodar describiendo un círculo completo hacia la derecha, utilizando la culata del fusil para que no le entrara tierra en el cañón y manteniéndolo siempre delante de sí. Y fue justo entonces cuando oyeron el sonido sibilante, demasiado rápido, asesino, que todos ellos conocían tan bien, y empezaron a caer y estallar proyectores de mortero en torno y en medio. Pero a pesar de los morteros, a Doll le quedaba el recuerdo de la bragueta apretada contra las nalgas atractivas (si hay que decir la verdad) y afeminadas de Carrie (naturalmente le llamaban Carne, nombre de chica).
Siguieron llegando morterazos. Doll oyó gritar a un par de hombres detrás de él. Aun sin aliento y un tanto aturdido por el golpe contra el árbol, intentó pensar qué debía hacer. Se sintió satisfecho al advertir de repente que el entumecimiento que había sentido durante las últimas fases de la gran batalla de la semana pasada volvían a hacerse cargo de él rápidamente, aunque en realidad había ido creciendo en él sin que se dieran cuenta desde que salieran de la cota 210. Le dejaba la cabeza clara y fría, suavizada en una sonriente sed de sangre. Se extendió por todo él, formando un aislamiento impenetrable entre él y el terror asfixiante que no le dejaba tragar saliva mientras se abrazaba al suelo. No podía decir exactamente a qué distancia estaban las ametralladoras (pues ya se había unido otra a la primera). Se preguntó si merecería la pena reptar hacia ellas con un hombre o dos y algunas granadas, para ver si podían acercarse lo suficiente para tirarlas. Le arrancó de sus pensamientos alguien que le retorcía el pie vigorosamente desde atrás. Se dio la vuelta. El sargento Beck se le había acercado desde la retaguardia del pelotón.
Bell, cuando Doll retuvo a la columna, se orientó inmediatamente con la brújula, permitiendo a su nuevo teniente, Tomms, que hiciera como que ayudaba; después de todo no le costaba nada. El mapa, bastante impreciso que les habían dado era algo con lo que no se podía contar en aquella distancia. Tenían las descripciones de Cuín y Payne, pero Beck sospechaba casi intuitivamente de las explicaciones de otras personas. Prefería sus propios ojos, antes incluso de que le pudiera llegar el mensaje de Doll, que nunca le llegó por culpa de la ametralladora, o estaba casi seguro de que se hallaban muy cerca de la Medusa. Cuando empezaron a caer morterazos decidió adelantarse a ver por qué les había hecho parar Doll antes de la ametralladora.
También Beck, al igual que Doll, se sintió sorprendido al comprobar que aquel peculiar entumecimiento de la otra vez estaba allí mismo, a la espera, y que se había hecho cargo de él rápidamente, dejando el resto de él, lo mejor de él, en libertad para actuar. Era bueno saberlo. Aparentemente llegaba con más rapidez cuanto mayor era la práctica. ¡Nada de sentir si no se nos paga! También él se sentía sangrientamente asesino. Haz que paguen, era todo lo que le decía a su cabeza. Si puedes. Si puedes obligarles. Todos ellos sabían que los morteros estaban en alguna parte de la Gamba Cocida Gigante, y mientras reptaba hacia delante, Beck se paró junto al soldado de la radio que Band había tenido la buena ocurrencia de asignarle y le dijo que lanzara una llamada pidiendo fuego contra la Gamba.
—Diles que disparen todos los jodidos cañones que tengan —gruñó—. A la mierda con lo que cuesta la munición. Diles que cubran toda esa condenada zona. ¡Que hagan callar a los morteros!
Detrás de él, Beck oyó que un hombre chillaba a través del florido estruendo de una explosión de mortero. Más que un chillido era una sorpresa gutural y furiosa:
—Ajjj… ay… aaah…
Beck se dio más prisa tropezando y pisando a los hombres de su pelotón además de las raíces de la jungla. Bueno, pues allí estaban. Se alegraba de advertir que no tenía miedo, sólo un poco. Vaya una jodida guerra de mierda. Tenía que tocarle a él el mando de un pelotón después de que empezara la guerra. Antes, un pelotón era un momio.
Tan pronto como Doll se volvió al notar que le retorcían el pie, Beck intentó sonreírle:
—¿Cuál es su situación?
Había una expresión tensa y arrugada en la cara de todos, incluso la suya. Aquel día todo el mundo tenía patas de gallo. Doll pareció sorprendido al verle.
—No sé. Creo que no hay ninguna.
—¿Por qué nos has hecho parar?
Doll apuntó el terreno.
—Nos estamos metiendo en la zona de explosiones y además aquí empieza la cuesta de verdad.
—Creo que tienes razón. Probablemente has salvado a un par de tíos de esas ametralladoras. —Beck hizo una pausa—. Bueno, ¿qué coño hacemos ahora? ¿Por qué diablos no viene Band?
Beck estaba pensando en voz alta más que hablarle a Doll, y éste titubeaba antes de hablar.
—¡A la mierda con Band! Escucha, Milly —dijo utilizando la prerrogativa de los suboficiales de tratar de tal a los demás. Beck se llamaba Millard—, creo que podemos cargarnos esa ametralladora. ¿Ves lo alto que dispara por encima de nuestras cabezas?
A Beck no le importó que le hablara de tú. Miró guiñando los ojos por entre el humo creciente.
—¿Crees que podrás?
—Yo creo que aquí estamos desorientados. Si voy allá arriba con dos tíos y cada uno lleva tres o cuatro granadas, creo que podremos reptar hacia arriba, cargárnosla y seguir adelante. —Hizo un gesto—. Así salimos de esta mierda. —Cuando no estallaban los proyectiles de mortero, la voz le sonaba sobrenaturalmente alta.
Milly Beck pensó. Band ya tendría que haber llegado.
—Muy bien. Pero espera hasta que ponga el pelotón en posición. Escoge a dos tíos. Ya tendrían que estar aquí las dos escuadras sin que fuera yo a buscarlas. —Y volviendo la cabeza hacia atrás, Beck empezó a rugir, moviendo el brazo derecho. Estaba seguro de que no le veía nadie, pero hacer aquello le hacía sentirse mejor—. ¡La escuadra de Bell por la derecha! ¡La escuadra de Dale por la izquierda! ¡Formad una línea, formad una línea! ¡Idiotas! ¡Cargad y quitad el seguro! ¡Preparaos para hacer fuego a cobertura!
Detrás de ellos alguien chilló a causa de un dolor repentino cuando le hirieron. Mientras Beck seguía rugiendo, Doll miró hacia su escuadra, sonriendo con toda la cara. La sed de sangre se estaba convirtiendo en un monótono rugido de sangre en los oídos que ahogaba casi al de los morteros.
—Tú —dijo apuntando—. Y tú. —Pero al darse cuenta de que el segundo hombre al que había escogido era el afeminado Arbre, dijo—: No, tú no. Tú. —Y escogió a otro. Lo hizo instintivamente, sin pensarlo, pero aun así se sorprendió un poco de sí mismo. Arbre era tan buen soldado como el que más. Se defendía bien—. Coged todos cinco granadas.
Arbre le miraba con expresión extraña y Doll le sonrió. A derecha e izquierda se acercaban las otras dos escuadras. La cuarta escuadra, la de Thorme, se quedaba de reserva.
—¿Vale? —dijo Doll.
—Vale —dijo Beck con voz ronca—. A ver si salimos de aquí de una puñetera vez.
Doll no estaba seguro del todo de que estuvieran desorientados. Probablemente, el de la ametralladora podía bajar el ángulo de tiro si le apetecía hacerlo. Pero se arriesgó y les hizo avanzar de pie en vez de reptando. Pero no habían avanzado ni diez metros cuando se oyeron gritos por encima de ellos, las explosiones de varias granadas, y se paró la ametralladora. Luego les gritaron voces en inglés, con un inconfundible acento americano:
—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! ¡Somos del tercer batallón! ¡Alto el fuego, segundo batallón!
Doll se sintió de repente tan desilusionado que se mordió los labios hasta que se le saltaron las lágrimas. Había estado en una tensión perfecta. Y para nada. Le inundaron la adrenalina y la emoción no gastadas, y le dejaron la cabeza mareada.
Segundos después pararon los morteros. Cayó un silencio fantasmal, mortífero, extraño, todavía incomprensible para todas las mentes. Había terminado. Por lo menos de momento. Los hombres intentaron adaptarse al silencio y a la idea de que todavía faltaba un poco de tiempo para morir. Sorprendentemente, surgían pocos gritos y chillidos de entre los heridos, sólo unos pocos quejidos en voz baja. Los dos nuevos sanitarios de la compañía, que nunca llegaron a ser tan respetados como los primeros, ya muertos, pero que iban progresando, se movían entre ellos. Todos se estaban convirtiendo en perfectos profesionales, pensó el sargento Beck escuchando y sintiéndose orgulloso.
—Bueno, ¿subimos allí o qué? —dijo en voz alta. Se puso en pie. Alrededor de él se pusieron en pie otros hombres. Fue entonces cuando apareció el teniente Band el Alto, abriéndose paso entre los hombres que todavía no se habían levantado.
—¿Cuál es la situación, Beck? —preguntó.
—Parece que el tercer batallón controla perfectamente la Medusa, mi teniente.
—¿Por qué han parado los morteros?
—No lo sé con seguridad, mi teniente. Quizá les hizo parar la artillería. Les mandé un mensaje pidiendo fuego.
—Buen trabajo. Muy bien. Vamos a echar un vistazo allí arriba. —Y ajustándose las gafas de concha, Band dio unos pasos hacia delante sin mirar detrás. Se dirigió hacia Doll y sus dos hombres que estaban ya de pie con sus granadas extra y sin utilizar en las manos o en los cinturones. Beck se quedó mirándole con ganas de maldecirle, pero de esto no se enteró Band—. ¡Hombre, pero si parecéis árboles de Navidad! —dijo Doll con voz jocosa, mientras avanzaba hacia él—. ¿Dónde diablos ibais vestidos así?
Fue una equivocación, una equivocación del principio al fin, pero Band quizá no se daba cuenta de que se trataba de una equivocación grave. Siguió avanzando hacia arriba pasando a Doll, abriéndose paso entre la vegetación dañada por la artillería. Lentamente, de uno en uno o de dos en dos, los hombres empezaron a seguirle, todos menos Beck, que se quedó detrás viendo a sus cuatro heridos, lo que quizá no hubiera hecho ni le hubiera importado si Band no hubiese avanzado con ellos.
¿Por qué había hecho eso Band? Nadie sabía exactamente por qué era una equivocación. Otro hombre podría haber hecho y dicho las mismas cosas que hizo y dijo Band y no hubiera sido una equivocación. Pero en el caso de Band lo era. Todos los presentes que lo vieron y lo oyeron lo anotaron celosamente en sus agendas mentales de referencias que no estaban dispuestos a olvidar. Y los que no lo habían visto ni oído les informaron los otros para que lo apuntaran con igual celo en sus celosas agendas. No se habían olvidado con tanta rapidez del capitán James Bugger Stein, a quien habían llegado a convertir en un héroe desproporcionado. Bugger había estado siempre en favor de ellos, creían. Y Band no sabía nada de nada, sospechaban.
George Band lo había pasado inmensamente bien durante el bombardeo de los morteros, de manera muy parecida a la de Doll. Se había echado a tierra con el resto de la compañía, fuera de su alcance, y le habían dado ganas de llorar cada vez que gritaba un herido. No se había adelantado hacia la zona batida porque su lugar estaba allí detrás desde donde podía dirigir a los otros pelotones si hacía falta. En realidad le hubiera gustado estar allá arriba con ellos, pero sabía que eso no era lo que tenía que hacer. Lo cual no impedía que compartiera las emociones que él sabía que debían estar experimentando Doll, Beck y los demás.
Band también lo había pasado inmensamente bien la noche antes, con el nuevo comandante del batallón del otro regimiento. En realidad, su capacidad para pasarlo inmensamente bien había aumentado enormemente, desproporcionadamente, a causa de la mera rutina de convertirse en comandante de la compañía. Siempre había sabido que lo lograría, y la noche antes, cuando Payne y Cuín se presentaron y le despidieron, el nuevo teniente coronel le había dicho que se quedara un momento. El teniente coronel nuevo había tenido a su lado durante todo el día anterior a un corresponsal y le había sacado dos botellas de whisky comprado por la sociedad de las revistas Time y Life, una de las cuales abrió ahora para beber ellos. ¡Y era nada menos que Grand McNeish! Él y Band habían echado varios tragos juntos. El teniente coronel estaba muy satisfecho con los resultados de la patrulla, especialmente por el rato que se quedó Cuín voluntariamente bajo los morteros para hacer fuego de fusil ametrallador y de fusilería contra las ametralladoras enemigas de la Medusa.
—Así se lo pensarán un poco —comentó—, si es que son inteligentes —sonrió—; quiero decir, que si saben algo de táctica, se retirarán —volvió a sonreír—; quiero decir que no puede ser más que un puesto avanzado. La línea principal de defensa tiene que estar en la masa de colinas de la Gamba Cocida Gigante.
Él y Band tomaron otro trago. Fue entonces cuando Band ofreció que su compañía fuera en vanguardia del batallón al día siguiente. El nuevo teniente coronel aceptó sonriente, asintiendo con la cabeza grande, ya algo gris y atractiva, en señal de apreciación; ya había oído hablar de «C de Charlie». Era el mejor whisky escocés que había probado Band desde no sabía cuándo. Volvió a la compañía justo al oscurecer, en paz y contento. Band había sabido siempre que llegaría a tener un mando. Al prepararse para pasar la noche en la cabaña japonesa siguió pensando en aquello.
Haría por ellos lo que nunca podría haber hecho Stein, porque él les quería. Les quería de verdad. Sin sentimentalismos, como Stein, sino con un completo y trágico conocimiento de los sacrificios que se esperarían de ellos y también de él. Sencillamente no se podía tratar a los de la tropa como iguales, como había hecho Stein. Tenía que ser una severa relación de amor paternal, porque eran como niños y no sabían lo que les convenía ni lo que querían. Tenían que estar disciplinados y había que darles órdenes. Band tenía dos hijos. Y en el instituto, antes de la guerra, había tratado también a los estudiantes de la misma manera. Pero no sentía por ninguno de aquellos niños, los estudiantes, ni sus propios hijos, lo que sentía por aquellos niños. ¿Cómo iba a sentirlo cuando no había compartido con ellos las terribles experiencias de horror y de valor que había compartido con éstos? Ardía en él un gran amor paternal y cálido que se vertía sobre todos aquellos niños. Lleno de una nueva conciencia de las cosas que lograrían juntos gracias a la profundidad de su mutuo amor, Band se durmió pacíficamente, sin que le molestaran en absoluto —sino más bien lo contrario— las piedras y pedazos de tierra que se le hundían en varias partes de la espalda a través del relleno de lona del colchón.
Aquello había sido la noche anterior. Y ahora, mientras escalaba las pendientes de la Medusa para encontrarse con el tercer batallón a las ocho menos diez de la mañana siguiente, después del machacar de los morteros que habían herido a cuatro hombres de su mejor pelotón y a algunos más, seguía sintiendo lo mismo por ellos. Detrás de él le seguían sus hombres, mucho más interesados en el terreno que veían por primera vez que en lo que pudieran hacer jamás por ellos su jefe actual.
—¡Dios! —dijo el cabo primero Doll al sargento Beck—. ¡Lo que me alegro de que haya llegado el tercer batallón!
—Ya —dijo Beck sin aliento—. Yo también.
Lo que vieron fue una serie de colinas abiertas como dedos, de una altura de diez o doce metros, totalmente peladas, con depresiones estrechas y peladas de tres a seis metros entre ellas. Esto era a la izquierda. La posibilidad de haberlas tenido que escalar bajo el fuego japonés era algo peor de lo que podía pensar el más duro de ellos. Pero a la derecha había una larga pendiente abrupta y herbosa en la que no había donde cubrirse durante por lo menos cincuenta metros. El haber subido por ella contra las ametralladoras hubiera sido invitar a que les segaran como trigo de Nebraska. Los japoneses habían practicado múltiples cortafuegos en la hierba que llegaba hasta la cintura. Suerte. Suerte.
Band estrechó la mano del jefe de la compañía «L» del tercer batallón, viejo amigo de bar de Stein y suyo, que había reducido la posición y cuyos hombres estaban en pie en torno a ellos, recuperando el aliento. El segundo pelotón, y luego todos los demás que les seguían, se mezclaron con ellos charlando y fumando. Pero esta vez no había rivalidad, ni bromas ni pullas acerca de quién llegaba tarde o quién había llegado el primero.
A «L» no le había ido demasiado mal: cuatro heridos y un muerto. A dos de ellos les había alcanzado la primera ametralladora situada en la parte trasera de la colina, a tres los morteros que habían disparado contra ellos al mismo tiempo que contra «C de Charlie». Sólo habían encontrado dos ametralladoras en toda la zona de la Medusa, ambas con equipos suicidas dejados en vanguardia, aparentemente para retrasar el avance. Todos habían preferido morir. Pero encontraron pruebas de que había habido muchos más. Aparentemente, los japoneses habían retrocedido a última hora del día anterior, o incluso de noche.
¿Qué significaba todo aquello? Ni la compañía «L» y su jefe, ni Band ni «C de Charlie», tenían la menor idea. Todos habían esperado un combate más difícil. Cada uno de ellos iría radiando a su batallón respectivo cómo iban saliendo las cosas y continuaría con su misión mientras no hubiera órdenes en contra. Decidieron dejar las cosas así. Cuando hablaron por radio les dijeron que continuaran de acuerdo con las instrucciones.
Las órdenes de la compañía «L» eran cruzar y atacar el terreno abierto de la Gamba Cocida Gigante tan pronto como estuviera tomada la Medusa. «C de Charlie» tenía que atrincherarse y defender la Medusa contra un contraataque para mantener el enlace por carretera. Todavía no eran las ocho de la mañana.
—No estoy muy convencido de que te haya tocado lo más fácil —sonrió el jefe de la compañía «L» al darle la mano a Band antes de marcharse—. Por lo menos si se enteran de que utilizamos esta colina como lugar de paso y deciden volver a empezar con los morterazos.
Con un escalofrío de miedo, los hombres de «Charlie» que le oyeron opinaron que podía tener razón.
Band les hizo trabajar inmediatamente. Les escogió la parte más avanzada y sin defensas de la colina de la Medusa. Detrás de ellos, y a sus flancos, las compañías «Baker» y «Able» empezaban a subir y a desplegarse. Mientras cavaban, «I de Item» y «K de King» subieron la colina y pasaron por entre ellos, «I» para encargarse del flanco izquierdo del ataque, por el terreno abierto de la Gamba, dos veces mayor que el Elefante Bailarín en superficie, «K» detrás como una compañía de reserva. Dijeron que el segundo batallón, con tal de que el tercero pudiera avanzar hasta las zonas más amplias, tenía que seguirles poco después y unirse al ataque.
Sin embargo, no fue esto lo que ocurrió en realidad.
Cavando y sudando sombrío en el calor cada vez mayor del día, el brigada Welsh fue el primer hombre de la compañía que terminó su trinchera y sólo exigió un poco de ayuda a sus tres escribientes. Después de todo tenían que cavar el agujero de Band y del nuevo jefe antes de poder empezar con el suyo. Sentado en él y contemplando las zonas altas de la Cabeza del Elefante, de la que venían, Welsh no tuvo más remedio que pensar en una de aquellas bañeras del siglo XVI que había visto en las películas. Debido a la pendiente, la parte de atrás del agujero le llegaba hasta las orejas, mientras que por delante sólo tenía sesenta centímetros de profundidad y le llegaba a media pierna (era menos que los noventa centímetros de reglamento, pero Welsh había hecho siempre trampa y a la mierda con ellos).
Welsh, de repente, se imaginó a sí mismo sentado allí con un buen puro gordo en la boca, una esponja en una mano y un cepillo de mango largo en la otra, gozando de aquella vista tan increíblemente hermosa. A la que no podía mirar ninguna otra persona del mundo o ¡bang!, ¡muerto! A Welsh le fastidiaban los puros y las gentes que los fumaban. Pero, de todas formas, un puro le parecía apropiado para aquella visión. Se enjabonaría una y otra vez. Y frotaría y frotaría. No era por quedar limpio, pues nunca le había molestado estar sucio, sino porque la vista y la bañera lo exigían. Detrás de él, sus tres escribientes charlaban como pájaros locos, mientras cavaban, y Welsh sintió el impulso momentáneo de levantarse y darles a los tres unas cuantas patadas en el culo.
Welsh había corrido un riesgo terriblemente peligroso cuando avanzaron desde el vivac de la semana de vacaciones. Había llenado dos de sus tres cantimploras con ginebra dejando una sola para el agua. Era una apuesta desesperada, je, je, pero ahora le salía bien. ¡A la mierda con el agua! Él podía pasarse sin agua. Y con dos tragos entre pecho y espalda podía volver a mirar al mundo de frente. En realidad era un mundo estupendo, pensó, mirando a la lejana magnificencia de la Cabeza del Elefante, donde tantos hombres habían muerto y tantos otros habían caído enfermos. ¡A la mierda con todo! Estupendo. Sobre todo desde una bañera del siglo XVI bien llena. Retorció los dedos dentro de los calcetines pegajosos. Debería cambiarse, pero el otro par estaba ya dentro del bolsillo más rígido que una tabla. Tranquilamente, dio una chupada a un puro imaginario.
«¡Vosotros! —le daban a Welsh ganas de gritar a sus tres nuevos escribientes, que parloteaban como japoneses detrás de él—. ¡Vosotros no sabéis apreciar nada!». Estaba convencido de que él era el único de todos ellos que seguía comprendiéndolo todo: hogar, familia, patria, bandera, libertad, democracia, el honor del presidente. ¡A la mierda con todo! Él no tenía ninguna de aquellas cosas y sin embargo estaba allí, ¿no? Y voluntariamente, no por necesidad, porque le habría sido fácil librarse de aquello. Por lo menos, él se comprendía a sí mismo. La verdad era que toda aquella mierda le gustaba. Le gustaba que le disparasen, le gustaba pasar miedo, le gustaba tirarse en un agujero muerto de miedo y hundir las uñas en el suelo, le gustaba disparar a desconocidos y verles caer heridos, le gustaba tener los pies pegajosos metidos en calcetines pegajosos. Por lo menos a cierta parte de él. Pero en cierto sentido compadecía a Fife. ¿Fife en un pelotón de fusileros?
De toda la compañía, incluyendo a los oficiales, Welsh era quizás el único, por lo que sabía, que aún no había sentido el entumecimiento del combate. Les había oído comentarlo durante la semana de descanso y había escuchado. Comprendía que era el factor salvador y percibía la brutalidad del animal que llegaba con él. Pero todavía no lo había experimentado. No sabía si era así porque la vida le había dejado ya entumecido desde hacía años y no se había llegado a dar cuenta, porque sus previsiones anticipadas de lo que se podía esperar; además de su soberbia e inteligencia natural, je, je, le habían inmunizado contra aquello, o porque el combate en sí no había sido lo bastante duro para congelar sus peculiares características personales. Había ocasiones, momentos, en los que Welsh se daba cuenta de que estaba completamente loco. Por ejemplo: tres cerezas en el mismo tallo = George Washington. Dos no, nunca. Tres sí, siempre. ¿Quién lo podría comprender si se lo dijera? Si se atreviera a decírselo. Había odiado las cerezas toda su vida y no podía tragarlas, aunque le encantaba su sabor. Cuando le había empeorado mucho la malaria durante la semana de vacaciones, no se lo había dicho a nadie y lo había disimulado con una especie de regocijo secreto. Y no se lo iba a decir a nadie. No sabía por qué, todo era parte de este juego tonto que pretendían hacer pasar adulto y maduro y nada más. Seguiría adelante hasta caerse muerto o hasta que le pegara un tiro cualquier imbécil de japonés y pudieran enterrarle mientras él se reía. Pero sí se compadecía un poco de Fife. No mucho, naturalmente. Después de todo, cuando un burro recibía tiros como para ir al hospital y hacer que le evacuasen para siempre, y luego no tenía tripas ni el ingenio para hacerlo, ¿qué coño se podía esperar de él?
Welsh se instaló cómodamente en su agujero. Tenía la intuición de que iba a pasar un día bastante cómodo. Para quitarle la razón fue exactamente entonces cuando el tipo de la radio, que estaba en alguna parte detrás de él, pero cerca, gritó que tenía un recado del nuevo teniente coronel para Band, en el que ordenaba que el primer batallón avanzase inmediatamente en la Gamba en apoyo del tercero, y que Band confirmara la recepción de la orden. Band se acercó corriendo desde otro punto de la línea y Welsh se levantó cansado de su agujero, dándose cuenta de que una vez más había hecho el tonto. Si hubiera esperado media hora para empezar, en vez de meterse a cavar a toda prisa, no hubiera tenido que hacer nada. Sonrió de mala gana.
La mayoría de los hombres aún no habían terminado de cavar como Welsh. Uno de éstos era el joven cabo Fife, en la otra pendiente, en la parte delantera de la estrecha colina. Allí la pendiente era menos inclinada que atrás, donde estaba Welsh, pero seguía haciendo falta cavar bastante para conseguir un agujero mediano. Fife lo había atacado lleno de desánimo con la palita inadecuada. Parecía una tarea insuperable y, sin embargo, al mismo tiempo, sabía que tenía que hacerlo bien, porque al tercer pelotón lo habían colocado en la pendiente delantera junto al segundo pelotón, que estaba en el ápice del ángulo de la colina. Cualquier contraataque vendría justo en esta dirección. Mientras cavaba, Fife estaba pensando en sí mismo en líneas algo parecidas a las de Welsh, aunque diferentes. Fife estaba seguro, positivamente seguro, absolutamente seguro, de que no podía haber hecho nada para conseguir que le evacuaran jamás. Ni siquiera aunque le hubiera dado la lata en lo referente a la pérdida de las gafas. Dejó de cavar y guiñó los ojos mirando hacia la masa confusa (para él) de la cota 210, intentando apreciar lo mal que veían sus ojos. No sabía sí podrían ver lo que necesitaban ver para salvarle. Pero sospechaba que no. Entre golpes desanimados de pala, miraba ansiosamente la Cabeza de Elefante guiñando los ojos midiendo su miopía una y otra vez. Cuando llegó la noticia de que tenían que dejar de cavar, tiró la pala con un gran suspiro de alivio. Luego se dio cuenta de lo que aquello significaba y un pánico irracional le invadió.
Fife había yacido con el tercer pelotón a lo largo del sendero, justo fuera del alcance de los morteros, mientras al segundo pelotón le daban la paliza de la mañana. Uno o dos proyectiles cayeron muy cerca de él. El terror que sentía ahora por los morteros era tan grande que no se podía describir con palabras, ni siquiera a sí mismo. Cada proyectil que oía caer le tenía que dar de plano en el punto en que el cuello se le juntaba con los hombros. Después del ataque tuvo un fuerte dolor de cuello que le duró más de una hora. Ahora, en su pánico por tener que marcharse de la Medusa y avanzar, no sabía si podría realmente disparar y matar a otro ser humano o no, aunque tuviera que hacerlo. Para salvarse. Y además no sabía si, aún en el caso de que todo aquello fuese bien, le saliera bien, serviría de algo y no le matarían de todas formas. ¡Matarle! ¡Morir! ¡No vivir más! Creía que no podría soportarlo. Dios, ya le habían herido una vez, ¿no? ¿Qué le pedían? Quería sentarse y llorar, y no podía. Delante de la compañía no podía.
En realidad, la compañía no habría advertido probablemente que Fife se sentaba a llorar. Estaban todos demasiados concentrados en pensar en su propia mala suerte mientras formaban por escuadras y pelotones. Y en realidad, no era culpa de nadie, que era lo peor. El motivo, como averiguó Band cuando radió la llamada de confirmación, y averiguaron los demás al pasar de boca en boca segundos después, era sencillamente que daba la casualidad de que ellos eran los que estaban más cerca y se necesitaba a alguien inmediatamente. Al viejo primer batallón siempre le tocaba lo peor de todo. Cansados, aunque más en el sentido moral que en el físico, recogieron sus cosas y se prepararon para hacer, una vez más, lo que fuera necesario.
Fue justo en ese momento cuando hirieron a un hombre de la compañía. Fue un cabo primero de escuadra llamado Potts, un tipo alto, muy callado, de Pennsylvania, y que estaba en el tercer pelotón. La escuadra de Potts había sido enlace del tercer pelotón con la escuadra de John Bell, del segundo. Potts, Bell y dos más estaban de pie en campo abierto junto a sus agujeros de la Medusa, mirando hacia la Gamba Cocida Gigante por entre la jungla que les separaba de ella. Estaban comentando el avance y lo que podían esperar encontrar allí, intentando ver la Gamba, que desde aquel punto no era más que una confusa masa marrón. Bell, que casualmente estaba de espaldas a la Gamba en aquel momento específico y miraba al cabo primero Potts que hablaba, lo vio perfectamente. En un momento dado Potts estaba hablando y al siguiente se oyó un «¡zak!» fuerte e inmediatamente después el silbido penetrante de una bala que sale rebotada. Potts, que miraba directamente a Bell y no llevaba el casco, se paró a mitad de palabra y le contempló con los ojos bizcos, como si se hubiera propuesto ver algo que tenía en la punta de la nariz. Luego se cayó. Había aparecido una mancha roja en medio de su frente. Inmediatamente se incorporó, mirando todavía con los ojos bizcos, y luego volvió a caerse. Ya estaba Bell a su lado, pero Potts se había desvanecido, estaba inconsciente y, afortunadamente, con los ojos bizcos cerrados. Bell vio que en la frente tenía un corte de dos o tres centímetros de largo, o más bien una quemadura, porque no sangraba. Por debajo se veía el hueso, blanco e intacto, del cráneo de Potts. Una bala perdida, rebotada de algún sitio de la Gamba, corriendo de lado en vez de punta, había pasado junto a la cabeza de Bell y había golpeado a Potts justo entre los ojos para continuar luego su silbante camino. Con la risa que empezaba a producirle espasmos en el diafragma y le llenaba la garganta a su pesar, Bell se arrodilló y le hizo volver en sí dándole cachetes suaves en las mejillas y torciéndole las manos. Potts estaba perfectamente. Riéndose tan fuerte que apenas veían adonde iban porque se les saltaban las lágrimas, los tres le ayudaron a volver a la enfermería del batallón, que acababa de instalarse en la Medusa, y donde el médico, riéndose también, le puso una gasa sobre la herida y le dio un puñado de aspirinas. Hasta el momento de la partida se quedó acostado boca arriba, descansando con el casco sobre la cara y seguro de su Corazón Púrpura. A Potts no le parecía nada divertido y se quejó amargamente de su dolor de cabeza durante todo el día. Todos los demás se retorcían de risa cada vez que lo mencionaban. Puso a la compañía de buen humor para empezar aquella marcha absolutamente increíble que ellos aún no sabían que iban a realizar.
En los futuros anales del regimiento (y de la división), se conocería siempre por el nombre de la Carrera o el Gran Prix. A veces también le llamaban la Carrera de Resistencia. «C de Charlie» iba a ser y a brillar como uno de los elementos más destacados. En los mapas de la historia de la división, dibujados todos mucho tiempo después, la Carrera de Resistencia quedaría fijada con flechas rojas y azules como el desarrollo lógico de una situación y su igualmente lógica solución. La verdad era que en aquel momento nadie, en ninguna parte, conocía realmente la situación. Cuando el primer batallón, con «C de Charlie» en cabeza, salió de la jungla y avanzó por el lado izquierdo de la cota 250, la Cola de la Gamba, la única evidencia de japoneses era un laberinto de emplazamientos desiertos y bien camuflados en los que cayeron gran parte de los hombres. Estaba claro para todos que debería haber sido una batalla cara. ¿Pero dónde estaban los japoneses? ¿Por qué se habían ido? Lenta y cautelosamente se desplegaron a la izquierda del tercer batallón en el terreno liso y abierto, y siguieron avanzando. Dos horas y dos mil metros más tarde llegaron agotados y sin agua a la pendiente delantera de la cota 253, la Cabeza de la Gamba, sin haber tenido ni una baja.
En realidad no fue tan fácil. A su derecha, la compañía «L» había tenido un combate de fusilería con veinte o treinta japoneses en la cima de la cota 251, una colina larga y estrecha que se proyectaba hacia la jungla y que correspondía a una de las Patas de la Gamba, hasta que al fin les destruyeron con los morteros de la compañía desde el otro lado de la colina. Moviéndose ahora por debajo, «C de Charlie» fue espectadora de toda la acción. A lo lejos, en la cota 250, se podía ver a la compañía «Dog» ocupada en la instalación de sus morteros pesados. Había mucho silencio a la luz brillante del sol. Resultaba difícil andar por la hierba, que llegaba hasta las ingles. Pero por lo menos podían avanzar de pie. Aquí y allá había hombres que se sacudían o se alzaban de hombros para indicar que aquello no estaba tan mal después de todo, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta por temor supersticioso a que inmediatamente después se convirtiera en un infierno.
Brass Band había vuelto a escoger al segundo pelotón como pelotón de vanguardia, de modo que eran ellos los que iban por delante como exploradores. Beck, el amante de las normas, había maldecido y se había quejado de esto a sus jefes de escuadra, que estaban de acuerdo con él, pero hasta ahora no había dicho nada a Band. Beck mismo había cambiado su escuadra en punta, poniendo a la escuadra de Bell allí, y al desplegarse había situado la escuadra de Doll a la derecha de Bell, en el punto más seguro, dejando otras dos, la de Thorne y la de Dale, en el flanco izquierdo abierto. Fue en esta posición, mientras caminaba lentamente por entre las hierbas duras con los fusiles terciados en los brazos cansados, cuando el soldado de primera Carrie Arbre salió de su posición y se acercó resbalando hasta quedar al lado de su jefe de escuadra. Arbre había estado evitando a Doll, o eso le parecía a Doll, desde los dos episodios de la mañana. Doll espetó:
—¿Puedo hablarte a solas un minuto, Carrie?
—Claro, Doll.
Mientras hablaban, los dos seguían moviendo los ojos a derecha e izquierda al avanzar, buscando emplazamientos, buscando japoneses.
Arbre frunció el ceño, pero ya hacía mucho tiempo que había dejado de intentar que le dejasen de llamar Carrie.
—Sólo quería preguntarte por qué has cambiado de opinión cuando me escogiste para ir contigo hace un rato, por la mañana.
Uno siempre esperaba que Arbre, por su timidez femenina y su aspecto de supersensible estuviera mejor educado que la mayoría, pero en realidad no lo estaba. Ni siquiera había hecho tantos cursos de bachillerato como Doll, que casi tenía el título.
—Bueno, no sé, Carrie —dijo—. Fue algo que se me ocurrió. Una especie de instinto. Algo así.
—Güeno, pues soy tan güen soldado como el que más. Sé lo que hay que hacer.
—Ya lo sé. Claro que sí. —Y con una inspiración momentánea Doll se sintió impulsado a pasar el brazo por los delgados hombros de Arbre, que en la ducha siempre parecían mucho más estrechos que sus anchas caderas sin grasa, femeninas, pero no lo hizo porque no quería apartar una mano del fusil. Siguieron avanzando entre la hierba dura—. Si tuviera que analizarlo diría que sólo fue porque quería cuidarte y protegerte —dijo Doll, sintiendo que de repente le latía más rápido el corazón al ocurrírsele una idea brillante.
—No quiero que nadie me cuide —dijo Arbre hoscamente, a su lado—. No necesito que me protejan.
—Todo el mundo necesita ayuda, Carrie —dijo Doll volviendo la cabeza un momento para sonreírle, y cuando lo hizo Arbre se volvió a mirarle a él, con una extraña expresión enigmática en la cara, como si supiera algo que no quisiera decir y que quizá ni siquiera supiese. Ambos se dieron la vuelta y siguieron buscando sus emplazamientos.
—Quiero salir vivo de la jodía guerra igual que tol mundo —dijo Arbre—. No quería ir allá arriba contigo —dijo avanzando con los hombros caídos y el pecho estrecho, con aquella misma expresión medio blanda y medio dura, casi como si presentara excusas—. Creo que sí nesesito que me ayuden. O sea, igual que tol mundo. —Y tras decir eso se dio la vuelta y se separó con aquella expresión de saber algo que los otros ignoraban.
Doll le dedicó una mirada más, preguntándose a qué demonios se refería con todo aquello, contemplando aquellas caderas femeninas y atractivas. Luego volvió a los asuntos inmediatos, cambiando un poco la posición del fusil, preguntándose cuándo mierda se iría a acabar aquel paseo. Momentáneamente se preguntó nervioso si alguien les habría visto juntos. Bueno ¿Y qué si les habían visto? Todo el mundo sabía que lo que le gustaba a Doll eran las tías. ¿Cuándo iba a pasar algo por aquí?
Fue justo entonces cuando salieron corriendo de la jungla arbolada tres japoneses fatigados con aire de espantapájaros, a la izquierda y delante de ellos, corriendo, chillando, gimiendo y moviendo las manos y los brazos por encima de sus cabezas, tropezando y tambaleándose por la hierba pedregosa. Doll elevó el fusil y disparó, con la cara convertida en una máscara de sombría satisfacción. Lo mismo hicieron otros, y los tres cayeron antes de haber avanzado ni veinte metros. Luego volvió el silencio en la mañana soleada. En medio de él, el pelotón miraba y escuchaba. Luego siguieron avanzando. Delante de ellos, ya cerca, se levantaba la colina de la cabeza de la Gamba Cocida Gigante. Los tres cadáveres quedaron detrás de ellos al ir avanzando la columna, y casi nadie se molestó en mirarles. Ya les habían quitado las carteras.
Igual que Doll, el cabo primero jefe de escuadra Charlie Dale era uno de los hombres que habían disparado primero y acertado a uno de los japoneses. Dale nunca había creído que se debía dar una oportunidad a ningún japonés, en ninguna circunstancia, y después de combatir con ellos durante diez días se había reafirmado en su creencia. Como aquel que había intentado meterle una granada a Queen el Grande en la Cabeza del Elefante después de haberse rendido. Sencillamente, no tenían noción del honor ni de la honradez. Con una sonrisa de superioridad, Dale corrió hacia ellos por entre la hierba. La cartera del suyo no contenía nada de valor, salvo la foto de una japonesa, que no era demasiado. Ni siquiera estaba desnuda. Pero de todas formas se quedó con ella porque estaba formando una colección que ya tenía bastante extensa. La cartera la tiró. Se estaba deshaciendo a causa de la humedad de la jungla. Alguien —que fue Doll— encontró una de aquellas banderas de combate individuales en una de ellas, pero en la de Dale no había nada. La puñetera suerte. Ni siquiera tenía dientes de oro cuando Charlie le abrió la boca.
Durante la semana de descanso, Dale se había conseguido, con parte de su botín, un par de alicates de electricista. Ahora los llevaba en el bolsillo con una cierta cantidad de bolsas de tabaco de plástico. Si los condenados infantes de marina podían hacer colección de dientes de oro por valor de mil dólares, por Dios que también la podía hacer Charlie Dale. Y ésta hubiera sido su primera oportunidad de usar los alicates, si no fuera porque aquel cabrón tenía que ser de los que no los tenía. Y justo antes de que pudiera echar un vistazo a los otros cadáveres llegó la orden de seguir avanzando, orden que obedeció en seguida, porque aquel imbécil de Brass Band estaba bastante cerca para poder verle. Y Dale había imaginado un nuevo plan grandioso para sí mismo. Maldiciendo con salvajes lamentaciones, puso en marcha a su escuadra.
El plan de Dale era bien sencillo. Había observado la lista de ascensos con ojos agudos y astutos que miraban más allá de su propio ascenso. Sabía que le caía bien a aquel idiota de maestro de escuela de Band. Y estaba convencido de que al sargento Field, el antiguo jefe de escuadra de Doll, le habían ascendido a explorador del primer pelotón solamente para quitárselo de en medio. Si ahora le pasaba algo a Cuín el Huesos, Dale estaba convencido de que podía farolear con el idiota de Band para que le ascendiera a segundo jefe del primer pelotón. Además, el sargento de exploradores del tercer pelotón era un tipo sin personalidad. La verdad era que Fox, el nuevo segundo jefe del tercer pelotón, tampoco era nada del otro mundo. Quizá fuera posible que le sustituyera aunque no le hiriesen ni le mataran.
Así pues, había un par de buenas oportunidades. Y Charlie Dale había decidido que quería mandar un pelotón. Le habían dado una escuadra y el puesto de cabo primero cuando lo quiso, tal como lo había planeado. ¿Qué iba a impedirle conseguir un pelotón por los mismos medios? Era igual de fácil. Se proponía esperar a cualquier oportunidad de manejar dos o tres escuadras en acción por sí solo y hacer que lo viera Band. Delante de él el terreno se iba haciendo más abrupto. Cambió un poco la posición del fusil, sustituyendo el paso lento por otro más ligero y más alerta, y entornó los ojos. Estaba seguro de que el imbécil de Band le daría un ascenso por encima de todos los demás cuando se le ofreciera aquella primera oportunidad.
Y tenía razón. Band estaba dispuesto. Band le había observado durante los tiros contra los tres camaraden japoneses. Se daba cuenta de que Dale no era el hombre más inteligente de la compañía, de que su valor adquiría a veces el aspecto de una pura locura, y personalmente no le gustaba mucho aquella crueldad sádica que exhibía de vez en cuando, pensó con una sonrisa. Pero en la guerra había que utilizar todo lo que era útil. Casi le había dado a Dale el tercer pelotón en el diluvio de ascensos. Ahora se preguntaba si no se habría equivocado, si no habría sido demasiado cuidadoso.
Durante el largo paseo de avance desde la cota 250 a través de la llanura, Band había hecho avanzar al grupo de mando a la vanguardia de la columna. Estaba razonablemente seguro de que no podría pasar gran cosa en el terreno llano y quería seguir viendo a sus hombres de vanguardia y todo lo que pudiera pasar. Ahora, cuando se acercaban a la cota 253 —la Cabeza de la Gamba—, ordenó al segundo pelotón que formara una doble columna de escuadras para maniobrar mejor por las pendientes abruptas, y permitió al tercero y primer pelotones pasar delante del grupo de mando para proporcionar apoyo en una distancia corta. Seguían sin dispararles. La compañía «L» les había alcanzado por la derecha después del combate de fusilería, y les había señalado que iban a avanzar por la derecha de la colina grande mientras «C de Charlie» iba por la izquierda. A Band le parecía muy bien. Contuvo al grupo de mando y al pelotón de armas pesadas cerca del pie mientras sus pelotones de fusileros exploraban en busca de resistencia, sin darse cuenta de que sus dos mejores sargentos de pelotón, Cuín y Beck, le maldecían silenciosamente en voz baja por no ir en vanguardia con ellos y por quedarse detrás cada vez que había una posibilidad de peligro. Después de media hora de trabajo, las dos compañías se encontraron en la pendiente delantera sin haber disparado ni un tiro, y Band hizo avanzar su grupo de mando y su pelotón de armas pesadas, al igual que el comandante de la compañía «L».
Era una maniobra perfectamente adecuada la que había ejecutado Band, manteniendo retrasado a su grupo de mando. El jefe de la compañía «L» había hecho lo mismo. Pero tanto Beck como Cuín se preguntaban por qué George el Alto había hecho avanzar a su grupo de mando delante de la columna en la llanura, donde evidentemente no había ningún peligro y donde tampoco hacía ninguna falta. ¿Qué clase de exhibición barata quería montar? Quizás estaban los dos un tanto irritables. Pero Beck seguía enfadado con él por dejar al segundo pelotón en vanguardia después de sus bajas en la Medusa y ambos recordaban cómo había esperado a que parasen los morteros antes de avanzar por ella. Fue una cosa más que ambos anotaron en sus agendas mentales mientras Band volvía a estrechar la mano del jefe de la compañía «L».
Todo el mundo sabía que ya habían llegado a un punto en el que haber ocupado tanto terreno les dejaba sometidos al grave peligro de extenderse demasiado. Ahora era ése el problema principal. Los hombres que quedaron en pie esperaron a ver qué decidían sus jefes. Estaban a punto de agotar el agua. «Item» y «Baker», igual de secas, se había estacionado en la otra pendiente de la colina grande. Sus comandantes se acercaron para unirse a la conferencia. Más atrás todavía, «K de King» y «A de Able» se habían desplegado por ambos extremos del terreno abierto frente a la jungla para cubrirles los flancos, pero sus líneas cubrían menos de una cuarta parte de la distancia que había hasta la Cola de la Gamba. Un contraataque fuerte por la retaguardia podía cortar ambos batallones y sólo eran las once y media de la mañana. Nadie quería aceptar la responsabilidad de decidir si quedarse o seguir avanzando. Se decidió que «L» y «C», como compañías de vanguardia, llamarían por radio a los puestos de mando de sus respectivos batallones para pedir instrucciones.
Por su parte, Band, cuando al fin estableció contacto, encontró tanta confusión en la Cola de la Gamba como en la Cabeza de la Gamba, si no más. El nuevo segundo jefe (sustituto del capitán John Gaff) fue el de más graduación al que pudo encontrar. El teniente coronel Spine, nuevo comandante, estaba en una conferencia de emergencia con el jefe del regimiento y los otros jefes de batallón. El jefe de la división iba a llegar en persona desde la cota 214 para reunirse con ellos y tomar el mando personalmente. En la voz del segundo jefe, a pesar de los silbidos y las interferencias, Band podía detectar el mismo regocijo y la misma excitación que había sentido él mismo al avanzar a lo largo de la Gamba sin encontrar resistencia. ¿Agua? En aquel mismo momento se la mandaban por medio de portadores indígenas, y debería llegarles al cabo de media hora o tres cuartos. Además, ya bajaba el segundo batallón por la pendiente de la cota 250 con órdenes de extender las líneas de «King» y de «Able» hacia la retaguardia. Al lado de Band, Welsh el Loco se lo comprobó y lo confirmó por los estupendos prismáticos del finado teniente White que le alargó Band. Además, dijo el segundo jefe, el otro regimiento estaba a punto de ser enviado por batallones, desde la línea del Elefante Bailarín, para llegar allí, a la vanguardia, dejando la retaguardia sin defensa por órdenes del jefe de la división y del general en jefe. Iban a avanzar todos. Quizá fuera un gran avance, un avance de importancia inmediatamente después de una retirada general. O a lo mejor era una especie de trampa.
—Ya lo sé —dijo Band de mal humor.
¡De verdad que tendría que ver todo lo que pasaba allí atrás! Luego, ¿hacer? ¿Qué tenían que hacer? Fue entonces cuando llegó la pausa. El segundo jefe no quería aceptar la posibilidad de decidir. No sabía qué tenían que hacer, dijo con voz blanda. Dentro de una hora o cosa así llegaría el teniente coronel con las órdenes. A lo mejor dentro de menos.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Band, sintiendo el cortante desprecio humorístico y la superioridad del combatiente por el que está en retaguardia. Escuchó desdeñosamente mientras el segundo jefe le decía que si esperaba no cortaría el contacto y él intentaría hablar con el teniente coronel. La conferencia ocurría a sólo cincuenta metros de distancia o cosa así, y se llevaría al de la radio con él. ¿Querría esperar? Band esperó. Mientras esperaba pudo sentir cómo se le iban entornando los ojos y alargando el cuello, irguiéndose el cuerpo, apretándose las mandíbulas, apretándosele la boca, convirtiéndose en un combatiente que se recortaba contra la ladera. Miró hacia atrás, hacia la cola de la Gamba Cocida Gigante, donde estaban los jefazos.
Cuando llegaron las órdenes, llegaron en la voz del segundo jefe del primer batallón, pero de boca del mismo jefe del regimiento.
Aquel viejo borracho de cara pecosa, pelo blanco y gran barriga cargaba por su cuenta con la responsabilidad de ordenar a ambos batallones que avanzasen inmediatamente. El jefe de la división ya había recibido permiso del general en jefe para cambiar los límites de la división hacia la derecha. El plan era que el tercer batallón girase hacia la derecha desde la Cabeza de la Gamba y atacase en dirección a la playa por encima de una serie de colinas abiertas, más o menos conectadas. El objetivo era llegar a la playa junto al pueblo de Bunabala (que el alto mando no había confiado alcanzar hasta dentro de semanas, quizá meses), dividiendo al ejército japonés y cortando a los que seguían resistiendo contra la división de la playa. Band silbó entre dientes. Era todo un objetivo para un batallón, o incluso para dos batallones. Como en respuesta a esto, el segundo jefe siguió diciendo que, naturalmente, en cuanto fuera posible les reforzaría el segundo batallón y el otro regimiento.
Por otra parte, el primer batallón, añadió el segundo jefe, y Band asintió porque creía que ya lo sabía, debía girar también hacia la derecha, pero desplegándose con más amplitud por la parte exterior del tercer batallón para proteger su flanco. Como si dijéramos, tenía que, ejem, correr como apoyo del que llevaba el batallón. Pero como no tendrían una serie de colinas abiertas y conectadas por las que maniobrar, su situación sería algo distinta. Encontraría en el mapa una serie de colinas pequeñas y muy separadas hacia la izquierda, a alguna distancia de la ruta del tercer batallón. Éstas, que salían hacia los cocoteros justo a la izquierda de Bunabala, eran sus objetivos. Tenían que tomarlas, dejando el número justo de hombres para defender cada una de ellas, y seguir avanzando hasta llegar a Bunabala, donde torcerían a la izquierda para proteger la vanguardia del tercer batallón, que estaría combatiendo a su derecha. Tan pronto como les llegaran el agua, la comida y los camilleros, tendrían que avanzar. En cuanto a más agua, tendrían que encontrarla por su cuenta en el camino. Había varios arroyos y varias charcas en el mapa. Tenían pastillas para purificar el agua, ¿verdad? Band dijo que sí. Muy bien, pues nada más y buena suerte, dijo el segundo jefe excitado. Band estaba a punto de cortar, darle las gracias y cerrar, cuando le llamó de nuevo.
Había algo más.
—Sí, dígame —le oyó Band decir a lo lejos, y luego—: El jefe del regimiento dice que os podéis encontrar separados de vuestras propias líneas. Desde luego, el primer batallón y el tercero están separados el uno del otro. Pero dentro del mismo batallón es posible incluso que las compañías se encuentren separadas entre sí —dijo el segundo jefe hablando lentamente, como si se lo estuviese diciendo al coronel frase por frase—. Por lo tanto —continuó—, debéis de considerar que actuáis como unidades independientes excepto en los casos en que sea posible la comunicación. ¿Vale? Corto.
De pronto, a Band se le secó la boca a causa de la excitación.
—Muy bien —dijo tranquilamente—, corto y cierro. —Y cuando cerró el instrumento tenía los ojos más brillantes detrás de las gafas de lo que los había tenido toda su vida. ¡Unidades independientes! ¡Operar como unidades independientes!
El segundo jefe había dicho que el teniente coronel Spine intentaría mantener el contacto mientras fuera posible, pero Band ya sabía lo que significaba aquello. Significaba que Spine estaría en la retaguardia, por lo menos donde el segundo batallón o el otro regimiento, mientras subían a consolidar las posiciones.
El comandante de la compañía «L» recibió en términos generales la misma información, pero con una excepción. El teniente coronel que les mandaba iba a avanzar con ellos. Band y el comandante de la compañía «L» se estrecharon las manos una vez más.
«C de Charlie» vio marcharse a la compañía «L». Ahora había en el aire una sensación nerviosa, extrañamente excitada. Era imposible decir qué batallón tenía la misión más fácil. La pendiente delantera de la Cabeza de la Gamba caía suavemente hacia la derecha de su propio eje de avance, formando así la larga cara de la Gamba y las pequeñas barbas, que se veían con toda claridad en las fotos aéreas. Los últimos elementos de la compañía «L» cruzaron las barbas y desaparecieron en la jungla, mientras «C de Charlie» les contemplaba.
Band convocó una conferencia con sus oficiales y sus sargentos. ¡Unidades independientes! Sonrió con los labios entreabiertos. Cuando llegaron todos les dijo:
—Parece que a lo mejor ya ha estallado lo más gordo. Nadie, por lo menos en nuestro sector, puede encontrar al Ejército Imperial japonés. Tenemos órdenes de seguir avanzando hasta encontrarlo y luego combatir para ver cuánta fuerza tiene. Si es posible, tenemos que ayudar al tercer batallón en la conquista de Bunabala. Puede que éste sea un avance de los grandes y que podamos cortarles. Muy bien, chicos, vamos a ponernos en marcha. Tenemos que andar mucho —les despidió y todos volvieron a sus unidades. Estaba satisfecho de estar allí en cuclillas y de hacer un discurso así bajo la luz del sol sofocante en una pendiente montañosa y polvorienta, con la jungla rodeándoles por todas partes en aquella isla de Guadalcanal, en la lejanía del sur del océano Pacífico. ¡Unidades independientes! Band estaba absolutamente seguro de que su compañía estaría presente en la conquista de Bunabala.
Era una palabra esencialmente nueva para la compañía. Había surgido en algunas conversaciones hacía muchísimo tiempo, cuando estaban en la playa antes del combate. La Infantería de Marina había enviado una vez una desgraciada expedición para intentar conquistar el poblado. Ahora Bunabala corrió por toda la compañía, de escuadra en escuadra, como un incendio y, naturalmente, alguien convirtió inmediatamente el nombre en Bula Bula. Era, sabían, un pueblo situado en la playa entre los cocoteros. Hasta hoy Bula Bula había sido un espejismo lejano, un pueblo que no existía más que en el futuro y que algún día tendrían que atacar y tomar. Ahora se había convertido de un modo excitante en su objetivo inmediato.
Llegaron los camilleros, el agua y la comida. Ya nadie llevaba mochilas, pero siempre se podían llevar dos latas de raciones de emergencia en los bolsillos de los pantalones. Casi todos, por primera vez desde que salieran del vivac de descanso, decidieron terminar, regalar o tirar el whisky que les quedaba y rellenar la segunda cantimplora de agua. Welsh fue una de las pocas excepciones. Conservó sus dos cantimploras de ginebra. Luego, equipados lo mejor que podía esperarse, se prepararon para la marcha.
Fue justo en este momento, cuando se hacían los últimos preparativos de todos los géneros, cuando Milly Beck, el severo y antiguo jefe de escuadra, ahora segundo jefe del pelotón e igualmente consciente, se acercó a Band con el ceño fruncido y con una solicitud de que pusieran a su pelotón en la reserva de la compañía.
—Mis muchachos lo han pasado peor que cualquiera de los otros pelotones, mi teniente. Incluso en la Cabeza del Elefante. Hemos tenido más bajas y tenemos menos hombres. Se merecen un descanso.
—¿Se lo has dicho al teniente Tomms? —preguntó Band, ajustándose las gafas para mirarle.
—¿A ése? —dijo Beck a su estilo directo y estólido—. No. ¿Qué sabe él de todo esto?
—Es verdad —dijo Band. No le gustaba ese tipo de petición. Pero Beck tenía toda la razón, a su modo brutal, y, lo que era más importante, hacía bien su trabajo. Band pensó en silencio, empujándose el puente de las gafas con el dedo anular.
—No está bien que mis muchachos estén siempre en primera línea —añadió Beck en el silencio, como para dejar sentado el asunto.
Después pensó Band que hubiera podido acceder a la petición si Beck no hubiera hablado en aquel momento. En vez de ello levantó la cabeza de golpe para mirarle.
—¿Bien? ¿Qué es lo que no está bien? ¿Qué tiene que ver lo que está bien o no con todo esto? No —dijo—, me temo que no puedo acceder a la petición, sargento. Tu pelotón es el mejor que tengo. Tienen más experiencia, son más duros, saben arreglárselas mejor. Tienen que estar en primera línea.
—¿Entonces es una orden, mi teniente? —gruñó Beck contemplándole.
—Me temo que sí, sargento.
—En otras palabras, cuantos más maten de nosotros adquiriendo experiencia, a más tienen que matar mientras intentamos utilizarla.
Band pensó que era hora de imponer su categoría, pero no lo hizo de golpe ni brutalmente:
—Como he dicho, no tiene nada que ver que esté bien o deje de estarlo —dijo con tono cortante—. Por desgracia. En una guerra hay que utilizar todo lo que es útil. Y aquí soy yo quien decide qué es lo más útil y dónde —intentando que sus ojos parecieran acerados detrás de las gafas de acero—. ¿Alguna pregunta, sargento Beck?
—No, señor —gruñó Beck, furioso.
—Entonces, eso es todo.
—¡A sus órdenes, mi teniente! —saludó Beck, dio media vuelta perfecta y se marchó a ciento veinte pasos justos por minuto. Era la única manera que le quedaba de manifestar su desaprobación—. ¡Los de mi pelotón! —gritó—. ¡Adelante, como siempre!
Pobre hombre, pensó Band con su sonrisa de conejo. Lo sentía. Pero pensó que había resuelto bien el problema.
—¡Sargento! —llamó por un capricho repentino.
Beck se dio la vuelta. Estaba sólo a cinco metros de distancia. No había nadie cerca de ellos.
—Quiero decirle una cosa, sargento —dijo Band sin dejar de sonreír tras de las gafas.
—¿Mi teniente?
—¿Sabes por qué es «C de Charlie» la compañía de vanguardia del batallón en este ataque de hoy? Porque yo le dije al nuevo jefe del batallón que eran voluntarios.
—¡Cómo! —gritó Beck incrédulo, agachándose como para saltar sobre él. Band levantó las cejas y esperó. Beck era demasiado veterano para no saber lo que significaba aquello—. Mi teniente —añadió con un hilo de voz.
—Así me gusta —sonrió Band—. ¿Y sabes por qué lo hice? Fue porque me parecía que «C de Charlie», al tener más experiencia de combate, sería más útil aquí. Para el regimiento, para la división, para el ataque. Para todos —dijo sin dejar de sonreír, esperando que calara bien hondo.
Lentamente, Beck se puso firme, con los ojos completamente nublados.
—¿Nada más, mi teniente? —preguntó desde lejos y con dignidad.
—Nada más, sargento.
En respuesta, Beck saludó, se dio media vuelta y siguió su camino, volviendo a aullar:
—¡Los de mi pelotón! ¡A formar! Band le miró alejarse con tristeza.
Esta vez Beck puso a la escuadra de Dale en vanguardia. Aunque Band fuera un mierdilla, él no tenía por qué serlo. Y esta vez hubo gruñidos en el pelotón por volver a ser los primeros. Cada vez que Beck los oía, se daba la vuelta y les maldecía furioso a todos. No permitía indisciplina en su pelotón. Primero desapareció la escuadra de Dale entre las hojas, luego las otras dos. Después iba el tercer pelotón, seguido del grupo de mando de la compañía, luego el primer pelotón y luego el de armas pesadas. Al ir desapareciendo uno por uno, la compañía «Baker» avanzó hacia el frente de la colina para formar y seguirles.
Mientras «C de Charlie», ignorante de «Baker», que sólo se preocupaba de sus propios problemas y estaba muy contenta de que le hubiera tocado el segundo puesto, empezaba cautelosamente su segundo paseo de un kilómetro por la jungla, dos por lo menos de sus seguidores estaban haciendo todo lo que podían para alcanzarla. El sargento de cocina Storm y el soldado de primera interino Witt, sin saber nada el uno del otro y por diferentes motivos, se esforzaban todo lo que podían por encontrar a la compañía.
«C de Charlie» no pensaba en Witt y no había pensado en él desde la noche en que se había ido borracho por la ladera de la montaña. Witt, sin embargo, había pensado en ellos todo el tiempo. Hubo verdadera angustia en su implacable corazón de Kentucky cuando se enteró de que les habían pasado aquella mañana de la reserva a la zona de ataque y comprendió que no podía estar con ellos por la promesa que había hecho. Cuando se enteró estaba en la cota 209 cargando bidones y cajas de comida. Los de la compañía de cañones —a la que se seguía considerando como una unidad de indeseables, inútiles e inadaptados, y que seguía sin tener cañones— había entrado en servicio esta vez como cargadores de aprovisionamiento en vez de camilleros, y transportaban las provisiones entre la cota 209 y la cota 214, las Patas Delanteras del Elefante. Por eso se había enterado Witt del ascenso del teniente coronel Tall. No fue hasta el mediodía, cuando volvió de uno de sus viajes de cargador a la cota 214 y oyó a unos escribientes de la Plana Mayor del regimiento hablar del aumento de sueldo de Tall, cuando se enteró. Inmediatamente cogió su fusil y las cartucheras y se marchó, dirigiéndose a la cota 214 por la senda de los Jeeps. Hacía sólo dos días que le habían hecho soldado de primera interino —interino porque en la compañía de cañones todas las graduaciones eran interinas, ya que ni siquiera tenía una escalilla oficial— y ahora estaba seguro de que iba a perder su galón. Por otra parte, en «C de Charlie» había sido cabo primero interino durante dos días. Riéndose de todo esto alegremente, atravesó la novísima carretera de la jungla que había entre la cota 214 y la Medusa, y encontró a Maynard Storm y a todos los cocineros instalados en la colina abierta, en el mismo momento aproximadamente en que «C de Charlie» conquistaba su primera colina sin defensores en medio del mar de jungla.
Storm tenía sus propios problemas. En el hospital, cuando había jurado que se quedaría siempre en la cocina y bien lejos de la línea del frente, había jurado también alimentar a su pobre unidad degradada, darle por lo menos una comida caliente al día si era humanamente posible. Con este propósito, en el campamento vacío en el que MacTae, el sargento del almacén, era la única autoridad que quedaba y al que desde luego no importaba nada, Storm había requisado los dos Jeeps de la compañía, los había cargado con las cocinas, los cocineros y las provisiones, y había salido al amanecer para dar de comer a «C de Charlie», sin lograr enterarse de otra cosa excepto que ya se habían marchado cuando llegó él a la Cabeza del Elefante. Estaban, le informaron, en la Medusa, atrincherándose como reserva del regimiento. Dando la vuelta pacientemente y tomando la otra carretera, llegó a la Medusa (tras largas discusiones con la Policía Militar que vigilaba la nueva sección de la jungla) y resultó que también se habían ido de allí. Ya estaba instalándose el segundo batallón en sus agujeros. Y aquí quedó bloqueado. No podía seguir adelante. Ni siquiera los Jeeps podían llegar a la Cola de la Gamba hasta que los ingenieros hicieran una carretera, y todas las provisiones se enviaban por medio de porteadores indígenas. Incluso cuando hubiera una carretera, le dijeron, tendrían prioridad otros transportes como la munición, las raciones enlatadas, el agua. La guerra moderna, después de herirle, había alcanzado a Storm en su trabajo. A la guerra moderna no le importaba un pito que Storm diera o no comidas calientes a su compañía. A la guerra moderna no le podía importar menos una solitaria cocina de campaña que se intentaba adelantar lo bastante para darle comida a su compañía, y a la mierda con las prioridades de la carretera, y nadie iba a ayudarle. Y se había convertido una obsesión para Storm el darle a su unidad por lo menos una comida caliente diaria. Sólo si lo hacía lograría librarse del sentimiento de culpabilidad por no estar con ellos. Y ahora lo único que podía hacer era quedarse sentado con un dedo en el culo y otro en la boca, como un niño pequeño. Un hombre menos fuerte se hubiera derrumbado y puesto a llorar. Storm maldijo con lágrimas en los ojos.
Por otra parte, todos los cocineros de Storm se alegraban. A ninguno de ellos le había gustado aquella idea absurda. Estaban demasiado peligrosamente cerca del frente. Les había obligado a llegar hasta allí para intentar realizar su plan de loco a pesar de sus objeciones colectivas. Ni siquiera tenían a los del servicio de cocina para hacer las tareas más sucias. Y ahora observaban maliciosamente las lágrimas de su jefe y se susurraban unos a otros que a lo mejor les dejaría ya volver a su campamento. Por fin, uno de ellos fue lo bastante atrevido para acercarse a preguntárselo. Storm le dio tal puñetazo con la izquierda en la sien que le tiró al suelo y le dolió la cabeza durante dos horas. Mientras trabajaba, porque Storm les puso a todos a trabajar inmediatamente.
No sabía exactamente cuándo se le ocurrió la idea. Fue una revelación bastante sencilla. Había por todas partes en torno a él hombres con hambre de comida caliente, y allí estaba él con cocinas y provisiones para hacerla. Así que instaló su cocina en una zona casi lisa, a diez metros de la colina principal. Descargaron las cocinas y las encendieron, organizó a sus cocineros en varios turnos, pusieron las sartenes a calentar en los distintos fogones y Storm abrió el negocio. Había traído en los dos Jeeps comida para alimentar a la compañía con tres comidas calientes al día durante una semana o más. Quizá fuera una batalla larga. Según aquel cálculo, podía dar a seis compañías dos comidas diarias durante dos días. O si… Dejó de calcular y volvió a trabajar. Cuando llegó Witt ya había dado a las dos compañías del segundo batallón que defendían la Medusa una comida caliente a cada una y había servido otra comida caliente a la compañía del otro regimiento que las había relevado. Luego se le había ocurrido otra idea mejor cuando llegó una compañía desconocida en dirección a la Gamba Cocida Gigante.
Al salir de la carretera de la jungla para volver a la cota 214, la visión de aquellos hombres de la cocina de otra compañía sentados junto a la senda con cocinas encendidas y sartenes humeantes, había hecho que se les saltaran los ojos de las órbitas. Varios de ellos habían roto filas sólo para echar mano a las rajas de carne picada antes de volver corriendo a la formación. Storm había traído montones de pan. Lo empezó a distribuir. También puso un centinela en la boca de la carretera de la jungla que llevaba a la cota 214. Cuando este hombre hacía una señal, los cocineros de servicio empezaban a freír toda la carne picada que podían. Los cocineros que no estaban de servicio abrían el pan y lo servían, pasando por entre la columna con las manos llenas de carne frita y caliente en bocadillos mientras Storm rugía, gritaba y batía palmas que sonaban como pistoletazos, como si fuera un entrenador de fútbol animándoles. No podían dar de comer a todos los que pasaban —no había tiempo—, pero de vez en cuando, aunque raras veces, un jefe de compañía comprensivo concedía un descanso de diez minutos en la Medusa en dirección a la Gamba como para tener bien ocupado a Storm. Luego tendría que preparar la comida de la noche para la compañía que estaba fija allí. Los cocineros le miraban como si se hubiera vuelto loco, pero a Storm no le importaba. ¡A la mierda con todo esto! ¡A la mierda con todo! ¡Dar de comer a los hombres!
Sin embargo, de vez en cuando pensaba en «C de Charlie», pasando revista con los ojos a todas aquellas caras que conocía tan bien.
Luego se daba cuenta de que todo aquello que estaba haciendo no significaba nada, no servía de nada, no merecía la pena. Y entonces le volvía a la cara aquella expresión, fuera de rabia, de frustración, de culpabilidad o de dolor, o todas aquellas cosas juntas. La guerra moderna. Uno no podía ni siquiera pretender que fuera humana. Luego volvía a meterse en su actividad.
Estaba dedicado a esta rutina cómica, a estas estrofa y antiestrofa emocionales, cuando Witt apareció en la carretera, una figura solitaria que iba avanzando bajo su mochila de combate y el rifle al hombro y las cartucheras, delgado y de aspecto frágil, con la cabeza como un cacahuete hundida bajo el casco, Witt, el de Kectucky, Witt, el que odiaba a los negros porque ahora querían votar todos. Aunque uno le hubiera dicho que no quería votar. Witt no le hubiera creído. Seguro que no decía más que mentiras. Desde abajo del casco, en la sombra, miraba con ojos duros e implacables como los de un animal de presa.
Se dieron las manos muchas veces. Los de la cocina no habían visto a Witt desde la noche en que intentó bajar corriendo por la montaña. Storm le dio toda la carne frita, el puré de patatas deshidratadas y el pastel de manzanas deshidratadas que le cabían en el pequeño estómago. Le abrió un litro de whisky.
—¿Qué diablos haces aquí arriba? Sin más ni más, tú solo.
—Vuelvo a la compañía —dijo Witt limpiándose la boca con el dorso de la mano.
—¿Cómo?
Witt sonrió.
—Que vuelvo. Ayer ascendieron a Tall el Bajito.
—Debes estar loco —dijo Storm.
Los ojos de Witt, bajo la sombra del casco, se volvieron lentamente en las órbitas a mirarle.
—No lo estoy.
—Para empezar, nadie sabe dónde están. Están en el quinto pino o algo por el estilo, sabe Dios. Ya ni siquiera están en la Gamba Cocida Gigante.
Witt asintió:
—Ya les encontraré. Alguien tiene que saberlo.
—Lo último que me han dicho es que las compañías del primero y del tercer batallón están autorizadas para actuar como unidades independientes. Ya sabes lo que significa eso.
—Claro, seguro que han perdido el contacto.
—Debes haber perdido la cabeza.
—¿Por qué? —preguntó Witt—. ¿Es la compañía, no? Tienen que haber dejado huellas. Y a Tall le han ascendido, ¿no? —preguntó mirando a Storm con los ojos negros de hombre de Kentucky.
Storm le devolvió la mirada.
—Echa otro trago.
—Gracias, sí —dijo Witt cortésmente. Luego sonrió con aquella tímida sonrisa suya—. Me alegro de verte, Storm. ¿Pero qué haces aquí dando de comer a todos estos desconocidos?
—He intentado alcanzar a la compañía, pero era imposible. Y estos tíos estaban aquí —dijo Storm encogiéndose de hombros sin saber qué decir—. Me he imaginado que más valdría que le diera de comer a alguien.
—Bueno, supongo que es una buena acción —dijo Witt—. Por lo menos a mí me ha venido bien.
—Bah —dijo Storm, volviendo a encogerse de hombros y mirando otra vez a la colina—. Me iría contigo por menos de nada.
Witt se levantó.
—Vamos —dijo.
—Pero no sé qué iban a hacer estos idiotas si no me tuvieran a mi para cuidarme de ellos —dijo Storm.
—Nos divertiríamos.
—La verdad —dijo Storm— es que no me gusta que me disparen.
—Hay gustos para todo —dijo Witt, y luego sonrió—. Creo que a mí me gusta. Pero la verdad es que no haría esto si no fuera por la compañía, creo yo.
Lo dejaron así. Witt se daba perfecta cuenta del efecto que creaba su odisea, y era evidente que estaba orgulloso de sí mismo. Se quedó un rato charlando y tomando un poco más de whisky, por lo que se marchó en solitario hacia la Gamba, tambaleándose espléndidamente, hasta poco después de las cuatro, que era aproximadamente la hora en que «C de Charlie», sin ayuda de nadie, conquistó la segunda colina sin defensores.
Storm se quedó mirándole hasta que le perdió de vista, bajando hacia la jungla en dirección a la Gamba tras unos cuantos porteadores indígenas, por la parte delantera de la colina de la Medusa. Witt no se dio cuenta porque era demasiado orgulloso para permitirse mirar hacia atrás, pero no podía evitar preguntarse si no estarían mirando alguno de ellos. Debido a que tuvo que pararse a pedir indicaciones con tanta gente que no sabía decirle nada o sólo unos rumores enormemente vagos, tuvo que cubrir casi metro por metro de la Gamba Cocida Gigante y eran las cinco y cuarto de la tarde del día siguiente cuando por fin llegó a la Cabeza de Gamba y logró que le dijeran cuál era la senda que había seguido «C de Charlie». Fue casi precisamente en el mismo momento en que «C de Charlie» iniciaba su ataque contra la cota 279, la cuarta para ellos, defendida por un grupo de japoneses cuyo número se elevaría al de un pelotón.
Fue un combate duro y, aunque parezca extraño, aburrido. Para casi todos ellos. Sin embargo, no fue aburrido para uno de los hombres, y era el cabo Geoffrey Fife, recientemente ingresado en la segunda escuadra del tercer pelotón, porque durante él, Fife mató a su primer japonés.
La mayor parte de ellos casi ni podían recordar cuántas colinas habían capturado y dejado atrás. Corrían todos juntos en una carrera larga y jadeante de hojas verdes y lianas retorcidas intercaladas por la brillante luz del sol sobre los montículos pelados y las masas con olor a polvo de la hierba kunal. En algún lugar intermedio entre todo esto pasaron una noche. Band, aunque no lo dijo a nadie, seguía proponiéndose estar presente en la captura de Bula Bula (como había llegado a decir incluso él) y les había obligado a ir tan aprisa que cuando ocuparon la tercera cima sin defensores estaban a más de setecientos metros delante de «Baker», en vez de los doscientos recomendados, y todos, incluso él mismo, se hallaban inmersos en un estupor de agotamiento que ya no podía deberse al whisky que habían bebido en la Gamba, pues hacía mucho tiempo que lo habían sudado. Se habían quedado dos veces sin agua y habían tenido que buscarla en el mapa, fuera de la senda, entre las pozas. Fue en la segunda de éstas en la que mataron al Grandote Cash con una ametralladora ligera. Así que, aunque no se acordaban de las colinas, todos recordaban aquella poza en particular.
Estaba situada al lado de la senda principal, en un sendero lateral que los japoneses habían disimulado astutamente dejando esa pantalla de vegetación a la entrada, entre ella y la senda mayor. Tuvieron que buscarla hasta que empezaron a dudar de la veracidad del mapa o de su propia capacidad para entenderlo. Estaba defendida por cinco japoneses muertos de hambre con fusiles y aquella ametralladora ligera. Fue entre la segunda y la tercera de las colinas sin defensores, por la mañana. Por fin alguien entró tropezando a ciegas en la senda lateral. Llevaba hacia abajo, hasta una depresión profunda donde varios manantiales formaban una charca embarrada y apestosa. La jungla escondía perfectamente el sol. En la superficie flotaban hierbajos verdes. A pesar de todo, tenía un aspecto estupendo. La escuadra del cabo primero Thorne, del segundo pelotón, era en aquel momento la escuadra en punta. Cash (que había ascendido a cabo después del Elefante Bailarín y había solicitado el segundo pelotón) había sido asignado a la escuadra de Thorne como segundo jefe. Cuando la escuadra de Thorne sustituyó a la de Dale, se colocó delante de todos como punta de lanza y se quedó allí todo el tiempo.
Los cinco japoneses habían proyectado la defensa astutamente, dadas las malas circunstancias, y se habían escondido con su campamento detrás de algunos árboles caídos directamente delante de la senda lateral, a fin de poder batir toda la zona. Evidentemente se trataba de un grupo suicida dejado en retaguardia para morir junto con todos los americanos que pudieran llevarse por delante, pero sólo se llevaron a Cash. Iría quizá diez metros delante del hombre que le seguía cuando llegaron a la poza. Se tiró de cara sobre el barro cuando le dieron en las caderas, las ingles y el bajo vientre con la primera ráfaga de disparos. Todos los demás se escaquearon. Las escuadras de Bell y Dale avanzaron a derecha e izquierda, mientras los dos del fusil ametrallador de Doll mantenían fijos en sus puestos a los japoneses y les tiraban granadas. Dos supervivientes que se pusieron en pie recibieron disparos y cayeron en la charca. Las dos escuadras se reunieron en el centro y se aseguraron de que no había nadie. Luego fueron a buscar a Cash. Seguía consciente y se las había arreglado para darse la vuelta y quitarse parte del barro de la cara.
Los dos muertos, echando sangre color de rosa que se disolvía en las aguas de la charca, no fueron suficientes para impedirles llenar las cantimploras. La sangre recorría desde los cadáveres sólo una pequeña distancia y luego se diluía hasta hacerse invisible.
—Todo el mundo tiene que beber un poco de sangre enemiga alguna vez en la vida —gruñó animado Charlie Dale logrando que vomitaran dos soldados que, de todas formas, llenaron sus cantimploras—. ¡No se puede ver, pero está ahí! —canturreó Dale. Varios hombres dijeron que cerrase el pico y siguieron cogiendo agua, con los hombres de pie sacudiendo vigorosamente sus cantimploras para disolver las pastillas purificadoras, mientras los dos sanitarios hacían todo lo que podían por Cash.
Después de llenar las cantimploras, un grupito exploró el pequeño campamento japonés en busca del botín y descubrieron las primeras pruebas de canibalismo que había visto ninguno de ellos. Todos habían oído rumores, pero esta vez no era ningún rumor. Un japonés muerto, que aparentemente había muerto de heridas de artillería en el pecho, estaba colgado de una rama por los pies y le habían cortado a tiras la carne de las nalgas, la parte baja de la espalda y los muslos, todas ellas de unos cinco centímetros de ancho. Aparentemente se lo habían llevado de la Gamba antes de que muriese y le habían utilizado allí. Los restos carbonizados del pequeño fuego de campamento en que le habían guisado estaban a pocos metros de él. Los otros cinco cadáveres estaban esqueléticos, enormemente sucios, casi descalzos y con aspecto de haber sufrido. Era evidente que les habían dado pocos alimentos o ninguno, con que resistir, y aunque fuera extraño, ninguno se sintió muy horrorizado ni escandalizado por el canibalismo. En aquel mundo loco de la jungla de barro, de humedad perpetua, de oscuridad, de aire verde y malos olores y animales extraños y rastreros, parecía algo mucho más normal que anormal. Carrie Arbre tocó una de las heridas más recientes con la bayoneta y lanzó una risita nerviosa.
—Parece que todavía está fresco.
—A lo mejor no sabía mal —sonrió Doll.
—¿Le apetece a alguien? —dijo otro.
Cuando se enteró, Brass Band se acercó a verlo con el nuevo segundo jefe, un primer teniente italiano de nariz larga, mal aspecto y chinchorrero llamado Creo. Charlie Dale encontró dos muelas de oro en la boca de un cadáver. Estaba empezando a averiguar que no había tantos japoneses con dientes de oro como le habían hecho creer.
Los dos sanitarios habían apoyado a Cash contra el tronco de un árbol, donde echó atrás la cabeza manteniendo las dos manos entre las piernas. El cabo primero Thorne y Bell habían sido designados no sabían cómo para quedarse con él. Pero John Bell nunca logró descubrir por qué le habían asignado esta tarea. El Grandote se estaba desangrando por dentro, y todos lo sabían. Tardó aproximadamente un cuarto de hora.
—Le escribiréis a mi vieja, ¿verdad, chicos? —gruñó con voz dura, levantando la cabeza para mirarle—. No os olvidéis. Quiero que sepa que he muerto como un hombre.
—Claro, claro —dijo Thorne—. Pero no hace falta que le escriba nadie a tu vieja. Ya te curarás de esto. No olvides que llevamos camilleros. Y la enfermería del batallón está cada vez más cerca. Te llevarán a los médicos dentro de nada.
El Grandote descansó la cabeza en el tronco.
—Bobadas —le dijo—. No me digas tonterías. —Y luego—: Tengo frío.
Los cuatro hombres se quedaron mirándole con el sudor cayéndoles por sus rostros.
—Vamos, vamos —dijo Bell—, ten calma.
—No os olvidéis de escribirle a mi vieja que he muerto como un hombre, muchachos —dijo el Grandote. Luego suspiró. Fue la primera señal de que le iba a dejar sin aliento la hemorragia mayor—. Pero cualquiera hubiera creído que no había ninguno allí, ¿verdad? Después de que no había ninguno en todas aquellas colinas. ¿Qué fue lo que dijo el viejo Keck? «Vaya un jodido truco de recluta». —Y levantó un brazo para frotarse la cara—. Vaya un jodido barro que tengo en la cara —dijo—. Vaya un jodido barro que tengo.
Bell sacrificó el único pañuelo que le quedaba y lo mojó en la charca para limpiarle la cara. Parecía que, por algún motivo, eso hacía que se sintiera mejor.
—No os olvidéis de escribirle a mi vieja que he muerto como un hombre.
—Ten calma —dijo Bell—. No digas esas cosas. Ya saldrás de ésta. El Grandote volvió a levantar la cabeza.
—Mierda —dijo—. Me estoy muriendo de la sangría por dentro. —Y miró a uno de los sanitarios—. ¿Verdad?
El sanitario asintió con la cabeza, sin palabras.
—¿Lo veis? A lo mejor vale más así. Me han metido todos los tiros ahí debajo. ¿Y si ya no pudiera joder? Pero no os olvidéis de escribirle a mi vieja que he muerto como un hombre.
—Claro, claro —le dijo Thorne—. Ya le escribiré yo. Pero ten calma.
Cuando se quedó de verdad sin aliento se dieron cuenta de que no iba a durar mucho.
—¡Dios, qué frío tengo! —jadeó—. ¡Me hielo! —Y lo último que dijo desde algún punto de aquella falta de aliento fue—: No… os olvidéis… escribir… a mi… vieja… muerto… como… un hombre… —Y siguió jadeando durante casi un minuto entero antes de parar definitivamente.
Los cuatro se pusieron en pie.
—¿Vas a escribirle a su mujer? —preguntó Bell.
—¡Coño, no! —dijo Thorne—. No conozco a la mujer. Eso lo tiene que hacer el jefe de la compañía y no yo. ¿Estás loco? Yo no sirvo para escribir cartas.
—Pero le dijiste que lo harías —dijo Bell, volviéndose a mirar a lo que había sido el Grandote y que ya no era nada.
—Cuando están así les digo cualquier cosa.
—Tendría que hacerlo alguien.
—Pues escríbele tú.
Charlie Dale se acercó.
—¿Ya ha terminado?
Thorne asintió.
—Sí.
Se asignó un grupo para que lo enterraran al borde de la senda principal y clavaron su fusil en el suelo con el casco encima y una de las placas de identificación atada al gatillo. Nadie tenía una manta en que envolverle, pero era mejor que dejarle para que se lo comieran las ratas, o lo que fuese, que vivían entre la vegetación. Una vez que le taparon primero la cara y las manos desnudas, no resultó tan difícil llenar el resto del agujero para taparlo del todo.
Pusieron una flecha como señal para que la compañía «B» viera dónde estaba el agua.
Luego fueron en busca de la tercera colina (si es que era la tercera colina), que también encontraron vacía. Era a primera hora de la tarde.
Pero no la cuarta. Si es que era la cuarta.
Fue Band quien decidió seguir adelante y no esperar a que «Baker» les alcanzara. Seguía pensando en Bula Bula para el día siguiente, y la siguiente colina no estaba a más de cuatrocientos metros, según el mapa. Luego resultó que en realidad eran más bien seiscientos cuando llegaron a ella, y esta vez tuvieron que abrirse paso a machetazos. Hasta entonces habían podido seguir senderos antiguos. También contaba esto, además del cansancio natural de haber tenido que avanzar tan rápidamente, y llegaron a la cota 279 con ocho hombres de menos, a todos los cuales habían tenido que ir dejando atrás desmayados, con órdenes de incorporarse cuando pudieran o de esperar a que les recogieran la patrulla que había dejado Band en la tercera, si es que era la tercera, colina a la espera de la compañía «Baker».
Fue justo antes de salir de esta última, tercera, cuarta o quinta colina, cuando el sargento Beck se volvió a acercar a Band con la solicitud de que se le permitiera al segundo pelotón cederle la vanguardia al otro. Nuevamente se negó Band, pero le prometió que al día siguiente —por lo menos por la mañana, se corrigió Band rápidamente— el pelotón de Beck podría pasar a la reserva. Así que era una vez más el segundo pelotón el que iba en vanguardia cuando empezó a recibir fuego la compañía. La escuadra de John Bell iba en punta esta vez.
Eran la situación y el combate más aburridos —en realidad los únicos aburridos— que recordaban todos ellos. Era increíble que pudiera resultar aburrido un combate, pero era verdad.
Habían escuchado con atención mientras se abrían paso a machetazos, confiando en no tener que combatir, en poder seguir adelante en paz, y no habían visto ni oído nada. Luego gritó un hombre de la escuadra de John Bell y cayó al suelo cuando abrieron fuego contra ellos ametralladoras y fusiles. Había unos cincuenta metros entre ellos y la cima de la cota 279 y el campo abierto. Los demás de la escuadra en punta se escaquearon. La segunda escuadra entró en línea a la izquierda de la primera. Cesó la ráfaga durante unos segundos. Luego dispararon otra. El herido seguía llorando y gritando. La tercera escuadra se desplegó a la derecha de la primera. Los hombres yacían con las caras tendidas, mirándose unos a otros y a la cima de la colina. Habían hecho todo esto sin órdenes, sin que se les dijera una sola palabra. Todo el mundo sabía lo que tenía que hacer. El sargento Beck (y a sus talones el nuevo teniente, Tomms), llegó a rastras con la cuarta escuadra, la de Thorne, que se había quedado sin segundo jefe. Buck, con un gesto de la mano, les dejó allí en posición de reserva. Se acercó un sanitario desde detrás de Beck hasta llegar al herido, que seguía retorciéndose y gritando lamentablemente en el suelo. Detrás de ellos, por orden de Band, el tercer pelotón, al que no se podía oír debido al estruendo, se iba acercando a través de la densa vegetación en una tangente que les pondría en línea a la izquierda del segundo pelotón. El primer pelotón, bajo el mando de Cuín el Huesos y el nuevo teniente, el Pelma, se acercaba para desplegarse como reserva de la compañía. Del pelotón de armas pesadas se acercaban dos secciones de ametralladoras para reforzar cada uno de los pelotones adelantados. Y las dos secciones de morteros estaban tiradas boca abajo en el suelo. En todo aquello se habría invertido un tiempo muy escaso desde el primer tiro. Todo el mundo tenía miedo —naturalmente—, pero también un gran cansancio. Tenía que ocurrirles a ellos y al final del día. Además, el entumecimiento del combate había ido avanzando desde la mañana del día anterior. Apenas si resultaba ni siquiera excitante y la batalla de media hora que siguió fue apenas más excitante.
El resultado fue que no hacían más que derivar hacia la izquierda en busca de un agujero. Y así se desarrolló toda la batalla. Se vio pronto que no iba a ver ningún contraataque. Band estimó, exageradamente, la fuerza del enemigo como algo menos de una compañía. Envió el primer pelotón por la izquierda del tercero, pero tampoco pudieron encontrar un agujero. Los tres pelotones estaban escondidos detrás de los árboles y raíces enormes y devolvían los tiros sin efectos apreciables. Era un trabajo fatigoso, sin gracia y enervante, que todo el mundo quería terminar cuanto antes, pero los japoneses defendían su colina experta y duramente. Ya había dos heridos más, que con sus gritos y gemidos añadían su parte, pequeña pero importante, al ruido general. Por fin, Band decidió un ataque frontal. Una carga. Era lo único que se le ocurría, ya que no podía ordenar a los morteros que disparasen por la obstrucción de las ramas superiores.
Delante del tercer pelotón había una depresión suavemente inclinada que subía hacia la cima, lo que parecía darles una especie de canal psicológico de entrada. Así que se le concedió al tercer pelotón el dudoso honor de realizar la carga. Naturalmente, no se limitarían a cargar. Se abrirían paso todo lo que pudieran, luego les llenarían de granadas y seguirían corriendo. Las ametralladoras y los otros dos pelotones les darían fuego de cobertura y estarían preparados para reunirse con ellos tan pronto como hubieran entrado. El teniente Al Gore, un jovencito delgado, de mejillas hundidas y cara angustiada, con el sargento Fox, más gordo, de mejillas hundidas y cara de angustia, avanzaron a rastras a echar un vistazo. Saltarían en dos oleadas de dos escuadras cada una.
El cabo Fife, al prepararse en la escuadra de Jenks, que iría en la primera oleada, apenas podría creer que esto le estuviera ocurriendo a él. En cierto sentido siempre había pensado que podría escapar de esta experiencia, que habría algo que intervendría siempre para impedir que tuviera que enfrentarse de cerca a los japoneses con bayonetas o cuchillos. No estaba seguro tampoco de ser capaz de matar a alguien que le estuviera mirando directamente. Cuando empezaron a arrastrarse bajo el fuego que intentaba apartar de ellos los otros dos pelotones, le castañeteaban los dientes y temblaba como una hoja de la cabeza a los pies, de terror y de falta de confianza.
Al principio, cuando habían empezado a dispararles, hiriendo y rompiendo el brazo de aquel hombre de la escuadra de Bell, la escuadra de Fife había estado directamente detrás del segundo pelotón. Mientras los demás iniciaban un rápido movimiento hacia la izquierda, Fife se había quedado helado, medio en cuclillas y sin poder moverse hasta que el irritado Jenks tuvo que gritar:
—¡Vamos, maldita sea! ¡Muévete!
Después de eso pudo moverse, pero la cabeza sencillamente no le funcionaba y no podía pensar en nada. Sabía que le podían matar a uno en aquel estado de ánimo, pero eso no le servía de consuelo. Y de todas formas, a uno le podían matar de muchas maneras, prácticamente de cualquier manera. Este razonamiento sobre las distintas maneras en que le podían matar a uno no se le había quitado de la cabeza desde que le hirieron por primera vez, y ahora se encontró enervado por el extraordinario número de posibilidades. Los gritos y los gemidos del herido le enervaban todavía más. ¿Por qué no podía mantener la boca cerrada? Fife se había callado. Para él éste no era simplemente otro día de trabajo normal, como parecía ser para Jenks. Además, a Jenks no le habían herido nunca. Cuando le herían a uno se daba cuenta de que…
Había intentado portarse mejor, ayudar a Jenks a formar la escuadra haciendo como que no estaba nervioso, como que no estaba pensando en la incalculable cifra de maneras de morir. Pero lo más que se podría decir de su actividad es que era mecánica. Y lo peor de todo era aquella idea de que quizá no fuera capaz de matar a un japonés que se le pusiera delante y que, por lo tanto, le mataría a él.
Y era en esto mismo en lo que estaba pensando mientras avanzaba reptando. De repente, sin ningún motivo concreto, se encontró recordando a aquel joven bobo, inocente, crédulo del cabo Fife, aquel completo desconocido que una vez se había puesto en pie al amanecer en la cota 209 y había abierto los brazos dispuesto a que le mataran por la humanidad y por el amor a la humanidad. Bueno, a la mierda con la humanidad. Aquel grupo de «honorables» animales. A la mierda con todos ellos. Era lo que se merecían.
Estaban en pie incluso antes de que estallaran las primeras granadas. Corrieron hacia arriba, chillando y gritando. Fife corría detrás de ellos, jadeante y sudoroso. No le tocó nada. A su derecha, el normalmente imperturbable Jenks soltó un grito largo, agudo, penetrante e irregular como los soldados del Sur en la Guerra de Secesión. Cayeron tres hombres chillando en la carrera. A Fife no le hirió nada. Luego entraron. Las otras dos escuadras iban inmediatamente detrás de ellos. A Fife no le costó trabajo disparar. Cuando vio por primera vez aquellos hombres amarillos, delgados, andrajosos como espantapájaros, apenas si pudo creerlo y se sintió asombrado. Cuando vio a un japonés en un agujero que se daba la vuelta y le contemplaba con los ojos muy abiertos. Le pegó un tiro en el pecho y le vio caer, repitiéndose por dentro una y otra vez la frase: «¡También yo puedo matar! ¡Puedo! ¡Igual que todos los demás! ¡También yo puedo matar!». Luego buscó más blancos y vio correr a un japonés que intentaba llegar a la jungla. Con la cabeza bajada y moviendo los brazos corría con una desesperación absoluta, como un hombre subido en una cinta sin fin demasiado rápida que le llevara hacia atrás. Fife le siguió un momento y le metió un tiro en el costado izquierdo, justo debajo del sobaco, gritando de júbilo cuando el hombre cayó gritando a unos pocos metros de la jungla y la seguridad. Luego terminó todo. El segundo y primer pelotones iban entrando por ambos lados.
Una cierta cantidad de japoneses —quizá la mitad— había escapado corriendo y metiéndose de cabeza en la jungla que llevaba a su propia retaguardia. Si es que podía hablarse de retaguardias en aquella campaña de locos. Al resto, incluso los dos o tres que intentaron rendirse, les acribillaron a tiros los hombres nerviosos y tensos que no querían jaleos. Todo aquello había durado algo menos de media hora. Estaban todos agotados de la larga caminata a machetazos por la jungla, las difíciles maniobras por la densa vegetación, el combate en sí. Ahora lo único que les quedaba por hacer, tan pronto como recuperasen el aliento, era deshacerse de los cadáveres, formar un perímetro de defensa y cavar trincheras para la noche. «C de Charlie» había tenido dos bajas y seis heridos. Los japoneses habían perdido a veintitrés hombres. No había heridos japoneses, por lo tanto. Pero quizás hubieran escapado algunos.
De pie con el resto de su pelotón que jadeaba, sudaba y volvía lentamente en sí, o eso creían ellos, el cabo Geoffrey Fife, antiguo escribiente de la compañía, estaba asombrado al darse cuenta de que había matado a dos japoneses personalmente. No tomó parte, al revés que los otros, en los registros, la búsqueda y la caza de recuerdos, porque los cadáveres le hacían sentirse escrupuloso y vagamente culpable. Pero les contempló. ¿Era así como lo habían hecho en la Cabeza del Elefante? Y cuando Charlie Dale sacó sus alicates y sus bolsas de plástico y empezó a arrancar dientes de oro, Fife tuvo que mirar a otra parte. Parecía que había varios más que contemplaban aquellas extracciones de Dale con repugnancia, pero nadie dijo nada y nadie pareció sentirse tan asqueado como Fife. Lo cual le ponía aún más nervioso. Dan Doll, por ejemplo, contemplaba a Dale con una ancha sonrisa. ¿Qué le pasaba? Había matado a dos, ¿no?, y uno de ellos le había estado mirando directamente.
Dominándose, se esforzó a darse la vuelta y mirar. Incluso sonrió un poco. Doll sonreía, así que Fife sonrió también. Despreocupadamente —con mucha más despreocupación de la que sentía en realidad—, se esforzó en acercarse a uno de los cadáveres y mirarlo. Pensó en clavarle la bayoneta, para demostrar que no le importaba un pimiento, pero temía que resultara demasiado afectado. Así que en vez de eso se puso en cuclillas cogiendo la barbilla grasienta y de barba rala en la mano y volviendo la cabeza para poder mirarle directamente a la cara. Los ojos estaban abiertos y había salido un hilillo de sangre por la boca entreabierta, donde había trabajado Dale. Fife le dio un empujón, se levantó y se alejó. ¡Así verían! Tenía grandes deseos de secarse las manos vigorosamente en la pernera, pero los resistió. En lugar de eso empezó a sacar del cinturón la herramienta para atrincherarse, porque lo que era seguro era que dentro de poco tendrían que empezar a cavar.
Fife tenía toda la razón. Aquélla era la tarea principal que les esperaba antes de poder esperar a la noche. Cavar. Aquel cavar inacabable y universal. Como la noche anterior. Como casi todas las noches del mundo. Y a veces dos o tres veces por día. Un sitio en que apoyar la cabeza. Noventa por noventa por dos diez, trinchera individual. Sólo los muy afortunados heredaban los agujeros de la otra unidad. Nadie cavaba los agujeros grandes y redondos porque aquí no había tanques. Aquí la trinchera individual era el hogar. Quizá no hubiera ateos en las trincheras, pensó John Bell con una sonrisa sombría, como había dicho aquel idiota del capellán católico en las Filipinas, porque allí nadie cavaba trincheras de aquéllas. Pero conocía a muchos en las trincheras individuales y cada día eran más que el anterior.
Enviaron a un grupo a reconocer los cincuenta metros que quedaban de sendero. Enviaron a una patrulla a recoger a los rezagados y a informar a «Baker» de dónde estaban. Los heridos se fueron con la patrulla. De los seis heridos sólo tres necesitaban camilla. Esto significaba que uno de los cuatro equipos de camilleros se podía quedar en la compañía. Había que solicitar refuerzos de equipos de camilleros por la mañana y quizá pudieran ser los de «Baker». Una vez hecho todo, Band decidió no llamar al batallón. No había llamado la noche anterior. Después de todo le habían dicho que era una unidad independiente. ¡Unidad independiente! Y llevaba el programa en orden, e incluso iba adelantándose un poco a él.
Una media hora después de oscurecer —cuando las dos patrullas y todos los rezagados llegaron al perímetro de defensa— los hombres despiertos de la sección de agujeros que caía encima del sendero oyeron que les saludaba desde el sendero una voz con fuerte acento de Kentucky.
—¡Compañía «Charlie»! ¡Compañía «Charlie»! ¡No disparéis! ¡Aquí Witt! ¡Soy Witt! ¡El soldado de primera interino Witt —añadió la voz en una explosión de humorismo—, de la compañía de cañones!
Verdaderamente era Witt. Había recorrido los últimos seiscientos metros a solas en la oscuridad desde la posición de la compañía «B de Baker» en la colina anterior. Primero había encontrado a la «A de Able», había seguido, se había parado a leer la chapa de identidad del gatillo del rifle del Grandote, había alcanzado a «B de Baker», que le dio el santo y seña, y había decidido seguir adelante a pesar de sus consejos, y aquí estaba. Todavía no se había dormido casi nadie y hubo una gran cantidad de palmadas en la espalda, de risas y de apretones de manos. Lo primero que quiso saber fue qué tal era el nuevo jefe del batallón. Todo el mundo estaba encantado de verle, de saber que les había buscado de esta manera sólo por estar con ellos. Todos, incluso Brass Band, que con su sonrisa insípida acababa de decidir situar fuera del perímetro el bloqueo de la carretera que había considerado necesario para la posición de la compañía.
Witt, como era de esperar, se presentó voluntario inmediatamente.
Todo el mundo se había preguntado por qué habían decidido los japoneses defender la cota 279 y no las otras. La respuesta, que también se veía en el mapa si lo hubiera pensado alguien, estaba justo al otro lado de la colina. Siguiendo un río normalmente seco pasaba hacia los cocoteros y la playa uno de los mayores senderos de toda la isla, en dirección norte-sur a través de la jungla, justo debajo de la estribación de la cota 279. El sendero Beaufort, mucho más adelante, y éste de aquí llamado Dini Danu por los americanos, eran los únicos medios de cruzar la isla. Se sabía que los japoneses utilizaban ambos para enviar los escasos refuerzos que desembarcaban de destructores rápidos al otro lado de la isla, y fue debido a esto por lo que decidió Band bloquearlo. Quería privar a los japoneses de todos los refuerzos que pudiera para la batalla de Bula Bula al día siguiente. No había recibido órdenes del batallón ni del regimiento acerca del sendero Ding Dong en un sentido u otro, pero estaba convencido de que el bloqueo podía resultar muy útil.
Witt fue el primero en presentarse voluntario, aunque tenía, según dijo, muchas reservas acerca de la idea. John Bell fue el segundo, aunque ni él mismo hubiera podido decir por qué. El tercero fue Charlie Dale, que seguía concibiendo planes para conseguir un pelotón, y que se había sentido envidioso del dramático regreso de Witt. A Dale, sin embargo, le prohibió ir Band, que dijo que bastaba con dos suboficiales. Probablemente le salvó la vida, porque Witt y Bell fueron los únicos que sobrevivieron a esta misión.
El resto de los voluntarios eran soldados de primera y de segunda. Un par de hombres de la escuadra de Bell se presentaron porque iba su jefe. Un hombre llamado Gooch, profesional de varios años y compañero de boxeo de Witt, se presentó porque era un buen amigo suyo y quería charlar con él. Band quería dos fusiles ametralladores, así que se presentó el de la escuadra de Bell. Luego se presentó el del fusil ametrallador de Charlie Dale para ir con Witt. Había un total de doce soldados de primera y de segunda. Todos murieron.
En principio, Band había pensado en enviar a todo su segundo pelotón de «veteranos», pero lo había vuelto a pensar y pidió voluntarios al acordarse de las protestas de Beck. En cierto sentido fue una suerte, porque a tenor de lo ocurrido se vio con claridad que todo un pelotón no hubiera sido más útil que los catorce hombres que luego decidió Band enviar, aunque seguramente hubieran sobrevivido más. Band no sabía que la mayor parte de su compañía le llamaba a sus espaldas por su nuevo apodo: el Cazador de Gloria, ni que la mayoría de sus sargentos sabía ya por Beck que había presentado voluntariamente a la compañía para ir en vanguardia. Si lo supiera, probablemente tampoco habría influido en su decisión. Tampoco Witt sabía nada de todo esto. Si lo hubiera sabido, desde luego, hubiera protestado con más fuerza aún acerca del bloqueo. Aun así, fue lo bastante fuerte para asombrar a Band.
—Quiero ir —le dijo Witt tan pronto como se presentó voluntario—. Pero quiero dejar bien claro que opino que todo esto es una idea bastante floja. Si atacan por allí con algo de fuerza, mi teniente, van a deshacer a pedacitos ese bloqueo aunque hubiera todo un pelotón. No podremos contenerles.
Band le contempló asombrado desde detrás de las gafas, hacía sólo un momento que acababa de volver a nombrarlo cabo primero interino.
—Si no quieres, no tienes que ir, primero Witt —dijo ásperamente—. Ya habrá más voluntarios.
—No, quiero ir —dijo Witt—. Si pasa algo malo, quiero estar allí por si puedo ayudar. Además, a lo mejor no pasa nada malo.
Pero resulta que no pudo hacer nada por ayudar. Ni él ni nadie. Les cogieron de frente. Lo único que le salvó fue que estaba sentado en el extremo izquierdo con Gooch. Gooch, que luego murió en sus brazos en silencio, para no traicionar su presencia. Hacía un momento que habían estado hablando de la última temporada de boxeo del regimiento. Gooch no había quedado campeón de los gallos del regimiento por muy poco, y estaba explicando nuevamente a Witt las razones de su fracaso. Fue entonces cuando les cogieron.
Allí estaban ellos: doce soldados de primera y de segunda y dos cabos primeros, uno de ellos interino. Todos eran hombres normales en una situación normal, que habían aceptado un encargo normal, como soldados normales, para hacer un trabajo normal, y la muerte les llegó de una manera normal, si no fuera porque nadie muere normalmente. Por lo menos al que muere no se lo parece. Pero fue la normalidad de todo lo que resultó más grotesco, especialmente para los dos supervivientes. La muerte les llegó en forma de una ametralladora de calibre 31 atada a la espalda de un soldado japonés perfectamente normal.
En realidad, su situación táctica no era mala. Habían bajado por la colina a la débil luz de la luna, explorando la senda cuidadosamente durante varios cientos de metros (con gran peligro para todos) y —tras conferenciar Witt y Bell— habían escogido el mejor de los lugares disponibles. Era un sitio en el que el fondo arenoso del río seco se estrechaba formando un barranquillo tan estrecho que sólo podía pasar un hombre o dos cada vez. Treinta metros más adelante, en el lado que miraba hacia el mar y hacia abajo, se desplegaron detrás de un par de arbustos caídos, con los dos fusiles ametralladores en vanguardia. Encargaron a uno de los hombres que vigilara el lado del mar, pero todos sabían por algún motivo que si llegaba algo llegaría por el lado de tierra. Witt estaba en el extremo izquierdo y John Bell en el derecho, aunque no tan cerca del bancal, casi a tres metros.
Lo que vieron, a la débil luz de la luna, fue un hombre que avanzaba con una pesada carga a la espalda. Él debió de verles en el mismo instante, porque cayó sobre las manos y las rodillas al salir de la estrecha abertura. Los fusiles ametralladores mataron por lo menos a uno de los que iban detrás de él, y quizás a más. Pero no sirvió de nada porque había muchos hombres, muchísimos, detrás del primero, para apretar el gatillo de la ametralladora que llevaba a la espalda y que rociaba de balas la parte más ancha que había ante él. Era como si les disparasen dentro de una piscina vacía. Para los japoneses era como pescar dentro de un barril. Las balas rebotaban por todas partes, cogiendo en el rebote a hombres a los que había fallado la primera vez. Las ametralladoras ligeras japonesas, al menos en este período de la guerra, se destacaban porque no tenían en los trípodes el mecanismo para pivotar la dirección de su fuego. Pero la compañía de veteranos japoneses situada delante de la carretera bloqueada por «C de Charlie» resolvió admirablemente este problema mediante el sencillo expediente de hacer que el que la llevaba torciera los hombros a uno y otro lado.
Lo que salvó a John Bell fue que vio lo que ocurría y se puso en pie tres segundos antes que los hombres en torno a él, gritando:
—¡Corred! ¡Corred! —mientras se lanzaba hacia el bancal. Eso y la suerte. Llegó y se metió entre la maleza. Dos hombres inmediatamente detrás de él cayeron abrazados al bancal, acribillados en la cabeza, el tronco y las piernas como una especie de coladores extraños utilizados en un hospital absurdo para colar la sangre. Ninguno de los otros logró llegar ni siquiera hasta allí. Y todo debido sencillamente a una sola ametralladora atada a la espalda de un veterano japonés que retorcía los hombros.
Witt, por otra parte —y al otro lado—, no vio nada, y sencillamente tuvo suerte. Cuando atravesaron a Gooch delante de él a mitad de palabra, por así decirlo, saltó hacia el otro bancal justo detrás de él con terror ciego. En aquel segundo la ametralladora enfiló en la otra dirección. Todo suerte. Y allí se quedó. Había seguido agarrado al fusil por mero instinto, pero ahora no podía dispararlo porque el fogonazo les daría su posición y le matarían. Se quedó echado y contó cómo pasaban ciento treinta japoneses, mordiéndose los dedos y llorando lágrimas verdaderas por no tener granadas. Una sola aunque sólo fuera una granada. Podía haber hecho un daño incalculable en aquel espacio cerrado. Pero a la compañía de cañones no le habían dado granadas y no se le había ocurrido pedirlas arriba en la colina. A la tenue luz de la luna les vio pasar, viendo en las zonas mejor iluminadas caras que no eran las hambrientas y obsesionadas de los hombres que habían defendido la colina. Aparentemente se trataba de toda una compañía de tropas veteranas de otra parte, que habían desembarcado últimamente como refuerzo.
Cómo Gooch, en su estado, logró llegar al bancal y luego encontrarle, no lo supo nunca. Y Gooch no se lo dijo. Lo único que hizo fue susurrar: «Por favor, por favor» dos veces, a pesar de sus heridas, y entonces Witt se llevó un dedo a los labios. Gooch comprendió, asintió y no dijo más. Witt le cogió suavemente de la cabeza para demostrarle cómo lo sentía, y así murió en sus brazos el mejor peso gallo que había tenido jamás el regimiento mientras él veía pasar a la compañía japonesa. Un par de hombres de «C de Charlie» yacían gimiendo en el lecho del río, pero los primeros elementos de la columna japonesa les mataron inmediatamente a tiros de pistola. Y Witt seguía pensando en una granada. Una granada, sólo una granada.
Todos hombres normales. Todos en una misión bastante normal. Y ahora todos muertos.
John Bell, al otro lado del lecho del río, tampoco tenía granadas. Había dejado todo en la colina menos el fusil y unas cuantas cartucheras para ir más ligero. Pero comprendió, más tarde, que aunque hubiera tenido granadas no se hubiera parado a tirarlas. Por primera vez en la guerra le dominaba un pánico histérico. También para él lo más divertido era la sensación de lo normal que había sido todo, normal y… fácil. Como un animal aterrado reptó cautelosamente a través de la maleza, astuto y hábil, siempre hacia arriba, siempre hacia la compañía: la seguridad. Seguridad, seguridad. No le importaba que hubiera más supervivientes o no. Más tarde esto le causaría obsesiones. Le llevó más de media hora hacer aquella ascensión de cinco minutos. Nadie le dijo una palabra acerca de esto, incluyendo a Witt. Algunas cosas —por desgracia sólo las más extremadas— las comprendían todos.
Por la mañana bajaron a buscar los cadáveres. Pero antes de esto ya había vuelto Witt a la compañía de cañones.
Pasó más de una hora antes de que pudiera volver a la colina y al perímetro de defensa de «C de Charlie». Las tropas japonesas tardaron más de media hora en pasar. Y después de esto, puesto que Gooch ya estaba muerto de todas formas y no había prisa, esperó casi medía hora más para asegurarse de que no habían dejado a nadie emboscado ni minas. Casi le daba miedo moverse lo suficiente para echar un vistazo. Por fin se echó a correr, pasando cuidadosamente entre los cuerpos de los muertos americanos. Cuando llegó a la compañía fue directamente a Band, que estaba en cuclillas junto a Bell interrogándole.
—¡Debería matarle a usted! —dijo Witt con voz más chillona de lo que había pretendido.
El segundo jefe, de ascendencia italiana, con su nariz larga de aspecto malvado y verdaderamente malvado, sacó la carabina y le cubrió. Estaba al lado de Band. Witt se rió de él:
—No se preocupe. —Y se volvió hacia Band—. ¡Es usted un inútil, un ignorante, un estúpido, un aprovechado y un hijo de puta! Ha hecho usted que maten a doce hombres y todo para nada. ¡Para nada en absoluto! ¡Espero que esté usted contento! Quiero a esta compañía más que a nada, pero no serviría en una unidad mandada por un hijo de puta como usted. Si le matan o se deshacen de usted a lo mejor vuelvo.
Seguía con el fusil en la mano, y al terminar de hablar se lo echó al hombro, le dio la espalda para expresar su desprecio, recogió el resto de sus cosas y se marchó. Deshizo los seiscientos cincuenta metros por la jungla nocturna hasta llegar a la compañía «Baker» igual que los había recorrido antes. En «Baker» hizo una pausa para recoger un poco de agua y contar la historia del fracaso del bloqueo, y siguió adelante. No le mataron. Antes del amanecer estaba de vuelta en la compañía de cañones, que había avanzado hasta la Cabeza de la Gamba para acarrear más provisiones y agua, y cuando se presentó al sargento de su sección éste le dijo:
—¡Rediós! ¿Tú? Creí que te habían liquidado. —Y dándose la vuelta se volvió a dormir.
—Tenía todos los derechos y todos los motivos para haberle pegado un tiro a ése —dijo el segundo jefe, de ascendencia italiana, de nariz larga, aspecto malvado y malas intenciones—. ¡Como a un perro!
—No, hiciste bien. Creo que estaba un poco histérico por lo que había pasado —murmuró Band. Band no se había movido, y estaba en cuclillas junto a Bell. Guiñaba los ojos lentamente tras sus gafas de acero.
—Debía haberle pegado un tiro —dijo el italiano amargamente—. ¡Amenazó al jefe de la compañía!
—No, no. Está bien así —murmuró Band. Siguió guiñando los ojos lentamente tras las gafas.
Al otro lado del perímetro, los sargentos Cuín el Huesos y Milly Beck se miraron.
—¿Bien? —dijo Cuín.
Beck se encogió de hombros:
—Sigue siendo el jefe de la compañía.
Junto a los oficiales, Bell terminó de contarles su historia por segunda vez.
—Creo que lo mejor será esperar hasta mañana —murmuró Band, que seguía guiñando los ojos lentamente tras las gafas.
Era un espectáculo lamentable. A dos les habían pegado tiros en la nuca con pistolas mientras yacían en la arena. Parecía que el lecho seco del río estaba lleno de ellos. Otro, igual que Gooch, había logrado subir al bancal sin que le vieran los japoneses y se había arrastrado unos metros para morir, solo, en la maleza. Les volvieron a llevar a todos a la colina y les enterraron con los dos hombres del día anterior. Ya era todo un cementerio. Hicieron todo esto tan pronto como hubo luz, y se dieron toda la prisa que pudieron. Band, que seguía parpadeando lentamente detrás de las gafas de vez en cuando, cada vez que hablaba directamente con alguien, seguía decidido a llegar a Bula Bula.
Los japoneses se habían llevado todas las armas y las municiones que pudieron encontrar en el río seco. Afortunadamente, uno de los hombres que murieron detrás de Bell, contra el bancal, había sido uno de los del fusil ametrallador y al caer había tirado accidentalmente su arma a la maleza. Aquél lo encontraron. Pero fue con un fusil ametrallador de menos —además de doce soldados de primera y de segunda de menos— como iniciaron la marcha hacia Bula Bula, justo cuando salía el sol por encima del mar, bello y glorioso, en la tercera mañana del ataque. Por otra parte ahora podían disponer de todo el sendero Ding Dong y no tenían que abrirse paso, excepto quizás en las colinas que tuvieran que tomar por el camino. «B de Baker» llegó justo cuando salían ellos, con más camilleros. Luego se repitió la jungla para «C de Charlie». Horas y horas. Calor.
Tomaron dos colinas sin defensores, dejando en cada una, una escuadra en espera de «Baker» y «Able», y salieron de las laderas de la jungla a los cocoteros justo al mediodía, cuando el tercer batallón, ochocientos metros a su derecha, iniciaba su ataque contra Bula Bula con dos compañías. Band les hizo avanzar inmediatamente en aquella dirección formando una columna de pelotones.
Debía haberles dado un descanso. Tenían el aspecto de la ira de Dios, como una plaga de langostas andrajosas y agitadas que descendían sobre unos campos tranquilos, y eso era lo que eran. Además estaban agotados. Parecía como si la jungla le pesara más a un hombre que cualquier otro tipo de ejercicio físico. Los cocoteros que había ahora en torno a ellos eran exactamente iguales a aquellos entre los que habían acampado, al otro lado, hacía millones de años, y al mismo tiempo parecían completamente distintos porque ahora se trataba de territorio en manos del enemigo, no de los americanos. Band les ordenó seguir avanzando. Se iban haciendo cada vez más altos los ruidos del combate del tercer batallón a la derecha. Pero mucho antes de llegar allí les vieron y abrieron fuego contra ellos. Esta vez les atacaban morteros, y de los grandes. Los hombres, fatigados, se abrazaron a la tierra y se miraron sudorosos unos a otros con ojos en blanco. Pero Band les hizo seguir avanzando por escalones y en pequeños grupos. Con un brillo de maestro de escuela medio loco en los ojos, detrás de las gafas de acero, no podía pensar en otra cosa más que en la batalla de Bula Bula. En realidad, el fuego de los morteros no era ni la mitad de malo, no tenía aquellas características de barrera del Elefante Bailarín. Los japoneses iban decayendo rápidamente. Pero seguían hiriendo a los hombres. Por fin establecieron contacto.
A primera hora de la mañana, Band le había dicho al jefe de la compañía «Baker», el capitán Task, que iba a avanzar rápidamente, y ahora estaba ya a un kilómetro por delante de «Baker», que todavía no había salido de la jungla. El capitán Task, a su vez, había dicho a Band que había hablado con el batallón y que estaban preocupados acerca de la compañía «Charlie» porque no tenían noticias de ella. No sabía cómo, pero ya se habían enterado del fracaso del bloqueo del sendero y estaban también preocupados por sus pérdidas. Band empezó a parpadear lentamente ante Task, de lo que quizás éste se diera cuenta, pero tal vez no; Band no lo sabía y había respondido que sus bajas eran muy pocas, veintiún hombres exactamente, lo que no era nada si se tenía en cuenta la magnitud de la tarea que habían desempeñado. Ahora hizo avanzar a su gente todavía más rápido, recordando aquella peculiar conversación. Sabía que en la guerra, como en todo lo demás, lo que contaba eran los resultados. Y quería a aquella compañía desesperada y apasionadamente.
Había dicho a las dos escuadras que habían dejado atrás en las dos colinas sin defensores que volvieran en cuanto pudieran, en cuanto las relevaran «Baker» o «Able». Naturalmente, no lo hicieron. No llegaron a aquella zona hasta que llegó la misma compañía «Baker», lo que era demasiado tarde para que les pasara nada.
Pero a pesar de su ausencia y de la ausencia de los doce muertos en el bloqueo, la compañía triunfó.
Los japoneses tenían dos líneas concéntricas de defensa en torno a Bula Bula. Estaban separadas por unos cien metros y ambas se podían ver bien atrincheradas. Aparentemente, estaban decididos a resistir como pudieran, y Band entró por la izquierda del semicírculo mientras el tercer batallón atacaba por la derecha. En realidad, el tercer batallón tuvo que dividir su ataque. Pegando fuerte por el centro para dividir a los japoneses y echarles a la playa, tuvieron que hacer girar a dos de sus compañías hacia la derecha para atacar a una fuerza japonesa todavía mayor que estaba aislada allí, de forma que en realidad sólo había una compañía atacando el pueblo, en lo que era en realidad un ataque de diversión en vez de un esfuerzo global para conquistarlo. Band, naturalmente, no sabía nada de esto. Mientras su segundo y tercer pelotones, reforzados por las dos ametralladoras, tanteaban las líneas en busca de un hueco, él retiró sus morteros lo bastante lejos para que pudieran disparar, ordenando a uno que disparase contra la primera línea mientras el otro machacaba la segunda. A pesar del hecho de que les atacaban por tierra unas escuadras vagabundas de japoneses que no tenían ningún motivo para estar allí, hicieron un buen fuego de cobertura.
Esto continuó hasta que las secciones de morteros agotaron hasta el último proyectil de sus municiones. Pero luego, de repente, entraron por el centro de la posición, corriendo rápida pero cautelosamente entre la hierba corta que había entre las largas líneas de cocoteros, saltando emplazamientos como aquellos que hacía tiempo habían contemplado impresionados y maravillados, jadeando y llorando y, de vez en cuando, muriendo. No sabían que esta repentina irrupción se debía totalmente a que la derecha se había derrumbado bajo el ataque de la compañía «I de Item». Y no les importaba. El cabo Fife corría con la escuadra de Jenks, disparando a todos los japoneses que veía, lleno al mismo tiempo de terror y de júbilo, hasta tal punto que no podía separar a una cosa de la otra. Luego Jenks cayó con un grito penetrante y una bala de fusil en la garganta. Y Fife se quedó solo con la escuadra y la responsabilidad, y se dio cuenta de que le encantaba y de que les quería a todos. John Bell, desaparecido su pánico de la noche anterior, corría al frente de su escuadra, gritando para que avanzara, pero observándolo todo con frialdad para que no hubiera muchas bajas. Don Doll corría con el fusil en una mano y la pistola en la otra, y cuando vació su pistola dejó que colgara y saltara de la correa y empezó a utilizar el fusil. Habían entrado. Habían entrado. Cuando empezaron a penetrar en el pueblo en sí encontraron a la mayoría de los japoneses suicidándose con granadas, fusiles o bayonetas, que era lo mejor que podían hacer, porque los que no se suicidaron acabaron muertos a tiros o bayonetazos. En total sólo tomaron dieciocho prisioneros.
Cuando todo terminó empezaron a estrechar las manos de los tipos de la compañía «Item», sonriéndose unos a otros con caras negras de suciedad. Unos cuantos se sentaron a llorar. Charlie Dale reunió muchos dientes de oro y un reloj excelente que luego vendió por cien dólares. Cuando se acercó a un japonés que estaba derrumbado en un portal con la cabeza entre las manos, con aquel precioso reloj destacando como un gran diamante en la muñeca, Dale le pegó un tiro en la cabeza y se lo quitó. Éste fue casi el único botín que recogieron, porque los de Intendencia llegaron en segundos y empezaron a reclamarlo todo. Además, casi todos estaban demasiado cansados, demasiado agotados y exhaustos para preocuparse por el botín. Más tarde, desde luego, todos lo lamentarían.
Atacaron la playa al día siguiente. Les relevaron. Les relevaron tropas frescas, limpias, de caras lisas y expresión alegre, de una división completamente nueva que debía continuar el ataque hacia Kokumbona por la parte superior de la costa. Se decía que el Ejército Imperial japonés se retiraba en todos los puntos del frente. Por lo menos tan importante como esta noticia resultó la otra de que esta vez no tenían que volver a pie, sino que les recogerían los camiones. Les llevaron por la carretera de la costa mientras se miraban unos a otros con indiferencia a la sombra moteada por el sol y entre el pacífico aspecto de los cocoteros, con el mar brillante y el ruido de la marea a sólo unos metros de ellos.