TERCERA SEMANA EN BEIT IDS
Aunque, en general, la estancia en Beit Ids fue sumamente benéfica, también hubo malos momentos. Algunos, incluso, muy malos. Pero todo ello, como si hubiera sido dispuesto por un Mago, terminó desembocando en lo sublime. Veamos…
El miércoles, 30 de enero, fue, con mucho, el más dramático de los treinta y nueve días que viví junto al Maestro, en tierras de los badu. Fue esa mañana cuando el pobre Ajašdarpan…
Pero no… No fue así.
Todo empezó un poco antes, nada más despuntar el domingo 27…
Sería absurdo echarle la culpa al anticiclón que se instaló sobre la zona oriental del valle del Jordán. Al retornar al Ravid, y consultar la meteorología, supe que ese día, al poco de amanecer (6 horas y 34 minutos de un supuesto Tiempo Universal), Beit Ids aparecía con una presión de 1010 milibares, y un viento notable y abrasador, anunciador de lo que los beduinos llamaban es-sa ra, una lluvia mansa y muy adecuada para el campo. El invierno, para ellos, tras las pasadas y torrenciales el gawzah («lluvias en cascada»), había concluido. La cuestión es que la temperatura subió considerablemente. Antes de la hora tercia (nueve de la mañana), quizá rondase los 30 grados Celsius. Y el Maestro aplazó su retiro a la «778». Esa mañana la dedicaríamos al lavado de ropa. Eso dijo, y quien esto escribe obedeció. Muy cerca, como ya apunté, huía veloz, hacia el este, un riachuelo invernal, de poco más de medio metro de profundidad. Se hallaba al sur de la boca de la gruta, entre la «luz», (el bosque de almendros), en una prudente y tímida vaguada, casi siempre solitaria. Pensé que era el paraje idóneo para un menester tan impropio de hombres. En aquel tiempo, raro era el varón que se preocupaba por semejante tarea, y mucho menos entre los a’rab.
Y lo dispuse todo: túnicas, mantos, saq, y las pastillas de «natrón» que yo mismo había conseguido en el poblado y que me proporcionó Nasrah, la «gritona», la esposa principal de Yafé, el sheikh. Volví a examinar el «jabón», un tanto extrañado, pero no sospeché. La faqireh lo usaba. Lo llamaban hamar. Era una mezcla de sosa y plantas aromáticas, que producía mucha espuma. Pero, como digo, me llamó la atención el singular color azul. Nunca vi un «natrón» tan llamativo. Por lo general, los utilizados eran de un color verde limón, o terrosos. Pero ¿quién podía imaginar en esos momentos…?
Y hacia las ocho de la mañana, poco más o menos, tomamos posiciones en la orilla izquierda. Cada uno se ocupó de lo suyo. Buscamos un par de piedras en las que batir la ropa, y nos entretuvimos en la localización de algunas ramas con las que apalear las prendas. Y en eso estábamos cuando, tentados por el sofocante viento del sur, de mutuo acuerdo, decidimos tomar un baño. Lo que nos sobraba era tiempo…
Como digo, el lugar, a esa temprana hora, aparecía solitario. Así que, sin más, con toda naturalidad, nos despojamos de las ropas y, desnudos, nos lanzamos al cauce.
El baño fue relajante, y se prolongó durante un buen rato, hasta que, de pronto, oímos voces. Alguien se acercaba a la orilla…
Me apresuré a salir del agua, pero sólo tuve tiempo de cubrirme con el saq. Jesús se hallaba aguas abajo, nadando. Por supuesto que se percató de la proximidad de las mujeres, pero continuó feliz, a su aire, sin conceder importancia al hecho de que se hallara desnudo. Fui yo quien se alarmó.
Y, en efecto, al instante se presentó en la orilla, a cosa de cinco metros de las piedras seleccionadas para hacer la colada, un grupo de beduinas. Eran diez, o quince, con tres asnos. Eran las wadirat. Así llamaban a las que acudían al río para llenar los odres, o rawieh. Debían regresar al poblado cuanto antes. Era el agua destinada al sheikh, a los perros, y al ganado enfermo (por ese orden). Después, si sobraba, se repartía entre los varones, mujeres y esclavos (también por ese orden). Las wadirat eran las responsables de la ṛhina, el lavado de la ropa. Algunas eran profesionales. Cobraban a tanto la pieza. Al regresar a Beit Ids recibían otro nombre: eran las sadirat. Cuanto más tarde retornase un grupo de sadirat, más sospechosas de infidelidad… Dependiendo de las necesidades, de la época del año o del número de invitados del sheikh, las wadirat podían hacer hasta diez viajes por jornada.
No lo tuve en cuenta. Mejor dicho, no lo recordé…
Y al poco, como era de esperar, empezaron las risas. Quien esto escribe, azorado, agarró una de las túnicas e intentó no prestar oídos a las burlas y a los dardos envenenados que empezaban a escapar de las bocas de las maliciosas badu. Como dije, era lógico. Entre los beduinos, ningún varón se prestaba a lavar la ropa…
Jesús seguía en el río, aparentemente ajeno a la situación.
Sumergí la prenda en el agua, y la extendí sobre la piedra, dispuesto a batirla y a eliminar la suciedad.
Y las risas y los comentarios mordaces arreciaron. Procuré no alterarme. Ni siquiera levanté la vista…
Y se produjo el desastre.
Al frotar el supuesto «natrón» contra la túnica, todo se volvió azul…
No comprendí.
Cuanto más restregaba, cuanto más empapaba la lana, más azul se volvía todo: el río, la piedra, la túnica, yo mismo… ¡Todo era azul!
Y, tras unos segundos de lógica sorpresa, las mujeres, que entendieron el problema mucho antes que este desolado explorador, olvidaron el acarreo de agua, y a los asnos, y sólo tuvieron ojos para aquel otro «asno»…
Las risas, gritos y aspavientos fueron tales que el Maestro interrumpió el baño, y me contempló, igualmente atónito. Al poco rompió a reír, como el resto…
La explicación era muy simple. La faqireh, a quien no le resultaba excesivamente simpático, y así lo demostró en nuestro segundo encuentro, me había tomado el pelo. En lugar de jabón me proporcionó un colorante. Concretamente, un zraq, una especie de índigo que fabricaban con indigofera[214], orina humana, y una hierba llamada pastel. El zraq, naturalmente, se reservaba para el tinte de tejidos, nunca para el lavado. Pero las malas ideas de aquella bruja no terminaban en la «avería» propiamente dicha. Días después, el propio sheikh, al corriente de lo sucedido en el río, me lo explicó, sin poder disimular la risa. Entre los beduinos, especialmente entre los Adwan, y otras tribus de la región de Moab, el índigo, o añil, era el color de los cobardes y de los afeminados. La cobardía era uno de los peores pecados que podía cometer un varón. Huir en una razzia, o abandonar a un miembro del clan en una guerra, era una bajeza. El cobarde se convertía en un munayyil, y toda la familia quedaba mancillada. Cuando esto sucedía, una de las mujeres arrojaba un nileh (colorante azul) a la cara del cobarde. Después lo vestían de mujer y le negaban el kafia, hasta que demostrara la «blancura de su cara». Así nació la leyenda de los masboub, los misteriosos jinetes, con largos vestidos flotando al viento y ojos de fuego, que se presentaban en las batallas, y a los que los badu temían tanto o más que a los žnun.
Ahí terminó la «colada», naturalmente…
Y me dije: «No está mal para empezar… Dos errores nada más arrancar la mañana».
Pero el día no había concluido…
El Maestro salió del agua, se tapó con el saq, o taparrabo, y empezó a secarse con la túnica roja. No hizo comentario alguno, pero vi cómo se esforzaba por sujetar la risa.
Por mi parte, entré de nuevo en el cauce e hice lo imposible por aclarar mi ropa y, muy especialmente, por aclararme. Fue como una plaga. El añil se introdujo con ganas en el tejido, y en los poros, y fue necesario pelear sin desmayo para obtener algunos resultados; no demasiados. Pero mi afán encendió de nuevo el buen humor de las mujeres, y las risas y burlas resucitaron, yo diría que con más fuerza.
Entonces aparecieron ellos…
Los había visto junto a la hechicera, la tarde que llegamos a la cueva de Beit Ids. Recuerdo que se burlaron de mis cabellos blancos. Entonces no presté excesiva atención. Es más: «dadas las circunstancias», lo acepté como un merecido castigo. Ahora, sabiendo lo que sabía, me eché a temblar. Aquellos pequeños truhanes eran capaces de todo…
Eran seis. Como dije, ninguno rebasaba los nueve o diez años de edad. Vestían las típicas túnicas de colores vivos y chillones, con las cabezas rapadas y los pies desnudos.
Se unieron a las badu, y no necesitaron mucho tiempo para ponerse al corriente…
Eran los ḍuṛ-ḍaṛ. Así los llamaban en el poblado, y en los alrededores. Beit Ids, como el resto de la Decápolis y de la Perea, sufría un mal cada vez más preocupante. Me refiero a las bandas de jovenzuelos, casi niños, que traían de cabeza a las familias, a los caminantes y a las autoridades. La mayoría no era peligrosa, pero resultaba molesta. Lanzaban piedras contra hombres y animales, hurtaban si se prestaba la ocasión, insultaban, y sometían a propios y extraños a cuantas vejaciones eran capaces de idear. En cada aldea anidaban varios de estos grupos, capitaneados por sendos jefecillos. Hacían razzias contra bandas rivales y, casi siempre, terminaban malparados. Los ḍuṛ-ḍaṛ no eran los peores, aunque hacían honor al sobrenombre. En el dialecto de Beit Ids, ḍuṛ-ḍaṛ era un juego de palabras que, poco más o menos, quería decir «dar la vuelta y mostrar el trasero», aunque ḍaṛ, según la entonación (ḍaṛṛ), podía traducirse también como «causar dolor». Y eso era aquel «equipo» para el sheikh y su familia: un dolor de cabeza. Sólo la faqireh lograba controlarlos y someterlos, y no siempre. También conocí a los tā’ūn («apestados»); a los hārra («demasiado»), para los que nunca era «demasiado»; a los sjūn («caliente»), los más pequeños, porque no había noche que no fueran «calentados» por sus padres y, sobre todo, a los dawa-zṛaḍ («maldición de la langosta»), los más conflictivos, que obedecían a un adolescente de triste recuerdo…
No tardaron en introducirse en el cauce y, poco a poco, fueron aproximándose a quien esto escribe. Las risas y los gritos de las mujeres los envalentonaron, y empezaron a corear la palabra munayyil («cobarde»). Al principio lo tomé como un juego. Reían. Chapoteaban. Miraban a las beduinas, y éstas, a su vez, los animaban con sus gestos y voces. Yo continué frotando, no demasiado alarmado. Sólo eran niños…
El Maestro seguía en la orilla, a pocos pasos, secándose.
Y el jolgorio fue en aumento, conforme se acercaban. Supongo que mi pasividad los desconcertó. Después, rabiosos, arreciaron en los insultos. Y la palabra munayyil terminó apagando las risas de las badu.
No supe qué hacer.
Uno de ellos, el que parecía llevar la voz cantante, empezó a palear el agua con las manos, lanzándola sobre este explorador. Detuve la limpieza, y pensé en retirarme. Tampoco deseaba crear un conflicto por culpa de aquellos diablos. No tuve oportunidad. El resto imitó, rápido, al que parecía el jefe, y tuve que soportar una cortina de agua y de insultos. Pero el molesto incidente no terminó ahí…
El jefecillo se detuvo. Alertó a los otros cinco y, a una orden suya, se volvieron al unísono y levantaron las túnicas, mostrándome los respectivos traseros. Éstos eran los ḍuṛ-ḍaṛ…
Y las risas de unos y de otras se multiplicaron.
Pero en ese instante, antes de que acertara a retirarme —ésa fue mi intención—, vi cruzar ante mí al Galileo. Mejor dicho, más que cruzar, lo vi volar. Se precipitó sobre los pillastres y, con el zraq en la mano izquierda, procedió a teñirlos de azul. Empezó con el jefe. Introdujo lo que quedaba del colorante en las aguas, y lo frotó sobre el cráneo del perplejo diablillo. Después le tocó el turno al segundo, y al tercero… El resto logró huir.
Las beduinas, tan sorprendidas como este explorador, terminaron concediendo la razón al Príncipe Yuy, animándolo para que tiñera a los huidos.
Jesús, entonces, se situó a cuatro patas sobre el lecho del riachuelo y, dirigiéndose hacia los que habían logrado escapar, empezó a ladrar, imitando a los saluki del sheikh. Y las risas regresaron nuevamente. Había contemplado al Hijo del Hombre en muchas circunstancias, pero ésta era la primera vez que lo veía sobre las manos y las rodillas, en medio de un río, y ladrando…
Así era el Hombre-Dios.
Los ḍuṛ no necesitaron mucho tiempo para comprender que se trataba de un juego y, entusiasmados, dieron la vuelta, rodeando al «perro». Al poco rato, los seis niños beduinos se hallaban enzarzados en un simulacro de pelea con el Galileo. Todos intentaban arrebatarle el zraq, y todos terminaban en el fondo del wadi. Jesús saltaba. Retrocedía. Los frotaba con el colorante. Caía sobre las aguas. Resoplaba. Reía…
Disfruté con el espectáculo. Todos lo hicimos, hasta que, súbitamente, algo no me gustó…
Los ḍuṛ, ante la imposibilidad de hacerse con la pastilla de colorante, cambiaron de táctica. Y el juego se enturbió. Empecé a contemplar patadas, tirones de pelo, insultos, golpes…
El Maestro no dijo nada, y siguió bregando con los ḍuṛ. Las beduinas se dieron cuenta, y cesaron en sus risas.
Fueron segundos, sólo segundos, pero trajeron recuerdos muy poco gratos.
Y cuando estaba a punto de entrar en el agua y espantar a los ḍuṛ, dos de las badu se adelantaron. Las conocía de vista. Sabía que eran nietas del sheikh. Ayudaban con el ganado. Las vi por los alrededores del poblado, y en el nuqrah, en el hogar, cuidando de los más pequeños de la familia. Era normal fijarse en ellas. Además de bellísimas, eran corrosivas como el ácido. Todos huían.
Eran gemelas. Quizá tuvieran catorce o quince años de edad. Una se llamaba «Endaiá», o «Llena de rocío». La otra respondía a la gracia de «Masi-n’āss», que podría traducirse por «La puerta de los felices sueños», aproximadamente. Nunca llegué a distinguirlas. Vestían igual, con amplios thob, o túnicas hasta los pies, de color negro y sin mangas. No usaban khol, ni ningún otro tipo de maquillaje. No lo precisaban. Sus ojos, negros, eran profundos e inagotables. Hablaban sin hablar, como los de ella. Siempre estaban peinándose la una a la otra. Pasaban horas domesticando los largos y oscurísimos cabellos. Y, mientras lo hacían, cantaban. Entonaban una triste melodía en la que narraban un primer amor, igualmente imposible. «Ella todavía espera», rezaba la canción…
Una de las gemelas, la que iba en cabeza, lanzó un grito e invocó a Karineh, otro de los žnun del mundo árabe, encargado de capturar y de llevarse en su camello con alas a los niños que no obedecían[215]. Y repitió el amenazante nombre.
Los diablos quedaron paralizados, y las muchachas, decididas, prosiguieron hacia el grupo. Portaban sendas varas de avellano, largas, correosas y silbantes, con las que solían enderezar a los animales (tanto de cuatro como de dos extremidades).
Jesús, tendido en el agua, parecía exhausto.
Y los ḍuṛ, que sabían del ingobernable carácter de las gemelas, no esperaron. Al verlas avanzar, con las cimbreantes ramas en las manos, saltaron por encima del cuerpo del Galileo y escaparon entre los almendros. Uno de ellos —supongo que el jefe—, antes de alejarse, se revolvió y escupió sobre el Maestro, al tiempo que levantaba el puño, emplazándolo «para más adelante». Una de las badawi lo persiguió, pero logró escabullirse.
Ésta era una de las razones que las mantenía solteras. A pesar de su belleza, y de los dineros del ahel de Yafé, al que pertenecían, ningún hombre, en su sano juicio, las hubiese solicitado en matrimonio. «Un hombre no puede pelear con su yegua y con su mujer al mismo tiempo». Eso decían.
Las contemplé, agradecido, y entendieron. Una de ellas —no sé si Endaiá— terminó sonriéndome, pero quien esto escribe, torpe, como siempre, no acertó con el significado de la intensa mirada…
Y el Destino, lo sé, debió de observarme, burlón, desde la orilla del wadi…
¿Quién podía imaginar entonces…?
Acudí junto a Jesús y le tendí la mano. Percibí cierta tristeza en sus ojos, pero no hizo mención del incidente. Se aferró al brazo y tiré de Él, como en el Artal. Era la segunda vez que lo ayudaba a salir del agua…
Entonces, casi para sí, comentó:
—¡Querido mal’ak: renuncio a mi poder!
—Claro, Señor… Con esos diablillos, yo también lo haría.
Me sonrió brevemente. Se vistió y se alejó hacia la gruta. Yo recogí los restos del «naufragio» y me fui tras Él.
Las badu regresaron a Beit Ids. Lo hicieron despacio, sin dejar de hablar y de reír. No todos los días se veía a un extranjero, un barráni, teñido de azul, y por su propia voluntad… Las gemelas cerraron la comitiva de las sadirat. Una de ellas se volvía cada poco y me buscaba con la mirada. Tampoco comprendí.
El resto de la jornada transcurrió sin incidencias. El Maestro, más serio de lo habitual, se retiró a su colina, la de la «oscuridad», y no regresó hasta el ocaso (en la nave, los relojes señalaron la puesta de sol a las 17 horas y 5 minutos).
Cenamos y, mientras alimentaba la hoguera, lo contemplé, intrigado. ¿Qué había ocurrido? Algo pasaba. Lo supe de inmediato. Aquel silencio y la gravedad de su rostro no eran normales. Pero, prudentemente, esperé. Yo sólo era alguien que observaba. En realidad, como ya mencioné, «oficialmente», nada de esto existió…
Me senté frente a Él, y presté atención al lenguaje de las llamas. De vez en cuando levantaba la vista hacia el firmamento, pero tampoco comprendí los cuchicheos de las estrellas. Las «luces», si estaban allí, eran indetectables. Sólo Ma’ch destellaba, azul y poderosa, desde Rigel…
Y dejó que se derramaran los minutos. Fue uno de los silencios más difíciles de mi permanencia en Beit Ids. Pero estaba justificado. Lo que pretendía comunicarme era tan vital como delicado. Expresarlo no era sencillo, ni siquiera para un Hombre-Dios. Pero lo intentó.
Quien esto escribe no había comprendido el alcance de lo expresado en el río, cuando le tendí la mano. Aquel comentario del Hijo del Hombre —«renuncio a mi poder»— no era la prolongación del juego con los ḍuṛ, como supuse. El Maestro hablaba en serio. Y procedió a explicarlo, en otra arriesgada «aproximación» a la realidad. Más o menos, esto es lo que llegué a entender:
Al parecer, lo decidió mucho antes, en uno de sus retiros en la «778». En una de aquellas meditaciones, en aquel, para mí, indescifrable misterio del At-attah-ani, o «engranaje» de lo divino con lo humano, Jesús de Nazaret, un Dios Creador, optó por prescindir de su poder.
¡Dios santo! No sé si seré capaz de transmitirlo…
El Maestro era un Dios, como ya he mencionado muchas veces. Exactamente, un hombre que fue capaz de «identificarse» con la «chispa», o fracción divina. Ahora, en vida, Él era hombre y nitzutz, reunidos en un todo, un Hombre-Dios. Pues bien, aunque escapa a mi comprensión, esa parte divina, esa naturaleza «no humana», continuaba disfrutando del poder, entendiendo como tal la capacidad de crear y sostener. Él, según explicó, era el Creador de un universo; uno de los muchos que configuran la «parte visible» de la Gran Creación del Padre. Y como tal, como Dios Creador, el Maestro disponía de una inmensa «fuerza», capaz de resucitarse y de devolver a la vida a los muertos, entre otros prodigios. Eso lo sabía, porque fui testigo de algunos de esos portentos. Mejor dicho, lo sería…
En esa colina, insistió, tomó la firme decisión de no hacer uso de ese inmenso poder. Dicha opción, si no comprendí mal, afectaba a tres grandes capítulos (?). A saber: renunciaba a su «gente», a los prodigios, propiamente dichos, y a su defensa personal.
Pregunté, obviamente, pero, a pesar de su buena voluntad, y de su generosidad, la «realidad» de la que hablaba se escurría como el agua entre los dedos. Aun así, como digo, me arriesgaré a escribir lo que dio de sí mi corto entendimiento.
¿Quién era su «gente»? Me lo pregunté en varias ocasiones. ¿Eran ángeles? ¿Quizá los seres que pilotaban (?) las «luces» que aparecían en los cielos? Eran criaturas, sin más, a las que no puedo comprender (no mientras permanezca en el tiempo y en el espacio), y que fueron creadas por Él. Mejor dicho, «imaginadas»…
Eran incontables. No eran guerreros, como la pobre mente humana ha llegado a suponer. Eran seres «nacidos» (?) en la perfección, no materiales, que se hallaban a su servicio. Desarrollaban las más asombrosas tareas: desde las «comunicaciones» al «transporte» de la vida, pasando por la «vigilancia» de las criaturas mortales, su «despertar» tras la muerte, y otras funciones que, como digo, escaparon a mis escasas luces. Entre esa fantástica «gente» había que contabilizar a los «K»…
Esa «gente» sabía, perfectamente, de la encarnación de su Dios Creador y Señor. Jamás lo mencionó, pero yo supe que siempre estuvieron con Él: desde la concepción, hasta después de su muerte. Y supe que habían participado en mis sueños…
Una sola palabra suya, una orden, y esas «legiones de ángeles» habrían actuado. Algo le dijo a Pedro en el huerto de Getsemaní, pero este explorador no supo a qué se refería con exactitud. En la noche de aquel imborrable viernes, 7 de abril del año 30, cuando Pedro atacó a Malco, uno de los siervos del sumo sacerdote Caifás, el Maestro, severo, obligó al discípulo a guardar la espada, y le dijo:
—¡Pedro, envaina tu espada!… ¿No comprendéis que es la voluntad de mi Padre que beba esta copa?… ¿No sabéis que ahora mismo podría mandar a docenas de legiones de ángeles…, que me librarían de las manos de los hombres[216]?
Ellos, los apóstoles, y yo, quedamos aturdidos. ¿De qué hablaba? Algo insinuó en el Hermón, y ahora lo amplió, en la medida de sus posibilidades.
Su «gente», salvo que fuera la voluntad del Número Uno, permanecería al margen. Jesús desarrollaría su trabajo en la Tierra sin la ayuda de los que, habitualmente, le sirven en el «reino». Él renunció a su «gente», pero ¿renunció su «gente» a Él? Ésa era la cuestión. Una cuestión que me reservaba interesantes sorpresas…
Curiosamente, las «luces» no volvieron a ser vistas sobre Beit Ids. Yo, al menos, no las detecté…
Pero «ellos» permanecieron allí, muy cerca, como tendría la oportunidad de verificar pocas horas después.
La segunda noticia me dejó más confuso, si cabe.
—Querido mensajero —aclaró—, no recurriré a los prodigios, salvo que sea la voluntad de mi Padre…
Era igualmente simple. Si acerté a comprender, lo que el Maestro trató de transmitirme era su renuncia, total y sin condiciones, a la posibilidad de hacer milagros. Su poder era tal que podría haberse presentado sobre una nube, y rodeado de rayos y truenos. No era eso lo que deseaba. Él quería «despertar» al hombre, pero por la magia de la palabra. Aborrecía la idea de ganar adeptos por el solo hecho de que pudiera convertir las piedras en pan, o de que pudiera fulminar a las legiones romanas. No era el camino que le agradaba, aunque hubiera sido legítimo. De hecho, ésa era la idea del Mesías libertador que dominaba entre los judíos. Jesús lo sabía muy bien. Ese ansiado Mesías, cantado desde antiguo por más de quinientos textos religiosos, sería un rey, hijo de la casa de David, enviado por Dios y dotado de los más asombrosos poderes, que utilizaría, sin reparo, para situar a la nación judía en lo más alto de la categoría social humana. Lo he dicho, y no me cansaré de insistir en ello: el Mesías de los hebreos, al que siguen esperando, era un hombre y un superhombre al mismo tiempo; era un rey y un libertador político; era un sacerdote y un juez; era un sanador y un hacedor de maravillas[217] que doblegaría a los impíos (Roma) por la fuerza de la espada, y que sometería al mundo tras un baño de sangre. Los que lo conocimos, aunque fuera mínimamente, supimos que el Hijo del Hombre se hallaba muy lejos de esa concepción mesiánica. Él no era el Mesías. Era mucho más…
Y decidió demostrarlo, como digo, sin alardes, y por el poder de su palabra. Quería regalar esperanza, y alzar los ánimos de los deprimidos y desheredados por la fuerza y la originalidad de su pensamiento. Para ello, el primer paso era renunciar a su poder personal.
—Nada de milagros, salvo que el Padre estime lo contrario.
Lo miré, desconcertado. Entró en mi mente y leyó…
—Los milagros (creo) se producirán…
Asintió con la cabeza, en silencio, y sonrió con cierto aire de complicidad.
—Entonces —intervine, sin alcanzar a comprender la profundidad de lo que estaba planteando—, tú no estarás de acuerdo con esos prodigios…
—Yo siempre estoy de acuerdo con la voluntad de Ab-bā, aunque ahora, en la carne, pueda sufrir por ello…
Y añadió, misterioso:
—Y no olvides, querido mal’ak, que, a su lado, soy un Dios menor…
Dejé escapar la oportunidad. No fui capaz. No tuve valor. No acerté a despejar el enigma de aquella frase: «Soy un Dios menor…».
Lo vi decidido. Deseaba renunciar a las maravillas. Pero, entonces, ¿qué debía pensar sobre los milagros que, supuestamente, le atribuían? ¿Es que no tuvieron lugar? Eso no era posible. Yo había visto (yo vería) a un Lázaro vivo que, según sus familiares y amigos, falleció tres días antes de ser resucitado. ¿Fue obra del Padre, o de Él? A decir verdad, yo no fui testigo de la muerte del vecino de Betania. Sí lo fue Eliseo…
¿Y qué decir de Caná? Si el Maestro tomó la decisión de no obrar prodigios, ¿qué fue lo que sucedió con el agua? ¿Se convirtió en vino, como aseguran los escritos «sagrados»? ¿Caminó sobre las aguas del yam? ¿Regaló la vista a los ciegos de nacimiento?
Sé que Él conoció mis dudas, pero guardó un cerrado silencio. Hizo bien. Lo ocurrido en Caná convenía que lo descubriera por mí mismo, y estaba al caer…
Por último, el Galileo se negó a utilizar su poder en beneficio de su integridad física.
En un primer momento, tampoco caí en la cuenta de lo que estaba anunciando.
Habló de la violencia. Yo sabía que la rechazaba, pero no imaginé hasta qué extremo. Jamás se defendería, ni siquiera cuando le asistiera la razón. Cuidaría de su cuerpo, obviamente, y trataría de no correr peligros innecesarios, pero —insistió— no acudiría a su poder para librarse del dolor, o para satisfacer sus necesidades básicas. No emplearía su capacidad creadora para favorecerse. Y lo cumplió: auxilió a muchos, pero Él se olvidó de sí mismo. También me lo pregunté: ¿estaba sujeto a los accidentes? Y recordé mi preocupación en las proximidades de la cueva, al oír los gruñidos del supuesto jabalí y los aullidos de los lobos, cuando se hallaba en lo alto de la colina de la «oscuridad». Me eché a temblar. Según esta declaración, el Maestro podía sufrir cualquier tipo de contingencia…
Sonrió, e intentó tranquilizarme. Y habló de algo que me resultó familiar:
—No te alarmes. Nada se mueve sin el consentimiento del Padre…
Fue después, algún tiempo más tarde, cuando comprendí. Ese domingo, 27 de enero del año 26 de nuestra era, el Hijo del Hombre ya sabía cuál era su Destino. Lo supo durante uno de los retiros en la «778». Lo supo cuatro años y sesenta y seis días antes de su crucifixión. Lo supo desde el principio, pero lo guardó en lo más profundo de su corazón…
«Renuncio a mi poder…».
Y ocurrió algo que nunca imaginé. Podría silenciarlo, pero no debo; no sería justo con Él, y tampoco conmigo mismo. No sé por qué sucedió. Quizá lo vi tan próximo, tan humano… La cuestión es que dudé. Ahora me avergüenzo, pero así fue: dudé de su poder. Él habló, y habló, de sus inmensas posibilidades como Dios Creador. Lo hizo con entusiasmo. Me abrió su alma, y yo, pobre diablo, dudé. Lo vería muerto, y lo vería resucitado y, aún así, dudé.
Sí, eso fue: lo vi tan normal, tan humano…
¿Cómo era posible que Alguien así fuera el Creador de un universo?
De otra manera, pero yo también lo negué. No fue en público, como Pedro, pero lo rechacé en mi corazón. Ahora no sé qué es peor…
El Destino, sin embargo, lo tenía todo previsto. En breve, quien esto escribe recibiría una lección… ¡Y qué lección!
Nos retiramos a descansar cuando apareció la luna. En el módulo, los relojes señalaban las 21 horas y 40 minutos de ese supuesto Tiempo Universal.
Primera sorpresa.
El lunes, 28, el Maestro me comunicó un cambio de planes. Durante unos días suspendería las visitas a la «778», y trabajaría con los felah, los campesinos al servicio del jeque de Beit Ids. Era una fórmula para agradecer la hospitalidad de Yafé…, y algo más.
Recogería aceitunas. Era el final de la campaña. En cuestión de días, la totalidad del fruto se hallaría en las almazaras, y los felah iniciarían un nuevo ciclo agrícola, con la plantación de los jóvenes zayit.
¿Recoger aceitunas?
Podía ser interesante. Nunca había visto al Maestro en semejante menester…
¡Y ya lo creo que lo fue!
Pero vayamos paso a paso, tal y como se registraron los hechos, puesto que de eso se trata, de dar fe de cuanto vi, y de cuanto alcancé a oír.
Dicho y hecho.
Al alba, cuando el olivar se vistió de verde y blanco, Jesús se presentó ante el hombre de los nudos, y solicitó trabajo. El Galileo era así. Meditaba lo necesario y, acto seguido, una vez tomada la decisión, actuaba sin vacilar. Es curioso… Ahora que lo pienso, no consigo recordar un solo momento de su vida pública en el que lo viera indeciso, sin saber qué camino tomar. Miento: sucedió una vez, poco antes del prendimiento, en el referido huerto de Getsemaní, muy cerca de la Ciudad Santa. Jesús sudó sangre, y solicitó del Padre que, si era posible, apartase de Él aquel cáliz…
Y al poco, ante el asombro del sheikh, que no terminaba de asimilar por qué un príncipe deseaba participar en una labor tan plebeya, el Hijo del Hombre se encaminó hacia el nordeste, a la búsqueda de los felah.
Naturalmente, me fui tras Él.
El áspero viento del sur amainó y, como vaticinaron los badu, por el oeste, en el horizonte, asomaron las primeras nubes. Era el anuncio de la es-sa ra, la lluvia «dócil», como la llamaban los a’rab, tan beneficiosa y puntual. Lo más probable es que lloviera en cuestión de uno o dos días.
Segunda sorpresa.
El tajo era la colina que este explorador había bautizado como la «800», a medio camino entre Beit Ids y el peñasco de los žnun. Como dije, era la elevación más airosa de la zona, dedicada exclusivamente al cultivo del olivar, con un terreno amable y esponjoso, delicadamente aseado por los felah. La «800» me cautivó desde el primer momento. Era armoniosa, recogida y llena de luz, como ella. Parecía sonreír. Sentía cómo me «llamaba», aunque no sabía por qué. Ahora lo entiendo…, y me estremezco.
No era de extrañar que los olivos prosperasen a esa altitud. En la región de Beit Ids, próxima al Jordán, el clima, las lluvias y los cuidados de los campesinos hacían posibles generosas cosechas, con doce variedades de aceitunas[218]. Como ya mencioné, los olivares del sheikh eran una mina de oro. Yafé supo dedicarles el tiempo y los medios necesarios. No en vano lo apodaban «el guapo que, además, piensa»… El gran secreto, sin embargo, la clave de aquel río de oro, era un hombre, el capataz principal, al que denominaban ḥsab-gandak, que en una traducción benévola significaría «el que lleva las cuentas y lo hace con cuidado». Era medio árabe, entrado en años, y con una característica difícil de olvidar: sonreía siempre, pasase lo que pasase. Y era una sonrisa sincera. Su padre procedía del desierto líbico. Era badawi. La madre era oriunda de la «isla de la alegría», en el Mediterráneo. Podría ser lo que hoy conocemos como Malta, o algunos de sus islotes. Contaba que, en dicha isla, las leyes prohibían las lágrimas. Cuando alguien deseaba llorar, se veía obligado a embarcarse y dirigirse a otra isla cercana, a medio camino entre Mgar y Marf (quizá la isla del Comino) (?). Al principio, al saber de su historia, pensé que se trataba de una invención, tan propia de los árabes, siempre fabuladores y amantes de la fantasía. Después, ya no supe qué creer…
Aquel hombre, como digo, era el alma de los olivares. Él los vigilaba día y noche. Él atendía la delicadísima poda. Él examinaba el suelo y dirigía las labores de subsolado. Él decidía cuándo plantar. Él se quemaba los ojos en la exploración de los cielos[219], y se ocupaba del abastecimiento de agua, en caso de sequía. Él tomaba las varas y las examinaba cuidadosamente, antes de proceder al vareo de las ramas. Él era el responsable de la recolección y del transporte a los molinos. Los olivos eran sus hijos. Hablaba con ellos, y les asignaba un nombre. Recuerdo algunos: «cuero de gacela», «regalo de la vida», «alborotador», «libro de mis días», «prisionero de la tierra», «perla incomprendida», «fértil sin palabras» y «el que respira verde», entre otros. Dormía en el olivar; cada noche, al pie de un zayit diferente. Estaba al tanto de sus defectos y virtudes, y los acariciaba y cuidaba cuando padecían una plaga, o una herida. Y aquella ternura y comprensión sabía ejercitarlas igualmente con sus semejantes. Era el «poeta de los olivos» y, sobre todo, un hombre bueno. Nunca supe su verdadero nombre. Lo llamaban «Dgul», un diminutivo de la expresión dgul qṛiti ašf-ṛaṣi, que en a’rab equivalía a «parece que leas mis pensamientos» o «el gigante que se alimenta de pensamientos». Al igual que otras palabras beduinas, dgul cambiaba de significado, según la entonación. También quería decir «gigante fantástico que devora». La verdad es que no vi la relación. Dgul, el capataz principal, o ḥsab-gandak, no era muy alto, y tampoco devoraba a nadie. Todo lo contrario.
Nos atendió con dulzura y, sin dejar de sonreír, preguntó si sabíamos algo de la asepa (así denominaban a la recogida de la aceituna). El Maestro explicó que había sido vareador en la Galilea. De eso tampoco sabía nada. En cuanto a mí, la única experiencia con la aceituna fue en la mesa. Me encantaba.
Dgul tomó entonces una de aquellas largas varas que servían para agitar el ramaje del olivo, y la puso en manos del Galileo. Jesús la examinó, curioso, y, supongo, esperó una explicación. Era una vara de casi dos metros de longitud, impecablemente recta, sólida, y teñida en rojo oscuro. Las cortaban de los castaños, avellanos y de los cerezos. Estas últimas eran las preferidas por los vareadores. Eran mágicas —decían—, porque en los árboles en los que se desarrollaban anidaban todos los pájaros del cielo. Para hacerlas más resistentes las templaban en agua con cal, o las enterraban en excrementos. De ahí procedía el brillo rojo, tan llamativo. Por supuesto, las ramas en cuestión no disfrutaban de ningún tipo de poder. El hecho de que las aves acudieran masivamente a las copas de los cerezos se debía a la dulzura del fruto.
Y Dgul aclaró algo que, para él, era vital, naturalmente. Los olivos eran mejores que los seres humanos. Daban todo, a cambio de casi nada. En su territorio, las varas, o «tembladeras», eran utilizadas con cuidado. En su cuadrilla —anunció— no se premiaba al que antes terminaba la asepa, sino al que menos daño causaba al olivo. Por eso la «tembladera» debía ser manipulada por gente con corazón…
Y concluyó:
—Espero que tú lo tengas. Me gusta más la ternura que la fuerza…
Jesús no respondió, pero noté una «luz» especial en su mirada. Yo había visto esa «luz» anteriormente. Era una «luz» que avisaba. Algo estaba a punto de suceder. Algo increíble…
El capataz indicó la línea de olivos que se alzaba en el nacimiento de la falda oeste de la «800» y sugirió al recién llegado que se uniera a los felah que trabajaban en uno de los hermosos zayit. En cuanto a este explorador, dada mi absoluta inexperiencia, Dgul me incluyó en el grupo que transportaba las espuertas hasta los mulos y onagros. Yo debía cargar las aceitunas, al pie de los olivos, y trasladarlas hasta el pequeño campamento en el que aguardaban los burreros y sus animales. Fui un cargador más, junto a niños y ancianos, por la comida, y un denario al día. No me lamenté. La experiencia fue inolvidable…
Pronto empecé a sudar. El terreno, con una inclinación superior al 3 por ciento, no ayudaba[220].
La asepa, en las colinas de Beit Ids, era un trabajo muy antiguo, desarrollado mucho antes de que irrumpiera en aquellas latitudes el llamado «pueblo judío». Era una tarea sencilla, pero dura y delicada. Dependiendo de la cosecha, y de otras circunstancias, la recogida empezaba hacia el mes de diciembre. Hombres y mujeres, siempre a las órdenes de un capataz, se repartían por los olivares, e iniciaban la campaña con una «limpia» previa del terreno. De eso se ocupaban las mujeres. Cuando el suelo aparecía despejado, sin el fruto que había caído de forma natural, los hombres extendían redes de esparto al pie del tronco y formaban un gran círculo. Era el ḍaṛa. Sobre él se vareaba, se «ordeñaba» y se hacía una segunda «limpia». Los hombres, con las varas rojas, o xašba, trepaban a las ramas o acometían el agitado del ramaje desde el suelo. Todo dependía de la agilidad del vareador y, naturalmente, de la decisión del capataz. En ocasiones, dependiendo de la altura del yazit, y de la fortaleza de las ramas, los felah se veían en la necesidad de utilizar escaleras de mano. No estaba bien visto entre los «profesionales» de la asepa. Lo varonil era moverse en la copa del árbol, sin más ayuda que manos y pies. Para Dgul, el vareo era un tormento. Aunque el felah fuera un experto, los continuos movimientos de las pértigas terminaban lastimando el fruto y, lo que era peor, quebraban el ramaje. Dgul, entonces, lloraba. Para evitar tales «siniestros», involuntarios la mayoría de las veces, el «poeta» inventó un sistema, el yahlab, que podría traducirse por «ordeño». Consistía en un «peine» de madera que se hacía pasar por las ramas y que arrastraba las aceitunas, sin perjudicar al olivo. Lo empleaban en los árboles jóvenes, con posibilidad de acceso desde tierra. El vareo, con seguridad, era el cometido más agotador. El manejo de las varas requería una estimable fuerza y, sobre todo, habilidad. A los pocos minutos de iniciada la faena, tanto si se vareaba desde el ramaje como desde tierra, el felah tenía que hacer un alto y descansar.
Al pie del zayit trabajaban las mujeres y los niños. Llevaban a cabo la segunda «limpia». Conforme caían las aceitunas, las rescataban, separaban las hojas y las arrojaban en cestos, que debían ser trasladados, lo más rápido posible, hasta las caballerías y, finalmente, como decía, a las almazaras. Dgul sabía que la fermentación era una amenaza para las aceitunas, e intentaba, por todos los medios, que el almacenamiento del fruto fuera mínimo. De ahí la importancia del transporte, y de los sacos de red, con una ventilación máxima. Ése era mi trabajo.
Las mujeres y los niños, generalmente esposas e hijos de los vareadores, recogían con una rodilla en tierra, la derecha, y con ambas manos. Si el capataz los sorprendía recogiendo las aceitunas con una sola mano (eso era lo cómodo), se arriesgaban a ser expulsados de la asepa.
Por último, una vez «vaciado» el olivo, procedían al nšaṛ, que consistía en el rescate del fruto que había sido despedido fuera del círculo de red, como consecuencia de los golpes de las «tembladeras». Si el capataz lo estimaba conveniente, los felah retiraban el ḍaṛa e iniciaban las mismas operaciones con el siguiente árbol. Era el turno de Dgul. El «poeta» inspeccionaba el zayit y «puntuaba», según el daño ocasionado a su «hijo»…
La colina en la que nos encontrábamos fue destinada, casi en su totalidad, al cultivo de una aceituna de verdeo llamada garsan («amantes»), porque crecían por parejas. Eran árboles de regular altura, con las copas esféricas, casi perfectas, y una madera oscura y quebradiza. La tradición, entre los olivareros, exigía que este tipo de aceituna de mesa fuera transportado en cestos y redes con una capacidad máxima de veinte o veinticinco kilos, pero los propietarios no lo consentían. Tanto los canastos como los sacos destinados al transporte de las aceitunas para aceite y verdeo alcanzaban los cuarenta y cincuenta kilos de peso cada uno. Los ancianos eran los más perjudicados. Dgul batallaba a diario con el sheikh, pero sin resultado.
En la base de la «800», junto a un caminillo que moría en Beit Ids, la cuadrilla había levantado un campamento. Allí, como dije, se congregaban los burreros, con sus caballerías. Allí descargábamos el fruto, y allí, en fin, preparaban la comida. Un rústico cobertizo de ramas protegía las provisiones. Muy cerca, los felah mantenían un fuego casi permanente. Las mujeres iban y venían. Preparaban los guisotes, y velaban por el necesario abastecimiento de agua. Ellas eran las responsables de que los vareadores estuvieran puntualmente atendidos. Se daba el caso de campesinos que llegaban desde Pella, y otras zonas más alejadas, que pernoctaban en el citado campamento durante el tiempo de la asepa.
Y así transcurrió aquel lunes, en paz, y absortos en la agotadora tarea de la recogida y del transporte de las «amantes».
El capataz no permitió que Jesús vareara desde las ramas. Demasiado alto y corpulento, dijo. Y el Galileo, obediente, trabajó en tierra.
A cada poco, quien esto escribe regresaba al árbol y, mientras cargaba, contemplaba al Maestro. El Hijo del Hombre agitaba el ramaje con una de aquellas varas rojas, y lo hacía con entusiasmo y sin respiro. Las «amantes», negras y lustrosas, se precipitaban a decenas, y quedaban enganchadas en los cabellos del Maestro, ahora recogidos en su típica «cola de caballo». Parecía haber olvidado el incidente del día anterior, en el wadi. Y, lentamente, se fue integrando en el grupo, y tomando parte en las elementales conversaciones que sostenían los felah. Lo vi nuevamente feliz. Disfrutaba cada instante, de eso estoy seguro…
Cruzamos algunas miradas. Ahora, al revisar estas memorias, he dudado. Quizá intentó anunciarme lo que estaba a punto de suceder…
No sé…
La cuestión es que este torpe explorador no supo traducir aquellas intensas miradas.
Sí, algo se preparaba…
Y esa noche, aunque nos hallábamos cerca de la cueva de la «llave», Jesús decidió permanecer en el campamento de la «800». Allí cenamos, con los campesinos, y allí caímos rendidos. Dgul dormía en el olivar, con los «suyos»…
Fue al día siguiente, martes, 29 de enero, cuando me fijé en aquel niño…
Tenía nueve años, poco más o menos. Era un rebuscador.
La rebusca —según me explicaron— no formaba parte de la recogida de la aceituna propiamente dicha, pero nadie concebía la asepa sin la muṛaya. La rebusca (los felah le daban el nombre de muṛaya o «detrás de») consistía en el último rastreo del campo, a la caza y captura de las aceitunas olvidadas, o esturreadas, entre los terrones y los matojos, si los había. Sólo podía practicarse cuando los vareadores concluían el «vaciado» de los zayit. Por eso la definían como algo que tenía lugar «detrás de». Y así era. Los rebuscadores aparecían por detrás de la cuadrilla. Desde antiguo, tenían establecido un procedimiento para fijar la distancia mínima a la que debían mantenerse. Lo llamaban jamsín. Era un palo o una estaca pintados en rojo, que el capataz clavaba en el suelo, y que sólo él estaba autorizado a desplazar. El jamsín era sagrado.
Por lo que pude observar, y por las informaciones que fui reuniendo, en la rebusca sólo participaban los más necesitados. Generalmente, mendigos y niños. Lo habitual es que dichos indigentes fueran mujeres. No era correcto que los rebuscadores fueran campesinos, o gente «digna». Ellos ya tenían su trabajo. Y lo poco que obtenían iba a parar, casi siempre, a los capataces, que se quedaban con las aceitunas, o con el fruto que tocara en ese momento, por un trozo de pan, y, con suerte, por algo de carne, o de verduras. Todo dependía del buen corazón de los propietarios y, por supuesto, del capataz. Con Dgul tenían suerte. La única condición que imponía es que no tocaran a sus «hijos». Les prohibía subir a los olivos y hacerse con las aceitunas que habían quedado despistadas. Aunque no era judío, el «poeta» consideraba a los rebuscadores como «pajarillos del cielo, a la búsqueda de migajas»[221]. Como dije, era un hombre noble…
Junto al niño, por detrás del jamsín, a cosa de cincuenta o sesenta metros del olivo en el que vareaban Jesús y su grupo, inclinados sobre los terrones, rebuscaban también una anciana y otros tres pequeños, quizá de la misma edad del que llamó la atención de quien esto escribe. La mujer vestía harapos. Tenía el cabello blanco y largo, siempre descuidado y sucio. Su única compañía era una calabaza hueca, de mediano porte, repleta de enebro, un aguardiente que tumbaba al tercer sorbo. Bebía sin cesar. Cuando el licor hacía efecto, la mendiga se dejaba caer allí donde estuviera, y dormía profundamente. Nadie se ocupaba de ella.
Al niño lo llamaban «Ajašdarpan». Era una palabra de difícil traducción. Procedía del norte; quizá de Persia (actual Irán). Significaba «gobernador», o algo similar, y era equivalente a «examinado», término empleado por los judíos para los niños abandonados al nacer. Como ya relaté en su momento, Denario, el pelirrojo que vivía con Assi, era también un «examinado», o mamzer. En otras palabras: un bastardo; lo peor de lo peor. Por lo que acerté a descubrir, el nombre le fue impuesto en clara alusión a su progenitor, un notable al servicio de Antipas, el tetrarca de la Perea y de la Galilea.
Ajašdarpan era mestizo. Eso confirmaba la versión que corría por Beit Ids. El niño, al nacer, fue arrojado a uno de los basureros, o gehenna, de Pella. Ésa era la costumbre, tanto entre los judíos como entre los paganos. Cuando el niño era ilegítimo, o no deseado, los padres se deshacían de él, bien vendiéndolo, bien ocultándolo en los estercoleros. Algunas de estas criaturas lograban salvar la vida, merced a los tofet, los esputos o buscadores de dichos basureros. Estos apestados, como ya indiqué, revolvían las montañas de desperdicios y, si hallaban a un recién nacido, se apresuraban a rescatarlo de entre las ratas y perros salvajes, con el fin de obtener algunas monedas. Si el bebé no era vendido en el plazo de una o dos semanas, era sacrificado, ahogándolo en el río o en una tinaja.
Ajašdarpan tuvo suerte. Al poco de ser recogido por los tofet, una familia negra, esclavos del sheikh de Beit Ids, se apiadó del pequeño, y lo compró por seis huevos y un seah (alrededor de dieciséis kilos de harina). Sus padres adoptivos, por tanto, eran abid y, en consecuencia, «gente sin alma». No era de extrañar que Ajašdarpan apareciera en cualquiera de las rebuscas. Todo mendrugo era bien recibido en la casa de un esclavo…
¿Suerte? ¿Tuvo suerte Ajašdarpan cuando fue comprado por los abid de Beit Ids? Yo diría que fue mucho más que eso. Después de lo que contemplé esa mañana del miércoles, 30, entiendo que el Destino del niño fue especialmente diseñado por los cielos. Algo único. Su tikkún, como decía el Maestro…
Pero sigamos, paso a paso.
Era lógico fijarse en Ajašdarpan. Sus ademanes no eran normales. Se movía muy despacio, con gran lentitud, como si todo su cuerpo estuviera sometido a un hipotético estado de ingravidez. Cada vez que daba un paso, se aseguraba de que podía hacerlo. Era muy extraño. Presentaba la pierna izquierda entablillada, desde la rodilla al tobillo, y también el antebrazo derecho.
En los primeros momentos lo vi de lejos. Se afanaba en la rebusca, con el resto de sus compañeros. Se inclinaba con dificultad sobre el terreno, pero era hábil. Cuando encontraba una pareja o un racimo de aceitunas, las levantaba lentamente y las hacía girar a la altura de los ojos. Aproximaba el fruto, como si no viera bien, y limpiaba las «amantes» con la lengua. Después, igualmente tranquilo, hacía descender la mano izquierda y depositaba el hallazgo en una espuerta negra, confeccionada con delgadas duelas de cornejo, muy resistentes a la podredumbre. Y vuelta a empezar…
A decir verdad, nadie, entre los vareadores, hizo comentario alguno. Lo conocían de antiguo, y no le prestaban mayor atención. Lo llamaban por su nombre, y también lo apodaban el de la «mirada azul». Cuando pregunté el porqué, sólo obtuve una respuesta: «Porque su mirada es azul». Naturalmente, no lo creí. Probablemente se burlaban de aquel forastero…
El equivocado fui yo, una vez más.
Sin poder remediar la curiosidad, a lo largo de esa mañana me las ingenié para caminar cerca del jamsín, la estaca roja que delimitaba el territorio de los rebuscadores. Y ahora que lo pienso, me pregunto: ¿fue la curiosidad lo que me empujó a observar al muchachito mestizo?
Como decía el Maestro, quien tenga oídos, que oiga…
Crucé varias veces frente a Ajašdarpan, y las sospechas iniciales tomaron fuerza.
Era de estatura baja. Apenas un metro, con una aparatosa desviación de la columna, una cifoescoliosis progresiva[222] que lo atormentaba, sin duda, con un dolor más que notable.
¡Dios bendito!
Su «mirada», en efecto, era azul. Los felah, a su manera, definían así un defecto de las escleróticas (el blanco de los ojos), que provocaba una «mirada» gris-azulada[223]. La cabeza era triangular, en forma de «boina escocesa», con una nariz picuda y un acusado hiperterolismo (ojos más separados de lo habitual) que le proporcionaban un aspecto monstruoso.
¡Dios bendito! Sentí una profunda piedad por aquella criatura…
Y hacia la hora quinta (once de la mañana), la cuadrilla hizo el acostumbrado alto en el trabajo y se dispuso a reponer fuerzas. Las mujeres habían cocinado un tagine, una gacha con carne picada y huevos, muy espesa y generosa en cebolla y dientes de ajos machacados. Era un plato único, pero definitivo. Con ello resistíamos hasta la puesta de sol.
Comí algo, pero, no sé muy bien por qué, quizá impulsado por esa «fuerza» que nos habita, llené de nuevo la escudilla de madera y me dirigí al jamsín. Me senté frente a Ajašdarpan y le ofrecí el tagine. El niño me miró, incrédulo. Insistí, pero no se atrevió a recibir la comida. La vieja de la calabaza, más que ebria, quiso apoderarse de la escudilla, pero no lo permití. Y permaneció atenta, a pocos pasos, en compañía de los otros tres rapaces. Quizá no hice bien en regalarle las albóndigas de carne, pero me sirvió de pretexto para acercarme, y examinarlo con detenimiento.
Era lo que me temía…
Sonrió abiertamente, y mostró unos dientes desordenados, con un brillo céreo azul grisáceo, típico del mal que padecía.
Pregunté si entendía el arameo, pero tampoco replicó. Traté de hacerme entender por señas, y el niño, comprendiendo, llevó la mano izquierda a la oreja. Lo hizo, como en todos sus movimientos, desesperantemente despacio. Tocó la oreja dos veces y, por último, dejó caer los dedos hacia los labios. Y negó con la cabeza.
Era sordo.
Y volvió a sonreír, satisfecho. A pesar de su problema, era un muchacho alegre y listo.
Finalmente, tras insistir un par de veces, el de la «mirada azul» sujetó el cuenco y accedió a comer. Cada cucharada fue interminable, pero me sentí feliz. Ajašdarpan estaba hambriento. Y supo agradecérmelo con una casi permanente sonrisa. Lo observé a conciencia, y deduje que el primer diagnóstico podía ser correcto. Ajašdarpan padecía una enfermedad rara, conocida en nuestro «ahora» como osteogénesis imperfecta. Como consecuencia de un defecto genético[224], los huesos presentaban una extrema fragilidad, así como deformaciones esqueléticas, articulaciones sin fuerza, y sin tensión en las fibras, musculatura débil y una piel frágil, con cicatrices hiperplásicas, y siempre llena de moratones. Lo increíble es que no hubiera muerto durante el período fetal…
Ahora comprendía el porqué de los movimientos lentos, casi teatrales, y el entablillado. A fuerza de sufrimiento, y de incontables fracturas, Ajašdarpan aprendió a autoprotegerse. La manera más elemental era limitar, y medir, sus propios movimientos. Aun así, las roturas eran inevitables. Me hallaba ante una criatura con los huesos de «cristal». Podían quebrarse, casi con el aire…
Esta malformación[225] era la causa del singular desarrollo del cráneo, en forma triangular, o de pera invertida, como consecuencia del empuje del encéfalo. Ello provocaba, a su vez, una micrognatia, o pequeñez anormal del maxilar inferior (mandíbula), que ve impedido su crecimiento.
Ajašdarpan era un condenado a muerte. Tarde o temprano, las complicaciones respiratorias que acompañan a la «IO», o las propias fracturas, terminarían con su vida.
Y, de pronto, mientras lo contemplaba, me vino a la mente la palabra «nemo». Naturalmente, un análisis en profundidad me hubiera proporcionado un diagnóstico más riguroso. ¿Debía suministrárselos? ¿De qué serviría? Y desestimé la idea. Tenía otras prioridades…
¿Cuándo aprenderé que la intuición jamás se equivoca?
Acaricié el cráneo pelado y deforme del mestizo y me retiré hacia el olivo al que habían regresado Jesús y los vareadores.
Visto y no visto.
Al alejarme, la mendiga le arrebató los restos del almuerzo. Ajašdarpan poco pudo hacer. No podía correr, ni tampoco pelear, o forcejear. La mujer huyó y se perdió en lo alto de la colina. Allí pasaría la jornada, ebria, como siempre. Los niños reemprendieron la rebusca, y quien esto escribe se mantuvo atento a la actividad del Maestro. De vez en cuando me ocupaba también de mi nuevo amigo, el de la «mirada azul». Aquel infeliz me impresionó más de lo que hubiera podido imaginar. Si el Hijo del Hombre hablaba con razón —y siempre lo hacía—, el tikkún de Ajašdarpan era verdaderamente heroico.
Recuerdo que, en uno de los viajes al olivo que se estaba vareando en esos momentos, mientras me debatía en estas reflexiones, el Galileo hizo un alto en el trabajo y me miró. Fue una mirada intensa, dulce y prolongada. Quiso transmitirme algo, lo sé, pero no comprendí…
Y, tras hacerme un guiño, siguió con lo suyo, agitando el ramaje.
¿Fue una casualidad que coincidiera con mis pensamientos sobre el tikkún del niño de «cristal»?
Pronto lo averiguaría…
También ese martes pernoctamos en el campamento de la «800». Fue una noche tranquila para todos, y agitada para este explorador. La imagen de Ajašdarpan continuó en la memoria. Tuve pesadillas. Los «nemos» hablaban, y reprochaban mi falta de interés. Fue premonitorio…
Y llegó el miércoles, 30 de enero de aquel año 26 de nuestra era. Una jornada especialmente dura…
Nos despertó la es-sa ra, la lluvia «dócil». «Los dioses nos miran», aseguró Dgul, más sonriente, si cabe. Y la alegría se contagió entre los felah. El «poeta» tenía razón. Los dioses nos observaban. ¡Y qué dioses!
Jesús desayunó con ganas. Lo vi pletórico. Nada hacía sospechar lo que nos reservaba el Destino…
Poco antes de la tercia (nueve de la mañana), escampó. El grupo se encaminó al tajo, relativamente próximo a la cima de la referida «800», con la vista puesta en las nubes. No tardaría en volver a llover. Los niños de la rebusca esperaban a que el capataz clavara el jamsín. Ajašdarpan sonrió al verme. El Maestro también lo miró, pero no hizo comentario alguno.
Minutos después nos hallábamos bajo uno de los corpulentos zayit, a poco más de un centenar de metros de la estaca roja, y de los cuatro rebuscadores habituales. La mendiga dormía la mona al pie del jamsín. Aparentemente, todo normal…
Pero, no.
El Maestro tomó su «tembladera», y la examinó, mientras las mujeres procedían a la primera «limpia» del terreno. Después extendieron las redes e iniciaron el vareo. Jesús atacó desde el suelo, como siempre, y lo hizo con entusiasmo, contagiando al resto. Faltaba poco para concluir la asepa de aquella ladera oeste.
Entonces, por encima del crujido del ramaje, oímos rebuznos. Después, voces, y más rebuznos.
Yo me encontraba al pie del árbol, muy cerca del Galileo, empeñado en la carga de la primera de las espuertas del día.
Todos miramos hacia el campamento, ubicado, como digo, algo más allá de la zona de los rebuscadores. Quizá a 150 o 200 metros.
Algo sucedía…
Los burreros corrían en todas direcciones, e intentaban sujetar a los onagros. El pequeño campamento era un caos. Los asnos trotaban sin rumbo, coceaban, y rebuznaban. Algunas de las mujeres, responsables del abastecimiento del agua, y de la comida, huían por el camino que conducía a Beit Ids.
En un primer instante, no supe…
El Maestro no se inmutó, y continuó con el vareo de las ramas. Las «amantes» caían sobre su cabeza y hombros…
Sí percibí un cambio en el rostro. El excelente humor que había derrochado hasta esos momentos se esfumó.
Y, junto a los onagros, vi fuego. Eran antorchas. Cinco o seis, quizá más. Alguien las agitaba, e intentaba lastimar, o ahuyentar, a las caballerías. Corrían tras los altos burros, e introducían las llamas entre los remos de los aterrorizados animales. El resultado, el ya mencionado: burreros y bestias huían y topaban, gritaban y caían…
Los que portaban las teas eran ocho o diez jovenzuelos, todos desnudos de cintura hacia arriba, y pintarrajeados a franjas amarillas y negras con la al-kenna, una ceniza vegetal utilizada por los beduinos para pintar uñas, rostros y pies. El sheikh era muy aficionado a ella.
Los felah interrumpieron el trabajo, y se lamentaron. Eran los dawa zṛaḍ («la maldición de la langosta»), una de las bandas que asolaba la región y que hacía honor a su nombre. Había oído hablar de ellos, pero no supuse que fueran tan destructivos.
Nadie se atrevió a dar un paso…
Los capitaneaba un árabe, de unos quince o dieciséis años de edad, al que apodaban «Qatal» («Matador»), en alusión a un escorpión, altamente venenoso, muy común en las colinas de Beit Ids[226]. El sobrenombre era el más indicado, por dos razones: por su crueldad, y por la forma del dedo índice izquierdo, deformado, y en garra, con una larga y afilada uña negra, similar a la cola del citado escorpión. Si te señalaba, o si invocaba su nombre de guerra, estabas perdido, según los campesinos. Era la vergüenza de los Adwan, según Yafé. Todos huían de él, y con razón.
Miré de reojo al Maestro. Seguía inalterable, a lo suyo, como si nada ocurriera.
No entendí…
Y los dawa, todos badu, olvidaron pronto los onagros y se cebaron con el campamento. Derribaron el cobertizo a patadas y, entre risotadas, derramaron la harina y arruinaron las provisiones y el agua, orinando sobre ellas. Después patearon lo que quedaba del fuego y se apoderaron de los palitroques que todavía ardían. Dos de ellos volcaron las ollas y las blandieron como mazas, aullando de placer.
A partir de esos instantes, todo fue rápido, muy rápido y confuso. Quien esto escribe no sabía dónde mirar, ni qué partido tomar. Jesús era lo primero, pero…
Y se produjo lo inevitable (?).
Los energúmenos, con el tal «Matador» a la cabeza, corrieron hacia los rebuscadores, los únicos que continuaban a su alcance.
Tres de los niños huyeron a tiempo.
Los que vareaban gritaron, e intentaron alertar al de la «mirada azul». Fue inútil. Las voces se perdieron en el olivar. Ajašdarpan no oía y, además, se hallaba de espaldas a los malditos dawa. No se percató de la fuga de sus compañeros y, aunque así hubiera sido, tampoco habría tenido posibilidad de escapar. Aquellas bestias estaban encima…
Dgul, pálido, no se movió. Nadie lo hizo. Tenían miedo.
El Maestro, incomprensiblemente para mí, era el único que permanecía junto al tronco del olivo, con la «tembladera» en las manos y el rostro dirigido al ramaje. Estuve a punto de advertirle, pero me contuve. Él sabía…
Y las «amantes» siguieron cayendo sobre la red. Era imposible que no oyera a los felah. ¿Qué pretendía? ¿Por qué no reaccionaba?
Siempre he sido un pobre tonto… ¿Cuándo aprenderé?
Qatal, y los suyos, llegaron junto al jamsín y, al descubrir a la mendiga, la emprendieron a golpes con ella. Pero, al comprobar que no reaccionaba y que se hallaba sumida en una de sus borracheras, le dieron la espalda y se arrojaron sobre Ajašdarpan.
Creí morir.
«Matador» tomó la iniciativa, y lo pateó en el rostro, en los costados, en la espalda y en las piernas. Le arrancó las ramas que servían de entablillado e introdujo una de ellas por el ano. Y las risotadas ahogaron los lamentos del niño. Después, a una orden de aquel malparido, cayeron como una nube de langostas sobre la criatura y lo destrozaron. Los de las ollas de hierro, sobre todo, fueron los más crueles. Lo golpearon con los recipientes, una y otra vez, hasta que quedó tendido sobre los terrones. Pensé que estaba muerto.
Después continuaron con las bases de las antorchas y le pulverizaron los huesos de «cristal».
Me sentía mal, muy mal.
Los gritos, y las amenazas, de los felah surtieron el efecto contrario al deseado. «Matador» se burló de los campesinos. Se llevó la mano izquierda a los testículos y desafió a los del olivar.
¿Qué debía hacer? Ni siquiera disponía de la «vara de Moisés». Había quedado en la cueva de la «llave». Además, según las reglas, no estaba autorizado a intervenir. Era un asunto grave…
Pero aquellas fieras no se dieron por satisfechas. Levantaron al niño y, entre gritos, zarandeándolo como un guiñapo, lo arrojaron al interior de la espuerta de cornejo, en la que reunían la rebusca. Como digo, Ajašdarpan no daba señales de vida. Era como un muñeco. Lo más probable es que la lluvia de golpes hubiera afectado zonas vitales, provocando hemorragias internas e interesando pulmones, cráneo, y quién sabe si el corazón. Si no había muerto, no tardaría mucho…
La bestia, entonces, se hizo con la calabaza de la mendiga, y vació lo que quedaba de enebro sobre las ropas de Ajašdarpan. Y la banda aulló, al tiempo que imaginaba…
En el olivar, enmudecimos…
Fue en esos instantes cuando el Maestro arrojó la vara al suelo y, en silencio, con el semblante grave, se abrió paso entre los atemorizados campesinos. Y lo vi descender por la ladera, hacia «Matador» y las «langostas». Caminaba con sus típicas zancadas.
Dgul también reaccionó. Tomó una de las «tembladeras» y se fue tras el Galileo. El resto no movió un músculo. Mejor dicho, no movimos…
¿Qué se proponía? El niño, probablemente, había muerto. ¿Trataba de dar un escarmiento? Él aborrecía la violencia, aunque aquellos sujetos merecían un castigo.
Y «Matador», al advertir la presencia de los que caminaban hacia el jamsín, tomó una de las antorchas y la levantó por encima de su cabeza. Estaba claro. Si Jesús y el capataz seguían avanzando, la arrojaría sobre el niño. El arguardiente, las ropas y las duelas de madera de la canasta harían el resto. Ajašdarpan podía abrasarse…
Calculé la distancia. El Maestro se dirigía, rápido, hacia el badawi, pero, si aquel miserable dejaba caer el fuego…, ¡adiós! No había tiempo material para salvar al niño…
Y en eso, un destello reclamó mi atención desde el fondo del olivar.
Cuando descubrí el origen, quedé perplejo. Alguien se acercaba. Procedía de la cumbre de la «800». Eso me pareció. Marchaba sin prisa, tranquilo, y directo hacia el zayit en el que nos hallábamos reunidos.
Yo había visto a ese hombre…
¡Dios santo! Era el del pozo de Tantur, el que conversó con el Maestro, y también con las beduinas. Era él: muy alto, de unos dos metros, con el cabello al «cepillo» y la singular ropa que cambiaba de color, según se moviera en la penumbra, o a la luz del sol. El extraño personaje de la sonrisa encantadora…
La túnica brillaba, y lanzaba destellos, entre las sombras del olivar, ora en rojo, ora en azul, ora en verde…
¿Quién era? ¿Qué hacía allí? ¿De dónde había salido? ¿Por qué en esos dramáticos momentos?
Miré a mi alrededor. Nadie parecía haberse dado cuenta de su presencia… todavía. Todos estaban hipnotizados por el diabólico árabe.
Jesús se hallaba muy cerca. Casi a un paso. Detrás, el capataz…
«Matador», entonces, agitó la antorcha, y bramó:
—Smiyt… i… qatal!
Vi a la mendiga, que luchaba por incorporarse. En una de las manos escondía una gran piedra.
Y el salvaje repitió, amenazador:
—¡Mi nombre… es «Matador»!
En Ab-bā, a las 13 horas del 7 de mayo de 2006.