4 DE NOVIEMBRE, DOMINGO (AÑO 25)

Nos alejamos de Enaván, y de sus manantiales y lagunas, sin mirar atrás y con prisa. Para ser sincero, el de la prisa era él, Yehohanan, el Anunciador, el enigmático judío de dos metros de altura y las siete trenzas rubias hasta las rodillas. Era él quien avanzaba a grandes zancadas por uno de aquellos senderillos que parecía llevarnos, irremediablemente, a la verde y poco recomendable jungla del río Jordán. Todo era nuevo para quien esto escribe; tanto el paisaje como las intenciones del predicador. Ni siquiera sabía por qué estaba allí, tras sus pasos. Él me reclamó bajo el árbol de «la cabellera» («¡Vamos! —ordenó—. Te mostraré mi secreto»), y yo, hipnotizado, me fui tras él. ¿Qué secreto? ¿De qué hablaba? ¿Por qué Jaiá, la anciana esposa de Abá Saúl, había tratado de retenerme en la aldea de Salem? ¿Por qué habló de «peligro»? Dijo haber tenido un sueño, e imploró para que no retornara junto al Anunciador.

Era mi Destino. Ahora lo sé. Mi «Tikkún»…

Ni siquiera se volvió. Supongo que dio por hecho que lo seguía. Era evidente que conocía el camino. Observé nuevamente el cielo. El sol, en el cenit, empezó a desaparecer a intervalos, borrado sin el menor respeto por un denso e interminable frente nuboso. Fue como un presagio…

«¡No vayas!… ¡Tuve un sueño!… ¡Hijo, no vayas!».

Y ahora me pregunto: ¿hubiera sucedido lo que sucedió de haber permanecido en Salem o en los lagos de Enaván? Sospecho que sí. Tarde o temprano tenía que llegar…

Los «cb» (cumulonimbos) se presentaron prácticamente de improviso. Era lógico. Nos hallábamos en el inicio de la época de lluvias. Casi lo había olvidado. Y al examinar los altos y negros nubarrones procedentes del Mediterráneo, la veloz masa nubosa terminó situándome de nuevo en la realidad. No tardaría en llover. Fue entonces cuando empecé a percatarme de lo precario de mi situación. Caminaba hacia la selva jordánica, sin saber por qué ni por cuánto tiempo. ¿Me hallaba a las puertas de una de las acostumbradas ausencias de Yehohanan? ¿Qué pretendía? Con las prisas, aunque logré regresar a la aldea y recuperar la «vara de Moisés», no tuve la precaución de hacerme con el saco de viaje. ¿Quién podía imaginar que, horas después, terminaría alejándome del grupo y en la nada agradable compañía de aquel perturbado…? Pensé en los antioxidantes. Las tabletas de dimetilglicina eran esenciales para combatir el exceso de óxido nitroso en el cerebro. Cualquier descuido, en este sentido, era peligroso[1].

Quizá exageraba. Quizá había empezado a dejar volar la imaginación, como siempre. Quizá Yehohanan sólo pretendía mostrarme algo. Después regresaría a Salem, a la casa del sabio Saúl. Quizá…

La distancia de Enaván al filo de la jungla era, poco más o menos, de dos kilómetros. Al llegar al enredado boscaje, sin dudarlo, el Anunciador evitó la pared de espinos y árboles y prosiguió hacia el sur, en paralelo a la bóveda vegetal que prosperaba a expensas del río Jordán. Respiré con cierto alivio. Aquella jungla, siempre en penumbra, aparentemente cerrada e impracticable, de la que procedían toda suerte de sonidos, no era de mi agrado.

Yehohanan continuó la marcha por el tímido senderillo, ahora entre tierra de pastos. Instintivamente tomé referencias. Por nuestra derecha, en la distancia, corría el camino principal, el que habíamos recorrido en nuestro peregrinaje hacia Damiya. Parecía claro que el predicador trataba de evitar cualquier contacto con sus semejantes. ¿Semejantes? Yehohanan, a decir verdad, era un ejemplar único. Los dos metros de altura, la larga cabellera rubia, ahora oscilante, y la estrambótica vestimenta —un ancho cinto de cuero negro y un saq o taparrabo de piel de gacela— hacían de él un individuo muy poco común. Y me pregunté por enésima vez: ¿qué hacía yo tras los pasos de aquel hombre?

De pronto se detuvo. Depositó la colmena sobre el terreno y, girando el cuerpo hacia quien esto escribe, llevó el dedo índice izquierdo a los labios, solicitando silencio. Miré a mi alrededor, intrigado. No acerté a distinguir persona o animal. Nos hallábamos solos, en un terreno abierto. Una súbita ráfaga de viento golpeó el talith de pelo humano que lo cubría y poco faltó para que el «chal» se precipitara sobre el pasto. Y la lluvia hizo acto de presencia, en un primer momento moderada. El cielo, negro, estaba avisando…

Permanecí quieto y pendiente de los movimientos del gigante. Al cabo de un minuto largo se hizo de nuevo con el barril de colores y arrancó, a la carrera, al tiempo que sujetaba el manto con la mano derecha. No entendía nada. Tentado estuve de olvidarlo y dar media vuelta. No supe prestar atención al instinto…

Y bajo la lluvia, supongo que movido por la curiosidad, me fui tras él e intenté no perderlo de vista.

Al poco, por nuestra derecha, cerca de la senda que atravesaba el valle, rumbo a Jerusalén, apareció el descuidado edificio de barro y hojas de palma que servía de aduana y en el que vimos morir a los tres jóvenes zelotas. El aguacero lo mantenía solitario. No acerté a distinguir a los publicanos y tampoco al grupo de soldados que custodiaba el lugar. Un perro, en alguna parte, ladraba sin tregua. Detuve la carrera. Lo lógico es que los funcionarios y la patrulla se hallaran en el interior. Aunque el puesto fronterizo, que delimitaba los territorios de la Decápolis y la Perea, se levantaba a más de un centenar de metros del senderillo por el que corríamos, entendí que no debía arriesgar. El cruce, a toda velocidad, por delante de los suspicaces gabbai o recaudadores de impuestos, y de los no menos desconfiados kittim, expertos en el manejo de las afiladas jabalinas, era, cuando menos, una actitud arriesgada. No tentaría al Destino…

Yehohanan no pensó lo mismo y se alejó, veloz, entre una cortina de agua, cada vez más obstinada. Pensé en su reciente gesto, solicitando silencio. ¿Pudo tener relación con la proximidad de los odiados funcionarios al servicio de Roma y de la no menos despreciada línea de caballería romana? El Anunciador —así lo demostraba en cada una de sus prédicas— no sentía la menor devoción por aquellos representantes de la «nueva Sodoma», según sus propias palabras. Dudé. Cuando Yehohanan llevó el dedo a los labios, la aduana ni siquiera era visible. Pero, entonces, ¿a qué obedecía la orden de silencio? No tardaría en averiguarlo…

Afortunadamente, dejé atrás el edificio y reemprendí la carrera, inquieto ante la posibilidad de que el Anunciador desapareciera. El aguacero amainó.

Y de pronto lo vi. Se había detenido. Parecía esperarme (?). En realidad, nunca lo supe. Se hallaba en mitad de un puente de piedra que brincaba sobre el Jordán. Observaba las terrosas y rápidas aguas, con las enormes manos apoyadas sobre el parapeto. La colmena ambulante permanecía a su lado, junto a los interminables y embarrados pies desnudos.

Traté de pensar, al tiempo que recuperaba el aliento.

¿Por qué miraba el río con tanta atención?

El «manto» de cabello humano había sido retirado y guardado en el zurrón blanco que colgaba en bandolera.

Me aproximé despacio y en guardia. Las reacciones de aquel hombre eran imprevisibles.

No se movió, aunque estoy seguro de que sintió mi proximidad. Y durante varios minutos permaneció en la misma postura, inmutable, con la lluvia resbalando por la correosa y quemada piel. En el cauce del Jordán no había nada que pudiera requerir su atención. Yo, al menos, no alcancé a distinguirlo. Las aguas, con las primeras lluvias, arrastraban maleza y sedimentos, que chocaban y se atascaban entre las pilastras. Todo era silencio; un silencio discretamente interrumpido por el rumor de la corriente, por el suave choque de la lluvia contra el barril de Yehohanan y las ropas y por los lejanos truenos, amortiguados por la distancia.

Entonces, ante mi desconcierto, repitió el gesto.

Giró hacia quien esto escribe y volvió a llevar el dedo índice izquierdo a los gruesos labios.

—¡Escucha! —susurró con aquella voz rota—. ¡Escucha atentamente, «Ésrin»!

Y, como un idiota, presté atención a cuanto me rodeaba. Yo no había oído nada extraño y, por supuesto, fui incapaz de distinguir lo que sugería el hombre de la «mariposa» en el rostro. Sus ojos, endiablados, me atravesaron, esperando una respuesta. Terminé desviando la mirada, incómodo ante las «pupilas» rojas y el persistente nistagmo o movimiento vertical del ojo. Lo he dicho en otras oportunidades: aquel rostro y, sobre todo, aquella mirada no eran fáciles. No era de extrañar que la gente se sintiera atemorizada.

Supongo que esperó una confirmación. Pero «Ésrin» o «Veinte», como me llamaba, no acertó a despegar los labios. No le importó. No insistió. Creo que, incluso, me ignoró. Tomó de nuevo la colmena de colores y caminó hacia el final del puente, ahora sin prisa.

Era la segunda vez que me desconcertaba en aquel enigmático caminar hacia no sabía dónde. Y al principio —como un perfecto estúpido— no comprendí…

El Destino, sin embargo, sabía lo que hacía.

Allí arrancaba un enorme bosque de nogales, apenas perturbado por algunas familias de tamariscos que crecían al abrigo de los altos y estriados troncos, la mayoría de veinte y treinta metros de altura. Era un bosque centenario que se derramaba hacia el este, alimentado por la humedad de otro de los afluentes del padre Jordán. Las copas, casi esféricas, habían tejido una «techumbre» densa y bien organizada, que alivió nuestro caminar bajo la lluvia. Nada más pisar el egoz, como llamaban al lugar, fuimos recibidos por un intenso perfume y por un crujido que, en un primer momento, me sorprendieron. La fragancia caía literalmente de las grandes hojas verdes y blancas de los egoz o nogales, merced a un principio volátil, ahora precipitado por el aguacero. A partir de ese momento, aquél fue el bosque del «perfume» para quien esto escribe. En cuanto a los chasquidos bajo los pies, la explicación procedía también de los majestuosos nogales persas, una de las cuarenta especies diseminadas en aquel tiempo por el valle del Jordán. Desde el final del verano, las drupas, a miles, habían ido madurando y precipitándose sobre el terreno. Poco a poco, favorecida por la humedad, la cáscara verde de las referidas drupas se fue secando y liberando las apreciadas y nutritivas nueces. ¡Caminábamos sobre una alfombra de escurridizas nueces!

El bosque del «perfume» se hallaba igualmente solitario. Yehohanan prosiguió decidido. Y el terreno empezó a inclinarse con suavidad. Si mis cálculos no estaban equivocados, en esos momentos habíamos recorrido poco más de seis kilómetros, tomando los lagos de Enaván como punto de partida. Fue entonces cuando estuve seguro: el Anunciador no regresaría junto a sus discípulos, al menos en esa jornada. Y el recuerdo de los antioxidantes tocó en mi hombro, inquietándome.

Tenía que regresar lo antes posible…

Estaba decidido. Así lo pensé mientras oía el rítmico crujir y entrechocar de las «bellotas de Júpiter», como llamaban también a las nueces.

Efectivamente, regresaría, pero no como imaginaba…

Entonces lo vi detenerse. Y al llegar a su altura quedé maravillado. Yehohanan sabía elegir los parajes a los que se retiraba.

A cosa de mil doscientos metros del puente de piedra que acabábamos de cruzar, el bosque de nogales quedaba abruptamente interrumpido por una garganta profunda y angosta. Por el fondo, nervioso, desfilaba un aprendiz de río, de poco más de ocho o diez metros de anchura. Era otro de los tributarios del Jordán, en este caso, como digo, con un cauce tan menguado como transparente. A nuestros pies, el terreno se precipitaba casi verticalmente, formando una pared de unos 20 o 30 metros. Los derrumbes habían dejado al descubierto los estratos blancos y amarillos de la marga, la caliza, la arcilla y los cantos rodados. Muchos de ellos terminaron rodando hasta el afluente, entorpeciendo el fluir de las aguas. La corriente, sin embargo, supo excavar estas enormes piedras, añadiendo espuma y susurros al bello lugar. Frente por frente se presentaba otro acantilado, prácticamente gemelo e igualmente colonizado por audaces y ramificados tamariscos de flores rosas y cenicientas que colgaban libres en el vacío, reclamando a miles de insectos polinizadores. El resto de las escarpadas paredes —merced a las benignas temperaturas de la cuenca— aparecía cubierto por anárquicos corros de rojos y amarillos, resultado de la floración de otros tantos arbustos, generalmente terebintos de ramas resinosas y narcisos largos y estilizados, respectivamente. Estos últimos, siempre solitarios, proporcionaban al cañón una fragancia delicadísima, que iba y venía, según la brisa o la lluvia. Al pie de este acantilado, entre derrumbes, se distinguían dos cuevas. Una, casi al nivel del agua, presentaba una boca alargada y no muy alta. La otra, con una entrada más reducida, se asomaba al río a cuatro o cinco metros por encima de la primera.

En esos momentos no supe dónde me encontraba. Sospechaba que muy cerca del límite con la Perea, el territorio de Herodes Antipas, pero eso era todo.

El Anunciador, entonces, sin mirarme, exclamó:

—¡Descálzate!… ¡Estamos en lugar sagrado!

No hubo más explicaciones.

¿Lugar sagrado?

Yehohanan no permitió que preguntara. Antes de que este sorprendido explorador pudiera abrir la boca, el de las siete trenzas se lanzó por una estrechísima, casi invisible, vereda que hacía asombrosos equilibrios entre los espolones del acantilado. Aquello era un suicidio. La lluvia, algo más contenida, había convertido la pared en un peligroso barrizal. A cada paso, la arcilla, los guijarros y la arena rojiza se movían, desestabilizando al que intentara el descenso por el precipicio. El Anunciador, sin embargo, continuó bajando, ajeno al riesgo.

¿Qué podía hacer?

Tampoco lo pensé demasiado.

Desaté las cuerdas que sujetaban las sandalias «electrónicas»[2] y me descalcé. Después, tras colgarlas del cuello, clavé la vara en el camino de cabras y tanteé. El terreno resistió. Y, maldiciendo mi aparentemente escasa fortuna, traté de seguir los pasos de aquel loco. Y digo bien: traté…

Las caídas, como suponía, llegaron de inmediato. Y, peor que mal, acerté a descender unos metros. Los arbustos fueron mi salvación, momentáneamente.

El Bautista —nunca lo entendí—, brincando como una cabra montés, se hallaba ya a media pendiente.

Y en uno de los tramos, embarrado hasta los ojos, sucedió lo inevitable. Calculé mal la distancia hasta el siguiente corro de salvadores terebintos y los pies resbalaron en el lodo. Luché por aferrarme a la tierra mojada y a las piedras. Empeño inútil. Y me vi arrastrado al vacío…

El cayado escapó de mi mano.

No lancé un solo grito. El miedo anudó mi garganta y detuvo el corazón.

Recibí uno, dos o tres impactos. Y parte de las piedras me acompañó en aquel viaje hacia la muerte. Eso creí.

Y un único pensamiento cruzó veloz: ella…

Después, en otro de los encontronazos con la ladera, llegó la oscuridad.

Después, frío y nada.

Perdí el conocimiento. Me precipité contra las aguas. Eso, seguramente, me salvó. Eso y Yehohanan, que me rescató del cauce. Curioso Destino. ¿Era esto lo que insinuó Jaiá?

Cuando abrí los ojos me hallaba en el interior de una cueva. Estaba solo.

Traté de incorporarme. Mi cabeza parecía a punto de estallar. Sentí escalofríos. Y permanecí inmóvil durante un tiempo. Quise recomponer esos últimos momentos, en el acantilado, y lo logré a medias. Podía considerarme afortunado, a pesar de todo. Los sucesivos golpes en la pendiente y la reunión final con el agua pudieron ser mortales, a pesar de la protección de la «piel de serpiente». Sí, el buen Dios tuvo piedad de quien esto escribe, una vez más.

Finalmente, casi a rastras, me asomé al río. Oscurecía. La lluvia había cesado. ¿Cuánto tiempo permanecí inconsciente? ¿Seguíamos en aquel nefasto domingo, 4 de noviembre? Supuse que sí, a la vista de lo que tenía enfrente. Al otro lado del cauce, entre los arbustos que crecían en la ribera por la que me había precipitado, distinguí al Anunciador. Trataba de recuperar la «vara de Moisés». El cayado aparecía retenido entre una masa de providenciales tamariscos. Se hizo con él y lo examinó con curiosidad. Tuve un mal presentimiento. No podía dejarlo en manos de aquel trastornado…

Me alcé y entré en el agua, al encuentro de Yehohanan. No pude dar ni tres pasos. Algo me fulminó y perdí las fuerzas, precipitándome de nuevo en el arroyo. Esta vez no perdí el sentido. Fui consciente de todo, pero no lograba moverme. La mente y la voluntad fueron amordazadas, y mis cuatrocientos músculos, sencillamente, «desconectados». Me di cuenta de lo comprometido de la situación. Flotaba boca abajo. No tardaría en morir…

Y oí la voz de Jaiá:

«¡No vayas!… ¡He tenido un sueño!».

Pero el Destino alivió mi angustia.

Yehohanan me rescató por segunda vez. Cargó con aquel maltrecho explorador y me trasladó a la gruta en la que había despertado.

Segundos después todo volvió a la normalidad. El aparato locomotor obedeció y la mente, perpleja, peleó por esclarecer lo ocurrido. La intuición llegó en primer lugar. Algo había fallado en el sistema nervioso central. Pero, asustado, lo rechacé. No quise admitir lo que parecía claro. Estaba solo y lejos de la nave… Después intervino la razón y me refugié en un dudoso diagnóstico: «trastorno pasajero, consecuencia del fuerte golpe en la cabeza durante la caída». Yo conocía la verdad, la triste realidad, pero me negué a aceptarla; no allí, sin casi posibilidad de escape…

Yehohanan permaneció un tiempo en la boca de la cueva. Siguió acariciando el cayado. De vez en cuando me observaba. Después caminó hacia quien esto escribe y, tras depositar la vara junto a mis pies descalzos, comentó sin disimular su satisfacción:

—No me equivoqué al elegirte… El Santo, bendito sea su nombre, también está contigo… Él te ha salvado, como a Elías…

Entendí a medias. Y el Anunciador concluyó:

—Ha llegado el momento… Te mostraré lo que nadie ha visto… Te haré partícipe de mi secreto…

Quise manifestarle mi agradecimiento por la doble ayuda en el río, pero las palabras quedaron sofocadas por una repentina e incontenible somnolencia. Tampoco logré explicarlo. Rara vez había experimentado un deseo tan apremiante por dormir. Y entre sombras, peleando por no cerrar los párpados, lo vi alejarse hacia la claridad. Sólo recuerdo que no cargaba la habitual colmena…

Y quedé profundamente dormido. Quizá fue lo mejor.