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An gelwir mor a chynnwr ym plymnwyt
Yn tryvrwyt peleidyr peleidyr gogymwyt
¡Fuimos convocados! El mar y las fronteras estaban en conflicto,
las lanzas se apuntaban mutuamente, lanzas que eran igualmente destructivas.
Cuando estuvimos preparados empezamos las patrullas, escuadrón por escuadrón, bajando por la costa de Eiddin. Yo marché con Cynon, no sé si para asesorarle en el mando o para que me fuera acostumbrando a obedecerle; de esto nunca estuve seguro. La decisión era del propio Owain. Cynrig, al igual que yo, cabalgaba también bajo sus órdenes.
Avanzamos con rapidez, despreocupados, y en esta cabalgadura nos mantuvimos dentro del reino de Mynydog, donde no había ningún asentamiento de salvajes, y donde habían hecho pocas incursiones. Más bien fue un ensayo del gran viaje.
Siempre avanzábamos a la manera romana. Owain nos instruyó para cabalgar por parejas, en largas filas, al trote o al galope, sin que ningún hombre quedara retrasado o se adelantara demasiado. Marchábamos, y lo hacíamos, como digo, a la manera romana, formando una columna, por parejas, sí, para que así nos guardáramos las espaldas los unos a los otros. Aidan siempre viajaba a mi lado, ya que era el que mejor me conocía.
Por la noche dormíamos en las granjas. Siendo cincuenta, y no más, siempre encontrábamos sitio para dormir en los corrales y en los establos. Los techos no eran en absoluto necesarios en verano. Era un verano largo y caluroso, el mejor que yo hubiera vivido. La gente agradecía vernos aparecer. Al menos, éramos la prueba de que Mynydog estaba haciendo lo posible para mantener los campos a salvo de los salvajes. No era el típico rey que sólo les exigía —que lo hacía, pero todos los hacen—, sino que también les protegía, y eso había pocos reyes que lo hicieran.
No precisábamos llevar alimentos con nosotros. Cazábamos en los páramos altos, del interior, y la mayoría de los días nos encontrábamos con algún grupo de ciervos. Entonces nos dividíamos en dos largas alas. Una empujaba a los animales contra la otra, para así separar a algunos. Otras veces azuzábamos a los sabuesos para que fueran en busca de algunas liebres, o soltábamos a los halcones para que atraparan algún pato u otra variedad de pájaro, todos buenos para comer. La cosecha de la cebada había comenzado y las gentes de las granjas no tenían tiempo de ir a cazar, así que nos agradecían la carne fresca que les traíamos. A cambio, nos daban tortas de trigo, lechugas, cebollas y rábanos para que cocináramos la carne, y siempre estaban dispuestos a asarnos un par de ovejas o a dejarnos grandes calderos en los que hacer estofado y así avivar a los cansados hombres, ya que se necesitaba un plato caliente después de un día en la silla, sin importar si ya de por sí hacía calor. El camino era muy polvoriento en verano, pero cuando desmontabas y el sol empezaba a ponerse, recordabas que habías estado sudando durante todo el día dentro de tu camisa de franela, y el frío y los escalofríos se apoderaban de ti. Entonces era cuando necesitabas ese plato caliente con carne y cebollas. Lo ansiábamos tanto, que apenas nos quitábamos la malla, ya que siempre cabalgábamos totalmente armados y protegidos, para que así, nuestros caballos, al igual que nosotros, nos acostumbráramos al peso.
Lo que no nos acabábamos caliente por la noche, nos lo llevábamos frío por la mañana. A mitad del día, después de cuatro horas de cabalgata, y aún con otras cuatro por delante, no había nada que mantuviera tan vivo tu corazón como un buen pedazo de carne asada con un buen trozo de tocino, despedazándose en el interior de la boca. Fueron días realmente magníficos los de aquel verano. Nos sentábamos al sol de mediodía para almorzar, con los cansados caballos pastando a nuestro alrededor.
Nos tumbábamos sobre nuestras espaldas, mirando las nubes en el cielo. Jugábamos al «me quiere, no me quiere» deshojando margaritas, y soplábamos a los dientes de león sobre las caras de nuestros compañeros, mientras les cubríamos las espaldas con hierba. Ensayábamos las canciones que nos sabíamos, y bailábamos, hombre con hombre, los bailes de todos los reinos de la isla de Britania, ya que las canciones son las mismas en todas partes, al hablar todos la misma lengua, desde Wick hasta Cornwall; y sin embargo, cada reino tenía sus propios bailes.
Fueron días de paz y todos éramos amigos. Mi labor como juez era muy poca, ya que no había ningún tipo de disputa. Podía resultar un tanto raro, escuchando de todas esas peleas y rivalidades en la casa de Arturo, creer que en la casa de Eiddin no había ninguna, pero sin duda era cierto. Era fácil mantener la paz cuando había mujeres y comida suficientes para todo el mundo, e incluso hidromiel, pero de esto último tampoco demasiado. Algunas veces había alguna discusión sobre la procedencia de algunas familias, o por la importancia de los antepasados de cada uno, y era entonces cuando yo tenía que hacer uso de mi memoria para recordar el orden de las Casas de la isla. Pero aparte de eso, lo que nos mantenía apartados de cualquier tipo de pelea era el pensamiento, siempre presente, de que éramos la Casa más grande que cualquier rey hubiera creado jamás, y de que era nuestro destino el cabalgar hacia el sur y librar a nuestra isla de la presencia de los salvajes. Si tal era nuestro objetivo, ¿por qué entonces perder el tiempo en cosas de menor importancia? Estábamos consagrados a esta gran y sacra causa; que la Virgen nos bendiga.
Practicábamos durante el día, cantábamos y danzábamos por la noche, entre los cercados de las granjas, con las muchachas uniéndosenos, aprendiendo los nuevos coros que traíamos y haciéndose expertas en los nuevos pasos y los ritmos desconocidos de Gwent o la Pequeña Britania. En verdad, fueron noches alegres alrededor de las grandes fogatas que las gentes del lugar encendían para nosotros, recorriendo hasta tres y cuatro kilómetros desde sus granjas a los lugares donde dormíamos.
Sí, las noches eran felices y los granjeros nos bañaban en hidromiel, donándola, además, gustosos. Ese año ya habían pagado el impuesto en hidromiel a Mynydog, además de otro de grano, valedero por tres años, y otro de lana. Con estos impuestos se había alimentado y vestido a la Casa durante todo un año, haciendo que cada hombre pudiera participar en festines, y tuviera tres camisas, su ropa de monta y una capa roja. Además de carne de cordero y de lana. Los granjeros incluso habían enviado ovejas para que comiéramos algo de carne aparte de los ciervos que cazábamos. Habían diezmado sus reservas por la Casa, y jamás protestaron por ello.
Además de la carne y la lana, también había cuero. La malla de una cota siempre evitará que una punta o un filo rasguen la carne, pero no sirve para proteger de la fuerza de un golpe. Un buen impacto con un hacha. O incluso con una vara o una barra de hierro, asestado contra un cuerpo protegido por hierro, bien puede partir un hueso. También se podía ver a más de un hombre morir lentamente por culpa de un bazo roto, después de recibir un golpe en la espalda, o escupiendo sangre por tener las costillas incrustadas en los pulmones, muriendo igualmente, o incluso hombres que con las espaldas rotas siguen viviendo, durante muchos años además, pero sin poder moverse. A veces un golpe no rasga la carne, pero la fuerza desatada en él puede romper los huesos.
Así que, cuando los herreros han hecho una camisa de malla, debes coser una tira de cuero endurecido, firme e inflexible. Siempre tienes que recordar ponerle cinco o seis capas de piel de buey también sobre los hombros. Eso te salvará si recibes un golpe dirigido hacia las clavículas. Además, te impide que levantes demasiado el brazo con la euforia del combate, y dejar al descubierto tu axila como punto débil. Los granjeros costa abajo caminan sin zapatos, guiando a sus caballos con cuerdas hechas de paja, porque tres años atrás mandaron toda su piel de buey a Mynydog. Con todo eso endurecemos nuestras mallas. Gracias a esto, todos nosotros nos podemos permitir el cabalgar con botas altas de cuero, ya que podemos alforzarles pliegues de dos vueltas de piel para mantener nuestras espinillas a salvo durante la batalla o entre las zarzas.
Pero además de eso, es necesario más acolchamiento. El cuero endurecido hace poco más que amortiguar el golpe y expandirlo por todo tu tronco, en lugar de dejar que recorra una línea de dolor. Incluso así, un golpe bien situado puede dejarte sin aire y dando vueltas por el suelo, con la esperanza, dentro de tu agonía, de que alguno de tus compañeros venga a tu rescate. Lo que solemos hacer es llevar dos jubones de piel de oveja debajo de la malla, uno con la lana por fuera y la siguiente con la lana pegada al cuerpo, para que así absorba todo el sudor. Debajo de todo eso, sin lugar a dudas, vas a sudar, y cuando tu camisa se seque por la noche, a la mañana siguiente la encontrarás tiesa y blanca por la sal del cuerpo, capaz de amortiguar golpes por sí sola. Yo tenía que lavar mi camisa siempre al final de cada semana, y es por eso por lo que Mynydog nos daba tantas. También estaba de moda llevar un tapabocas alrededor del cuello, si podías hacerte con uno, para evitar que la armadura te hiciera rozaduras, así como para que absorbiera también el sudor. Al final de un día de cabalgada no había nada mejor para un hombre que coger su cubrebocas y retorcerlo para ver cómo el chorro de líquido hacía un charco a sus pies. Los hombres hacían que sus enamoradas les tejieran cubrebocas y bufandas con los colores de sus familias, o con los del rey.
Tanto las camisas que llevábamos, como las pieles de oveja que teníamos bajo la malla, y las ropas de monta que llevábamos puestas, así como los jubones que hacían para la infantería, los confeccionaban granjeros de la costa y de las colinas, lloviera o nevara, que llevaban abrigos viejos y descansaban en camas frías por las finas sábanas que tenían. Esa era la gente que había costeado la campaña. Lo habían hecho todo con herramientas muy pobres, e insuficientes. Un año antes, incluso antes de que me rescataran en Eudav, cuando Mynydog todavía tenía solo esta campaña en su mente, Precent y Gwanar habían ido por todas las granjas del reino buscando hierro, y llevándose todo el metal que los granjeros pudieran tener de repuesto, e incluso el que no tenían. Precent se llevaba incluso palas viejas, horcas de dientes rotos, o algún carro de transporte que no estuviera utilizando nadie, y como Gwanar atraía la atención por su cuenta, Precent aprovechaba y también se llevaba las ruedas de hierro, las cadenas y los grilletes. Una reja de arado rota siempre era un buen hallazgo, y los clavos de un par de zapatos no eran demasiado poco como para no tomarlos. Estos granjeros pagaron bien en hierro, así como también en trabajo. Avanzado ya el verano, muchos estarían listos para pagar, esta vez en sangre, porque también estuvieron dispuestos a marchar como infantería junto a nosotros, hacia el sur. Todo eso pagaron a la Casa, y cuando esta gente nos vio llegar cabalgando, vieron agradecidos en qué se habían gastado sus pagos.
Estuvieron felices de vernos. Habían pagado, y habían sido testigos de un ejército que estaba compuesto por todos los reinos de Britania, y de más allá, porque también tenía hombres de la Pequeña Britania que habían venido cruzando el mar. Vieron nuestro ejército con sus propios ojos, cabalgando arriba y abajo por la costa hasta la frontera de Mordei, con la intención de echar a los salvajes, vinieran por donde vinieran, ya fuera por mar o por tierra. Eso es exactamente lo que querían ver. Mynydog no había malgastado todos los impuestos que ellos le habían pagado. Y estaban satisfechos, más que satisfechos, de vernos. Nosotros, por nuestra parte, queríamos liberarles de sus miedos y ansiedades. Así que nada era demasiado bueno para nosotros, que habíamos venido a luchar por ellos, nada era demasiado lujoso, a pesar de que ellos mismos estaban muriéndose de hambre. Sólo con ver a los hombres que habían recorrido tan largas distancias, desde Orkney o incluso de la misma Cornwall, lugares de los que ellos apenas habían oído hablar, o a poetas viajeros como yo, hombres que habían venido a defenderlos, les hacía cantar durante toda la noche, incluso estando sobrios.
Cabalgamos con rapidez, hacia el este y el sur, bajo el cielo azul de un caluroso junio, vigilando el ancho mar, mirando las pequeñas olas de espuma y las pequeñas nubes. El viento soplaba ligeramente del oeste hacia el sur. Cuando por fin terminamos nuestra cabalgada, en la frontera con Mordei, la tierra disputada, vimos que había humo saliendo del mar.
Miramos al sur, a lo largo de una tierra yerma donde no vivía nadie. Los castillos de piedra que nuestros padres habían construido estaban vacíos. Aquellos muros bien podrían mantener a los salvajes a raya, porque no sabían cómo atacarlos, o cómo construirlos, y ellos temían lo que no conocían o entendían, en lugar de querer comprenderlo y conquistarlo, como haría un hombre civilizado. Pero, claro, cómo va a vivir un hombre en un castillo, cuando de hacerlo no podría salir más allá de su huerta por temor, dejando que sus ovejas pastorearan solas, por miedo a morir sin previo aviso por hombres que permanecen ocultos en el bosque todo el tiempo, vigilándole. Nadie vivía en Mordei, nadie; ni nuestra gente, ni los salvajes. Pero en algún lugar ya entrando en aquellas tierras, un poco más al sur, en la frontera entre Mordei y Bernicia, había fuego, un fuego tan grande que, a pesar de estar demasiado lejos como para ver las llamas, podíamos divisar la negra humareda alzándose en el aire y desplazándose hacia el mar.
—¿Qué es eso? —preguntó Aidan—. ¿Acaso es que están incendiando el mundo?
—Lo harían si pudieran —le contesté yo—. Tienen magos muy poderosos, que les forjan poderosas espadas. He oído decir que hay una isla en los mares del norte donde sus demonios han hecho que montañas enteras prendan fuego.
—Sea lo que sea, es maligno —dijo Cynrig.
A él nunca le había gustado hablar de magia, puede que por propia vergüenza de su familia, que había tenido asuntos con la Gente Pequeña que vive bajo el mar, cerca de Cardigan.
Luego se encaminó hacia la cima de la colina, gritándoles al resto del escuadrón, quienes no habían considerado que mereciera la pena subir con nosotros, dejando que sus caballos pastaran en el yermo que había al pie de la loma.
—¡Subid aquí! ¡Vamos, vosotros! ¡Subid y ved lo que esos salvajes malignos nos han traído! Dicen que en Bernicia puedes quemar las piedras, y que así era como las legiones mantenían esas tierras. Creo que eso es lo que están haciendo los salvajes. Están quemando la mismísima tierra para que no podamos aprovecharla.
Finalmente, nuestros compañeros empezaron a subir lentamente hacia la colina para mirar. La charla amena que venían manteniendo durante el camino se tornó en silencio cuando vieron el humo.
—Quemarán toda la isla de Britania —dijo Aidan con un extraño tono de orgullo por haber sido el primero en ver aquello—. Sin duda, son demonios. ¿Qué aspecto tienen? ¿Se parecen a nosotros, a los hombres?
—¿Nunca has visto uno, chico? —dijo Cynon sonriéndole—. Son como los hombres, sí, sólo que con cuernos, o eso dicen los que nunca han visto a uno, no digamos ya matado a alguno. Y ten cuidado con sus mujeres, ya que son peores. Las verás, muy pronto, todas con cuernos. Sigamos. Si todos le habéis echado ya un buen vistazo al panorama, no nos conviene perder el tiempo viendo desde aquí las cosas que han de venir; Cynrig, haz que monten de nuevo.
Bajamos con paso lento la cuesta, quedándose Morien mirando por más tiempo el humo, como fascinado por él. Nos reímos a carcajadas al verlo, pero él me miró seriamente y me dijo:
—Quemar todo el país —dijo en un susurro—. Sí, eso estaría bien. Incendiarlo todo. Me gustaría hacerlo, y lo haré. Tú espera y lo verás.
Nos reímos de él aún más. Subí a mi caballo de color marrón. Yo mismo lo había castrado hacía tres años, y Eudav me lo había regalado, y Mynydog lo había cuidado por mí. Volví a mi sitio, como marcador derecho, y esperé a que los otros pusieran de nuevo los arneses sobre sus monturas y se subieran de nuevo a sus sillas. Entonces, Cynrig dio las órdenes como un verdadero romano, tal como Owain le había enseñado, incluso intentando sonar como él. Todos intentábamos sonar como él durante aquellos días.
—¡A vuestros puestos! ¡Formad línea! ¡Marchad! ¡Giro… a la derecha! ¡En columna de a dos! ¡Marchad!
Durante la primera hora nos dirigimos hacia el norte. Yo cabalgué como explorador, con Aidan siempre a mi lado.
—Es verdad que nunca he visto a uno de los salvajes. Entonces, ¿tienen rabo? ¿De verdad? ¿De verdad que lo tienen?
—Todo depende. Si les tienes miedo, entonces les verás rabo, tanto si lo tienen como si no.
—¿Y cuernos?
—Claro, cuernos también —dije sonriéndole, pero no riéndome—, al igual que algunos de nosotros. Tú mismo eres un hombre cornudo.
Me miró con desconfianza, intrigado, mientras cabalgamos unos cuantos metros más, y luego comenzó a reír.
—¿Cuernos? ¿Te refieres a los de mi casco?
—Sí, los de tu casco. Así son los de ellos también. A diferencia de nosotros, que ponemos en nuestros cascos una amplia variedad de cosas, como cuernos, o alas, o ruedas, o lunas y estrellas, ellos siempre ponen cuernos.
—Pero… Aneirin: ¿es verdad que hierven hombres vivos en grandes calderos para luego comérselos?
—¡Tonterías! Incluso los salvajes no son tan malvados como para hacer tal cosa. Los pictos solían hacerlo, de vez en cuando, pero ¿a que nunca has visto a Precent comerse a nadie? Y, de todas formas, ¿quién ha visto nunca un caldero lo suficientemente grande como para hervir a un hombre? Nunca podrías forjar uno, no al menos de hierro.
—Pues en Irlanda sí los tenían. Todo el mundo lo sabe. Los antiguos reyes los guardaban, y los usaban para hervir a sus soldados muertos para darles la vida de nuevo después de las batallas.
—Cuentos, Aidan, cuentos. Los hombres como yo somos los que los inventamos.
—Pero tú nunca has estado en Irlanda para verlo, ¿verdad? Sé de gente que sí ha estado, y me lo han contado. Espero que los salvajes no tengan uno de esos calderos irlandeses, y espero también poder ver a uno de ellos con vida antes de que empecemos a matarlos. Tan sólo para poder contarlo.
—Hay pocas posibilidades de eso —le dije.
Aun así, él fue el primero que vio el barco con los salvajes dentro.
Primero, llegamos al final de un escarpado y ventoso camino que daba a un arrecife situado en una bahía. Era demasiado escarpado para un caballo, pero más adelante, entre el rocoso cabo en el que estábamos y una punta que había mucho más al norte, ambos sobresaliendo justo hacia el interior del mar, con olas que rompían metros más hacia abajo sobre las crueles rocas, las dunas de arena se introducían en los lindes del agua. Desde aquel acantilado pudimos ver el barco, navegando con gracilidad contra el viento, durante la última hora de subida de la marea. Entre los cuernos del acantilado apareció una cabeza de dragón igualmente cornuda.
Vi el barco de los salvajes, sin duda lo pude ver. Era más grande que cualquier barco que pudieran construir los romanos: enorme, inmenso, de veinte o tal vez veinticinco metros de largo. Tenían magos para conjurar a todas esas naves juntas, construyendo los lados con firmes tablas de roble, ya que no tenían la sabiduría como para saber tejer cuero, tal como lo hace la gente civilizada. Pegaban las tablas juntas con sangre romana, y luego las entretejían con nervios de cristianos.
Aidan, yendo como iba en cabeza, los vio primero, y me llamó para que también los viera. Estaba totalmente sorprendido, diciéndome que era una especie de salón de rey que había sido lanzado hacia el agua. Aún se alarmó más cuando escuchó los sonidos del barco. Yo avisé en voz alta a Cynrig, pero él, estando con el grupo principal, estaba muy lejos como para poder oírme.
—Vuelve con el grupo, y avisa a Cynon —le dije a Aidan—. Yo avanzaré un poco más, y encontraré un camino para bajar desde aquí. Creo que podremos traspasar las dunas para encontrárnoslos.
—¡No vayas a bajar tú solo! —dijo Aidan aterrorizado—. Te embrujarán.
—Mejor que embrujen a uno que a dos —le contesté yo, riendo—. Les cantaré alguna sátira.
Pero cuando hubo partido, recordé que ya no cantaría más sátiras.
Cabalgué camino abajo hacia la playa, entre las algas secas, y pensé en la sátira que les hubiera cantado, y qué estructura y qué rimas hubiera tenido, y cuál hubiera sido el patrón de aliteración más adecuado para acallar a un mago.
Cuando por fin di con un camino seguro entre las dunas para atravesarlas montado a caballo, el barco ya había anclado, a algunos metros mar adentro, varado en un banco de arena, todavía rodeado de mar. La marea estaba en su punto álgido, y pronto retrocedería, en menos de una hora.
Me quedé vigilando hasta que los primeros jinetes, con Aidan dirigiendo a Cynon, Cynrig y unos cuantos más, llegaron galopando por la arena hacia mí, gritando y chillando como si fueran a entrar en batalla. Yo les grité que mantuvieran silencio, y sólo entonces se calmaron, parándose junto a mí mientras que otros desmontaron para recorrer la playa de arriba abajo a pie. Se metieron entre las algas y las maderas flotantes, llenando sus cascos de mejillones y bígaros. Caso abrió su capa roja sobre la arena y se propuso echar una cabezada al sol. Al menos estaban tranquilos, cosa que nos permitió oír las voces que procedían del barco.
—¿Hay alguien dentro? —preguntó Cynon, de quien hacía tiempo que no oíamos nada.
—Debe haberlos —contesté yo—. He visto algo desde el acantilado. Sí, estoy seguro de que hay gente dentro.
—¿Cuántos?
—No lo sé.
—¡Pues piensa! ¿Hombres, mujeres? ¿Has visto el brillo de algún arma? ¿Acaso están armados? ¿Han hecho algún movimiento? ¿Te han visto? ¿Te han saludado?
—No lo sé.
—¿Los contaste?
—No pensé en ello.
—¿Y en qué pensaste entonces?
—Esto es de lo que me acuerdo: miré desde el acantilado, y vi el agua tan azul, rompiendo sobre esas rocas grises y brillantes como el hierro, para luego formar esa espuma tan limpia. Y en ese mar tan puro, el barco permanecía como una mancha marrón, como… un cagarro que hubiese venido flotando para ensuciar la arena pura.
—Oh, sí, es muy poético, eso sin duda, pero debían de ser los ojos de un soldado los que miraban. No hay duda de que podrías haber formado los más hermosos versos, pero eso no ayuda a los hombres que tengo aquí ahora, ¿no crees? ¿Cómo vamos a saber lo que nos está esperando?
—Está bien —dije yo, cortante.
Estaba un poco harto de la prepotencia de Cynon y de la rudeza de sus palabras. Aquello era más propio de Precent, y era a Owain a quien intentábamos parecemos, pero bajo la presión de los momentos de acción, era a Precent a quien imitábamos.
—Yo iré primero.
—No, ni hablar —me dijo Cynrig—. No vamos a perder a nuestro juez tan pronto. Yo iré primero, junto con Caso… ¡Caso! ¡Caso! Que alguien le dé una patada y lo despierte. Ven aquí, chico, y trae tu espada. Sí, tú, quién si no…
En ese momento empezamos a percibir aquel extraño sonido. Un confuso medio gemido, medio gruñido, procedente del interior del barco. De repente, una cabeza apareció por la borda, a unos dos metros sobre nuestras cabezas, y nos miró. Era un hombre. Al menos, lo fue una vez, y no una mujer. Era viejo, de alrededor de cuarenta años por lo menos. Su pelo y su barba sin cortar degradaban del color amarillo al gris, pero por las raíces estaban blancos de la sal procedente de la espuma del mar. Su rostro también estaba incrustado de sal, que se pegaba a la capa de grasa con la que parecía intentar proteger su piel de la sequedad del viento y del sol. Estaba allí colgado, con su rostro justo por encima de la borda, graznándonos. Era difícil entenderle, pero finalmente, le pude decir a Cynon:
—Nos pide agua.
—Oh, ¿es agua lo que quiere? De acuerdo, muchachos, démosle agua.
Cynring y Caso cabalgaron hacia el mar hasta llegar al barco. Aún montados, podían llegar con facilidad a la borda. No se acercaron tanto, tan sólo lo necesario para coger al anciano de los brazos y tirar de él, para luego soltarlo sobre las saladas olas. El hombre rodó sobre sí, escupiendo y dando arcadas, intentando mantener su cabeza fuera del agua, la cual estaba a la altura de su tobillo. Todo el mundo rio. Se puso a gatas, y así se arrastró un poco hacia tierra. Luego se derrumbó de nuevo.
Aidan se aproximó descalzo por las pequeñas olas y, cogiéndolo de las piernas, lo arrastró hasta la orilla. Luego, vertió algo de agua de su cantimplora sobre su reseca boca.
—Limpia bien la cantimplora, amigo —le aconsejó Cynon.
Cynrig, desmontando junto a Aidan, me dijo:
—¿Qué es lo que está intentando decirnos ahora?
Incluso después de haber bebido, arrodillado como estaba junto a él, era muy difícil seguir al anciano, pero al final fui capaz de entender.
—Un buey, está diciendo algo de un buey. Quiere que nos ocupemos de él.
—Entonces, ¿tienen un buey? —dijo Cynon—. ¡Id a buscarlo!
Había, al menos, una docena de hombres que habían acudido hasta el barco. A la orden de Cynon, pudieron encaramarse cautelosamente en su interior. Casi de inmediato, empezaron a dar gritos de alegría por el descubrimiento.
Fueron muy amables con el buey. Primero, Hoegi le llevó su casco lleno de agua hasta el barco. Luego consiguieron transportarle por unas aguas que les llegaban hasta las rodillas. El animal casi no podía caminar, pero lo llevaron por toda la arena hasta donde Moiren había empezado a encender un fuego con unos matorrales. Del barco también sacaron tres gorrinos.
—¿Algo más?
—Hay montones de hierro —contestó Caso.
Aquello también eran muy buenas noticias. Primero sacaron seis o siete cuchillos curvos que usaban para cortar madera y para luchar, un tanto más largos que el brazo de un hombre, con un único filo, y como he dicho, curvos. Luego sacaron una horca para el heno, dos palas de madera con la cabeza de hierro, tres hachas, un martillo, dos hoces y un cuchillo largo. También encontraron una piedra de afilar que Caso se colgó de su cinturón, y otra de molino, que tiraron al agua. Contra ella, nuestros hombres rompieron una gran cantidad de cuencos y platos, todos feísimos y rústicos, de colores horribles. Hoegi cortó los cabos, y entonces Caso golpeó el tabernáculo con su hacha, así el mástil terminó cayendo arrastrando los arrapiezos de vela, cayendo para ser arrastrados por la marea hasta la orilla.
—¿Queda alguna persona dentro? —preguntó Cynon.
—No, nadie, pero sí hay unos cuantos salvajes —contestó Caso.
—¿Cuántos? ¿Vivos o muertos?
—Algunos muertos, otros vivos. Más de los primeros que de los últimos.
—¿Pero cuántos? —volvió a preguntar Cynon.
—¿Cuántos? —le pregunté yo al anciano en su lengua.
—Éramos treinta —contestó él.
—Aquí hay quince —dijo Caso.
Cynon miró al hombre con un gesto fiero y le increpo.
—¡Dinos más!
—¡Dinos más! —le repetí yo de nuevo en su lengua.
Él cerró su boca, firmemente, desafiante.
—Está bien, retén tu lengua si es lo que quieres hacer —le gritó Cynon.
Y desde su silla pateó al viejo en la espalda, haciéndole caer de bruces contra la arena. Mientras tanto, los hombres estaban sacando prendas de vestir de la nave, y bolsas de utensilios que esparcieron por la orilla de la playa para repartirlas. Había capas y camisas. En lugar de togas que nosotros llevamos hasta las rodillas, los salvajes utilizaban pantalones de tela para andar al aire libre, al igual que nosotros llevamos calzones de cuero para cabalgar. También había algunas joyas en las bolsas. Conseguí hacerme con un anillo con una piedra preciosa, aunque no tuve tiempo de ver de qué tipo de piedra se trataba, o de si el anillo era de oro, de latón, o incluso de bronce.
Entonces, los soldados empezaron a sacar del barco, no sin cierta dificultad, dos enormes bolsas de cuero, llenas hasta los topes de algo muy apretado. Tiraron los sacos por la borda y Caso abrió una con su espada, sacando luego un puñado de grano de su interior, pasándomelo.
—Semillas —me dijo—, para sembrar el trigo.
—¡Dejad que crezca en la arena! —dijo Cynon riendo. El viejo se quedó mirando mientras vaciamos ambos sacos en el agua. El grano flotó, ensuciando la superficie, esparciéndose hasta ocultar el azul del mar, robándonos su belleza, igual que los salvajes que lo trajeron.
Finalmente, escuchamos cómo media docena de nuestros hombres cargaban y arrastraban un bulto enorme por el barco, hasta que finalmente oímos cómo cayó por la borda hacia el agua, creando una gran ola. Allí se hundió hasta el fondo de arena, resultando luego un calvario para aquellos que intentaron sacarlo hasta tierra firme. Pero finalmente lo consiguieron, arrastrando aquella pesada cosa hasta el fuego. Era un arado de los salvajes, con una reja de roble tan gruesa como el tronco de un hombre, y un timón de fresno. Las ruedas eran de hierro, así como el mismo arado, de un tamaño que triplicaba al que usamos entre los pueblos civilizados. Estaba construido para abrir grandes cercos en el barro, para que así los salvajes pudieran plantar su trigo, aquella planta tan maligna, que medraba en tierras baldías donde la avena crecía escuálida y seca. Aquello era demasiado pesado para un caballo, es por eso por lo que estaba allí el buey.
El anciano nos siguió con sus ojos mientras arrastrábamos el arado hacia el fuego. Al mirar luego hacia la playa, lanzó un plañido ante lo que vio. Allí mismo estaban sacrificando al buey, preparando sus miembros para asarlo en un espetón que Morien, el hombre del bosque, había preparado con los mástiles del barco. Cynon desmontó, y zarandeó al viejo salvaje.
—¡Habla! —dijo con fiereza.
Como muchos de los hombres de Eiddin, sabía algunas palabras en la lengua de los salvajes, no lo suficiente como para poder mantener una conversación, pero sí para seguir, vagamente, lo que era una charla normal y corriente.
—¡Habla! ¿De dónde venir?
El anciano lo miró imperturbable. Aquello fue un acto de insolencia plena, porque estaba claro que había entendido perfectamente a Cynon, quien le había hablado a voz en grito.
—Eso no va a servir —le dije a Cynon—. No va a hablar.
—¿No lo hará entonces? —dijo Moiren, amenazadoramente.
Él y Caso cogieron al anciano por las axilas y lo arrastraron hasta el fuego. Moiren le cogió los pies, acercándolos a las llamas, hasta que las andrajosas ropas con las que cubría sus piernas empezaron a calcinarse y el cuero de sus zapatos empapados de agua salada empezó a desquebrajarse, chamuscándose, y a humear.
—¡Habla! —le ordenó Cyron—. ¡Sujetadlo bien ahí! ¡Habla! Bien, ahora soltadlo, que alguien le dé algo de agua, o Aneirin no será capaz de escucharlo. Bueno, ¿qué es lo que dice?
—Dice que viene de allende los mares, de muy lejos —le expliqué a mis camaradas—. Ellos viven en unas tierras muy llanas, al borde del mar, repletas de pantanos y lagos. El viejo dice que no es una tierra propicia para que vivan los hombres. No pueden sembrar mucho trigo, y tienen que cazar a los pájaros y a los animales para poder comer. El agua está por todos lados. Algunos de los pantanos antes eran campos de labranza, cuando este viejo era aún joven. Ahora, no pueden cultivar el trigo suficiente como para poder vivir. No pueden ir tierra adentro, porque temen a la gente que vive allí, así que tienen que emigrar para alcanzar nuestras tierras.
—Pues será mejor que piensen en irse a otras —dictaminó Cynon—. En la nuestra no hay lugar para ellos. Que intenten irse a Irlanda.
Escuché el resto de la historia del hombre, traduciéndola todo lo mejor que pude al lenguaje de la isla de Britania.
Dijo:
—Le compramos este barco a nuestro caudillo. A cambio, le dimos todas las cuentas de ámbar que teníamos y dos piezas de oro que la madre de mi madre había guardado, así como tres broches de plata y un cuenco de bronce. En su interior íbamos treinta: yo mismo, mi hermano, nuestros hijos y sus mujeres y algunos niños. Nunca antes habíamos estado en el mar, ninguno de nosotros, nunca. Sólo habíamos estado en botes en los pantanos. Lo pasamos mal el primer día, y algunos incluso después, poniéndose enfermos, vomitando lo que comían, quemándose y sufriendo ampollas por culpa del sol y el viento. Pensamos que sería un viaje corto, de sólo tres semanas, que es lo que nos habían dicho que tardaríamos los que habían estado aquí y habían vuelto: sólo tres semanas; y si teníamos viento del este, estaríamos en Britania. Pensamos que tendríamos ese viento del este, porque habíamos sacrificado una marrana al Dios del Viento y un caballo blanco que habíamos comprado junto a nuestro viejo buey, y dos vacas. Los metimos en el agua y les cortamos la garganta para que así la sangre manara hacia occidente, que sería el camino que tomaría el barco, y pensamos que eso llamaría al viento del este, y que además nos traería buena suerte para el viaje. Entonces, tan pronto como el viento empezó a soplar, efectivamente, del este, al final de la primavera, nos hicimos a la mar. Pensamos que aquello sería fantástico, adentrarse en el mar, para simplemente encarar el barco hacia donde queríamos ir y viajar a una nueva tierra, sin ningún esfuerzo ni trabajo. Al principio, todo fue un festejo. Bebimos y comimos cuanto quisimos, incluso despilfarramos. Después de una semana, el viento cambió y empezó a soplar del oeste, y entonces el barco empezó a ir hacia todos los lados, de aquí para allá. Por la noche, sólo algunas veces veíamos las estrellas, y durante el día, nunca podíamos ver donde estaba el sol por culpa de las nubes, esas nubes negras que nunca soltaban agua sobre nosotros, así que, al final, nunca sabíamos hacia donde debíamos ir. En poco tiempo nos quedamos sin comida. Y poco después, nos quedamos sin agua. La poca agua que nos quedaba la guardamos para el buey y los cerdos. Los niños fueron los primeros que murieron. Luego los viejos. Mi hermano murió primero, luego su mujer, luego la mía. Pero después de eso, hasta los jóvenes empezaron a caer. Yo era el único que aún conservaba las fuerzas cuando os oí hablar, y supe que estábamos salvados. Aun así, os desprecio a todos. Deberíais haber mantenido al buey con vida. Es todo lo que teníamos para que nos ayudara a abrir la tierra y así poder hacer crecer la comida. Hemos traído todas las herramientas que teníamos, para así poder limpiar y plantar nuestro trigo. No tememos el trabajar duro limpiando la foresta, ya que al menos así tendremos una buena porción de tierra limpia donde poder asentarnos. No hay nada más en esta isla, sino tierra. La temporada de siembra ya estaba demasiado adelantada como para asentarse en ningún lado, pero mientras mantuviéramos el buey vivo, y tuviéramos la semilla de trigo, seríamos capaces de sembrar lo suficiente como para mantenernos durante todo el invierno y empezar de nuevo la primavera siguiente. Estábamos preparados para poder hacer ese trabajo, y para el hambre hasta que recogiéramos la cosecha, pero no para la sed en mitad del mar, eso fue demasiado.
—¿Cómo ibais a vivir a lo largo de todo el verano hasta que recogierais vuestra cosecha? —le pregunté.
Pero yo bien conocía la respuesta. Los veíamos por toda la tierra civilizada, organizados en pequeñas bandas, algunas tal vez de sólo uno o dos hombres, otras formadas por familias enteras, vestidas con harapos, yendo de puerta en puerta, pidiendo ropa que ya no se usara, comida, bebida… cualquier cosa. Algunos hasta llevarían niños con ellos. Eran expertos en pellizcarles para que lloraran y así hacer que nuestras mujeres sintieran pena.
Yo mismo había visto a Bradwen alimentarlos, cientos de veces, en el salón de Eudav, y al final volvían, pero esta vez para incendiar y arrasar, devolviendo así el favor por su caridad. Eso era lo que buscaban. Encontrar una mujer sola en su casa mientras los hombres estaban en los campos de avena, o tal vez más lejos, con las ovejas. Se sentarían, quietos y en silencio, sin decir nada, vigilando cada movimiento que ella hiciera hasta que empezara a perder los nervios. Entonces empezarían a llevarse algunas cosas de aquí y de allí, siempre con un ojo puesto en los hombres que viniesen de vuelta, para tener tiempo de salir huyendo a los bosques. Si la mujer protestaba o decía algo, la amenazarían, llevándose cualquier cosa que pudieran tener a la vista. Y si la mujer no decía nada, harían lo mismo, pero más lentamente. Al final, si nadie iba y los echaba, terminarían yendo también a la mujer, cuatro o cinco de ellos, violándola en su propio hogar, uno detrás de otro, a menudo en su propia cama.
Sí, así es como los salvajes vivían durante el verano, antes de empezar a recoger su trigo en agosto. Así es como iba a vivir este hombre, ocultando ahora sus verdaderas intenciones.
—Podríamos arreglárnoslas —me dijo el anciano—. De alguna manera. Ya hay algunos de los nuestros asentados, según nos dijeron, a lo largo de toda esta costa, así que daba igual donde desembarcáramos. Iríamos junto al caudillo más cercano y le pediríamos protección y comida, jurándole nuestro apoyo a cambio, al igual que os juramos nuestra lealtad a cambio de la comida que podáis darnos; eso nos asegurará un poco de cosecha para mantenernos durante el invierno, sólo para mantenernos, y además, también está el bosque. Sí, están llenos de comida que podemos tomar, todo el mundo lo sabe. Hay fruta colgando de los árboles, y miel, toda la que una familia pueda desear. Los cerdos corren por todos lados en esos bosques, y no pertenecen a nadie, y acudirán a nuestra llamada para ser sacrificados, y venados también. Atráelos sólo con tus manos y vendrán, aunque no hay ningún ser humano que coma carne de venado por elección. Nadie se puede morir de hambre en este enorme y despoblado territorio. Además, es fértil. Nunca ha sido arado. Un hombre sólo tiene que abrir un cerco en la tierra, plantar seis granos de trigo, y para el final del verano, incluso habiendo sido un mal verano, tendrá seis fanegas. Hemos oído todo esto de las personas que han estado antes aquí, y que volvieron para llevarse a sus mujeres y sus hijos, o a sus padres. También oímos hablar del tiempo. Aquí el invierno nunca es cruel, como lo es en nuestra tierra natal, y la nieve no cae durante semanas sin parar hasta llegar a la cintura. En esta tierra nunca hay sequía, nunca hay falta de lluvia que no hinche la cosecha. Esta es una tierra magnífica, espléndida, y despoblada. —Y entonces, nos miró a mí, a Cynon, a Cynrig, a Caso y a Morien con odio—. ¿Qué es lo que os hemos hecho, entonces? ¿Qué es lo que ha cambiado? Cuando los primeros de mi pueblo vinieron aquí, nos disteis la bienvenida. A esos primeros los recogisteis, los alimentasteis y los dejasteis deambular por el país, hasta el nacimiento del gran río que va hacia el sur, hasta que encontraron un territorio de buena tierra arcillosa en la que plantar el trigo.
»Estuvisteis muy agradecidos de tenerlos entre vosotros entonces, de tener más gente en esta isla vacía. No eran diferentes de nosotros, ni mejores ni peores. De eso hace tres generaciones, lo recuerdo, recuerdo el discurso de Hengist, y cómo partió, en los tiempos de mi abuelo. Vino, y vuestros reyes le dieron la bienvenida, también, y le hicieron de la realeza. El príncipe más pobre de Jutland, un hazmerreír del reino, y aun así, le disteis la bienvenida y un territorio. Si aceptasteis antes a mi pueblo, ¿por qué no lo hacéis ahora?
—No hay sitio para vosotros —le dije—. El país ya está lleno, no hay más territorio para compartir.
—¡No! ¡No! Este territorio está vacío. Lo sabemos. Todo el mundo lo sabe. Todos los romanos se han ido. Se fueron, en decenas de miles, en decenas de decenas de miles, en los tiempos de nuestros abuelos. A lo largo del estrecho mar, de vuelta a la Galia, para pelearse entre ellos y luchar contra los francos y los godos. Dejaron la isla vacía. Los romanos derribaron las murallas de las ciudades, saqueándolas y llevándose el oro de los tejados y la plata de las puertas, para luego partir de nuevo por mar, llevándose todas sus riquezas. No hemos venido con la intención de encontrar tesoros que llevarnos con nosotros. Sabemos que no queda nada, pero los romanos dejaron la tierra, no podían llevársela. Necesitamos tierra en la que sembrar nuestro alimento. Dejadnos la tierra, así nuestros hijos no morirán de hambre, como esos que dejamos en Jutland. ¿Por qué no nos dejáis el territorio vacío que los romanos dejaron?
Fue Cynon quien le contestó. Le traduje mientras hablaba, a veces incluso adelantándome, porque era la única respuesta que se podía dar, fuera quien fuera quien la diera.
—No hay territorio libre. Los romanos no se han ido. Nosotros somos los romanos. —Se mantenía erguido, con su capa roja y las plumas rojas surgiendo de la punta de su casco, en pose altiva, como la de Owain—. Las legiones se fueron, sí, hace ya cincuenta, o sesenta años, para conquistar todo el mundo. ¿Acaso eso importa? Norte o sur de la muralla, la isla es romana, y romana debe permanecer. Desde Wick a Cornwall mantenemos la fe romana, y sus leyes. Vivimos y pensamos como romanos. Y esta tierra romana no es vuestra para poder asentaros, ni nuestra para poder dárosla. Es una tierra que debemos conservar para cedérsela a nuestros hijos, para que así puedan vivir como viven los romanos. Si no fuéramos aún romanos, viviríamos como bestias salvajes, en los bosques, como hacéis vosotros.
El anciano se quedó mirándonos; a mí, el traductor, todavía frágil después de un año como esclavo de los salvajes, a Cynrig, que estaba sacándole fastidiosamente piojos a la camisa del salvaje, y lanzándolos contra el fuego. A Cynon, firme como una roca, con sus pies separados en la arena, con una mano en su espada y la otra sosteniendo una costilla de la que estaba arrancando la carne con sus dientes. Al resto del escuadrón, que también comían carne de buey alrededor del fuego, cocinando marisco en un cubo, remando en el agua, recogiendo más maderos, o durmiendo al sol.
En el fuego, el arado se iba poniendo cada vez más incandescente.
Al final preguntó:
—Y ahora, ¿qué haremos? ¿Cómo viviremos? Nos habéis quitado las ropas, habéis roto nuestro arado, nos habéis matado al pobre buey que iba a empujarlo, ese que nos era más preciado que nuestros hijos, al que mantuvimos vivo mientras ellos morían. Habéis esparcido nuestras semillas en el mar, esas que eran más preciadas que nuestras propias vidas, porque preferimos morir de hambre antes que comerlas. No podéis hacernos todo esto y no alimentarnos. Dejadnos agua al menos, sólo un poco de agua, todavía hay algunos vivos en el barco. ¡Dadles agua! ¡Y después comida! ¡Debéis alimentarlos, y dejarnos algo de comida! ¿Cómo, si no, viviremos?
Le di la respuesta de Cynon incluso antes de que empezara a hablar.
—No nos importa que viváis o no, mientras no lo hagáis aquí.
A una señal de Cynon, Cynrig y Caso cogieron al viejo por los brazos y lo arrastraron de nuevo hacia el agua. Aquellos de nosotros que todavía estaban despiertos lo siguieron, en un tono jocoso y burlón. Algunos iban descalzos, otros, como yo mismo, fuimos a caballo. Cuando llegamos al barco, ahora rodeado casi por completo de arena empapada, ya que la marea había retrocedido, nos detuvimos. Cuatro hombres cogieron al anciano por los brazos y las piernas, y lo balancearon hacia atrás y hacia delante, y finalmente lo lanzaron al aire. Cayó descoyuntado al fondo del barco, sobre unas tablas sueltas, con un fuerte golpe que le hizo primero gritar y luego gemir de dolor.
—¡Empujadlo, muchachos! —gritó Cynon.
Los hombres se arremolinaron alrededor del barco para sacarlo del banco de arena hacia el agua. Había un montón de cuerpos yaciendo en su interior, la mitad con el cuerpo medio fuera de la sentina del agua, allí donde nuestros hombres habían levantado unas tablas de la cubierta buscando algún botín, o hierro.
Los salvajes me miraron. No se movieron, no hablaron, sólo me miraron con ojos resecos, con muy poca vida en ellos. Uno era un hombre de más o menos mi edad, apenas cubierto por unos harapos raídos, los labios ampollados y el cuerpo cubierto de llagas abiertas y furúnculos. Había una muchacha de unos quince años, aunque era difícil saberlo con seguridad, ya que estaba muy reseca, si bien deduje su edad por los jóvenes senos que tenía bajo la mata de pelo amarillo. También había una anciana sin ningún diente. Todos estaban hambrientos, con los vientres hinchados, las costillas prominentes y la piel cayendo flácida sobre unos cuerpos demasiado delgados, seca y despellejada. No suplicaban ayuda, ni se lamentaban de su mala suerte. Tampoco se movían. Sólo el anciano se retorcía sobre sus huesos rotos, con la cabeza más baja que los pies. Simplemente me miraron, todos, con aquellos enormes ojos vacíos, como piedras azules hundidas en aquellas cuencas oscuras. Podían ser unos quince. No los conté.
Bajé de mi caballo al agua. Y uní fuerzas con Aidan, empujando en uno de los lados de la nave. Ya se estaba moviendo de por sí, pero incluso entonces, más y más hombres vinieron para ayudarnos. Era pesada, y estaba bien hundida en la arena blanda, pero una vez que conseguimos arrastrarla donde había un poco más de agua, empujarla empezó a resultar mucho más sencillo a medida que se deslizaba; y, de repente, pareció aligerarse de peso, así que empezó a alzarse a medida que la empujábamos más y más lejos de la arena hacia las aguas que empezaban a arrastrarla, arrebatándonosla. Empezó a alejarse de nosotros, hacia el mar, hacia la estrecha oquedad que había entre los dos brazos del acantilado que caían hacia las sonrientes olas. Seguimos empujando hasta que llegamos a aguas más profundas que ya nos cubrían las caderas. Reímos, nos salpicamos y nos hicimos ahogadillas, jugando como chiquillos.
Finalmente, cuando la nave empezó a separarse de nuestras manos y ni con todo nuestro peso podíamos mantenerla firme, Morien vino desde la playa hacia el mar gritando. Se había embadurnado la cara con carbón, así que ahora parecía un picto. Metió a su yegua entre las olas, y cuando el mar helado tocó su vientre, se encabritó. En su mano izquierda, Morien tenía una antorcha, hecha de madera seca y algunos harapos cogidos del barco. La movió con brusquedad de un lado a otro avivando las llamas. Luego la lanzó al aire y vio cómo caía dando vueltas hacia el barco mientras este se perdía lentamente mar adentro.
Estuve con Cynon junto al fuego, justo donde los soldados estaban ahora quemando los despojos, los restos y los huesos, esparciendo el hedor a medida que se alzaba una nube de humo negro. Cynon dijo:
—No había necesidad de que Morien hiciera lo que hizo, ninguna en absoluto. —Cynon había crecido en aquella costa—. Mira ahora cómo se aleja la nave.
La miramos, mientras viraba dando vueltas en la marea, mientras el humo surgía de ella de manera lenta y continua, ennegreciendo el aire. No se escuchaba ningún sonido procedente de ella, no a aquella distancia, no por encima de las risas de nuestros hombres mientras bailaban en la playa. La nave se movía cada vez más rápido, hacia la abertura entre los arrecifes, hacia el mar abierto. Morien y Caso usaron los palos que antes habían sido los mástiles para sacar el arado del fuego. Se le había quemado toda la madera, dejando tan sólo el metal. Una enorme pieza de metal al rojo vivo, por el que nuestros herreros estarían muy agradecidos. Con esto, junto con las ruedas de hierro, se podrían hacer al menos diez o doce espadas, o al menos el doble de puntas de lanza. El calor del arado daba sobre nuestras caras, mientras el aire bailaba entre nosotros y la nave se deshacía sobre las calmadas aguas.
—Y, finalmente, cómo se la traga el mar —me murmuró Cynon.
Nos quedamos observándola, y verdaderamente se la tragó. La corriente la cogió, haciendo que girara cada vez más rápido, no fuera de la abertura hacia el mar abierto, pero sí hacia las rocas, mientras que el fuego la consumía por completo hasta la línea de flotación.
Caso lanzó un cubo de agua sobre el arado para enfriarlo y poder transportarlo, haciendo que perdiera su filo, y que ya jamás abriera la tierra romana.
Una nube de vapor se alzó ante nosotros, produciendo un siseo y silbando, como si fuera marisco vivo, cociéndose en su propio jugo en un cubo. Por un momento, el vapor cubrió la visión del barco completamente. Cuando se disipó, estaba encallado, en una roca aún cubierta por la marea, a unos veinte metros al pie del acantilado. Se había encallado completamente, mientras el fuego se dirigía ahora hacia el verduguillo, y en un instante, se había partido en dos, a la vez que el fuego se sofocaba y el humo, lejos de nosotros, seguía alzándose lentamente.
Ese fue el final de los salvajes; hombres, mujeres, e incluso niños si los hubiera. Nunca oí a ninguno de ellos hablar, ni siquiera moverse, excepto al anciano.
Luego comimos, más bien tomamos un refrigerio, justo al mediodía, ya que la comida fue un buey joven, medio muerto de hambre, y tres pequeños cerdos que no estaban mejor alimentados, que no fueron más que un bocado para cincuenta hombres. También sacamos el hierro, y la piel del buey serviría para cubrir el escudo de alguien, así como la de los cerdos darían un par de zapatos para cabalgar. Y había suficiente grasa como para alimentar todas las velas en una noche en el salón de Mynydog, y ropas para regalar a los granjeros que encontráramos en el camino de vuelta. Y lo mejor de todo: los salvajes habían desaparecido con la marea, hundidos, o tal vez calcinados antes, y no volverían a la superficie hasta la próxima marea alta, pero para entonces nosotros ya nos habríamos ido de allí, y estaríamos bailando alrededor de una fogata en una de las granjas, tonteando con las muchachas, por cuya seguridad habíamos ido a la guerra. Al menos dejamos la playa limpia, ya que la arena había cubierto todas las cenizas.
Otras patrullas encontraron más o menos lo mismo casi cada semana durante la época de navegación. Esa fue la primera misión de la Casa: limpiar la costa de salvajes. El escuadrón de Cynddelig encontró un gran grupo, que había venido el invierno pasado y había construido casas cerca de la costa, permaneciendo ocultos hasta que vieron la cosecha de trigo que habían sembrado. Cynddelig acabó con ellos, él y su escuadrón; con todos. Trajo de vuelta hierro, bronce y plata, ropas y pieles de buey, más de lo que habíamos encontrado nosotros. Aun así, sin embargo, nos mantuvimos en la costa, mientras el humo seguía surgiendo de Bernicia.
Podría haber hecho una sátira de todo aquello si todavía hubiera sido un poeta, y esta es la sátira hubiera cantando, aunque no lo hice porque ya no podía:
No hay mayor poder que la riqueza.
La riqueza no viene sin el poder,
de lo contrario, el poder caería en manos de los pobres,
excepto si uno emplea sangre, esfuerzo y vergüenza,
ya que no hay riqueza que se pueda crear,
y el poder es indivisible y único.
Esos que tienen riquezas tienen más corazón para luchar por retenerla,
que aquellos que no tienen que luchar por quitárselas.
Esta hubiera sido la sátira que habría compuesto, pero tanto si la hubiera cantado, como si no, lo que decía era cierto. Fue por mantener nuestro poder y nuestras riquezas por lo que marchamos hacia Cattraeth.