DEL 17 AL 30 DE DICIEMBRE
También fue un «milagro». Cuando lo recuerdo me lleno de asombro…
La «vara de Moisés» flotaba en el arroyo del Firán, y yo fui incapaz de atraparla. «Tiempo corto» lo hizo. Él conocía el extraño «afecto» que profesaba a aquella vara y, al verla en el torrente, se apresuró a rescatarla. De no haber sido por el perspicaz felah, quien esto escribe habría perdido también el valioso instrumental, que tantos servicios prestó a la operación y, por supuesto, a mí mismo. La acaricié y repasé, y me propuse tener más cuidado. No podía prescindir de ella; no en esos momentos…
Y el Destino, estoy seguro, escuchó mis pensamientos. Después, como siempre, actuó según su criterio. Pero no adelantemos los acontecimientos. Es preciso ir paso a paso.
Aquel lunes, 17 de diciembre, fue otro día de sorpresas…
Las fuerzas y el ánimo continuaron restableciéndose, pero Jaiá no permitió que caminara en solitario. Manifesté la intención de visitar la aldea, y también los lagos de Enaván. Y así fue. La bondadosa anciana me llevó a la casa de «Tiempo corto» y después nos alejamos hacia la doble cascada. El providencial campesino se encontraba en el bosque del «perfume». Quizá lo viera al anochecer. Su familia no me reconoció. Fue Jaiá quien aclaró mi identidad. ¿Cómo era posible?, se preguntaban. Hacía unas horas, yo era Ésrin, un hombre envejecido… Ahora parecía el abuelo de Ésrin…
El incidente me dejó pensativo.
¿Cómo reaccionaría Jesús de Nazaret? ¿Cómo lo haría Eliseo? En cuanto a Ma’ch…
El mundo volvió a tambalearse. Y resucitó la temida duda: ¿era el momento de regresar a nuestro «ahora»?
La vista del árbol de la «cabellera» alejó, momentáneamente, los fantasmas.
En Enaván, todo, o casi todo, seguía igual.
Yehohanan se hallaba ausente. Había desaparecido días antes. Lo vieron alejarse hacia la jungla jordánica, con la colmena ambulante en la mano izquierda y el talith sobre la cabeza. Supuse que se encontraba en su «refugio», en la agreste garganta del Firán.
Abner tampoco me reconoció.
Estaba al corriente de lo que le había sucedido a Ésrin e, incluso, lo visitó con regularidad a lo largo de las cinco semanas en las que vivió «ausente».
Me presenté y el pequeño-gran hombre me observó con incredulidad. Jaiá intervino de nuevo y se repitió la escena que acababa de vivir en la casa de «Tiempo corto».
Finalmente, el segundo en el grupo terminó por abrazarme y exclamó:
—¡Ésrin!… ¿Qué ha sucedido?…
Guardé silencio. Tampoco podía explicarle. Pero él tenía su propia interpretación…
—… ¿Qué te ha mostrado el maestro para que tus cabellos se hayan vuelto blancos? ¿Cuál es su secreto?
Abner recordaba muy bien las últimas palabras del Anunciador en la mañana del domingo, 4 de noviembre, cuando me ordenó que lo siguiera:
—¡Vamos!… Te mostraré mi secreto.
Y Abner y el resto de los discípulos comentaron:
—Veinte es afortunado. Va a donde nadie ha ido…
—Lo siento —repliqué, sin saber qué decir—. No puedo…
Creyó entender. Él también era fiel a su ídolo, hasta la muerte. Éramos hermanos. Éramos los elegidos. Comprendía mi silencio.
Estaba claro que Yehohanan no había contado nada de lo ocurrido en el Firán. En parte, me alegré.
Como decía, en el círculo de piedras, bajo el árbol de la «cabellera», casi todo continuaba igual. El número de los acampados era menor. Sumé un centenar largo. Cuando Yehohanan hacía acto de presencia regresaban las viejas y conocidas escenas: toques de sofar, prédicas apocalípticas, inmersiones en los te’omin o cascadas gemelas y las pretendidas sanaciones.
Sólo hubo un cambio…
Abner me puso al corriente.
El grupo de discípulos había alcanzado el número soñado por el Anunciador: ¡ya eran (éramos) treinta y seis! ¡Los treinta y seis justos!
Y el hombrecito de la dentadura calamitosa reunió a su gente y se dispuso a presentar a los «nuevos».
Necesitó un tiempo para entender el porqué de los murmullos. Yo no era el de siempre. Ahora era un desconocido.
Y Abner, inteligentemente, ahorró explicaciones que, además, no tenía. Se limitó a presentarme como Jasón, uno de los «heraldos y hombre de confianza del vidente». El pelo blanco los impresionó.
Entonces, al oír el primer nombre, caí en la cuenta. Era uno de los «nuevos». Y me pregunté: ¿cómo se las ingenió para ingresar en el círculo de los íntimos del Anunciador?
También él me observó y percibí cierta confusión en su rostro. Era lógico. Me conocía, pero con otro aspecto…
Me fui hacia él y abrí los brazos, sonriéndole.
—¿No me recuerdas? —pregunté, al tiempo que buscaba en los profundos ojos negros—. Soy Jasón, el griego. Compartimos el camino por el valle, hasta Damiya…
Me recorrió de arriba abajo y, estupefacto, exclamó:
—¡Jasón, de Tesalónica!
—¡Belša!
—Pero no entiendo…
Nos abrazamos.
Se trataba, efectivamente, del enigmático y corpulento persa del «sol» en la frente. La última vez que lo vi se hallaba convaleciente, junto a su amigo, el nabateo llamado Nakebos, al-qa’id o alcaide de la cárcel del cobre, y hombre de confianza, al parecer, de Herodes Antipas, el tetrarca de la Galilea y de la Perea. Se había recuperado de la intoxicación provocada por el niloticus, la cría de cocodrilo que le regalaron en las «once lagunas», cuando descendíamos por la senda del Jordán, y que también puso en grave peligro la vida de mi compañero, Eliseo.
—No comprendo —insistió—, ¿qué te ha sucedido? Hace unos días…
Le hice ver que no era el momento. Ya hablaríamos.
Yo tampoco pregunté. Lo cierto es que logró sus propósitos: conoció al Anunciador y, supuse, averiguó si el gigante de las siete trenzas era seguidor del dios Mitra[78].
Recordaba bien su pasión por el mitracismo. Él era un miles o «guerrero», uno de los estadios de iniciación de esta religión oriental. Y quedé confuso. Algo no encajaba. Yehohanan no tenía nada que ver con Mitra. Entonces, ¿por qué Belša había solicitado el ingreso en el grupo?
A no ser que tuviera otras intenciones…
La siguiente sorpresa se produjo cuando Abner pronunció los nombres de dos hermanos. Eran, prácticamente, unos recién llegados. Se incorporaron en ese mes de kisléu (diciembre), cuando este explorador trataba de sobrevivir en la casa de Abá Saúl.
Los contemplé, maravillado.
Era difícil acostumbrarse…
Ellos acababan de conocer al «anciano Jasón». La amistad con el «joven Jasón» no se iniciaría hasta el año 30.
Obviamente, no sabían quién era aquel griego, tan familiarmente acogido por Abner.
Entonces, si estaban allí, si formaban parte de los «treinta y seis justos», eso significaba que, en primer lugar, fueron discípulos de Yehohanan.
Los evangelistas y la tradición tampoco lo mencionan…
Eran Andrés y Pedro, los pescadores del yam o mar de Tiberíades, que posteriormente se convertirían en apóstoles del Maestro.
Me costó aceptarlo, pero así era…
Aunque nacidos en Nahum, ambos residían en la vecina aldea de Saidan. Trabajaban en el lago, en lo que fuera menester. A veces en la pesca, en ocasiones como cargadores, y también en los astilleros. Conocían sobradamente a los Zebedeo. El padre de Andrés y de Pedro (en esos momentos, su nombre era Simón) había sido socio del viejo Zebedeo, al igual que José, el padre terrenal del Galileo.
Andrés permanecía soltero. Vivía con sus hermanas. Simón estaba casado. Tenía tres hijos.
No percibí muchos cambios en sus respectivos aspectos físicos.
Andrés sumaba treinta y dos o treinta y tres años. Era relativamente mayor, para aquel tiempo, en el que la expectativa media de vida, en los varones, difícilmente superaba los cuarenta y cinco años. Jesús era más joven. En agosto, como se recordará, había hecho treinta y uno.
Su estatura era similar a la de su hermano (alrededor de 1,60 metros). Y, al igual que en el año 30, se presentaba tímido y reservado. Siempre lo conocí como un hombre serio y distante. Parecía permanentemente preocupado.
A diferencia de Simón, su lámina era impecable, tanto en el afeitado como en los cabellos, limpios y brillantes, y en la túnica o en el manto. Casi siempre aparecía armado, con un gladius en la faja, o colgado del ceñidor.
Su hermano, más grueso que en el año 30, era algo más joven. La primera vez que lo vi[79] me equivoqué, y estimé que Simón era uno de los discípulos de más edad. Entonces consideré que podía rondar los cuarenta. No era así. En ese año 25, el que llegaría a ser líder de los seguidores de Jesús de Nazaret, rondaba los treinta años. La calvicie, más que notable, y el rostro, acribillado por las arrugas, no le favorecían. La barba, cana y descuidada, contribuía también a la confusión.
Me miró y capté un chispazo de simpatía. Le caí bien desde el principio. Quizá fue la presentación de Abner, más que elogiosa, o quizá el hecho de que supe sostener su mirada. Los ojos claros del entonces discípulo del Anunciador eran los mismos, espontáneos y amigos para el amigo. También iba armado, con una de aquellas temibles espadas de doble filo, el gladius hispanicus, habitualmente utilizado por el ejército romano. La ocultaba entre las ropas, en una funda de madera.
Conversamos animadamente durante buena parte de la mañana. Todos deseaban saber cómo y dónde me había ganado la confianza del vidente. Me desvié, como pude, y hablé de las «excelencias del predicador», alabando su religiosidad y su celo por Yavé. No mentí y, además, me gané la aprobación general. Belša fue el primero en asentir, y lo hizo con entusiasmo. Demasiado fervor, desde mi modesto punto de vista…
Judas, el Iscariote, sentado junto a Belša, casi no se pronunció. Se limitó a observarme. Por lo que pude apreciar en aquellos días, ambos congeniaron. Se los veía juntos. Conversaban y se mezclaban con los acampados.
El instinto avisó…
Andrés y Simón iban y venían. Trabajaban durante un tiempo en el yam y regresaban junto al Anunciador. Eso hacía la mayor parte del grupo.
Los hermanos pescadores de Saidan, al menos en aquellas fechas, eran unos honestos buscadores de la verdad. Mejor dicho, honestos buscadores de «su» verdad. Jamás mintieron o disimularon, en ese sentido. Ellos, como tantos, deseaban la llegada del «reino» o los «días del Mesías», como llamaban a la inminente hegemonía de Israel sobre el resto del mundo. Andrés y Simón, especialmente este último, eran unos convencidos de lo cercano de la nueva era. En breve, Yavé se compadecería del pueblo elegido y enviaría al Ungido, el Mesías libertador, del que ya he hablado en otras páginas de estas memorias. Ésta era la realidad desnuda. Andrés y su hermano defendían un «reino» físico y material, sin invasores, sin cadenas ni impuestos, con un rey descendiente de la casa de David, que llevaría a la nación judía al lugar que le correspondía: a lo más alto.
Esto fue lo que los encandiló al oír a Yehohanan. «El hacha estaba ya en la base del árbol». Todo se precipitaba. Convenía ser valientes y pronunciarse. Y eso fue lo que hicieron. Ingresaron en el grupo de los «justos», seguros de que el «reino de Dios» estaba a la vuelta de la esquina. No me cansaré de insistir: ese «reino», durante mucho tiempo, no fue el que imaginan los cristianos del siglo XX. Andrés y Simón, como la mayoría de los apóstoles, equivocaron los conceptos del Hijo del Hombre. Pero conviene ir paso a paso en la narración de esta historia. Sólo así estaremos en condición de comprender los hechos que sucedieron meses más tarde.
Andrés, quizá por su carácter reflexivo, era más escéptico que Simón. Creía en el Libertador político, religioso y social, pero menos…
La última sorpresa de aquella jornada llegó con la caída del sol.
El Destino, una vez más…
Abá Saúl y quien esto escribe nos hallábamos a la puerta de la casa. Conversábamos y aguardábamos el retorno de «Tiempo corto» y del resto de los felah del bosque del «perfume».
Primero oímos la agitación de unos caballos. No era muy habitual en la pequeña aldea. Los seguidores del Anunciador no entraban en Salem, generalmente. La senda que discurría paralela al río Jordán cruzaba parte de los lagos de Enaván. La localización del vidente, o de su grupo, era sencilla. Esta circunstancia, como dije, permitió que el villorrio continuara disfrutando del silencio y de una benéfica paz.
Entonces se dejó sentir una voz. Después percibimos el chasquido de un látigo y el inconfundible arranque de un carro sobre el «pavimento» de conchas marinas que alfombraba las calles y callejuelas de Salem. Y los gritos del sais, apremiando a las caballerías, se fueron distanciando.
Saúl y yo nos miramos. Y noté una sombra de tristeza en el anciano. Él lo supo mucho antes que yo…
Alguien había descendido de ese carro. Y rememoré mi entrada en la aldea. Yo también alquilé los servicios de uno de aquellos sais, o conductores de carros, y así viajé desde la base de aprovisionamiento de los «trece hermanos», al sur del yam. Eso fue el 27 de octubre.
¡Dios mío! Habían transcurrido cincuenta días…
Y al fondo de la aldea surgieron dos siluetas. Una de ellas cargaba un saco de viaje. Se detuvieron frente a una de las casas y cambiaron unas palabras con los moradores. Éstos señalaron hacia nosotros.
El corazón se agitó…
Abá Saúl, comprendiendo, se puso en pie.
Eran dos hombres. Siguieron aproximándose.
Entonces, al reconocerlos, me sobresalté. ¿Cómo llegaron hasta Salem? ¿Por qué?
Las preguntas, en efecto, eran una estupidez…
Permanecí sentado y más que confuso. Experimenté una muy extraña sensación. ¿Alegría? Menos de lo que imaginaba. Fue una singular mezcla de melancolía e indiferencia. Nunca pensé que algo así pudiera suceder…
Al llegar a nuestra altura se detuvieron. Y antes de preguntar nos repasaron atentamente.
¡No me reconocieron!
Eliseo se dirigió al anciano Saúl y preguntó por mí. Kesil, a su lado, dejó el petate sobre las conchas.
¡Eran mi compañero y el fiel servidor!
Abá Saúl corroboró las noticias del ingeniero. Allí, efectivamente, vivía Jasón, el griego. Y el viejo Saúl, delicado e intuitivo, entendiendo que Eliseo y el siervo no me habían identificado, trató de ganar tiempo. Se inclinó y, hospitalario, los invitó a entrar. Y así lo hicieron.
Yo no tuve valor para seguirlos.
Saúl, al pasar, me miró intensamente. Y recibí un soplo de esperanza. Alzó la mano izquierda y solicitó calma.
¡Dios lo bendiga!
Hablaron. Los escuché desde la puerta. Eliseo se presentó como mi amigo y compañero de viaje. Abá Saúl y Jaiá hicieron algunas preguntas. Eliseo explicó que estaba preocupado. Hacía casi veinte días que Jasón debería haber vuelto a Nahum. Eso fue lo pactado en el Ravid, en aquel tenso sábado, 27 de octubre, cuando mi compañero confesó que estaba enamorado de Ruth, la pelirroja, hermana menor del Maestro.
—Él está interesado en el mensaje de Yehohanan —improvisó Eliseo—, y sabemos que llegó hasta aquí… La gente del Anunciador lo ha confirmado y han señalado tu casa como el lugar de residencia de Jasón…
Eliseo, alarmado por el paso de los días y la falta de noticias de este explorador, optó por seguir mi rastro, inquieto por mi integridad física. Jamás habíamos permanecido tanto tiempo sin saber el uno del otro. Lo lógico es que hubiera agradecido el gesto, pero no lo hice. Nunca lo hice…
La localización de Yehohanan fue sencilla. Eliseo y Kesil alquilaron un carro en los «trece hermanos» y no tardaron en ubicar el árbol de la «cabellera», en Enaván. Desde allí, como ha sido dicho, el sais los trasladó a Salem.
Y el ingeniero planteó la pregunta clave:
—¿Dónde se encuentra?
Sólo oí el silencio. Ni Jaiá ni Saúl respondieron. E imaginé la sorpresa y la inquietud en los rostros de mis amigos.
El ingeniero, desconcertado por el silencio de los anfitriones, insistió, nervioso:
—¿Qué sucede? ¿No está aquí?
Abá Saúl replicó con un susurro:
—Sí, pero…
Segundo silencio.
Oí el llanto de Jaiá. Estuve a punto de ponerme en pie y terminar con la angustiosa situación. No tuve opción. Al instante, el viejo Saúl salió de la casa. Eliseo y Kesil lo siguieron. Y Abá Saúl fue a situarse frente a quien esto escribe. Entonces, señalándome, exclamó:
—Está, pero no sé si es el que tú buscas…
El ingeniero me recorrió con la mirada. Lo vi palidecer. Dio un paso atrás y trató de decir algo. No lo consiguió.
Kesil, el fiel «Orión», se arrodilló frente a este explorador y me observó, incrédulo. Le sonreí y nos abrazamos. Kesil repetía una y otra vez:
—¿Por qué?…
El sabio Saúl acertó. Era yo, pero no era el Jasón que había conocido Eliseo. Además del cabello blanco, aquel «anciano Jasón» presentaba otros sentimientos…
Seis días después, el domingo, 23 de diciembre, me despedía del matrimonio y partíamos hacia el norte, rumbo a Nahum.
Esta vez, las palabras de Jaiá fueron diferentes:
—¡Volverás!… ¡Lo sé!
Hablamos poco en aquellos días, en Salem. Eliseo se limitaba a observarme. Sabía muy bien que el «encanecimiento súbito» era una de las consecuencias del mal que nos había invadido. Con seguridad, no la más grave…
Y sabía igualmente que ese mal desconocido, que devoraba literalmente las redes neuronales, se alojaba también en su cabeza. Mañana podía ser él…
Es curioso. Eliseo fue la única persona en la que pude refugiarme, y, en cierto modo, aliviar mi suplicio, y, sin embargo, elegí el distanciamiento. Fue extraño. Algo se había roto en el Ravid, con la confesión del ingeniero. Ella tenía más fuerza de lo que imaginaba.
Tal y como tenía previsto, planteé la situación con toda crudeza. Hicimos un aparte. Caminamos en solitario hacia el «lugar del príncipe» y allí, en la colina, le narré lo justo y necesario, pasando por alto mis tribulaciones en el Firán. Tampoco me extendí en los desequilibrios del Anunciador. No era el momento, ni la cuestión. El problema éramos nosotros. ¿Debíamos continuar con la operación o abortarla al llegar al Ravid? Expuse mi criterio, frío, casi despiadado, militar y científicamente impecable. La situación era muy grave. La «resaca psíquica» podía presentarse en cualquier instante, tanto en él como en mí e, incluso, simultáneamente. El seguimiento de Jesús de Nazaret, en esas circunstancias, era un suicidio. La operación fracasaría, tarde o temprano. Si retornábamos ahora, una parte de la verdad quedaría a salvo. Si proseguíamos, quién sabe…
Evité el asunto de Ruth. Estaba claro que, a la vista de los acontecimientos, había quedado en segundo plano. Aun suponiendo que decidiéramos seguir, ¿qué jovencita podría enamorarse de un «anciano»?
Eliseo no replicó. Sabía que hablaba con razón. Era el sentido común quien se sentaba con nosotros, junto a las ruinas del palacio de Melquisedec.
Y el silencio fue el cuarto visitante.
No hablamos durante largo rato. ¿Para qué? Todo estaba dicho.
Eliseo también había envejecido, pero no tanto. Sus pensamientos, con seguridad, se hallaban en la «casa de las flores», con ella. Los míos buscaron primero al Hijo del Hombre. ¡Cómo lo añoraba! Sí, ésa era la expresión exacta: tristeza. ¡Tenía que alcanzarlo! ¡Quería verlo, aunque sólo fuera por última vez! Eso haría…
Después pensé en ella, en Ma’ch. ¿Y por qué no mirarlo por el lado positivo? Fue, y es, lo más bello que me ha sucedido. También le diría adiós…
Y ocurrió.
Nos negamos a aceptar la realidad. Volvimos a engañarnos a nosotros mismos. El ingeniero lo resumió, tan impecable como yo:
—Sí, estoy de acuerdo, pero dejémoslo en las manos del Destino. Primero, si te parece, «volvamos a casa», y chequeemos la situación. Conviene estar seguros…
Impecable e hipócrita…
«Volver a casa» era una frase clave, adoptada entre Eliseo y yo, y con la que insinuábamos la necesidad de ascender al peñasco en el que descansaba el módulo, el Ravid. Fue una costumbre, sobre todo desde la llegada de Kesil, el amigo y servidor.
¿El Destino?
Tenía razón. El Maestro se cansó de repetirlo: hacer la voluntad del Padre, ése es el secreto de la vida.
¿Por qué no?
Acepté. «Volveríamos a casa», analizaríamos el porqué del «encanecimiento súbito», y la situación cerebral de ambos, y el Destino diría sí o no.
Y el Destino «habló», pero no como suponíamos…
El viaje de regreso fue rápido y en paz. En mi corazón permanecían dos o tres recuerdos, por encima del resto. Eran las caras de Abá Saúl, de Jaiá y de «Tiempo corto». Los otros, incluido Yehohanan, aparecían lejos, en el horizonte de la memoria.
«¡Volverás!… ¡Lo sé!».
Jaiá difícilmente se equivocaba.
Y regresé, por supuesto…
Agradecí los rostros conocidos de la ínsula, en la «ciudad de Jesús». Nahum seguía siendo lo de siempre, un hervidero de buenas y malas intenciones, y de gentes de toda condición. La noticia de mi encanecimiento corrió de boca en boca. Hubo interpretaciones para todos los gustos. La mayoría, como ya referí, lo atribuyó a mis pecados. Lilit se hallaba en mi «segunda alma» y eso significaba miedo o respeto por parte de los que me habían conocido no tan anciano. No me molesté en aclarar el error. Era cierto que tenía muchos pecados…
Y a la mañana siguiente, lunes, 24 de diciembre de aquel año 25, con un tiempo radiante, Eliseo y quien esto escribe nos dirigimos al astillero. Kesil, como siempre, se dedicó a sus faenas, en la ínsula.
Lo habíamos planeado la noche anterior. Nos despediríamos de Yu, el chino, y de su gente. En cuanto al Maestro, no se nos ocurrió nada. Temblaba ante el pensamiento de llegar hasta Él y anunciarle…, no sabía qué. Eliseo, más pragmático, pensó en otro viaje, «un imprevisto retorno a Tesalónica», por ejemplo.
Negué una y otra vez. No eran excusas creíbles.
¿Qué pensaría? ¿Cómo reaccionaría? ¿Cómo decirle que estábamos amenazados de muerte y que lo más prudente era retornar a nuestro verdadero mundo?
Él era un Hombre-Dios. Yo lo sabía. Eliseo lo sabía. Quizá no fuera necesario nada de aquello.
Y nos dormimos con la duda…
Y el Destino, de nuevo, sonrió burlón.
Jesús de Nazaret no se hallaba en el astillero. Tampoco Yu. El anciano Sekal, el que «escuchaba» la madera, nos informó. El Maestro, el carpintero jefe y parte de los trabajadores habían partido tres días antes. Era el tiempo de la tala y, como era habitual, permanecían una o dos semanas en los bosques, disponiendo la madera que se utilizaría el resto del año.
El Destino…
Sekal habló de Jaraba, una de las aldeas al norte del yam, en la alta Galilea; más exactamente en la Gaulanitis, en la tetrarquía de Filipo, otro de los hijos de Herodes el Grande. Conocíamos el camino. Era la senda por la que transitamos al ir, y al retornar, al macizo del Hermón. La citada aldea se hallaba escondida entre los bosques, a cosa de tres horas y media o cuatro del Ravid, y a poco más de dos horas de Nahum. Algo más al norte, a unos cinco kilómetros, se encontraba el cruce con Qazrin. Allí se alzaba la posada de Sitio, el homosexual.
No hubo despedidas. Eliseo y quien esto escribe, desconcertados, reemprendimos el regreso a la ínsula. Jesús había abandonado Nahum el pasado viernes, 21, cuando todavía permanecíamos en Salem.
Dudamos. Discutimos. ¿Convenía partir hacia Jaraba? ¿«Volvíamos a casa» y procedíamos a los análisis?
El ingeniero aceptó mi sugerencia. Primero era lo primero: el Ravid. Después, todo dependería de ese chequeo. ¿O no?
Entendí que no era bueno correr nuevos riesgos. En esta ocasión sabíamos con seguridad el lugar exacto en el que se encontraba el Maestro, pero ¿quién nos garantizaba que no ocurriría lo que ya sucedió en la reciente búsqueda, cuando lo perseguimos, inútilmente, por el valle del Jordán? No quise repetir la experiencia.
De pronto, sin proponérmelo, me vi frente a la «casa de las flores», el hogar del Maestro. Eliseo supo dirigir los pasos, hábilmente.
Me negué a entrar. No había razón. Jesús estaba ausente y, además, no deseaba que ella me viera. Ahora, no…
Supongo que el ingeniero comprendió mis sentimientos, pero hizo caso omiso. Y argumentó, al tiempo que tiraba de mí:
—Verifiquemos la información de Sekal. Ellas tienen que saberlo…
Quería y no quería. Me moría por verla de nuevo, pero no así, no con aquel aspecto. ¿Qué pensaría?
Y me dejé arrastrar…
Eliseo reclamó a gritos a las mujeres.
Primero apareció Esta, un tanto alarmada. Estaba a punto de dar a luz. Detrás, como siempre, la hija, Raquel, agarrada a la túnica y observando con curiosidad a los recién llegados.
Esta confirmó las palabras del anciano del astillero. Todos habían salido hacia los bosques. Podíamos encontrarlos en las colinas del Attiq, muy cerca de Jaraba. No tenía pérdida. Todo el mundo sabía de esas colinas.
No me reconoció. Me observó detenidamente, con la misma curiosidad que la hija, pero no se manifestó.
Sentí que me ahogaba. Quería huir. Quería salir de aquel patio y, al mismo tiempo, necesitaba verla. Y el Destino me escuchó…
María no tardó en presentarse en la segunda puerta. Permaneció inmóvil, contemplando la escena. Eliseo seguía conversando con Esta, la mujer de Santiago, hermano del Galileo. Después, la Señora desvió la mirada hacia quien esto escribe.
Palidecí, supongo.
Entonces, intrigada, dejó la cortina de red y avanzó un paso. Siguió examinándome y, súbitamente, se llevó las manos a la boca.
Acababa de percatarse. La Señora sí supo quién era. Y mi palidez se intensificó.
Todo fue muy rápido.
En esos instantes, por detrás del granado, surgió Ruth, con su túnica azul y el cabello suelto. Portaba una jarra de barro entre las manos.
Mi corazón se movió con dificultad. Noté que se quedaba atrás, como si no existiera. Después se desbocó, y me arrastró.
¡Oh, Ma’ch!
La mujer llegó a la altura de la madre y allí se detuvo. Sonrió a mi compañero y me dirigió una mirada. No era la mirada que yo esperaba.
Fueron unos segundos, para mí, intensísimos. Yo la amaba.
Ruth tampoco supo…
Creí que el mundo se desmoronaba. Todo, a mi alrededor, dejó de tener sentido. Los muros, las flores, las personas, todo quedó suspendido en el tiempo.
Ella no me reconoció. Eso era lo único que importaba.
Eliseo se aproximó a Ruth. Cubrió los hombros de la muchacha con su brazo y la animó a caminar hacia el portalón.
¿Cómo no me había dado cuenta?
El ingeniero se inclinó hacia el bello rostro y le susurró algo al oído.
Ella, entonces, volvió a mirarme. Fue una mirada de incredulidad. Después, Eliseo insistió y sus labios, tras pronunciar las últimas palabras, depositaron un beso en los cabellos de la joven.
Y la jarra se escurrió de entre los dedos, precipitándose sobre el enlosado. Allí quedó, tan rota como mi corazón…
Ruth, pálida, siguió con los hermosos ojos verdes fijos en los míos. Aquélla sí era la mirada que yo buscaba…
¡Ella me amaba!
¿O fue mi corazón el que vio lo que nunca existió?
Descubrí una lágrima, asomándose, sin querer, a los dulces ojos de la muchacha. Ruth bajó el rostro y, tras liberarse bruscamente del brazo de Eliseo, corrió hacia la casa y desapareció en la oscuridad de la estancia de la Señora. La madre, desconcertada, se fue tras la «pequeña ardilla».
Y un fuego devorador me consumió allí mismo.
Di media vuelta y escapé del lugar.
Durante horas, no sé cuánto tiempo, vagué por las calles de Nahum, sin rumbo fijo. Intentaba pensar. Trataba de serenarme y de conciliar las ideas. Lo conseguí a medias.
En mi mente gobernaba una imagen: Eliseo, besando los cabellos de Ruth…
¿Qué había sucedido durante mi ausencia? ¿Habló el ingeniero con la mujer? ¿Estaba ella enamorada de Eliseo? Si fuera así, ¿por qué había amor en su mirada? ¿O no era amor lo que expresaba?
Me sentí perdido…
Aquél era un amor imposible, me repetía hasta el aburrimiento, una locura. Tenía que liquidar aquella nueva angustia, al precio que fuera. Ya era suficiente con la amenaza de muerte…
Pero los pasos, una y otra vez, me llevaban siempre al cardo maximus, la calle principal del pueblo. Pasaba por delante de la ínsula y proseguía hacia el sur. Al llegar a la «casa de las flores» reducía la marcha y me detenía ante el portalón. Entonces, la buscaba. Eran dos o tres segundos, no más, pero suficientes para repasar el patio e intentar hallarla. Sólo deseaba eso: contemplarla.
Descendía hasta el muelle y regresaba por el mismo camino. En la segunda oportunidad, al cruzar frente al patio, Esta me vio. Aceleré y me alejé, avergonzado.
¡Dios santo! Parecía un adolescente…
Pero retorné por tercera vez. Sólo quería verla. Sólo verla. Sólo reunirme de nuevo con sus ojos…
Fue lógico. Esta, la embarazada, debió de advertir a la Señora sobre mi extraño proceder. Y, al asomarme nuevamente, lo que hallé fue el rostro grave de María.
Quise excusarme, pero no acerté. Creo que pronuncié algunas palabras, sin demasiado sentido.
La mujer fue directa. Ése era su estilo.
—¡Tú no eres partido para mi hija!
Enrojecí de vergüenza. Dije algo, creo, y me retiré. Y allí quedó la Señora, en el portalón, observando cómo me perdía entre la gente.
¿Qué quiso decir? Yo sabía que lo sabía, pero…
Fue un aviso. Jamás lo olvidé.
Y me refugié en la «isla» de Taqa, nuestra ínsula. Kesil preparaba la cena en la habitación «41», como tenía por costumbre. Eliseo, según el siervo, se hallaba con los niños «luna», los trillizos, en la «44».
Y dejé actuar al Destino. ¿Qué más podía hacer?
Me acurruqué en un rincón y fui vencido por la tristeza. Al poco caí en un profundo sueño y así permanecí hasta que fui despertado.
Eliseo, sonriente, me invitó a compartir la suculenta cena. Lo había olvidado. Ese 24 de diciembre, a la puesta de sol, los judíos festejaban la «Hanukah» o «Janucá», la fiesta de las luces, también llamada de la Dedicación o Consagración, en recuerdo de la purificación del Templo por Judas, el Macabeo, en el mes de diciembre del año 164 antes de nuestra era. Como ya referí, en el citado siglo II antes de Cristo, la nación judía tuvo que padecer al nefasto rey Antíoco IV Epífanes. Este monarca, defensor de la cultura griega, persiguió a la religión judía, hasta el extremo de prohibir el sábado, los sacrificios rituales y el culto a Yavé, incluida la circuncisión. Y el Templo, ante la consternación general, fue sustituido por un gimnasio[80]. Y estallaron las revueltas. La familia de los Matatías organizó guerrillas y se enfrentó a Antíoco. Fue la guerra de los Macabeos. Uno de los hijos de Matatías, Judas, el «Martillo», consiguió entrar en el Templo y purificarlo. Y cuenta la leyenda que, en ese lugar, y en esos momentos, se produjo un milagro. Cuando Judas penetró en el Templo, sólo encontró aceite sagrado para un solo día. Dicho aceite se utilizaba para prender la menorá o candelabro de siete brazos. Pues bien, el aceite contenido en el pequeño recipiente sirvió para alumbrar durante ocho jornadas. Así nació la Janucá, el milagro de las luces, aunque otros judíos se inclinaban por un origen menos ortodoxo[81].
En realidad, poco importaba el porqué de la fiesta. Para el pueblo sencillo era un respiro, en mitad del severo invierno. En Jerusalén, la Janucá alcanzaba su máxima expresión. Allí, después de todo, según la leyenda, se produjo el gran milagro. El Templo era iluminado como en ninguna otra ocasión. Se prendía una menorá de nueve brazos, a la que llamaban janukía. A la puesta de sol del 24 de diciembre, los sacerdotes tomaban la candela central de dicha menorá, que recibía el nombre de Shammash o «Servidor», y encendían el resto de las luminarias, empezando siempre por la derecha. Después, la ciudad era igualmente iluminada. Calles, plazas, casas, palacios, posadas, tabernas, y hasta los establos lucían durante ocho jornadas. La costumbre era prender una vela por cada miembro de la familia, incrementando el número de candelas, noche a noche. De esta forma, a los ocho días, el hogar era un «milagro». Quien esto escribe, dada su torpeza a la hora de moverse en las siempre oscuras casas de Israel, recuerda la Janucá con especial gratitud…
Y aquella fiebre por la luz se extendía por toda la Judea. Nahum no era una excepción. Las calles, el muelle e, incluso, las embarcaciones que faenaban en el yam, aparecían iluminados durante la noche. Era el gran negocio de los iluminadores, que no daban abasto. Se los veía correr, de un lado a otro, procurando abastecer de aceite, o de mechas, a los clientes descuidados. Pero, sobre todo, la fiesta de las luces era una explosión de alegría. Todo el mundo cantaba. La sinagoga contrataba músicos, que no cesaban de circular por la población, golpeando toda clase de címbalos. Era el festival de los platillos metálicos. Cada barrio tenía su propia orquesta y competían entre ellas. Imposible dormir durante ocho días…
La Janucá era también la fiesta de los niños. Ellos eran los protagonistas, en cierto modo. Las familias cruzaban regalos en la cena del 24 de diciembre, y uno de los presentes habituales era la perinola, una peonza, generalmente de madera, con la que jugaban niños y no tan niños. Lo llamaban zevivon. Los había de todos los tamaños, y en todos los materiales. Constaba de cuatro caras, con un clavo de bronce, o de hierro, que lo perforaba en su totalidad. En la parte superior, dicho clavo era rematado por un lazo o asa, que permitía el giro del trompo. En cada una de las caras se leía una letra hebrea. Eran las iniciales de una frase que hacía alusión al supuesto milagro registrado en el Templo, en el citado año 164 antes de nuestra era: «Un gran milagro ha ocurrido allí[82]». Los niños jugaban y los mayores apostaban…
El zevivon representaba el pequeño recipiente que, según la leyenda, contenía el aceite santo que sirvió para encender la menorá por parte de Judas, el Macabeo o Martillo. La tradición enseñaba que este tipo de peonza fue de gran utilidad a los judíos en la época de la sublevación contra Antíoco IV Epífanes, y también contra Roma. Al prohibir el estudio de la Torá, los judíos se reunían en grupos y simulaban jugar a la perinola cuando, en realidad, se hallaban en pleno rezo o consultando los textos bíblicos. Si eran alertados, ante la proximidad de un enemigo, ocultaban los «libros» y, como digo, sacaban un zevivon, apostando por una de las cuatro caras. La perinola, en suma, era la síntesis del milagro. Durante los ocho días, los niños las hacían danzar a todas horas y competían entre ellos.
Kesil se esmeró. Como buen judío se ajustó a lo que señalaba la tradición. Cocinó pasteles dulces y salados, las levivot y las sufganiot, respectivamente, todo en aceite, y lo aderezó con una tajina o salsa de su invención, consistente en semilla de sésamo, pimienta molida, ajo macerado, sal, jugo de limón y su secreto (jamás conseguimos averiguar el truco). Delicioso. Y, como postre, bolas de miel, heladas, rellenas de nueces.
Eliseo invitó a la familia de la «44», la prostituta y sus hijos, los trillizos de cabellos blancos hasta los hombros, y ojos rasgados, con los iris amarillos. Los niños «luna», como los llamaban en la ínsula. Niños que jamás veían la luz del sol y que hicieron buenas migas con el ingeniero. La madre, la «burrita», se llamaba «Gozo». Nunca supimos si era un apodo o su verdadera gracia. Era una joven de carácter noble, pero esclavizada por su profesión y por algún tipo de patología que la hacía engordar. En aquellos momentos rondaba los cien kilos de peso. Gozo contaba veinte años de edad.
Observé a mi compañero. La verdad es que se desvivía por atenderme. Todos lo hacían. Y opté por olvidar mis inquietudes, al menos por esa noche. No deseaba enturbiar la alegría de Kesil, y tampoco la de los trillizos. No era el momento de interrogar a Eliseo sobre Ruth. Pero lo haría. Así me lo prometí mientras Kesil entonaba las bendiciones previas al encendido de las velas. La última de estas recitaciones me dejó atónito:
—… ¡Bendito sea el Señor, nuestro Dios, Rey del Universo, que nos ha conservado la vida, nos ha preservado y nos ha permitido llegar a este día!
Eliseo captó el mensaje, e intercambiamos una mirada.
Era cierto. Lo importante es que se nos había permitido llegar.
Fue asombroso. Fue como si el buen Dios, como si el Maestro, sabedores de mi angustia, nos hicieran un guiño.
¿Casualidad? No para mí[83]…
Y a la memoria acudió una familiar palabra: «¡Confía!».
Ahora, más que nunca, necesitaba verlo. Ahora, más que nunca, necesitaba de su consuelo y de su optimismo.
¿Y por qué no cambiar los planes? ¿Por qué no posponer los análisis en el Ravid y reunirnos con Él en los bosques de la Gaulanitis? Estábamos a un paso, a dos horas. Si me lo proponía, al día siguiente, hacia la sexta (mediodía), podíamos estar a su lado…
Contemplé a Eliseo. La idea, por supuesto, hubiera sido de su agrado.
¿Qué hacía? ¿Me dejaba guiar por la intuición? ¿Partíamos en su búsqueda o me ajustaba a lo dictado por la razón?
Kesil interrumpió los pensamientos. Puso un pequeño bulto en mis manos y, sonriente, me invitó a abrirlo.
Era un regalo.
Comprendí.
Eliseo y el siervo (no me gusta esta palabra) se habían puesto de acuerdo. Se miraron felices e insistieron:
—¡Ábrelo de una vez!
Los miré, atónito.
Y retornó la luminosa idea: ¿por qué no dejarlo todo y alcanzarlo, allí donde pudiera estar? Él sabría iluminarnos…
Gozo, los trillizos y mis amigos esperaron, impacientes.
Pero, al mismo tiempo, cruel, se dejó oír la voz de la razón: «La operación fracasará… El Ravid es prioritario…».
—¿Y bien?
Eliseo protestó. Todos lo hicieron, cordialmente.
«Él es prioritario —gritó la intuición, por encima de la razón—. Él está esperando…».
—Perdón —me excusé—, ahora mismo…
Y procedí a desenvolver el obsequio.
Se hizo el silencio…
Eliseo lo merecía. Yo lo merecía. También Kesil. Debía obedecer al instinto y correr hacia el Maestro.
«No, primero los análisis… Hay que estar seguros…».
Resulta difícil de explicar. Lo primero que llamó mi atención, al descubrir el regalo, fue el brillo de la letra nun, inicial de la palabra hebrea nes (milagro). No pude remediarlo. Quedé hipnotizado, contemplándola.
Después le di vueltas entre los dedos, y siempre «avisó» con aquel guiño luminoso.
Ahora lo sé. Fue una señal…
Kesil y mi compañero me obsequiaron una hermosa perinola o peonza, de unos nueve centímetros, primorosamente trabajada en una pálida y tenaz madera de sauce. Disponía de cuatro caras, como era habitual, con las ya referidas iniciales (nun, guimel, hé y shin) en cada uno de los lados. Dichas letras, como fue dicho, anunciaban la frase clave de la Janucá: «Milagro grande fue allí» («Un milagro grande ha ocurrido allí»)[84]. Las iniciales fueron grabadas a fuego. Sólo nun aparecía coloreada, con un dorado finísimo que la hacía destacar a la luz de las candelas.
Quedé desconcertado.
Y la inicial de «milagro» destelló cada vez que hice girar el zevivon entre los dedos.
¿Casualidad? Pero ¿desde cuándo creo en el azar?
Cada letra disfrutaba de un valor numérico. En este caso, nun equivalía a 50, guimel suponía 3, hé era igual a 5 y shin ostentaba el mayor valor, 300. Al jugar, el ganador era siempre el que lograba mayor puntuación.
Agradecí, sinceramente, el detalle…
Y la intuición, alarmada, tocó en mi hombro: ¿es que no había comprendido? Aquello era una señal…
«No —replicó la razón—, eso no es nada… Puro subjetivismo».
Y en silencio, ante la expectación general, me decidí a probar la perinola. Ésa era la costumbre. El que recibía el obsequio tenía derecho a hacerla girar por primera vez.
La situé sobre el pavimento, y Kesil y los niños aproximaron varias luces. Todos apostaron y cantaron un número; mejor dicho, una letra.
Busqué a Eliseo con la mirada. Tuvimos el mismo pensamiento. Ambos coincidimos al elegir una inicial:
—¡Nun!
Sonreímos ante la aparente casualidad, e impulsé el juguete.
Si el Destino (?) así lo quería, si la letra ganadora era la pensada por mi compañero, y por quien esto escribe, si aparecía la inicial de «milagro», entonces no habría lugar para la duda. Eso pensé, mientras el zevivon se bamboleaba.
Y creí percibir la sonrisa de la intuición. La razón, en cambio, me dio la espalda.
¿Quién podía imaginar que aquella humilde, casi insignificante, peonza formaría parte de nuestro Destino? ¿De qué me asombro? Todo, en esta aventura, fue mágico…
«Será una señal de los cielos —me dije—. Si aparece nun, entonces marcharemos a su encuentro, y de inmediato…».
Y se hizo el «milagro».
Fue la letra hebrea nun la que dio la cara. Sí, «un milagro sucedió en aquel lugar», pero no quise verlo…
Eliseo nunca lo supo.
A la mañana siguiente, martes, 25, me eché atrás. La razón se impuso. El juego de la perinola sólo fue eso, un juego. No podía descuidar los análisis. Nuestras vidas corrían peligro. La operación corría peligro. Yo era un científico. Al menos, eso pretendía. No debía edificar mi trabajo basándome en deseos y especulaciones. Solicitar «señales» a los cielos no era propio de alguien riguroso y responsable…
Eso pensé.
¡Pobre estúpido! ¿Cuándo aprenderé?
Y dicho y hecho.
Al alba, el ingeniero y quien esto escribe ascendimos al Ravid. Kesil, acostumbrado a nuestras ausencias, no hizo comentario alguno. Y se ocupó de su trabajo, en la ínsula.
Todo, en lo alto del «portaaviones», continuaba sin novedad. Mi compañero acudió con regularidad al gran espolón rocoso durante mi estancia en Enaván y en la garganta del Firán. La vigilancia fue continua, especialmente por parte del eficaz ordenador central, «Santa Claus».
No había tiempo que perder. El plan era simple. Siguiendo una vieja «idea» de «Santa Claus», a la que no presté atención en su momento[85], procederíamos a la inyección de sendos escuadrones de «nemos», destinados a examinar los tejidos neuronales de Eliseo y de quien esto escribe, respectivamente. El ordenador, como digo, lo sugirió tras el incidente registrado el 15 de agosto de ese año 25 de nuestra era, una vez consumado el tercer «salto» en el tiempo. Como se recordará, a raíz de dicha inversión de masa, nuestros cerebros fueron atacados por lo que el ordenador interpretó como un desmedido crecimiento de la enzima responsable de la síntesis de la óxido nítrico sintasa. Este radical libre estaba conquistando las grandes neuronas, destruyéndolas. El «plan» de «Santa Claus» era directo: salir al paso del tóxico y eliminarlo. Una vez disuelto el óxido nitroso, los «nemos» intentarían la regeneración de las áreas cerebrales afectadas.
Pero, en el último minuto, sentí miedo. «Algo» me detuvo. «Algo» me decía que nuestro mal era mucho más de lo que sospechábamos…
Busqué una excusa y demoré el procedimiento. Eliseo protestó, con razón. Estábamos allí para eso. Todo dependía del análisis de los «nemos».
No cedí y, disimulando el pánico, cambié el orden de trabajo. Arrancaríamos por Yehohanan. También estaba previsto, aunque no en ese orden. Mi compañero me contempló, asombrado.
—¿Y qué importa ahora el estudio de los «nemos» que le suministraste al Anunciador?
No respondí. No tuve fuerzas para confesar la verdad. Y transferí la información codificada en la «vara de Moisés» al ordenador. Mi compañero refunfuñó, malhumorado, pero terminó cediendo y colaboró en la compleja «lectura» que fue suministrando «Santa Claus». En realidad, fue el ordenador quien lo hizo prácticamente todo. Nosotros, sencillamente, interpretamos lo ya interpretado…
Conseguí dilatar los análisis de los «nemos» que proporcioné al gigante de las siete trenzas durante dos días. Y reconozco que los resultados nos dejaron perplejos. Ni Eliseo ni yo pudimos imaginar nada semejante. Naturalmente, los «nemos» no eran infalibles. Quizá se equivocaban, aunque lo dudo…
Lo primero que nos llamó la atención fue la «lectura» de una aberración cromosómica, en el sentido del cromosoma «Y» supernumerario, como consecuencia, posiblemente, de una alteración en la espermatogénesis. Se trataba, en suma, de una enfermedad, a nivel cromosómico, en la que el sujeto presentaba un cromosoma de más (47) sobre los 46 habituales en los seres humanos. «Santa Claus» lo identificó como una trisomía «47. XYY», de origen paterno, quizá como resultado de una segregación anormal en la meiosis II. Esto significaba que el padre de Yehohanan, Zacarías, también fue portador de dicha anomalía celular[86]. Dicha alteración era la responsable, sin lugar a dudas, de la gran estatura del primo lejano del Maestro. La trisomía, además, podía provocar los siguientes problemas: fuerte agresividad, psiquismo lábil o inestable, tendencia a patologías en la piel, intolerancia y defectos en los genitales. Todo encajaba con lo observado a lo largo de mis encuentros con el Anunciador.
Pero había más…
Algunos de los microsensores alertaron sobre otra no menos singular característica del Anunciador. Las redes de capilares que alimentaban los folículos pilosos, en los que nacían los cabellos del cuero cabelludo, eran más extensas de lo normal, provocando una anomalía en la queratina (principal componente de los tallos que dan forma al cabello y al pelo). Los «nemos» indicaron igualmente un desvío cromosómico a nivel de médula y corteza del cabello, que provocaba un crecimiento desmedido del pelo (alrededor de cinco a seis centímetros por mes)[87]. Lo desconcertante es que el resto de las papilas dérmicas aparecía prácticamente atrofiado. En otras palabras: Yehohanan era imberbe, y carecía de pelo en la casi totalidad del cuerpo, excepción hecha del mencionado cuero cabelludo, cuyo crecimiento era cinco veces superior a lo habitual en un varón. Y recordé las siete trenzas rubias, hasta casi las rodillas.
Aquel personaje era extraño, muy extraño…
Y asombroso fue también el hallazgo del «9-ácido cetodecenoico» como el componente básico, y primordial, de las sustancias excretadas por las glándulas sudoríparas apocrinas, las responsables del olor corporal. Al contrario de lo que sucede con el resto de los mortales, en los que dichas glándulas se hallan en proceso de involución, en Yehohanan presentaban el lóbulo secretor y el conducto excretor dérmico extraordinariamente desarrollados, con unas vesículas que no supimos identificar y que, presumiblemente, «fabricaban» (?) el mencionado «9»[88].
Fue «Santa Claus», una vez más, quien proporcionó una pista sobre el nuevo misterio. El «9» era una feromona[89], una sustancia química que, emitida al exterior, condiciona el comportamiento de otros seres, generalmente congéneres. Los componentes, analizados primero por los «nemos fríos» y, posteriormente, por el ordenador, no ofrecían duda alguna. Estábamos en la presencia de una sustancia que no obedecía a ningún tipo de degradación metabólica conocida en el ser humano. Al principio me negué a aceptarlo. Quizá los «minisubmarinos» habían errado. Pero no. «Santa Claus» reiteró los resultados: el «9-ácido cetodecenoico», el «9», era una de las feromonas fabricadas por las abejas…
¿Cómo era posible? ¡Yehohanan desprendía, con el sudor, la llamada feromona real, el «9»!
Eliseo y quien esto escribe no tuvimos explicación. En teoría, la presencia del «9» en el organismo humano no era racional. Dicha feromona procede de las glándulas mandibulares de la abeja reina, y es utilizada para controlar al enjambre. De esta forma, mediante el alimento y los quimiorreceptores de las antenas, las miles de obreras se mantienen unidas, proporcionan comida a la reina, transmiten mensajes y se evita la construcción de otras celdas reales, que pondrían en peligro la supremacía de la referida reina. Se trata de un inteligente sistema de la naturaleza para mantener la unidad de un grupo social. Y me pregunté: ¿era éste el secreto de Yehohanan para conseguir que las abejas africanas se posaran en sus brazos y manos, tal y como había visto en el vado de las «Columnas» y en el arroyo del Firán? Evidentemente, si él fabricaba el «9», las abejas obedecían…
Y, de pronto, me vino a la mente una de las afirmaciones del Anunciador, cuando habló de las hayyot y de los no menos singulares sucesos vividos, según Yehohanan, en los treinta meses que permaneció aislado en el desierto de Judá:
—Y el hombre-abeja puso en mis manos el gran secreto del Santo, bendito sea su nombre…
Me negué a seguir. Aquello era de locos.
El asunto fue archivado, y ahí quedó, sin explicación lógica aparente. Otro más…
Y se produjo el gran fracaso.
El segundo de los objetivos de los robots orgánicos, como ya mencioné, era una apasionante novedad para nosotros: localizar los centros «archivadores» de la memoria declarativa de Yehohanan y sacar a la luz su «biografía» completa, incluido el período fetal. Para ello, los squids («nemos fríos») debían «infiltrarse» en los sueños (períodos REM) y descubrir las áreas cerebrales en las que son definitivamente guardados (presumiblemente, el tronco cerebral, el hipotálamo, el tálamo, los núcleos del septum, el de Meynert, el de la cintilla diagonal de Broca y la sustancia innominada, entre otras). Pues bien, los «nemos» sólo obtuvieron parte de uno de los sueños REM (Rapid Eye Movement), de los cuatro o cinco ciclos de ensoñaciones que deberían haberse registrado en aquella noche. Tampoco hubo explicación. Al iniciarse el correspondiente sueño paradójico, los «nemos» dejaban de transmitir. Las interferencias y el «ruido» de fondo hacían inviable la decodificación de las señales. Instantes después, los squids se autodisolvían, tal y como estaba programado (en caso de interrupción de la señal, los «nemos» permanecían activos durante quince segundos). Evidentemente, Yehohanan soñaba. Los componentes neurofisiológicos del REM eran innegables[90], pero, por alguna razón que no hemos sabido precisar, dichos sueños y el camino hacia la memoria fueron bloqueados. Ahora, honradamente, me alegro. No teníamos derecho a tanto…
«Santa Claus» identificó el pequeño segmento de ensoñación como el quinto REM del primer ciclo, aparecido treinta minutos después de que el Anunciador cayó dormido. La pronta presencia del REM, o sueño paradójico, fue una pista. En una persona sana, el sueño REM se materializa, por primera vez, a los noventa minutos, más o menos, de haber conciliado el sueño. Fue, además, un sueño agitado, con períodos previos de «no REM» (sueño profundo) sensiblemente más reducidos. El ordenador fue implacable: los síntomas eran propios de alguien que padecía algún tipo de trastorno psíquico…
Pero vayamos con la breve ensoñación, rescatada por los squids entre las descargas rítmicas de ondas agudas y de escaso voltaje cerebral (entre uno y tres segundos). Los «nemos» lograron reconstruir, y copiar, un total de un minuto, nueve segundos y cincuenta y dos décimas de sueño REM (1.9.52). Después, todo quedó en blanco.
A pesar de las interferencias, las imágenes me dejaron sin habla. «Aquello» era una doble confirmación. Por un lado, ratificaba lo que ya sabíamos: las imágenes vividas durante el día son procesadas en el sueño REM. Después, el cerebro las traslada de lugar, «archivándolas» en la memoria declarativa. De esta última parte, lamentablemente, no tuvimos información.
Los «nemos» no registraron sonido. ¿Fue otro fallo de las micromáquinas? Después de ver lo que vimos, ya no estoy seguro…
Primero fue negrura. Yehohanan se hallaba en mitad de la noche. Y los ojos del gigante se dirigieron hacia el firmamento. Vimos las estrellas y unas «luces» que se desplazaban lentamente, en formación, por la constelación de los Gemelos.
¡Yo había visto esas «luces»!
Supongo que el hipotético lector de estos diarios tendrá dificultad para comprender. Nosotros veíamos en la pantalla del ordenador lo que, previamente, había visto la persona que se hallaba sometida a investigación. Esas vivencias, insisto, son procesadas en los ciclos de ensoñación, a lo largo de cada noche. Algunas de esas vivencias, las que merecen la pena, son clasificadas y, en cierto modo, «indultadas», pasando a formar parte de nuestra historia; la auténtica historia del hombre.
Eliseo me interrogó y confirmé lo ya manifestado: quien esto escribe vio esas «luces» en una de las noches junto a las aguas del Firán. Y me pregunté: ¿no fue un sueño?
Eran siete, como en el supuesto «sueño». Volaban en una formación impecable, en «cruz latina». Y se repitió la secuencia que había creído soñar…
La primera «luz», la que marchaba en cabeza, se separó del resto y se dirigió hacia la estrella Betelgeuse, en la constelación de Orión. Después la solapó. Y lo mismo hicieron las tres que integraban el brazo corto de la cruz. Cayeron sobre el cinturón y lo ocultaron. Las restantes «luces», tal y como recordaba, tomaron igualmente posiciones, camuflándose sobre Bellatrix, Saiph y Rigel, respectivamente.
Esto significaba que el Anunciador soñó lo mismo que yo, algo muy poco probable, o que ambos, en aquella noche, fuimos testigos del mismo suceso (!). Quien esto escribe, sentado junto al torrente, y Yehohanan, en otra posición, quizá desde su refugio habitual, en la cueva dos. En el «sueño» (?), él se levantó poco antes de la aparición de las siete «luces» y se perdió en la oscuridad de la noche. Recuerdo que me había alertado sobre el regreso de «ellos»…
¡Dios santo! ¿Qué era todo aquello?
Y durante unos segundos, muy pocos, los «nemos» lograron capturar el sonido. Se oyó el ruido de fondo del bosque, pero fue breve. Acto seguido, las tres «luces» que ocultaban las estrellas del cinturón destellaron en rojo y se lanzaron sobre el Firán…
¡Dios mío! ¡Eso no era un sueño! ¡Eso fue lo vivido por este explorador! ¿Vivido o soñado?
Los ojos de Yehohanan no perdían detalle.
Y las tres «luces» rojas, en plena caída, se fundieron en una.
¡Era la misma «luz» blanca que terminó por situarse en la vertical del arroyo!
El sonido se extinguió de nuevo.
Mi compañero no daba crédito a lo que veía.
—¿Por qué no me lo contaste?
El reproche estaba justificado. No quise comentar lo que, sinceramente, tomé por un sueño…
Y la enorme esfera, radiante, se estabilizó sobre la garganta del Firán. Entonces, todo se iluminó, como si fuera la hora sexta (mediodía). Yehohanan, muy alterado en el sueño, recorrió con la vista el torrente y la vegetación que nos rodeaba. Entonces me vi, sentado muy cerca de las aguas y con la «vara de Moisés» entre las manos. El Anunciador no se hallaba en la cueva dos. Mi deducción es que no llegó a escalar el talud rocoso. Se encontraba al pie de la gruta y desde allí observó el increíble suceso.
La luz (?) era intensísima. Lo llenaba todo y, tal y como recordaba, ¡no producía sombras! Evidentemente, era una radiación que traspasaba los cuerpos. Pero ¿quién emitía algo así en pleno siglo I? Ni siquiera hoy, en el XX, lo hemos logrado…
Yehohanan se centró en mi persona. Yo parecía absorto, con la mirada fija en la gigantesca esfera que flotaba a poco más de quinientos metros sobre el torrente. Estaba claro. Quien esto escribe no dormía. Aquello no era un sueño.
Y ocurrió algo de lo que no tuve constancia. Al menos, no fui capaz de verlo, o de sentirlo. Mejor dicho, algo sí percibí…
De pronto, por mi espalda, en mitad de la claridad, Yehohanan vio algo…
—¿Qué es eso?
No supe responder a Eliseo. Como digo, era la primera vez que lo veía.
—Pero…
Detuvimos la imagen. No había duda. Allí, a dos pasos de este explorador, se movía alguien…
La imagen se hizo algo más nítida y quedamos desconcertados.
—¡Dios de los cielos!
—¿Qué es esto? —estalló el ingeniero—. ¿Quizá una broma tuya?
No tuve fuerzas ni para negar. Por supuesto, yo no tenía nada que ver con la «aparición». No era responsable del «sueño» de Yehohanan. Aquello era real. Las bromas, además, eran especialidad del ingeniero…
A poco más de dos metros, como decía, a mi espalda, surgió una figura. Era una criatura de aspecto humano, pero muy alta, tanto como el Anunciador, con un cuerpo estrecho y delicado, y embutida en una especie de mono o buzo ajustado, de un blanco espectacular. Presentaba una escafandra (!) redonda, de un negro intenso. No había forma de distinguir el interior.
Se movía lentamente, pero con gran seguridad.
En ese instante, no sé por qué, me vino a la mente la palabra hayyot, el término hebreo que servía para designar a las extrañas criaturas que vio el profeta Ezequiel. De las hayyot también me habló el gigante de las siete trenzas, aunque, sinceramente, no le concedí demasiada credibilidad.
¡Dios santo!
La criatura se aproximó a quien esto escribe. Entonces se inclinó e hizo ademán de tocar mi hombro derecho.
En esos momentos, los «nemos» dejaron de transmitir y la pantalla de «Santa Claus» se convirtió en un laberinto de señales indescifrables. La secuencia, como dije, se prolongó algo más de un minuto. También aquellos dígitos han permanecido extrañamente en mi memoria. No he sabido por qué: «1.9.52».
Y digo que algo percibí porque, si no recuerdo mal, en esos instantes sentí una especie de fuerza (?) benéfica que me tranquilizó. ¿Fue la hayyot quien transmitió dicha sensación? ¿Llegó a tocar mi hombro? Y, sobre todo, ¿quién era esa criatura? ¿Qué relación tenía con la enorme esfera que flotaba sobre nosotros? ¿Cómo era posible, en el año 25? ¿Por qué no la vi?
No tuve más remedio que confesar el resto del «sueño», incluida la presencia de la «niebla» que parecía pensar (!), y también el misterio de las letras y los números de «cristal» que cayeron sobre mi cuerpo y que provocaron las no menos enigmáticas quemaduras.
Eliseo pensó que me había vuelto loco. No lo culpo. Yo también lo creí durante un tiempo. Pero allí estaban las imágenes…
Y el ingeniero, en silencio, repasó las combinaciones que formaban los referidos números y letras, hebreos y arameos, al depositarse sobre mis manos: «OMEGA 141… PRODIGIO 226… BELSA’SSAR 126… DESTINO 101… ELIŠA Y 682… MUERTE EN NAZARET 329… HERMÓN 829… ADIÓS ORIÓN 279… Y ÉSRIN 133».
No tuvo tiempo de profundizar. «Santa Claus» nos alertó. Las últimas lecturas fueron las más preocupantes. Los «nemos» pusieron de manifiesto lo que ya sospechábamos desde hacía tiempo: Yehohanan padecía un serio trastorno mental. No soy especialista, pero los parámetros bioquímicos, y lo que mostraron los squids, resultaban elocuentes. Siempre es arriesgado pronunciarse en el oscuro y mal delimitado territorio de la mente, pero yo diría que el Anunciador presentaba una clara personalidad neurótica[91], con tendencia a la esquizofrenia, o quizá fuera al revés: una desintegración o fragmentación de la mente que, entre otras consecuencias, daba lugar a un comportamiento neurótico. En aquel tiempo, como en la actualidad, el número de esquizofrénicos era notable. Hoy se calcula, según especialistas como Bleuler, Laing y Kraepelin, entre otros, que existen alrededor de cuarenta millones de esquizofrénicos, en sus diferentes modalidades. Al estudiar las anomalías detectadas por los «nemos», más de una docena[92], tanto el ordenador central como yo coincidimos en el diagnóstico: Yehohanan reunía muchas de las características de lo que Kraepelin denominó esquizofrenia del tipo hebefrénico, una compleja fragmentación del yo que lastima la personalidad y que convierte al paciente en un ser fantasioso, casi aislado del resto de la sociedad e incapaz de planificar su futuro. Las ideas delirantes y místico-religiosas terminan por conducirlo a una especie de autismo, del que es difícil escapar. Son enfermos acosados por las alucinaciones auditivas. Oyen voces que los interpelan, que los amenazan, que los halagan y que los impulsan a ejecutar toda clase de órdenes. Y llega el momento en que el alucinado no acierta a distinguir las experiencias internas de las externas. Es la destrucción, como digo, de la personalidad. Generalmente, casi todos los hebefrénicos necesitan ayuda. Sus vidas terminan desembocando en un «sinsentido», y se los ve erráticos, sin objetivo alguno, sujetos a las enfermedades, y conversando con nadie. El origen de esta disociación psíquica (el esquizofrénico no es un demente) era muy difícil de concretar. Quizá se presentó en la infancia, o juventud, de Yehohanan, y de forma insidiosa. Nadie se percató del problema y, si lo hicieron, poco pudieron hacer en su favor. Al margen de la predisposición genética, otros factores, con toda probabilidad, influyeron en el desarrollo del progresivo desmantelamiento del yo. Quizá algún tipo de complicación durante el embarazo, quizá la ya mencionada trisomía, quizá la extrema soledad o la falta de amigos o, quién sabe, quizá la influencia del padre o de la madre. Sea como fuere, lo cierto es que los «nemos» detectaron una subversión importante en determinadas regiones cerebrales que estaba conduciendo al Anunciador a un delicado desequilibrio. Sólo esta precaria situación explicaba los anómalos comportamientos, las crisis de agresividad y la tendencia a permanecer aislado. Y me pregunté: ¿cuál era su futuro? Conocíamos, o creíamos conocer, el desenlace final: Yehohanan, suponíamos, sería detenido por Herodes Antipas y, finalmente, ejecutado. Pero no me refería a ese final. Mi pensamiento fue en otra dirección. ¿Cómo reaccionaría cuando el Maestro se pusiera en marcha? ¿Cómo interpretaría el mensaje del Hijo del Hombre, totalmente opuesto al de un Yavé vengativo y castigador? Si la desintegración de la personalidad de Yehohanan continuaba su proceso, ¿a qué clase de precursor nos enfrentábamos? ¿O no fue tal?
Y por mi mente desfilaron escenas que ahora sí comprendía o, al menos, creí entender: Yehohanan, con la inseparable colmena ambulante… Yehohanan, amenazando con el fuego y la espada de Yavé… Yehohanan, bajo el árbol de la sófora, meditando mientras caminaba en círculo… Yehohanan, en el bosque de las acacias, trasvasando harina de una cántara a otra, y subido en las ramas de los árboles, solicitando pan a los pájaros… Yehohanan, en la soledad del Firán, golpeando las aguas con el talith de cabello humano… Yehohanan y sus ejércitos…
Y sentí tristeza, una vez más. Yehohanan era un enfermo. Dos de los evangelistas lo supieron (Mateo y Juan), pero tampoco lo mencionan. Andrés y su hermano Simón convivieron con él durante un tiempo. También los Zebedeo estuvieron a su lado…
¿Por qué no refieren el singular comportamiento del Anunciador? La explicación es obvia: no interesaba.
Eliseo me apremió.
Concluida la investigación sobre Yehohanan, el objetivo era yo. Por eso estábamos allí.
Y el miedo entró de nuevo en la «cuna». No pude evitarlo. «Algo» me advirtió. La intuición…
Guardé silencio y me inyecté la correspondiente dosis de «nemos». Era el atardecer del jueves, 27 de diciembre. En esta ocasión prescindimos del cayado. Los «minisubmarinos orgánicos» transmitieron directamente a «Santa Claus».
Y esa misma noche ordenamos las lecturas.
Fue un rayo de esperanza.
En una primera revisión, el estado de este explorador se presentó relativamente aceptable.
Mi compañero participó de la alegría.
El avance del óxido nitroso (NO), responsable de la destrucción de las grandes neuronas, había sido frenado. La acción del antioxidante, la dimetilglicina, fue decisiva.
Ahí concluyeron las buenas noticias…
Una segunda oleada de squids empezó a dibujar un panorama menos alentador. Al interrumpir la medicación en la garganta del Firán, la «resaca psíquica» prosiguió su avance destructor en otras direcciones. El NO se mantuvo temporalmente «dormido», arrinconado en su antigua frontera. Pero las mutaciones del ADN mitocondrial afectaron a otros sistemas, propiciando alteraciones que, a su vez, se tradujeron en abatimiento generalizado, fugaces pérdidas de memoria, confusión, y fulminaciones, por posibles secuestros del flujo sanguíneo a nivel de arterias vertebrales («robo de subclavia»). Esto explicaba por qué caí fulminado en dos oportunidades, con grave riesgo de perder la vida.
Pero había más…
La disociación entre el consciente y el subconsciente, una de las más graves consecuencias de las sucesivas inversiones axiales de los ejes de los swivels, despertó a otro poco recomendable enemigo: el estrés, afilado como una cuchilla de afeitar. El subconsciente, siempre más sabio, dio la voz de alerta. Algo no iba bien. Y apareció un miedo poco común, sin explicación aparente. Un miedo que me persiguió, especialmente en el Firán. De inmediato, ante la alerta interior, se activaban los centros de razonamiento de la corteza, desencadenando el proceso para combatir el estrés. Las vías neuroquímicas se ponían en marcha. La amígdala cerebral recibía el mensaje y liberaba la hormona de corticotropina, estimulando el tallo cerebral que, a su vez, despertaba al sistema nervioso simpático. Finalmente, las glándulas suprarrenales producían la adrenalina, que debería actuar sobre corazón, músculos y pulmones, preparándome para una posible «huida» o, quizá, para el «combate». El problema es que esa alerta interior no podía ser reducida con la hormona del estrés. No era una amenaza «visible» para el organismo. Y las descargas de adrenalina sólo creaban confusión en mi ya confuso cerebro…
La situación se hizo prácticamente crónica[93] y el estrés, alimentado por el subconsciente, terminó por afectar a otras áreas sagradas del cerebro: la corteza prefrontal, el hipocampo y el lóbulo temporal, todas ellas de vital importancia a la hora de almacenar memorias. Según los «nemos», ésta fue la razón que provocó el estado amnésico. La alteración en el lóbulo temporal me arrastró a una amnesia retrógrada, con la pérdida del «pasado». Por su parte, la «intoxicación» del hipocampo, saturado por los glucocorticoides, me mantuvo en un continuo presente, sin posibilidad de formar nuevas memorias. Por fortuna, ninguna de estas regiones cerebrales resultó lesionada, de momento. Pero la amenaza seguía allí. El estrés no había desaparecido…
Y fue posiblemente una de las brutales descargas de cortisol, una de las hormonas segregadas por la corteza suprarrenal, lo que frenó la producción de melanocitos, las células existentes en la epidermis y en la dermis y que son las responsables de la sintetización de la melanina. Dicha alteración pudo blanquear los cabellos casi instantáneamente. Otras lecturas apuntaron en direcciones diferentes, aunque todas relacionadas con el fortísimo estrés[94].
Y se produjo el golpe de gracia…
A partir de este «descubrimiento», todo lo anterior pasó a un segundo plano. El ingeniero no fue informado, de momento.
Quedé tan confuso que, durante un tiempo, permanecí ausente. Eliseo se retiró a descansar y yo continué frente a la computadora, intentando descubrir el error de los «nemos». Lamentablemente, la búsqueda y la transmisión de los squids fueron correctas.
Y aquella noche fue interminable…
¡Dios mío!
Solicité nuevas verificaciones, pero las lecturas de «Santa Claus» no variaron.
El veredicto era implacable.
Es más: el ordenador asumió la parte de la culpa que le correspondía. Meses antes, el 15 de agosto, al efectuar el tercer «salto» en el tiempo, «Santa Claus» y quien esto escribe nos equivocamos. Al examinar las microfotografías obtenidas por la RMN (resonancia magnética nuclear), que fue dispuesta en las escafandras, descubrimos unos microscópicos depósitos esféricos[95] que flotaban en el hipocampo. Equivocadamente, como digo, los asociamos a un polipéptido (agregado de la proteína amiloide beta).
¡Dios santo, qué error!
Y empecé a sudar. Fue el miedo.
Ahora, los «nemos» habían aclarado la verdadera naturaleza de tales depósitos esféricos.
¡Eran «tumores»!
En esos instantes, diecinueve, en «distribución miliar», y repartidos en el pie del hipocampo, en lo más profundo del cerebro.
No supe si era una consecuencia de la oxidación. Poco importaba. Y poco importaba, igualmente, que nos hubiéramos equivocado. Estábamos donde estábamos. Ésa era la realidad.
El chequeo del resto del cerebro fue negativo. Las regiones cercanas —especialmente la fimbria, el uncus y el trígono colateral— aparecían limpias. En la lengua fue localizado otro foco de amiloide, un «tumor» similar a los del hipocampo.
El pánico me paralizó. Y allí permanecí, hasta el amanecer, contemplando la pequeña constelación de «tumores», e indagando sobre lo que ya sabía: «muerte a corto plazo».
¿Muerte? ¿A corto plazo? ¿Por qué a mí?
La amiloidosis es un trastorno originado por la proteína fibrilar amiloide, que se acumula alrededor y en el interior de los nervios, alterando la función normal de los sistemas. Yo estaba al corriente de dicha patología, pero nunca pude imaginar que las inversiones de masa la hicieran aparecer en mi organismo. Además, ¿por qué en el cerebro? Lo habitual es que afecte a otros órganos, como el corazón, los riñones, el bazo, los pulmones, el hígado, la piel, los vasos sanguíneos…
¿Y qué importaba? Había surgido. Estaba allí.
¡Dios mío!
Los conté. Los volví a analizar[96]. Estudié su disposición y posibles consecuencias.
Dictamen del ordenador, ratificado por quien esto escribe: si la amiloidosis prosperaba y colonizaba el resto del cerebro, la muerte llegaría en seis meses.
¡Plazo máximo: seis meses!
Si el mal aparecía en otros órganos vitales, en el corazón o riñones, por ejemplo, si la amiloide se acumulaba en ellos, y entorpecía el funcionamiento, podían presentarse una afección cardíaca (bien una cardiomegalia, una insuficiencia rebelde o cualquiera de las arritmias habituales) o un síndrome nefrótico. Ambos supuestos eran igualmente peligrosos. Con suerte (?), mi vida se prolongaría un poco más. Quizá un año…
Tanto «Santa Claus» como yo ignorábamos las causas exactas que conducían a la producción de amiloide y, por tanto, resultaba arriesgado cualquier tipo de tratamiento. Nos hallábamos con las manos atadas. Sobre todo este explorador…
Aquello fue un mazazo.
Seis meses, o un año, no tenían nada que ver con la expectativa de vida que habíamos supuesto tiempo atrás, cuando Eliseo —¿sin autorización?— abrió la caja secreta de acero que contenía las Drosophilas de Oregón[97]. Como ya mencioné, aquel experimento con las moscas del vinagre marcó un plazo, no superior a diez años. Y lo aceptamos. No importaba vivir nueve o diez años; la operación lo merecía.
Ahora, sin embargo, todo se desmantelaba. Todo se vino abajo en cuestión de horas…
No debíamos continuar; no en semejantes condiciones. La operación tenía que ser cancelada. Los «tumores» no perdonaban. No podíamos sacrificar lo ya obtenido. Era preciso retornar.
Y de la sorpresa y la consternación fui pasando a una gradual e incontenible tristeza.
¡Dios! ¡Todo perdido!
Y las lágrimas se explicaron mejor que yo. Fue un llanto sereno, hasta el alba.
Él, el Maestro, ocupó todo mi corazón. También ella…
¡Adiós, Ma’ch!
Aquel viernes, 28, fue igualmente complejo. Sucedieron cosas difíciles de explicar. ¿O fui yo quien no comprendió?
A la angustia me vi obligado a añadir otro incómodo sentimiento. Mejor dicho, una doble y poco reconfortante tarea, que removió, aún más, mi turbio y agitado ánimo.
No mencioné mi suerte y, sin más, solicité de Eliseo que se sometiera a la prueba de los «nemos». Era el momento de conocer su situación. También él se hallaba preso del mal que nos aquejaba, desde la primera inversión axial de los ejes de los swivels.
Percibió algo. Estoy seguro. El ingeniero era intuitivo, casi como una mujer. Pero guardó silencio. Y, dócilmente, se dejó inyectar.
Negativo.
Me alegré por él.
La destrucción neuronal avanzaba, pero no al ritmo experimentado por este explorador. La dimetilglicina hizo su efecto. El óxido nitroso caminaba, pero paso a paso. Si volvíamos, aún estaría a tiempo. Quizá la vida le sonriera un poco más que a mí…
¡Pobre tonto! Nunca aprenderé que todo está escrito.
Y procedí a anunciar mi decisión.
—¡Volvemos!
No pareció sorprendido. Finalmente, desde detrás de una sonrisa, exclamó satisfecho:
—¡Lo sabía, mayor! ¡Sabía que volveríamos con Él!
No había entendido…
—¡Regresamos a Masada!
No le di opción. No le permití hablar. Y mostré las lecturas de «Santa Claus»…
—Máximo: seis meses…
Esta vez no oculté nada.
Me miró descompuesto. No era médico, pero sabía que la computadora difícilmente erraba.
—¡Tumores!…
Así era. De momento, veinte. Plazo de vida aproximado, seis meses.
—¡Tiene que haber un error! —bramó—. ¡No podemos abandonar! ¡Ahora no!… ¡Seguro que es un error!
No lo era.
El ingeniero verificó las conclusiones del ordenador hasta tres veces.
Condena a muerte…
Y, de pronto, su rostro se iluminó.
Señaló una de las «recomendaciones» de «Santa Claus» y me obligó a leerla. Ya lo había hecho. La leí decenas de veces durante esa noche.
Negué con la cabeza. Y añadí:
—No…, muy arriesgado.
—Pero…
El ordenador central propuso la intervención de los «nemos calientes», como el único sistema «para despejar, provisionalmente, el camino». Como ya cité, los «calientes» eran «robots orgánicos», diseñados para «combatir» todo tipo de problemas. También los llamábamos «cazadores». Eran hábiles «cirujanos», capaces de abrirse paso hasta las regiones más íntimas del organismo[98]. Pero existía un riesgo. Las neoplasias o tejidos tumorales (me refiero siempre a los malignos) no ofrecen un campo magnético definido[99] y eso dificulta su destrucción. El peligro se hallaba en la posibilidad de que los «cazadores» equivocaran el objetivo y dañaran tejidos sanos. «Santa Claus» estableció el margen de error en un 20 por ciento.
—Está decidido —sentencié—. Regresaremos a nuestro «ahora». La intervención de los «nemos» es peligrosa…
No dije toda la verdad. Sentí miedo. Si los «cazadores» erraban, quién sabe qué podría sucederme. El hipocampo y las regiones cercanas son demasiado delicados. La destrucción de un segmento vital podía significar una parálisis, la pérdida de visión, del habla y, por supuesto, la muerte.
Sentí miedo…
Eliseo no daba crédito a mis palabras. Tenía razón. No era la primera vez que ordenaba el retorno. Ahora, sin embargo, era diferente. No tenía alternativa.
Dejamos pasar los minutos. Ninguno de los dos supimos qué decir. Ambos recibimos un duro golpe, aunque las motivaciones —ahora lo sé— no eran las mismas…
Yo lo lamenté por el Maestro. Me había acostumbrado a su presencia. El ingeniero, sin embargo, tenía otras «razones», y no la que supuse en esos tensos momentos.
En cuanto a Ma’ch…
—¿Cuándo?
El tono de Eliseo no me gustó.
—De inmediato —abrevié—. Y no habrá despedidas. Es mejor así.
—¿De inmediato? Eso quiere decir…
—Hoy mismo.
La mirada del ingeniero se endureció. Creí ver pasar el odio, pero no cedí. Entonces dio media vuelta y saltó al exterior. Lo vi alejarse hacia el manzano de Sodoma y desaparecer.
¡Maldita sea! ¿Cómo se atrevía a desobedecer? ¡Éramos militares!
Durante algunos minutos quedé perplejo. Después, yo también descendí de la nave y me aproximé al precipicio, por la cara norte.
Supuse que su intención era alcanzar Nahum y, quién sabe, quizá despedirse de Ruth…
Hasta esos instantes no tenía motivos para desconfiar del ingeniero. Pasamos por buenos y malos momentos, pero su fidelidad era intachable. Eso pensaba en esos momentos… Tenía que confiar. Lo más probable es que hubiera sido víctima de un arrebato, más que justificado, por cierto.
Volvería. Estaba seguro.
Pero, al asomarme al acantilado, no acerté a verlo. ¡Qué extraño! Ingresé en la «cuna» y verifiqué los controles. Los cinturones de seguridad habían sido desconectados por Eliseo. Eso significaba que deseaba abandonar el «portaaviones».
Regresé de nuevo al filo del peñasco e inspeccioné la pista de tierra volcánica que rodaba al pie del Ravid y que comunicaba las poblaciones de Maghar y Migdal.
Ni rastro.
Quizá no había salido de la zona de seguridad.
Y me tranquilicé.
Quizá necesitaba pensar. Los dos lo necesitábamos…
Pero, al poco, «Santa Claus» dio la alerta. Los sistemas de seguridad fueron restablecidos. Eliseo se alejaba de la cumbre del Ravid.
Y lo vi caminar, con prisas, rumbo a la población costera de Migdal. No tuve duda. Se dirigía a Nahum.
Y la rabia pudo conmigo. Me encerré en el módulo e intenté hallar una solución. Sólo encontré una…
Eran las once de la mañana del viernes 28. Le daría un plazo, hasta el amanecer del día siguiente. Si no había vuelto para entonces, despegaría en solitario y volaría a Masada.
Ésa fue la decisión…
Y juro por Dios que fue una determinación fría y calculada.
Si no daba señales de vida, lo dejaría en aquel «ahora». En el fondo, lo agradecería…
Según los relojes de la «cuna», el orto solar del 29 de diciembre se registraría a las 6 horas, 36 minutos y 47 segundos.
La suerte estaba echada. En esos instantes no sentí remordimientos. Lo primero era salvar lo conseguido. En cuanto a Curtiss y demás responsables de la operación, improvisaría. Algo se me ocurriría. Además —me consolé (?)—, les quedaba la posibilidad de retornar y obligarlo a volver. Pero ése no era mi trabajo.
Me equivoqué.
Dos horas más tarde, los cinturones protectores fueron súbitamente anulados.
¡Era el ingeniero!
Lo esperé al pie de la nave. Imaginé que se había arrepentido a mitad de camino.
¡Pobre ingenuo! ¡Nunca aprenderé!
Llegó cargado. Portaba provisiones y una cántara de mediano porte, con unos diez log (alrededor de seis litros) de «vino de enebro», un licor recio, extraído del Juniperus communis, y con un cierto parecido a nuestra ginebra.
¿Cómo no fui capaz de descubrir sus verdaderas intenciones?
Se excusó, lamentando su primera reacción. Permaneció un tiempo a la sombra del manzano de Sodoma, reflexionando. Eso dijo. Después se presentó en la plantación de Camar, el beduino, y solicitó el referido «vino». No lo consiguió y tuvo que desplazarse hasta la vecina localidad de Migdal, en la orilla occidental del yam, a cosa de dos kilómetros del Ravid. Allí compró la cántara y la abundante ración de «enebro». Después se hizo con la comida y ascendió hasta el «portaaviones».
—Lo siento, mayor. Me equivoqué. Tienes toda la razón. Debemos partir, y sin despedidas…
El instinto avisó.
La actitud de Eliseo no era normal. ¿Por qué renunció a las despedidas? ¿Por qué el «vino de enebro»?
Pero, como un perfecto estúpido, no supe verlo, no fui rápido…
—¿Cuándo despegamos?
La pregunta, tan inesperada como su presencia, me desconcertó.
—No sé…
—Sí —me abordó, sin permitir que concluyera—, primero hay que disponerlo todo. Déjalo de mi cuenta…
Sonrió con picardía y añadió:
—Tú te ocuparás de la cena. El enebro es de primera clase…
No entendí, pero acepté.
El ingeniero se introdujo en la «cuna», y supuse que emprendió los trabajos previos y rutinarios al despegue.
Así fue, en cierto modo…
Y, como teníamos por costumbre, nos acomodamos cerca de la nave, sobre una de las lajas de piedra que alfombraban el vértice del Ravid.
Fue una cena —¿cómo definirla?— áspera, cargada de silencios y de miradas, a cuál más desconfiada. Algo me hacía recelar, pero, insisto, no supe verlo.
Y empezamos a beber.
¿Y por qué no? Todo estaba liquidado.
Al tercer vaso, los vapores del licor hicieron efecto y las sospechas se alejaron. Las lenguas se soltaron y aparecieron los brindis…
Faltaba una hora, más o menos, para el ocaso.
—¡Por Él!… ¡Por la vida!… ¡Por ella!… ¡Por nosotros!
Fue en uno de esos brindis, al mencionar la palabra lehaim («por la vida»), cuando Eliseo exclamó:
—Te propongo algo…
Y solicitó la peonza que me fue regalada días antes, en la fiesta de la Janucá. Fui a buscarla y la puse en sus manos.
—Y ahora, presta atención…
Llenamos los vasos por enésima vez. Todo empezó a dar vueltas. El enebro era más traidor de lo que suponía…
—Dejemos el regreso en las manos del Destino…, con mayúscula, como tú dices…
—¿Qué regreso?
El ingeniero sonrió, complacido. Quien esto escribe estaba más borracho de lo que él necesitaba.
—A Masada —aclaró Eliseo, sin perder aquella inquietante sonrisa—. Nuestro regreso a casa…
—Comprendo —mentí—, ¿y qué sugieres?
Mostró la peonza de sauce y proclamó:
—La haré girar… Si la letra ganadora, de nuevo, es la nun (inicial de la palabra hebrea nes o «milagro»), entonces permitirás que baje a Nahum y que me despida…
—Eso sería un milagro…
—En efecto… ¿Estás de acuerdo?
Me encogí de hombros. Era justo.
El ingeniero dio impulso al zevivon, y el juguete giró y giró sobre la piedra azulada…
¿Qué estaba pasando? Todo era muy raro.
La peonza empezó a bambolearse. No tardaría en detenerse. Me aproximé. Quería estar seguro.
Pero, de pronto, Eliseo atrapó la perinola y levantó la mano, al tiempo que exclamaba:
—¡Mejor aún!…
Entre las brumas del alcohol creí distinguir el cinismo, colgado de la sonrisa del ingeniero.
—¡Mejor aún! Si la letra ganadora es nun, entonces iremos juntos y nos despediremos del Maestro…
La propuesta me recordó algo. Yo también jugué a las «señales» en la ínsula, pero no cumplí.
—¿Aceptas?
¿Y por qué no?
Eliseo añadió, convencido, o mejor dicho, supuestamente convencido:
—Lo sabes: Él hace milagros. Quizá pueda sanarte…
Palabras premonitorias, que ninguno de los dos tomamos en serio.
—Eso sí que sería un milagro —añadí, sin medir el alcance de lo que insinuaba.
¡Siempre he sido un estúpido!
—¿Aceptas?
Dije que sí. Nos despediríamos de Él, y de ella… Evidentemente estaba más borracho de lo que creía.
Lanzó la peonza por segunda vez y la vi bailar. La nun, dorada, reflejó los últimos rayos del atardecer.
¡Nun!… ¿Un milagro?… ¡Imposible!
Y a punto de caer sobre una de las cuatro caras, Eliseo repitió la maniobra. Capturó el zevivon y lo alzó nuevamente. Y con la peonza en el interior del puño, declaró, triunfante:
—¡Mejor aún, mayor!…
Apuré el enebro y llené los vasos.
—¿Otro milagro? —balbuceé con dificultad—. ¿Qué propones ahora?
—Si sale nun…
Me pareció que dudaba, pero prosiguió:
—Si la ganadora es nun, tú vuelves a casa y yo me quedo.
—Veamos si lo he entendido —expresé como pude—. Si sale «milagro», yo vuelo a Masada, y tú te quedas aquí, para siempre…
—Eso es… ¿Aceptas?
—Tendría que pensarlo… Las órdenes…
Eliseo depositó la peonza sobre la piedra y se dispuso a movilizarla.
—¡A la mierda las órdenes!… ¿Aceptas?
No soy consciente de haber respondido. Quizá dije que sí, o quizá me negué. No logro recordarlo. Poco importa. La cuestión es que el pequeño trompo giró por tercera vez…
Y ambos tratamos de manipular la peonza con el pensamiento. Yo, al menos, sí deseé que apareciera la inicial de «milagro». En cuanto a Eliseo, con más razón…
¡Nun!
Lo hizo de nuevo. El Destino lo hizo (!). La ganadora fue la letra nun.
He tenido días mejores, pero jamás olvidaré la cara del zevivon, con la inicial dorada, mirándonos.
Por supuesto que fue otra «señal» de los cielos, la segunda, pero este explorador no estaba en condiciones de comprender. Ni eso, ni nada…
No tengo muy nítido lo que sucedió después. Bebimos y bebimos. Cantamos. Nos abrazamos. Nos despedimos, una y otra vez. Trazamos toda suerte de planes. Eliseo se casaría con Ruth. Tendría hijos. Uno se llamaría Jasón. El ingeniero escribiría la verdadera historia del Maestro. Después, la ocultaría a orillas del mar Muerto. Yo regresaría a mi «ahora». Sanaría de los «tumores». Rescataría lo escrito por mi compañero y el mundo sabría la verdad. Hablamos, incluso, de la cueva en la que Eliseo escondería los manuscritos…
Después caí dormido. Jamás había bebido tanto.
A la mañana siguiente, sábado, 29 de diciembre del año 25, mi despertar fue espantoso. El «vino de enebro», efectivamente, era un traidor. Quien esto escribe continuaba sobre la piedra. Todo giraba a mi alrededor. Y, de pronto, la vi. Era la perinola de madera, en la misma posición en la que quedó tras los últimos bamboleos, con la letra nun hacia el cielo, recordándome lo sucedido.
Me hallaba solo.
Y, como pude, me incorporé a la nave. El ingeniero se encontraba frente al ordenador central. Saludó eufórico. No lograba entenderlo. Él bebió tanto como yo. ¿Cómo era que mostraba aquel semblante luminoso y semejante frescura mental?
Creo que quiso decir algo, pero no presté atención. Fui directamente a mi litera, y allí permanecí durante horas, profundamente dormido. Fue lo mejor que pudo suceder…
Pero vayamos paso a paso.
Al despertar, con el ánimo más sosegado, atendí a mi compañero. Deseaba enseñarme un curioso descubrimiento. «Santa Claus» había tomado parte activa en los cálculos.
Se trataba de las letras hebreas grabadas en la peonza. Como ya mencioné, en las cuatro caras figuraban las iniciales nun, guimel, hé y shin, primeras letras de las palabras nes, gadol, haiá y sham, respectivamente («milagro», «grande», «fue», «allí»).
—Pues bien, ¿sabes cuál es el valor numérico de las cuatro iniciales?
Eliseo, conocedor de la Kábala[100], había reducido cada letra a un dígito (el valor correspondiente, en hebreo, según la técnica conocida como gematría)[101]. Así, la inicial nun equivalía a 50; guimel era el 3; hé era igual a 5, y shin, según los hebreos, era 300.
Tecleó y ofreció la suma de dichos valores: 358.
—¿Y bien?
—Observa…
Solicitó la ayuda de «Santa Claus» y vi aparecer en la pantalla la palabra «Mesías».
—¡Asombroso! —exclamó—. La suma de las letras de «Mesías» también arroja el mismo resultado: 358.
Comprobé lo expuesto por el ordenador. Las letras hebreas mem, shin, iod y jet, que forman la citada palabra, equivalían a 40, 300, 10 y 8, respectivamente. En total: 358, como había declarado Eliseo.
Desconcertado ante mi falta de entusiasmo, el ingeniero estalló:
—¿Es que no lo ves? Es una señal…
—¿Una señal? ¿De quién?
—¡Una señal de los cielos!… ¡La suma de las letras de la peonza es idéntica a la de la palabra «Mesías»!
Sí, había comprendido, pero…
—¡Maldita sea! ¡Esto es un milagro, mayor!
Y Eliseo lo interpretó a su manera:
—Un gran milagro ocurrió allí, y lo hizo el Mesías… O bien: el Mesías hará un gran milagro allí… O bien: Mesías = milagro… Mesías (358) = milagro grande fue allí (358)… Más aún: como sabes mejor que yo, la peonza representa el recipiente en el que se guarda el aceite sagrado con el que se unge a los hombres santos. «Ungido» es, justamente, «Mesías»… Todo está encadenado. La perinola señaló «milagro». La perinola es equivalente a «Mesías»… ¡Él hará el milagro! ¡Acudamos a su presencia!
—Sólo es una casualidad…
El primer sorprendido, ante semejante estupidez, fue quien esto escribe…
Y añadí:
—Además, estás en un error…
Eliseo repasó los cálculos y se ratificó en lo dicho. ¿Dónde estaba el error?
—Lo sabes muy bien: el Maestro no es el Mesías. Es mucho más que eso…
—Lo sé —se defendió el ingeniero—, pero esto es simbología. ¿No te das cuenta? Alguien está transmitiendo algo…
Negué con la cabeza. Todavía no entiendo el porqué de mi actitud, tan cerrada e inconsecuente con lo que llevaba vivido. Pero así sucedió y así debo contarlo.
Eliseo no se rindió. Tecleó nuevamente y «Santa Claus» obedeció.
—Echa un vistazo…
El ordenador ofreció otra interpretación kabalística. La inicial nun se hallaba incluida, y por partida doble, en las llamadas «emanaciones divinas» o Sephiroth[102]. Una de ellas era Nethzah, que representa lo «creado» o «visible». La otra es denominada Binah, y simboliza lo «superior» o «invisible».
—¿Comprendes?
El experto era él.
—¡Lo invisible, o superior, está sobre nosotros, lo visible! ¡Nethzah sobre Binah!
—Sigo sin entender…
Eliseo me miró desconcertado, con razón. ¿Qué me sucedía? Hasta un ciego lo hubiera visto…
—Nun, de la palabra «milagro», ha sido la letra que ha prevalecido sobre las iniciales del zevivon. Nun ha ganado cada vez que hemos hecho girar la peonza. ¿No te dice nada? Lo superior (Él), sobre lo visible, lo creado (nosotros). Eso es el milagro… ¡Y ocurrirá dos veces!
Me dejó respirar y subrayó:
—¡El Maestro sobre nosotros! ¡Él hará el milagro! ¡No lo dudes! ¡Él te sanará!
Dudé. Eliseo, en realidad, se equivocaba de persona…
Mi compañero, aparentemente derrotado, quemó el último cartucho, en su afán por convencerme. Acudió a la temurá[103], otra de las técnicas kabalísticas, y solicitó que comprobara el resultado. Al permutar las letras de la palabra «Mesías» surgió el término Yisamejá, de idéntico valor numérico.
Quedé atónito.
—¿Qué dices a eso? ¿Otra casualidad?
Yisamejá quería decir «Se alegrará».
—Él (el Mesías) se alegrará…, al vernos. Sabemos dónde está. ¡Vayamos, mayor! ¡Son señales! ¡Algo grande está por suceder! ¡Un milagro sucedió allí! ¡Lo invisible, el conocimiento, nos guiará!
No le permití continuar:
—Negativo. Eso son teorías, especulaciones… Los «tumores» sí son reales. No debemos correr más riesgos. Él está en los bosques…
El entusiasmo del ingeniero se deshinchó. A partir de ahí empezaron los reproches:
—Anoche llegamos a un acuerdo…
—Estábamos borrachos. Mejor dicho, yo lo estaba…
—¿Qué quieres decir?
Traté de evitar el enfrentamiento. No lo conseguí. Y la situación empeoró. Eliseo me tachó de cobarde, e indigno de Él. Quizá tenía razón, pero no lo consentí. Lo llamé al orden, invocando mi graduación superior. Fue inútil. Eliseo, fuera de sí, tomó sus cosas y saltó del módulo. Lo seguí, amenazándolo con despegar y dejarlo allí para siempre.
—¡Regresa! —grité, no menos alterado.
No se dignó mirarme, y siguió avanzando hacia la muralla romana.
—¡Es una orden!… ¡Regresa, o despegaré sin ti!
Entonces se volvió, y recuperó aquella cínica e insufrible sonrisa.
Me fui hacia él dispuesto a todo. Si era preciso lo arrastraría y lo amarraría a la «cuna».
Pero, al llegar a su altura, exclamó con una seguridad que me frenó, y que, por supuesto, no supe interpretar:
—¡Lo dudo!
—¿Cómo has dicho?
—¡Lo dudo, mayor!
Y se mantuvo firme en el cinismo.
—… ¡No despegarás!
Me hallaba a escasos centímetros. Mi respiración era agitada. La suya, no. Fue esa extraña seguridad lo que me desconcertó. Sostuvo la mirada e, impasible, añadió:
—¡La misión no ha terminado!
—¿De qué estás hablando?
Se limitó a forzar la sonrisa, y así permaneció durante unos segundos, desafiante.
Quedé clavado al terreno, incapaz de reaccionar.
—Sabes dónde encontrarme…
Dio media vuelta y se alejó hacia la base del Ravid.
¿Por qué no reaccioné? ¿Qué quiso decir? La misión sí había concluido, al menos para mí…
No tardaría en descubrirlo.
Durante un tiempo no supe qué hacer. Di vueltas en torno a la nave, con los pensamientos perdidos. Sabía muy bien que Eliseo no regresaría. Esta vez no…
Pero estaba dispuesto a cumplir lo que estimé conveniente. Despegaría, y lo haría sin él.
La situación fue desesperante. Repasé los «hallazgos» kabalísticos y reconocí que eran asombrosos. Allí, efectivamente, se escondía «algo» enigmático, pero no cedería. Un nuevo error, un percance como el que había padecido en Salem, hubiera sido trágico.
¿Podía Él curarme? ¿Podía Jesús de Nazaret eliminar los «tumores» de mi cerebro?
Probablemente, pero…
No, ése no era el camino. Jamás solicitaría una cosa así, no para mí…
Ahora, sabiendo lo que sé, me estremezco. Eliseo acertó, pero no como suponía… ¡Él hizo un milagro, pero no como imaginábamos!
Fue otra noche en vela.
¿Era capaz de dejar en tierra a mi compañero?
Lo haría.
«No puedes —me recriminaba una y otra vez—. Sería como asesinarlo…
»No es cierto. Sería lo mejor que podría ocurrirle. Él está enamorado…».
Y la lucha, cuerpo a cuerpo conmigo mismo, se prolongó hasta el amanecer.
Tenía que decidir, y lo hice.
Lancé una última mirada al exterior y, convencido de que Eliseo no retornaría, procedí a enfundarme el traje espacial, diseñado para el proceso de inversión axial de los ejes de los swivels[104].
Y me dispuse para el lanzamiento. «Santa Claus» lo haría prácticamente todo. Sólo era cuestión de voluntad.
6 horas y 50 minutos. A cinco del encendido del motor principal…
El ordenador siguió chequeando.
Sistemas en automático…
6 horas y 53 minutos…
Combustible: 7124,68 kilos, más la reserva. Suficiente para llegar a la meseta de Masada.
Un minuto para la ignición…
No sé qué me ocurrió, pero detuve la cuenta atrás. Miento, sí, lo sé…
Me deshice del traje y huí de la «cuna». Me senté en el filo del acantilado e intenté controlar los nervios.
¡No podía despegar! ¡No lo haría sin mi compañero!
Y así permanecí durante horas, con la vista perdida en las lejanas velas que surcaban el yam.
Finalmente, como una pesadilla, la razón se sentó a mi lado…
«Es preciso que lo hagas. Despega. Si no lo haces, el mundo nunca sabrá…».
Y obedecí. Retorné al módulo y lo dispuse todo, nuevamente.
Eran las 16 horas y 42 minutos del domingo, 30 de diciembre del año 25 de nuestra era.
El sol se ocultó, aterrorizado. ¡Despegaría!
A un minuto para el encendido del J 85…
«Santa Claus» «obedeció» con dulzura.
Revisé los sistemas. Todo OK, de primera clase…
30 segundos…
Me dispuse mentalmente. La vibración de la turbina a chorro CF-200-2V se produciría de inmediato, en cuanto «Santa Claus» diera por buena la contraseña que activaba la pila atómica, el «corazón» de la «cuna».
¡Ignición!
Y durante décimas de segundo, esperé…
Negativo.
El motor principal no respondió.
¿Qué sucedía?
El ordenador replicó a mis requerimientos: «Apertura de la SNAP 27 no autorizada».
LA SNAP (Systems for Nuclear Auxiliary Powers), como ya informé en su momento, era la batería que transformaba la energía calorífica del plutonio radiactivo en corriente eléctrica (50 W). Sin ella, la nave no funcionaba.
No podía creerlo.
Repasé los sistemas, una vez más, pero siempre desembocaba en el anuncio de la computadora: la pila atómica se hallaba desconectada.
¡Era absurdo! La SNAP entraba en acción mediante una clave que nosotros mismos proporcionábamos a «Santa Claus». Pura rutina, incluso ridícula, dado el «ahora» en el que nos hallábamos. Hasta esos momentos habíamos utilizado dos contraseñas. La primera, en el primer «salto»: «I-60-8. ¿Quiénes son estos que vuelan como una nube?». La segunda, adoptada por los directores del proyecto el 10 de marzo de 1973, consistía también en un número y en una frase: «9 TET. La fuente del conocimiento». Si el ordenador no disponía de la clave, la SNAP, como digo, quedaba automáticamente bloqueada.
¡Absurdo!
Y tecleé: «9 TET. La fuente del conocimiento».
Negativo.
¡Dios santo! Y un pensamiento cruzó fugaz…
¡No era posible!
Todos los intentos resultaron estériles. La clave fue borrada, y supuse que, en su lugar, «Santa Claus» recibió otra contraseña. Pero el sistema estaba diseñado de tal forma que, si alguien solicitaba dicho santo y seña, el ordenador central no se hallaba capacitado para revelarlo. Simple cuestión de seguridad. Éramos nosotros quienes lo conocíamos. «Santa Claus» se limitaba a chequear[105].
Pensé en los espejos metálicos auxiliares. También generaban electricidad, pero no podía arriesgarme. Esta fuente energética era muy limitada. Lo más probable es que no alcanzara mi objetivo.
Y aquel pensamiento me desarmó…
¡Eliseo!
Él era el único capacitado. Él anuló la clave y, probablemente, la sustituyó por otra que yo ignoraba.
¡Maldito! ¿Qué pretendía?
Y comprendí sus últimas palabras: «¡No despegarás!… ¡La misión no ha terminado!».
Por más vueltas que le di no fui capaz de asimilarlo. ¿A qué se refería? La misión, lamentablemente, sí había concluido.
Fue inútil. No logré adivinar los propósitos del ingeniero, suponiendo que los hubiera.
Todo era confusión.
Deduje que Eliseo alteró la contraseña en la tarde del viernes, cuando se prestó —«espontáneamente»— a iniciar los trabajos rutinarios previos al despegue. ¿O fue durante la borrachera?
Poco importaba. La cuestión es que lo calculó fríamente.
Sí, todo fue confuso…
Recordaba sus palabras, mientras bebíamos, apostando por mi retorno a Masada. Él se quedaría —eso dijo— y yo regresaría a 1973. Pero, si pensaba así, ¿por qué impidió el despegue de la nave?
Algo no encajaba…
Sabía dónde encontrarlo, por supuesto. Y lo haría. Le exigiría una explicación. Más aún: ¡lo aplastaría como a un gusano!