11

Bu trydar en aerure bu tan

Bu ehut e waewawr bu huan

Bu buyt brein bu bud e vran

Hubo un estruendo en el monte de la carnicería, también fuego.

Impetuosas fueron las lanzas, que brillaban igual que el sol.

Hubo comida para los cuervos, ya que fueron ellos los que triunfaron.

Al amanecer partimos hacia la muralla. Allí donde el camino la atravesaba, hubo una vez un pueblo: un lugar de grandes casas, castillos y palacios, que fueron construidos en un parpadeo por el mago Vergil. La amante del rey se percató de que, en toda la muralla, no se había construido un solo sitio donde pudiera parar a dormir, y exigió uno. Allí pasó entonces aquella noche, y sólo aquella, en una ciudad poblada solo durante ese corto espacio de tiempo, una noche, y, cuando se levantó a la mañana siguiente y se marchó, toda la gente de la ciudad se marchó de allí igualmente.

Cómo se llamó la ciudad exigida por aquella mujer, nadie lo supo nunca. Nosotros la llamábamos Din Drei. Todo el oro había sido ya arrancado de los tejados, robado por los soldados del falso rey Arcadio. Sólo quedaban en pie los muros de las casas. La argamasa se había caído a trozos y la hierba crecía salvaje entre las baldosas. Algunos decían que, si rebuscabas entre la tierra batida de los suelos de las casas romanas, encontrabas enterradas pinturas de sus dioses, coloreadas sobre la losa. Era un acto de virtud ante la Virgen encontrarlas y destruirlas, pero en aquella ocasión no había tiempo. Sólo encontramos figuras de piedra de aquellos demonios, medio destruidas y verdes de moho. Lo único que pudimos hacer sin dificultad fue partirles los brazos y las narices, para mayor gloria de la Virgen y el Hijo de la Paloma.

Nada se movía ahora en Din Drei. Allí sólo vivían las ratas, los zorros y los pájaros silvestres. Hacía veinte años que nadie civilizado había traspasado la muralla por allí, en el extremo oriental, aunque hasta que los salvajes incendiaran Carlisle la gente pasaba por allí para dirigirse al oeste. Cabalgamos a través de aquella ciudad fantasma como el primer ejército romano que la cruzaba en años en dirección a Bernicia.

Entonces cabalgaba junto a Precent, siempre junto a su estribo, detrás de la línea de exploradores, que se extendía a ambos lados del camino. Así acordamos cabalgar diariamente, fuera quien fuera el escuadrón que estuviera en vanguardia. A nuestra espalda, cerca del primer escuadrón de la formación, se encontraba Owain. Bradwen siempre iba con él, con el estandarte del cuervo sujeto a una lanza ligera, y no a una vara. Detrás iban los otros escuadrones, en formación. Cynrig dirigía el escuadrón de Cynon, y Gwion Ojos de Gato cabalgaba siempre detrás del último.

Más allá del pueblo, seguimos la calzada romana, aunque después de un día o dos la abandonaríamos y nos adentraríamos campo a través. La calzada estaba invadida por la hierba, pero aun así, seguía sonando, e incluso sintiéndose, diferente bajo las pezuñas de los caballos. Si desmontabas y rascabas un poco el suelo con un cuchillo, encontrabas enormes piedras sobre la superficie. Dejamos esta senda pavimentada para encaminarnos hacia el sudoeste, mientras esta seguía hacia los valles en dirección sudeste.

A primera hora del día, los cielos estaban encapotados y grises. A mediodía, sin embargo, cuando la muralla ya había quedado bien atrás, el firmamento era de nuevo azul, y el sol caía sobre nuestros ojos. Cabalgábamos totalmente armados, por supuesto, listos para luchar. Los exploradores de uno de nuestros flancos estaban a quinientos pasos nuestros, siguiéndonos a cada lado del camino, buscando cualquier presa, como por ejemplo, un refugio de pastores. Tal como le dije a Owain, no encontraron ninguno. Los salvajes no mantienen muchas ovejas, y si lo hacen, es sólo por la lana. En lugar de muchachos, eran hombres los que seguían al rebaño todo el día a pie, manteniéndolo a la vista de la granja durante toda la jornada, pero era extraño que no nos encontráramos con ningún grupo de salvajes rezagado o merodeando, como normalmente te encontrabas en las colinas, listos para cualquier acto de pillaje por la costa occidental. En esa época del año tendríamos que habernos encontrado con decenas de ellos, volviendo para la recogida del trigo, pero no había ninguno.

Y si lo había, por alguna razón, habían vuelto a casa con celeridad.

Las primeras horas del día cabalgamos en silencio, sin cantar, y no nos encontramos con nadie. En aquellos páramos no había ni un alma que pudiera avisar de nuestra llegada. Al norte de la muralla, en un territorio tan bueno para las ovejas, nosotros tendríamos rebaños por todos lados, y nos habríamos encontrado lo menos veinte veces al día a los jóvenes saliendo de sus refugios para darnos la bienvenida, hablar con nosotros y preguntarnos de dónde éramos, con quién estábamos emparentados y enterarse de alguna noticia de sus familias. Pero los salvajes no mandaban a sus jóvenes a que se criaran en casas de amigos o familiares a muchas jornadas de distancia, como hacen todas las personas civilizadas, incluso los irlandeses, si no que permitían que sus hijos crecieran junto a sus padres, teniéndolos bien cerca, y sin dejar que ninguno se fuera a sitios lejanos y desconocidos. Los salvajes no amaban la tierra tal y como nosotros lo hacíamos. La desolaban.

Aquella noche dormimos envueltos en nuestras capas sobre el suelo, tal como hicimos desde que dejamos Eiddin; pero, a partir de aquella noche, formamos una tienda con capas y lanzas para Bradwen. Mi capa siempre estaba entre ellas.

Cabalgamos hacia el sur durante más días, con el cielo aún encapotado al amanecer, clareando luego mientras avanzaba la jornada. El ejército no cantaba cuando no había sol. El vacío del páramo, que debería haber estado rebosante de vida, nos pesaba sobre los hombros. De vez en cuando divisábamos un serbal allí donde antes había habido una casa.

—¿Han huido antes de que llegáramos? —preguntó Owain—. ¿Cómo han sabido que veníamos?

—Así es como viven —le dije yo—. Dejan las colinas vacías, sólo cultivan los valles.

—Puede que lo hicieran así donde tú estuviste, porque se ocultaban en los valles por temor a nosotros; pero la gente no vive en los valles cuando tienen páramos donde alimentar a sus ovejas.

—Ellos no son gente —le contesté—. Son salvajes. No deberías esperar de ellos que se comportaran como gente normal.

Pero ante esto, Owain no contestó.

Más tarde, una hora antes de que anocheciera, Precent y yo dejamos a nuestros caballos con los del flanco izquierdo en un grupo de arbustos, y miramos por fin hacia el valle. El sol estaba a nuestra espalda; nadie podía vernos desde allí. Precent le hizo señas a nuestro comandante, y Owain se acercó para mirar con nosotros.

—Mira ahí abajo —le dije—. Así es como viven. ¿Ves? En ese grupo de casas de madera de forma rectangular, que forman un cuadrado, y rodean un espacio abierto con un estanque en el centro. Luego están los campos, largos y estrechos, que se extienden más allá de las casas. No todos están cultivados, no sé por qué. Los utilizan para plantar trigo. Ya está maduro y lo están cosechando. Mira, ¿ves ese campo ya cosechado, donde han apilado las gavillas? Están cargando los carros de bueyes para poner las gavillas de nuevo en el suelo trillado. Los salvajes están volviendo de los campos a sus casas. ¿Podéis oler las hogueras? El humo permanece formando una cortina por encima de los techados amarillos…

—Veo lo que veo —dijo Owain, cortándome, pero Precent estaba totalmente asombrado.

—Qué forma de vivir, todos amontonados, los unos sobre los otros; ruido y gente por todas partes.

Owain hizo señas a los otros, y los escuadrones se desplegaron a nuestro lado. Media docena de hombres de cada uno se encargaron de vigilar a los caballos de reserva. Precent gesticuló a los de los flancos para que se desplegaran aún más lejos, mucho más lejos, para así poder rodear la villa por los dos lados. Nosotros todavía estábamos sentados, mirando a la gente de allí abajo volver a casa del trabajo, cantando, probablemente, pensando que nadie podía oírlos. Todo estaba en silencio y tranquilo. Pensé en el salón de Eudav antes de que aparecieran los salvajes, y luego miré a Bradwen, sosteniendo el estandarte tras Owain, y a Gwenabwy con su escudo blanco tras ella. Nadie nos había visto aún. Owain desenvainó su espada.

—¡Por Él y por la Virgen! —gritó—. ¡Liberemos la isla de Britania!

Gritando a pleno pulmón, el ejército cargó bajando la colina que delimitaba el páramo del valle. Rodeamos la villa y a su gente, por ambos lados, mientras ellos se quedaban quietos por un momento, donde estaban, mirándonos, antes de darse cuenta de lo que pasaba, y empezar a correr de aquí para allá, huyendo sin rumbo, como las hormigas. Nunca habían visto nada como aquello, un ejército romano, todos con capas y con plumas rojas, cargando contra ellos desde las colinas. Corrieron, todos corrieron, no sólo apartándose de nosotros, sino en todas direcciones, hasta que algo al azar les hacía cambiar de sentido, porque les habíamos rodeado, todos cargados de venganza romana. Al igual que nuestros cazadores habían conducido a los ciervos durante los días anteriores, los hombres de nuestros flancos los conducían ahora a ellos hacia la muerte. Cuando se trataba de ciervos, sólo matábamos al número justo de animales que precisábamos, y dejábamos al resto libres para que pudieran criar. Aquí no. Acabamos con todos allí mismo.

Algunos se dieron la vuelta para intentar hacernos frente con hoces y guadañas. La mayoría corrían, y en ambos casos morían cuando caíamos sobre ellos. Los dejábamos yaciendo en el suelo, y nos agachábamos sólo para volver a coger nuestras lanzas, o para apartar los cuerpos que pudieran entorpecer a nuestros caballos. En un momento vi a tres o cuatro de ellos de pie en un carro de bueyes con hachas y cuchillos curvos, listos para defenderse y hacernos todo el daño que pudieran. Yo cargué contra ellos, con Aidan a mi lado, y lanzamos nuestras lanzas. Uno de ellos se desplomó, lo que les cogió por sorpresa, y caímos sobre el resto sin darles tiempo de apartar el cuerpo de su compañero. Como estaban más preocupados por él que por su propia seguridad, los ensartamos con facilidad con nuestras espadas largas y los lanzamos a los pies de los bueyes. Luego cortamos las tiras de los arneses e hicimos que esos bueyes avanzaran, dejando a los caídos retorciéndose entre las gavillas hasta que Morien vino con una antorcha en la mano con la que prendió fuego al trigo seco.

Condujimos a los bueyes hacia un rincón y los matamos, a todos. Luego llevamos los carros que aún no estaban ardiendo, y los arados y todas las armas y herramientas, al centro de la villa, e hicimos un buen fuego en el que asar nuestra carne. No pudimos encontrar harina de avena, pero algunos de nuestros hombres sí encontraron harina de trigo e intentaron hacer algunas tortas, cociéndolas en los arados incandescentes. Luego encontramos unas jarras con levadura, que es lo que ellos utilizan para convertir el trigo en pan, y las lanzamos al fuego. También dimos con un poco de hidromiel y una gran cantidad de cerveza, y bebimos tanto de esta como jamás lo habíamos hecho. Encontramos el medio de celebrar nuestra victoria, sin duda, e incluso alimentamos a nuestros caballos con trigo.

Habíamos matado a todos los hombres que habíamos encontrado en la villa, y a cualquiera que pareciera demasiado ansioso por correr o luchar. Al resto de mujeres las encerramos en una esquina vallada, y las dejamos ver cómo comíamos. Eran zorras de pelo sucio, amarillo y grasiento, e iban pobremente vestidas. Gemían y lloraban, pero después de haber comido y de habernos bebido toda la cerveza, hubo unos cuantos que vieron cómo la lujuria vencía a la sensibilidad, y durante toda la noche se escucharon gritos y risas que perturbaron el sueño de aquellos que dormíamos en la casa más grande.

Esta casa estaba dividida en dos habitaciones. En la interior, le hicimos a Bradwen una cama, y Gwenabwy durmió cruzado en la puerta. Los nobles que éramos demasiado orgullosos como para dormir en aquella pocilga, nos sentamos junto al fuego, disfrutando de una jarra de hidromiel y planeando el día siguiente.

—Echémonos a la vieja calzada de nuevo —exhortó Precent—, cuatro días de cabalgada por ella, y fácilmente llegaremos a Elmet, donde nos encontraremos con batallones enteros de infantería que nos apoyarán en nuestro camino de vuelta. Y entonces, de una manera u otra, podremos limpiar de porquería la senda hacia York.

Owain lo ignoró. En su lugar, nos preguntó a todos:

—¿Recordáis las canciones que solíamos cantar en este valle?

—Triste y húmero es el invierno, decían —contestó Cynrig—, pero el verano es tranquilo y hermoso para cazar.

—Ah, la de cosas que hacíamos aquí en verano —dijo ahora Gwion—. Por aquí abundaban los alces, del tamaño de dos caballos, con cuernos que hubieran podido servir de remos para un bote de diez hombres. Ese tipo de alces podía haber alimentado a un poblado entero. También había venados igual de grandes, y ciervos, rojos y de lecha…

—Y jabalíes también —dijo Gwenabwy—. ¡Ah, el sabor del cerdo salvaje! Y entre toda esta fauna, también había lobos y osos, y toda la piel que pudieras desear.

—Pájaros de todo tipo, también, tanto en invierno como en verano. En un lugar como este, nunca soltabas a tu halcón sin que volviera con algo, y durante el invierno, cuando las corrientes se desbordan y convierten el valle en un pantano, si sumergías la pica en la charca, sin duda sacabas algún gobio.

Incluso Precent se sintió atraído por la charla, contra su voluntad.

—Mirad lo que han hecho con todo esto. Es más que suficiente para hacer llorar a un hombre. —Owain podía parecer de lo más amargo cuando quería, sin pretenderlo en absoluto—. Todos nuestros amados pantanos han sido drenados para terminar convertidos en unos terrenos tan secos como una mesa. Todos nuestros árboles han sido cortados, dejando peladas las cimas donde solíamos cabalgar. ¿Y qué es lo que hacen cuando matan todos los árboles y los queman, tal como hemos visto que han hecho con los de este año en Mordei? Sacan los restos de los troncos y aran la tierra para convertir esos magníficos bosques en áridos campos de trigo, y así es como hacen su vida, con un puñado de trigo diario, como si fueran un montón de hormigas estúpidas, ciegas, trabajando sin espíritu, sin poesía. Hacer crecer cultivos, o criar ganado, o incluso personas, sin ponerle espíritu, va en contra de la Virgen y de Dios, ya que la tierra es de Nuestro Señor y nos la dio para protegerla y cuidarla, no para destruirla. Es de cristianos proteger hasta al lobo; pero ellos, ¿qué hacen para vivir? No cuidan ovejas, no comparten su espacio con la gentil vaca, que nos da leche y queso. Sólo mantienen el mínimo suficiente para criar bueyes que los ayuden a tirar del arado, y cuando lo han fatigado, lo matan para conseguir la grasa y la piel, porque no comen carne. Preguntadle a Aneirin si esto es cierto o no.

»Y así es como consiguen sobrevivir aquí, y así es como cultivan, y en dos generaciones, se multiplicaron y convirtieron una pequeña comunidad que vino en un bote en una nación entera. Pronto nos superarán si no ponemos fin a esto. Tenemos que deshacer todo lo que ellos han hecho, y después, tenemos que llevar a todo su ejército a la batalla, para poder destruirlos a todos de una vez en un mismo sitio y, en unos cuantos años, nosotros y nuestros hijos cazaremos juntos de nuevo en estos valles.

Durante cuatro días asaltamos los valles, tanto los que estaban al este camino del mar, como los que estaban al sur camino de York. Hicimos en cada poblado lo que habíamos hecho en el primero: quemábamos todas las casas, lanzábamos todos los arados, armas y herramientas que encontrábamos al fuego donde cocinábamos la carne, y no sólo destruíamos el costoso trabajo del carretero (y si no me creéis, preguntad a los hombres de Mynydog si es una labor fácil), sino que también atemperábamos el hierro. Cualquier metal que pudiéramos recuperar a la mañana siguiente de las cenizas lo tirábamos al pozo, y lanzábamos también todos los cuerpos que podíamos encontrar, para emponzoñarlo. También los lanzábamos al estanque donde abrevaban al ganado. Quemábamos el grano en los establos, y aplastábamos los metates de los molinos con los que molían el grano, a martillazos, con sus martillos.

La mayor parte de todo esto lo hacía Morien. Después de prenderle fuego a las casas, hacía un fardo con todas las telas y piezas de ropa, las untaba con grasa, y luego lo ataba con una cuerda muy, muy larga, a su caballo. Entonces encendía el fardo, y galopaba, con aquel fuego detrás, a través de todos los campos de trigo, prendiéndole fuego allí donde crecía.

Nos quedábamos con las espadas que había en las casas, eso sí, y bloqueábamos las acequias que había a los bordes de los campos, donde deshacíamos los surcos del arado.

Obligábamos a las mujeres a hacer todo esto antes de matarlas, en el caso de que pudieran criar, en memoria de todas las mujeres que los salvajes habían matado en Mordei y Bernicia, en nuestros tiempos y en los de nuestros padres, que nunca pudieron tener hijos.

Cuando Morien nos mostró el mejor modo de hacer este trabajo, —había estado muchas horas dándole vueltas al asunto junto a sus hornos en el bosque—, nos dispersamos por escuadrones e hicimos lo mismo por todo el territorio hasta que me cansé de ver el humo alzándose y oler a carne medio cocinada y a tortas de trigo, así como de la visión de las casas dispuestas de aquella manera en aquellos campos de cultivo tan largos y estrechos. En cuatro días, un centenar de poblados había ardido, y en ninguno de ellos dejamos más que un puñado de niños llorosos. El oso y el lobo, el milano y el águila ratonera, venían a las casas para comer. ¿Por qué no deberíamos dejarles darse un festín? Eran nuestros lobos, y nuestros milanos.

Allí donde cabalgaba la Casa de Mynydog, dejamos un reguero de muerte y destrucción, y no había nadie más sediento de venganza, más cruel y más empecinado en encontrar algo de valor que destruir, que Bradwen. Nos dirigía para que arrasáramos los campos y las aldeas en nombre de la Virgen. En diez años, o en cinco, cuando los árboles y la hierba hubieran crecido de nuevo, cuando las aguas de las inundaciones de invierno se hubieran retirado, aquellos feos campos habrían cambiado hasta convertirse en hermosos pantanos, una tierra en la que los romanos podrían cazar y hacerla su hogar. Sin embargo, lo que hicimos fue tal vez más abominable que cualquier otra cosa que los plantadores de trigo hubieran hecho con anterioridad. Antes de que la belleza pudiera volver, teníamos que devastarlo todo.

Acabamos con toda la gente que encontramos, así como con todos los seres vivos que los acompañaban, sin mostrar piedad. La mayor parte de las veces observábamos que, cuando veían que el humo salía del poblado de al lado, salían huyendo y se escondían en los pequeños bosques que habían abandonado, buscando ahora refugio en lo que antes querían destruir. No se resistían, y eso era algo que me intrigaba, a pesar de que a Owain no parecía importarle.

—No hay hombres —le dije—, o hay muy pocos. Y los que hay son o muy ancianos, o muy jóvenes, como los que dejamos nosotros atrás cuando nuestro ejército salió de Eiddin.

—Los hombres nos oyeron llegar y huyeron rápidamente, corriendo más rápido aún que las mujeres —contestó—. O tal vez hay pocos hombres entre los salvajes. Parece ser que hay pocos carneros en esta manada de ovejas, aunque un solo carnero bien puede servir a un rebaño de ovejas entero.

—Esto no es para tomárselo a broma —dije yo insistiendo—. No parece haber hombres, y en las casas no hay una sola lanza, ni escudos ni cotas de malla, sólo algunas hachas o algún cuchillo curvo.

—No están acostumbrados a usar armas de verdad. Luchan desnudos, como los animales.

Finalmente, hablé irritado.

—Puede que así es como luchen los irlandeses, y como te hiciste con tus famosas victorias, pero escucha esto: estos salvajes están tan bien armados como nosotros, y luchan con igual pericia, como pronto podrás comprobar por ti mismo. Les he estado preguntando a las mujeres dónde han ido los hombres.

—Y no has obtenido respuesta. Esas brutas lerdas no pueden recordar nada que haya sucedido antes de ayer.

—Me dijeron que los hombres habían marchado a la guerra. En algún lugar, Owain, los salvajes se están concentrando en gran número. Es cierto; esas mujeres no saben dónde, si al norte o al sur, pero en algún lugar hay una horda de salvajes en marcha. Esperemos que hayan ido hacia el sur, contra Elmet, porque si han ido hacia Mordei por el camino de la costa y nos han esquivado, entonces nunca podremos volver a festejar nada en Eiddin.

Pero Owain me dio una carcajada como respuesta, y sólo porque era Owain, nuestro líder, reí con él, y le creí cuando dijo que no había tal ejército, que aquello sólo era una mentira de las mujeres para ocultar lo cobardes que eran sus hombres, aunque nos contaron la misma mentira en todos los pueblos.

Era el final del cuarto día de nuestro asalto a los valles, y volvimos al lugar donde habíamos empezado. Nuestros escuadrones habían ido al norte y al este; al norte hasta la frontera, y al este casi hasta el mar. Sólo la mitad de un escuadrón se encaminó hacia el sur, explorando con cuidado el camino que seguiríamos cuando nos marcháramos hacia Elmet y York. El líder de esta sección era Dyvnwal, a quien llamábamos Vrych, el de las Pecas, por la gran cantidad de ellas que tenía en la cara. Su escudo estaba totalmente pintado de blanco con varios puntos rojos, para así hacer notar su sobrenombre. Y eso es todo lo que recuerdo de él, porque era un hombre muy silencioso. Fue en la mañana del quinto día, en el que Precent había esperado poder llegar a Elmet, cuando vimos una sección viniendo por la calzada romana hacia nosotros. Owain cabalgó a su encuentro, como un rey de cacería; con su juez, su maestre cazador, y su porta estandarte, siendo yo el primero, Precent el segundo y Bradwen la tercera. Cuando nos aproximamos a ellos, vimos que sólo había una docena de capas rojas en lugar de cuarenta, y que los caballos de repuesto habían desaparecido. Sus corceles estaban cansados y resoplaban.

Vinieron apresuradamente hacia nosotros, mientras avanzábamos hacia ellos, para encontrarnos en aquel camino vacío, entre aquellos campos de trigo incinerados y ennegrecidos, gritándonos y hablando todos a la vez.

—¡Hemos entrado en combate! —gritaban—. ¡Contra los salvajes!

Owain les gritó que bajaran la voz.

—¿Dónde está Dyvnwal? —preguntó una y otra vez—. ¿Dónde están los otros?

Había un gran vocerío. Geraint, un hombre del sur, parecía el más coherente, e intenté seguir su voz por encima de la de los demás.

—Llegamos a un poblado poco después del atardecer. Cabalgamos hacia él, y no encontramos a nadie, ni un alma. Ni una mujer, ni un niño, nadie. Aun así, no lo vimos raro. Nunca se sabe qué costumbres tienen estos salvajes, así que desmontamos.

—¿Todos? —pregunté.

—Todos. Entramos en las casas. Se habían llevado sus joyas con ellos. No quedaba nada de plata. Llevamos todos los arados hasta la casa más grande, y amontonamos todo el grano y la levadura que encontramos. Pusimos todas las bancas sobre los arados. Trajimos las sábanas y las ropas de todas las casas, y las empapamos en grasa. Entonces, Dyvnwal se agachó para encender el fuego, y de repente, los gritos inundaron nuestros oídos, y se lanzaron sobre nosotros.

—¿Muchos?

—Hacían el ruido de diez mil. Eran muchos más que nosotros. Todos teníamos al menos diez contra los que luchar. Llevaban cotas de malla y espadas cortas. Nosotros habíamos dejado nuestros escudos en los caballos. Intentamos volver hasta ellos, y nos tuvimos que abrir paso a golpe de espada. Yo maté a dos. Al menos, les ensarté y cayeron. Creo que aquí estamos todos los que llegamos finalmente a las monturas. Si las hubieran espantado, hubieran acabado con todos. Montamos y retrocedimos. No había nada que pudiéramos hacer por los demás. Todos están muertos. Había todo un tumulto de salvajes a nuestro alrededor. Los salvajes no nos podían hacer frente estando montados. Huyeron cuando volvimos, pero comprobamos que, aquellos que habían llegado al poblado, eran la avanzadilla de un ejército. Eran cientos, miles. Les prendimos fuego a las casas, y vinimos a vuestro encuentro.

—¿Volvisteis dejando a vuestros camaradas abandonados allí? —dijo Owain secamente, con desdén.

—Si hubiéramos desmontado para recuperar los cuerpos hubiera sido un destino glorioso, pero ¿quién habría cantado nuestra gesta? Hubiéramos muerto. Preferimos volver para avisaros.

—Te dije que sus hombres se habían ido a la guerra —le dije a Owain—. Al sur fue hacia donde se dirigieron, para combatir contra Elmet. Ahora estarán de vuelta. El camino hacia el sur estará bloqueado. Ahora nos será imposible llegar a Elmet, o incluso a York.

—Puede que el camino hacia el sur esté bloqueado, pero lo tomaremos de todos modos —contestó Owain, y se volvió hacia Precent—. Los escuadrones están volviendo, tal como les ordenamos. Mientras tanto, mandaremos a algunos exploradores calzada abajo, a un kilómetro o dos.

Owain ignoró a Geraint y a sus camaradas. De hecho, nunca les volvió a hablar, como si le hubieran avergonzado, a pesar de que nadie que hubiera visto sus escudos abollados, sus espadas melladas y sus hombros llenos de sangre, podría haber dudado de que habían luchado.

Dormimos en la calzada, formando un arco que abarcaba medio kilómetro de lado a lado, con fogatas encendidas y centinelas que vigilaron durante toda la noche en busca de salvajes, pero aquella noche no atacaron. Así, a la mañana siguiente, cabalgamos por la calzada romana en la formación habitual.

La primera línea vio al enemigo unas dos horas antes del atardecer. Avisaron, y Precent se adelantó para poder ver observarlo. Era un pequeño grupo de hombres, unos cincuenta como mucho, que permanecían quietos en mitad de la calzada, esperando. Owain se adelantó con dos escuadrones, atravesando la línea de vanguardia, y cargó contra ellos. No encontró mucha resistencia. Cuando los jinetes estaban a menos de doscientos metros, rompieron la formación, se dispersaron en todas direcciones y acabaron con ellos mientras huían. Nos reagrupamos y seguimos avanzando por la calzada.

Nos encontramos con unos cuantos grupos más como aquel.

—Están marchando al norte para hacernos frente, cada uno por su cuenta. Por lo visto, cada hombre es su propio general —dijo Owain.

Yo no creía que aquello fuera así, pero mantuve la boca cerrada. Aquello tenía pinta de ser una avanzadilla para mantenernos apartados de la hueste principal y así poder hacernos frente en un lugar mejor para luchar. Pero ahora sabía que era mejor no contradecir a Owain, porque era nuestro líder y siempre tenía razón.

A veces nos oían llegar, y entonces parecían mandar algún tipo de mensaje u orden a través de la calzada, e intentaban mantener la formación mientras cabalgábamos hacia ellos, pero siempre los rodeábamos por los flancos. A veces, cuando no lográbamos cogerlos desprevenidos, corrían antes de que pudiéramos llegar hasta ellos, dispersándose por la zona.

A medida que fuimos avanzando hacia el sur se fueron haciendo más resistentes. Permanecían en sus puestos más tiempo. En una ocasión, un grupo al completo retrocedió hasta un bosque. Media docena de hombres los persiguieron a través de los árboles. Tan sólo volvieron dos. Nos contaron que se encontraron con varios hombres que salieron de improviso de entre la maleza para agarrar por las bridas a los caballos, o que cayeron sobre los jinetes desde los árboles. Owain no ordenó a nadie que recobrara sus cuerpos.

Todo esto hizo que nos retrasáramos. En las últimas horas de la tarde, cuando apenas habíamos recorrido diez kilómetros, avistamos el poblado en el que había luchado Geraint. En el camino que pasaba junto a las ruinas humeantes, no a través de ellas, había una hilera de estacas apostadas. Clavada en una de ellas estaba la cabeza de Dyvnwal Vrych. Ahora no eran las pecas lo que marcaban su cara, si no los cortes de los cuchillos. Sus partes íntimas habían sido arrancadas y colocadas entre sus dientes. Los cuervos ya se habían cebado con sus ojos.

Allí dormimos toda la noche. Lo hicimos con la armadura puesta, esperando un ataque. Sólo la mitad de nosotros durmió a la vez. Aquellos que durmieron en el suelo lo hicieron cerca de sus caballos, y no sólo por tener algo de calor. Sabíamos que el que montara primero tendría más posibilidades de vivir. Antes de dormir, Owain habló con nosotros.

—Ahora sabemos cuál es la intención de los salvajes —nos dijo—. No se enfrentarán a nosotros abiertamente. Lo único que tenemos que hacer es mostrar determinación en nuestro rostro, y saldrán huyendo. Recordad que no debéis luchar con ellos en su terreno. Nos quieren desmontados, y en pequeños grupos, por lo que intentarán atraernos a los bosques. Si vais a luchar contra ellos de esa manera, como salvajes, no habrá salida, ya que nos superan en número y son demasiados para nosotros. Tenemos que usar nuestras habilidades y nuestras armas, ambas superiores a las suyas. No pueden montar, y no pueden hacerle frente a un hombre a caballo. Hoy hemos disfrutado de nuestra primera victoria. Han intentado detenernos, pero no han podido. Nunca lo podrán hacer, porque nosotros traemos la civilización de vuelta a los valles. En dos días retomaremos York. Y en cuatro, estaremos de festín en Elmet.

Pero Precent me habló en voz baja, junto a los caballos.

—Una victoria es cuando se consigue hacer que un ejército entero huya, no cuando su parte más ínfima planta cara y muere luchando. No hemos vencido a ninguno, porque ninguno de ellos nos temía. Incluso cuando huyen, lo único que hacen es intentar atraernos. —De repente, se puso en pie—. ¡Escúchame, Syvno! ¿Has leído hoy las estrellas? ¿Habrá batalla mañana?

—No, no la habrá —dijo Syvno en voz baja, lamentándose—. Mañana será exactamente igual que hoy. Cabalgaremos contra ellos, haremos un festín al final del día, y tú y yo brindaremos juntos.

—Entonces, vigila los arreos —me previno Precent en silencio, sin que Syvno pudiera oírle—. Leer las estrellas parece tan sencillo como predecir el tiempo.