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Llegó el amanecer, pasó y siguieron esperando. Los tonos rosados y azules de la luz del amanecer se convirtieron en las nieblas perlas grises de la luz de la mañana. Naturalmente, todos estaban en pie, nerviosos y preparados, desde antes del amanecer. Pero para hoy el teniente coronel Tall había solicitado un nuevo método de artillería. Debido a la respuesta violenta de ayer Tall había pedido, y obtenido, una «demostración» de artillería por tiempos. Este truco, técnica artillera que se inventó en la Primera Guerra Mundial, era un método de cálculo, de forma que los primeros disparos de cada batería dieran simultáneamente en sus blancos. Bajo el bombardeo por tiempos, los hombres que se encontraran al descubierto se veían envueltos repentinamente en una cortina de fuego asesino sin que les hubiera advertido como de costumbre unos cuantos proyectiles anticipados que llegaban de los cañones más cercanos. Lo que tenían que hacer era esperar, jugar las bazas con calma, intentar cogerles cuando habían salido de las trincheras a desayunar o a darse un paseo matutino. Así que esperaron. A lo largo de las crestas, las tropas silenciosas contemplaron la colina silenciosa al otro lado del silencioso barranco, y la colina les devolvió sus miradas.
«C de Charlie», que esperaba con las compañías de asalto en la ladera inferior, no pudo ver ni siquiera esto. Tampoco les importaba. Se agachaban junto a sus armas en un aislamiento total e increíble, convertidos en un número de pequeñas islas separadas. A derecha e izquierda «A de Able» y «B de Baker» hacían lo mismo.
Y exactamente veintidós minutos después del amanecer, solicitó el teniente coronel que empezara el fuego por tiempos, como un rugido continuo, sólidamente tangible, que hacía temblar la tierra de la cota 210. Disparó la artillería barreras de tres minutos de concentración a intervalos irregulares, confiando en coger a los supervivientes fuera de las trincheras. Veinte minutos después, antes incluso de que terminara el fuego, empezaron a sonar silbatos a lo largo de la cima de la cota 209.
Las compañías de asalto no tenían más recurso que ponerse en marcha. Todas las cabezas buscaron frenéticamente excusas de última hora, sin encontrar ninguna. En los mismos soldados el temor nervioso y la ansiedad, dominados tanto tiempo y con tanto esfuerzo por parecer valientes, empezaron a aparecer en forma de gritos de exhortación y de eructos de falso entusiasmo. Subieron por la ladera por grupos, agachados y con los fusiles en una mano o en las dos, saltaron la cima y empezaron a correr de lado por la corta pendiente delantera hacia el terreno liso y rocoso de enfrente. Los que se quedaban en la línea les daban gritos de ánimo al pasar entre ellos. Sonaron unos cuantos hurras débiles, empequeñecidos por las montañas lejanas, y desaparecieron en seguida. Algunos les dieron fuertes palmadas en los hombros al pasar. Los que no iban a morir hoy les guiñaron el ojo animados a los que, en algunos casos, morirían dentro de poco. A la derecha de «C de Charlie» a cincuenta metros de distancia, «A de Able» pasaba por el mismo ritual.
Estaban descansados. Por lo menos comparativamente: no habían tenido que estar de guardia la mitad de la noche y no habían estado en primera línea, donde el nerviosismo impedía dormir, sino más bien abajo, bien protegidos. Les habían dado comida. Y agua. Aunque sólo unos pocos habían dormido, por lo menos estaban en mejores condiciones que los de primera línea.
El cabo Fife era uno de los que menos habían dormido. Todavía no podía acostumbrarse a la idea de que el pequeño Bead hubiera matado a un japonés así como así. Entre esto, la lluvia, la falta total de algo con que protegerse de ella y la excitación nerviosa a causa del día siguiente, no se había adormilado más que una vez durante cinco o seis minutos. Pero no le molestaba la falta de sueño. Era joven, moderadamente fuerte y sano. En realidad, nunca se había sentido más sano o en mejor forma en toda su vida, y a primera hora, con los primeros grises del amanecer, se había puesto de pie en la ladera y, exudando energía y vitalidad, se había quedado mirando durante largo rato la caída y la profundidad del barranco detrás de ellos hasta que le entraron ganas de abrir los brazos y llenarlos de sacrificio y de amor a la vida de los hombres. Claro que no lo hizo. Le rodeaban soldados por todas partes. Pero lo había deseado. Y ahora, al saltar la cima y meterse en el principio de la batalla, miró hacia atrás rápidamente, echando un último vistazo, y se encontró contemplando de frente los anchos ojos pardos, cubiertos por las gafas, de Bugger Stein, que estaba por casualidad detrás de él. «¡Vaya un último vistazo!», pensó Fife agriamente.
A Stein le pareció que no había visto nunca una mirada tan profunda, tan oscura, tan intensa, tan airadamente obsesionada como la que le echó Fife cuando saltaron al otro lado de la cima, y creyó que iba dirigida a él. A él personalmente. Habían sido ellos casi los dos últimos en saltar. Sólo quedaban detrás el brigada Welsh y el joven Bead. Y cuando Stein volvió a mirar, se acercaban, agachados, hundiendo los pies en el polvo y los guijarros de la pendiente.
Las órdenes de Stein habían sido aquel día las mismas que los dos días anteriores. No habían hecho mucho y no veía ningún motivo para cambiar el orden de marcha: primero el primer pelotón, luego el segundo pelotón con el tercero en reserva. Con cada uno de los pelotones adelantados fue una de las ametralladoras; los morteros se quedaban con el grupo de mando de la compañía y el pelotón de reserva. Se habían puesto en marcha por este orden. Y cuando bajó Stein hasta el fondo de la ladera de la cota 209, pudo ver cómo desaparecía el primer pelotón más allá de uno de los pequeños pliegues del terreno que se encontraban en su línea de avance. Estaban unos cien metros delante de él y parecían haberse desplegado bien.
Había en el terreno tres o cuatro de aquellos pliegues. Todos ellos eran perpendiculares a la cara sur de la cota 209 y paralelos entre sí. Había sido idea de Stein, cuando inspeccionó el terreno con el teniente coronel Tall la noche antes, utilizarlos para cubrirse avanzando desde el extremo derecho de la colina y avanzando luego hacia la izquierda por entre ellos y cruzando su propio frente, en vez de encontrarse cogidos en el barranco que se encontraba justo entre las dos colinas, como le había ocurrido a la compañía «Fox». Tall estaba de acuerdo con esto.
Después dio Stein instrucciones a sus propios oficiales acerca de esto. Arrodillado justo detrás de la cima con ellos en la luz crepuscular, se lo había indicado todo y lo habían mirado. En alguna parte, en el crepúsculo, había escupido irritado el fusil de un francotirador. Uno por uno lo inspeccionaron todos por los prismáticos. El tercero y más a la izquierda de los tres pliegues estaba a unos ciento cincuenta metros del principio de la pendiente que se transformaba luego en el Cuello del Elefante. Esta pendiente se iba haciendo más aguda al ascender hacia la prominencia en forma de «U» de la Cabeza del Elefante, que desde quinientos metros de distancia se imponía y dominaba toda la zona. Esta zona baja de ciento cincuenta metros, igual que el tercer pliegue, estaba dominada por dos colinas más herbosas, que salían de la ladera a doscientos metros de distancia una de la otra, cada una a un lado de la zona baja. Ambas formaban ángulo recto con los pliegues del terreno y estaban paralelas a la línea del avance. Con ellas en sus manos, además de la Cabeza del Elefante, los japoneses podían lanzar un fuego terrible sobre toda la zona de acercamiento. El plan de Tall era destacar elementos que subieran a estas dos colinas, localizando y eliminando los puntos fuertes escondidos que habían parado el día anterior al segundo batallón y luego reforzarlos con la compañía de reserva, haciéndolos subir por el Cuello del Elefante para tomar la Cabeza. Ésta era la Bolera. Pero no había medio de tomarla de flanco. Por la izquierda caía en precipicio hasta el río y por la derecha los japoneses dominaban la jungla completamente. Tenían que tomarla frontalmente. La noche anterior había esbozado Stein todo esto a sus oficiales. Ahora se estaban preparando para ejecutarlo.
Stein, al final de la pendiente de pizarra, podía ver muy poco. Había comenzado una serie de grandes ruidos que se cernían por todas partes en el aire como si no tuvieran ningún punto de origen. Naturalmente, parte de esto se debía al fuego que hacía su propio bando a todo lo largo de la línea, a los bombardeos y a los morteros. Quizás estuvieran empezando también los japoneses a disparar. Pero no veían pruebas visuales de que fuera así. ¿Qué hora era en todo caso? Stein miró el reloj y la esferita le contempló con una intensidad que nunca había apreciado antes de ahora: las siete menos cuarto de la mañana. En casa serían justamente las… Stein se dio cuenta de que en realidad no había visto el reloj. Tuvo que forzarse para bajar el brazo. Directamente frente a él se había desplegado el pelotón de reserva, el tercero, agachándose tras el primero de los tres pliegues del terreno. Junto a ellos estaban el grupo de mando de la compañía y la sección de morteros. La mayoría le estaba mirando con caras igual de intensas que el reloj. Stein corrió agachado hacia ellos, con el equipo saltándole y tambaleándose a la espalda, gritándoles que establecieran aquí los morteros, haciendo gestos con la mano. Luego se dio cuenta de que apenas podía oírse a sí mismo, con todos los estallidos y las explosiones de maldición que saltaban en el aire. ¿Cómo iban a oírle ellos? Se preguntó qué tal le iría al primer pelotón —y al segundo— y cómo podría enterarse.
El primer pelotón, en aquel preciso momento, estaba desplegado y agachado tras el pliegue intermedio de los tres del terreno. Detrás de él estaba desplegado y agachado el segundo pelotón en la depresión que había entre los pliegues. En realidad, nadie quería salir de allí. Ya había mirado el joven teniente Whyte la zona entre este pliegue y el tercero sin ver nada y había indicado a sus dos exploradores que avanzasen por allí. Ahora volvió a hacerles un gesto, añadiendo otra señal con brazo y mano que significaba «rápido». También a Whyte le molestaban los ruidos, las explosiones y los estallidos en el aire. No parecían proceder de un sitio o un grupo de sitio, sino que se cernían y rebotaban en el aire, sin origen aparente. Tampoco él podía ver ningún resultado apreciable de tantos estallidos y explosiones. Como todavía no se habían movido sus dos exploradores, Whyte se enfadó y abrió la boca con un rugido dirigido a ellos, volviéndoles a hacer señas. Naturalmente, no podían oírle, pero sabía que podían ver perfectamente el agujero negro de su boca. Los dos le contemplaron como si creyeran que estaba loco por sugerirles una cosa así, pero esta vez, tras un momento de duda, avanzaron. Casi juntos dieron un salto, cruzaron la cima del pequeño pliegue y corrieron agachados hasta la depresión, donde echaron después cuerpo a tierra. Después de un momento volvieron a saltar, uno después de otro, y corrieron a toda velocidad hasta la cima del último pliegue, donde echaron cuerpo a tierra. Después de un momento, tras mirar brevemente por encima del pliegue para cumplir con las apariencias, le hicieron un gesto a Whyte para que se acercara. Saltó Whyte con un movimiento de avance con el brazo y avanzó corriendo con su pelotón tras él. Al avanzar el primer pelotón, haciendo el movimiento en dos escalones, igual que habían hecho los dos exploradores, avanzó el segundo pelotón hasta la cima del segundo pliegue.
En el primer pliegue del terreno, Stein había visto este avance y se sentía un poco más seguro después de esto. Arrastrándose por la cima del primer pliegue entre sus hombres, se había puesto de rodillas para mirar, con la cara y todos los puntos de la piel temblando de alarma ante el esfuerzo de intentar prestar toda su atención. Cuando no le golpeó nada inmediatamente, se quedó subido, de rodillas, para ver cómo salía el primer pelotón del pliegue intermedio y llegaba a la cima del tercero. Por lo menos habían llegado hasta allí. Quizá no estaría tan mal. Se volvió a echar hacia atrás, sintiéndose muy orgulloso, y se dio cuenta de que todos sus hombres, que le rodeaban cuerpo a tierra, le miraban atentamente. Se sintió más orgulloso aún. Tras él, en la parte baja del pliegue, estaban instalando sus morteros las escuadras de morteros. Arrastrándose hacia ellos en medio de aquel ruido infernal que seguía flotando en el aire, le gritó a Culp en el oído que apuntaran a la colina herbosa que tenían a la izquierda. Junto a los morteros, el soldado Mazzi el italiano del Bronx, le miraba con ojos asustados y muy abiertos, igual que otros muchos. Stein volvió a reptar hasta la cima del pliegue. Llegó y se levantó justo a tiempo para ver atacar al primer pelotón y luego al segundo. Era el único de los que había en la cima del primer pliegue que lo vio, porque era el único que no estaba tirado en el suelo. Se mordió un labio. Incluso desde aquí se podía ver que era un grave error táctico.
Si era un error táctico, era culpa de Whyte y luego del teniente Tom Blane del segundo pelotón. Whyte había llegado a la cima del tercero y último pliegue sin una baja. Esto le parecía extraño en sí, incluso demasiado optimista. Sabía cuáles eran sus órdenes: tenía que localizar y eliminar los reductos escondidos en esas dos colinas herbosas. La más cercana, la de la derecha, empezaba de manera abrupta a unos ochenta metros a su derecha. Mientras se acurrucaban sus hombres y le contemplaban con caras atentas y sudorosas, se levantó cautelosamente sobre los codos hasta que se le vieron los ojos e inspeccionó el terreno. Ante él había una depresión, con poca hierba y pedregosa, hasta llegar al principio de la colina, donde inmediatamente se iniciaba una zona de hierba espesa y marrón que llegaba hasta la cintura. No podía ver nada que tuviera aspecto de japoneses ni de emplazamientos. Whyte tenía miedo, pero era aún más fuerte en él su ansiedad por quedar bien hoy. En realidad, no creía que le mataran en esta guerra. Miró brevemente por encima del hombro a la cima de la cota 209 donde había grupos de hombres medio descubiertos y observando. Uno de ellos era el jefe del cuerpo de Ejército. Los estallidos y las explosiones que flotaban en el aire habían disminuido algo, habían pasado unos metros más allá después de levantar la barrera de las colinas hasta la Cabeza del Elefante. Volvió a mirar al terreno y luego hizo un gesto a sus exploradores para que se adelantasen.
Nuevamente los dos fusileros se le quedaron mirando como si creyeran que había perdido la cabeza, como si les hubiera gustado intentar convencerle si no fuera por miedo de perder su reputación. Volvió Whyte a hacerles gestos de que se adelantaran, subiendo y bajando el brazo para meterles prisa. Se miraron los hombres y luego, apoyándose primero en las manos y las rodillas, salieron disparados y corrieron veinticinco metros por la zona baja y cayeron al suelo. Tras un momento que dedicaron a inspeccionar y a convencerse de que seguían vivos, volvieron a prepararse. Apoyado en las manos y las rodillas, dispuesto a levantarse, de pronto cayó al suelo y rebotó el primero; el segundo, un poco retrasado respecto a él, se levantó un poco más, de forma que cuando cayó rebotó sobre el hombro y rodó de espaldas. Y allí se quedaron, víctimas los dos de la buena puntería de unos fusileros invisibles. No se volvió a mover ninguno de los dos. Era evidente que estaban los dos muertos. Whyte les contempló impresionado. Les conocía desde hacía casi cuatro meses. No había oído tiros ni había visto que se moviera nada. En ningún sitio se veía a las balas pegar en el suelo. Volvió a contemplar la cara tranquila y enmascarada de la colina aparentemente desierta.
¿Qué tendría que hacer ahora? Parecía que se había vuelto un poco más alto el tronar estruendoso del aire. Whyte, que era un muchacho alto y robusto, había sido campeón de boxeo y campeón de judo en su universidad, donde se estaba preparando en la especialidad de biología marina y había sido además el mejor nadador de su facultad. De todas formas no nos pueden dar a todos, pensó lealmente, pero refiriéndose sobre todo a sí mismo, y llegó a una decisión.
—¡Vamos, chicos! ¡Vamos a por ellos! —gritó y se puso en pie de un salto, haciendo gestos a su pelotón para que avanzase. Dio dos pasos, con el pelotón que llevaba las bayonetas caladas desde primera hora de la mañana detrás de él, y cayó muerto, cosido diagonalmente, de la cadera al hombro, a balazos, uno de los cuales le exploró el corazón. Tuvo el tiempo justo de pensar que algo le había hecho un daño horrible, pero ni siquiera lo bastante para pensar que estaba muerto, antes de morir. Quizá gritase.
Con él casi simultáneamente cayeron otros cinco del pelotón, en varios estados de destrozamiento, algunos muertos, otros sólo heridos. Pero el ímpetu que había creado Whyte permanecía, y el pelotón continuó la carga a ciegas. Haría falta otro impulso para detenerlo o cambiarle la dirección. Cayeron algunos hombres más. Les martillearon fusiles y ametralladoras invisibles procedentes, en apariencia, de los cuatro puntos cardinales. Tras llegar a donde habían muerto los dos exploradores, llegaron a la zona abatida por la colina más alejada, que les llenó de un intenso fuego cruzado. El cabo primero Queen el Grande, que corría con los demás aullando incoherencias y había ascendido hacía sólo dos días, tras la baja de Stack, contempló al sargento del pelotón, un tipo llamado Grove, que arrojó el fusil lejos de sí, como si le tuviera miedo, y cayó gritando y desgarrándose el pecho. Cerca de él corría también el soldado de primera Doll, guiñando los ojos rápidamente como si pudiera protegerse con esto. Le había desaparecido el cerebro hundido en el terror y no pensaba en nada. El sentido de Doll de invulnerabilidad personal estaba pasando por una severa prueba, pero todavía no le había fallado como el de Whyte. Ya habían pasado a los exploradores muertos. Empezaban a caer más hombres hacia la izquierda. Y tras ellos, sobre la cima del tercer pliegue, surgió de repente el segundo pelotón a toda carrera, gritando roncamente.
De esto era responsable el segundo teniente Blane. No era una responsabilidad excesivamente compleja. No tenía nada que ver con la envidia, los celos, la paranoia ni unos deseos reprimidos de autodestrucción. También él, igual que Whyte, sabía cuáles eran sus órdenes y había prometido a Bill Whyte que le respaldaría y le ayudaría. También quería quedar bien. No era tan atlético como su compañero, pero era más imaginativo y más sensible, y también él dio un salto e indicó a sus hombres que le siguieran cuando vio ponerse en marcha al primer pelotón. Podía ver con la imaginación cómo acababa todo: él y Whyte y sus hombres de pie sobre los nidos bombardeados con adecuadas posturas de triunfo tras la captura de las posesiones. También él murió en la pendiente delantera, pero no en la cima como Whyte. Los tiradores japoneses, todavía escondidos, necesitaron unos segundos para elevar su ángulo de tiro, y el segundo pelotón había avanzado unos diez metros por la pendiente suave antes de que se lo soltaran a ellos. Cayeron inmediatamente nueve hombres. Murieron dos y uno de ellos fue Blane. Aunque no le tocó una ametralladora, tuvo la mala suerte de que le cogieran como blanco tres fusileros japoneses distintos, ninguno de los cuales sabía que se trataba de un oficial ni que le apuntaban ya los otros dos, y los tres acertaron. Saltó otros cinco metros y, con tres balas en el pecho, no murió inmediatamente. Se quedó de espaldas y, completamente atontado, contempló los altos cúmulos, bellos y de un blanco puro, que navegaban como barcos regios por el cielo tropical soleado, fresco y azul. Le dolía un poco al respirar. Al perder el sentido se dio cuenta débilmente de que podía morir.
Acababa de llegar el segundo pelotón a los dos exploradores muertos del primer pelotón cuando empezaron a caer proyectiles de mortero veinticinco metros delante de ellos. Primero estallaron dos, luego uno solo, luego tres al mismo tiempo, formando hongos increíbles de tierra y piedras. Terrones y pedruscos se levantaban zumbando en el aire. Fue el impulso necesario para cambiar de dirección la carga a ciegas o para pararla del todo. Logró ambos objetivos. En el segundo pelotón, el sargento Keck, al que ahora miraban todos tras la muerte del teniente Blane, abrió los brazos manteniendo el fusil en equilibrio, se afirmó sobre los talones y rugió en una voz que era como la combinación de diez voces:
—¡Cuerpo a tierra! ¡Cuerpo a tierra! —Lo que no necesitaba el segundo pelotón que se lo repitieran. Se fundieron con la tierra los hombres a la carrera, como si hubiera llegado un viento fuerte que les hubiera segado como tallos secos.
En el primer pelotón, menos afortunado, hubo diversas reacciones. En el extremo derecho, la línea había llegado al principio de la primera pendiente de la colina de la derecha, que era en realidad como un montículo largo, y había unos cuantos hombres —quizás una escuadra— que se volvieron y se metieron entre la hierba que les llegaba hasta la cintura, desenfilándoles de las ametralladoras escondidas por encima de ellos así como protegiéndoles de los morteros. En el extremo izquierdo tenían mucho más camino que recorrer, setenta metros más, antes de llegar a un ángulo muerto bajo la colina izquierda, pero hubo un grupo de hombres que lo intentó. Sin embargo no lo logró ninguno de ellos. Les obligaron a echarse a tierra y esconderse las ametralladoras de arriba, o cayeron destrozados por los morteros antes de poder desenfilarse de las ametralladoras o de poder acercarse a ellas lo bastante para escapar a los morteros. Justo a la izquierda del centro estaba la escuadra de ametralladoras de Culp, que les había reforzado y a la que Whyte había permitido sumarse al ataque por un olvido o por alguna oscura razón táctica que sólo él conocía, sus cinco miembros, que corrían todos juntos, cayeron bajo el mismo proyectil de mortero, con el arma, el trípode y las cajas de municiones esparciéndose por todas partes y rebotando de un lado a otro aunque ninguno de ellos resultó herido. Esto marcó el punto más avanzado del ataque. En el extremo izquierdo pudieron refugiarse cinco o seis fusileros en un recodo lleno de arbustos al pie de la cota 209 que, un poco más allá, se transformaba en el profundo barranco donde habían quedado ayer atrapadas y heridas las compañías «Fox» y «George». Estos hombres empezaron a disparar contra las dos colinas herbosas aunque no tenían blancos a los que apuntar.
En el centro de la línea del primer pelotón no había sitios desenfilados ni recodos en los que refugiarse. La parte intermedia, antes de que la detuvieran los morteros, se había metido corriendo en medio de la zona peligrosa, donde no sólo quedaba enfilada entre las colinas, sino que también estaba a merced del fuego de ametralladora que llovía de la misma cota 210. Aquí no se podía hacer otra cosa que echarse a tierra y buscar agujeros. Afortunadamente, por allí habían caído los disparos por tiempos de la artillería, igual que en los montículos, y había bastantes fosos de los proyectiles de 105 y 155 disponibles. Los hombres lucharon entre sí por conseguirlos y los compartieron. Había terminado la carga decimonónica del finado teniente Whyte. Siguieron cayendo aquí y allá los proyectiles de mortero por toda la zona, en busca de carne, en busca de huesos.
El soldado John Bell, del segundo pelotón, yacía despatarrado exactamente igual que cuando había caído, sin mover un músculo. No podía ver porque tenía los ojos cerrados, pero escuchaba. En las colinas había cesado el batir prolongado de las ametralladoras y se limitaba ahora a ráfagas cortas contra blancos determinados. Aquí y allá aullaban, se quejaban o lloriqueaban los heridos. Bell tenía la cara vuelta hacia la izquierda, con la mejilla apretada contra la tierra, e intentaba incluso no respirar demasiado fuerte por miedo de llamar la atención sobre sí. Abrió los ojos cautelosamente, medio temeroso de que viera el movimiento de los párpados un grupo de ametralladoras a cien metros de distancia, y se encontró contemplando los ojos abiertos del explorador del primer pelotón, que yacía muerto cinco metros a la izquierda de Bell. Era, o había sido, un joven recluta greco-turco llamado Kral. Kral se destacaba por dos cosas: la cara más fea, con la nariz corva, del regimiento, y las gafas más gruesas de «C de Charlie».
El que pudiera ser explorador con tal miopía era la risa de la compañía. Pero Kral se había presentado voluntario para el puesto: había dicho que quería estar en los sitios en que se veía la acción, en la paz o en la guerra. Era un muchacho avispado de Jersey que se había creído, sin embargo, lo que decían los folletos de propaganda a cuatro colores. No se había enterado de que la profesión de primer explorador de un pelotón de fusileros era una cosa del pasado y pertenecía a la época de las guerras contra los indios y no a las actuales de masas de divisiones, gran potencia de fuego y un mecánico control visual. Se les debería llamar primer blanco, en vez de primer explorador. Y ahora le seguían reposando las grandes gafas en la cara. No se le habían caído. Pero estaban en un ángulo que, por lo menos desde donde estaba Bell, le aumentaban los ojos abiertos haciendo que pareciese que llenaban toda la lente. Bell no podía evitar seguir mirándolos fijamente, y le devolvían la mirada con una expresión sabía e indulgente de diversión. Cuanto más los miraba Bell más le parecía que eran unos agujeros en el centro del universo y que podía caer por ellos para ir a la deriva a través del espacio estrellado entre galaxias espirales nebulosas y universos aislados. Se acordó de que solía pensar en el sexo de su mujer en estos mismos términos, sólo que de forma más agradable. Bell se forzó a cerrar los ojos. Pero le daba miedo mover la cabeza y siempre que los volvía a abrir allí estaban los ojos de Kral, contemplándole con aquel mensaje irónico y fláccido de buena voluntad y amabilidad, como absorbiéndole de manera vertiginosa. Y dondequiera que mirase él, le seguían agradable pero tercamente. Desde arriba, invisible pero innegable, el feroz sol del día tropical le calentaba la cabeza dentro del casco, dejándole reblandecida el alma. Bell no había conocido nunca un terror tan desgarrador como éste, que le encogía hasta los testículos. En algún lugar que no podía ver estalló otro proyectil, de mortero. Pero, en general, parecía haberse quedado más tranquilo el día. Se dio cuenta de que podía verse el brazo con el reloj. ¡Dios mío! ¿No eran más que las ocho menos cuarto? Desalentado, dejó que volvieran los ojos donde querían: a los de Kral. AQUÍ YACE KRAL CUATRO OJOS; QUE MURIÓ POR ALGO. Cuando se guiñó uno de los enormes ojos de Kral con un gesto como picaresco, se dio cuenta desesperado de que tenía que hacer algo, aunque sólo hacía treinta segundos que estaba echado allí. Sin moverse, con la mejilla todavía apretada contra la tierra, gritó en voz alta:
—¡Eh, Keck! —Y esperó—. ¡Eh, Keck! ¡Tenemos que largarnos de aquí!
—Ya lo sé —llegó la respuesta confusa. Era evidente que Keck estaba en tierra con la cabeza mirando al otro lado y no tenía intenciones de moverla.
—¿Qué vamos a hacer?
—Bueno… —Siguió un silencio mientras Keck pensaba. Le interrumpió una voz temblorosa y chillona que llegaba de muy lejos.
—Sabemos que estás ahí, yanqui. Yanqui, sabemos que estás ahí.
—¡Tojo come mierda! —gritó Keck. Le respondió una ráfaga airada de fuego de ametralladora.
—Loosevel come mierda —berreó la voz lejana.
—¡Y tanto que sí! —gritó la voz asustada de un republicano desde el lado derecho, que no podía ver Bell. Cuando cesó el fuego, Bell volvió a decir:
—¿Qué vamos a hacer, Keck?
—Escuchad —llegó la respuesta confusa—. Escuchad todos, chicos. Haced que corra para que se enteren todos —dijo. Esperó y se oyó un coro de voces bajas—. A ver si os enteráis. Cuando grite, que se levante todo el mundo. Tened los fusiles cargados, con el seguro quitado, y con otro cargador en la mano. La primera y la tercera escuadras os quedáis aquí, arrodillados, y disparáis para cubrirnos. La segunda y la cuarta escuadras os largáis corriendo hasta aquel montículo. La primera y la tercera escuadras disparáis dos cargadores y luego os largáis. La segunda y la cuarta disparáis luego para cubrir desde el pliegue. Si no veis nada, disparáis en abanico. Espaciar los tiros. Las posiciones de ellos están en alguna parte de la mitad de las colinas. Disparar todos a la colina de la derecha, que está más cerca. ¿Os habéis enterado?
Esperó mientras intentaban todos asegurarse de que lo habían oído los demás.
—¿Os habéis enterado todos? —sonó la voz confusa de Keck. No hubo respuesta—. Entonces… ¡VAMOS! —soltó.
Se llenó de vida la ladera. Bell, en la segunda escuadra, no se molestó ni siquiera en hacer el gesto del valiente que mira alrededor a ver si sale bien el plan, sino que se retorció y echó a correr de un salto, con las piernas funcionando como hélices antes siquiera de acabar de ponerse en pie. A salvo ya tras el pequeño pliegue de tierra, que para entonces había asumido las características de unas dimensiones enormes, se dio la vuelta y empezó a hacer fuego de cobertura, terriblemente asustado de que le cosieran el pecho como al teniente Whyte, que estaba sólo a unos metros de distancia. Metió sus disparos metódicamente en la colina parda que seguía escondiendo a las invisibles ametralladoras incansables, dando un tiro a la izquierda, otro a la derecha, otro al centro, uno a la izquierda… No podía acabar de creer que pudiera acertar a nadie con uno de ellos. Si acertaba, qué manera más horrorosa de morir: morir por accidente, no como un individuo sino como una mera probabilidad estadística, por la oportunidad calculada del fuego de abanico, igual que le podría pasar a él en cualquier momento. ¡Matemáticas! ¡Matemáticas! ¡Algebra! ¡Geometría! Cuando llegaron la primera y la tercera escuadras tropezando y metiéndose tras la diminuta cima de un salto, Bell se contentó con dejarse caer boca abajo, apretar la mejilla contra la tierra, cerrar los ojos y quedarse allí. ¡Dios; oh, Dios! ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué estoy aquí? Tras un momento de pensarlo decidió cambiarlo por: ¿Por qué estamos aquí? Así no podía exigirle que pagase su egoísmo ninguna agencia de castigo.
Aparentemente, el plan de Keck había salido muy bien. La segunda y la cuarta escuadras, amparadas por la sorpresa, habían vuelto intactas, y la primera y la tercera sólo habían tenido dos bajas. Bell había estado mirando a uno de los dos hombres. Corriendo con todas sus fuerzas, con la cabeza baja, aquel hombre (en realidad, un muchacho llamado Kline) había dado repentinamente un tirón con la cabeza, con los ojos muy abiertos de miedo y alarma y había gritado: «¡Oh!», con la boca como un agujero redondo y fruncido en la cara, y había caído. Sintiendo repugnancia de sí mismo, Bell había sentido que se le hinchaba el pecho de risa. No sabía si Kline estaba muerto o herido. La ametralladoras habían dejado de disparar. Ahora, en el relativo silencio y a cincuenta metros delante de ellos, estaba agachado el primer pelotón, invisible en sus agujeros y entre la hierba. Empezaban a oírse gritos angustiados y asustados llamando a los sanitarios aquí y allá por todo el campo, y el segundo pelotón, tras escapar, empezaba a darse cuenta de que ni siquiera aquí estaban muy a salvo.
Atrás, en el puesto de mando tras el primer pliegue, no fue Stein el único que vio el regreso confuso y tumultuoso del segundo pelotón al tercer pliegue. Viendo que su capitán se podía poner de rodillas sin que le llenaran de agujeros ni le partieran en dos, ya estaban otros igual que él. Les estaba dando muy buen ejemplo, pensó Stein, que seguía un poco asombrado de su propio valor. Iban a necesitar sanitarios allí arriba, decidió, y llamó a los dos enfermeros de la compañía.
—Mejor será que vayáis allí, chicos —les gritó Stein por encima del estruendo—. Creo que hacéis falta —dijo con tono calmado, pensando que lo estaba haciendo muy bien.
—Sí, señor —dijo uno de ellos. Era el mayor de los dos, con gafas y aspecto de estudioso. Se miraron entre sí con seriedad.
—Intentaré que vayan camilleros a la vaguada entre este pliegue y el segundo para que os ayuden —gritó Stein—. A ver si los podéis arrastrar hasta allí —dijo volviéndose a poner de rodillas para mirar al frente, donde de vez en cuando levantaban el polvo morterazos aislados más allá del tercer pliegue—. Id por saltos si os parece necesario —gritó Stein mirando hacia la línea de hombres que habían tenido el buen sentido y el valor de ponerse de rodillas para ver. Le oyeron todos, porque toda la fila volvió la vista para mirarle o volvió la cabeza hacia él. Pero no se movió ni una sola figura, ni se adelantó ni le respondió nadie. Stein se quedó mirándoles con incredulidad. Se daba cuenta de que se había equivocado completamente al juzgarles, y se sentía en ridículo. Había esperado un torrente de voluntarios. Se apoderó de el un terror asfixiante: si se podía equivocar así en esto, ¿en qué no se iba a equivocar? Su entusiasmo le había traicionado. Para salvar las apariencias miró a otro lado, intentando aparentar que no había esperado nada. Pero no lo hizo lo bastante pronto y se dio cuenta de que ellos lo sabían. Sin saber exactamente lo que iba a hacer después, le ahorraron la molestia de decidirlo: apareció junto a él una figura fantasmal, como espectral.
—Iré yo, mi capitán.
Era Charlie Dale, el segundo cocinero, con una mueca de tensión, con la cara sombría y excitada.
Le dijo Stein que necesitaba camilleros y luego le contempló marcharse al trote, doblado por la cintura, hacia la ladera de la cota 209, por la que tendría que subir. Stein no tenía ni idea de dónde había estado hasta entonces ni de dónde había aparecido tan de repente. No recordaba haberle visto en todo el día hasta este momento. Desde luego, no había estado en la fila de los arrodillados. Stein les volvió a mirar algo aliviado. Dale. Tendría que recordarle.
Había ya doce hombres de rodillas sobre el pequeño pliegue del terreno intentando ver lo que ocurría frente a ellos. Sin embargo, no formaban parte de ellos el joven cabo Fife. Fife era uno de los que seguían pegados a la tierra, todo lo pegado que se podía. Mientras Stein, por encima de él, estaba de rodillas observando, Fife yacía con las piernas abiertas y el oído en el teléfono, del que le había encargado Stein, y no le importaba el no volver a ponerse nunca de pie ni volver a ver nunca nada. Antes, la primera vez que lo había hecho Stein con aquel estúpido orgullo complacido brillándole por toda la cara, Fife se había forzado a ponerse de rodillas varios segundos para que no pudiese ponerle nadie la etiqueta de cobarde. Pero le parecía que bastaba con eso. De todas formas no sentía ninguna curiosidad. Lo único que había visto, cuando se levantó, fue el medio metro superior del hongo de tierra levantado por un morterazo más allá del tercer pliegue. ¿Qué coño tenía eso de interesante? De repente sacudió a Fife un espasmo de absoluta impotencia. Estaba tan indefenso como si los agentes de su Gobierno le hubieran atado de pies y manos, le hubiesen dejado allí y luego hubiesen vuelto a donde fuera que se iban los agentes. Quizá se habían ido a un bar de Washington en que hubiera un montón de «gachises». Y aquí estaba él, tan atado y maniatado por sus propios procesos mentales y sus inhibiciones sociales como si fueran cuerdas sencillamente porque aunque podía admitirse a sí mismo, en privad que era un cobarde, no tenía riñones para admitirlo en público. Era horroroso. Reaccionaba exactamente tal como habían previsto que reaccionarían las mentes más inteligentes de su sociedad. Se le había adelantado en todos los órdenes. Y era impotente para cambiar. Era algo reverente, enloquecedor, como si hubiera en torno a él una par de ladrillo que no podía romper, ni saltar, y al mismo tiempo —lo que lo hacía todavía peor— se daba perfecta cuenta de que no había ninguna pared de ladrillo. Si a primera hora de la mañana había estado lleno de un sentido de autosacrificio, ahora ya no lo estaba. No quería eso aquí. No quería estar aquí en absoluto. Quería estar donde estaban los generales, allá en la colina y completamente a salvo, observando. Sudando de miedo y con una tensión increíble, como si tuviera dos cerebros, Fife les miró, y si las miradas de odio pudieran matar, hubieran caído muertos todos y se hubiera terminado la campaña hasta que enviaran otros nuevos. Si pudiera volverse loco. Entonces no tendría responsabilidad. ¿Por qué no podía volverse loco? Pero no podía. Inmediatamente se levantó en torno a él la antipiedra de la pared de piedra, negándole una salida. No podía hacer más que quedarse allí tirado, tenso por la tortura de sus dos cerebros. A la derecha, unos metro más allá del último soldado del pelotón de reserva, vieron los ojos de Fife al brigada Welsh y al sargento Storm acurrucados tras un grupo de rocas pequeñas. Cuando les miró levantó un brazo Storm y señaló. Welsh subió el fusil a lo alto de la roca y, metiéndoselo en la mejilla disparó cinco tiros. Miraron los dos. Luego se miraron el uno al otro y se encogieron de hombros. Era una pantomima fácil de comprender. Fife se llenó de rabia: ¡Indios y vaqueros! ¡Indios y vaqueros! ¡Todo mundo juega a indios y vaqueros! Como si no fueran balas de verdad y no pudieran matarle a uno de verdad. Le ardía a Fife la cabeza con una furia tan intensa que amenazaba con quemarle todos los cables mentales y hacérselos salir por las orejas con dos explosiones de humo negro. Le quitó la rabia, como si se la hubieran cortado de raíz, el silbido ronco del teléfono al oído.
Alarmado, Fife carraspeó, preguntándose con miedo si podría hablar todavía después de tanto tiempo. Era la primera vez que había intentado hablar desde que salieron de la colina. También era la primera vez que había oído funcionar a este maldito teléfono. Empujó el botón y se lo llevó a la boca, diciendo cautelosamente:
—¿Dígame?
—¿Cómo que «dígame»? —dijo una voz fría y tranquila, y esperó Fife se balanceó suspendido en un gran vacío negro, intentando pensar. ¿Qué había hecho? Recordó la jerga del código:
—Quiero decir que aquí Charlie Cat Siete. Corto.
—Eso está mejor —dijo la voz tranquila—. Aquí Siete Cat Ace. —Lo que significaba que era el primer batallón, el puesto de mando—. Habla el teniente coronel Tall. Quiero hablar con el capitán Stein. Corto.
—Sí, señor —dijo Fife—. Está aquí al lado. —Y alargó un brazo para tirar de la manga de la camisa verde de combate de Stein. Stein le miró asombrado, como si fuera la primera vez que veía a Fife. O a cualquiera.
—El teniente coronel Tall quiere hablarle.
Stein se agachó (contento de echar cuerpo a tierra, advirtió Fife con satisfacción) y cogió el teléfono. Pese al estruendo que había en el cielo, podían oír perfectamente al teniente coronel.
Cuando cogió el teléfono y apretó el botón, Bugger Stein estaba ya intentando encontrar una explicación. No había esperado que se las pidieran tan pronto y no había preparado la lección. Lo que dijera dependía, naturalmente de que le permitiese Tall dar explicaciones. No podía dejar de sentirse como un escolar a punto de recibir palmetazos.
—Aquí Charlie Cat Siete —dijo—. Corto.
Lo que oyó le dejó sin habla del asombro.
—Magnífico, Stein, magnífico —le llegó la voz calmada, fría y juvenil de Tall. Les llegó a los dos, bañada en el tono de un entusiasmo claro, frío y juvenil—. Es lo mejor que han visto estos viejos ojos desde hace mucho tiempo. Desde hace años —dijo, haciendo que se imaginara Stein vividamente la cabeza de pelo corto y aspecto juvenil, la cara sin arrugas y perfectamente anglosajona de Tall. Tall tenía menos de dos años más que Stein. Tenía unos ojos claros, juveniles e inocentes, los más juveniles que había visto Stein en mucho tiempo—. Muy bien concebido y muy bien ejecutado. Se te mencionará en la Orden del batallón, Stein. Tus hombres han respondido magníficamente. Corto.
—Sí, señor. Corto. —Y soltó el botón.
No se le ocurría otra cosa que decir.
—Ha sido el mejor avance de sacrificio para ocupar una posición escondida que he visto fuera de las maniobras. El joven Whyte salió estupendamente. Voy a mencionarle a él también. Le vi caer en el primer barullo. ¿Está muy mal herido? Pero el enviar también al segundo pelotón ha sido algo brillante. Con suerte, podrían haber ocupado las dos colinas secundarias. No creo que lo hayan pasado demasiado mal. También Blane avanzó muy bien. Su retirada fue digna de un veterano. ¿Cuántos emplazamientos han localizado? ¿Han destruido alguno? Tendríamos que haber limpiado esas dos colinas para el mediodía. Corto.
Stein escuchó asombrado, mirando a los ojos de Fife, que también escuchaba y le devolvía la mirada. Para Fife el tono tranquilo, agradable, conversacional del teniente coronel Tall era al mismo tiempo enloquecedor y aterrador. Y para Stein era como estar escuchando a un informe radiado acerca de unos combates en África de los que no sabía nada.
Una vez, en la universidad, le había puesto su padre una conferencia para felicitarle por unas notas que había creído Stein que serían malas. Ninguno de los dos reveló lo que pensaba el otro, y se fue prolongando el silencio.
—¿Oiga? ¿Oiga? ¿Oiga, Stein? Corto.
Stein apretó el botón y dijo:
—Sí, señor. Aquí, mi teniente coronel. Corto.
—Creí que te habían dado —llegó la voz de Tall perfectamente tranquila—. Te preguntaba cuántos emplazamientos habían localizado y que si habían destruido alguno. Corto.
Stein apretó el botón, mirando a los grandes ojos de Fife como si pudiera ver a Tall al otro lado de ellos, y dijo:
—No lo sé. Corto. —Y soltó el botón.
—¿Cómo que no lo sabes? ¿Cómo puedes no saberlo? —dijo la voz fría, tranquila y conversacional de Tall—. Corto.
Stein estaba en un apuro. Podía admitir lo que sabían él y Fife, o quizá Fife no lo supiera. De hecho, no sabía nada del ataque de Whyte, no lo había ordenado él y hasta ahora le había parecido una equivocación. O podía seguir aceptando el crédito por él e intentar explicar su ignorancia de los resultados. Desde luego, no podía saber que más adelante Tall cambiaría de opinión. Con una delicadeza y una sensibilidad que Stein nunca había esperado encontrar en el Ejército, y menos bajo fuego enemigo. Fife bajó los ojos repentinamente y medio volvió la cabeza. Seguía escuchando, pero por lo menos disimulaba.
Stein apretó el botón, lo que era necesario pero estaba empezando a irritarle, y dijo con voz dura:
—Estoy aquí atrás. Detrás del tercer pliegue —añadiendo con voz airada—. ¿Quiere que me ponga en pie y haga gestos para que me vea? Corto.
—No —dijo tranquilamente la voz de Tall, sin percibir la ironía—. Te veo tal como estás. Quiero que hagas una cosa. Quiero que subas allí y veas cuál es la situación, Stein. Quiero tener en mis manos la cota 210 esta noche. Y para eso necesito tener las dos colinas al mediodía. ¿Has olvidado que está observándonos hoy el jefe del cuerpo de Ejército? Ha venido con él el almirante Barr en un avión especial. El almirante se ha tenido que levantar al amanecer para verlo. Quiero que empieces a funcionar ahí abajo, Stein —dijo con tono preciso—. Corto y cierro.
Stein siguió escuchando, agarrando el teléfono y contemplándolo furiosamente, aunque sabía que no iba a oír nada más. Por fin alargó la mano, dio una palmada a Fife y se lo dio. Fife lo cogió en silencio. Stein se puso en pie y volvió corriendo agachado hacia delante donde estaban los morteros disparando periódicamente con su ruido extraño, vibrante, como de un «gong» de otro mundo.
—¿Qué tal va? —gritó al oído de Culp.
—Estamos dándoles a las dos colinas —chilló Culp con su voz amistosa—. He decidido poner un mortero en la colina de la derecha —dijo como entre paréntesis, encogiéndose luego de hombros—. Pero no sé si hacemos algún daño. Si están atrincherados… —dijo sin terminar la frase y volviéndose a encoger de hombros.
—He decidido avanzar hacia el segundo pliegue —gritó Stein—. ¿Te resultará demasiado cerca?
Culp avanzó tres pasos hacia la ligera pendiente y alargó el cuello para ver por encima del montículo, guiñando los ojos. Volvió diciendo:
—No. Está muy cerca, pero creo que podemos seguir pegando. Pero andamos bastante mal de munición. Si seguimos disparando a esta velocidad… —Volvió a encogerse de hombros.
—Manda a todos tus hombres, menos los cabos primeros, que vayan a buscar más municiones. Todas las que puedan llevar. Luego, síguenos.
—No les gusta cargar con las cajas —gritó Culp—. Dicen todos que si les cogen con una de ellas encima…
—¡Maldita sea, Bob! ¡No me podéis molestar con una cosa así en un momento de éstos! ¡Ya sabían lo que tendrían que llevar!
—Ya lo sé. —Culp se encogió de hombros—. ¿Dónde tengo que ir?
Calculó Stein:
—Calculo que a la derecha. Si te localizan, intentarán darte. Quiero que estés separado del pelotón de reserva. Te daré unos cuantos fusileros por si intentan llevar una patrulla por tu flanco. Si parece que son más de una patrulla, me lo dices rápido.
—¡No te preocupes! —gritó Culp, y volvió a sus escuadras. Stein trotó hacia la derecha, donde había visto a Al Gore, teniente de su tercer pelotón, haciendo al mismo tiempo un gesto a Welsh para que se acercase. Llegó Welsh, seguido de Storm, para recibir órdenes. Incluso Welsh, pensó Stein marginalmente, incluso Welsh tenía aquella expresión intensa y reservada en la cara, como una pátina grasienta de deseos culpables.
Mientras avanzaban el tercer pelotón y el grupo de mando de la compañía de Stein en dos filas indias paralelas hacia el segundo pliegue, el primer pelotón siguió metido en sus agujeros. Después de las primeras explosiones atronadoras de los morteros habían esperado todos morir al cabo de cinco minutos. Ahora, aunque fuese increíble, no parecía que les pudieran ver muy bien los japoneses. De vez en cuando silbaba sobre sus cabezas una bala o una ráfaga, seguida un segundo después o cosa así por el ruido del disparo. Seguían estallando entre ellos proyectiles de mortero, que explotaban en grandes hongos de terror y tierra. Pero, en general, parecía que los japoneses estaban esperando algo. El primer pelotón estaba perfectamente dispuesto a esperar con ellos y no volver a moverse. Muchos rezaron y prometieron a Dios que irían a la iglesia todos los domingos. Pero lentamente empezaron a darse cuenta de que se podían mover, podían devolver el fuego, que la muerte no era inevitable para todos ni siquiera era algo seguro.
A esto ayudaron los sanitarios. Los dos enfermeros de la compañía, tras recibir las órdenes de Stein, habían ido hacia el segundo pelotón, que estaba en el tercer pliegue, y habían iniciado un cierto número de salidas en busca de heridos por la suave pendiente. En total había quince heridos y seis muertos. Los dos enfermeros no se preocuparon de los muertos, sino que fueron llevándose lentamente a los heridos para que les recogieran los camilleros. Con despreocupación, serios y serenos tras sus gafas, los dos iban arriba y abajo por la pendiente, vendando y curando, arrastrando y ayudando a andar. Los morterazos les hacían caer, el fuego de las ametralladoras levantaba polvo en torno a ellos, pero no les tocaba nada. Morirían los dos antes de que terminase aquella semana (siendo sustituidos por tipos mucho menos admirados por «C de Charlie»), pero ahora se movían como invulnerables, dos hombres sin nervios preocupados sólo por ayudar a los hombres gimientes, casi indefensos, a los que era su deber oficial ayudar. Por fin levantaron las cabezas los hombres del primer pelotón lo bastante alto para verles y se dieron cuenta de que era posible moverse, por lo menos con tal de que no se levantaran todos de golpe gritando: «¡Aquí estamos!». Todavía no había visto ninguno ni a un solo japonés.
Fue Doll quien vio a los primeros. Percibiendo los movimientos en torno a él cuando empezaron a agitarse los hombres y a llamarse en voz baja. Doll volvió a recuperar su disminuida confianza y levantó la cabeza hasta que le sobresalieron los ojos por encima de la pequeña depresión en la que se había metido. Dio la casualidad de que miró hacia la parte trasera del pequeño montículo de la izquierda, justo donde se unía a la pendiente rocosa y pronunciada que subía hacia la cota 210. Vio tres figuras llevando algo que sólo podía ser una ametralladora unida todavía a su trípode, que marchaban por la pendiente hacia la cota 210, corriendo doblados por la cintura, de manera idéntica a la que había corrido él mismo para llegar allí. Doll quedó asombrado y no creyó lo que veía. Estaban a unos doscientos metros de distancia y los dos de detrás corrían con la ametralladora, mientras que el de delante se limitaba a correr sin llevar nada, Doll subió el fusil, levantó cuatro puntos el alza y echado, con sólo el hombro y el brazo izquierdo fuera del agujero, apuntó al hombre de delante, siguiéndole un momento, y disparó. El fusil le golpeó en el hombro y el japonés cayó. Los dos de detrás saltaron juntos hacia un lado, como una pareja de caballos finos y delicadamente coordinados, y siguieron corriendo. No tiraron la ametralladora y no perdieron un paso, ni siquiera dejaron de correr. Doll volvió a tirar y falló. Entonces se dio cuenta de su equivocación: si hubiera dado a uno de los hombres de la ametralladora, hubieran tenido que tirarla y dejarla allí, o que pararse a recogerla. Pero antes de que pudiera disparar por tercera vez se habían metido entre las rocas tras las cuales el precipicio caía hacia el río. Doll les veía de vez en cuando las cabezas mientras avanzaban, pero nunca el tiempo necesario para disparar. El otro hombre se quedó donde había caído.
Así que ya había matado Doll a su primer japonés. En realidad, su primer ser humano de cualquier tipo. Doll había cazado mucho y se acordaba de su primer ciervo. Pero ésta era una experiencia que requería un gusto especial. Como la primera vez que se acostaba uno con una mujer, era demasiado complejo para poder clasificarlo únicamente como el orgullo de un éxito. El tirar bien, a lo que fuese, era siempre agradable. Y Doll odiaba a los japoneses, a los sucios hijos de puta amarillos de los japoneses, y hubiera matado de buena gana a todos ellos con tal de que le proporcionaran el Ejército y la Marina de Estados Unidos una buena oportunidad y le dieran la munición necesaria. Pero además de aquellos dos placeres había otra cosa. Tenía que ver con la culpabilidad. Doll se sentía culpable. No podía evitarlo. Había matado a un ser humano, a un hombre. Había hecho lo más horrible que podía hacer un hombre, peor todavía que una violación. Y nadie en todo el condenado mundo le podía decir ni una palabra. Esto era lo que le daba un gran placer. Había asesinado sin consecuencias. Miró a la figura de la pendiente. Le gustaría saber dónde le había dado exactamente (había apuntado al pecho), si se había muerto en el acto o si estaba allí pero seguía vivo e iba muriendo lentamente. Doll sintió un impulso de sonreír estúpidamente y reír nervioso. Se sentía estúpido, cruel, vicioso y enormemente superior. De todas formas, lo que era seguro era que le había devuelto la confianza; y tanto que sí.
Justo entonces silbó por encima un proyectil de mortero durante medio segundo y explotó a diez metros de distancia en una fuente de terror y de polvo, lo que le hizo descubrir a Doll que después de todo no había recuperado tanta confianza. Antes de pensarlo se había hundido con su fusil en el fondo de su pequeña depresión, acurrucándose allí, con el miedo corriéndole como hilillos de mercurio por todas las arterias y las venas como si fueran termómetros. Un momento después quiso volverse a levantar a mirar, pero encontró que no podía. ¿Qué pasaba si levantaba la cabeza y explotaba otra y le cogía un trozo entre los ojos, o se le metía en la cara, o le partía el casco y le reventaba la cabeza? Aquello era demasiado. Después de otro momento, cuando se le normalizó la respiración, volvió a subir la cabeza hasta el nivel de los ojos. Esta vez había cuatro japoneses preparándose para salir de la colina herbosa y subir la cuesta hacia la cota 210. Se hicieron visibles de repente, corriendo. Dos llevaban la ametralladora, otro unas cajas con asas y el cuarto nada. Doll puso su fusil en posición y apuntó a los que llevaban la ametralladora. Cuando el grupo cruzó el espacio abierto, disparó cuatro veces y falló las cuatro. Desaparecieron entre las rocas.
Doll estaba tan furioso que hubiera podido morderse un codo. Mientras se maldecía recordó que ya había disparado seis tiros. Quitó el cargador y lo sustituyó por otro, metiéndose las dos balas que le quedaban en el bolsillo del pantalón, sentándose luego para esperara más japoneses. Sólo entonces se dio cuenta de que lo que estaba observando pudiera tener más importancia e implicar más que el simple hecho de que él matase a otro japonés.
¿Pero qué podía hacer? Se acordó de que Queen el Grande había ido corriendo a su lado cuando se echaron a tierra.
—¡Eh, Queen!
Tras un momento se oyó una respuesta en voz baja:
—¿Has visto cómo salían los japoneses de aquella colina?
—No he visto mucho de nada —llegó la honrada respuesta en voz baja de Queen.
—Bueno, ¿por qué no subes la jodida cabeza y echas un vistazo? —dijo Doll sin poder resistir la tentación de burlarse. De pronto se sentía muy fuerte y completamente sereno, casi alegre.
—Que te folie un pez, Doll —llegó la respuesta de Queen.
—No, mi primero —dijo usando el título deliberadamente—. Lo digo en serio. He contado a siete japoneses que salían de la colina de la hierba. He matado a uno de ellos —añadió modestamente, sin mencionar, sin embargo, el número de veces que había fallado.
—¿Y qué?
—Creo que se están retirando de allí. Quizá tendría que ir alguien a decírselo a Bugger Stein.
—¿Quieres ir tú? —le respondió Queen con sarcasmo.
A Doll no se le había ocurrido la idea. Ahora sí. Ya había visto a los dos enfermeros que se movían por la ladera y, aparentemente, no les había pasado nada. Les podía ver ahora perfectamente con sólo volver un poco la cabeza. Dijo animado:
—¿Por qué no? Claro que sí. Le llevaré a Bugger tu recado —con el corazón latiéndole de repente en la garganta.
—No vas a hacer nada de eso, jodio —dijo Queen—. Te quedas donde estás y cierras el pico. Es una orden.
Doll no respondió durante un momento. Lentamente le volvió el corazón a la normalidad. Se había ofrecido y le habían rechazado. Se había comprometido y le habían liberado. Pero le empujaba algo por dentro, algo a lo que no podía dar un nombre.
—Muy bien —dijo.
—Ya nos sacarán de aquí dentro de poco. Ya vendrá alguien. Quédate ahí. Es una orden.
—He dicho que muy bien —gritó Doll. Pero lo que le impulsaba, lo que le consumía, no acababa de pasar. Tenía unas extrañas cosquillas en el estómago y las ingles. A la derecha se oyó una ráfaga repentina de fuego de ametralladora que, por oído, ya conocía Doll que era japonesa, e inmediatamente después un grito de dolor: «¡Sanitario! ¡Sanitario!», gritó alguien. Parecía Stearns. No, no era tan fácil. Pese a que los dos sanitarios seguían moviéndose por todas partes. Se hizo más fuerte el cosquilleo dentro de Doll y volvió a latirle fuerte el corazón. En toda su vida había estado tan excitado como ahora. Alguien tenía que llevarle las noticias a Bugger. Alguien tenía que ser… un héroe. Ya había matado a un hombre, si es que se podía llamar hombre a un japonés. Y nadie, ni una sola persona en el mundo, podía castigarle por eso, ni una persona. Doll levantó la ceja izquierda y subió el labio con aquella mueca especial suya.
No esperó a Queen el Grande ni se molestó en pedirle permiso. Cuando se retorció lo suficiente para darse la vuelta, se quedó un momento quieto, preparándose. No podía acabar de decidirse a moverse. Pero sabía que lo iba a hacer. Había algo más también. Era como enfrentarse con Dios. O como jugar contra la suerte. Era hacer un desafío al universo. Le excitaba más que toda la caza, el juego y el amor que había hecho en su vida después de sumarlo todo. Cuando se fue, se levantó como un rayo y corrió, no a toda velocidad, sino a media velocidad, que se dominaba mejor, doblado, con el fusil en las dos manos, igual que el japonés al que había tumbado. Levantó el polvo una bala medio metro a su izquierda. Luego se encontró en el tercer pliegue en medio del segundo pelotón que le contemplaba sin comprenderle. Doll rió. Encontró al capitán Bugger Stein tras el segundo pliegue, donde acababa de llegar, casi chocó con él y ni siquiera tuvo que buscarle. Casi no jadeaba.
El brigada Welsh estaba agachado con Stein y Band detrás de la cima del segundo pliegue cuando llegó trotando Doll, doblado, riéndose, tan sin aliento que no podía ni hablar. Welsh, al que siempre le había parecido Doll un idiota y seguía pareciéndoselo, pensó que parecía un recluta que salía riéndose de una casa de putas después de haberse acostado con una mujer por primera vez en su vida, y contempló con los ojos entornados, deseando saber por qué.
—¿De qué coño te ríes? —preguntó Stein.
—De cómo he engañado a los cabrones de los amarillos que me disparaban —jadeó Doll riéndose.
Welsh, con los demás, escuchó el relato de los siete japoneses y las dos ametralladoras que había visto salir de la colina de la izquierda.
—Creo que se están marchando todos, mi capitán.
—¿Quién te dijo que vinieras? —preguntó Stein.
—Nadie, mi capitán. Vine por mi cuenta. Pensé que era algo que le gustaría saber.
—Tenías razón. Es verdad —asintió severamente Stein. A Welsh, contemplándole desde donde estaba agachado, le dieron ganas de escupir. Bugger estaba haciendo todo el día el papel de comandante de una compañía—. No le olvidaré, Doll —añadió Stein.
Doll no respondió, pero sonrió. Stein, apoyado en una rodilla, se frotaba ahora la barbilla sin afeitar y guiñaba los ojos tras las gafas. Doll seguía de pie.
—Agáchate, maldita sea —dijo Stein irritado.
Doll miró con calma alrededor y luego consintió en agacharse, puesto que evidentemente era una orden.
—George —dijo Stein—, coge a un hombre con gemelos y ponle a vigilar la trasera de aquella colina. Quiero saber el momento en que salga alguien. Ten —dijo quitándose los prismáticos—, que use los míos.
—Iré yo mismo —dijo Band, descubriendo los dientes con una sonrisa extraña y con los ojos brillantes. Seguidamente se marchó.
Stein se le quedó mirando largo rato, y a Wels le dieron ganas de reírse. Stein se volvió hacia Doll y empezó a interrogarle acerca del ataque, las bajas, la situación general y el estado del pelotón. En realidad, Doll no sabía demasiado. Había visto morir al teniente Whyte, sabía que había caído el sargento Grove, pero no sabía si había muerto. Había estado —habían estado todos, rectificó luego— muy ocupado cuando empezaron a disparar los primeros grupos de morteros. Creía que había visto a un grupo en número quizá de una escuadra que se metía entre la hierba alta en la base de la colina de la derecha, pero no estaba seguro. Y había visto a la escuadra de la ametralladora que corría muy por delante de ellos y que caía completa cuando estalló un morterazo. Stein maldijo al oírlo, y le preguntó para empezar qué estaban haciendo allí. Naturalmente, Doll no lo sabía. Le parecía que el centro, refugiado en los agujeros hechos por su propia artillería y en las depresiones del fondo, estaba bastante a salvo por el momento, con tal de que los japoneses no se decidieran a poner una barrera de fuego de morteros entre ellos. No, él mismo no había estado demasiado asustado todo este tiempo. En realidad no sabía por qué.
Welsh apenas le escuchaba. Estaba inspeccionando la cima del pliegue en que se pegaba a la tierra el segundo pelotón en una larga fila, y pensando en sus cosas. El segundo pelotón estaba todo lo pegado a tierra que se podía, con las mejillas y los estómagos pegados contra la tierra, con las caras partidas por el blanco de los ojos curiosos y los dientes al aire, mirando todos en esta dirección, observando a su jefe, que podría concebiblemente ordenarles que volvieran a salir de esta cima. El segundo pelotón resultaría estupendo en una fotografía para mandar a casa, le decían a Welsh los ojos —sin interrumpir sus pensamientos lo más mínimo—, excepto que naturalmente, cuando la cogieran los periódicos, el Gobierno, el Ejército y la revista Life, la cambiarían sutilmente para adecuarla a las necesidades del momento, y probablemente pondrían como título: LA INFANTERÍA, AGOTADA, DESCANSA A SALVO TRAS CAPTURAR HEROICAMENTE UNA POSICIÓN. EL EQUIPO TITULAR DURANTE EL DESCANSO. COMPRE BONOS DE GUERRA HASTA QUE LE DUELA EL CULO.
Pero todas estas ideas, más o menos visuales, no tenían nada que ver con lo que estaba pensando Welsh a otro nivel más profundo. Sobre todo estaba pensando en sí mismo. Le parecía satisfactorio contemplar el hecho de que si le daban, si le mataban, el Gobierno no encontraría a nadie a quien enviar su pésame. Sabía cómo les gustaba a los jodíos chupatintas del Gobierno su empleo y su autoridad. Cuando se enganchó había dado un nombre falso de pila. Él y su familia no habían tenido noticias unos de otros desde entonces. Por otra parte, si sólo le invalidaban o le mutilaban, su enemigo el Gobierno tendría que cuidarse de él, ya que no sabían que tuviera ningún pariente. Así que de todas formas se fastidiaba la burocracia. Se nubló ligeramente su visión del segundo pelotón con una visión de sí mismo en uno de aquellos horrorosos hospitales para mutilados de guerra esparcidos por todo el país, como un viejo en una silla de ruedas, con una botella de ginebra de medio litro escondida en la bata delgada, gruñendo y quejándose ante los napoleones maricas de las enfermeras, ante las cabecitas chillonas de dura mandíbula de Alejandro Magno de los médicos. Les iba a dar trabajo…
—Entonces no estáis inmovilizados del todo —oyó que decía Stein—. Me habían dicho…
—Bueno, en cierto sentido sí, señor —dijo Doll—. Pero como ve, yo he podido venir perfectamente. No podíamos venir todos a la vez. Stein asintió.
—Pero me parece que podrían venir dos o tres cada vez. Con el segundo pelotón haciendo fuego de cobertura —sugirió Doll.
—Ni siquiera sabemos dónde están esos malditos emplazamientos jodíos —dijo Stein agriamente.
—Podrían disparar en abanico, ¿no? —sugirió profesionalmente Doll.
Stein le miró malhumorado, igual que Welsh. Welsh quería darle una patada en el culo al nuevo héroe; mira que darle consejos al comandante de la compañía… y encima hablar de fuego en abanico.
Les interrumpió Welsh:
—¡Eh capitán! —gruñó—, ¿quiere usted que vaya allí abajo y le traiga aquí a esos hombres? —dijo lanzando una mirada asesina a Doll, que subió las cejas inocentemente.
—No —dijo Stein frotándose la barba—. No, no puedo quedarme sin ti. A lo mejor me haces falta. De todas formas, creo que les voy a dejar un rato allí. Parece que no les están dando demasiado, y si podemos subir frontalmente a la colina de la derecha a lo mejor la pueden flanquear. —Hizo una pausa—. Lo que me interesa es esa escuadra de la derecha que se ha metido en la hierba alta de la colina. Po…
Le interrumpió George Band que, inclinado, bajaba corriendo la pendiente:
—¡Eh, Jim! ¡Eh, capitán Stein! Acabo de ver a cinco más que salen de la colina izquierda con dos ametralladoras. Parece que se largan de verdad.
—¿Sí? —dijo Stein—. ¿De verdad? —Parecía igual de aliviado que si le hubieran dicho que se había suspendido la batalla hasta otra hora. Ahora por lo menos podía tomar decisiones. Empezó a gritar—: ¡Gore! ¡Gore! ¡Teniente Gore!
Hicieron falta quince minutos para llamar a Gore, darle instrucciones, reunir al tercer pelotón y enviarle a su destino.
—Estamos casi seguros de que se retiran del todo. Gore. Pero no actúes con demasiado optimismo, como Whyte. A lo mejor han dejado una retaguardia. O quizá sea una trampa. Así que ve despacio. Deja que primero lo vean tus exploradores. Creo que el mejor sitio para acercarse es por la vaguada frente a la cota 209. Ve por la izquierda de este pliegue intermedio hasta llegar a la vaguada y luego baja por ella. Si te encuentras con fuego de morteros como el de ayer tendrás que seguir avanzando. Si hay algo de agua entre los arbustos al pie de la colina, no dejes de decírmelo. Ya nos estamos quedando sin agua. Pero vamos a lo que importa. Lo que más importa, Gore, es no perder más hombres que los estrictamente necesarios —dijo Stein, para quien esto se estaba convirtiendo en un punto cada vez más importante, algo que casi le ponía frenético. Y siempre que no estaba ocupado en algo específico era en eso en lo que pensaba—. Ahora, adelante, muchacho, y buena suerte —dijo. Hombres, hombres; estaba perdiendo a todos sus hombres, a hombres con los que había vivido, a hombres por los que era responsable.
Hizo falta otra media hora para que el pelotón tercero de reserva de Gore llegara al punto de partida al pie de la colina herbosa. Desde luego seguía las órdenes e iba despacito, pensó Stein con impaciencia. Ya eran más de las nueve. Mientras tanto Band había vuelto de la cima del pliegue con informes de haber contado tres pequeños destacamentos más que salían de la colina de la izquierda con ametralladoras, pero no había vuelto a ver a ninguno en el último cuarto de hora. También durante estos momentos había vuelto el pequeño Charlie Dale, el segundo cocinero, con los ojos juntos entornados y brillantísimos, al mismo tiempo que oscuros y tronantes. Enseñó a Stein dónde había llevado a los camilleros, en la depresión entre el primer pliegue y el intermedio, cuatro grupos de cuatro, dieciséis hombres en total, que estaban empezando a reunir a los primeros de los ocho casos de camilla que había ya. Luego preguntó si había algo más que pudiera hacer él.
El cabo Fife, echado no muy lejos del comandante de la compañía, con el teléfono, que se había convertido poco más o menos en su responsabilidad permanente, pensó que no había visto jamás una expresión tan pervertida en una cara humana. Quizás estuviera Fife un poco celoso por el miedo que notaba en sí mismo. Desde luego, Charlie Dale no tenía nada de miedo. Tenía la boca abierta con una sonrisita floja, con los ojos brillantes, y al mismo tiempo sombríos, moviéndose en todas las direcciones y cubiertos por una delgada e inconfundible película de satisfacción consigo mismo ante toda la atención que le prestaban de repente. Fife le miró y luego volvió la cabeza, asqueado, y cerró los ojos con la oreja al lado del teléfono. Ésta era su tarea; se la habían encargado y la haría, pero que le colgasen si creían que iba a hacer cualquier cosa que no le ordenasen. No podía. Tenía demasiado miedo.
—Sí —le decía Bugger Stein a Dale—. Tú…
Le interrumpió la explosión de un proyectil de mortero en medio del segundo pelotón en la ladera trasera del tercer pliegue. El feroz estallido sonó casi simultáneamente con un chillido de miedo animal, que continuó después de haber pasado la explosión hasta que se quedó sin aliento el que gritaba. Un hombre se había salido de la fila de la pendiente y pegaba saltos, patadas y se retorcía con las dos manos apretadas por detrás, sobre la rabadilla. Cuando recuperó el aliento siguió chillando. Todos los demás se abrazaron a la tierra tranquilizante, que sin embargo no les tranquilizaba demasiado, y esperaron a que comenzara a caer una barrera de fuego de artillería. Sin embargo no pasó nada, y un momento después empezaron a subir las cabezas para mirar al hombre de los chillidos que seguía pataleando al aire.
—Creo que no nos ven mejor que nosotros a ellos —murmuró Welsh con los labios casi cerrados.
—Creo que es Jacques —dijo el teniente Band con voz llena de interés.
Los chillidos habían adquirido un nuevo tono, más consciente, en lugar del de alarma y sorpresa mezcladas con el miedo animal de antes. Se acercó a él uno de los enfermeros y, ayudado por dos hombres del segundo pelotón, le metió una ampolla de morfina. Segundos después se calló. Cuando se quedó quieto, el enfermero le soltó las manos y le dio la vuelta. Sin cinturón y con la camisa subida, el enfermero le inspeccionó, luego se encogió de hombros desesperado y empezó a rociarle con un liquido.
Detrás del pliegue intermedio, Bugger Stein estaba pálido, con los labios apretados, los ojos parpadeándole tras las gafas. Era el primero de sus hombres al que había visto herir. Detrás de él contemplaba Brass Band la misma escena con una expresión de interés amistoso y condolido en la cara. Detrás de Band, el cabo Fife se había levantado una vez a mirar cuando el soldado todavía daba patadas y se retorcía, y luego se había vuelto a echar a tierra, sintiéndose enfermo por todas partes. Lo único que podía pensar era que podía haberle tocado a él. No hubiera tenido nada de raro, y todavía podía ocurrir.
—¡Camilleros! ¡Camilleros! —gritó Stein, que se había vuelto de repente hacia la depresión en que todavía quedaban dos de los grupos que no se habían marchado con sus cargas—. ¡Camilleros! —volvió a gritar con todas sus fuerzas. Se acercó corriendo uno de los grupos con su camilla.
—Pero, Jim… —dijo el teniente Band—. De verdad, Jim, no…
—¡Cállate, George, maldito seas! ¡Déjame en paz! —dijo mientras llegaban corriendo los camilleros, jadeantes—. Id a buscar a ese hombre —dijo Stein apuntando a la otra cima, en la que seguía arrodillado el sanitario junto al herido.
Era evidente que el jefe de los camilleros había creído que estaba herido uno de los del grupo de mando. Ahora vio su equivocación:
—Pero, escuche —protestó—, ya tenemos a ocho o nueve ahí abajo a los que tenemos que… No estamos…
—¡Maldita sea, no discutas conmigo! ¡Soy el capitán Stein! ¡He dicho que vayáis a recoger a ese hombre! —le gritó Stein a la cara.
El hombre se echó atrás nervioso. Naturalmente, nadie llevaba las insignias de mando.
—Pero, Jim, de verdad —dijo Brass Band—, no está…
—¡Maldito seas, tú y tus cosas! ¿Soy yo el que manda o no? —rugió Stein furioso, casi chillando—. ¿Soy yo el comandante de la compañía o no? ¿Soy el capitán Stein o un maldito soldado? ¿Doy yo las órdenes o quién las da? ¡He dicho que vayan a recoger a ese hombre!
—Sí, señor —dijo el camillero—. Muy bien, mi capitán. Inmediatamente.
—Ese hombre puede morir —dijo Stein, ya más razonable—. Le han dado bien. Llevadle a la enfermería del batallón a ver si pueden hacer algo por salvarle.
—Sí, señor —dijo inmediatamente uno de los camilleros, abriendo los brazos con las manos extendidas hacia Stein para renunciar a cualquier responsabilidad—. Tenemos otros malheridos, mi capitán. Me refería a eso. Ahí abajo tenemos a tres que pueden morir de un momento a otro.
Le miró Stein sin comprenderle.
—Eso es, Jim —dijo detrás de él la voz comprensiva de Band—. ¿No te das cuenta? ¿No te parece que tendría que esperar su turno? ¿No es lo mejor?
—¿Esperar su turno? ¿Esperar su turno? ¿Lo mejor? ¡Dios! —dijo Stein, y les miró a los dos con la cara completamente blanca.
—Claro —dijo Band—. ¿Por qué le vamos a poner delante de los otros?
Stein no le contestó. Un momento después se volvió hacia el camillero y dijo rígidamente:
—Id a buscarlo como os he dicho. Llevadle a la enfermería del batallón. Te he dado una orden, soldado.
—Sí, señor —dijo el jefe de los camilleros sin inflexiones en la voz. Se volvió hacia sus hombres—: Vamos, chicos. Vamos a buscar a ese tío.
—Bueno, ¿qué coño esperamos? —resonó la voz dura de uno de ellos—. Vamos, Hoke, ¿o es que te da miedo acercarte tanto a los tiros? —dijo, lo que era una observación ridícula en aquellas circunstancias. Evidentemente, a su jefe no le daba miedo acercarse.
—Cierra la boca, Witt —dijo—, y déjame en paz.
Todos estaban agachados. De pronto, el hombre a quien se había dirigido se puso en pie. Era un tipo bajito y de aspecto frágil, sobre cuya cabecita el casco americano, que tan pequeño le venía a Queen el Grande, parecía una especie de enorme cacerola invertida, taponándole casi los ojos. Se acercó al lugar donde Welsh estaba medio reclinado.
—Hola, mi brigada —dijo el hombrecillo con una sonrisa rapaz.
Sólo entonces reconoció Stein, y en realidad todo el resto de «C de Charlie», que aquel Witt era su Witt, el mismo por el que Stein y Welsh se habían aliado para transferirle a otra compañía antes de que se pusiera en marcha hacia el frente de la división. Tal como evidentemente se había propuesto Witt, se sintieron todos asombrados, sobre todo el cabo Fife. Fife, que seguía abrazando la tierra con el teléfono junto a la oreja, se sentó de repente con una sonrisa y exclamó encantado:
—¡Por Dios! ¡Hola, Witt!
Witt, cumpliendo su promesa de hacía unos días, hizo vagar sus ojos entornados por encima del cabo, como si no existiera. Volvieron a fijarse en Welsh.
—Hola, Witt —dijo Welsh—. ¿Ahora estás en Sanidad? Será mejor que te agaches.
Stein, que se había sentido culpable por el traslado de Witt cuando supo cuánto deseaba éste quedarse a pesar de que él siguiera opinando que había hecho lo que más le convenía a la compañía, no dijo nada.
Witt no hizo caso del consejo de Welsh. Siguió en pie y sonrió:
—No, mi brigada. Sigo en la compañía de cañones. Sólo que como usted ya sabe no tenemos ni un cañón. Así que nos han encargado el trabajo de empujar los botes por el río y llevar las camillas —dijo inclinando la cabeza—. ¿A quién vamos a buscar, mi brigada?
—A Jacques —dijo Welsh.
—¿Al viejo Jockey? —preguntó Witt—. Mierda, qué pena —dijo. Sus tres compañeros se habían ido ya y corrían ahora por la pendiente, al otro lado de la cima, y Witt se dio la vuelta para seguirles. Pero a continuación volvió a darse la vuelta y habló directamente a Bugger Stein—: Por favor, mi capitán, ¿puedo volver a la compañía? ¿Cuando hayamos llevado a Jockey al batallón? Me puedo largar fácil. Le darán otro soldado a Hoke. ¿Qué le parece, mi capitán?
Stein se sintió halagado, pero también confundido. Todo aquel asunto de los camilleros y de Jacques se le estaba escapando, distrayéndole de la ejecución del plan que había estado a punto de concebir. Dijo:
—Bueno, yo… —Y se detuvo con el cerebro en blanco—. Claro que tendrás que obtener el permiso de alguien.
—Claro. Y mi fusil. Gracias, mi capitán —sonrió Witt cínicamente, marchándose tras sus compañeros.
Stein intentó reorganizar los hilos esparcidos de sus ideas. Se quedó mirando a Witt un momento. Le resultaba sencillamente incomprensible que un hombre quisiera regresar a una compañía avanzada de fusileros en medio de un ataque. Pero en cierto sentido resultaba muy romántico. Parecía algo de Kipling. O de Beau Geste. Bueno, ¿qué era lo que ya tenía casi organizado?
Cerca de Stein, como le exigían las órdenes dadas por Bugger, el cabo Fife se había vuelto a echar a tierra junto al teléfono, con los ojos cerrados. Aunque sabía que el gesto de Witt de no hacerle caso tenía algo que ver con la discusión de unos días atrás, no podía evitar interpretarlo como un gesto de repugnancia y desprecio ante su cobardía de ahora, como si con un vistazo le hubiera bastado a Witt para leerle el pensamiento. Cuando volvió a abrir los ojos se encontró mirando la cara blanca del pequeño Bead a un metro de distancia, con los ojos desorbitados de miedo, guiñándolos de manera que casi se le podía oír el terror, como en un conejo demasiado grande.
—¡Dale! —llamó Bugger—. Mira —dijo poniendo sus ideas en orden.
Se arrastró Charlie Dale hacia él. Al regreso de su misión, se había forzado a quedarse en pie un rato, pero cuando el proyectil de mortero explotó hiriendo a Jacques, había echado cuerpo a tierra. Ahora llegó a un término medio en cuclillas. Bugger había estado a punto de decirle algo, quizá de enviarle a otra misión, cuando le dieron a Jacques, y luego habían venido los camilleros. Dale no pudo evitar sentirse un poco celoso. No de Jacques, claro. En realidad no podía enfadarse con Jockey. Pero podía haber escogido un momento mejor para que le hiriesen. Pero aquellos condenados camilleros de la compañía de cañones y aquel maldito bolchevique de Witt podían haber pasado menos tiempo con el jefe de la compañía. Sobre todo cuando quizás estaba a punto de decirle algo importante al soldado de primera Dale. Era la primera vez que Dale había tenido la oportunidad de hablar personalmente de esta forma con el comandante de la compañía, de liberarse de aquel maldito mandón de Storm y de los tramposos de sus cocineros, la primera oportunidad de no estar atado a aquella maldita cocina grasienta y sudorosa cocinando masas de comida para que se llenaran las barrigas aquellas cantidades de hombres; y a Dale le gustaba esta liberación. Le estaban prestando más atención individual que en cualquier momento desde que entró en la compañía, por lo menos estaban empezando a reconocerle, y lo único que tenía que hacer para conseguirlo era llevar unos recados por en medio de un poco de fuego de ametralladoras, que de todas formas no le iba a dar. Cerca de él podía ver al jodido de Storm pegado al suelo al lado del brigada Welsh y mirando hacia él. En cuclillas, Dale adoptó una expresión respetuosa y escuchó atentamente a su jefe. Se llenó de una excitación desarticulada y secreta.
—Tengo que enterarme de cómo le va al tercer pelotón —le decía Bugger—. Quiero que vayas a enterarte —le dijo describiéndole la posición y diciéndole cómo podía llegar hasta allí—. Preséntate al teniente Gore si le puedes encontrar. Pero tengo que enterarme de si han ocupado el lado de la colina herbosa, y tengo que enterarme cuanto antes. Vuelve en cuanto puedas.
—A la orden mi capitán —dijo Dale con cara complacida.
—Quiero que tú y Doll sigáis conmigo —dijo Bugger—. Ya tendré trabajo para los dos. Los dos habéis estado estupendos.
—Sí, señor —sonrió Dale. Luego, sin sonreír, miró a Doll y se encontró con que Doll le miraba con la misma expresión.
—¡Ahora vete!
—Sí, señor —dijo con un pequeño saludo, y se marchó, corriendo inclinado por la zona baja de detrás del pliegue, con el fusil al hombro y la metralleta Thompson en las manos. No tuvo que correr mucho. En el recodo en que se encontraba la depresión con la curva frente a la cota 209 se encontró con un hombre del tercer pelotón que volvía ya con la noticia de que el tercer pelotón había ocupado la colina izquierda sin tener que disparar ni un tiro y que estaban atrincherándose allí. Volvieron juntos hacia Stein. Dale se sentía privado de sus derechos.
Stein no había esperado a que Dale volviese. Había ido formando mentalmente un plan, incluso mientras estaba hablando con Dale. Importaba poco para el plan que el tercer pelotón hubiese ocupado o no la colina. Podían proporcionarle más fuego de cobertura, lo que le ayudaría, pero no era esencial porque este movimiento se iba a hacer a base de la escuadra del primer pelotón, que se habían metido bajo las ametralladoras en la hierba más espesa al pie de la colina de la derecha. Evidentemente, aquella colina de la derecha iba a ser el punto de prueba, el hueso más duro. Con la escuadra que ya estaba allí más dos escuadras del segundo pelotón, Stein quería hacer una especie de ataque frontal en dos alas y cuesta arriba, cuyo centro se quedaría inmóvil mientras las alas daban la vuelta y aislaban el punto más fuerte de la colina, dondequiera que estuviese. El resto del segundo pelotón podía hacer fuego de cobertura desde el tercer pliegue, y le parecía a Stein que el resto del primer pelotón —más bien los restos, se enmendó malhumorado— podía hacer fuego de cobertura por el flanco desde sus posiciones avanzadas en sus agujeros. Tras decidir esto, después de la marcha de Charlie Dale, envió a Doll de vuelta a aquel infierno más allá del tercer pliegue, temporalmente tranquilo ahora, donde seguía aferrado precariamente el primer pelotón a la tierra de sus agujeros, sudando. Acababa de marcharse Doll cuando volvieron los camilleros con Jacques. Stein se dio cuenta de que no podía resistir el deseo de mirarle. Tampoco los demás podían.
Le habían colocado boca abajo en la camilla. El enfermero le había puesto una compresa de gasa sobre la herida, pero resultaba evidente que había un largo agujero que se metía por la espalda de Jacques. Le colgaba la cara a un lado de la camilla, y en los ojos semicerrados, privados de inteligencia por la morfina y la conmoción, no había más que una peculiar mirada de interrogación. Parecía que preguntaba, a ellos o a alguien, ¿por qué? ¿Por qué se le había escogido a él, John Jacques, número de identificación militar tantos y cuantos, para este destino particular? En algún sitio un desconocido había metido un estuche de metal dentro de un tubo, sin saber exactamente dónde iba a aterrizar, sin estar ni siquiera seguro de dónde quería que aterrizase. Había subido y luego bajado. ¿Y dónde había aterrizado? En John Jacques, número de identificación militar tantos y cuantos. Cuando explotó habían salido disparadas en todas las direcciones miles de esquirlas y pedazos de metal afilado. ¿Y quién era el único al que había tocado uno de ellos? John Jacques, número de identificación militar tantos y cuantos. ¿Por qué? ¿Por qué a él? Ningún enemigo había apuntado a John Jacques, número de identificación militar tantos y cuantos. No había ningún enemigo que supiese que existía John Jacques, número de identificación militar tantos y cuantos. Igual que no sabía él el nombre, el carácter y la personalidad del japonés que había metido el estuche de metal dentro del tubo. Así que, ¿por qué? ¿Por qué a él? ¿Por qué a John Jacques, número de identificación militar tantos y cuantos? ¿Por qué no le había ocurrido a otro? ¿Por qué no a uno de sus amigos? Y ahora estaba terminado. Pronto estaría muerto.
Stein se forzó a mirar en otra dirección. En la parte trasera de la camilla vio a Witt que, como era más bajo, tenía que esforzarse más por mantener su lado a nivel. Pensando en Doll y en el primer pelotón, Stein estaba a punto de enviar a alguien en busca del sargento Keck, el nuevo jefe del segundo pelotón, cuando llegaron Charlie Dale y el enlace.
Doll había vuelto de mala gana. Cuando fue allí por primera vez no se había propuesto quedarse de enlace de Bugger Stein para momentos de apuro y zonas peligrosas. En realidad, no sabía por qué lo había hecho. Y ahora estaba atrapado. Además, le irritaba la facilidad de la misión de Charlie Dale cuando se comparaba con la dificultad de la suya. Cualquier imbécil podía ir hacia atrás, después de los camilleros, o incluso hacia delante cuando tenía una ruta cubierta en toda su extensión. Él no sabía cómo iba a cumplir su misión. Whyte estaba muerto, Grove muerto o malherido, con lo que el mando quedaba para Cuín el Huesos, guía del pelotón. Si es que no estaba también herido o muerto. El sargento Cuín era un joven oficial irlandés de cara redonda y roja, chato, de veintiocho años, un veterano profesional que no lo haría mal al mando del pelotón. Pero Doll no tenía idea de dónde encontrarle. El único hombre cuya posición conocía Doll era Queen el Grande. Esto significaba que tendría que buscarle, quizá de agujero en agujero, y a Doll, desde allí abajo, no le gustaba la idea. Le hubiera gustado vérselo hacer a Dale.
Antes de ir allí se quedó en la cima del tercer pliegue entre los del segundo pelotón, y levantó la cabeza para mirar a la zona baja a la que tenía que ir. Cerca de él le contemplaban con una curiosidad hosca e indiferente los hombres del segundo pelotón con las mejillas apretadas contra la tierra. Se daba cuenta de que tenía los ojos entornados, las aletas de la nariz dilatadas, la mandíbula apretada. Presentaba la imagen de un soldado atractivo a los hombres del segundo pelotón que le contemplaban sin cariño. Frente a él, uno de los sanitarios ayudaba a volver a un tipo gordo al que le habían pegado un tiro en la rodilla y que gruñía audiblemente. Doll sintió una especie de desprecio divertido por él; ¿por qué no podía estarse callado? Una vez más se apoderó de él aquella excitación enfermiza y le atenazó el estómago, dándole cosquillas en las ingles y paralizándole el diafragma, haciéndole respirar con más lentitud cada vez, cada vez más lento, hasta que desaparecieron su esencia y su ser y quedó todo reducido a una totalidad de concentración en trance. Luego se encontró en pie y corriendo. Corría doblado y a velocidad intermedia, expuesto al mundo entero, igual que cuando había corrido en dirección contraria. Levantaron polvo unas cuantas balas a derecha e izquierda. Corrió en zigzag. AJ cabo de diez segundos estaba echado cuerpo a tierra en su pequeña depresión llamando sin aliento a Queen y con ganas de reírse en voz alta. Había sabido todo el tiempo que lo iba a conseguir. Una ráfaga de ametralladora, que silbó al rebotar, cubriéndole de polvo, golpeó el borde de su agujero.
Pero el llegar hasta allí no era sino el principio. Todavía tenía que encontrar a Cuín. Y la información en voz baja que le llegó del agujero de Queen el Grande era que Cuín estaba en algún lado más a la derecha, o por lo menos allí le había visto Queen antes de la carga. Pero cuando Doll se dio la vuelta y llamó hacia la derecha, no respondió el hombre que debería haber estado, que tenía que estar allí, en alguna parte. A Doll se le había formado un enorme nudo de miedo en la garganta al hablar. Intentó tragarlo, pero seguía allí. Era la situación que había temido encontrar cuando estaba en el tercer pliegue, antes de salir de allí. Iba a tener que recorrer toda la línea de agujeros en busca de Cuín.
Bueno, pues muy bien. Ya les enseñaría. Lo haría aunque tuviera que ir andando con las manos. Y luego ya verían lo que podía hacer aquel idiota de Dale. Él era Don Doll y no le iba a matar nadie en esta guerra. Los hijos de puta. Una vez más, mientras se preparaba para levantarse, se apoderó de Doll aquella quietud enorme y extraña que le golpeaba y le afectaba hasta la respiración, borrándolo todo. Dentro de los pantalones, los testículos le cosquilleaban agudamente. Era exactamente la misma sensación que le daba de pequeño cuando se excitaba con cosas como la Navidad. A ver qué cara ponían todos ellos y Bugger Stein cuando volviera después de aquello.
En realidad, Stein se había olvidado de su enlace con el primer pelotón. La nueva situación ocupaba toda su atención. Con el regreso de Charlie Dale y las buenas noticias del tercer pelotón, decidió no mandar a buscar a Keck, sino acercarse a él. Allí, tras el tercer pliegue con el segundo pelotón, podía al mismo tiempo montar el ataque que había proyectado y observarlo. Pensando en esto había enviado a George Band con el sargento Storm y el grupo de cocineros por la ruta cubierta para que se unieran al tercer pelotón. Band tomaría el mando y estaría preparado para atacar la colina de la derecha si tenía éxito el ataque de Stein. Band, con aquella sonrisa suya sanguinaria y extraña, con sus consejos constantes y su frío interés tranquilo por los heridos, había estado poniendo cada vez más nervioso a Stein, y era una buena manera de deshacerse de él utilizándole al mismo tiempo. Luego hizo una llamada al teniente coronel Tall, jefe del batallón.
Cada vez había más cosas que le ponían nervioso, cada vez más nervioso. En primer lugar, nunca podía estar seguro de que lo que hacía estaba bien, de que no se hubiera podido hacer mejor y a menor precio de otra manera. Era esto lo que sentía acerca del ataque que estaba a punto de organizar en aquellos momentos. Además estaban sus propios temores y aprensiones, que cada vez le comían más las energías. En el aire parpadeaba y se mecía el peligro como un tubo de neón defectuoso. En cualquier momento en que se pusiera en pie le podía dar una bala. Cuando avanzaba unos metros podía estar metiéndose bajo un proyectil de mortero. El esconder estas aprensiones a sus hombres resultaba todavía más fatigoso. Además, acababa de terminar una de sus cantimploras de agua y había tomado más de un tercio de la otra sin haberse aliviado la sed. Y encima de todo esto que le inquietaba había otra cosa que cada vez le atacaba de manera más destacada, y era la inercia. Sus hombres harían lo que les dijese si lo hacía explícita y específicamente. Si no, se quedarían echados con las caras apretadas contra el suelo y le contemplarían. Todos menos unos cuantos voluntarios como Dale y Doll. Quizá la palabra más descriptiva de la Guerra de Secesión hubiera sido la iniciativa, o el entusiasmo. Pero, aparentemente, la adecuada para ésta era la de inercia.
Ya había hablado Stein a Tall de la evacuación japonesa de la colina de la izquierda y le había informado de que la había ocupado el tercer pelotón de «C de Charlie», así que se encontró sorprendido cuando le empezó a gritar el teniente coronel por el teléfono que estaba demasiado a la derecha. Ni siquiera le dio una oportunidad de explicar el ataque que había proyectado. Este tipo de teléfono era una gran invención para dar explicaciones y mantener monólogos, porque el que escuchaba no podía hablar hasta que se cansaba el otro y soltaba el botón, pero en cierto sentido parecía que esto era lo único que no hacía Tall, impidiéndole hablar a Stein.
—Pero no comprendo. ¿Qué es eso de que estamos demasiado a la derecha? Ya le he dicho que han evacuado la colina de la izquierda. Y que la ha ocupado mi tercer pelotón. ¿Cómo puedo estar demasiado a la derecha? Estaba usted de acuerdo con que atacásemos desde la derecha por nuestro frente. Corto.
—¡Maldita sea, Stein! —gritó la fina voz fría y airada del teniente coronel—. Te digo que tienes el flanco izquierdo al descubierto. —Y dado que el teléfono funcionaba así, Stein no podía protestar que no era verdad, y el teniente coronel prosiguió retóricamente—: ¿Sabes lo que es dejar al descubierto el flanco izquierdo? ¿Has leído en un manual de táctica lo que es dejar el flanco izquierdo al descubierto? Tienes al descubierto el flanco izquierdo. Y maldita sea, tienes que ponerte en movimiento. ¡Y no te mueves! ¡Corto!
Había pasado el momento de protestar, perdido mientras el pulgar de Tall aflojaba el botón. Stein no podía hacer más que defenderse, mientras ardía en él una furia de hostilidad:
—¡Pero maldita sea, mi teniente coronel, para eso le he llamado! ¡Es lo que intento! ¡Ahora mismo me estoy preparando para atacar la colina de la derecha! —Y se paró olvidándose decir «corto», a lo que siguió un largo silencio—. Corto —dijo, y luego—: Maldita sea.
—Stein, ya te he dicho que estás demasiado a la derecha —llegó la voz del teniente coronel desde las zonas seguras y lejanas—. Resbalas hacia la derecha por momentos. Corto.
—Bueno, ¿qué quiere que haga? ¿Quiere que retire también el resto de mi compañía a la colina de la izquierda? Corto —dijo sabiendo que aquello era una locura.
—No. He decidido meter a la compañía de reserva por tu izquierda con órdenes de atacar. ¿Oyes, Stein? Ordenes de atacar. Quédate donde estás. Haré que la compañía «Baker» te devuelva tu pelotón de reserva. Corto.
—¿Quiere usted que lleve a cabo mi ataque de todas formas? —preguntó Stein, porque no estaba claro por lo que había oído—. Corto.
—Pues claro —dijo la voz delgada y ofendida del teniente coronel—. Pues claro, Stein. No creas que te estás pasando unas vacaciones ahí abajo. ¡Vamos, en marcha! —dijo. Luego hubo una pausa y Stein oyó quejidos eléctricos y algo que parecían murmullos de cortesía. Oyó claramente una voz que decía—: Sí, señor —que parecía la de Tall. Luego volvió a oírse la voz del teniente coronel, mucho más amable y más jovial—: ¡En marcha, muchacho! ¡En marcha! —dijo Tall animado—. Corto y cierro.
Stein volvió en sí y se encontró mirando los ojos grandes y nerviosos de Fife. Le pasó el teléfono. Bueno, ya estaba hecho. Ni siquiera había podido explicar su plan de ataque aunque le hubiera gustado porque no estaba seguro que fuese acertado. Pero era evidente que habían llegado a la estación telefónica los peces gordos. No tenía sentido volver a llamar mientras tuviera Tall a toda aquella gente apretujada en torno a él.
Sí, los peces gordos. Los observadores. Hoy había hasta un almirante. A Stein se le ocurrió una imagen perversa y repentina, que le heló el corazón y le dejó transfigurado un momento con los ojos desorbitados, de que volvía a ocurrir la escena que había presenciado directamente en la cota 207 hacía dos días; el mismo teniente coronel del batallón nervioso y aprensivo con sus prismáticos, el mismo grupito altanero pero igualmente aprensivo de águilas y estrellas [8] que miraban por encima de su hombro llenos de curiosidad. La misma multitud apretujada de peones y piezas menores que se ponían de puntillas para ver, como si estuvieran en un estadio; ahora mismo estaban allí todos, haciendo los mismos giros que habían producido sus reflejos de hacía dos días. Mientras que abajo había los mismos capitanes que sudaban sangre y las mismas tropas aguantando lo suyo. Sólo que esta vez él, Jim Stein, era uno de ellos, uno de los comprometidos. Los comprometidos que pasaban por todos los papeles exagerados de invocar las frías leyes de la lógica, la ciencia y la táctica. Y mañana habría otros. Era una visión horrorosa: todos ellos haciendo exactamente lo mismo, todos ellos impotentes para detenerlo, todos ellos convencidos devota y orgullosamente de que eran individuos libres. Se extendía hasta abarcar las veintenas de naciones, los millones de hombres que estaban haciendo lo mismo en miles de colinas por todo el mundo. Y no se acababa con esto. Seguía adelante. Era el concepto (¿concepto?), el hecho, la realidad del Estado moderno en acción. Era una imagen tan terrible que Stein no podía soportarla ni aceptarla. La apartó de sí y guiñó los ojos desorbitados. Lo que tenía que hacer ahora mismo era adelantar al grupo de mando de su compañía hasta el tercer pliegue donde estaban Keck y el segundo pelotón.
Desde la cima del tercer pelotón se podía ver muy poco. Stein y sus suboficiales se quedaron tras la cima y miraron mientras hablaban. Frente a ellos, a unos cien metros de distancia, se erguía la colina herbosa a la espera, aparentemente desprovista de vida. Detrás de ella, a cierta distancia, se erguían aún más altas las colinas de la Cabeza del Elefante, que era su verdadero objetivo. El terreno abierto y pedregoso, con poca hierba, caía suavemente con movimientos curvados durante unos cincuenta metros y luego se nivelaba.
Tácticamente el teniente Whyte (cuyo cadáver seguía caído a unos pasos de la cima) no había servido para nada con su carga, vio Stein inmediatamente. El pelotón de Whyte, situado más a la izquierda donde ahora contemplaban los ojos indecisos y las caras sudorosas del segundo pelotón a Stein, había rodado hacia delante en una larga oleada que no se dirigía a ninguna de las colinas, sino con las alas rozando a ambas, mientras que el punto más fuerte se dirigía hacia el centro abierto, lo que sólo había servido para canalizar el fuego de ambas colinas y de la misma cota. No se podía haber hecho peor.
Pero las cosas estaban así y no había más que hablar. Tal como lo veía ahora, el problema de Stein, el primero de sus problemas en todo caso, era sacar a sus hombres de la relativa seguridad de aquí abajo para meterles en aquella horrorosa pendiente jodida al pie de la colina, donde estarían desenfilados de las ametralladoras y protegidos de los morteros por su proximidad a los japoneses. Una vez que estuvieran allí… Pero para llevarles allí…
Stein ya había decidido usar sólo dos escuadras de su segundo pelotón, a las que reforzarían los hombres que yacían escondidos por allí. No estaba seguro de si bastaría con eso, y no había logrado comentarlo con el teniente coronel Tall, pero no quería lanzar a más hombres hasta tener alguna idea de lo que tenía en contra. También había decidido cómo escoger las dos escuadras. En realidad, había pensado más en esto que en lo otro. Le obsesionaba una sensación de culpabilidad moral cuando escogía a los hombres. Era seguro que algunos de ellos morirían y no quería escogerlos. En vez de esto decidió sencillamente escoger arbitrariamente las primeras dos escuadras a la derecha de la línea (que eran las que más cerca estaban) y dejar así que fuera la Suerte, o el Destino, o el Capricho, o cualquier otra agencia impersonal, la que decidiera qué vidas se perderían. De esta manera no habría agentes sobrenaturales que le atribuyeran la responsabilidad. Echado sobre la pendiente, le dijo a Keck lo que quería. Keck, que siempre lo sabía todo, que sabía siempre dónde estaban sus hombres, asintió y dijo que eran las escuadras de Beck y McCron, la segunda y la tercera. Stein le devolvió el gesto, sintiéndolo por ellos, McCron la gallina clueca y Milly Beck el amante de las ordenanzas. John Bell estaba en la escuadra de McCron.
Pero antes de hacer nada con sus dos escuadras, a Stein le parecía que debía enterarse de más cosas acerca de los que ya estaban allí. Estaban ya allí y no tendrían que pasar por todo, pero ¿en qué forma estaban? ¿Había heridos? ¿Había algún suboficial con ellos? ¿Andaban bien de moral? Pensó que tenía que enterarse y que la única forma de enterarse era enviar a alguien. Envió a Charlie Dale.
Fue una actuación extraordinaria. El hombrecillo se lamió los labios con su sonrisa viciosa y monótona, se echó atrás el fusil, cogió la metralleta y asintió con la cabeza. Estaba preparado. Stein, al que nunca le había gustado y al que seguía sin gustarle, le miró marcharse con una admiración creciente que no hacía nada por que el tipo le gustase más. Se marchó trotando y sin parpadear (se notaba que no lo hacía por la rigidez de la espalda) en línea recta por la pendiente abierta hacia la colina herbosa. Corría doblando la cintura, de aquella manera peculiar que habían adoptado todos instintivamente, pero sin hacer zigzags. No le tocó nada. Al llegar saltó a la hierba y desapareció. Volvió a aparecer tres minutos después y se acercó trotando y sin parpadear. Stein no pudo evitar interrogarse acerca de qué estaría pensando, pero no se lo quiso preguntar.
A Charlie Dale le hubiera gustado que se lo preguntasen. Pero en realidad no había pensado en nada en particular. De todas formas le habían dicho que todos los japoneses tenían mala vista, usaban gafas y tiraban mal. Sabía que nada no le podía herir. Al bajar concentró la vista y toda su atención en el pie de la colina. Al volver se encontró en un punto de la cima del pliegue. Lo único que pensó o sintió en realidad fue una irritación quejumbrosa de que hubieran mandado a Storm y a todos los demás cocineros al tercer pelotón, de forma que no estaban allí para verle. Esto y el hecho de que tras hacer otras cosas de éstas o un par de ellas debería poder pasar a un pelotón de fusileros, por lo menos de cabo o a lo mejor hasta de cabo primero, y así salir de la cocina sin pasar a ser soldado raso. Desde el principio éste había sido su plan secreto. Y había advertido que ya era muy alto el número de bajas entre los suboficiales.
Volvió Dale al tercer pliegue convertido en héroe, pues a su modo lo que había hecho era toda una hazaña. Incluso desde la cima del pliegue se podía ver la cantidad de fuego de ametralladora y de fusil que había ido dando en el suelo en torno a él. Todo el que no había querido ir o no hubiera ido estaba orgulloso de él, y Dale se sentía satisfecho de sí mismo. Todos los que estaban cerca le dieron palmaditas en la espalda cuando se acercó a Stein a dar su informe, que era que allí todo iba bien, que andaban bien de moral pero que no tenían suboficiales entre ellos. Eran todos soldados.
—Muy bien —dijo Stein echado todavía junto a Keck al otro lado de la pendiente—. Ahora escucha. No tienen suboficiales y no puedo separar a ninguno de los de aquí de su propia escuadra. Si quieres volver allí con los otros cuando se vayan, te puedo hacer cabo primero interino desde ahora y ponerte al mando de aquella escuadra. ¿Te apetece?
—Claro —dijo inmediatamente Dale, con su sonrisa viciosa y lamiéndose los labios—. Claro, mi capitán —dijo bajando la cabeza sobre los hombros perpetuamente encorvados, cambiando su expresión por otra de humildad evidentemente falsa—. Si le parece a usted que estoy capacitado, mi capitán. Si le parece a usted que puedo hacerlo.
Stein le miró con repugnancia, casi sin disimularla. Pero estaba lo bastante disimulada para la mente de Charlie Dale, aunque no estaba demasiado seguro.
—Bien —le dijo—, ya eres cabo primero interino. Irás con los demás.
—A la orden —dijo Dale—. ¿Pero no tiene usted que decir «por este acto»?
—¿Qué?
—He dicho que si no tenía usted que decir «por este acto». Ya sabe, para que sea un nombramiento oficial. —Parecía que en las profundidades laberínticas y lentas de su cerebro de animal, Dale sospechaba de la honradez de Stein.
—No, no tengo que decir «por este acto». ¿Por este acto qué? Lo único que tengo que decir es lo que he dicho. Ya eres cabo primero interino. Irás con los demás.
—A la orden —dijo Dale, y se fue a gatas.
Stein y Keck cambiaron una mirada, y Keck dijo:
—Creo que será mejor que vaya yo también, mi capitán. Tendría que haber alguien al mando de todos ellos.
Stein asintió lentamente:
—Supongo que tienes razón. Pero ten cuidado. Me haces falta.
—Tendré todo el cuidado que se puede tener por estos andurriales —fue lo que respondió Keck sin sentido del humor.
Alrededor de ellos estaba empezando a ascender la excitación del ataque y se notaba. Se veía claramente en las caras del segundo pelotón, con los ojos muy abiertos, sudorosas, vueltas todas al pequeño grupo de mandos como una fila de girasoles vueltos hacia el sol. A la izquierda habían vuelto a aparecer los primeros elementos del tercer pelotón en la vaguada entre el segundo y el tercer pliegue y volvían hacia Stein corriendo con las cinturas dobladas, seguidos de los otros en una fila muy separada. Sobre la cima del segundo pliegue detrás de él se acercó corriendo hacia Stein una figura solitaria que también se doblaba por la cintura. Era Witt que volvía, esta vez con su fusil y unas cuantas cartucheras de más. Parecía que se iba concentrando todo. El momento de la verdad, pensó Stein y miró el reloj que marcaba las doce y dos minutos. Mierda con el momento de la verdad. Dios mío, ¿cómo podía haber pasado tanto tiempo? Parecía que habían sido unos segundos. Pero también parecía que habían sido años. Fue éste el momento que escogió el soldado de primera Doll —o que le escogió su destino— para volver de su peligrosa misión con el primer pelotón.
Doll subió corriendo por la ligera pendiente hacia la mitad del segundo pelotón, saltó la cima y cayó, luego se puso en pie apurado al otro lado, donde estaba Stein, para dar la novedad. Había encontrado al sargento Cuín. Pero al llegar al grupo de los mandos se desmayó y jadeó para recuperar el aliento durante casi un minuto. Esta vez no se reía ni exhibía una insolente despreocupación. Tenía la cara tensa y fatigada, con las arrugas junto a la boca marcadas profundamente. Había corrido por la línea desigual de agujeros llamando a Cuín el Huesos mientras llovían balas en torno a él. Le habían mirado los hombres desde sus agujeros con susto de incredulidad en las caras. El cuerpo, aguijoneado por la imaginación, había llegado pronto al punto en que amenazaba con desobedecerle. Por fin, tres agujeros delante de él, habían saltado en el aire un brazo y una mano, con la mano describiendo la vieja señal de lenguaje por signos que significaba «reunirse aquí». Doll había corrido y encontrado a Cuín acostado plácidamente de lado con una sonrisa de circunstancias y el fusil abrazado contra el pecho.
—Pasa, pasa —había dicho Cuín, pero Doll ya se había metido. El agujero no era lo bastante grande para dos hombres. Se habían apretado mientras Doll ponía a Cuín al día en cuanto a las bajas, le describía el plan de Stein y el papel que tenía en él el primer pelotón. Cuín se había rascado la barba rojiza diciendo—: De manera que ahora es mío el pelotón. Bien, bien. Bueno, dile que lo intentaré. Pero dile a Bugger que estamos un tanto desmoralizados, como dicen los manuales. Pero haré todo lo que pueda. —Segundos después Doll volvió al tercer pliegue, que le parecía enormemente seguro, e informó a Stein. Dio la novedad sintiéndose muy orgulloso.
Doll no sabía cómo había esperado que le recibieran, pero seguro no como lo habían hecho. Antes que él ya había vuelto Charlie Dale de una misión mucho más peligrosa y sin mostrar tanto nerviosismo. Estaba a punto de llegar el tercer pelotón y Stein se tenía que encargar de ellos. Y de todas formas, todo el mundo estaba muy preocupado con la tensión ascendente del próximo ataque. Bugger escuchó el informe y asintió, le dio un golpecito en el hombro igual que quien tira un pez a una foca amaestrada después de su actuación y le despidió. Doll no pudo hacer otra cosa que marcharse a gatas, sin que hicieran caso de su valentía y su heroísmo ni los apreciaran. Maravillado de seguir vivo, tenía ganas de decir a alguien por qué poco se había escapado a la muerte. Y entonces, mientras estaba sentado mirando al cielo, allí estaba Charlie Dale para ponerlo todo peor, sentado cerca y echándole una sonrisa de rapaz superioridad. Mientras le devolvía la mirada, Doll se vio obligado a escuchar el relato que hacía el pequeño Bead de la hazaña de Dale.
Y no era sólo Dale. Witt, el voluntario loco, el chalado sentimental de Kentucky que quería volver a una compañía de fusileros en combate, había estado en cuclillas detrás de Doll mientras éste daba la novedad, esperando su turno para hablar con Stein. Luego se presentó él, y cuando le explicó Stein brevemente el ataque que iban a realizar, pidió inmediatamente permiso para ir en él. Stein, incapaz ya de disimular del todo su asombro incrédulo, asintió y envió a Witt a la escuadra de Milly Beck. Fue esta última gota, esta bofetada del Destino, además de haberse enterado de que también iba Charlie Dale y encima de cabo primero interino, lo que obligó a Doll a abrir la boca y hablar. Fue un reflejo como el grito de un hombre al que pinchan con un cuchillo. Horrorizado, Doll se escuchó preguntar, con una voz clara, sonora, resuelta, con tono confiado, si no podía ir él también. Cuando Stein le dijo que sí y le envió a la escuadra de McCron, se apartó a rastras, mordiéndose los labios con tanta fuerza que se le saltaron las lágrimas. Deseaba poder hacer algo peor: pegarse con la cabeza en las rocas o arrancarse un trozo de carne del brazo. ¿Por qué se forzaba a hacer estas cosas? ¿Por qué?
Ya no tenían que esperar a nada. Estaba todo organizado. Podían lanzarse en cuanto quisieran. Stein y Keck estaban al lado, pegados al suelo de la pequeña cima, con el brigada Welsh detrás de ellos sumido en un silencio incomunicativo e inexpresivo, y miraron al otro lado una vez más. Stein había colocado al tercer pelotón unos treinta metros por debajo y detrás de ellos en la pendiente, en dos escalones de dos escuadras cada uno; estaban preparados para atacar y explorar todas las ventajas que se presentaran. Había mandado decir a la sección de morteros que levantaran más el fuego sobre la colina. Habían colocado la ametralladora que les quedaba detrás de la cima del tercer pliegue. A la izquierda, en la colina herbosa de la izquierda, se disparaba mucho, pero Stein no veía que se moviera nadie de «B de Baker». Mientras miraba cayeron dos proyectiles de mortero japoneses y estallaron allí. Resultaba imposible decir si habían dado a alguien.
—Creo que lo mejor será que les mandemos en grupos de tres o cuatro a intervalos irregulares —dijo volviendo la cabeza hacia Keck—. Cuando hayan llegado todos, que se desplieguen. Que avancen por saltos o en línea, lo que mejor te parezca… Creo que ya podéis marcharos.
—Llevaré yo mismo el primer grupo —dijo Keck con voz profunda mirando a la pendiente—. Oiga, mi capitán —dijo mirando a Stein y a Brass Band, que acababa de llegar—, quiero decirle una cosa. Ese tío, Bell, es buen soldado. Es muy tranquilo. Me ayudó a ponerme en marcha y a sacar al pelotón del agujero en que estábamos metidos después de la carga. —Hizo una pausa—. Quería que lo supiera usted.
—Muy bien, lo recordaré —dijo Stein sintiendo una angustia indefinible, casi insoportable, contra la que no podía hacer nada y que le obligó a apartar la vista y mirar a la pendiente. Keck empezó a andar a gatas.
—¡Macháquelos, sargento! —dijo George Band con animación—. ¡Macháquelos!
Keck dejó de andar a gatas el tiempo justo de volverse a mirar y dijo:
—Ya.
Las dos escuadras, con sus tres hombres de más, se habían ido separando de la otra mitad del pelotón. La mayor parte, en las actitudes y en las caras, parecían ovejas a punto de ser llevadas a los mataderos de Chicago. Esperaron. Keck no tuvo más que arrastrarse hacia ellos e instruirles:
—Bueno, chicos, ahora va en serio. Bajamos en grupos de cuatro. Sería una bobada ir a saltos, porque parados presentamos mejor blanco. Así que hay que ir corriendo. No podemos escoger. Nos han escogido a nosotros, así que tenemos que hacerlo. Yo iré con el primer grupo para que veáis lo fácil que es. Quiero que Charlie Dale vaya conmigo. ¿Dale? Así podrás organizar a los tíos que están allí abajo. Vámonos.
Empezó a arrastrarse al punto de partida, que estaba un poco más allá del grupito de oficiales y soldados del puesto de mando, y fue aquí donde ocurrió el primer caso de cobardía declarada (si es que se le podía llamar caso y no se tenía en cuenta el caso del sargento Stack) de «C de Charlie». Un tipo alto, de músculos magníficos, llamado Sico, recluta italiano de Filadelfia que sólo llevaba cinco meses de servicio, se sentó de repente sobre los talones y empezó a llevarse las manos al estómago y a quejarse. Bloqueó la fila detrás de sí y cuando llamó alguien también se pararon los que iban delante. El jefe de su escuadra, el severo Beck, se arrastró también hacia él. Beck era muy joven para ser tan amante de las reglas, pero lo era y de los buenos. Los fusiles de su escuadra habían sido los más perfectos en las revistas desde que llegó a la compañía con seis años de servicio, e inmediatamente se ganó un ascenso. Además, no era malo de verdad, sólo severo. No era muy inteligente para cualquier otra cosa, que además no le interesaba, pero su código era el Ejército. En este momento parecía enormemente avergonzado de que le pudiera pasar una cosa así a un hombre de su escuadra y, a causa de esto, parecía furioso.
—Levántate, Sico, maldito seas —dijo con su severa voz de mando—, o te voy a dar una patada en el estómago que te vas a poner malo de verdad.
—No puedo, mi primero —dijo Sico. Tenía la cara hecha una máscara grotesca. Y en los ojos tenía lagunas de terror, sin fondo, angustiadas, un poco culpables—. Si pudiera me levantaría. Usted sabe que me levantaría. Estoy enfermo.
—Por las narices, estás tú enfermo —dijo Beck, que nunca decía muchos tacos y para quien decir «maldito seas» era algo muy fuerte.
—Tranquilo, Beck —dijo Keck—. ¿Qué pasa, Sico?
—No sé, mi sargento. Es el estómago. Dolores. Y calambres. No me puedo poner de pie. Estoy enfermo —dijo mirando a Keck suplicante con los agujeros oscuros y torturados de los ojos—. Estoy enfermo —volvió a decir y, como para demostrarlo, vomitó de repente. No intentó ni siquiera doblarse y el vómito que le salió en un eructo se le cayó por todo el uniforme de combate hasta llegar a las manos con que se sujetaba el estómago. Miró a Keck esperanzado, pero parecía dispuesto a volver a hacerlo si era necesario.
Keck le estudió un momento y dijo a Beck:
—Déjale. Vámonos… Ya se encargarán de ti los sanitarios, Sico —dijo.
—Gracias, mi sargento —dijo Sico.
—Pero… —empezó Beck.
—No discutas —dijo Keck, que ya se iba.
—Muy bien —dijo Beck, siguiéndole.
Sico siguió sentado mirando marcharse a los demás. Se encargaron de él los sanitarios. Uno de ellos, el más joven, aunque se parecía mucho al mayor, de cara tímida y con gafas, se acercó y le llevó a la retaguardia, mientras Sico se doblaba de dolor y se sostenía el estómago con las manos. Se quejaba en voz alta de vez en cuando y le daban arcadas, pero aparentemente no creía que fuese necesario vomitar más. Tenía la cara obsesionada y los ojos atormentados. Pero estaba claro que nadie le podría convencer de que no estaba enfermo. Siempre que miraba a los hombres de «C de Charlie» junto a los que pasábamos hacía suplicante, con una petición muda de comprensión y credulidad. Los otros le devolvían una mirada inexpresiva. En ninguna de las caras se advertía desprecio. En vez de eso, bajo la mueca dolorosa de ojos en blanco por el miedo, había una sugerencia de envidia borreguil, como si les hubiese gustado hacer lo mismo pero temiesen no tener éxito. Sico, que sin duda comprendía estas expresiones, no parecía muy aliviado por ellas. Siguió adelante a tropezones, ayudado por el sanitario más joven, y la última vez que le vio «C de Charlie» fue cuando se perdió de vista detrás del segundo pliegue.
Mientras tanto, los hombres de Keck habían empezado a correr. Los primeros fueron Keck, Dale y otros dos. Cada uno de los cabos primero de escuadra, primero Milly Beck y luego McCron, supervisaron la partida de sus hombres en grupos de cuatro. Lo lograron todos sin problemas menos dos. De éstos, uno que era un «muchacho» granjero de Misisipí de casi cuarenta años, llamado Catt, del cual nadie sabía nada en la compañía por la sencilla razón de que no hablaba nunca, murió inmediatamente. Pero con el otro pasó la primera cosa verdaderamente horrorosa del día.
Al principio creyeron que también había muerto. Le habían dado mientras corría y había caído con fuerza, quedándose quieto igual que el de Misisipí. Se acabó. Cuando a un hombre le daban un tiro y se moría en el acto, nadie podía hacer nada. El hombre había dejado de existir. Los vivos seguían viviendo sin él. Por otra parte a los heridos se les evacuaba. Vivirían o morirían en otra parte. Así que también ellos dejaban de existir para los hombres a los que dejaban atrás, y también se les podía olvidar. Si no se tenía una gran fe en un Valhalla era una manera tan buena como cualquier otra de enfrentarse con el problema, y hacía que todo el mundo se sintiera mejor. Pero no fue éste el caso del soldado Alfred Telia, de Cambridge, Massachusetts, que como solía decir bromeando: «No he ido a Harvard, pero he hecho bastantes porquerías bajo sus muros cubiertos de hiedra».
En realidad, Telia no empezó a gritar, por lo menos lo bastante fuerte para que le oyera el grupo de mando de Bugger Stein, hasta después de que Keck iniciara y realizara la mayor parte de su ataque. Y para entonces estaba ya pasando un montón de cosas.
De momento no se podía ver mucho desde la cima del pliegue. En la pendiente yacían dos cadáveres más y eso era todo. Keck y sus corredores se habían metido de cabeza en la hierba alta y aparentemente habían desaparecido de la faz de la tierra. Había cesado el estruendo del fuego japonés. El silencio —por lo menos un silencio relativo si no se hacía caso del estruendo y los silbidos que seguían cerniéndose por todas partes en el aire— reinaba en la colina herbosa. En el tercer pliegue yacían esperando y observando.
Por desgracia, los morteros pesados japoneses, todavía asentados firmemente en las alturas de la Cabeza del Elefante, habían visto también el movimiento de avance de las tropas americanas. Estalló un proyectil de mortero en la vaguada entre los dos pliegues. No hizo daño a nadie, pero le siguieron más. Empezaron a estallar proyectiles de mortero en fuentes de terror, de polvo y de fragmentos metálicos a lo largo del revés de la ladera cada minuto o cosa así, al disparar los artilleros japoneses por toda la zona en busca de carne americana. No era una barrera, pero bastaba para poner nervioso a cualquiera e hirió a algunos hombres. Debido a esto sólo unos pocos, Stein, Band y Welsh entre ellos, vieron en realidad el ataque de Keck. La mayor parte estaba todo lo pegada al suelo que podía.
A Stein le parecía que era su deber mirar y observar. De todas formas no había muchos sitios en que ponerse a cubierto. Aquí no había agujeros y cualquier sitio liso era igual de bueno que los demás. Así que se quedó echado, con sólo los ojos y el casco por encima de la cresta del pliegue, esperando y mirando. No podía evitar una vaga premonición de que dentro de muy poco le iba a aterrizar un proyectil de mortero justo en el centro de la espalda. No sabía por qué Band había decidido observar también, pero sospechaba que se debía a la esperanza de ver más heridos, aunque sabía que no estaba bien sospecharlo. En cuanto a Welsh, Stein no podía ni siquiera imaginar por qué querría aquel tipo inexpresivo de cara lisa exponerse a mirar, sobre todo teniendo en cuenta que no le había dicho nada a nadie desde que le ofreció su metralleta a Keck. Allí estaban los tres mientras detrás de ellos estallaba un proyectil de mortero, luego un minuto; después otro, luego otro. No se oyeron gritos por ninguno de ellos.
Cuando por fin vieron a los hombres, habían recorrido casi una tercera parte de la subida de la colina. Hasta entonces había hecho Keck que sus hombres se arrastraran para no ser vistos. Ahora se levantaron en una línea que se abultaba al bajar por el centro, como una cuerda que se balancea por su propio peso, y empezaron a correr por la colina disparando sobre la marcha. Casi inmediatamente empezó a martillear el fuego japonés y empezaron a caer hombres.
Si el soldado Alfred Telia, de Cambridge, Massachusetts, había empezado a chillar antes de esto, nadie le había oído. Y con la tensión de la acción y de la observación nadie le debía oír hasta que hubieran acabado.
En realidad no duró mucho tiempo. Pero mientras duró ocurrieron muchas cosas. Al llegar a la zona protegida, Keck había dedicado primero su atención a organizar el desorganizado grupo de soldados rasos que ya estaba allí y envió a Dale a hacerlo. Luego se echó en la hierba instruyendo a los demás para que fueran a la derecha al ir llegando. Cuando se formó la línea dio orden de reptar. La hierba, que aquí llegaba hasta el pecho, tenía una parte inferior de tallos antiguos y retorcidos. Les asfixió de polvo, les enredó brazos y piernas, no les dejaba ver. Reptaron durante lo que les pareció una eternidad. Hacía falta un esfuerzo tremendo. La mayor parte se había quedado ya sin agua y Keck pensó tanto en esto como en otras consideraciones cuando dio la orden de hacer alto. Juzgaba que estaban a mitad de camino de la pendiente y no quería que se le empezaran a desmayar. Durante un momento se quedó quieto Keck acumulando fuerza de voluntad y pensando en sus caras mientras iban llegando y metiendo la cabeza en la hierba: se les veía el blanco de los ojos, las bocas abiertas y tensas, la piel en torno a los ojos arrugada y tensísima. Todos habían llegado aterrados. Todos habían llegado de mala gana. Keck no lo sentía por ellos, igual que no lo sentía por sí mismo. También él estaba aterrado. Respirando profundamente, se levantó en medio de la hierba gritándoles:
—¡Arriba! ¡Arriba! ¡Arriba y EN MARCHA!
Desde la cima del pliegue podían ver toda la operación perfectamente y seguir su progreso. No era igual de fácil en la misma colina. Pero John Bell, de pie con el fusil en la mano e intentando disparar y correr, pudo ver varias cosas importantes. Fue, por ejemplo, el único que vio al cabo primero McCron taparse la cara con las manos y sentarse llorando. Cuando se pusieron en pie, la furia del fuego japonés les había golpeado como una granizada atormentada por el viento. Los japoneses habían sido listos y habían esperado, reteniendo el fuego hasta que tuvieron blancos. Cayeron inmediatamente cuatro hombres de la escuadra de McCron. A la derecha le pegaron un tiro en la garganta a un joven recluta llamado Wynn, que chilló: «¡Oh, Dios mío!», con una voz de terror e incredulidad cuando le salió del cuello un torrente de sangre. Cayó ridículamente, como un muñeco de trapo, y desapareció entre la hierba. A su lado le dio en toda la cara al soldado de primera Earl, un poco más abajo, quizá con la misma ráfaga. Cayó sin una palabra, con aspecto de haberle dado un tomate en plena cara. A la izquierda de Bell cayeron dos hombres más, chillando de miedo de que les hubiera matado. Aparentemente, todo esto era demasiado para McCron, que había empollado y cuidado de esta cuadra durante tantos meses, y se limitó a dejar caer el fusil y sentarse a llorar. El mismo Bell estaba asombrado de que no le hubieran matado ya. No sabía ni podía pensar más que en una cosa. Seguir avanzando. Tenía que seguir avanzando. Si quería volver a casa y a su mujer, Marty, si quería volver a verla, a besarla, meterse entre sus pechos, a acariciarla, hacerle cosquillas y tocarla, tenía que seguir avanzando. Y esto significaba que tenía que hacer que avanzasen los demás con él, porque era inútil seguir avanzando solo. Ya pararían. Tenía que haber un momento en el tiempo en que acabase aquello. Empezó a arengar, en un recodo protegido, a los restos de la segunda escuadra de McCron. Detrás y un poco más abajo que él, en el centro, vio cuando miró hacia atrás a Milly Beck que dirigía a sus hombres con una furia de odio salvaje que impresionó entumecidamente a Bell. Beck, que se dominaba siempre tanto y casi nunca alzaba la voz. Más abajo todavía venía Keck rugiendo y disparando hacia arriba la metralleta Thompson de Welsh. A Bell se le ocurrió una frase idiota y empezó a gritársela como un loco a los otros soldados:
—¡En casa para Navidad! ¡En casa para Navidad!
Seguir adelante. Seguir adelante. Era un pensamiento ridículo, una idea estúpida en cualquier caso y más adelante se preguntaría por qué se le había ocurrido. Era evidente que si quería seguir vivo para volver a casa lo mejor que hubiera podido hacer era tirarse entre la hierba para esconderse.
Fue Charlie Dale, en el extremo izquierdo, quien vio el primer emplazamiento, el primero ocupado que había visto cualquiera de ellos. Lo bastante alejado por la izquierda para estar más allá de su flanco, no tenía más que una ametralladora; era un simple agujero cavado en la tierra y cubierto de palos y hierba kunai. Desde el agujero negro podía ver cómo le escupía fuego el cañón de la ametralladora. En realidad, probablemente Dale era el más calmado de todos. Sin imaginación ninguna, había organizado su improvisada escuadra y les había encontrado ansiosos de aceptar su autoridad con tal que les dijese qué tenían que hacer. Ahora les metió prisa, pero sin aullar ni rugir como Keck y Bell. A Dale le parecía que el hecho de que un suboficial no aullara de ese modo, producía una impresión mucho mejor, pues eso no era nada distinguido. Hasta ahora no había disparado ni un tiro. ¿Para qué, cuando no había objetivos? Cuando vio el emplazamiento quitó el seguro con cuidado y disparó una larga ráfaga de metralleta directamente al agujero a unos veinte metros de distancia. Antes de que pudiera soltar el gatillo se le encasquilló el arma. Pero bastó con esta ráfaga para que se parase la ametralladora, por lo menos de momento, y Dale corrió hacia ella sacándose una granada de la camisa. A los diez metros tiró la granada como si estuviera jugando al béisbol, haciéndose un daño tremendo en el hombro. La granada desapareció por el agujero y luego estalló lanzando hacia arriba los palos, la hierba y tres muñecos de trapo, y volviendo del revés a la ametralladora. Dale se volvió a su escuadra lamiéndose los labios y sonriendo con orgullo baboso.
—Vamos, chicos —dijo—. A ver si seguimos adelante.
Casi habían terminado. A la derecha del centro descubrieron el soldado de primera Doll y otro hombre un segundo emplazamiento pequeño al mismo tiempo. Disparó cada uno un cargador al agujero y Doll metió una granada, manteniendo su muda competición. «Ya verá cuando se entere», pensó satisfecho, porque no sabía que también Dale había acabado con uno. Pero duró poco la satisfacción, para Doll y para todos los demás, cuando siguieron corriendo. El deshacerse de dos emplazamientos de ametralladora no cambiaba apreciablemente el volumen del fuego japonés. Seguían martilleándoles ametralladoras desde aparentemente los cuatro puntos cardinales. Seguían cayendo hombres. Seguían sin localizar ninguno de los puntos más fuertes. Directamente frente a ellos, a treinta metros de distancia, una formación de rocas formaba una plataforma de poco más de un metro que cruzaba su frente. Instintivamente empezaron a correr todos hacia ella, mientras detrás de ellos Keck rugía la inútil orden:
—¡La plataforma! ¡Id hacia la plataforma!
Se metieron confusamente bajo su protección, todos gimiendo audiblemente de agotamiento. El esfuerzo y el calor habían sido demasiado. Algunos vomitaron. Uno de los hombres llegó hasta la plataforma, hizo un gorgoteo sin sentido y luego —con los ojos en blanco— se desmayó postrado por el calor. No había nada con que darle sombra. Beck el severo se aflojó el cinturón y la ropa. Luego se apoyaron contra la plataforma bajo el sol de mediodía y olieron el polvo caliente con olor a verano. A su alrededor zumbaban los insectos. Se había detenido el fuego.
—¿Qué hacemos ahora, Keck? —preguntó alguien por fin.
—Vamos a quedarnos aquí. A lo mejor nos mandan algunos refuerzos.
—¡Ah! ¿Para qué?
—¡Para capturar las malditas posiciones jodidas que nos tienen aquí! —gritó Keck nervioso—. ¿Qué te creías?
—¿De verdad quiere usted seguir adelante?
—No sé. No. No quiero volver a cargar hacia arriba. Pero si nos mandan refuerzos podemos desplegarnos y, a lo mejor, localizar dónde están todas esas malditas ametralladoras jodidas. De todas formas es mejor que volver abajo en medio de todo esto. ¿Queréis volver abajo? —preguntó.
A esto no respondió nadie y a Keck no le pareció necesario seguir. Al contarse descubrieron que habían dejado tras ellos a doce hombres muertos o heridos en la pendiente. Era casi una escuadra completa, casi un tercio del total. Entre los doce se contaba McCron. Cuando Bell le dijo lo de McCron, Keck nombró a Bell cabo primero interino en su lugar. A Bell no le podía importar menos.
—Tendrá que arreglárselas por su cuenta, igual que los demás heridos —dijo Keck. Siguieron acostados bajo el sol ardiente. Por la tierra se arrastraban hormigas al pie de la plataforma.
—¿Y si bajan los japoneses con muchas fuerzas y nos echan de aquí? —preguntó alguien.
—No lo creo —dijo Keck—. Están en peor situación que nosotros. Pero mejor será poner un centinela. Doll.
Bell se quedó con la cara apoyada en la roca frente a Witt. Witt le devolvía la mirada. Yacían silenciosamente en el calor lleno de los zumbidos de los insectos, mirándose. Bell pensaba que Witt había salido bien. Igual que él. ¿Qué potencia sería la que decidía que le pegasen a un hombre, que le matasen, en vez de a otro? Así que ya había acabado el pequeño ataque de tanteo de Bugger. Si fuera una película tendría que acabarse y decidir algo. En una película o en una novela lo dramatizarían e irían poniendo en marcha el punto culminante del ataque. Cuando llegase el ataque en la película o la novela sería satisfactorio. Se decidiría algo. Tendría un aspecto de sentido y haría sentir un aspecto de emoción. Aunque muriese el héroe, seguiría teniendo un significado. El arte, decidió Bell, el arte creativo, era una mierda.
A su lado, Witt, a quien aparentemente no molestaba ninguno de estos problemas, se puso de rodillas y sacó cautelosamente la cabeza por encima de la plataforma. Bell siguió pensando.
Allí no había nada significativo. Y las emociones eran tantas y estaban tan entremezcladas que resultaban indescifrables y no se podían desenredar. No se había decidido nada y nadie se había enterado de nada. Pero, lo que era más importante de todo, no había terminado nada. Aunque hubieran tomado toda la colina no hubiera terminado nada. Porque mañana, o pasado, o al otro, les volverían a llamar para que hiciesen lo mismo, quizá bajo circunstancias aún peores. El concepto era tan inmenso, tan paralizante, que le dio una sacudida a Bell. Isla tras isla, colina tras colina, cabeza de playa tras cabeza de playa, año tras año. Le aturdía.
Seguro que acabaría alguna vez, claro, y casi seguro —debido a la producción industrial—, acabaría en una victoria. Pero aquel punto en el tiempo no tenía relación con ninguno de los individuos comprometidos ahora. Sobrevivirían algunos, pero ningún individuo podía sobrevivir. Era una discrepancia en los métodos de contar. Todo el asunto resultaba demasiado vasto, demasiado complicado, demasiado tecnológico para que pudiera contar con él ni un solo individuo. Sólo contaban las colecciones de hombres, sólo las comunidades de hombres, sólo las cantidades de hombres.
El peso de tal proposición resultaba mortífero, casi demasiado pesado para poder soportarlo, y Bell quería quitárselo de la cabeza. ¿Individuos libres? ¡Ja! En algún momento desde aquel en que habían desembarcado los primeros infantes de marina y éste de la batalla, había cambiado la manera de guerrear americana de la guerra individual a la guerra colectiva, o quizá sólo fuera una ilusión suya, quizá sólo se lo pareciera a él porque él mismo estaba ahora comprometido. ¿Pero individuos libres? ¡Vaya un jodido mito! Cantidades de individuos libres, quizá: colectividades de individuos libres, y así emergió por fin el punto más importante de los serios pensamientos de Bell.
En algún momento preciso entre ayer a estas horas y hoy a estas horas le había llegado a Bell la consciencia espontánea de que estadística, matemática, aritméticamente, de cualquier forma que quisiera uno contarlo, él, John Bell, no podía terminar vivo aquella guerra. No sería posible que volviera a ver su casa y su mujer, Marty Bell. Así que en realidad no importaba lo que hiciera Marty, que le dejase o no, porque él no estaría allí para acusarla.
La emoción que creó en Bell aquella revelación no fue de sacrificio, resignación, aceptación y paz. Por el contrario, fue una emoción irritada y ardorosa de frustración impotente, que le hizo desear arrastrarse frotándose los costados contra las rocas para aliviar el picor. Seguía sin apartar la cara de la roca.
A su lado, Witt, todavía arrodillado para mirar, gritó de repente. Desde el otro extremo chilló también Doll simultáneamente:
—¡Viene algo!
—¡Viene algo! ¡Algo se acerca!
Como un solo hombre, la línea se lanzó hacia arriba y hacia delante, con los fusiles dispuestos. A cuarenta metros de distancia corrían hacia ellos siete japoneses calvos, con polainas, con cara de hambre, cruzando una zona sin hierba y con granadas en la mano derecha y fusiles con bayoneta calada en la izquierda. La metralleta de Keck, tras disparar casi toda la munición en la subida, había acabado por encasquillarse también. No podía funcionar ninguna de las metralletas. Pero el fuego masivo de fusilería de la plataforma se deshizo rápidamente de los siete japoneses. Sólo uno pudo lanzar, y la granada, fallida, cayó corta. En el mismo momento en que debería haber estallado, se oyó una explosión medio ahogada detrás de ellos. Con la excitación del ataque y la defensa siguieron disparando a los siete japoneses que yacían en la pendiente. Cuando pararon sólo seguían moviéndose dos cuerpos. Witt el de Kentucky les metió un tiro mortal a cada uno y dijo:
—Nunca se sabe con estos hijos de puta de suicidas. Aunque les hayas dado.
Fue Bell el primero que recordó la explosión detrás de ellos y se volvió a ver qué la había causado. Lo que vio fue al sargento Keck caído de espaldas con los ojos cerrados, en una postura extrañamente grotesca, agarrando todavía la anilla de seguridad de una granada en la mano derecha. Gritó Bell y corrieron hacia allí, le dieron la vuelta con suavidad y vieron que no podían hacer nada por él. Tenía voladas toda la nalga derecha y parte de la espalda. Se podían ver algunos de los órganos internos, latiendo regularmente, cumpliendo con sus funciones como si no hubiera pasado nada. La cavidad fue llenándose lentamente de sangre.
Era evidente lo que había ocurrido: durante el ataque, quizá porque tenía la metralleta encasquillada, pero de todas formas sin disparar el fusil, Keck se había echado mano al bolsillo para sacar una granada. Y con el nerviosismo la había cogido por la anilla. Bell, por lo menos, experimentó un terror mareante, casi como un desmayo momentáneo al pensar en Keck poniéndose de pie y mirando la anilla que tenía en la mano. Keck había saltado atrás y se había sentado contra un monticulillo de tierra para proteger a los demás. Entonces había estallado la granada.
Keck no protestó cuando le movieron. Estaba consciente, pero aparentemente no tenía ganas de hablar y prefería seguir con los ojos cerrados. Se sentaron dos con él e intentaron hablarle y darle seguridades mientras los demás volvían a la línea, pero Keck no respondió y mantuvo cerrados los ojos. Se le retorcían temblorosos los pequeños músculos de las comisuras de la boca. No habló más que una vez. Dijo claramente sin abrir los ojos:
—Vaya un jodido truco de recluta. —Y cinco minutos después dejó de respirar. Los hombres volvieron atrás. Ahora tenía el mando Milly Beck, como suboficial más antiguo.
Stein había observado aquel estúpido contraataque japonés desde la cima del tercer pliegue. Los siete japoneses habían salido de una enorme formación rocosa, corriendo desde el principio y demasiado cerca ya de los americanos para que se atreviese Stein a ordenar a su ametralladora que disparase. De todas formas, el contraataque estaba condenado a fracasar. ¿Por qué lo habían hecho? ¿Por qué, si querían expulsar de la colina al pelotón de Stein, no habían mandado más fuerzas? ¿Por qué sólo siete hombres? ¿Y por qué habían salido a campo abierto? Podrían haberse deslizado entre la hierba hasta meterse encima de Keck y haber tirado las granadas desde allí. ¿Lo habrían hecho todo aquellos siete hombres por cuenta propia, sin órdenes? ¿O eran de aquel tipo de locos voluntarios religiosos que querían entrar en el Nirvana o como lo llamasen? Stein no les comprendía y no les había comprendido nunca. Aquel servicio de té increíblemente delicado y ritual, aquellas pinturas exquisitamente delicadas, como la poesía; las decapitaciones y las torturas increíblemente crueles y sádicas. Él era un hombre pacífico. Le daban miedo. Cuando el pelotón se deshizo de ellos con tanta facilidad con fuego de fusilería esperó que llegara otro ataque de más importancia, pero en cierto sentido se daba cuenta intuitivamente de que no llegaría y tenía razón.
Stein no había pensado que hubiera algún herido en aquel ataque, así que se sorprendió cuando se reunieron los hombres en torno a una figura en el suelo. Los de la colina estaban un poco más altos que él en su posición y desde esta distancia —más de doscientos metros— resultaba imposible saber quién era. Esperando desesperado que no fuera Keck, llamó a Band para que le diera los gemelos, los enfocó y vio que era él. Casi inmediatamente silbó una bala de fusil a unos centímetros de su cabeza. Alarmado y con los ojos muy abiertos se tiró al suelo y rodó dos veces hacia la izquierda. Había olvidado sombrear las lentes y habían brillado al sol. Esta vez las protegió con las manos y comprobó que era Keck el que había muerto y vio que el cabo primero Beck le miraba —o por lo menos miraba hacia él— y hacia la vieja señal del ejército que significaba: «Converged hacia mí». ¿Quería refuerzos? Treinta y cinco metros detrás de Stein estalló otro proyectil de mortero y alguien gritó. Volvió a agacharse.
El agotamiento, la tensión nerviosa y el miedo estaban empezando a acabar con Stein. Cuando miró el reloj no pudo creer que era ya más de la una. De repente se sintió hambriento. Bajando los gemelos sacó una tableta de las raciones de emergencia e intentó masticarla, pero no pudo hacerla pasar por lo seca que tenía la boca de falta de agua. Tuvo que escupir la mayor parte. Cuando volvió a mirar por los gemelos vio que Beck volvía a hacer la misma señal. Mientras miraba, Beck se detuvo y volvió a la plataforma. Stein maldijo. Había fracasado y su pequeño ataque con tres escuadras estaba detenido. No había suficientes hombres. Stein llegaba a poner en duda que dispusiera de los hombres suficientes. Acababa de ver a dos pelotones completos de «B de Baker» en la colina de la izquierda que volvían corriendo tras un ataque fallido por la Bolera en un intento de flanquear la colina herbosa de la derecha. ¡Y Beck quería refuerzos!
Toda aquella jodida colina de mierda era un panal gigantesco de emplazamientos. Era nada menos que una fortaleza. Él mismo se acercaba cada vez más al limbo del total agotamiento mental. Resultaba difícil intentar actuar con bravura ante los hombres de uno cuando en realidad estaba lleno de miedo. ¡Y Beck quería refuerzos!
Stein se había echado atrás y había observado con lágrimas en los ojos cómo Keck llevaba a sus tres escuadras por la condenada colina. Junto a él había estado George Band mirando ansiosamente por los gemelos, con una sonrisa dura. Pero Stein se había atragantado y había llorado lo bastante para que se le pusiera todo borroso y había tenido que secarse los ojos rápidamente. Había contado personalmente a cada uno de los doce que habían caído. Eran sus hombres y había fallado en su responsabilidad para con cada uno de los que caían. Y ahora le pedían que mandara más detrás de ellos.
Bien, podía mandar a las dos escuadras que quedaban del segundo pelotón. Se las podía sacar y mandar al tercer pelotón de reserva a la cima para que hiciese fuego de cobertura. Pero antes de hacerlo se proponía hablar con el teniente coronel Tall para obtener la opinión y el consentimiento de Tall. Stein sencillamente no quería aceptar esta responsabilidad, por lo menos de manera exclusiva. Rodando sobre sí mismo hizo un gesto al cabo Fife para que le trajera el teléfono. Dios, qué cansado estaba. Fue justo entonces cuando oyó Stein los primeros gritos chillones que llegaban del valle.
Tenían un sonido de locura. Lo que les faltaba de volumen, y les faltaba mucho, lo compensaban con sus calidades de penetración y su longitud. Llegaban en series, cada una de las cuales duraba más de cinco segundos y duraron en total treinta segundos. Luego siguió el silencio bajo el estruendo constante de los disparos.
—¡Dios! —dijo Stein ferviente. Miró a Band, al que encontró mirándole con ojos dilatados.
—¡Rediós! —dijo Band.
Desde abajo, alta y chillona, se repitió la serie de gritos. No eran normales.
Stein pudo distinguirle fácilmente con los gemelos, que le acercaban mucho, demasiado quizá para su tranquilidad. Había caído casi al final de la cuesta, a unos setenta y cinco u ochenta metros, bastante cerca del otro, de Catt, el de Misisipí, que visto a través de los prismáticos estaba evidentemente muerto. Ahora intentaba volver a rastras. Le habían pegado justo entre las ingles con una ráfaga de ametralladora pesada que le había abierto todo el vientre. Echado de espaldas, con la cabeza hacia arriba, con las dos manos apretadas sobre el vientre para contener los intestinos, intentaba volver a subir la cuesta empujándose con las piernas. Por los gemelos veía Stein los lazos de venas azules de los intestinos que sobresalían por entre los dedos ensangrentados. Apenas se podía decir que se moviera, ya que avanzaba apenas un centímetro cada vez. Había perdido el casco y con la cabeza echada atrás, la boca y los ojos muy abiertos, miraba directamente a Stein, como si estuviera mirando a una Tierra Prometida. Mientras Stein le miraba se dejó caer y, cerrando los ojos, emitió otra vez su serie de chillidos. Llegaron débilmente a los oídos de Stein, en exactamente la misma secuencia que antes. Luego, tras descansar un segundo y tragar saliva, chilló algo distinto:
—¡Ayudadme! ¡Ayudadme! —oyó Stein. Sintiéndose enfermo y mareado, bajó los prismáticos y se los pasó a Band.
—Telia —dijo.
Band miró durante largo rato. Luego bajó también él los prismáticos. Tenía una expresión despistada y asustada en los ojos cuando volvió a mirar a Stein y dijo:
—¿Qué vamos a hacer?
Intentando encontrar una respuesta, Stein notó que algo le tocaba la pierna. Pegó un salto y un grito, corriéndole el miedo por todo el cuerpo como mercurio. Dándose la vuelta se encontró mirando hacia abajo a los ojos aterrorizados de Fife, que le alargaba el teléfono. Demasiado nervioso para someterse ni enfadarse, Stein le hizo un gesto impaciente.
—Ahora no. Ahora no. —Y empezó a llamar a los sanitarios, uno de los cuales ya se acercaba. Desde abajo volvió a llegar la serie demencial de chillidos, idénticos y sin cambios.
No eran Stein y Band los únicos que los habían oído. También los había oído todo el resto del segundo pelotón, que yacía a lo largo de la cima del pliegue. Y también el sanitario que corría ahora inclinado por la pendiente hacia Stein. Y también Fife.
Cuando su jefe le dijo que no quería el teléfono, Fife se había vuelto a caer exactamente donde estaba y se había pegado a la tierra todo lo que podía. Seguían cayendo proyectiles de mortero a intervalos de alrededor de un minuto; a veces se podía oír aquel extraño silbido monótono durante dos segundos antes de la caída y Fife estaba completamente aterrado por ellos. Había perdido la capacidad de pensar razonablemente y se había convertido en un trozo de protoplasma inerte al que le podían hacer moverse, pero sólo mediante la aplicación de los estímulos adecuados. Desde que se había decidido a no hacer más que lo que le dijeran estrictamente, pero nada más que eso, se había quedado exactamente en el mismo sitio hasta que Stein le había pedido el teléfono. Ahora se quedó en el mismo sitio y esperó a que le dijeran otra cosa. Esto le dejaba poco tranquilo, pero no sentía ningún deseo de hacer ni decir nada más. Si no le funcionaba bien el cuerpo, la cabeza sí le funcionaba, y Fife se daba cuenta de que la inmensa mayoría de la compañía tenía las mismas reacciones que él. Pero todavía quedaban aquellos que, por uno u otro motivo propio, se levantaban y andaban por allí ofreciendo hacer cosas sin que se lo ordenaran. Fife se daba cuenta de ello porque les veía, pues si no quizá no lo hubiera creído. Su reacción ante éstos era de un culto intenso e impresionado a los héroes, que incluía unos dos tercios de odio rabioso y vergüenza. Pero cuando intentaba forzar a su cuerpo a ponerse de pie y pasearse, le resultaba sencillamente imposible. Se alegraba de ser un escribiente encargado exclusivamente del teléfono en vez de un suboficial de escuadra de los que estaban allí con Keck, Beck, McCron y los demás, pero hubiera preferido ser escribiente de la plana mayor del batallón allá en la cota 209, o mejor todavía escribiente del regimiento allá entre los cocoteros, o mejor todavía escribiente en el Estado Mayor del Ejército en Australia, o en Estados Unidos. Justo encima de él, en la pendiente, podía oír a Bugger Stein que hablaba con el sanitario, y cogió una frase al vuelo: «Le han volado el vientre». Luego le llegó la palabra «Telia». Así que era Telia el que estaba chillando de aquella manera allá abajo. Eran las primeras noticias concretas que había tenido Fife de nadie desde la muerte de los dos tenientes y de Grove. Apretó la cara contra la tierra, sintiéndose mal, mientras Bugger y el sanitario avanzaban unos metros para volver a mirar. Telia había sido amigo suyo, por lo menos durante algún tiempo. Con un cuerpo de dios griego, no demasiado inteligente, era un hombre bondadosísimo y agradable a pesar de su oficio de pocero en Cambridge. Massachusetts. Y ahora Telia sufría en realidad aquel destino que Fife se había pasado la mañana imaginando que sería el suyo. Fife se encontró mal. Era tan diferente de los libros que había leído, tan terriblemente definitivo. Lentamente, con una trepidación por aventurarse tanto, levantó la cabeza una fracción del suelo para mirar a los dos hombres de los prismáticos con ojos obsesionados por el dolor y llenos de miedo.
Seguían hablando:
—¿Te das cuenta? —preguntó Stein ansioso.
—Sí, señor. Lo bastante —dijo el sanitario. Era el mayor de los dos, el que tenía el aire más estudioso. Le pasó los prismáticos a Stein y se volvió a poner las gafas—. No podemos hacer nada por ayudarle a él. Habrá muerto antes de que le podamos llevar a un cirujano. Y tiene las tripas llenas de tierra. No se le podrá arreglar ni con sulfamidas. ¡Con estas junglas!
Hubo una pausa antes de que volviera a hablar Stein:
—¿Cuánto tiempo?
—¿Dos horas? ¿Quizá cuatro? Quizá sólo una o menos.
—Pero maldita sea, hombre —estalló Stein—. ¡No lo podemos aguantar todo ese tiempo! —E hizo otra pausa—. ¡Y no digamos él! Y no te puedo pedir que vayas ahí abajo.
El sanitario estudió el terreno. Parpadeó varias veces tras las gafas.
—A lo mejor vale la pena intentarlo.
—Pero tú mismo has dicho que no se puede hacer nada por ayudarle.
—Por lo menos le podría meter una ampolla de morfina.
—¿Bastaría para hacer que se callara? Negó el sanitario con la cabeza:
—No mucho rato. Pero podría darle dos. Y podría dejarle tres o cuatro para que se las pusiera él solo.
—Pero a lo mejor no querría. Está delirando. ¿No podrías, como si dijéramos, ponérselas todas de golpe? —preguntó Stein.
El sanitario se volvió a mirarle y dijo:
—Le mataría, mi capitán.
—Oh —dijo Stein.
—No podría hacerlo —dijo el sanitario—. De verdad que no.
—Bueno —dijo Stein sombrío—. Bien, ¿entonces, quieres probarlo?
Desde abajo se levantaron sobre ellos las series fijas e invariables de chillidos, los gritos extrañamente mecánicos del hombre de quien hablaban, inflexibles, enloquecidos esta vez, temblando un poco al final.
—Dios, espero que no empiece a llorar —dijo Stein—. ¡Maldita sea! —gritó cerrando un puño—. Si no hacemos algo con él, no le va a quedar a mi compañía ni una pizca de espíritu de combate.
—Iré yo, mi capitán —le dijo el sanitario solemnemente, respondiendo a la pregunta de antes—. Después de todo, es lo que me corresponde. Y después de todo merece la pena intentarlo, ¿no le parece, mi capitán? —dijo señalando significativamente hacia el punto en que acababa de cesar la serie de chillidos—. Para que deje de chillar.
—Dios —dijo Stein—, no lo sé.
—Voy voluntario. Ya sabe usted que he bajado antes de ahora. No me darán, mi capitán.
—Pero antes estaban a la izquierda. Aquí es peor.
—Soy voluntario —dijo el sanitario, haciendo un guiño de comprensión a su capitán.
Stein esperó unos segundos antes de decir:
—¿Cuándo quieres ir?
—Da igual —dijo el sanitario—. Ahora mismo. —Y empezó a levantarse.
Stein le detuvo con un brazo.
—No, espera. Por lo menos te puedo dar algo de fuego de cobertura.
—Prefiero ir ahora, mi capitán. Para acabar de una vez.
Habían estado echados uno al lado del otro, tocándose casi con los cascos al hablar, y ahora Stein se volvió para mirar al muchacho. No podía dejar de preguntarse si no sería él el responsable de que se presentara voluntario. Quizá. Suspiró.
—Bien. Adelante.
Asintió el sanitario, mirando justo delante de sí, luego saltó, se agachó y desapareció sobre la cresta del pliegue.
Todo terminó casi antes de empezar. Corriendo como un animal silvestre en plena huida, con la red de equipo sanitario bamboleándole a la espalda, llegó donde estaba herido Telia, se dio la vuelta para quedar frente a él en la cuesta, luego cayó de rodillas con las manos metidas ya en la bolsa donde guardaba las ampollas. Antes de que pudiera sacar la tapa protectora de la aguja, una ametralladora, una sola ametralladora, abrió fuego desde la colina, cosiendo a tiros toda la zona. A través de los prismáticos, Stein le vio enderezarse, con los ojos y la boca muy abiertos, la cara floja, no tanto de incredulidad o de impresión mental como de mera sorpresa fisiológica. Se vio uno de los objetos que le habían golpeado que, al no encontrar hueso, salía por el pecho desgarrándole el paño verde, arrancándole un botón y abriéndole la camisa. A través de los prismáticos, Stein vio cómo la aguja ya desnuda, por designio deliberado o por un mero reflejo, se metía en su propio brazo por debajo de la manga subida. Luego cayó hacia delante sobre la cara, aplastando bajo sí la ampolla y sus propias manos. No volvió a moverse.
Stein, mirándole todavía a través de los prismáticos, esperó. No podía escapar a la sensación de que iba a suceder algo más importante, más terrible todavía. Hacía unos segundos que estaba vivo y que Stein estaba hablando con él, ahora estaba muerto. Sin más. Pero dos cosas distrajeron la atención de Stein antes de que pudiera seguir pensando. Una era Telia, que empezó a aullar ahora con un tono chillón, tembloroso y de falsete, histérico, completamente distinto de sus gritos anteriores. Volviéndole a mirar por los prismáticos —casi se había olvidado de él mientras contemplaba al sanitario— Stein vio que había caído de lado, con la cara apretada contra la tierra. Era evidente que le habían vuelto a herir, y mientras intentaba contener los intestinos con una mano ensangrentada, se llevaba la otra a la nueva herida que tenía en el pecho. Stein pensó que por lo menos le podían haber matado, ya que le habían vuelto a disparar. Aquellos gritos, que ahora sólo cesaban el tiempo necesario para recuperar el aliento, eran para todos infinitamente peores que los anteriores, tanto en su penetración como en su longitud. Pero ya no disparaban más. Y como para demostrarlo, sonó una voz lejana que dijo varias veces con acento oriental:
—¡Hola, yanqui, Hola! ¡Glita, yanqui, glita!
La otra cosa que atrajo la atención de Stein fue algo que vio por el rabillo del ojo por los prismáticos mientras miraba a Telia preguntándose qué podría hacer. Una figura emergió de entre la hierba de la colina de la derecha. Andaba hacia atrás por la llanura y luego subió la pendiente delantera del pliegue. Volviendo los prismáticos hacia ella, Stein vio que era su cabo primero McCron, que se retorcía las manos y lloraba. Sobre la cara sucia se destacaban dos rayas grandes y limpias de piel clara que corrían desde los ojos hasta la barbilla, acentuándole los ojos como si fuera un actor trágico en una tragedia griega. Y siguió avanzando mientras detrás de él abrían fuego las ametralladoras y las armas individuales, levantando montones de tierra en torno suyo. Y siguió avanzando con los hombros encorvados, la cara retorcida, retorciéndose las manos, con más aspecto de vieja en un funeral que de soldado de infantería de choque, sin correr ni zigzaguear. Con una incredulidad furiosa, Stein le observó pegado a sus prismáticos. No le tocaba nada. Cuando llegó a la cima del pliegue se sentó junto a su capitán retorciéndose las manos y llorando.
—Muertos —dijo—. Muertos todos, mi capitán. Todos. Yo soy el único. Los doce. Doce jovencitos. Yo les cuidaba. Les enseñaba todo lo que sabía. Les ayudaba. No importó nada. Muertos.
Era evidente que sólo hablaba de su escuadra de doce hombres, que Stein sabía, no podían estar todos muertos.
Desde abajo, porque seguía sentado al descubierto junto a él, que estaba agachado, le agarró alguien del tobillo y le hizo agacharse por la fuerza. Al cabo Fife, que había visto marcharse al vomitado Sico y que estaba ahora mirando a McCron con sus propios ojos llenos de miedo, le parecía que tenía una expresión no exactamente astuta, pero que parecía decir que mientras era verdad lo que contaba, no era toda la verdad, lo cual hacía pensar a Fife que igual que Sico, McCron había encontrado su propia excusa. A Fife esto no le irritaba. Por el contrario, le daba envidia y deseaba encontrar otro mecanismo que él pudiera utilizar con éxito.
Aparentemente, Stein sentía algo parecido. Con una sola mirada más a las manos retorcidas y a las lágrimas de McCron, ya a salvo, Stein volvió la cabeza y llamó al sanitario.
—Aquí, mi capitán —dijo el sanitario más joven, justo detrás de él. Había venido por su cuenta.
—Llévale a retaguardia. Y cuando llegues allí, les dices que necesitamos ya otro sanitario. Por lo menos uno.
—Sí, señor —dijo el muchacho con solemnidad—. Vamos, Mac. Así. Vamos, muchacho. Ya se arreglará todo. Ya se arreglará todo.
—No comprendéis que se han muerto todos —decía McCron con severidad—. ¿Cómo se va a arreglar eso? —Pero permitió que le llevaran del brazo. La última vez que le vio «C de Charlie» fue cuando él y el sanitario desaparecieron tras el segundo pliegue, a unos setenta y cinco o cien metros de distancia. Algunos de ellos volverían a ver aquella cara obsesionada más tarde en el hospital de la división, pero grueso de la compañía ya no le volvió a ver.
Stein suspiró. Con esta última crisis resuelta y encargada a alguien, podía volver a dedicarle su atención a Telia. El italiano seguía soltando sus quejidos penetrantes y no parecía dar muestras de que fuera a agotarse pronto. Si seguía igual iba a enervarles a todos. Durante una fracción de segundo le pasó a Stein por la cabeza una visión espeluznante y romántica de sí mismo cogiendo la carabina y pegándole un tiro en la cabeza al moribundo. Pero la visión pronto pasó sin transformarse en realidad. Era algo que se veía en las películas o se leía en los libros. Pero él no era de esa clase de hombres y lo sabía. Detrás de él los hombres de su pelotón de reserva, con las mejillas apretadas contra la tierra, le contemplaban con caras pálidas y sucias en una larga línea de ojos en blanco y nerviosos. Parecía que los chillidos desgarraban el aire, como una gigantesca sierra circular que cortase trozos enormes de roble, haciendo temblar las columnas vertebrales hasta partirlas en pedazos. Pero Stein no sabía qué hacer. No podía enviara otro hombre allí abajo. Tenía que abandonar. Se apoderó de él una furia incrédula y ofendida al pensar en McCron que volvía atrás lentamente por en medio de todos aquellos disparos y sin un rasguño. Hizo un gesto furioso a Fife para que le pasara el teléfono y seguir con la llamada al teniente coronel Tall que había interrumpido con los primeros gritos de Telia. Luego, justo cuando se estaba preparando para hablar, se levantó agitado y aullador a su lado un pedrusco grande vestido de verde, a su derecha, coronado por una piedra de color metálico. Tomando las cosas terrenales en sus manos saltó sobre la cima del pliegue gruñendo obscenos tacos guturales antes de que Stein pudiera ni siquiera gritar:
—¡Welsh! —Y ya estaba el brigada galopando a toda velocidad cuesta abajo.
Welsh vio todo lo que había delante de él con una claridad singular, prístina y furiosamente cristalina: la pendiente pedregosa y con escasa hierba, marcada por los morteros y las balas, la brillante luz del sol ardiente y el cielo de una profundidad cerúlea, las nubes increíblemente blancas por encima de la herradura elevada de la Cabeza del Elefante, la serenidad amarillenta de la colina que había delante de él. No sabía cómo se encontraba haciendo aquello ni por qué. Estaba sencillamente furioso, furioso con un odio negro, amargo y asqueado por todo y por todos los tíos de aquel jodido mundo cabrón. No sentía nada. Corría sin pensar. Miraba curiosamente y con indiferencia a las pequeñas explosiones que empezaban a brotar en el suelo en torno a él. Furioso, furioso. Había tres cuerpos en la pendiente, dos muertos y uno vivo y gritador. Sencillamente, Telia tenía que dejar de gritar; no era digno. Ahora brotaban por todas partes en torno a él pequeños volcanes de tierra levantada por las balas. El estruendo que se había cernido a varios niveles en el aire durante todo el día, había descendido casi a nivel de tierra y estaba dirigido personalmente y de manera explícita contra él. Welsh siguió corriendo, dominando sus ganas de reírse. Se había apoderado de él una especie de curioso éxtasis. Era el blanco, el único blanco. Por lo menos estaba todo claro. Por fin se veía la verdad. Lo había sabido desde siempre.
—¡Que os jodan! —gritó a todo el mundo y con toda la fuerza de sus pulmones. Welsh, contento, siguió corriendo—. ¡Cogedme si podéis! ¡Cogedme si podéis!
Haciendo unos zigzags perfectos, bajó hasta el final. Si un jodido chalado como McCron podía llegar paseándose como si nada, uno verdaderamente inteligente como él podría bajar y volver a subir. Pero cuando se detuvo y cayó sobre el estómago junto al italiano mutilado se dio cuenta de que no había hecho planes para cuando llegase aquí. Se vio apurado durante unos segundos y momentáneamente nervioso Y cuando miró a Telia le dominó una amabilidad avergonzada. Suavemente, avergonzado todavía, le tocó en el hombro y gritó estúpidamente:
—¿Qué tal, muchacho?
A mitad de un chillido, Telia volvió los ojos hacia él como un caballo enloquecido hasta ver quién era. No dejó de chillar.
—Tienes que callarte —gritó Welsh con una mirada sombría—. He venido a ayudarte.
Esto no tenía realidad alguna para Welsh. Telia se estaba muriendo y quizá para él resultaba real, pero para Welsh no resultaban reales los intestinos de venas azules, las moscas, las manos ensangrentadas, la sangre que manaba lentamente de la otra herida más reciente cada vez que respiraba, todo aquello no tenía más realidad para Welsh que una película. Él era John Wayne y Telia era John Agar.
Por fin se paró el chillido porque sí, por falta de aliento, y Telia respiró, haciendo que saliera más sangre del agujero del pecho. Cuando habló lo hizo sólo unos decibeles más bajo que los chillidos.
—¡Joder! —aulló—. ¡Me estoy muriendo! ¡Me muero, mi brigada! ¡Míreme! ¡Estoy todo roto! ¡Apártese de mí! ¡Me estoy muriendo! —Y volvió a respirar haciendo que le saliera más sangre del pecho.
—Muy bien —gritó Welsh—, pero para eso hace falta que no hagas tanto ruido —dijo empezando a parpadear y sintiendo un cosquilleo en la espalda cada vez que una bala pegaba en la tierra.
—¿Cómo me va a ayudar?
—Te llevaré atrás.
—¡No me puede llevar! ¡Si de verdad me quiere ayudar pégueme un tiro! —chilló Telia abriendo mucho los ojos y moviéndolos de lado a lado.
—Estás chalado —dijo Welsh gritando en medio del ruido—. Ya sabes que no puedo hacer eso.
—¡Claro que sí! Tiene usted la pistola. ¡Sáquela de una jodida vez! Si quiere ayudarme pégueme un tiro para acabar de una vez. ¡No puedo aguantar! ¡Tengo miedo!
—¿Duele mucho? —gritó Welsh.
—¡Claro que duele, so imbécil, hijo puta! —exclamó Telia. Luego hizo una pausa para respirar y sangrar y tragó saliva con los ojos cerrados—. No puede llevarme.
—Ya veremos —gritó Welsh, sombrío—. Tú confía en el viejo Welsh. Fíate del viejo Welsh. ¿Te he engañado alguna vez? —dijo, dándose cuenta, sabiendo perfectamente que no podría quedarse mucho tiempo más. Ya estaba nervioso, sobresaltado y agitado, sin poder dominarse bajo el fuego. Se agachó, fue hacia la cabeza de Telia y le cogió de los sobacos para tirar. Welsh pudo notar en los brazos cómo se estiraba el cuerpo antes incluso de que chillara Telia:
—¡Aaaayyy! —con un grito terrible—. ¡Me mata! ¡Me está usted partiendo en dos! ¡Bájeme, maldita sea, bájeme!
Welsh le dejó caer rápidamente por un mero reflejo. Demasiado rápido. Telia cayó de golpe, gimiendo:
—¡Hijo puta! ¡Hijo puta! ¡Déjeme en paz! ¡Déjeme en paz! ¡No me toque!
—Deja de gritar —chilló Welsh, sintiéndose completamente estúpido—, que no es digno. —Y parpadeando, con los nervios moviéndosele como unos flecos al viento y amenazando con fallarle, se acercó sombrío a Telia—. Bueno, entonces vamos a probar de esta forma. —Y metiendo un brazo bajo las rodillas del italiano y otro bajo los hombros, le levantó. Telia no era bajo, pero Welsh era todavía más alto y en aquel momento estaba dotado de unas fuerzas sobrehumanas. Pero cuando le levantó e intentó llevarle como a un niño, el cuerpo se cerró casi como una navaja. Volvió a sonar aquel chillido terrible:
—¡Aaaaayyyy! ¡Bájeme! ¡Bájeme! ¡Me parte usted en dos! ¡Bájeme!
Esta vez Welsh se las arregló para bajarle con lentitud.
Gimiendo, Telia quedó yacente e insultándole:
—¡Hijo puta! ¡Jodido! ¡Bastardo! ¡Le he dicho que me deje en paz! ¡No le he pedido que baje aquí! ¡Largo! ¡Déjeme en paz, so mierda! ¡Váyase lejos de mí! —Y volviendo la cabeza a otro lado y cerrando los ojos volvió a empezar sus chillidos penetrantes, quejumbrosos y desesperados.
Cinco metros por encima de ellos, en la pendiente, una línea de balas de ametralladora cosió la tierra lentamente. Daba la casualidad de que Welsh miraba directamente allí y se dio cuenta. Ni siquiera se molestó en pensar en que lo único que tenía que hacer el tirador era bajar el cañón un grado. Lo único que podía pensar ahora era en largarse de allí. ¿Pero cómo? Había bajado toda aquella distancia. Y no había salvado a Telia ni le había hecho callarse. Nada. Nada más que causarle más dolor. Dolor. Con una súbita inspiración desesperada saltó por encima de Telia y empezó a rebuscar en las bolsas del cinturón del sanitario muerto.
—¡Toma! —aulló—. ¡Telia! ¡Toma esto, Telia!
Telia dejó de chillar y abrió los ojos. Welsh le lanzó dos ampollas de morfina que había encontrado y empezó a remover otra bolsa.
Telia cogió una y gritó al ver de qué se trataba:
—¡Más! ¡Más! ¡Déme más! ¡Más!
—Toma —gritó Welsh y le tiró dos puñados que había encontrado en la otra bolsa y luego se volvió para echar a correr.
Pero hubo algo que le detuvo. Agachado como un corredor antes de sonar la pistola, volvió la cabeza y miró a Telia una vez más. Telia, quitando ya la tapa de una de las ampollas, le miraba con los ojos muy blancos y abiertos. Se quedaron contemplándose durante un momento.
—Adiós —gritó Telia—. Adiós, Welsh.
—Adiós, chaval —gritó Welsh. No se le ocurría otra cosa que decir. En realidad fue lo único que les dio tiempo a decir, porque ya estaba en pie y corriendo. Y no miró atrás para ver si Telia se ponía las ampollas. Sin embargo, cuando aquella tarde pudieron llegar por fin a él con seguridad, encontraron diez ampollas vacías de morfina esparcidas en torno a él. La undécima seguía clavada en uno de los brazos. Había tomado una después de otra y tenía una expresión al menos parcialmente reposada en el rostro muerto.
Welsh corrió con la cabeza bajada y no se molestó en hacer zigzags. Ahora pensaba que le podían dar a él. Después de todo aquello, de la carrera hacia abajo, de todo el tiempo que había pasado allí, le iban a dar ahora, cuando volvía. Era su destino, su suerte. Sabía que le iban a dar ahora. Pero no le dieron. Corrió y corrió, y luego cayó de cabeza por encima de la pequeña cresta y se quedó acostado allí, medio muerto de agotamiento, viendo la cara enloquecida de Telia y los intestinos abultados y azules tras los ojos cerrados. ¿Por qué había hecho aquello, en nombre de todos los malditos infiernos? Jadeando audiblemente se prometió a sí mismo que nunca jamás permitiría a sus emociones enloquecidas que dominaran su sentido común.
Pero fue cuando Bugger Stein se arrastró hacia él para darle una palmadita en la espalda, felicitarle y darle las gracias, cuando Welsh estalló de verdad.
—Brigada, lo he visto por los prismáticos —oyó, notando la mano amistosa en la espalda—. Quiero que sepas que mañana lo mencionaré en la Orden del Día. Te voy a recomendar para la Estrella de Plata. Lo único que puedo decir…
Welsh abrió los ojos y se encontró mirando la ansiosa cara de judío de su comandante. La expresión de sus ojos debió detener a Stein, porque no terminó la frase.
—Mi capitán —dijo Welsh deliberadamente, entre los jadeos que iban ya disminuyendo—, si dice usted una palabra para darme las gracias, le doy un puñetazo en las narices. Ahora mismo y aquí mismo. Y si llega usted alguna vez a mencionarme en su jodida Orden del Día, dimitiré de mi mando dos segundos después y le dejaré que lleve esta pobre unidad destrozada usted sólito. ¡Aunque me manden a la cárcel! Y que me jodan si no lo hago.
Cerró los ojos. Luego, como si se le hubiera olvidado algo, rodó para separarse de Bugger, que no dijo nada. Como si se hubiera olvidado de otra cosa, se puso a cuatro patas y se alejó más hacia la derecha, quedándose solo. Volviendo a cerrar los ojos, se quedó acostado en la oscuridad moteada de sol, escuchando a los morteros que seguían disparando cada dos minutos, gruñendo a solas una y otra vez aquella frase secreta suya:
—¡La propiedad! ¡La propiedad! ¡Todo por la jodida propiedad! —Se sentía terriblemente seco, pero tenía todas las cantimploras vacías. Al cabo de un rato sacó la tercera y echó un precioso trago de su preciosa ginebra sin abrir los ojos.
La falta de agua afectaba a todos. También Stein tenía sed, y sus cantimploras estaban tan secas como las de Welsh. Y Stein no tenía ginebra. Además, todavía tenía que hacer la llamada al teniente coronel Tall en el puesto de mando del batallón. No tenía muchas ganas, y la reacción de Welsh al apartarse de él no era como para animarse ni ganar mucha confianza. Se arrastró lentamente hacia Fife y el teléfono. Comprendía que el chalado de su brigada, loco o no, quería estar solo. Debía estar terriblemente agotado. Sobre todo después de haber ayudado a un mutilado a matarse. Y eso sin contar el peligro para sí mismo, para Welsh. Su reacción era completamente normal. Pero a pesar de eso, durante un momento, cuando Welsh había abierto los ojos con aquella expresión y había dicho aquello, Bugger Stein no pudo evitar la rápida impresión de que el brigada se comportaba de aquel modo porque él era judío. Le parecía que ya hacía mucho tiempo que había superado todo aquello. Muchos años. Sonrió interiormente con humor sombrío. Tanto por lo que acababa de pensar como por lo que pensó después: era aquel jodido anglosajón de Tall, insultante y enfurecedor con su pelo rubio y corto y su aire militar, alto y delgado. West Point, promoción de 1928. Siempre que Stein se veía obligado por los deberes de la vida militar a entrar en contacto con el caballero que le mandaba, por alguna razón, se volvía doblemente consciente de que era uno de los Elegidos de Jehová: un judío. Hizo un gesto a Fife para que le pasara el teléfono.
Cuando lo cogió, tuvo la extraordinaria impresión de que tenía el brazo, el cuerpo entero, demasiado cansado, demasiado débil para levantar el pequeño instrumento, casi sin peso, hasta la oreja. Esperó asombrado. El brazo se levantó lentamente. Ya estaba agotado, y el asunto de la muerte de Telia le había afectado mucho más de lo que había creído. ¿Cuánto tiempo podría aguantar? ¿Durante cuánto tiempo podría seguir viendo cómo iban matando a sus hombres, en una lenta agonía, sin que la unidad dejara de funcionar completamente? De repente, por primera vez, se sintió terriblemente asustado de no poder seguir. Este miedo, sumado a la ya pesada carga del mero miedo físico por sí mismo, parecía casi imposible de soportar, pero le provocó la revelación de una energía renovada dentro de él. Dio la señal por el micrófono.
Desplegados en torno a él mientras daba la señal y esperaba yacían los restos mezclados de la fuerza de su grupo de mando más una confusión de hombres del segundo y tercer pelotones, abrazados a la tierra, mirándole con los ojos en blanco y las caras inexpresivas, como si esperasen que encontrara un medio de sacarles de aquella situación, de aquel jaleo, para poder seguir viviendo. Stein podía sonreír, y sonrió, a las expresiones de Storm y su grupo de cocineros, que parecían decir claramente que ya estaban hartos de haberse presentado voluntarios para el combate, que si salían de ésta no lo volverían a hacer por nada del mundo. Y no eran los únicos: el sargento del almacén, McTae, y su escribiente, tenían la misma expresión.
Stein no tuvo que esperar mucho; casi antes de terminar su señal respondieron al teléfono al otro lado, y fue el mismo teniente coronel, y no un soldado de Transmisiones. No fue una conversación larga, pero fue una de las conversaciones más importantes que había tenido Stein en su vida. Sí, Tall había visto el pequeño ataque de las tres escuadras y le había parecido muy bien. Se habían situado bien. Pero antes de que Stein pudiera decir nada más, preguntó por qué no lo había continuado para que rindiera más frutos. ¿Qué le pasaba? Había que reforzar inmediatamente a aquellos hombres. ¿Y qué estaban haciendo? Tall les podía ver por los prismáticos, acostados detrás de la plataforma. Tendrían que haberse levantado ya y haberse puesto a trabajar en la limpieza de aquellos emplazamientos.
—Creo que no comprende usted lo que pasa aquí abajo, mi teniente coronel —dijo Stein con paciencia—. Nos están disparando en cantidad. Hemos tenido muchas bajas. Proyectaba reforzarles inmediatamente, pero ha pasado algo malo: tuvimos a un hombre… —no titubeó ni se atragantó con las palabras pero hubiera querido tragar saliva— reventado a tiros en la pendiente y causó un gran nerviosismo. Pero ya está arreglado eso y me propongo reforzarles ahora —dijo Stein tragando saliva—. Corto.
—Muy bien —dijo la voz del teniente coronel Tall con precisión, sin su antiguo entusiasmo—. A propósito, ¿quién fue el hombre que bajó la pendiente corriendo? El almirante (el almirante Barr) le vio por los prismáticos y dice que no está seguro, pero que le parece que fue a ayudar a alguien. ¿Era eso? El almirante quiere recomendar a ese hombre para una condecoración. Corto.
Stein escuchó con ganas repentinas de echarse a reír histéricamente. ¿Ayudarle? Sí, y tanto que le había ayudado. Le había alejado de este valle de lágrimas a toda mecha. Dijo:
—Salieron dos hombres, mi teniente coronel. Uno era un sanitario. Le mataron. El otro —dijo recordando lo que ahora le parecía una promesa hecha por él a Welsh— fue uno de los soldados. Todavía no sé cuál, pero me enteraré. Corto (y que os den por el culo. A ti y al almirante).
Muy bien, muy bien, muy bien. Y ahora Tall quería saber qué pasaba de los refuerzos. Mientras los morteros seguían disparando sin cesar dentro y en torno del pliegue, su pequeño plan de hacer avanzar a su pelotón de reserva hacia esta pendiente, mientras enviaba las dos escuadras que quedaban del segundo pelotón con las otras tres… en realidad dos después de las bajas, hacia la colina.
—Sabrá usted que también he perdido a Keck, mi teniente coronel. Allí arriba. Era uno de mis mejores hombres —dijo—. Corto.
La respuesta que recibió fue un estallido inesperado de furia oficial. ¡Dos escuadras! ¡Qué era eso de hablar de dos escuadras! Cuando Tall decía refuerzos quería decir refuerzos. Stein tendría que lanzar a todos los hombres de los que disponía y hacerlo ahora mismo. Tendría que haberlo hecho ya, en cuanto los otros se pusieron detrás déla plataforma. Aunque tuviera que meter al pelotón de reserva y todos los demás. ¿Y qué pasaba con el primer pelotón de Stein? Estaban sentados sobre el culo allí abajo sin hacer nada. Stein tenía que moverles por el flanco de la colina, tenía que mandarles a un enlace en este mismo momento con órdenes de atacar, y de atacar por la izquierda de la colina. Que atacase por la derecha el pelotón de reserva. Dejar allí al segundo pelotón para contener y presionar por el centro. Envolverles.
—¿Te tengo que dar una lección por teléfono sobre táctica de infantería mientras se están cargando a tus hombres, Stein? —gritó Tall—. ¡Corto!
Stein se tragó su ira:
—Creo que no acaba usted de comprender lo que pasa aquí abajo, mi teniente coronel —dijo con más calma de la que sentía—. Ya hemos perdido a dos oficiales y un montón de hombres. No creo que mi compañía pueda tomar esa posición sin ayuda. Están demasiado bien atrincherados y tienen demasiada potencia de fuego. Solicito formalmente, mi teniente coronel, y tengo testigos, que se me dé permiso para hacer un reconocimiento en patrulla por la jungla a la derecha de la cota 210. Creo que se puede tomar toda la posición por el flanco mediante una maniobra hecha con fuerzas mayores. —Pero ¿estaba seguro? ¿Lo creía de verdad? ¿O se estaba agarrando a un clavo ardiendo? Tenía una corazonada, ésa era la verdad. Le había dado una buena corazonada y nada más. No habían disparado desde allí en todo el día—. Corto —dijo, intentando sonar con mucha dignidad, y luego parpadeó y se echó a tierra cuando un proyectil de mortero cayó rugiendo a diez metros de distancia, y chilló alguien.
—¡No! —gritó Tall como si hubiera estado esperando ardiente, bailando una danza de desilusión al otro extremo hasta poder apretar su botón y decir lo suyo en aquel enloquecedor teléfono—. ¡Te digo que no! ¡Quiero que lo rodeéis! ¡Te ordeno, Stein, que ataques y que ataques ahora mismo con todos los hombres de que dispones! ¡Voy a ordenar a «B de Baker» que te apoye por la izquierda! ¡Ahora, ATACA, Stein! ¡Es una orden! —Hizo una pausa para contener el aliento y dijo—: ¡Corto!
Stein se oyó hablar de solicitudes formales y de tener testigos con una especie de incredulidad asombrada y paralizada. En realidad no se había propuesto llegar tan lejos. ¿Cómo podía estar seguro de tener razón? Y, sin embargo, estaba seguro. Por lo menos, razonablemente seguro. ¿Si no, por qué no habían disparado desde aquel lado? En todo caso, ahora no le quedaba más remedio que seguir adelante o cerrar la boca. Con el corazón en la garganta dijo formalmente:
—Mi teniente coronel, debo decirle que me niego a obedecer su orden. Vuelvo a solicitar permiso para enviar una patrulla de reconocimiento con bastante fuerza por la derecha. La hora, mi teniente coronel, son las 13,21 horas y 25 segundos. Tengo aquí a dos testigos escuchando lo que digo. Solicito, mi teniente coronel, que informe usted a testigos a su lado. Corto.
—¡Stein! —oyó al rabioso Tall—. ¡No te me pongas a soltar mierda de picapleitos! ¡Ya sé que eres abogado, maldita sea! ¡Ahora cierra el pico y haz lo que te he dicho! ¡No he oído lo que me has dicho antes! ¡Repito mi orden! Cierro.
—Mi teniente coronel, me niego a llevar a mis hombres allí en un ataque frontal. ¡Sería un suicidio! He vivido con estos hombres durante dos años y medio. No quiero mandarles a la muerte. Lo digo de forma definitiva. Cierro. —Mientras decía esto alguien se quejaba que no estaba demasiado lejos de él, y Stein intentó ver quién era, pero no lo logró. Tall era un estúpido sin imaginación y, además, lleno de ambición y de malignidad. Tenía unas ansias desesperadas de conseguir éxitos delante de sus superiores. Si no, nunca hubiera dado una orden así.
Tras una pequeña pausa se oyó la voz de Tall, fría y afilada como una navaja de afeitar:
—Es una decisión muy importante la que has tomado, Stein. Si te muestras tan firme quizá tengas razón. Voy a bajar. Entiéndeme: no rescindo la orden que te he dado, pero si cuando llegue ahí abajo, veo que hay circunstancias atenuantes las tendré en cuenta. Quiero que te mantengas ahí hasta que yo llegue. Si es posible, haz que suban los hombres a la colina y se pongan en marcha. Estaré ahí dentro de —hizo una pausa— unos diez minutos o un cuarto de hora. Corto y cierro.
Stein escuchó incrédulo, mentalmente aturdido, sintiéndose asustado. La información de Stein, que sabía que no era universal pero si bastante completa, era que ningún jefe de batallón se había adelantado hasta sus unidades de combate desde que había empezado esta batalla y había llegado la división al frente. En el regimiento se comentaban jocosamente las ambiciones desmesuradas de Tall, y estaba claro que hoy tenía que actuar delante de todos los peces gordos que había en la isla, pero de todas formas, Stein no había previsto esto. ¿Entonces, qué había esperado? Había esperado que si protestaba lo bastante fuerte le permitirían mandar a sus patrullas y probar por la derecha antes de tener que enfrentarse con la necesidad de un ataque frontal, aunque sabía que ya era demasiado tarde para este tipo de operaciones. Y ahora estaba asustado de verdad. Casi resultaba divertido, eso de estar allí echado, aterrado y medio convencido de estar a punto de morir, y tener este terror burocrático a una reprimenda, a una vergüenza pública que le resultaba todavía más fuerte que el miedo a la muerte. Por lo menos igual de fuerte.
Bueno, tenía que hacer dos cosas mientras esperaba a Tall. Tenía que ver al hombre al que habían herido hacía un momento. Y tenía que mandar a las dos escuadras del segundo pelotón que subieran a reunirse con Beck y Dale en la colina.
El herido resultó ser el soldado de primera Bead, de Iowa, el segundo escribiente de Fife, y estaba muriéndose. El proyectil del mortero había explotado a cinco metros de distancia de él, a su izquierda, metiéndole por el costado, tras abrirse paso a través del tríceps del brazo izquierdo, un trozo de metal que probablemente no sería mayor que una moneda de diez centavos. La herida del brazo jamás hubiera podido causarle la muerte, aunque quizá sí dejarle ligeramente incapacitado, pero el costado le echaba sangre por entre las compresas que le había puesto alguien y goteaba entre la gasa hasta manchar la tierra. Cuando llegó Stein seguido del aterrado Fife con el teléfono, Bead tenía los ojos en blanco y hablaba poco más alto que en susurros.
—¡Me muero, mi capitán! —graznó girando los ojos hacia Stein—. ¡Me muero! ¡Yo! ¡Yo! ¡Tengo mucho miedo! —Cerró los ojos un momento y tragó saliva—. No hacía nada más que estar ahí. Y me dio justo en el costado. Como si me hubieran dado un puñetazo. No me hizo casi daño. Casi no duele ahora. ¡Oh, mi capitán!
—Ten calma, hijo. Ten calma —dijo Stein con una especie de angustia estéril e inútil.
—¿Dónde está Fife? —chirrió Bead volviendo los ojos—. ¿Dónde está Fife?
—Aquí al lado, hijo. Aquí al lado —dijo Stein—. ¡Fife! —gritó, y se dio la vuelta sintiéndose viejo, viejo e inútil. El abuelo Stein.
Fife se había parado cerca del capitán, pero ahora se acercó a rastras. Alrededor de Bead se agrupaban tres o cuatro más. Él no había querido mirar; al mismo tiempo no podía convencerse de que fuera verdad, de que le hubieran dado a Bead y se estuviera muriendo. Era distinto cuando se trataba de Telia o de «Jockey» Jacques. Pero Bead, con el que había trabajado tantas veces en la oficina del cuartel, en la tienda; Bead, con el que había… Se negó a pensar en aquello y dijo:
—Aquí estoy.
—¡Me muero, Fife! —dijo Bead.
Fife tampoco podía pensar en nada que decir.
—Ya lo sé. Ten calma. Ten calma, Eddie —dijo repitiendo a Stein. Se sentía impulsado a llamar a Bead por el nombre de pila, cosa que no había hecho hasta entonces.
—¿Escribirás a mi familia? —preguntó Bead.
—Les escribiré.
—Diles que no me dolió mucho. Les dices la verdad. —Se lo diré.
—Cógeme la mano, Fife —dijo entonces Bead—. Tengo miedo.
Durante un momento, un segundo, titubeó Fife. Homosexualidad. Afeminamiento. Mariconería. Ni siquiera lo pensó. El acto de titubear estaba muy por debajo del pensamiento consciente. Luego, dándose cuenta horrorizado de lo que había hecho, de lo que estaba haciendo, cogió la mano de Bead. Acercándose a rastras le pasó el otro brazo bajo los hombros, como protegiéndole. Había empezado a llorar, más porque se daba cuenta de que él era el único de la compañía del que podía decir Bead que era amigo suyo, que por su muerte en sí.
—Ya está —dijo.
—Aprieta —susurró Bead—. Aprieta.
—Ya aprieto.
—¡Oh, Fife! —gritó Bead—. ¡Oh, mi capitán!
No se le cerraron los ojos, pero dejó de ver.
Después de un momento, Fife le dejó caer y se apartó solo, a rastras, llorando de terror, llorando de miedo, llorando de tristeza, odiándose a sí mismo.
Fue sólo cinco minutos después cuando hirieron al mismo Fife.
Stein le había seguido cuando se marchó a rastras. Era evidente que no comprendía del todo por qué lloraba Fife y le dijo, dándole unas palmaditas en el hombro:
—Quédate echado un ratito por ahí, hijo. —Le cogió el teléfono, luego dijo—: Me quedaré con el teléfono unos minutos. De todas formas, durante un rato no habrá llamadas —con una sonrisa de amargura. Fife, que había oído la última llamada a Tall y había sido uno de los testigos de Stein, sabía a qué se refería, pero no estaba en condiciones ni de humor para responder nada. Muertos. Todos muertos. O muriéndose. No quedaba ninguno. No quedaba nada. Se le habían desatado los nervios y aquello era lo peor, porque no podía hacer nada, no podía decir nada. Tenía que quedarse allí.
Habían seguido cayendo los proyectiles de mortero por distintos puntos, a lo largo del pliegue, con estricta regularidad, durante todo el tiempo que había tardado Bed en morir, y todo el tiempo después. Resultaba asombroso ver los pocos hombres a los que mataban o herían. Pero en la cara de todos se veía la misma expresión de ojos desorientados, aterrados, confusos. Fife había visto un agujero abandonado, de tierra amarilla, unos pocos metros a su derecha y se había arrastrado hacia él. Apenas se podía decir que fuera un agujero. Alguien lo había abierto con las manos, la bayoneta o la pala hasta lograr una pequeña depresión de una profundidad de unos cinco centímetros. Fife se acostó en ella y apoyó la mejilla en el barro. Dejó de llorar lentamente y se le fueron aclarando los ojos, pero mientras iban desapareciendo de él las otras emociones, la pena, la vergüenza, el odio por si mismo bajo la presión del instinto de conservación, fue filtrándose dentro de él el cuarto sumando que las sustituía, el terror, hasta que llegó a convertirse en un recipiente lleno sólo de cobardía, miedo y falta de arrestos. Y así se quedó. ¿Aquello era la guerra? Allí no había una prueba de fuerza, no había una esgrima soberbia, ni un heroísmo gritador de vikingos, ni una puntería certera. No era más que números. Le estaban matando los números. ¿Por qué, oh, por qué no había encontrado y ocupado aquel destino de escribiente de oficina en la lejana retaguardia, que hubiera podido conseguir?
Oyó el suave silbido del proyectil alrededor de medio segundo. No tuvo ni siquiera tiempo de relacionarlo consigo mismo y asustarse, porque antes de esto hubo una explosión solar casi encima de él, y luego una oscuridad vacía. Tuvo la vaga impresión de que alguien chillaba, pero no se dio cuenta de que era él mismo. Como si viera una película oscura que se proyectara con iluminación insuficiente, vio una imagen borrosa de alguien que no era él que se levantaba a medias por la explosión y luego caía, con las manos en la cara, rodando torpemente por la falda del pliegue. Luego nada. ¿Muertos? ¿Lo estamos, el otro, lo estoy yo? ¿Soy yo él?
El cuerpo de Fife llegó rodando hasta los muslos de un hombre del tercer pelotón que estaba sentado con el fusil sobre ellos. Se le soltó, le rebotó en los codos y las rodillas y siguió con las manos en la cara. Luego Fife volvió en sí, abrió los ojos y vio que todo se había convertido en una niebla roja y fluida. A través de esta masa roja veía la cara cómica y asustada del hombre del tercer pelotón, que se llamaba Train. Nunca había habido un soldado con menos apariencia militar. Tenía una nariz larga y frágil, casi no tenía barbilla y una boca muy pequeña y unos enormes ojos miopes que le miraban asustados tras unas gruesas gafas.
—¿Me han dado? ¿Me han dado?
—S-sí —murmuró Train—. Te-te han dado —tartamudeó—. En la cabeza.
—¿Grave? ¿Es grave?
—No-no sé —dijo Train—. Te-te san-sangra la ca-cabeza.
—¿De verdad? —dijo Fife mirándose las manos y encontrándolas completamente cubiertas de una humedad roja. Entonces comprendió qué era aquella niebla roja: era la sangre que le caía por entre las cejas y se le metía en los ojos. ¡Dios, qué roja era! Luego se apoderó de él el terror como un gran hongo hinchado, acelerándose los latidos del corazón y dejándole casi ciego. A lo mejor se estaba muriendo en este mismo momento, en este mismo sitio. Se tocó suavemente la cabeza y no encontró nada. Bajó los dedos y estaban de un rojo brillante. No tenía casco y le habían desaparecido las gafas.
—Es-es por de-detrás —aventuró Train.
Volvió a buscar Fife y encontró el sitio herido. Estaba en el centro de la cabeza, casi en la coronilla.
—¿Có-cómo te en-encuentras? —dijo Train con miedo.
—No sé. No duele. Sólo cuando lo toco —dijo Fife, que seguía apoyado en las manos y las rodillas y había bajado la cabeza, de forma que la sangre que le caía a las cejas goteaba ahora al suelo en vez de hacia los ojos. Miró a Train a través de esta lluvia roja.
—¿Pu-puedes an-andar? —preguntó Train.
—No… no lo sé —dijo Fife, y entonces se dio cuenta, de pronto, de que estaba libre.
Ya no tenía que quedarse allí. Le habían liberado. Podía ponerse de pie y marcharse —si lo lograba— sin que nadie pudiera decir que era un cobarde, sin que pudieran meterle un consejo de guerra o encerrarle en la cárcel. Se sintió tan aliviado que casi se rió a pesar de la herida.
—Creo que lo mejor será que me marche —dijo—. ¿No te parece?
—S-sí —dijo Train, un poco envidioso.
—Bueno… —dijo Fife intentando encontrar algo definitivo e importante que decir en una ocasión tan solemne y no logrando más que un—: Buena suerte, Train.
—Gra-gracias —dijo Train.
Fife probó a ponerse en pie. Le temblaban las rodillas, pero la perspectiva de salir de allí le daba una fuerza que en otras circunstancias no hubiera tenido. Lentamente al principio, luego con más rapidez, empezó a andar hacia la retaguardia, con la cabeza baja y las manos en la frente para evitar que le cayera en los ojos la sangre que seguía fluyendo. A cada paso que daba crecía la sensación de liberación feliz, pero al mismo tiempo crecía también la sensación de miedo. ¿Y si le daban ahora? ¿Y si le herían con algo justo ahora que tenía libertad para marcharse? Se dio toda la prisa que pudo. Pasó junto a unos cuantos del tercer pelotón que yacían pegados a tierra con caras obsesionadas por el miedo y paralizadas, pero no le hablaron, ni él a ellos. No siguió el camino más largo por el que habían llegado de la retaguardia, por el segundo y el primer pliegues, sino el más directo, en línea recta a lo largo de las vaguadas entre los pliegues, hacia la pendiente delantera de la cota 209. Sólo cuando llegó a la mitad del camino de la cota 209 pensó en el resto de la compañía y, haciendo una pausa, se volvió a mirar hacia donde estaban. Quería gritarles algo, un grito de ánimo o lo que fuera, pero sabía que desde allí no podían oírle. Cuando varias balas de francotiradores levantaron polvo en torno a él, se volvió y se apresuró por llegar a la cima y bajar a la apretujada enfermería del batallón, que estaba en aquel lado. Justo antes de subir a la cima se encontró con un grupo de hombres que bajaban de ella, y reconoció al teniente coronel Tall, que le sonrió:
—Tranquilo, hijo. No te preocupes. Pronto volverás con nosotros.
En la enfermería se acordó de que tenía una cantimplora casi llena y empezó a beber ansiosamente, con las manos todavía temblorosas. Ahora estaba razonablemente seguro de que no iba a morir.
Cuando hirieron a Fife, Bugger Stein acababa de separarse de él. Fife se había arrastrado en una dirección y Stein en la otra para dar instrucciones a las dos escuadras que quedaban del segundo pelotón para que avanzasen a reforzar a Beck y Dale en la colina de hierba. Hubiera sido muy probable que volviese con Fife y estuviese con él cuando cayó el proyectil de mortero. Resultaba aterrador el elemento de azar que había en todo. A Stein le asustaba. De todas formas estaba agotadísimo, deprimido y asustado. Había visto a Fife tambalearse ensangrentado hacia la retaguardia, pero él no podía hacer nada porque ya estaba ocupado dando instrucciones a las dos escuadras del segundo pelotón acerca de lo que tenían que hacer cuando llegaran a la colina y lo que debían decirle a Beck, que consistía, en términos generales, en que tenía que menear un poco el solomillo e intentar destrozar algunas de aquellas ametralladoras.
Ninguno de los componentes de las dos escuadras parecía muy contento con su misión, incluyendo a los dos cabos primero, pero no dijeron nada y se limitaron a asentir con expresión tensa. Stein les miró con severidad, con ganas de tener otra cosa, algo importante o serio que decirles. No lo tenía. Les deseó buena suerte y les dijo que se fueran.
Esta vez, igual que la anterior, Bugger les vio correr hacia abajo a través de los prismáticos. Se asombró al ver que esta vez no resultaba herido ni un solo hombre. Se asomó todavía más cuando les vio avanzar por entre la hierba hasta una pequeña plataforma sin que le pegaran un solo tiro a nadie. Sólo entonces le informaron los oídos de algo que deberían haber advertido antes: había disminuido considerablemente el volumen del fuego japonés desde la carrera del brigada Welsh para ayudar al mutilado Telia. Cuando levantó los prismáticos hacia la plataforma, lo que hizo inmediatamente, antes incluso de que llegaran los primeros refuerzos, Stein se dio cuenta del porqué. Sólo se veía allí la mitad de la pequeña fuerza de Beck de dos escuadras. El resto se había ido. Por su cuenta, sin órdenes, resultaba evidente que Beck había mandado a la mitad de sus hombres que avanzasen y, aparentemente, con cierto éxito. Stein se volvió a mirar a George Band, que ya se había conseguido por alguna parte unos prismáticos (Stein recordó que el padre de Bill Whyte le había regalado unos estupendos como regalo de despedida) y que ahora le devolvía la mirada con la misma expresión de asombro en la cara que Stein sabía que se veía en la suya. Durante largo rato se quedaron sin hacer otra cosa más que mirarse. Luego, justo cuando Stein se volvía hacia los sanitarios que acababan de llegar en sustitución de los otros para decirles que podían cruzar para recoger a los heridos con un mínimo de seguridad, oyó detrás de él una voz fría y calmosa que decía:
—¡Vamos, Stein! —Y levantó la vista para ver al teniente coronel Tall, el jefe de su batallón, que avanzaba tranquilamente hacia él transportando bajo el brazo el bastoncillo de bambú liso que llevaba siempre desde que Stein le conocía.
Lo que no podían saber Bugger Stein y Brass Band era que el cabo primero Beck, por propia iniciativa, había destrozado cinco emplazamientos de ametralladoras japonesas en los últimos quince o veinte minutos a costa de sólo un muerto y ningún herido. Flemático, hosco, odiado por todos, profesional y fervoroso adicto a las normas de los manuales desde que se había alistado, Milly Beck se puso ahora en primer plano de una manera que nadie, excluyendo quizás a su difunto superior, Keck, hubiera podido hacer. Al ver que no le llegaban refuerzos formulando sus decisiones exactamente igual que Le habían enseñado en el curso de táctica de pequeñas unidades que había hecho en Fort Benning, aprovechó el terreno para enviar a seis hombres por la derecha de la plataforma y otros seis por la izquierda al mando de sus dos cabos primeros interinos, Dale y Bell. Mantuvo al resto a su lado en el centro, dispuesto a disparar a todos los objetivos que se presentaran cuando hubiera una oportunidad. Todo salió bien. Incluso los hombres que se quedaron con él lograron matar a dos japoneses que huían de las granadas de sus patrullas. Dale y sus hombres, por el lado izquierdo, se deshicieron de cuatro emplazamientos y volvieron intactos. AI encontrar la plataforma sin ninguna vigilancia pudieron arrastrarse hasta el centro de la posición japonesa y tirar granadas desde la plataforma a las puertas traseras de dos emplazamientos cubiertos y camuflados que vieron debajo de ellos. Los otros dos emplazamientos, más cuesta arriba, resultaron más difíciles, pero pasándolos y arrastrándose al lado pudieron lanzar granadas a las aberturas. Ni siquiera les dispararon un tiro. Volvieron conducidos por el sonriente Dale, que se lamía los labios y chasqueaba la lengua ante aquel éxito. La importancia de lo que habían hecho residía en que habían disminuido en por lo menos un cincuenta por ciento la potencia de fuego que se podía dirigir desde la izquierda de la colina contra el primer pelotón o hacia la llanura, por la que luego cruzaron con toda seguridad sus refuerzos.
Bell, a la derecha, no tuvo tanta suerte, pero descubrió algo muy importante. A la derecha la plataforma subía lentamente y, tras pasar y meter granadas en un pequeño emplazamiento debajo de ellos, su grupo llegó al reducto más importante de los japoneses en toda la posición. Allí terminaba la plataforma en una roca de seis metros que más adelante se convertía en un acantilado infranqueable. Justo encima de esta muralla de roca, estupendamente excavado y con abertura en tres direcciones, estaba el reducto japonés. Cuando el primero de los hombres escaló la plataforma para dar una vuelta a la muralla de piedra, le hirieron fatalmente por lo menos tres ametralladoras. En el grupo de Bell estaban Witt, el de Kentucky, y el soldado de primera Doll, pero no dio la casualidad de que estuviera ninguno de ellos en primer puesto. Esta distinción estaba reservada a un hombre llamado Catch, Lemuel C. Catch, profesional veterano, borracho y antiguo compañero de boxeo de Witt. Murió inmediatamente y sin ruido. Bajaron su cadáver y se retiraron con él, mientras se abría por encima de sus cabezas un infierno de disparos, pero no antes de que —en la parte más retrasada de la plataforma— consiguiera el cabo primero interino Bell mirar bien el reducto para poder describirlo.
Por qué lo hizo es algo que ni siquiera Bell supo nunca. Lo más probable es que fuera por mera fatiga, amargura y un deseo de terminar de una maldita vez con aquella jodida batalla. Por lo menos, Bell sabía que una descripción precisa de un testigo presencial podría resultar valiosa más adelante. Fuera por lo que fuese, era una locura hacerlo. Deteniendo a sus hombres a unos treinta y cinco o cuarenta metros de donde había muerto Catch, Bell les dijo que esperasen y se concedió la satisfacción de sus locos deseos de inspección. Dejando su fusil atrás, trepó por la plataforma con una granada en cada mano y levantó la cabeza. Ahora los japoneses ya habían dejado de disparar y en este punto del borde de la plataforma había un pequeño matorral. Por eso lo había escogido. Siguió trepando lentamente, impulsado por un deseo loco y demencial, hasta encontrarse en campo abierto, echado en una diminuta zona sin protección. Lo único que podía ver era la hierba inacabable que se levantaba lentamente por un montículo que se elevaba en la colina. Quitando la anilla tiró la granada con todas sus fuerzas y se agachó. La granada cayó y explotó justo frente al montículo, y en el ciclón de fuego de ametralladora que siguió, Bell pudo contar cinco ametralladoras en cinco aberturas que antes no había podido ver. Cuando cesó el fuego volvió a bajar hasta sus hombres, oscuramente satisfecho. Fuera lo que fuese lo que le había impulsado, y seguía sin saberlo, hizo que cada uno de los hombres de su grupito le mirase con respeto y admiración. Haciendo un gesto de que avanzasen, les condujo por el camino de regreso a lo largo de la plataforma hasta que apareció delante de ellos la posición principal de la compañía en el tercer pliegue. Desde allí era fácil regresar. Igual que el grupo de Dale, no oyeron ni vieron una sola arma japonesa en las cercanías de la plataforma. Por qué la plataforma, que era verdaderamente la posición clave de la colina, no estaba vigilada en absoluto por fusileros o ametralladoras era algo que nunca llegó nadie a averiguar. Fue una suerte para ambos grupos, así como para el minúsculo plan de ataque de Beck, el que no tuviera guardianes. Tal como estaban las cosas, habían limpiado de japoneses las inmediaciones de la plataforma y habían establecido una línea de verdad, cambiando la situación. El que hubieran alterado la situación casi exactamente en el momento en que entraba el teniente coronel Tall en su zona era una de esas ironías de las circunstancias que resultan totalmente impredecibles y que parecen destinadas a seguir los pasos de ciertos hombres llamados Stein.
—¿Qué haces echado ahí donde no puedes ver nada? —fue lo que dijo Tall inmediatamente después. Él mismo seguía de pie, pero como estaba a diez o doce metros de distancia, sólo se le veían por encima de la cima, si es que se le veía algo, la cabeza y la punta de los hombros. Stein advirtió que no parecía tener ganas de acercarse más.
Stein se debatió interiormente pensando si debía decirle que había cambiado la situación. Y casi en los últimos segundos antes de su llegada. Pero decidió que no. Todavía no. Parecería demasiado a una excusa, y no demasiado buena. Así que se limitó a contestar:
—Observando, mi teniente coronel. Acabo de mandar a las otras dos escuadras de mi segundo pelotón a la colina.
—Les he visto marcharse cuando llegábamos —asintió Tall.
El resto del grupo, advirtió Stein, que incluía a tres soldados como enlaces, a su sargento personal y a un joven capitán llamado Gaff, el segundo jefe del batallón, había decidido que valía la pena echar cuerpo a tierra.
—¿Cuántos heridos esta vez? —preguntó yendo al grano.
—Ninguno, mi teniente coronel.
Tall levantó las cejas bajo el casco, que le caía muy bajo en la cabeza fina y pequeña.
—¿Ninguno? ¿Ni uno?
Un proyectil de mortero estalló en la zona de la pendiente trasera del tercer pliegue, levantando una seta de tierra, sin herir a nadie, y Tall, acercándose a donde yacía Stein, se permitió ponerse en cuclillas.
—No, señor.
—No se parece mucho a la situación que me has descrito por teléfono —dijo Tall parpadeando y con expresión reservada.
—Efectivamente. La situación es distinta —dijo Stein, al que le parecía que ya se lo podía decir honorablemente—. En los últimos cuatro o cinco minutos —añadió odiándose a sí mismo.
—¿Y a qué atribuye el cambio?
—Al cabo primero Beck, mi teniente coronel. La última vez que miré habían desaparecido la mitad de sus hombres. Creo que los ha enviado para que intentasen deshacerse de algunos emplazamientos, y parecen haberlo logrado.
A lo lejos empezó a tabletear una ametralladora y golpeó la tierra una larga línea de balas, veinticinco metros debajo de ellos, en la pendiente trasera. Tall no alteró su posición en cuclillas ni su tono de voz:
—Entonces es que le has dado mi recado.
—No, señor. Bueno, sí, señor. Lo mandé con las dos escuadras de refuerzos. Pero Beck ya había mandado a sus hombres adelante antes de que llegaran. Hacía un ratito.
—Ya veo —dijo Tall volviendo la cabeza y parpadeando en silencio hacia la colina herbosa. Volvió a llegar la larga línea de balas de ametralladora desde la izquierda de Stein, esta vez a sólo quince metros de distancia. Tall no se movió.
—Le han visto a usted —dijo Stein.
—Stein, vamos a ir allí —dijo Tall sin hacer caso de su observación— todos nosotros y vamos a llevarnos a todos. ¿Tienes que expresar más quejas oficiales o que retrasarnos más?
—No, señor —dijo Stein mansamente—. Ahora no. Pero reitero mi solicitud de enviar a una patrulla por la jungla hacia la derecha. Estoy convencido de que se les puede coger por allí. Se podría haber infiltrado por esa dirección una patrulla japonesa y habernos mandado a todos al infierno con muy pocas dificultades. Me lo estaba temiendo —dijo apuntando hacia la vaguada entre los pliegues hacia el punto donde apenas se alcanzaban a ver los árboles de la jungla, mientras Tall le seguía con la mirada.
—En todo caso —dijo Tall—, ya es demasiado tarde para enviar una patrulla allá abajo.
—¿Una patrulla fuerte? ¿Un pelotón? ¿Con una ametralladora? Podrían montar un perímetro de defensa si no lograban volver antes del oscurecer.
—¿Quieres perder un pelotón? De todas formas estás vaciándote por el centro. Ya no tenemos «A de Able» en la reserva, Stein. Están a la derecha de tu retaguardia metidos en un combate propio. «B de Baker» está de reserva, y la tenemos a tu izquierda.
—Ya lo sé, mi teniente coronel.
—No, lo haremos como yo digo. Llevaremos a todo el mundo hasta la plataforma. Quizá podamos tomar esa colina antes de que caiga la noche.
—Creo que todavía falta mucho para tomar esa colina, mi teniente coronel —le dijo Stein con voz seria, ajustándose las gafas, con los cuatro dedos en la parte superior de la montura y el pulgar en la inferior.
—Pues yo no. En todo caso, siempre podemos montar un perímetro de defensa para pasar la noche allí. Mejor eso que retirarnos como ayer —dijo, dando por terminada la conferencia. Tall se puso en pie con calma. Volvió a tabletear la lejana ametralladora y cayó en el suelo una línea sibilante de balas mientras Stein se agachaba y las balas, según le pareció a Stein, silbaban por todas partes en torno a Tall y entre sus piernas. Tall lanzó a la colina una sonrisa de desprecio burlón y empezó a andar hacia la pendiente trasera, hablando todavía con Stein—: Pero primero quiero que mandes a un hombre ahí abajo, a tu primer pelotón, a decirles que avancen por el flanco de la colina. Tienen que tomar posiciones detrás de la plataforma y extender el flanco izquierdo por la izquierda de Beck. En cuanto llegue un hombre al primer pelotón, telefonearé a «Baker» para que avance, y luego avanzaremos, nosotros.
—Sí, señor —dijo Stein. No podía evitar que le rechinaran los dientes, pero hablaba de forma mesurada. Lentamente, muy lentamente, porque lo hacía de mala gana, también él se puso en pie y siguió a Tall por la pendiente. Pero antes de que pudiera dar una orden, ya se había arrastrado hacia ellos el joven capitán Gaff, que había estado cuerpo a tierra cerca de ellos.
—Iré yo, mi teniente coronel —le dijo a Tall—. Me gustaría. Mucho.
Tall le miró con cariño:
—Muy bien, John. Adelante. —Y miró con orgullo paternal al joven capitán que se marchaba, mientras le decía a Stein—: Es un buen tipo, mi segundo.
Esta vez, en realidad, no hacían falta los prismáticos. El primer pelotón no estaba demasiado lejos. De pie, distinguiendo sólo las cabezas sobre la cima, Tall y Stein vieron cómo corría Gaff, en zigzags perfectamente profesionales, hacia la zona agujereada por las bombas en la llanura, hacia la izquierda de la colina herbosa. Stein le había dado unas indicaciones generales de dónde podía encontrar a Cuín el Huesos que ahora era jefe del pelotón por eliminación. Unos momentos después los hombres empezaron a moverse hacia la derecha en grupos de dos o tres.
—Muy bien —dijo Tall—. Dame el teléfono. —Y habló largo rato por él—. Muy bien. Ahora, vámonos.
Alrededor de ellos, como si percibieran que había algo en el aire, los hombres empezaron a moverse.
Fuera lo que fuese lo que Stein pensaba, y pensaba muchas cosas, la verdad era que, sin embargo, tenía que admitir que con la llegada de Tall al campo de batalla se había producido una mejoría en todo y en todos. Claro que en parte la mejoría se debía a la hazaña de Beck, que no se sabía exactamente en qué consistía. Pero no podía limitarse a eso, y Stein tenía que reconocerlo. Tall había traído con él una cualidad que no había antes, y se notaba hasta en la cara de los soldados. Tenían una expresión menos reservada. Quizá fuera sólo la sensación de que después de todo ahí no iban a morir todos. Algunos sobrevivirían. Y a partir de ahí no había más que un paso hasta llegar a la reacción normal del yo: Yo sobreviviré. Le puede tocar a otros, a mis amigos a mi derecha y a mi izquierda, pero yo sobreviviré. Hasta el mismo Stein se sentía mejor. Tall había llegado y se había hecho cargo de todo con firmeza, seguridad y confianza. Los que viviesen se lo deberían a Tall y los que muriesen no dirían nada. Era una pena lo que les pasa a ésos, pensaría todo el mundo; pero después de todo, una vez muertos ya no contaban, ¿verdad? Era la pura verdad, y Tall la había traído consigo.
Todo se evidenciaba en la manera en que Tall organizó el avance. Paseándose arriba y abajo delante del acurrucado tercer pelotón, con el bastoncillo de bambú en la mano derecha, golpeándose suavemente el hombro con él mientras fruncía el ceño con gesto de concentración, les explicó brevemente lo que se proponía hacer, por qué, y la parte que les tocaba. No les exhortó. Su actitud decía claramente que consideraba que toda exhortación era una trampa y un juego sucio, y que no estaba dispuesto a caer en ello, que se merecían algo mejor que eso; tenían que hacer lo que tenían que hacer y tenían que hacerlo sin súplicas patrioteras por parte de él, sin palabrería. Cuando terminó el avance y el primer y tercer pelotones estuvieron instalados detrás de la plataforma, a la izquierda y la derecha del segundo, sólo habían sido heridos dos hombres, y levemente, y todo el mundo sabía que se lo debían al teniente coronel Tall. Incluso Stein tenía esa impresión.
Pero después de llevarles hasta allí, resultaba evidente que ni siquiera Tall iba a poder llevarles mucho más allá. Eran ya más de las tres y media. Habían salido antes del amanecer, y la mayoría se había quedado sin agua a media mañana. Se habían desmayado varios hombres. Con los nervios destrozados por haber pasado tanto tiempo bajo el fuego enemigo, muchos más estaban histéricamente cerca del desmayo. El mismo Tall se daba cuenta de esto. Pero después de recibir los informes de Beck, Dale y Bell, quería hacer antes de la noche otro avance que diera como fruto la conquista del reducto de la derecha.
La pequeña reunión de oficiales y suboficiales en torno al teniente coronel incluía ahora a los de «B de Baker». Cuando avanzaba hacia la plataforma la compañía «Charlie», «Baker», según las órdenes telefoneadas por Tall, había realizado su tercer ataque del día. Igual que los otros, también éste había fallado, y en la confusión la mitad de «Baker» se había metido en medio del primer pelotón de «Charlie», a su izquierda, y se había quedado allí. En la retirada también habían entrado por allí y se habían quedado los demás, así que Tall había mandado a buscar a sus jefes.
—Evidentemente, el reducto es la llave de la colina —dijo ahora a todos ellos—. Aquí el te… ¡ejem…!, el cabo primero Bell tiene toda la razón —dijo mirando a Bell fríamente, y siguió—: Desde su altura, nuestros hermanitos amarillos pueden cubrir toda la zona lisa que hay delante de nuestra plataforma desde la derecha, hasta llegar a «Baker» a la izquierda. No tengo ni idea de por qué habrán dejado sin vigilar la plataforma. Pero tenemos que aprovechar este hecho antes de que se den cuenta de su error. Si podemos reducir ese baluarte no veo ningún motivo por el que no vayamos a poder tomar toda la colina antes de la noche. Voy a pedir voluntarios que quieran volver allí y destrozarlo.
Stein, al oír por primera vez esta noticia de otro ataque más, se sintió tan horrorizado que apenas dio crédito a sus oídos. Seguramente Tall debería saber lo mal que estaba de efectivos y lo cansados que se encontraban todos. Pero ya se le habían pasado las ganas de discutir con Tall, sobre todo teniendo en cuenta que se hallaba en presencia de la mitad de los oficiales del batallón.
Para John Bell, en cuclillas junto a los demás, era otra vez como una escena de una película, de una película de guerra malísima, llena de lugares comunes, de tercera categoría. No podía tener nada que ver con la muerte. El teniente coronel seguía en pie, paseándose adelante y atrás con el bastoncillo de bambú mientras hablaba, pero Bell advirtió que se mantenía cuidadosamente lo bastante alejado de la pendiente como para que no se le viera la cabeza por encima de la plataforma. También advirtió el titubeo y luego el énfasis al pronunciar Tall las palabras «cabo primero» al dirigirse a él. Era la primera vez que Bell veía a su teniente coronel, pero no había ningún motivo para pensar que Tall no estaba enterado también de su historia. La sabía todo el mundo. Quizá fuera esto, más que ninguna otra cosa, lo que le hizo decir lo que dijo.
—Mi teniente coronel, me gustaría volver y enseñarle el camino al grupo —dijo. ¿Estaba loco? Sabía que estaba enfadado, pero no que estuviera tan loco. ¡Ah, Marty!
Inmediatamente a la derecha de Bell se alzó otra voz. Con los hombros encorvados, las manos retorcidas, la cara manchada, el cabo primero interino Dale hacía lo que podía por conseguir la fama, sinecuras en el futuro, más seguridades de no volver a las cocinas militares, lo que fuese. Porque como Bell, tampoco sabía qué era lo que le impulsaba.
—¡Yo iré, mi teniente coronel! ¡Soy voluntario! —dijo Charlie Dale poniéndose en pie y dando tres pasos al frente para luego volver a quedar en cuclillas. Era como si Dale, el cocinero liberado, creyera que no era legal su oferta si no daba los tres pasos al frente de rigor. Desde su posición echó una mirada en torno suyo, con los ojillos brillando por algo. A Bell le parecía una actuación desagradablemente ridícula, cómica.
Casi antes de que hubiera vuelto a ponerse en cuclillas Dale, sonaron otras dos voces. Detrás de Bell, entre los soldados rasos y entre los restos de su propia patrulla, se adelantaron el soldado de primera Doll y el de segunda Witt. Ambos se sentaron mucho más cerca de Bell que de Dale, que seguía en cuclillas. Bell se sintió impulsado a guiñarle un ojo.
El soldado de primera Doll, que todavía se sentía ofendido por el éxito de la patrulla de Charlie Dale comparado con el de la suya, se alarmó al ver el guiño de Bell. ¿Por qué coño iba a querer a nadie guiñarle un ojo? Desde el momento en que habló y dio el paso al frente, Doll había vuelto a sentir un nudo en la garganta que le hacía ver chispas ante los ojos. El mover la lengua dentro de la boca era como frotar dos trozos húmedos de papel secante. Hacía más de cuatro horas que no tomaba agua y la sed había llegado a transformarse de tal manera en una parte de él que no podía recordar un momento en que no la hubiera tenido. Pero ésta ya era distinta, esta sensación de tener papel secante en la boca era la sed del miedo, y Doll la reconoció como tal. ¿Estaría Bell burlándose de él? Probó a dirigirle una sonrisita fría y cautelosa.
Por el contrario, Witt, sentado cómodamente a la izquierda de Doll y un poco más cerca de Bell, le devolvió la sonrisa y el guiño. Witt se encontraba a gusto. Aquella mañana, cuando se presentó voluntario para volver a la vieja compañía, había decidido que haría todo lo que hicieran ellos. Y se proponía cumplirlo. Cuando Witt se decidía a hacer algo, la decisión era firme y no había más que hablar. En lo que a él se refería esta misión de voluntarios no era más que otro trabajito que tenían que hacer unos cuantos hombres con talento, como él. Tenía la suficiente confianza en sí mismo como soldado para estar seguro de que podía cuidarse perfectamente en cualquier situación que requiriese cierta destreza; y en cuanto a los accidentes o la mala suerte, bueno, si le ocurría algo de esto, le había tocado y no había más que hablar. Pero no creía que le tocase, y, mientras tanto, estaba seguro de que podía ayudar, quizá salvar, a muchos de sus antiguos compañeros, algunos de los cuales, como aquel imbécil de Fife, no habían querido que volviese a la unidad. Pero Witt quería ayudar, o salvar, a todos los que pudiera, aunque diese la casualidad de que uno de ellos resultara ser Fife.
Luego, además de todo esto, un poco antes, Witt había empezado a sentir por Bell una gran admiración, cuando se arriesgó de aquella manera. Witt, que había sido cabo tres veces y cabo primero dos veces durante su carrera, era capaz de apreciar el valor y la inteligencia de los hombres. Y pese al hecho de que no le gustaba fiarse demasiado de nadie, le gustaba. A Witt le parecía que Bell, igual que él, tenía las cualidades de un auténtico jefe. Juntos podrían hacer grandes cosas para ayudar, o salvar, a muchos tíos. Le gustaba Bell y le daba lo mismo que antes hubiera sido oficial. Así que le devolvió la sonrisa y el guiño con una sensación de camaradería antes de volver a dedicar su atención a Tall que, fuese teniente coronel o no, no le gustaba.
El teniente coronel se había interrumpido a causa de aquella avalancha de voluntarios. Ya tenía cuatro. Y antes de que pudiera decir nada a estos cuatro adquirió tres más en rápida sucesión. De entre los oficiales de la compañía «B» se adelantó un segundo teniente de aspecto más bien calvinista, que bien hubiera podido pasar por capellán, aunque no lo era. Le siguió un cabo primero de la compañía «B». Luego decidió colaborar el propio segundo de Tall, el joven capitán Gaff.
—Me gustaría mandar el grupo, mi teniente coronel —dijo.
Tall levantó una mano:
—Ya basta, ya basta. Basta con siete. En el terreno que vais a trabajar, llevar más hombres, creo yo, no sería más que una molestia. Sé que os gustaría ir a muchos más, pero tendréis que esperar otra oportunidad.
El capitán Stein, al oír esto, miró escrutadoramente a su jefe desde detrás de las gafas y se sintió sorprendido al ver que Tall hablaba completamente en serio, sin bromear, sin ironizar siquiera.
Volviéndose hacia Gaff, Tall dijo:
—Muy bien, John. Te pertenece a ti. Estarás al mando. Y ahora…
Les organizó la operación profesionalmente. De manera sucinta, eficiente, sin olvidar ni un detalle ni una posible ventaja, proyectó la táctica a emplear. Era imposible no admirar su capacidad y su perfecto dominio de todo. Stein por lo menos, y estaba seguro de no ser el único, se vio forzado a reconocer que había en Tall un talento y una autoridad de las que él mismo sencillamente carecía.
—Es casi seguro que encontréis el reducto guardado por pequeños puestos de ametralladoras en torno a él. Pero creo que lo mejor será que no les hagáis caso y vayáis contra el mismo reducto si os es posible. Los puestos pequeños caerán por si solos si tomáis el grande, recordadlo. Y nada más, señores —dijo Tall con una repentina sonrisa—. Que los suboficiales vuelvan a sus puestos, pero quiero que se queden los oficiales. Sincroniza tu reloj con el mío, John. Concede a la compañía «Dog»… digamos doce minutos antes de radiar tu primera llamada. Deberías tardar ese tiempo en llegar hasta allí.
Cuando el pequeño grupo de asalto salió reptando por la derecha de la plataforma, ya estaba el teniente coronel al teléfono para ponerse en contacto con el batallón. El capitán Stein, en cuclillas con los oficiales que se habían tenido que quedar, y contemplando a sus propios hombres sedientos y agotados detrás de la plataforma, no pudo dejar de preguntarse cuánto podrían recorrer en un ataque de toda la colina aunque cayera el reducto. ¿Quizá treinta metros antes de desmayarse? El grupo de asalto desapareció por un recodo de la ladera. Stein volvió a dedicar su atención a Tall y al pequeño grupo de oficiales de las compañías, de los que ya sólo quedaban seis en vez de diez. Y cuando el grupo de asalto se acercó al punto en que antes se había arriesgado Bell, el teniente coronel Tall estaba ya explicando a los oficiales su plan auxiliar para el caso de que el asalto al reducto fallara. Si esto ocurría, Tall quería efectuar un ataque nocturno por sorpresa. Naturalmente, eso significaría el montaje de un perímetro de defensa antes que nada, así que tenían que estar preparados. Porque Tall no tenía intención de retirarse por la noche, como había hecho el día anterior el segundo batallón. Él mismo se quedaría con el batallón. Mientras tanto, siempre existía la posibilidad, la pequeña posibilidad, de que el grupo de asalto tuviera éxito.
John Bell, reptando en primera línea del grupito de asalto de siete hombres, no se preocupó por las posibilidades de que el ataque tuviera éxito. No hacía más que pensar que se había ofrecido voluntario para hacer llegar a un grupo. No se había presentado para convertirse en una parte combatiente de él. Pero nadie más que él mismo había prestado la menor atención a esta sutileza de fraseología. Ahora sí que estaba, no sólo conduciéndoles como punta de lanza, sino obligado a combatir con ellos y sin poder retroceder sin riesgo de parecer un cobarde y un incompetente. ¡El orgullo! ¡El orgullo! ¡Qué cosas más estúpidas y más imbéciles se hacían en su jodido nombre! Siguió con los ojos clavados en aquel punto donde la plataforma desaparecía en torno a la curva de la ladera. Sería típico de su maldita suerte encontrarse con que los japoneses habían decidido de repente corregir su equivocación y mandar unos cuantos hombres allá abajo para cubrir la plataforma. Como punta de lanza, él sería el primer blanco visible. Irritado, miró atrás para hacer un gesto a los otros de que se adelantaran y, al hacerlo, descubrió algo raro. Ya no le importaba demasiado. Ya no le importaba nada. El agotamiento, el hambre, la sed, la suciedad, la fatiga de un miedo continuo, habían ido disminuyendo durante los últimos minutos junto con la debilidad por falta de agua. Bell no sabía exactamente cuándo, pero había dejado de sentirse humano. Se le habían extraído tantas emociones diferentes y en tal cantidad, que sus reservas emotivas ya estaban agotadas. Seguía teniendo miedo, pero incluso éste estaba tan recubierto de una apatía emocional (distinta de la apatía física) que sólo resultaba vagamente desagradable. Y en vez de disminuir su capacidad funcional, esta sensación de no sentirse ya humano la aumentó. Cuando llegaron los otros, siguió arrastrándose, silbando interiormente una canción llamada Soy un Autómata con la melodía de Dios Bendiga a América.
Creían que eran hombres. Todos creían que eran personas de verdad. Y de verdad lo creían. Qué gracia. Creían que tomaban decisiones y que dirigían sus propias vidas, y se proclamaban orgullosamente seres humanos individuales y libres. La verdad era que estaban allí y que iban a quedarse allí hasta que el Estado, por medio de otro autómata, les dijera que se fuesen a otro lado, y entonces se irían. Pero irían libremente, por su propia y libre voluntad y decisión, porque eran seres humanos individuales y libres. Bien. Bien.
Cuando llegó al punto por el que había trepado hasta el borde de la plataforma, se detuvo y, mandando a Witt por delante para vigilar, indicó el sitio al capitán Gaff.
Witt, cuando alcanzó a ocupar la punta de lanza —o más bien el puesto, ya que no se movían—, creía de verdad que era un hombre y creía de verdad que era una persona auténtica. En realidad, nunca se le había ocurrido dudarlo. Había llegado a la decisión de volver voluntario a la antigua unidad y había decidido presentarse voluntario a aquello y, en lo que a él se refería era un ser humano individual y libre. Era libre, de raza blanca y mayor de edad, y nunca le había aguantado una marranada a nadie ni se la aguantaría nunca y, al irse aproximando las perspectivas de acción, podía notar cómo se iba poniendo todo tenso por dentro a causa de la excitación, igual que en las huelgas de los mineros de aquel maldito Breathitt. La oportunidad de ayudar, la oportunidad de salvar a todos los amigos que pudiera, la oportunidad de matar unos cuantos más condenados japoneses jodidos, y ya vería ese jodido Stein, que le había cambiado de compañía por pendenciero. De rodillas, un poco separado de la plataforma, tenía preparado el fusil sin el seguro. No se había pasado la vida matando ardillas para nada, ni tampoco había sido tirador especial del campo de tiro durante los seis años últimos para nada. Lo único que temía era que pudiera empezar algo por detrás, donde estaba el capitán Gaff intentando llegar a una decisión, mientras que él estaba en la punta de lanza —o más bien en la posición— y que no le diera tiempo de llegar. Bueno, pronto verían qué pasaba.
Y Witt tenía razón. Lo vieron muy pronto. Después de que le hubieron indicado el lugar, el joven capitán Gaff, que si estaba nervioso lo disimulaba perfectamente, decidió salir reptando por su cuenta para echar un vistazo, y cuando volvió decidió que este sitio resultaba tan bueno como el mejor para observar el fuego. Lo único malo era que aquella diminuta depresión, con su cubierta de matorrales, era demasiado baja para que él pudiera subir con la radio portátil por la plataforma. Preguntó:
—¿Sabéis algunos de vosotros cómo funciona esto? —Bell era el único que lo sabía—. Muy bien, quédate debajo de la plataforma y yo te iré dando los datos desde arriba —dijo Gaff. Pero primero quería ir poniendo las coordenadas él mismo. Luego les explicó su plan. Una vez que los morteros del 81 hubieran pegado en aquel sitio todo lo que pudieran, él y sus hombres se arrastrarían por la hierba tanto como les fuera posible antes de tirar las granadas—. ¿De acuerdo? —Y todos los autómatas de Bell asintieron con la cabeza—. Muy bien. Pues vamos.
Gaff reptó por la depresión antes de que llegaran allí los primeros proyectiles. Podían oír cómo los silbidos antes de la explosión bajaban casi entre ellos, y luego estallaba toda la ladera entre humo, llamas y ruido. A sólo cincuenta metros del reducto llovió sobre ellos una masa de tierra, trozos de piedra y trozos más pequeños de metal caliente. Alguien había hecho un gesto a Witt para que se mantuviera pegado a la pared de la plataforma y allí estaban todos ellos, con las caras apretadas contra la roca cortante y los ojos cerrados, maldiciendo airados a los condenados jodidos de los morteros, porque podrían disparar un poco corto, aunque al final no ocurrió nada de eso. Después de pasar un cuarto de hora así, durante el cual no hizo más que gritar que cambiaran el alza, Gaff chilló:
—¡Muy bien! ¡Diles que paren! —A lo que obedeció Bell—. Todo el daño que se puede hacer ya está hecho. —Y luego, cuando a lo lejos, en la retaguardia, cumplieron la orden, los morterazos dejaron de caer produciendo un silencio que resultaba casi tan devastador como el ruido.
—Bueno —exclamó Gaff en voz baja—. ¡Vamos!
Si tenían esperanzadas ilusiones de que la barrera de morteros hubiera aplastado y liquidado a todos los japoneses del reducto, pronto se les quitaron. Cuando el segundo teniente de edad madura, moroso y de aire calvinista, de «B de Baker» subía el primero, a tontas y a locas, descubriéndose hasta la cintura, un ametrallador japonés le metió inmediatamente tres tiros en el pecho. Cayó cerca de cara en la pequeña depresión, en la postura que debería haber adoptado desde el principio, y se quedó allí clavado, con las piernas colgando justo encima de él. Con cuidado, con toda la suavidad que pudieron, le retiraron hasta la parte trasera de la plataforma entrecortada, parecía más malhumorado que nunca. No abrió los ojos, sino que se puso las dos manos encima del pecho herido y siguió respirando lentamente, con la cara agria y calvinista, con las mejillas azules llenas de un brillo oscuro al sol de la media tarde.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer ahora? —gruñó Charlie Dale—. No nos lo podemos llevar.
—Tendremos que dejarle aquí —dijo Witt, que acababa de subir.
—No lo podéis dejar aquí —dijo el cabo primero de la compañía «Baker».
—Muy bien —gruñó Charlie Dale—. Es de tu compañía. Quédate tú con él.
—No —dijo el cabo primero de la compañía «Baker»—. No me he presentado voluntario a este asunto para quedarme sentado con él.
—Debería haber sido capellán —dijo el moribundo en voz baja, sin abrir los ojos—. Y podría haberlo sido, ¿sabéis? Tengo las órdenes de pastor. No debería haber jugado con la infantería. Ya me lo decía mi mujer.
—Le podemos dejar aquí y recogerle cuando volvamos —dijo Bell—, si es que todavía sigue vivo.
—¿Queréis rezar conmigo, muchachos? —dijo el teniente con los ojos todavía cerrados—. Padre Nuestro que estás en los Cielos, Santificado sea Tu Nombre…
—No podemos, mi teniente —interrumpió Dale cortésmente—. Tenemos que ponernos en marcha. Nos espera el capitán.
—Muy bien —dijo el teniente sin abrir los ojos todavía—. Rezaré yo solo. Adelante, chicos. Venga a Nos Tu Reino Hágase Tu Voluntad así en la tierra como en el cielo, el pan nuestro de cada día dánosle hoy…
Mientras se iban arrastrando uno por uno sobre la cara y el estómago para no cometer la misma equivocación que él, su voz tenue siguió zumbando débilmente. Primero salió Dale, con Witt inmediatamente detrás de él.
—El hijo puta —susurró Witt cuando se encontraron los dos en la depresión tras la delgada cubierta de plantas—. Ojalá hubiera sido capellán. Ahora ya nos han visto. Ya saben que estamos aquí. Va a ser un infierno.
—Sí, joder con los malditos rezos —dijo Dale, pero sin mucha convicción. Estaba demasiado ocupado en mirar a todas partes, con los ojos muy abiertos a causa de la tensión.
Bell fue el último en salir, pero se paró en la plataforma, pues le pareció que debía decir algo, alguna palabra de ánimo, pero no sabía qué decirle a un moribundo.
—Bueno, buena suerte, mi teniente —acabó por decir al fin.
—Gracias, hijo —dijo el teniente de la compañía «Baker» sin abrir los ojos—. ¿Quién eres tú? No quiero abrir los ojos si no es estrictamente necesario.
—Soy Bell, mi teniente.
—Ah, sí —dijo el teniente—. Bueno, si tienes una oportunidad a lo mejor puedes rezar un poco por mi alma. No quiero forzarte a nada. Pero en todo caso no puede hacerle ningún daño a mi alma, ¿verdad?
—Muy bien, mi teniente —dijo Bell—. Adiós.
Mientras se apartaba, apretando la cara y el pecho todo lo que podía contra el suelo de la depresión, la voz tenue, siguió zumbando débilmente, repitiendo otro tipo de oración que Bell no había oído nunca y no conocía. Autómatas. Autómatas religiosos, autómatas sin religión. El Club de los Autómatas del Comercio y Profesionales, al que bendicería el capellán Gray. Sí, señor. La tierra sólo sabía a polvo en la boca apretada.
El capitán Gaff, segundo jefe del batallón, se había arrastrado hasta salir del todo de la depresión y se había metido bajo la pantalla de los arbustos, a unos veinte o treinta metros.
—¿Ha muerto? —preguntó cuando le alcanzaron los otros. Ahora estaban en fila india en la depresión.
—Todavía no —susurró Dale inmediatamente detrás de él.
Allí fuera, tras la pequeña pantalla de arbustos, estaban más al descubierto, aunque seguía protegiéndoles la depresión, pero la hierba era mucho más espesa que más atrás, al lado de la plataforma, y era desde aquí donde había decidido Gaff iniciar su movimiento. Tenían que hacer girar de lado su pequeña fila, informó a Dale y a Witt detrás de él, diciéndoles que pasaran la orden y que, cuando él hiciera una señal, empezaran a reptar, saliendo de la depresión y entre la hierba, hacia el reducto. No debían disparar ni tirar granadas hasta que él diera la señal. Quería acercarse al reducto todo lo posible sin que les vieran.
—En realidad —indicó a Dale detrás de él—, podríamos ir allí derechos. ¿Ves? Después de ese pequeño espacio abierto estaríamos detrás de aquel montículo, y creo que quizá pudiéramos dar toda la vuelta arrastrándonos en torno a ellos y por detrás.
—Sí, señor —dijo Dale.
—Pero creo que no tenemos tanto tiempo.
—Sí, señor —dijo Dale.
—Nos llevaría por lo menos otras dos horas a rastras —dijo Gaff muy serio—. Y me temo que ya estamos demasiado cerca del anochecer.
—Sí, señor —dijo Dale.
—¿Qué te parece a ti? —preguntó Gaff.
—Estoy de acuerdo con usted, mi capitán —dijo Dale. Ningún jodido oficial iba a meter a Charlie Dale en una responsabilidad por lo que hacía.
—¿Se ha informado a todos? —susurró Gaff.
—Sí, señor.
—Muy bien. Pues adelante —suspiró Gaff.
Lentamente, Gaff hizo resbalar el estómago por encima de la depresión y se metió por entre la hierba, arrastrando el fusil por el cañón en vez de llevarlo entre los brazos, para no mover la hierba más que lo estrictamente necesario. Le siguieron uno detrás de otro.
Para John Bell aquello fue como una pesadilla de locura que ya hubiera tenido antes. Los codos y los pies se le metían en agujeros entre la muchedumbre de tallos viejos y secos, que le cogían y se le enredaban. Le llenaron la nariz el polvo y el polen. Luego se acordó: era aquel avance a rastras hasta la plataforma con Keck. Después de todo, era verdad que ya le había ocurrido. Y Keck estaba muerto.
Ninguno de ellos supo nunca por qué había empezado. En un momento dado estaban reptando en absoluto silencio, cada hombre totalmente solo y separado, sin contacto con los demás, y al siguiente el fuego de ametralladoras cortaba y destrozaba todo lo que había en torno a ellos y por encima de ellos. No había disparado nadie, nadie había tirado una granada, nadie se había puesto al descubierto. Quizás un enemigo nervioso había visto moverse la hierba y había disparado, lanzando a todos los demás. Fuera lo que fuese, ahora yacían en medio de una tormenta de balas, separados y sin contacto entre sí, sin poder iniciar una acción concertada. Cada uno de ellos bajó la cabeza y se abrazó al suelo, rezando a sus dioses o a su falta de dioses para poder seguir vivo. Había desaparecido el contacto y con él el mando y el control. Nadie se podía mover. Y fue durante esta situación estática de una potencial pérdida de todo, cuando el soldado de primera Doll se reveló como un héroe.
Sudoroso, abrazado a la tierra en un éxtasis de pánico, de terror y miedo y cobardía, Doll sencillamente no lo podía seguir aguantando. Aquel día le habían pasado demasiadas cosas. Gimiendo una y otra vez con una voz chillona de falsete «¡Madre! ¡Madre!», que afortunadamente no podía oír nadie y él menos, se puso en pie de un salto y empezó a correr directamente hacia el emplazamiento japonés, disparando el fusil desde la cadera hacia la única abertura que podía ver. Como si se hubieran quedado asombrados ante esta locura, de pronto se detuvo todo el fuego japonés. En el mismo momento, el capitán Gaff, liberado de su momentáneo pánico, dio un salto agitando los brazos y aullando:
—¡Atrás! ¡Atrás! —Y con él en primer lugar, el resto del grupo de asalto corrió hacia la depresión y hacia la vida. Mientras tanto, Doll seguía cantando con su grito:
—¡Madre! ¡Madre!
Cuando se le vació el fusil, lo tiró a la abertura, sacó la pistola y empezó a dispararla. Con la mano izquierda se arrancó una granada del cinturón, dejó de disparar la pistola el tiempo suficiente para quitar la anilla con un dedo y tiró la granada sobre el tejado camuflado del emplazamiento, que ya podía ver con claridad, puesto que sólo estaba a unos veinte metros de distancia, donde la granada estalló inútilmente y sin ningún efecto. Luego, disparando todavía la pistola, siguió cargando. Sólo recuperó el sentido cuando dejó de disparar la pistola por falta de munición y se dio cuenta de dónde estaba. Entonces se dio la vuelta y echó a correr. Afortunadamente para él, no se volvió hacia los demás, sino que se limitó a correr a ciegas hacia la derecha, aunque esto lo negaría más tarde. En aquella dirección sólo estaba a diez metros de distancia la curva de la plataforma y llegó a ella antes de que le pudiera encontrar y partir en pedazos la masa de fuego, que ahora se había recuperado de su asombro y volvía a empezar.
Desde detrás de él, mientras corría los diez metros, describió un arco por encima de su cabeza un objeto oscuro, redondo y humeante y cayó pocos palmos delante de él. Automáticamente, Doll le dio una patada con el pie, como si fuera un balón, y siguió corriendo. Rebotó unos metros más allá y explotó en una nube de humo negro que le tiró de espaldas. Pero al caer vio que no había nada debajo de él, que había caído por encima de la plataforma. Con el pie muy dolorido rebotó al pie de la plataforma, casi en el mismo punto en que habían matado al soldado Catch, aterrizó con un golpe que le molió los huesos y luego rodó unos doce metros más por la ladera antes de poder pararse. Durante un rato se quedó quieto en la hierba, respirando jadeante, todo dolorido y acardenalado, sin aliento, medio ciego, pensando en nada monótonamente. Aquella experiencia no había sido como las anteriores: la carrera en zigzag de regreso del primer pelotón y luego el regreso en busca de Cuín el Huesos, ni como la carga por la colina detrás de Keck. Aquello había sido algo horrible, total y absolutamente horrible, sin nada que lo pudiera aliviar, sin ninguna gracia. Esperaba devotamente no tener que volver a pensar nunca más en aquello. Cuando se miró la bota vio un agujero limpio de casi dos milímetros de largo justo encima del tobillo. ¿Dónde estaba de todas formas? ¿Qué les había pasado a los demás? ¿Dónde estaban? En aquel momento, lo único en que podía pensar era que tenía ganas de estar con gente para poder pasar los brazos sobre alguien y que los demás pudieran abrazarle a él. Pensando en esto se levantó, subió hasta la plataforma y corrió jadeante hasta llegar a la depresión, donde casi tropezó de bruces con los otros, que estaban todos sentados contra la roca y jadeantes. Sólo estaba herido uno de ellos, el cabo primero de la compañía «Baker», al que le había dado en el hombro una bala de ametralladora.
—Doll —jadeó el capitán Gaff antes de que éste pudiera disculparse, buscar excusas ni explicar lo que había hecho—, te voy a recomendar personalmente al teniente coronel Tall para la Cruz de Servicios Distinguidos. Nos has salvado la vida a todos y nunca he visto una valentía igual. Escribiré yo mismo la citación, y te prometo que me encargaré de que se te conceda.
Doll apenas podía creer lo que oía:
—Bueno, mi capitán, no ha sido nada —jadeó modestamente—. Tenía miedo —dijo viendo cómo Charlie Dale le miraba, con una especie de envidia llena de odio desde donde estaba apoyado jadeante contra la plataforma. «¡Anda, jodido!», pensó Doll con una repentina explosión de placer.
—Pero tener la presencia de ánimo para recordar que la plataforma estaba a diez metros a la derecha —jadeó Gaff— fue algo maravilloso.
—Bueno, mi teniente, ya sabe usted que yo iba con la primera patrulla —dijo Doll sonriendo a Dale.
—También algunos de éstos —dijo el joven capitán Gaff, que seguía respirando rápidamente, pero empezaba a recuperar el aliento—. ¿Estás bien? ¿No estás herido?
—Bueno, no lo sé, mi capitán —sonrió Doll, procediendo a enseñarle la diminuta raja de la bota.
—¿De qué es?
—De una granada japonesa. Le di una patada —dijo agachándose para desatar el cordón de la bota—. Mejor será que lo mire. —Dentro encontró el trocito de metal, que le había resbalado hasta la punta de la bota como un guijarro, pero que en realidad no había notado durante la carrera de vuelta por la plataforma. Dijo riéndose—: ¡Ja! Ya me parecía que se me había metido una piedra en la bota. —Le había dado en el tobillo justo encima del calcañar y le había hecho un pequeño corte, que ahora sangraba dentro del grueso calcetín.
—¡Por Dios! —exclamó Gaff—. No es más que un rasguño, pero por Dios que te voy a recomendar también para un Corazón Púrpura. Te lo mereces. ¿Aparte de eso, estás bien?
—Me he quedado sin fusil —dijo Doll.
—Coge el del teniente Gray —dijo Gaff mirando a los otros—. Mejor será que nos volvamos a decirles que no hemos podido tomar el objetivo. ¿Podéis llevaros al teniente Gray entre dos? —dijo Gaff, volviéndose al cabo primero de la compañía «Baker»—. ¿Estás bien? ¿Crees que podrás llegar?
—Estoy bien —dijo el cabo primero de la compañía «Baker» con una sonrisa que era más bien una mueca de dolor—. Sólo me duele cuando me río. Pero quiero darte las gracias —dijo volviéndose hacia Doll.
—No hay por qué darlas —dijo Doll con una sonrisa de timidez, con los ojos brillantes y una nueva magnanimidad nacida de este repentino respeto. Se había olvidado de todo lo referente a sus ganas de abrazar a alguien o de que alguien le abrazase—. ¿Pero y usted? ¿Está bien? —dijo mirando la mano ensangrentada del cabo primero, de la cual goteaba lentamente la sangre, al caer el brazo inútil al costado. De repente sintió miedo otra vez.
—Claro, claro —le dijo el cabo primero con expresión de felicidad—. Ahora ya estoy fuera de todo. Me tendrán que mandar a retaguardia. Espero que sea una herida un poco grave.
—Vamos, chicos —dijo el capitán Gaff—. Adelante. Ya podréis comentarlo luego. Dale, tú y Witt llevaros al teniente Gray. Bell, ayuda al primero. Yo llevaré la radio. Doll, quédate en retaguardia. Ya sabéis que es posible que nuestros hermanitos amarillos, como le gusta decir al teniente coronel Tall, manden a alguien a perseguirnos.
Y con este orden volvió el grupito. Los japoneses no enviaron a nadie a perseguirles. Gaff con la radio, Bell y el cabo primero de «B de Baker» detrás de él, luego Dale y Witt arrastrando el cadáver del teniente muerto por los pies, con Doll en retaguardia, no formaban un espectáculo imponente cuando se acercaron a rastras por la esquina a la vista del batallón. Pero Gaff les había estado hablando durante todo el camino de regreso.
—Si nos dan otra oportunidad mañana, creo que podemos tomarlo —decía—, y por lo menos yo me voy a presentar voluntario para esta misión. Si podemos arrastrarnos por aquella zona abierta y ponernos detrás del montículo, entonces nos podremos acercar por detrás y caer sobre ellos desde arriba. Es lo que tendríamos que haber hecho hoy. Desde arriba les podemos meter granadas muy fácilmente. Y eso es lo que le voy a decirle al teniente coronel.
Y, aunque fuese extraño, no había ni uno solo entre ellos que no quisiera volver con él. Menos el cabo primero de la compañía «Baker» que, naturalmente, no podía ir. Hasta John Bell quería ir, igual que todos los demás. Todos autómatas. ¿Qué era aquello? ¿Por qué? Bell no lo sabía. ¿Qué era esta peculiar cualidad masoquista y autodestructiva que le impulsaba a salir a campo abierto y exponerse al peligro y a los disparos, como aquella vez en la depresión? Una vez, cuando era un niño (¿una vez?, muchas y de muchas formas diferentes, pero sobre todo aquella vez cuando tenía quince años, y ahora le golpeó el recuerdo con tanta fuerza que era como si estuviese allí otra vez de verdad, volviendo a vivirlo), había ido de excursión por uno de los bosques de Ohio al lado de su pueblo. En este bosque había un acantilado y una cueva, si es que se podía llamar cueva a un agujero de poco más de un metro de profundidad entre las rocas, y por encima del acantilado seguía el bosque unos cincuenta metros, terminando en un camino de gravilla. Al otro lado del camino los agricultores trabajaban en sus campos. Al oír sus voces y los relinchos y gruñidos de los caballos enganchados, le había entrado una especie de excitación dulcemente secreta. Mirando por entre la cortina de hojas que marcaba el final del bosque les vio: cuatro hombres con monos y botas de goma que estaban al lado de la valla; pero ellos no le podían ver a él. Por este camino también pasaban muchos coches. Uno de los coches, en el que iban un hombre y tres mujeres, se paró a hablar con los cuatro hombres y de pronto Bell comprendió lo que iba a hacer. Con un dulce temblor ardiente de excitación visceral se retiró entre los árboles hasta llegar casi al acantilado y empezó a quitarse la ropa. Desnudo como el día que nació, en medio del aire cálido y aromático de junio, con una erección temblorosa, se deslizó como un indio hasta la pantalla de hojas que casi crujían bajo sus pies desnudos, dejando la ropa y los bocadillos tras de sí, porque era parte de todo aquello: la ropa tenía que estar lo bastante lejos para que no pudiera llegar hasta ella en caso de que le cogieran o le viesen, porque si no sería trampa; y de pie justo detrás de la pantalla de hojas, desde donde podía ver incluso la expresión de las caras, temblando violentamente de excitación y anticipación, empezó a masturbarse. Arrastrándose detrás del capitán Graff bajo una plataforma de Guadalcanal y ayudando al cabo primero herido que venía tras él, John Bell se quedó parado y mirando, transfigurado por una revelación. Y esta revelación causada por el recuerdo con la que se tenía que enfrentar, era que el haberse presentado voluntario, el haber subido hasta la depresión la primera vez, incluso su participación en el asalto fallido, eran todas —en un sentido que no acababa de comprender— completamente sexuales y muy parecidas a aquel incidente de su infancia junto al camino.
—¡Ay! —dijo el cabo primero a su lado—. ¡Maldita sea!
—¡Oh, lo siento! —dijo Bell.
Hacía mucho tiempo que no había pensado en aquel episodio. Cuando se lo había contado a Marty, su mujer, también a ella la había excitado y se habían ido corriendo a la cama a hacer el amor. «¡Aaaahhh, Marty!». Aquel grito silencioso fue como una explosión arrancada involuntariamente de sus entrañas.
Bell, con este nuevo conocimiento, subrepticiamente miró a los otros. ¿Serían también, entonces, sexuales sus reacciones? ¿Cómo iba a saberlo? No se podía decir. Pero sabía que él mismo, como decían también todos, se volvería a presentar voluntario mañana si había una oportunidad. En parte era por esprit de corps y por una especie de camaradería que procedía de haber compartido con ellos cosas más difíciles que con los demás. En parte era por el capitán Gaff, al que quería y respetaba cada vez más. Y en parte, al menos para él, era aquello otro a lo que no daba nombre, aquella cualidad sexual. ¿Podría ser igual para los demás? ¿Podría ser toda la guerra un asunto básicamente sexual? ¿No en las teorías psíquicas, sino en la realidad, de verdad, en las emociones? ¿Una especie de perversión sexual? ¿O un complejo de perversiones sexuales? Resultaría una tesis divertida, y que Dios ayude a la raza.
Pero tanto si podía descubrir o no en sus camaradas cualquier cosa relativa a sus compromisos sexuales, que no podía, lo que sí lograba leer en sus rostros era otra cosa: la paralización espiritual y la sensación de no ser humano que había percibido en sí mismo durante el camino de ida, y que cada vez era más frecuente. Hasta Gaff, que sólo había estado con ellos un par de horas allí arriba, empezaba a tenerla. Así que Bell no era el único. Y cuando se arrastraron, cojeando y cuidando sus heridas, hasta entrar en medio del batallón, que estaba ya empezando a adoptar el aire de una posición permanente y organizada, lo que era en realidad o estaba a punto de llegar a ser, pudo percibir la misma nota de inhumanidad en muchas de las otras caras, en unas más que en otras, en todas ellas mensurable casi con precisión directa a lo que había soportado el propietario de la cara desde el amanecer. Al lado de su propio grupito de asalto, los que habían hecho el primer avance con Keck eran los que la tenían más acusada.
Ya se estaba acercando la noche. Encontraron que durante su ausencia la mayor parte de «Charlie», por orden del teniente coronel Tall, se había atrincherado ya a unos metros de la plataforma. Se enteraron de que habían oído los ruidos de la pequeña batalla y la habían interpretado correctamente como un fracaso, y debido a esto se había ordenado a «B de Baker» que pasara a una posición inferior y a la izquierda de «Charlie», formando un flanco curvado hacia arriba para unirse a ésta y completando el circulo defensivo, y que ahora estaban ocupados en atrincherarse para la noche. No había retirada. Por orden también del teniente coronel Tall les estaban cavando trincheras para ellos, el grupito de ataque.
Y resultó también, como descubrieron casi inmediatamente, que sí que iban a tener una oportunidad de volver a atacar el reducto. El teniente coronel se lo dijo en cuanto recibió al día siguiente el informe del capitán Gaff. El plan de ataque nocturno del teniente coronel Tall del cual no sabían nada y del que se enteraron asombrados, había sido vetado por el jefe de la división. Pero por lo menos, dijo el teniente coronel Tall, él se había ofrecido. De todas formas, estaba completamente de acuerdo con la interpretación táctica del capitán Gaff. Le dio primero la mano a Doll por su mención para la Cruz de Servicios Distinguidos, luego a cada uno de los demás, menos, naturalmente, al teniente Gray, que ya iba camino de la cota 209 en una camilla. Luego, metiéndose el bastoncito de bambú bajo el brazo, despidió a los soldados y suboficiales y se volvió para discutir con los oficiales las disposiciones para el día siguiente.
El plan del teniente coronel, que había preparado tras recibir la noticia de la prohibición de su proyectado ataque nocturno, estaba calculado para poder enfrentarse con cualquier contingencia y utilizaba —como advirtió en seguida Bugger Stein— la sugerencia hecha por Stein de explorar la derecha en busca de posibilidades de efectuar una maniobra envolvente. Antes del amanecer, Stein debía llevarse a su compañía «C de Charlie» (menos los hombres que iban con Gaff) hacia el tercer pliegue y bajar por la vaguada de la derecha hacia la jungla que había estado tan tranquila hoy. A menos que encontrara mucha resistencia, debería subir a la Cabeza del Elefante por detrás.
—Esa Trompa del Elefante es una ruta de escape imponente para nuestros hermanos amarillos —sonrió el teniente coronel Tall. Si Stein podía subir hasta arriba, donde las pendientes eran más abruptas, quizá pudieran embotellar a todas las fuerzas enemigas. Mientras tanto, el capitán Task llevaría a «Baker» hasta la plataforma, donde esperaría la conquista del reducto por la fuerza de asalto del capitán Gaff, para empezar su ataque frontal cuesta arriba—. Te asigno a ti el movimiento de flanqueo por detrás, Stein, porque ha sido a ti a quien primero se le ocurrió —dijo el teniente coronel Tall. Quizás, pero sólo quizás, e incluso entonces sólo visible para Stein, hubiera un velado doble sentido en la manera ligeramente fría que tuvo Tall de decirlo—. Ese Bell —dijo el teniente coronel cuando hubieron terminado de comentar su plan, mirando hacia donde había colocado con tacto la fuerza de asalto, cerca de la trinchera de Gaff y de la suya— es un buen tipo.
Esta vez el sentido no expresado de la frase resultaba evidente para todos, ya que todos ellos conocían, y sabían que lo conocía Tall, el pasado de Bell como oficial.
—¡Y tanto que sí! —intervino el joven capitán Gaff con entusiasmo impulsivo y sin reservas.
—En mi compañía siempre me ha parecido un soldado excelente —dijo Stein cuando Tall le miró.
Tall no dijo nada más y tampoco Stein. Estaba dispuesto a no meterse en complicaciones. Stein se había dado cuenta de que Tall le iba colocando cada vez más en la posición de un estudiantillo culpable que había sido suspendido en su examen, aunque no le dijera nada abierta ni directamente. Lentamente, la conversación de los oficiales volvió a las perspectivas del día siguiente, y todos se pusieron en cuclillas en el centro de la posición. Ahora casi había silencio; hacía algún rato había cesado el estruendo que se había cernido en el aire durante todo el día y sólo se oía el ruido esporádico de la fusilería en la distancia. Ambos bandos yacían a la espera y recuperándose.
Al ir aumentando la oscuridad se quedaron así: el pequeño grupo de oficiales en el centro discutiendo las perspectivas y las posibilidades para mañana, los soldados atrincherados en el perímetro del círculo, verificando y limpiando sus armas; los hombres del batallón al final de su primer día de auténtico combate, sin éxitos ni fracasos, sin haber decidido nada, agotados y cada vez más indiferentes a todo. Justo antes de la noche los oficiales se separaron en dirección a sus propias trincheras para yacer con sus soldados a la espera del ataque nocturno japonés que esperaban. Lo peor de todo quizá fuera que no se podía fumar. Eso y la falta de agua. A primera hora de la tarde se habían desmayado unos cuantos más y se los habían llevado con los heridos, y había muchos que estaban a punto de caer igual que ellos. El miedo también era un problema, mayor para algunos, menor para otros, según lo que hubiera avanzado en ellos la parálisis de inhumanidad. John Bell se dio cuenta de que ahora no tenía nada de miedo. Esperaría a que empezaran los tiros para asustarse.
Naturalmente, estaban emparejados en cada dos trincheras individuales un hombre de guardia y otro durmiendo, pero nadie logró dormir mucho. Muchos de los soldados, que pasaban la primera noche apartados de sus propias líneas, dispararon a las sombras, dispararon a todo, dispararon a nada, revelaron sus posiciones, pero sin embargo no se produjo el esperado ataque nocturno de los japoneses, aunque lograron cortar las líneas telefónicas de ambas compañías. Probablemente estaban demasiado débiles y demasiado enfermos para atacar. Y así, el batallón se acostó en espera del amanecer, hacia las dos de la madrugada John Bell sufrió otro ataque de malaria con escalofríos y fiebre como el que había tenido hacía dos días en la carretera, sólo que este último mucho peor. En el momento peor temblaba de una manera tan incontrolable que no hubiera resultado de ninguna utilidad en caso de un ataque japonés. Y no era él el único. El brigada Welsh, abrazando su preciosa mochila de mano que contenía los estadillos de la compañía forrados de cuero, y en los cuales ya había verificado a la luz crepuscular todos los cambios de personal del día para tenerlos dispuestos mañana («Muertos en acción», «Heridos en acción», «Enfermos»), sufrió su primer ataque de malaria, que fue peor que el segundo de Bell, aunque ninguno de los dos sabía lo que le pasaba al otro. Y hubo más.
Un hombre que tuvo que mover el vientre lo hizo en la esquina de su trinchera, maldiciendo histéricamente, y se pasó el resto de la noche intentando no meter los pies en aquello. En aquellas circunstancias, salir de su agujero podía costarle a uno la vida.