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Yr eur a meirch mam as med medweint

Namen ene delei o vyt hoffeint

Kyndilic aeron wyr enouant

Deslumbrante oro, buenas monturas, hidromiel que nubla los sentidos.

Sólo uno de esos, que aman al mundo, volvió,

Cynddelig de Aeron, el héroe Novantino.

No era un secreto que el poder de Roma había llegado desde el norte al salón de Eudav. A lo largo de los tres días siguientes, levantamos un nuevo salón dentro de los lindes del antiguo. Construimos establos y casas con troncos de roble que clavábamos en la tierra para formar los pilares, y recios ramajes que cruzamos a lo largo a modo de techo. Al final atamos juncos y cañas a las vigas para que estuviera más cubierto. Trescientos hombres trabajaron juntos para alzar una casa para Bradwen.

Para Bradwen, y para Owain.

Al cuarto día, Owain nos llamó a los más nobles de nosotros: Precent y Cynrig de Aeron, Peredur Brazos de Hierro y a mí, y al joven Aidan por cortesía.

—Sé que la infantería habrá llegado ya a las alturas que hay sobre el río en la parte más oriental de la muralla —nos decía—. Mañana cabalgaremos por el río hasta encontrarnos con ellos. Limpiaremos el camino para Bradwen, y luego la traeremos de vuelta de manera triunfal a su casa.

Aquello tenía sentido. En un día de cabalgada podríamos recorrer todo el valle desde el salón de Eudav hasta el mar. Nuestras patrullas nos habían hecho saber que no había salvajes a un día de distancia hacia el oeste, y tampoco nos atacarían de más allá de la muralla, como seguramente hubieran hecho de haber estado vigilando aquellos parajes. Aquella zona era lo bastante segura como para dejar el salón sin vigilancia. Si los salvajes se encontraban entre nosotros y el mar, necesitaríamos a todos los hombres para hacerles frente. Así que cabalgaríamos todos para encontrarnos con Bradwen, la cual no había estado con nosotros porque había ido por delante con la infantería y Gwenabwy, el hijo de Gwen, para protegerla. Cuando nos encontráramos con esa infantería, un centenar de hombres vendrían con ella para traer el ganado al salón y protegerla hasta que Owain volviera. El resto de las tropas de a pie, y los sesenta jinetes que los acompañaban, marcharían hacia el sur con nosotros, hacia Bernicia, e incluso hacia Deira, para reconquistarlas, tan despiadados como la Ira de Dios.

Cabalgamos temprano. Nos dirigimos hacia el este, saliendo del valle y subiendo hacia los páramos altos y ventosos. Avanzábamos en paralelo a la muralla sobre los campos florecientes. Después de la primera hora cruzamos el camino que los romanos habían construido para llevar sus tributos a los reyes de Caledonia. Cada año, por aquella época, el rey de los romanos mandaba al rey de Caledonia su propio peso, y el de la reina, y el de su juez y su bardo, en oro. Una vez vi una moneda de ese oro, y estaba más que claro que procedía del rey de Roma, porque había puesto su propia cara en ella, y además había escrito su nombre. Aquello era por temor a que los caledonios, algún día, volvieran al Imperio, como tantas veces habían hecho con anterioridad, para saquear Roma y cortarle la cabeza al Emperador. Era ahora la madera de ese reino de Caledonia la que los salvajes habían comenzado a cortar.

A lo largo de la mañana cambiamos de dirección, apartándonos de la muralla, encontrándonos por aquí y por allí algunas granjas que estaban vacías, o algunas casas ruinosas. Seguimos la ribera de un pequeño río que surcaba la tierra hacia el este, bajando del páramo por un valle muy conocido por todos nosotros, el cual no tenía nombre, pero al que todos se referían simplemente como la Arboleda. Mas, con nombre o sin él, tenía que ser cerca de la Arboleda que la infantería se encontrase con nosotros. Buscamos la salida de los páramos altos a lo largo del territorio de Mordei, del cual la gente hacía tiempo había huido. A cada lado de la corriente vimos rastros y huellas de los salvajes. Los bosques estaban muertos, cada uno de los árboles habían sido mutilados con sus terribles sajones, quedando muertos y marchitos. Los ciervos se habían ido de aquellos bosques hacia los páramos altos. La tierra estaba igualmente muerta. Aquel territorio había sido arrasado.

Nos sentamos junto al cauce en el lugar acordado, dos o tres horas antes de que se pusiera el sol. Yo iba en vanguardia, y tan pronto como le di dos bocados a un trozo de pan con panceta caliente y un trago de hidromiel, cabalgué para llevarle algo a Gwion Ojos de Gato, que era nuestro hombre en la avanzadilla. Estaba sentado en el suelo, en las lindes del bosque, mirando el estrecho prado que daba al río, y más allá, otro prado que daba al bosque, y más allá de este, el bosque muerto. Estaba oculto tras un grupo de alisos muertos, cubierto por zarzas de moras. Atamos a nuestros caballos y los dejamos a unos metros tras nosotros para luego sentarnos, comer y charlar un poco.

De repente, escuchamos caballos acercarse. Nunca habíamos sabido de ningún salvaje que supiera cabalgar. Sin embargo, nos deslizamos entre los árboles muertos y montamos de nuevo, observando desde aquel punto oculto a través de las quebradizas y deshojadas ramas de los alisos, con nuestras lanzas en posición para ser lanzadas.

Aparecieron dos jinetes, uno cabalgando tras el otro, a un tiro de lanza de distancia. Eso es lo que pudimos deducir escuchando. Así habíamos sido adiestrados.

«Bien —pensé—, estos son los exploradores del ejército de Cynddelig. En algún lugar tras ellos veremos el primer grupo de jinetes, bien dispersos, y el regimiento de infantería. Tras ellos veremos a las ovejas que nos alimentarán camino a Bernicia, y con ellas el ganado que Bradwen trae consigo para su nuevo salón. Tiene vacas negras que dan leche, así que a nuestra vuelta podremos disfrutar de mantequilla recién hecha, y de queso. Además, traen también un toro. También traerá perros para sus pastores, y perros de caza y vigilancia, e incluso cerdos que se habrán ido alimentando de las bellotas de los árboles. Vivirá bien en el próximo invierno, con un centenar de hombres, y más cuando nosotros volvamos para vivir en el salón y servirla, y para construir nuevas granjas a lo largo de toda la tierra en disputa. El próximo verano, la tierra estará llena de romanos de nuevo, hombres que huyeron al próspero norte cuando los salvajes los echaron de aquí años atrás. La próxima primavera, sus esposas también vendrán, pero por ahora, Bradwen será la única mujer de Mordei».

La hueste se estaría moviendo, una gran horda de hombres con bestias que irían pisoteando y comiendo la hierba mientras avanzaban, dejando un rastro de medio kilómetro de ancho, y mezclados con ellos, compañía a compañía, los hombres de Eiddin y los hombres de Mordei marchando juntos; cerrando el contingente, unos jinetes que cabalgarían en los flancos o en la retaguardia. Aquí estaríamos esperándolos para comandarlos, un gran ejército de caballería e infantería, para tomar Bernicia.

Durante treinta años, los salvajes habían ocupado Bernicia, viviendo y reproduciéndose. Una y otra vez habían asaltado Mordei, convirtiéndolo en la tierra en disputa, pero nunca con tanta fuerza como en la primavera del año pasado. Ahora, podíamos ocupar y mantener Mordei, y avanzar hacia Bernicia, así que en el peor de los casos, aquella pasaría a ser ahora la tierra en disputa. Al año siguiente, quien sabe, tal vez podríamos cazar, pescar y dejar que nuestras ovejas pacieran en las tierras de York, dentro de la misma Deira, lejos, hasta llegar a la frontera con Elmet, donde podríamos hablar de nuevo con gentes cristianas.

«Estos —pensé—, deben ser los exploradores de la avanzadilla. Siendo el viento del este, debería sin embargo ser capaz ya de oír el sonido de la hueste. Debería poderse percibir el ruido del avance del ganado, y el balido de las ovejas debería estar resonando ya en el aire».

Afiné tanto como pude el oído, pero todo era silencio en aquella calurosa tarde de verano, aunque podría haber jurado que, de un momento a otro, podría haberlos oído aproximarse.

El jinete más avanzado estaba casi a nuestro nivel. Su camarada se detuvo, bastante más atrás, demasiado, según nos habían instruido.

Montado como estaba, cabalgué fuera del bosque hacia él. Gwion permaneció oculto, con su lanza en posición lista para ser lanzada, pero no habría necesidad de eso. Yo ya estaba lo suficientemente cerca.

El jinete que iba en cabeza se giró hacia nosotros. Vi su cara por primera vez cuando él levantó su cabeza, y lo reconocí. Era Gwenabwy, hijo de Gwen, a quien Mynydog le había dado el liderazgo de los hombres que se quedarían con Bradwen durante todo el invierno. Estaba embutido en su capa escarlata, y su escudo era todo blanco, sin ningún símbolo o motivo, ya que afirmaba que un hombre que ha perdido sus tierras a manos de los salvajes no tenía derecho a esgrimir ninguna identidad hasta que recobrara lo perdido. En las tierras de Gwen nos encontrábamos, entre las de Eudav y el mar.

Cabalgaba cansado sobre un caballo agotado. Se asemejaba a un carbonero, como Morien cuando lo vi por primera vez, porque estaba cubierto, capa, rostro, caballo y todo, de un tizne negro. Apenas me miró mientras me aproximaba, sólo lo suficiente para ver que vestía de rojo y que era un amigo. Ni tan siquiera alzó su escudo de la grupa al hombro, o asió con más fuerza su lanza, ni abrió su vaina para sacar su espada.

—¡Bienhallado, Gwenabwy! —le grité—. ¿Cuán lejos están los otros?

—Por la Virgen, Aneirin —me contestó—. ¿Tienes algo de comer?

Yo me reí.

—¿Por qué, Gwenabwy? ¿Te has comido ya todas las ovejas? Espero que no haya más hambrientos como tú, porque no podemos alimentar a trescientos con lo que llevamos en nuestras alforjas, digan lo que digan los santos.

—No estoy bromeando, Aneirin. ¿Tienes comida? No queda ninguno de los nuestros.

—¿Que no queda ninguno? ¿Habéis sido derrotados? ¿Cuándo? ¿Dónde fue la batalla?

—No hubo ninguna batalla —dijo Gwenabwy haciéndole señas al otro jinete, todavía esperando junto a un árbol retorcido y muerto. Su caballo avanzó unos cuantos pasos, a la manera que lo hace una montura cuando está a punto de morir de cansancio, y se paró de nuevo.

—¿Quién es, Gwenabwy? ¿Quién viene contigo?

No contestó. Le di algo de torta de avena y panceta, y lo dejé con Gwion. Cabalgué por el prado que había junto al cauce del río, hacia el otro caballo, que había dado un par de pasos más para luego pararse de nuevo. El jinete aún estaba encima, con la cabeza gacha, todavía encogido dentro de su capa roja. Esa es la manera en la que los hombres se sientan después de haber estado tres días en la silla, azuzando a las ovejas para sacarlas de un campo de pasto que se está quemando. Mientras sigas cabalgando, no sientes nada, y siempre pareces descansado, aunque tiznado por el humo y el polvo, pero terminas así cuando por fin te detienes a la puesta de sol del último día, cuando las ovejas están ya guardadas, o quemadas.

Avancé hasta ese jinete, rendido mucho antes de la puesta de sol, en aquel hirsuto caballo, con su manta apelmazada por el barro de una docena de ríos cruzados y cubierta de un hollín negro. El equino estaba parado junto a la corriente, demasiado cansado como para agacharse a comer la densa hierba que había bajo su nariz, o tan siquiera para beber. Me acerqué para ver quién era el jinete. Vi la malla bajo su capa roja, y un casco que no me era familiar: puntiagudo y con cintas púrpuras, y con un velo de malla protegiéndole la cara a ambos lados y por detrás del cuello. Por esta malla no pude verle el rostro hasta que me acerqué más, y cuando lo hice, comprobé que se trataba de Bradwen.