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Uyg car ung wirwawr nyn gogyffrawt
O neb o ny bei o grvyn dragon ducawt
Ni didolity yng kynted o ved gwirawt
Amigo mío, no nos deberían haber molestado en nuestra angustia,
el dragón blanco no debería haber llevado al ejército hacia delante,
no deberíamos haber sido apartados del festín de hidromiel en el salón.
Entonces pensé:
«Si esto es el triunfo, prefiero la derrota. El fruto de la victoria es la muerte del alma».
Incluso ahora que Arturo ha subyugado a los salvajes de toda la isla de Britania, a pesar de que Mordred gobierna desde una Bernicia romana de nuevo, incluso después de todo esto, de nuevo aparecerá la codicia, la traición y la discordia. Porque esa es la naturaleza el hombre.
Me levanté, apoyándome en la mesa, y me encaminé hacia la pared, que bailaba ante mi vista hacia atrás y hacia delante. Necesité hacer un gran esfuerzo para sujetarme a ella y evitar caer al suelo. Encontré el lugar donde había dejado mi cota de malla, con mi espada envuelta en ella, y me la puse, para luego tener que quitármela y ponérmela otra vez, esta vez al derecho. Aquella noche me di cuenta de lo difícil que era ponérsela borracho, ya que veía un ojal de más en cada lado, y cuando terminé de ponérmela bien sujeta, tenía un pliegue que sobresalía y me molestaba en el cuello. Utilicé la bufanda que Gwenllian me había hecho para remediarlo, y luego, con el casco en una mano, mientras me abrochaba el cinturón de la espada con la otra, salí por la puerta. Al sentir el helado aire de la noche en la cara me sentí mejor. Me quedé allí quieto, pensando, y luego miré hacia el salón y hacia las otras casas en las que nuestros hombres estaban durmiendo. Después de unos momentos, deduje que el único hombre que faltaba era Cynrig.
¿Era él entonces el único que estaba vigilando, y el único que además estaba vigilando todos los caballos de la dehesa?
Sí, era así, ya que lo encontré al final de la misma, moviéndose cautelosamente de sombra en sombra alrededor del prado, al igual que estaba haciendo yo. Le silbé la canción de la cosecha que yo mismo compuse. Al escucharla, vino hacia mí y se quedó a mi lado en la oscuridad.
—Vigilarías mejor montado —le dije.
—No hay bestia que pueda llevarme ahora —me contestó él—. Hemos cargado y cargado contra los salvajes durante todo el día, y luego los hemos perseguido. Los caballos están agotados; ninguno de ellos estará listo para marchar mañana.
—Pues debemos marchar. De otra manera, los salvajes nos tendrán aquí a su merced.
—Si los caballos no están recuperados, ¿cómo estarán los hombres? ¿Serán capaces de montar mañana? No hablemos ya de luchar. ¿Y tú? ¿Estarás listo para salir?
—Estaré listo tan pronto como pueda dormir un poco.
Era todo lo que necesitaba. Estaba cansado, y mis ropas todavía estaban empapadas en un sudor que helaba mi cuerpo a medida que se iba secando. Me dolía la cabeza, un dolor que me taladraba por encima del ojo izquierdo. Un salvaje me había apuñalado con una lanza en el estómago, y a pesar de que no había atravesado la cota de malla, mi torso estaba amoratado. Me dolían los muslos y la espalda de las horas que me había pasado montado en la silla, cabalgando y golpeando. Quería dormir. Estaba menos cansado y menos herido que muchos de los hombres que habían cabalgado en las primeras cargas, pero todos queríamos dormir.
—Si no fuera por ese banquete —dijo Cynrig, protestando—, podríamos dormir.
—Siempre hay que un banquete después de la victoria. De otro modo, ¿cómo sabríamos que hemos vencido? —apunté—. Sin un botín después de la batalla, ¿cómo podríamos disfrutar de la guerra?
—Ese botín será nuestra perdición —dijo entonces Cynrig, mirando el cielo ennegrecido—. Qué lástima de cielo encapotado, Syvno hubiera pronosticado otra victoria para mañana. Murió con honor.
—Es la Ley de Dios: Aquel que puede predecir el destino de otros, nunca podrá predecir el propio.
Nos quedamos allí mirando. Lejos, en el campo de batalla, había luces. Eran las mujeres que, sollozando, buscaban a sus hombres. Más lejos, muy débilmente, se oían sonar algunos cuernos. Los osos y los lobos peleaban por los caídos. Había más ruidos de animales de lo que uno hubiera esperado. ¿Acaso algunos de ellos no eran realmente de animales? Ambos nos miramos sin hablar.
—Algunos hombres —dijo Cynrig—, ya han dormido lo suficiente. Cynrain es uno de ellos. Hay otros, de mi escuadrón y de mi región. ¿Podrías ir a despertarlos para que vigilaran conmigo?
—Sí, lo haré.
Caminé por las lindes de la dehesa tan silenciosamente como un hombre en busca de tejones a la luz de la luna, pero aquella noche no había luna, y temía a cosas peores que a los tejones. Pronto estuve tan cerca del salón que el ruido del festín enmudeció los demás sonidos, cubriéndolos como si se tratase de un río desbordado. Cuando llegué a la altura de las casas, las puertas del salón se abrieron y medio centenar de hombres salieron a trompicones, gritando y cantando, y agarrándome cuando me vieron cerca.
—¡Una boda, una boda! —gritaron—. ¡Ven Aneirin, ya que eres nuestro juez, y preside la boda!
—¡Bajadme! —les dije, porque me habían levantado sobre sus hombros—. No hay tiempo para jugar. El enemigo está a nuestro alrededor.
Pero ellos siguieron gritando:
—¡Una boda, una boda!
Peredur me agarró del brazo mientras me llevaban en alzas, y gritó:
—¡Es cierto! ¡Vamos a celebrar una boda para coronar el día!
—¡Owain y Bradwen! ¡Owain y Bradwen! —gritaron otros, mientras la multitud bullía como una olla de potaje, pero una vez llegamos a nuestro destino, vi que al menos allí había un poco de orden.
Un pequeño grupo de hombres me llevaron al fuego de los arados y los carros, el cual habían reavivado. Luego volcaron uno de los carros para ponerle una silla encima, donde me dejaron. El resto salió del salón en dos filas: una, que llevaba a Owain, fue en una dirección, mientras el otro grupo, dirigido por Gwenabwy, con Bradwen colgada de su brazo, fue al lado contrario. Sonaron las gaitas romanas y se entonó la canción nupcial, mientras las dos procesiones empezaban a dar vueltas. Rodearon las casas y después una procesión giró alrededor de la otra, en ese baile que conocemos tan bien.
—¡No puedo hacer esto! —grité desde el carro donde me habían subido—. ¡Yo no soy un clérigo, no puedo casaros!
—No lo eres —contestó Peredur—, pero eres juez, así que sí puedes casarlos, ya que aquí no hay clérigo ni ermita.
Aquello era verdad, pero ¿cómo se había iniciado todo aquello? ¿Era una broma de borrachos? ¿O el intento de Precent o Peredur para cambiar el espíritu de la noche, y desterrar tic la mente de aquellos hombres alguna reyerta? No podía pensar con claridad. Estaba indefenso ante aquella fiebre que nos había atrapado a todos, a todos excepto a Cynrig, que permanecía solo, allí, con los caballos, porque nadie de los allí reunidos fue a buscarlo. De todas formas, no me escucharían, y de hacerlo, me ignorarían.
Las dos procesiones pasaron a mi alrededor, y alrededor del fuego, separándose para ir cada una en dirección contraria para luego volver y unirse a medida que se aproximaban a mí, encabezados por Morien, que portaba una antorcha. Gwenabwy cogía a Owain del brazo con una mano, y a Bradwen con la otra. Adonwy estaba en el extremo más alejado de Bradwen, y Precent del de Owain. Marcharon, de manera lenta y solemne, hacia mí.
¿Había para mí otro destino más aciago que casar a Bradwen, mi amor, con Owain, su amor y mi líder? ¿Acaso también tendría que iluminarles el camino hacia la cama de matrimonio?
¿Qué mejores invitados para la boda de un hombre que los soldados de la Casa de Mynydog? Aún con sus cotas de malla sucias y ensangrentadas, sus escudos abollados y sus andrajosas capas rojas, eran el mejor ejército que hubiera pisado jamás la isla. Aquellos eran mis amigos, mis hermanos, por los que hubiera luchado y muerto y, aun así, me estaban haciendo más daño del que imaginaban.
La procesión se detuvo ante mí, que estaba sentado como juez encima del carro.
De repente, el sonido de los cuernos bramó por encima del de las gaitas. Lejos, se escuchó la voz de Cynrig.
—¡Los caballos! ¡Los caballos!
Las otras antorchas brillaron en la linde de la dehesa. La boda terminó antes de empezar. Los hombres corrieron de la procesión hacia las luces, hacia los cuernos, hacia Cynrig, que luchaba en la oscuridad. Lo que nos salvó fue eso, que todos los hombres que estaban en la procesión de la boda tenían la cota de malla puesta. Corrieron hacia Cynrig todos juntos, ya que su principal preocupación era llegar a la dehesa. La valla de la dehesa, que ellos mismos habían construido esa misma tarde, estaba rota por un centenar de sitios, y toda la manada de caballos, aterrorizados por el sonido de los cuernos y los chillidos, corrieron alejándose de los soldados, perdiéndose en la noche. De un solo golpe, nos quitaron nuestra principal arma, y nuestra principal ventaja. Finalmente, encontraron a Cynrig, herido pero vivo, ya que había conseguido luchar con un gran árbol a su espalda y junto a la valla, de tal manera que sólo pudieron atacarle de uno en uno. Cuando lo encontraron, cuando nuestro ejército ya estaba dividido en dos, los salvajes atacaron de nuevo, viniendo de todas partes y cayendo sobre la aldea.
Antes de que supiéramos qué estaba pasando, estaban sobre nosotros. Fue el ataque de un ejército de doscientos hombres atacando sin ningún orden, cada uno por su cuenta. En el primer choque, cada uno de nosotros luchó por separado, intentando involucrarse lo máximo y recibir lo mínimo de la batalla, pero pronto, el combate, tal y como lo veíamos desde el carro, empezó a tomar forma. Los hombres encontraron a sus compañeros de armas, y adoptaron una posición de espalda contra espalda. Luego se formaron grupos de cuatro u ocho, y después, secciones enteras. Primero una sección, y luego otra, y luego otra, se pusieron de espaldas al carro en el que yo estaba, y la Casa empezó congregarse, condensándose de nuevo como un ejército. Esa había sido la estrategia de los salvajes, cogernos uno a uno y matarnos, pero nuestras semanas de entrenamiento junto a Owain nos salvaron la vida. Porque éramos un ejército romano, acostumbrado a la disciplina, que resistió como un ejército aquella espantosa noche, más espantosa que cualquiera de nuestras pesadillas.
Los hombres que cruzaron la dehesa formaron un escuadrón alrededor de Cynrig, reaccionando con disciplina, e impactando contra las espaldas de los salvajes que estaban alrededor del carro. El efecto que obtuvieron fue mayor del esperado, y en poco tiempo todo estaba despejado y el enemigo se retiraba. Nos quedamos junto a nuestros muertos, y sobre aquellos que habíamos matado, como una banda desesperada en el mismo centro del poblado, alrededor del carro al que Owain se había encaramado ahora, y al que también subimos a Bradwen. El fuego ardió más alto, y de repente, Owain gritó:
—¡Las casas! ¡Los hombres que estaban en las casas!
Salté del carro para guardarle las espaldas a Precent mientras él reunía dos secciones. Despachamos con prontitud a los salvajes que estaban más cerca de nosotros, ya que salieron huyendo de la aldea, dejándonos espacio suficiente para que pudiéramos entrar al gran salón por la puerta principal.
Dentro de las casas había hombres, hombres que estaban dormidos o borrachos cuando comenzó el ataque, y que ahora estaban muertos. Los salvajes entraron atropelladamente en el salón a través de una de las puertas del otro extremo. Intentamos cargar contra ellos, empujándolos el tiempo suficiente para comprobar que allí no había nadie al que ayudar. Nos hicimos a toda prisa con las todas las piezas de nuestro equipo que pudimos coger. Yo cogí la ballesta de Owain, la única que había en toda la Casa, y salimos fuera. Los salvajes siguieron entrando para ocupar el salón, aunque no ganaron nada con ello, porque cuando el salón estaba ya lleno, escucharon un crujido y vieron cómo Morien lanzaba una antorcha a la paja que cubría el suelo, mientras nosotros atrancábamos la puerta, y Peredur y otra docena de hombres daban la vuelta al salón por fuera para atrancar la otra, y a pesar de que no la pudieron mantener completamente cerrada, al menos pudieron retrasar lo suficiente la salida de los salvajes.
La noche estaba encapotada y en calma, pero aun así las briznas ardientes del salón se esparcieron por todas partes y, en poco tiempo, la aldea estaba en llamas.
Nos concentramos de nuevo alrededor del carro volcado.
—¿Y ahora qué? —le gritó Precent a Owain.
—No podemos quedarnos aquí —le contestó él, pero no dijo nada respecto a qué hacer. Ninguno de nosotros lo sabía, pero entonces Cynrig, abriéndose paso entre nosotros, dijo:
—Cattraeth, vayamos a Cattraeth. Los salvajes no podrán con nosotros si conseguimos llegar detrás de las murallas. Si podemos llegar allí, les podremos hacer frente durante un tiempo, y puede que también podamos recuperar nuestros caballos.
Owain consideró la propuesta durante un tiempo. Luego, gritó:
—¡A Cattraeth!
Era una marcha que no me hubiera gustado hacerla a plena luz del día, o montado, o con la cabeza despejada, o descansado. Y no teníamos ninguna de esas ventajas. Nos movimos dando tumbos. Nos dispusimos en forma de flecha y corrimos hacia los salvajes más cercanos. Podían correr contra nosotros, o podían mantenerse firmes hasta que los empujáramos y rompiéramos su resistencia. En cualquier caso, teníamos muy poco espacio y tiempo para marchar en columna, ya que estábamos a trescientos o cuatrocientos metros de donde esperábamos que se alzara Cattraeth.
Fue un trayecto amargo. Los salvajes estaban alrededor de nosotros. Eran hombres grandes y estaban más descansados. Sus escudos estaban mejor confeccionados para luchar a pie, así que muchos de nosotros nos habíamos deshecho de los nuestros, más ligeros y mejor preparados para protegerse contra las lanzas arrojadizas, para coger los pesados escudos de hierro que detenían los cortes de las espadas. Las suyas eran más cortas que las nuestras, y podíamos herir a un hombre aun estando fuera de su alcance. Su hierro, sin embargo, era mejor, y sus armas apenas se doblarían ahí donde las nuestras sí que lo hacían. Pocos de ellos llevaban cotas de malla, y casi no había cascos. Si los salvajes hubieran ido tan bien protegidos con armaduras como armados, no hubiéramos sobrevivido, ninguno de nosotros.
Avanzando y resistiendo, nos abrimos camino a través de las casas que estaban ardiendo, donde las riquezas de Bladulf y nuestros propios muertos se estaban haciendo cenizas. Cualquier hombre que caía, ahí se quedaba. No había tiempo para ayudarle, y si un hombre no tenía buenos amigos, la herida más leve sería la última para él. Eso fue lo que me ocurrió al final a mí. Estaba en la línea de vanguardia, atacando, y mientras pasaba por encima de los cuerpos de aquellos que intentaban interponerse en nuestro camino, uno de ellos me hirió con su lanza. La punta de esta atravesó mi cota de malla y los músculos de mi muslo, y caí gruñendo de dolor. Entonces aparecieron una docena de salvajes viniendo hacia mí, y me hubieran ensartado hasta la muerte con sus picas si Aidan no hubiera vuelto para ayudarme. Precent estaba con él, y Caradog, y entre los tres me ayudaron a ponerme de pie. Precent, el más fuerte, se pasó mi brazo por el cuello y me ayudó a llegar al grupo principal, donde encontré un buen montón de manos que me ayudaron. Y más suerte tuve, porque ya casi estábamos llegando a Cattraeth.