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Gwyr a aeth gatraeth oed fraeth eu llu
Giasved eu hacwyn a gwenwyn vu
Los hombres marcharon sobre Cattraeth, animada estaba la hueste,
hidromiel azul era su bebida, demostrando ser también su veneno.
Así entré en la casa de Mynydog. Bien se vivía en el salón del rey. Como uno de la familia, dormí allí mismo, donde tenía todo de lo que necesitaba para descansar: un catre en un rincón, el cual mantenían vacío durante todo el invierno para el caso de que apareciera sin previo aviso. Estaba limpio y pulcro.
Sé que un salón en el norte no es lo mismo que uno en el sur, en las veintiocho ciudades de la isla. Tan sólo había veintiséis durante esos días, porque los salvajes ya habían destruido Carlisle, y también habían arrasado York, incendiándola, destruyendo palacios e iglesias y derribando las murallas. De todo aquello debieron arrepentirse cuando Uther cayó sobre ellos, pero eso ocurrió más tarde. Allí, en los salones de los reyes, las columnas eran de mármol, todas ribeteadas de brillantes colores, y en el salón del emperador de Bizancio los pilares eran de oro, y en sus habitaciones privadas podías encontrar piedras preciosas, granates y diamantes, rubíes y perlas, ágatas y ópalos, tal como contaba el bendito Juan en su libro, el cual oí cómo leían. Las paredes estaban decoradas con pinturas que representaban extrañas escenas, así que un hombre bien podría pensar que no eran paredes, ya que creería estar mirando directamente bosques y praderas.
Los pilares de los salones de Mynydog eran de pino, los cuales sostenían un recio y enorme olmo que hacía de techo. Las paredes eran tablones de roble con mimbre entrelazado, y los resquicios estaban bien emplastados con arcilla. Colgados de las paredes y techos había telares rojos, y cada pilar lucía una malla y dos espadas, así como cascos y escudos pintados de brillantes colores. El mío entre ellos. Mas aquellas no eran las mallas que las legiones llevaban en Bizancio, finas como si hubieran estado tejidas de lana, e igual de ligeras. Vestido con una cota de malla como las que allí había, un hombre podía correr toda una jornada de viaje, luchar al final de la misma, proseguir de igual manera al día siguiente, y al terminar no estaría más cansado que si hubiera llevado una camisa de hilo sobre su piel. Nuestra malla era más pesada, pero igualmente servía.
Las murallas de la fortaleza de Mynydog servían bien también, pero no eran como las murallas de las otras ciudades del sur. En Camelot, según decían, eran espléndidas, ¿y qué era Camelot al lado de Cardigan o Kenfig? Yo había oído hablar de Caerwent. Es sólo el puerto de Camelot, y aun así posee murallas que se levantan a una altura siete veces la de un hombre, tan anchas como lo son de altas. Los grandes bastiones que se alzan por encima del mar del Severn son tan altos como esas mismas murallas. Tan grande es Caerwent, que si un hombre entrara por la puerta norte y se encaminara hacia el sur, andaría durante un día entero por toda la ciudad y sólo al día siguiente llegaría al centro, y ya al atardecer del tercer día, si caminara derecho durante todo el tiempo sin torcer su paso en ningún punto del camino, llegaría a la puerta sur para seguir hacia el agua, para luego coger un bote y zarpar. Desde el agua, podría darse la vuelta y mirar a la ciudad, tal y como vemos a Eiddin desde el Forth. Los tejados de las casas están cubiertos con tejas de oro brillante, y no de la paja que nosotros cultivamos para techar, y rematados con clavos de plata, y no sujetos con piedras y cuerda.
Eiddin no era una ciudad rica como aquella, sino más bien una pequeña agrupación de casas en lo alto de una colina. Oíamos hablar de las grandes ciudades de los hombres del sur, hombres notables que venían con Cynrig: esbeltos y de pies pequeños y delicados, acostumbrados a caminar suavemente sobre los páramos en la cimas de sus montañas, donde apenas hay una uña de profundidad de tierra, sobre la dura y pelada roca. Viven cerca de los irlandeses, y los sufren más que nadie. No se atreven a sacar ni un alfiler fuera de sus casas por la noche por si acaso algún ladrón, oliendo la más ínfima recompensa desde la otra orilla, sale del mar para llevárselo. Cuidadosos y ahorradores deben ser, ya que su tierra es pobre y poco productiva, y por eso tienen fama de tacaños, siempre pidiendo algo a cambio de lo que dan.
Los hombres que habían venido con Owain de Cornwall eran diferentes, y esto podías percibirlo incluso antes de oírlos hablar. Eran muy aficionados a la mantequilla, al queso, y siempre preguntaban por las langostas, porque tenían una habilidad especial para capturarlas, sabiendo donde encontrar el punto exacto incluso en la más extraña de las orillas. Para beber preferían una sidra muy fuerte hecha de manzanas que crecían abajo, en el lejano sur, donde, según nos contaban, nunca nieva o hiela, donde los días de verano son todos soleados y donde las noches de invierno son cortas, y lo que contaban era cierto, porque era lo mismo que decían los hombres de la Pequeña Britania.
Casi todos los hombres, sin embargo, venían del propio reino de Mynydog. Algunos eran de Eiddin, del centro del reino, de alrededor de la roca misma, al sur del Forth. Otros venían del Mordei, las tierras en disputa, que iban del sur de Eiddin al norte de la muralla, al norte del bosque de Celidon. Aquí, oleadas de salvajes aparecían y desaparecían como las mareas, y con cada oleada, de nuevo como una marea, los hombres de Mordei retrocedían un poco. Y así, poco a poco, los salvajes se iban comiendo el reino. Los hombres todavía estaban deseosos de hablar de luchar por Mordei. Ninguno, ni siquiera Owain, hablaba de luchar por Bernicia.
Había hombres en la casa que eran descendientes de bernicianos. No habían nacido allí, sino en cualquier parte de Eiddin, o al norte del Forth, en Aiban, en las fronteras pictas. Recordaban los nombres de las granjas de sus abuelos en Bernicia, o al menos dónde habían estado situadas. Las tierras se habían perdido, los salvajes se habían asentado allí, desde la muralla hasta el Humber. Había pasado una generación desde que habían arrasado York. Habían bloqueado el camino que iba al sur de Eiddin, atravesando la muralla, pasando por Cattraeth y York, hacia Lincoln y los romanos de Elmet. Hubo un tiempo, según contaban, que incluso para una mujer era seguro cruzar ese camino con no más que una docena de hombres armados como escolta. Ese era el camino que ahora teníamos que abrir.
Hablamos de la gran hazaña de Cynon, cuatro años atrás, cuando volvió del sur, haciendo todo el camino por tierra, mientras acompañaba a Gwenllian del Camelot de Uther, con su hermanastro en brazos, siendo este aún un recién nacido. Ahora era el niño al que todos amaban. Por aquel entonces todavía había romanos viviendo en Carlisle, pero los salvajes quemaron el lugar un mes después de que pasara por allí Cynon.
Para viajeros solitarios, o tal vez grupos de no más de dos o tres personas, ahora sólo era seguro viajar hasta la costa occidental en botes, manteniendo un ojo sobre los salvajes que hay en tierra, y otro en los irlandeses que hay en el mar, cogiendo desvíos alrededor de las orillas perdidas para pasar de Mona a Strathclyde.
Íbamos a recuperar Bernicia, tal vez incluso Deira, entre nosotros y Elmet, y luego el camino estaría de nuevo abierto desde Eiddin hasta el mismo Camelot.
Ningún hombre de Elmet vino para unírsenos, ya tenían bastante por hacer.
Cada escuadrón tenía hombres de todas estas regiones mezclados entre sí. Nunca antes ningún rey había alzado una Casa tal, trayendo jinetes de todas las partes de la isla, y aún de más allá. Puede que lo que se consiguiese como máximo con anterioridad fuera, tal vez, tener a un hombre de un reino cercano como capitán tal y como Evrog tenía a Cynon. Ahora, nosotros estábamos compuestos por muchos reinos. Owain insistió en que cada escuadrón debía tener hombres de cada región, todos juntos.
—Si un escuadrón está compuesto por gente de un mismo lugar —solía decir—, se relacionará tan sólo con los de su tierra. No pasará mucho tiempo antes de que tengamos escuadrones luchando los unos contra los otros en lugar de contra los salvajes. Debemos aprender a confiar entre nosotros tanto en la guerra como en la paz. Las reyertas entre hermanos son la maldición de la raza romana, y la condena de esta isla —repetía, siempre mirando a Cynddelig y Cynrig.
Owain era sin duda el hermano de Tristán, hijo del rey Mark.
Por eso, Owain frecuentemente nos cambiaba de escuadrón, haciendo que secciones enteras de diez hombres permutasen, incluso en mitad de un día de ejercicios.
—En el fragor de la batalla —decía, mientras nos enseñaba con tranquilidad y paciencia, pero nunca dejándonos sin la convicción de que era él el que lo sabía todo mejor que nadie—, los escuadrones se rompen, y los hombres tienen que cargar sobre lo que tienen en frente. Siempre dependemos de nuestro compañero de filas para hacer lo correcto, incluso si no lo hemos visto nunca, y eso es más que posible en un ejército tan grande como este. ¿Quién conoce con antelación a trescientas personas montadas, dentro de un campo de batalla?
Siempre cabalgábamos por parejas, por supuesto. Normalmente, yo tenía a Aidan conmigo para guardar mis espaldas, pero Owain a menudo nos cambiaba de compañero.
Los nobles eran los que debían dirigir a los escuadrones. Al haber más nobles que escuadrones, iban pasándose el liderazgo por turnos, según ordenaba Owain. Al principio de cada día de campaña, yo, como juez de la casa, echaba varias fichas dentro de mi casco para ver quién era el que debía dirigir los escuadrones durante ese día, y a quién le tocaba obedecer. Así, no sólo nos acostumbrábamos a las voces de todos los comandantes, sino que además los nobles se acostumbraban a obedecer. Incluso Cynddelig, en una ocasión, cumplió bajo las órdenes de Cynrig, pero para que esto ocurriera, Owain tuvo que utilizar todas sus artes.
En todo momento, Owain dirigía a los siete escuadrones a la vez. Nadie tomaba el lugar de Owain. A veces Precent o Cynddelig hacían ejercicios con dos o tres escuadrones juntos, pero nunca con los siete a la vez, ya que Owain era jefe de la Casa.
Después del fragor del entrenamiento, de la confusión durante los ejercicios de toda una mañana, a la tarde nos sentábamos y nos desabrochábamos los arneses de nuestras armaduras, afilábamos nuestras espadas, o simplemente mirábamos a los pájaros en el cielo. Luego vendría el festín en el salón de Mynydog.
El salón era un edificio, tan enorme, de eso estoy seguro, como cualquiera que Arturo tuviera en Camelot. Setenta de nosotros bien podrían comer allí, sentados en las mesas o tumbados en los catres que había contra la pared. Que temblara cualquier guerrero que se atreviera a derramar hidromiel sobre mi cama. Hombres habían caído bajo mis sátiras por mucho menos que eso.
Un escuadrón completo, cincuenta hombres, comían en el salón cada noche. Los otros escuadrones comían en las casas donde dormían, o fuera, en la hierba. Tenían tanta comida como podían tragar, servidas en bandejas, y el suficiente hidromiel como para nadar en él. No cocinaban su comida, ni tampoco se la servían ellos mismos.
¿Pero es que acaso un grupo de hombres como aquel, todos solteros, tenían que hacer este tipo de trabajo justo antes de partir a la guerra? ¡Ni hablar! Casi todas las muchachas del reino vinieron caminando disimuladamente, bajando la roca de Eiddin, más tarde o más temprano, para dejarse caer por las casetas, intentando encontrarse con algún soldado. Así que, cualquier cosa que nuestros compañeros quisieran, las muchachas se lo harían con gusto, ya fuera que les zurcieran las camisas, que se le hicieran costuras de cuero o que se le lavaran las ropas. Si caminabas entre las casetas en las noches de verano, antes de la cena, seguro tropezarías con el cuerpo de algún hombre que yacía en el suelo con la cabeza en el regazo de alguna muchacha, mientras esta le acariciaba el pelo despiojándole.
Entonces, después de la cena, las estrellas saldrían en el cielo despejado, pero incluso en verano, la oscuridad es fría y el rocío humedece. Había enormes construcciones para dormir que Mynydog había levantado para que así los hombres no pasaran frío, pero aquellas pobres muchachas sin madre, tan lejos de casa, ¿dónde podrían dormir? ¿Quién se preocuparía por ellas? Se ocupaban de ellas, y muy bien. Los hombres se las traían a estas casonas, les daban refugio y todo el afecto que, como era obvio, las madres de ellas no les habían otorgado. De no ser así, ¿qué es lo que estaban buscando allí, entonces? ¿Para qué habrían venido, caminando desde las colinas hasta el río? Y al cabo de tres días, o de un mes, volverían andando a casa, de vuelta a las granjas de donde procedían. Allí, alardearían con los chicos que habían dejado, y les contarían que habían estado con la Casa de Mynydog, y que habían visto con sus propios ojos cómo son los hombres de verdad. Alardearían con sus madres, o incluso con sus padres, aunque esto último lo dudo. Mientras recorrían el camino de vuelta, sin duda alardearían con las otras chicas que se encontraran, las que llegaban con retraso, apresurándose a la hora de bajar el peñón de Eiddin, llenas de ansiedad por llegar a las casetas antes de que los hombres salieran a cabalgar contra los salvajes.
Sí, era una vida ideal la de la Casa del rey Mynydog. Ideal, sin duda. Muchos de los hombres llevaban allí desde el año anterior, habiendo acudido desde la cosecha de la cebada, o justo después de esta. La vida era un continuo festín, noche tras noche. Se decía que las mejores muchachas fueron las que vinieron durante los primeros días, cuando la Casa estaba recién creada, y era pequeña, compuesta tan sólo por unos cuantos hombres que trabajaban hasta la muerte mientras derrochaban amor y afecto en las más pequeñas cosas.
—¡Qué grandes días aquellos! —me decían Garrid y Hoegi, recreándose en sus recuerdos mientras se relamían los labios.
¿Y qué daban a cambio de esta gran vida? Pues no mucho. Cabalgar en magníficos caballos y cazar en las colinas. Siempre se cazaba. Porque a final de año, como máxima de este magnífico trato, de todos estos lujos, tendrían el honor y la gloria de la batalla, ganándose el nombre como los hombres que echaron a los salvajes fuera de la isla de Britania.
Mynydog le daba a su Casa hidromiel, y nosotros a cambio le dábamos nuestra fuerza y nuestra gloria, ya que iba a ser su nombre el que viviría para siempre, y el nuestro en el suyo, porque éramos su Casa.
Así que cazábamos. Cazábamos, día tras día, porque Owain dijo que eso debíamos hacer.
—Lucharemos contra ellos de esta manera —nos decía—. Los rodearemos como a un venado de los páramos altos, y los cazaremos, hostigándolos con las lanzas. No nos resultará demasiado difícil.
—Pero no será igual —respondí yo un día, objetando—. No viven en los páramos altos. Siempre están cerca de sus granjas. Cuando nos enfrentemos a ellos, permanecerán de pie, y son muy grandes, así que formarán además un muro ele escudos.
—Así lo harían, a lo mejor, mientras vos los visteis —me corrigió Owain—, pero entonces eran ellos los que atacaban, uniéndose para pelear contra nosotros. Los atraparemos cuando no estén preparados para luchar.
—Pero necesitaréis infantería para romper esos muros de escudos —dije, insistiendo.
—Tendremos toda la infantería que quieran —dijo Owain mofándose, y todos al oírlo rieron, despreciando a los hombres que luchaban de pie—. La usaremos para que los rematen o para que consoliden la retaguardia, o para guardar los caballos de repuesto. Puedes ir con ellos si prefieres, Aneirin.
Me mantuve tranquilo.
En el salón se repetía lo mismo, cada noche. Cenábamos en familia, como si fuéramos de sangre real. Los otros guerreros cenaban allí una vez a la semana, para que así todos pudieran decir que habían estado cenando con su rey. Algunos, por supuesto, estaban acostumbrados a cenar en salones reales. Otros se habían ganado el derecho a pertenecer a la Casa por su propia pericia y fuerza, como por ejemplo Morien el Carbonero, del que nadie sabía quién era su padre, y esto era así a pesar de que Morien se sentía más cómodo en el bosque que en la Casa. Hacer una espada de las barras que Evrog había enviado precisaba el peso de dos ovejas en carbón, y diez veces más para endurecer estas mismas barras antes, y veinte más para derretir el mineral al principio del proceso. Así que fue admitido en la Casa y tuvo el honor de comer con el rey, y que su nombre fuera pronunciado en el salón.
Muchos de los hombres lavaban y se ponían sus camisas limpias durante ese día de la semana, pero los que cenábamos en el salón todas las noches no nos tomábamos tantas molestias, excepto Cynrig de Aeron, que estaba siempre impoluto, limpiándose incluso las uñas con el cuchillo antes de cortar la carne. Se lavaba las manos y los pies casi todos los días, y siempre se ponía una camisa limpia sin que hubiera razón, tan sólo porque se hubiera salpicado un poco con barro, o por apoyar su hombro en un montón de estiércol, o tal vez porque se hubiera tumbado sobre la hierba y se le hubiera humedecido con algo. En lugar de secarla en el fuego y ponérsela de nuevo, tal como haría cualquier hombre, no lo hacía, ya que no se sentiría cómodo si no tuviera otra camisa limpia que ponerse, o si no pudiera persuadir a alguien para que le lavara la que él consideraba sucia. No se avergonzaba en absoluto, e incluso, de no encontrar a nadie que lo hiciera, podría intentar coaccionar a Gwenllian para que se la lavara, pero ella nunca lo hacía. Gwenllian siempre me limpiaba la mía, cada semana, y siempre me decía que con eso ya tenía suficiente, cargada como ya estaba cuidando de su hermanastro; pero Cynrig ya tenía muchas camisas, pues siendo como era un príncipe rico podía permitírselo.
Eran unas noches alegres en el salón de Mynydog. Cada noche era como un día de Pentecostés. El rey tenía encendidas tantas velas de junco como las que tenía Evrog el Acaudalado y, los domingos y el día de la Ascensión, encendía velas de cera y grasa por todo el lugar, para que así la luz fuera intensa. Aquel resplandor iluminaba los cortinajes de los muros, que parecían flotar sobre nosotros como nubes, envolviéndonos como si fueran trémulas nieblas, y a través de estas nieblas las armaduras brillaban como relámpagos entre las montañas.
Bajo esta luz comimos y bebimos, y Mynydog podía ver cómo se comportaba cada hombre cuando aparecía el huiro miel; se servía una copa cuando nos sentábamos y otra cuando le llegaba la comida, y otra más cuando se retiraban los platos y empezaban los cánticos y las narraciones. Todos y cada uno de nosotros, en algún momento durante aquel año, hablamos y cantamos en el salón, para así poder aprender todas las canciones de la isla y entender que todos nosotros, los que hablábamos la lengua de los ángeles, formábamos una nación.
Bradwen siempre se sentaba en la mesa de Mynydog para servir la comida al capitán de la Casa, y luego al rey, ya que la reina de Mynydog hacía tiempo que había muerto. Aún así, pienso que aquello debería haber sido labor de Gwenllian por derecho, ya que ella, y no Bradwen, tenía sangre real. Puede que fuera ignorada porque había venido del sur siendo casi una niña, y como tal la trataba aún la gente, siendo ya un hábito. Sólo yo, que había estado alejado de allí tanto tiempo, la veía como una mujer.
Todavía se comportaba a menudo como una niña, manteniéndose siempre atrás tímidamente para dejar que los mayores pasaran, sin tomar precedencia como correspondía a una dama de su categoría. Siempre se sorprendía cuando un guerrero se apartaba para dejarla pasar. Todavía era muy tímida con los extraños, a pesar de que se mostraran joviales y familiares en la corte, o con ella. Siempre llegaba tarde al salón, ya que debía acostar a su pequeño hermanito en la casa del lado norte, donde siempre dormían.
A veces, incluso, el pequeño diablillo no se quedaba dormido, escapando de la ama de cría que lo cuidaba para venir arrastrándose hasta el salón y ponerse junto a su regazo, o incluso el mío, ya que siempre me sentaba junto a ella.
Se sentaba a mi lado hasta que ya era tarde. Si el pequeño finalmente se ocultaba para escuchar las historias y las canciones, ella esperaba hasta que cayera dormido en su regazo, o en el mío, para luego llevárselo a su cama y volver más tarde conmigo. Después de que hubieran servido la tercera copa, se iniciaba la retirada del salón; cada hombre se acercaba para desearle al rey unas buenas noches, y recibir de las manos reales un buche del hidromiel del rey, hecho con las más finas mieles, con un toque muy especial. Los más antiguos nos quedábamos, los que estaban sentados en el fondo del salón se acercaban para situarse al final de la mesa principal, en el lado opuesto al del rey, y así formábamos un anillo. Bradwen se quedaba con nosotros, y hablaba, y Gwenllian también se quedaba, vigilando a Bradwen.
Todos escuchábamos sus palabras. Sabias como las de un hombre, Bradwen hablaba como tal y nos ayudó a planear la guerra, allí donde nosotros, príncipes y nobles, sentados junto al rey y junto a Diarmaid, el irlandés, el indómito, quien por sí solo consiguió pasar entre el rey de Eiddin y el rey de Elmet en Lincoln, cruzando el mar irlandés dos veces para evitar a los salvajes. Diarmaid era amigo íntimo de Cynddelig, cabalgaba y hablaba con él continuamente. Conocía los planes del rey tan bien como cualquiera de nosotros.
Mynydog nos contaba una y otra vez cómo quería que actuáramos, cómo golpearíamos desde el norte mientras que la hueste de Elmet acudiría desde el sur.
—Los atraparemos —nos solía decir—. Como una herradura entre el martillo y el yunque.
—Nunca he visto a la herradura moviéndose en el yunque —le contesté al rey una noche, estando todos reunidos—. Los salvajes se mueven, no se quedarán allí quietos, esperando a que les ataquen.
—No sabrán qué es lo que está sucediendo —me contestó Bradwen inmediatamente—. Será un movimiento demasiado rápido para ellos. Las noticias corren muy lentamente de granja en granja, y no igualarán la velocidad a la que nosotros nos moveremos.
—No es una cuestión de lo rápido que se transmitan las noticias —objeté yo—. Tienen un rey, Bladulf, bajo el que lucharán unidos.
—Pues mucho mejor —dijo Owain—. Si se congregan todos, entonces el primer ejército en atacar los mantendrá ocupados para que los que lleguen después, ya sea Elmet o Eiddin, los puedan coger por sorpresa desde atrás. Saldrán corriendo.
—Nunca huyen —les advertí.
—Lo harán. Eso de que los salvajes siempre se quedan en primera línea son cuentos. ¿Quién ha oído que suceda algo así en la vida real?
—¿Quién ha oído hablar de una batalla real en esta isla? —repliqué yo—. Incursiones, sí, de los salvajes sobre nosotros, o de nosotros sobre los salvajes, pero nunca una batalla en sí con un ejército contra otro en campo abierto. Eso es lo que nosotros debemos hacer, y no esperar, tengo un presentimiento. Es lo que nosotros debemos provocar, de alguna manera. Si no podemos atraer a todos sus hombres a una batalla real, nunca podremos destruirlos.
—Nunca lucharán unidos —insistió Owain.
—Lo harán, lo sé, he vivido con ellos.
—Vos tan sólo habéis vivido en un asentamiento. Puede que sólo conocieras a algunos fanfarrones. Nunca se unirán para enfrentarse a nosotros. Ya lo veréis, he pasado por más guerras que vos almuerzos. Vendréis conmigo y comprobaréis qué es lo que pasará, y entonces, podréis comenzar a cantar de nuevo, y cantaréis sobre la gesta. ¡Es a lo que os dedicáis!
Todos rieron. Bradwen también rio. Precent tan sólo sonrió. Hubo muchas risas después de tanta comida.
—Mas ¿no fuisteis vosotros los que me pedisteis que me uniera para que os contara cómo son ellos, y que os dijera las diferencias que hay entre los salvajes y los irlandeses a los que estáis acostumbrados a combatir?
Porque fue Owain el que me lo pidió, y no hay nada que Owain pudiera decir que yo no creyera, incluso estando enfrentadas sus palabras a mis propios recuerdos y sentimientos.
Gwenllian fue la única que no rio.