DEL 6 AL 13 DE ENERO
Presentí algo. ¿Fue el instinto? Ojalá supiera «leer» como lo hacen las mujeres…
Esa mañana del domingo, 6 de enero del año 26 de nuestra era, me presenté en el astillero con las primeras luces del alba. Me hallaba intranquilo, pero no sabía exactamente por qué. Eliseo seguía ausente, y los ánimos, en Nahum, notablemente alterados. Crucé presuroso frente al portalón de la «casa de las flores», todavía cerrado. Algunos curiosos aguardaban ya frente al muro, dispuestos a interrogar, supongo, a la familia. La situación —eso pensé— empezaba a escapar de todo control.
Y lo vi llegar…
Al principio, al comprobar que cargaba su habitual saco de viaje, el utilizado en los bosques del Attiq y, anteriormente en las cumbres del Hermón, quedé perplejo. ¿Pretendía viajar a alguna parte?
No me atreví a acercarme, pero seguí sus movimientos atentamente.
Pensé en el incidente del día anterior, con la Señora. Después, esos pensamientos se mezclaron con otros, en los que mandaba la filtración sobre el Mesías. No sé…
Lo cierto es que el rostro del Maestro aparecía en sombra, con unas ojeras poco habituales. Percibí cierta tristeza, incluso, en los movimientos.
¡Qué difícil permanecer al margen en esos momentos!
Pero me contuve. Y, como digo, sólo fui un observador.
Aparentemente, todo discurrió con normalidad. Jesús vistió el habitual peto, colgó el martillo y el saco de clavos de la cintura, y saltó al foso, reanudando el ajuste de las cuadernas, ahora sobre otra embarcación, un pesquero.
No me reclamó ni una sola vez. Tampoco le oí cantar.
El instinto no falló.
Algo merodeaba en su corazón…
Y me preparé mentalmente. ¿Qué hacer si abandonaba Nahum?
Sólo hallé una respuesta: seguirlo, fuera donde fuera…
¡Maldito Eliseo! ¿Por qué no regresaba? Necesitaba el cayado…
No importaba. Iría tras Él con las manos vacías.
Pero el Destino es previsor. ¿Cuándo aprenderé?
Durante el almuerzo, el Maestro no se movió del foso. Allí comió, en solitario.
Yo me las arreglé para interrogar discretamente a Santiago, su hermano. No me equivoqué.
—Sois como de la familia —se sinceró, deseoso de compartir el mal momento—, sobre todo Eliseo…
La alusión al ingeniero me inquietó, pero no lo interrumpí.
—… Después de lo ocurrido ayer, mi Hermano ha optado por mudarse…
Santiago no se extendió en excesivos detalles, pero fue fácil de comprender. Tal y como suponía, las preguntas del consejo local sobre el carácter mesiánico de Jesús fueron tan inesperadas que la familia no acertó a reaccionar. La Señora, como tuve ocasión de contemplar desde la ínsula, fue la primera en solicitar una explicación, cuando su Hijo regresó del Attiq.
—… Mamá María —prosiguió el confuso Santiago— le preguntó por sus planes. El consejo habló con claridad: Yehohanan se dirige hacia aquí. Dijeron que está dispuesto a arrodillarse ante Jesús, el Mesías… Nosotros sabemos que Él lo es, y que Yehohanan será su hombre de confianza, pero mi Hermano no respondió. ¡No abrió la boca! Y mi madre, contrariada, se lo echó en cara…
»Esa noche lo vimos hacer el saco de viaje. Después me comunicó su decisión de trasladarse, temporalmente, a Saidan, a la casa de los Zebedeo…
Santiago, sincero, manifestó el parecer de la familia:
—Sólo Ruth lloró… El resto nos hemos alegrado.
E intentó justificarse. La verdad es que no lo necesitaba; no con quien esto escribe.
—Es mejor así… Nosotros no le comprendemos, y Él, a juzgar por su silencio, tampoco nos entiende.
El hermano estaba en lo cierto, pero se confundía. Jesús era consciente de la situación. Sabía muy bien cuál era el pensamiento de los suyos, en especial el de la Señora, en relación con el ansiado Mesías judío y el «reino» que debería inaugurar[122]. El Maestro lo había hablado con ellos cientos de veces, desde hacía años: Él no era el Mesías prometido, tal y como anunciaban los profetas, y como deseaba la nación. Él no era un libertador político-social-religioso. Él era (lo sería en el futuro) algo mucho más importante. Pero la Señora, su prima segunda, Isabel, Yehohanan y los demás no lo entendían así y, lo que era peor, no lograban asimilar el «loco pensamiento» de Jesús sobre un Dios «papá». Como ya he explicado en otras oportunidades, esas manifestaciones del Galileo, considerando a Dios como un Padre, y hablándole de tú a tú, eran puras blasfemias, que hacían temblar el corazón de cuantos lo querían. Y llegó el momento en que Jesús optó por el silencio. Eran ellos quienes no entendían…
Pero su hora estaba próxima.
Sentí una profunda desolación. Y creo que me aproximé, un poco, a los sentimientos del Maestro. Comprendí mejor su tristeza, e intuí lo que se avecinaba. Estaba asistiendo a una especie de «ensayo general» de lo que sería su vida pública, pero, en esos instantes, no fui consciente de ello. Que yo sepa, ni los evangelistas, ni la tradición, hablaron jamás de ese abismo que separó al Hijo del Hombre de los suyos, de su familia, respecto al concepto mesiánico. Hoy, en nuestro «ahora», llamar a Jesús de Nazaret el Mesías es algo lógico y natural. Grave error. Como digo, y como espero tener la ocasión de relatar, el Maestro fue mucho más que un Mesías.
¡Se mudaba a Saidan!
Santiago no supo aclarar si la «temporalidad» de dicho traslado al viejo caserón de los Zebedeo, en la aldea cercana, era breve o, como me temía, para siempre. El asunto no contribuyó a tranquilizarme.
A no tardar, tendría que tomar una decisión. ¿Deberíamos cambiar de residencia, y ubicarnos en Saidan? Mejor dicho, ¿debería, en singular? Tal y como estaban las cosas, quizá Eliseo no accediera. Por cierto, ¿por qué Santiago, el hermano de Ruth, lo consideró «como de la familia»?
Fui un ingenuo, lo sé…
Y al atardecer, como imaginaba, el Maestro cargó su saco y embarcó con el propietario del astillero, el Zebedeo padre, en la lancha que lo trasladaba a diario desde Saidan. Lo vi remar y alejarse hacia la cercana costa oriental del yam. La tristeza iba con Él…
Y allí permanecí, confundido, sin saber qué partido tomar.
¿Regresaría al astillero? Quizá debería haber embarcado con Él. Prometí no abandonarlo. Pero ¿por qué no iba a retornar?
Santiago no supo aclarar esta cuestión. En realidad, nadie conocía sus planes. Y me reproché la falta de reflejos. Tenía que arriesgarme y seguirlo. Pero ¿lo hacía en esos instantes o esperaba al día siguiente? Sólo tenía que contratar una embarcación y dirigirme al pequeño poblado de pescadores. ¿Y Kesil?
No lo haría. Quizá Él deseaba estar solo…
Y en ello estaba, sumido en la confusión, como digo, cuando intervino el Destino…
Curioso: lo había olvidado.
En esta oportunidad, el Destino se llamó Yu. El chino me reclamó. Cargaba uno de aquellos enigmáticos bultos, cuidadosamente envuelto en tela, y que jamás, hasta esos momentos, habíamos logrado identificar.
Yu se hallaba a las puertas del tercer barracón, muy próximo al aserradero, al que Eliseo y yo bautizamos como el «barracón secreto», un pabellón al que nadie tenía acceso, salvo el naggar o maestro. En la puerta, como dije, colgaba un cartel que advertía: «Sólo Yu». El chino solía dirigirse a él con gran sigilo. Nunca supimos qué hacía en el interior. Permanecía largo rato en dicho barracón, siempre en silencio. La única señal de actividad era una columna de humo, que escapaba por una de las esquinas de la caseta de madera.
Esperó a que el astillero se hallara desierto. Jesús y el Zebedeo padre eran ya un punto oscuro en las rojizas aguas del lago. Los relojes del módulo podían señalar las 16 horas y 45 minutos. No faltaba mucho para el ocaso.
Comprendió mi intriga y sonrió, malicioso. Pero el naggar no adelantó una sola palabra.
Al poco, cuando la totalidad de los obreros desapareció del lugar, exclamó:
—Sé que los dioses te han abandonado…
Recordaba la sentencia pronunciada por Yu en los bosques del Attiq. En aquella ocasión no comprendí. Ahora estaba a punto de descifrar la intencionalidad del hombre kui, muy impresionado, como dije, por el «encanecimiento súbito» de quien esto escribe.
—Y sé igualmente que pronto, muy pronto, dejarás el astillero…
Lo miré, intrigado. ¿Cómo podía conocer mis intenciones? Lo olvidé: era un kui. Todos los kui son especiales…
Entonces sonrió, e intentó tranquilizarme.
—No temas. Quiero darte algo. Te ayudará a recuperar a los dioses…
Se introdujo en la oscuridad del pabellón y aguardé, prudente. Que yo supiera, era el primer operario del astillero que lo acompañaba al «barracón secreto». Pero ¿por qué yo?
Yu prendió dos lucernas y me invitó a pasar. Lo hizo con prisa. Antes de cerrar, se asomó al exterior e inspeccionó el entorno. Cuando estuvo seguro de que nadie observaba, atrancó la puerta y se dirigió a la mesa que presidía la estancia. ¿Por qué tantas precauciones? ¿Qué pensaba entregarme?
Me llamó la atención el olor. Era similar al que dominaba el «departamento» de barnices, en el que trabajaba como ayudante. Pero aquello no parecía un almacén de tintes y pinturas…
El naggar prendió una mecha de incienso y se arrodilló frente a la mesa. Juntó las manos sobre el pecho e inclinó la cabeza, iniciando una serie de frases, en chino, que interpreté como una plegaria. De pronto interrumpía la «oración», y hacía rechinar los dientes. Después proseguía con la cantinela.
El lugar era un tótum revolútum, que no acerté a identificar. Aunque el barracón fue levantado con madera, como el resto de las dependencias del astillero, las paredes interiores aparecían pulcramente encaladas, con un enjalbegado compacto y brillante. En la pared de la izquierda (tomando la puerta como referencia) había sido empotrada una larga estantería, repleta de recipientes de barro y de vidrio, así como de herramientas, pergaminos, reglas, cuerdas, compases y otros cachivaches que no alcancé a controlar. Al fondo, en la esquina de la derecha, descubrí una «estufa» de hierro, alta y poderosa, sobre la que descansaba un cilindro metálico. Contenía agua, en ese momento, en ebullición. Un largo tubo hacía de emisario, lanzando el vapor al exterior. La estancia carecía de ventanas. Todo se hallaba difuminado por la luz amarilla y discreta de las lámparas de aceite. El resto del mobiliario lo integraba un arcón de madera negra y lustrosa, situado en el muro de la derecha. Con el tiempo, conforme Yu fue informándome, supe que dicha arca, a la que llamaba jinggui, era el sanctasanctórum del pabellón. Allí guardaba los libros escritos por sus antepasados, y sus propias experiencias y memorias, a las que espero referirme en su momento. Yu, como también anuncié, terminaría convirtiéndose en un seguidor del Maestro. Y creo oportuno adelantarlo: fue este oriental, totalmente ignorado en los textos evangélicos, el primero que se decidió a poner por escrito las palabras y los sucesos más destacados de la vida de predicación del Hijo del Hombre. Después lo imitaría Mateo Leví.
Pero intentaré no desviarme de los hechos, tal y como se produjeron.
El suelo del «barracón secreto» era de escoria volcánica, minuciosamente prensada y tamizada con esmero. Pero lo que me llamó la atención en esos instantes fueron los dibujos de las paredes que quedaban libres. Eran obra de Yu. Eran sus «inventos». En un primer vistazo reconocí los esquemas de una sierra a pedal, que había visto en el aserradero, y que era accionada por un ingenioso sistema de cuerdas y cadenas, movido, a su vez, por un pedal en la parte inferior, auxiliado, en lo alto, por una ballesta resorte.
Terminada la oración, Yu recuperó el bulto que guardaba tan celosamente, y lo descubrió. Era una pieza de madera, utilizada habitualmente en el costillar de los barcos. Y el naggar se dirigió a la pared de la derecha. Aproximó una de las lucernas a una serie de números y letras, dibujados en chino sobre el muro, y que formaban una especie de tabla. Y Yu, recordando que me hallaba presente, se excusó y procedió a explicar lo que se traía entre manos. Por lo que entendí, la tabla en cuestión era un estudio de contracciones de hasta diecisiete tipos de maderas. Yu, a su manera, logró perfilar lo que hoy podríamos calificar como «contracciones tangenciales, transversal-radial y longitudinal», asignando un valor según el tipo de árbol. En este caso, la madera que acababa de descubrir (roble) figuraba con un índice de contracción longitudinal comprendido entre 0,02 y 0,43. Esto, según dijo, servía para saber el tiempo que debía permanecer dicha madera en el agua hirviendo. Éste era otro de los secretos del astillero de los Zebedeo: la obtención de la curvatura de la madera, merced a un proceso de cocimiento. Una vez forzada, la pieza era sometida a un molde, o entablada directamente, resolviendo así algunos de los comprometidos problemas técnicos de la construcción del barco. Y Yu fue honesto, una vez más. Sonrió feliz, y reconoció que dicho invento no era suyo. El autor era un viejo amigo mío —manifestó—, Jesús, el de la «casa de las flores». Suya era la innovación. Los restantes astilleros peleaban por averiguar el secreto, pero Yu lo mantenía a salvo. Nadie estaba autorizado a presenciar lo que acababa de ver y de oír. Entonces examinó el contenido del cilindro de metal que burbujeaba sobre la estufa y, tras enfundarse sendas manoplas de hierro, invento igualmente del chino, sumergió la madera en el tanque, e inició el mencionado proceso de cocción. Todo era cuestión de saber esperar, como casi todo en la vida.
—Y ahora —comentó, al tiempo que se desembarazaba de los «guantes» de hierro—, lo prometido es lo prometido…
Trasteó entre los recipientes de la estantería y, al hallar lo que buscaba, exclamó:
—He aquí el remedio para que los dioses vuelvan a tu cuerpo…
Destapó el frasco y vació parte del contenido sobre la palma de su mano izquierda. Era un polvo verde, granulado, que no supe identificar.
Y Yu me invitó a tomar la «necesaria dosis para reclamar a los dioses». Debió de notar mi desconfianza, y añadió:
—No temas. Es el jade de la inmortalidad. Yo mismo lo he preparado. El mismísimo Huangdi, el emperador Amarillo[123], lo comía a diario, mientras habitó el monte sagrado, el Kunlun…
—¿Por qué yo? ¿Por qué me has permitido acceder a este lugar, y por qué me obsequias ahora con el jade de la inmortalidad?
Conocía aquella expresión, limpia y, al mismo tiempo, cómplice. Yu volvió a sonreír y respondió con otra pregunta:
—¿Te gustaría ser mi discípulo?
—No comprendo…
—Desde hace tiempo, desde que llegaste, te he observado. Sé que eres un kui. Sólo a un hombre kui se le blanquea el cabello de la noche a la mañana. Por eso estás aquí, y por eso te ofrezco el jade molido. Yo vivo al sur de la razón, como todo buen kui. Por eso sé lo que sé, y por eso hago lo que hago… También sé que buscas la verdad. Yo podría ayudarte. ¿De qué sirve un maestro, si sus palabras sólo flotan en el interior?
Respondí con una mirada de gratitud y, creo, lo captó. Y continuó con la palma abierta, ofreciendo el polvo de jade. No supe qué hacer. Y Yu, rápido, trató de auxiliarme:
—Si lo deseas, puedo suministrarte semillas de lino. Limpiarán los intestinos, el corazón y el hígado, y los dioses se sentirán cómodos. Entonces regresarán…
Elegí el jade molido. Y lo tragué como Dios me dio a entender. Era como masticar mármol pulverizado, pero no tuve alternativa. Yu lo hacía de corazón.
Y así fue como entré en comunicación con la cara oculta del naggar, un fiel seguidor de la religión taoísta, una de las doctrinas más antiguas de la China milenaria, practicada también en el tiempo del Hijo del Hombre. Una religión que fue impulsada, varios siglos antes de Cristo, por los filósofos Lao-Tsé y Zhuang Zi. Y durante el tiempo que permanecí a su lado, Yu me instruyó sobre lo que consideraba la única religión «con futuro». Aprendí mucho, y puedo manifestar, sin temor a equivocarme, que, de no haber conocido al Maestro, quizá me hubiera convertido en un daoshi, un buscador de la verdad, en expresión taoísta. Cada vez que nos encerrábamos en el «pabellón secreto», algo me alertaba. Lo que contaba Yu, transmitido, a su vez, de generación en generación, me resultaba familiar. Yu remontó la historia del taoísmo a muchos siglos antes de la aparición de Lao-Tsé (Yu lo llamaba Lao Zi), nacido, al parecer, unos seiscientos años antes de nuestra era. Según la tradición, los orígenes del taoísmo habría que buscarlos en la lejana dinastía Xia, entre los siglos XXII y XVII a. J.C. En aquella época, todo era confusión y miedo. Así lo expresó mi buen amigo Yu. La tierra (se refería a lo que hoy conocemos como China) estaba dividida en cientos de señoríos, y cada cual servía a sus propios dioses. El hombre no contaba. El hombre no tenía futuro. El hombre era una simple propiedad, primero de los espíritus, después del reyezuelo de turno.
Pero llegaron aquellos hombres…
Eran blancos. Vestían largas túnicas, también blancas, con un singular distintivo en el pecho: tres círculos bordados en azul.
Fue como un latigazo.
A partir de ese momento, mi interés por las explicaciones del kui creció notablemente.
¡Los tres círculos concéntricos! ¡El emblema que lucía el hombre de las «palabras luminosas»! ¡Malki Sedeq[124]!
Según Yu, eran misioneros. Procedían del sur. Primero se establecieron en See Fuch, y desde allí fueron alcanzando la totalidad de las tierras. Eran emisarios de un príncipe llamado «Rey de Justicia» (Malki Sedeq o Melquisedec), y también «Príncipe de la Paz».
¿Cómo era posible? Yu no conocía al anciano Abá Saúl, de Salem. Ambos, sin embargo, hablaban de lo mismo…
Y los enviados del «príncipe» hablaron al corazón de los hombres. Era la primera vez que alguien los miraba a los ojos. Y les enseñaron a dibujar a Dios…
Yu se dirigió a la pared y trazó un círculo.
—Esto es el dao, el camino. Aquí está todo. Este círculo es el amor, la vía. De ahí nace lo creado y ahí regresa.
Después dibujó otros dos círculos, concéntricos con el primero. Me observó y su rostro se iluminó. Yu supo que su alumno había entendido. En realidad, estaba recordando las palabras del anciano hakam o «doctor ordenado» de Salem. Ambos, efectivamente, habían bebido en la misma fuente.
«El hombre, aunque no lo sabe, procede del amor —el círculo central— y, haga lo que haga, a él retorna. No hay caminos rectos: sólo circulares».
Yu aprobó mi interpretación del dao y, como digo, se sintió satisfecho.
Y aquellos misioneros ayudaron a los hombres a comprender la esencia de la vida: vivían para la inmortalidad. Y el temor sólo fue un mal recuerdo. El miedo desapareció de los corazones y los seres humanos hicieron el gran hallazgo: Dios, el Gran Dao, era, en realidad, un Padre al que se le podía hablar directamente, sin intermediarios, ni sacerdotes, ni hechiceros. Y el taoísmo se convirtió en una religión personal, de íntima relación con un Dios amigo, que sólo entrega. Ése era el único destino: retornar al primer círculo. Y los hombres de Malki Sedeq hablaron también del alma inmortal y del Espíritu «que llega desde el círculo central», y que «pilotará» cada vida. Les revelaron que todo hombre es inmortal y que el Paraíso, justamente, tiene forma de círculo o de disco. Entonces lo representaron con jade, con un orificio en el centro. Y supieron que el número «9» era clave en todo lo relacionado con lo divino. Fueron tiempos memorables, en los que el ser humano comprobó que la bondad genera bondad y que la práctica de la generosidad y de la misericordia es recomendable, incluso, desde un punto de vista estrictamente económico. Era la salvación, simplemente por la fe en el Dao.
Pero, como sucede casi siempre, la doctrina del auténtico precursor del Hijo del Hombre fue alterada y, con el paso de los años, el taoísmo se convirtió en una confusa madeja de supersticiones, medias verdades y recuerdos borrosos. La aparición de filósofos tan preclaros como Lao Zi y Zhuang Zi devolvió, momentáneamente, la frescura a los corazones. Y el hombre recordó que morir es, únicamente, regresar a casa. Pero la esperanza duró poco. La condición humana es así. Las pésimas interpretaciones, los errores y las voluntades torcidas modificaron la esencia de lo revelado por la gente de Salem. Y de la realidad de la inmortalidad del alma, predicada por los hombres de los tres círculos, el taoísmo se precipitó en una desesperada, e inútil, búsqueda de la inmortalidad del cuerpo, la gran obsesión de Yu, y de los millones de seres humanos que compartían las ideas del kui de Nahum[125]. También el mensaje de Jesús de Nazaret fue vital para estas gentes. Yo diría que especialmente vital, como tendré oportunidad de relatar…
Y de la realidad de un único Dios, el taoísmo pasó a una enloquecida dinámica de dioses interiores y exteriores: más de 36 000 en el cuerpo humano[126]. Dioses que esclavizaban, a los que convenía tener contentos, y que eran visualizados (?) con las más peregrinas técnicas de relajación corporal, concentración mental, éxtasis y toda suerte de drogas y alucinógenos. Primero —decían— eran visibles los dioses menores. Después, tras mucho tiempo de práctica y sacrificio, el daoshi conseguía «ver» la Gran Tríada, los dioses que habitan en el cerebro. Era la señal que auguraba la inmortalidad…
Y la confianza en el buen Dios, en el Padre, fue sustituida por las buenas y malas acciones, minuciosamente codificadas, con los correspondientes premios y castigos. Eran los dioses interiores —según Yu— los que subían al cielo e informaban de esos actos[127].
Fueron estas creencias las que alertaron la fina sensibilidad de Yu cuando descubrió mi súbito encanecimiento. Tenía razón. Yo también era un kui, un soñador. Y dejé que hablara. Lo primero que debía hacer era reconciliarme con los dioses interiores. Seguramente había cometido graves faltas, y eso espantó a los «inquilinos» del Palacio de Nihuan[128], ubicado en el cerebro. Esos dioses —según Yu— son los responsables de los pensamientos, de la memoria, de los bellos sueños y del color de los cabellos. A su manera, acertó. El mal que nos aquejaba afectaba, fundamentalmente, a nuestros cerebros (sobre todo, al mío). ¿Había pecado? Probablemente, en especial al invadir un «ahora» que no me correspondía… Y las neuronas —los «dioses»— nos dieron la espalda. La razón, como digo, lo asistía, en cierto modo.
Después, una vez reconocida la falta, tenía que actuar. Según el taoísmo, la fuga de los dioses interiores provocaba, automáticamente, otro no menos gravísimo conflicto: los espíritus malignos, vecinos de los dioses, ocupaban su lugar. Tres de estos demonios recibían el nombre de «Gusanos». Eran los responsables directos de la decrepitud y, en suma, de la muerte. Yu les tenía terror. Según el chino, cada uno de estos Gusanos o Cadáveres habitaba un Campo de Cinabrio o «puesto de mando». El que estaba devorándome se llamaba Viejo Azul y habitaba, como digo, en el cerebro. Acepté la imagen. El óxido nitroso, en efecto, se había instalado en las redes neuronales y me empujaba al envejecimiento prematuro. En cuanto el Viejo Azul diera la voz de alerta, los otros Gusanos —la Señorita Blanca, en el corazón, y el Cadáver Sangrante, en el «puesto de mando» del vientre— atacarían. La correspondencia con la realidad resultaba asombrosa y, hasta cierto punto, inquietante. La amiloidosis descubierta en el cerebro (los «tumores») podía extenderse y dañar también el corazón, el hígado, los riñones, el bazo y el intestino…
No quise pensar en ello. Se trataba de una curiosa coincidencia. ¿O no?
Y Yu recomendó que suspendiera la ingesta de cereales. Ése era el alimento de los tres Gusanos. Eliminando dichos cereales, los responsables del envejecimiento desaparecerían y, lo que era más importante, los cielos dejarían de «restar tiempo». Según Yu, los Gusanos subían diariamente a la sede del Gran Uno y le advertían sobre los pecados del hombre. El Gran Uno, entonces, restaba días a lo oficialmente previsto en el momento del nacimiento. Con la muerte, los tres Gusanos quedaban definitivamente liberados y se los veía pasear por los campos. Los llamaban los «Aparecidos». Además de la abstinencia de cereales, el kui recomendó que olvidara la carne, el vino y los sabores fuertes en general, para no incomodar a los dioses. A esto, naturalmente, tenía que sumar la obligada dosis de jade en polvo y, poco a poco, alimentarme de lo que llamó «respiración embrionaria». Y fue enseñándome a respirar y, muy especialmente, a retener el aire, a saber dirigirlo hacia los diferentes órganos, y a nutrirme de él. Esto era la «respiración embrionaria», porque, de acuerdo con el taoísmo, trataba de recuperar el sistema de alimentación del feto, fundamentado, equivocadamente, en la respiración del mismo. Cuanto más tiempo fuera capaz de retener el soplo, más posibilidades de mejorar la salud y, en suma, de prolongar la vida. Los «comedores de aire» —caso del inmortal Liu Gen, que llegaba a retenerlo durante tres días— era uno de los grados de máxima iniciación entre los taoístas. Creían firmemente que la dieta, a base de aire, transformaba la materia, haciéndola más ligera. Y fueron muchos los que, lógicamente, murieron. El cuerpo humano, en contra de lo que afirmaba Yu, no está preparado para sostenerse, únicamente, con aire…
A estas prácticas y pensamientos, Yu, como buen taoísta y hombre kui, añadía otras actividades no menos sorprendentes, al menos para este prosaico explorador. Me habló de sus «viajes» por las «tierras interiores y exteriores», siempre ayudado por una determinada técnica de relajación, y que interpreté como «viajes astrales». Practicaba igualmente una singular «conexión» con los dioses interiores, y escribía lo que le dictaban, según él. Muchas de esas «experiencias» eran narradas por Yu en las ya mencionadas «noches kui».
Pero, por encima de estas aficiones (no sé si la expresión es correcta), Yu amaba la alquimia y los inventos. Éstas eran otras de las razones de peso por las que el naggar se encerraba en el «pabellón secreto». Allí daba rienda suelta a sus experimentos y estudios. Fue una de las grandes sorpresas que me reservó el hombre kui. Como alquimista, su obsesión era hallar un producto que le proporcionara la ansiada inmortalidad del cuerpo. Su ídolo y maestro era Li Shaojun, que vivió en los tiempos del emperador Wu, hacia el año 150 antes de nuestra era. Conocía sus escritos y luchaba, con todos los medios a su alcance, para transmutar el cinabrio, la «piedra filosofal» que conducía a la referida inmortalidad. Según Yu, al absorber esta mena del mercurio, se producía el milagro: los huesos se volvían de oro, la carne de jade y se alcanzaba la inmortalidad corporal. Todo se hacía ligero, como el humo. Muchos, antes que él, lo intentaron, pero fracasaron. El cinabrio no era fácil de obtener y, además, según el ritual taoísta, exigía numerosas y complejas manipulaciones, siempre costosas. Durante el tiempo que permanecí cerca de él lo vi pelear con el dan (así llamaba al cinabrio), buscando caminos que lo llevaran al yangdan o cinabrio macho, la máxima expresión alquímica, y con el que podría alcanzar el grado de feixian, o «inmortal volador», la más alta categoría entre los Inmortales. Su ilusión y tenacidad eran admirables, pero, obviamente, el empeño resultaba muy difícil. El dan, o sulfuro de mercurio, se convertía en mercurio al calentarlo a seiscientos grados Celsius. Después, en el segundo paso, al calentar el mercurio, el cinabrio «no regresaba», tal y como aseguraban los textos sagrados del taoísmo[129]. Yu ni siquiera completaba el zhuan, que podría traducirse como la transmutación del cinabrio en mercurio y viceversa. Algo fallaba, afortunadamente para Yu. Y digo «afortunadamente» porque, de haber ingerido el mercurio resultante, o sus posibles derivados, el bueno y voluntarioso chino podría haber resultado gravemente intoxicado[130]. Cuando se aburría de tanto ensayo, se pasaba al no menos utópico campo de la búsqueda de la invisibilidad. Lo denominaba chu: la receta mágica que lo haría invisible. Por supuesto, que yo sepa, jamás lo consiguió. Pero eso, en realidad, poco importaba. Él era un kui…
Quizá ahora, al conocer más de cerca a Yu, el hipotético lector de estas memorias entienda por qué el naggar del astillero de los Zebedeo terminó siendo un fiel seguidor de Jesús de Nazaret. Cuando el Maestro inauguró su carrera como educador, todos los hombres kui comprendieron sus palabras. Mejor dicho, fueron los primeros en abrir los ojos…
Pero demos tiempo al tiempo.
Yu, además, como dije, era inventor. Era otra de sus pasiones. Las paredes del «barracón secreto» se hallaban repletas de dibujos, de esquemas, a veces crípticos, y de cálculos matemáticos. En los meses que siguieron a esta reunión tuve oportunidad de examinarlos y, sinceramente, quedé maravillado. Yu era un «renacentista», en el más puro sentido del término. Le preocupaba todo, quería saber de todo, reflexionaba sin cesar y, lo más interesante, cada mañana se presentaba en el trabajo con una nueva inquietud. Me atrevería a decir que padecía la enfermedad de la curiosidad. Bendita enfermedad…
Recuerdo algunos de aquellos inventos: después de muchos análisis, Yu había llegado a la conclusión de que la madera estaba acabada. El futuro de la navegación naval —eso decía— era el hierro. Los bosques podían desaparecer; el hierro no. Y basaba sus teorías en los estudios de Arquímedes, el sabio de Siracusa. Conocía algunas de sus obras, en especial el Tratado de los cuerpos flotantes. Y al igual que Arquímedes, hacía sus comprobaciones sobre peso y empuje, introduciéndose en las aguas del yam, y verificando que los miembros perdían peso al quedar sumergidos. Entonces, ante el asombro de todos, salía del lago, gritando:
—Eurèka!… Eurèka! («Lo encontré»)[131].
Y estos trabajos lo llevaron a otros. En las paredes se mezclaban los cálculos de supuestas tensiones y de lo que, en la actualidad, podríamos denominar «momento flector», «esfuerzos cortantes» y estudios de olas, siempre sobre barcos de hierro. Pero las locas ideas de Yu no prosperaron. Nadie, en el yam, estaba seguro. ¿Desde cuándo el hierro podía flotar?
Menos éxito, si cabe, mereció otro de sus inventos: la mejora del hyperesion, una especie de cojín de boga, ideado, según Yu, por Temístocles, otro genio del mar. Se trataba de una versión modificada, y perfeccionada, de la culera que utilizaban los remeros griegos, y que permitía una estrepada, o esfuerzo, más larga y eficaz. El «invento» del chino consistía en un asiento movible, fabricado con una delgada plancha de madera, a ser posible de cerezo, minuciosamente pulida y engrasada, que facilitaba el deslizamiento. El problema es que el naggar pretendía que dicho cojín fuera propiedad del remero y que, en consecuencia, se responsabilizara de él, como lo habían hecho los espartanos en su ataque contra Atenas en el año 429 a. J.C. La gente del astillero protestó. Nadie deseaba ir por Nahum con una madera en el trasero…
Lo que sí consiguió fue modificar la estructura de los asientos de las embarcaciones, de forma que la boga se efectuara al revés de como era habitual: con los remeros orientados hacia la popa. De esta manera, con los remos en los escálamos, el barco avanzaba mejor y más limpiamente.
Ideó, igualmente, una «jaula», que colocó a popa, y que era arrastrada conforme navegaba la lancha o el barco de carga. Una esfera hueca, en el interior, hacía de «cuentavueltas», girando cada milla. El patrón fiscalizaba así los movimientos del barco. Tampoco fue aceptado por el Ah, el sindicato mayoritario del yam, que robaba cuanto estaba en su mano, y más.
Pero la gran obsesión del kui era el sistema de propulsión de los peces. Pasaba horas en el lago. Arrojaba carne cruda, desmenuzada, y las tilapias se la disputaban. Después se encerraba en el pabellón e intentaba reconstruir los armoniosos movimientos y, sobre todo, los golpes de cola. Dibujaba los torbellinos, o vórtices, que ocasionaban los referidos batidos de cola, e intentaba descifrarlos y sacar partido. Preguntaba por la velocidad de los peces más rápidos, indagaba sobre sus perfiles, y llegó a disponer de una lista de los más veloces. Según los marineros fenicios, era el atún de aleta amarilla el que desplegaba una mayor velocidad, con casi veinte nudos (algo más de treinta y seis kilómetros por hora). Y trazó lo que llamaba la «estela de Isis», calculando la frecuencia de aletazos para conseguir una natación eficiente[132]. Fue así como inventó los «pies» de Isis, la diosa protectora del mar. Cuando lo vi en la pared no daba crédito. ¡Eran dos piezas de madera, similares a nuestras aletas!
Los antepasados de Yu, huidos del archipiélago de Chusan, eran constructores de barcos. Él lo llevaba en la sangre, y soñaba con superar a sus maestros. Y contaba que, en la lejana antigüedad, en la China, ya se habían construido barcos, como jamás hubiera imaginado el mundo. Y se reía de la gran galera de Tolomeo IV, construida en la costa de Fenicia dos siglos antes, cuyos remos eran accionados por cuarenta bogadores. Yu relataba las hazañas de los naggar de los emperadores de la Primavera y del Otoño (entre el 700 y el 400 antes de Cristo), que fueron capaces de construir barcos de guerra, y de transporte, de más de cuatrocientos chis (unos ciento cincuenta metros de eslora). Disponían de tres cascos y nueve mástiles. Eran, prácticamente, insumergibles. Disponían, incluso, de tanques especiales en los que vivían nutrias amaestradas, que colaboraban en las faenas de pesca.
Nunca supe si fueron historias kui, fruto de su imaginación, o realidad. Pero eso, como digo, qué importaba. Yu era un soñador, y, como tal, un hombre en el que se podía confiar. Yu era un genio, un hombre diferente, bueno, un pensador o, como él decía, «un peligroso revolucionario». Quizá tenía razón: no hay nada tan esquinado para el poder establecido como alguien que piensa. Trataba de ser uno con la naturaleza. Sentía piedad hacia los que, según él, no estaban en condiciones de defenderse. Por eso, cuando paseaba por el campo, o por las orillas del yam, cambiaba las piedras de posición. «Ahora, decía, podrán ver el mundo desde otra perspectiva». Lo confieso. Desde entonces, siempre que puedo, cambio las piedras de posición, en memoria de Yu, y por si acaso. En la noche contaba las estrellas. Dijo saber de unas ocho mil. Defendía un principio inconcebible en aquel tiempo, y todavía ahora: cultura —aseguraba— es tolerancia. Por eso nadie era menos, ni tampoco más, al menos en su segundo «campo de cinabrio», el corazón. Era un kui deslumbrado por lo curvo. No creía en la línea recta. Aseguraba que el Gran Uno, de existir, tenía que ser un círculo: el círculo central de cada pensamiento. Decía que somos tan pequeños que sólo podríamos caber en la imaginación de alguien muy grande. Y en las paredes del «pabellón secreto» escribía muchos de estos pensamientos: «cada ahora es una verdad», «los dioses comprenden en todas las direcciones», «subir exige esfuerzo, pero saber bajar, además, requiere una dosis especial de inteligencia», «yo habito al sur de la razón», «no planifiques más allá de tu sombra», «si descubres que vas a morir, continúa con lo que tienes entre manos», «el tímido pelea doblemente», «razón y sinrazón se persiguen inútilmente»; «si te regalan la ancianidad, piensa como un anciano»…
Y en la pared del fondo, presidiendo, su frase favorita. Mejor dicho, su ecuación favorita, obtenida, según decía, después de estudiar Las aritméticas y Los números poligonales, del matemático griego Diophantos, de la escuela de Alejandría. Era una de sus referencias en la vida. Aparecía en hebreo, y rezaba: «Amor = Doy porque Tengo» (A = D × T), una ecuación «diofántica» que Él se encargó de modificar cuando llegó su hora…
Éste era Yu, el primer hombre que escribió sobre el Maestro, un kui.
A la mañana siguiente, lunes, 7 de enero, el Maestro llegó puntual, y en la compañía del propietario del astillero, el viejo Zebedeo. Parecía más relajado. De Eliseo, ni rastro. Era su segundo día de ausencia. Y la intuición avisó. Algo sucedía…
Pero, centrado en el Galileo, olvidé, temporalmente, el toque de atención del instinto.
Al principio, todo fue normal. Jesús se hizo con las herramientas y descendió al foso. Santiago, su hermano, estaba en lo cierto: el Maestro cambió de residencia, pero siguió acudiendo al trabajo, como entablador.
Al poco de oír el triángulo metálico de Yu, anunciando el arranque de la jornada laboral, percibí algo inusual. Todos se dieron cuenta. También el Hijo del Hombre. Lo vi detener el martilleo y mirar hacia el muelle. Yu, previsor, se fue hacia esa zona del astillero.
¿Qué sucedía?
En el citado extremo oriental del muelle se había reunido cierto número de personas. En un primer momento, quince o veinte. Los reconocí. Eran cargadores del puerto. Los había visto en ocasiones. Miraban hacia el astillero, y gesticulaban. De momento se hallaban detenidos en los escalones que permitían el acceso al mézah, o astillero, propiamente dicho. Qué extraño. Casi todos eran am-ha-arez, «el pueblo de la tierra»[133], lo último de lo último, pura basura, en opinión de los sabios y sacerdotes. Siempre permanecían bajo la atenta vigilancia de los capataces, y de sus látigos de cuero. ¿Cómo es que habían abandonado el trabajo?
No entendí. ¿Qué pretendían?
Pronto me daría cuenta…
Yu se aproximó al grupo, e intercambió unas palabras con los más cercanos. Discutieron. Y las voces de los amha-arez crecieron, y empezaron los gritos. Reclamaban a Jesús, el Mesías, el hombre que, según ellos, los sacaría de la miseria…
Empecé a comprender. Aquella gente, como ya expliqué en su momento, ocupaba uno de los últimos puestos en la sociedad judía. Según los ortodoxos, los am (am-ha-arez), además de gentuza que despreciaba la Ley de Moisés, eran usurpadores y ladrones «desde la cuna», como las samaritanas eran impuras y menstruantes desde el nacimiento. A decir de los doctores de la Ley, los am se habían apropiado de las tierras de Israel, aprovechando el exilio a Babilonia, en el 486 a. J.C. El odio hacia estos infelices, por tanto, era muy antiguo. Algunos rabíes, como Hillel y Jonatán, ponían en duda su calidad de hombres, comparándolos con los objetos y animales. Prácticamente no tenían derechos, sólo obligaciones. Los am se hallaban por debajo de los ebed o esclavos, y al mismo nivel de los mamzerîm, o bastardos, a los que también he hecho alusión[134]. Ambos —am y mamzer— eran «pecadores sin posibilidad de redención», no admitidos en la asamblea de Yavé, «ni siquiera en la décima generación». Esto significaba que no podían contraer matrimonio con judíos puros, ni tampoco aspirar a un trabajo «digno», a heredar o a declarar en un juicio. Yavé, en el Deuteronomio (23, 2-3), los rebajaba sin piedad. Del resto, considerándolos «pura basura», se ocupó el cuerpo de sabios y doctores de la Ley…
Los sensatos razonamientos de Yu, explicando que allí no había ningún mesías, no sirvieron de nada. Los semidesnudos cargadores, irritados, no prestaron atención, y algunos, más audaces, burlaron al naggar y se introdujeron en las dependencias del astillero, reclamando a Jesús. Y el resto, desde las escaleras, empezó a vocear el nombre del Maestro. Los trabajadores del astillero reaccionaron y se unieron a Yu, formando una barrera. Otros, a una orden del Zebedeo padre, se ocuparon de detener y expulsar a los que invadieron el lugar. Jesús, sereno, permanecía atento a los am que coreaban su nombre.
No podía creerlo…
La noticia del avance de Yehohanan hacia Nahum, y la filtración del nombre del Galileo, como el Mesías prometido, no tardaron en desembocar en el muelle, y en llegar a oídos de estos desheredados de la fortuna. Los rumores fueron tan intensos, y tan verosímiles, que los am se movilizaron, buscando al que debía rescatarlos de la miseria y de la injusticia. Ésta era la cruda realidad. Al Mesías libertador político no sólo lo esperaban los religiosos y los nacionalistas. También la «basura social» ansiaba su llegada, y no por razones espirituales…
Sin darme cuenta, estaba asistiendo a un suceso de especial relevancia. Eran esas gentes, los am-ha-arez, y también los mamzerîm, quienes integrarían, en un futuro no muy lejano, las masas que no perderían de vista a Jesús, prácticamente durante todo el tiempo de predicación. Éstos fueron los asiduos seguidores del Hijo del Hombre, pero no por las razones esgrimidas en el siglo XX.
Y se produjo el desastre…
Los expulsados se revolvieron, y la emprendieron a patadas, y a pedradas, con la gente de Yu. Y una lluvia de guijarros blancos y negros nos cubrió en un abrir y cerrar de ojos. Nos protegimos como pudimos.
Pero, en mitad del griterío, y del ataque, aparecieron los capataces. Fue visto y no visto. Los látigos fueron más elocuentes que Yu y, poco a poco, los am retrocedieron hacia el muelle, o escaparon como liebres entre los barracones, desapareciendo al otro lado del río Korazaín.
El Maestro, como digo, no se movió. Nadie se acercó a Él. Su semblante se había vuelto sombrío.
¡Dios bendito! ¡Todo se precipitaba!
Minutos después, recuperada la calma, el Zebedeo padre y Yu hicieron recuento de los lastimados. Sólo magulladuras y un par de heridas de escasa importancia. El Maestro resultó ileso.
Y los trabajadores, desconcertados, regresaron a lo suyo. Como es de suponer, el comentario unánime, durante el resto de la jornada, giró en torno a Jesús. ¿Cómo era posible que aquel compañero, escalador en los bosques del «Attiq», y ahora entablador, fuera el Mesías? Discutieron y, como era igualmente previsible, las opiniones se dividieron.
Pero el viejo patrón, el Zebedeo, hábil, supo adelantarse a los acontecimientos. Lo vi conversar con Yu. Después se reunieron con el Maestro y parlamentaron durante un rato, no mucho. Jesús casi no abrió la boca.
Al poco, terminada la reunión, el Galileo dejó el peto de cuero y las herramientas, y se dirigió a la orilla del yam. Embarcó en una de las pequeñas lanchas y, en solitario, empezó a bogar.
Entendí, a medias.
Y lo vi alejarse hacia la aldea de Saidan, donde residía.
Tampoco fui consciente, pero estaba asistiendo a otra escena que, lamentablemente, se repetiría con frecuencia durante la referida vida pública: el Maestro, huyendo…
Porque, en suma, de eso se trataba. Con buen criterio, con el fin de evitar males mayores, Jesús aceptó la sugerencia del naggar y del Zebedeo. Convenía que se ausentara del astillero, al menos durante unos días.
Y como supuso el Zebedeo padre, a eso de la «tercia» (nueve de la mañana), hizo acto de presencia en el astillero una patrulla de mercenarios romanos. Traían orden de averiguar lo sucedido y, sobre todo, de conducir al tal Jesús, el supuesto Mesías judío que andaba de boca en boca, ante los responsables de la guarnición.
¡Bendito Zebedeo!
Yu, como jefe de los trabajadores, se responsabilizó del asunto, y respondió con la verdad: no sabía nada de un mesías. Además, ¿a qué «Yešúac» se referían? Allí, en el astillero, había varios hombres que respondían a dicha gracia. Yešúac, o Jesús, era un nombre común en aquel tiempo.
Y la patrulla tuvo que reconocer que el chino tenía razón.
Era la primera vez que Roma se interesaba por Jesús de Nazaret. Fue el 7 del mes de sebat del año 26, mucho antes de lo que se ha dicho…
Pero no había llegado su hora.
¡Sebat! ¡Casi lo olvidé! ¡Nos hallábamos en enero! ¡Debía permanecer muy atento! Si mis informantes no estaban en un error, sería en ese mes cuando se produciría el bautismo del Maestro. Eso fue lo apuntado por Bartolomé, uno de los íntimos de Jesús, cuando me dirigía hacia Nazaret, en abril del año 30. En aquel accidentado viaje[135], Juan Zebedeo, otro de los apóstoles, se opuso a la opinión del «Oso de Caná», y defendió que la vida pública del Galileo arrancó con el encarcelamiento de Yehohanan, en tammuz (junio) del citado año 26 de nuestra era[136]. Poco después, cuando el Zebedeo padre me hizo partícipe de su «tesoro» (la narración de los viajes secretos de Jesús), confirmó lo indicado por Bartolomé: la inmersión en las aguas del afluente del Jordán se produjo en enero. Siempre me fié del viejo Zebedeo…
Pues bien, me hallaba en el referido mes de enero, y el instinto advirtió de nuevo. Quizá todo aquello —los súbitos cambios de planes (?) del Anunciador, la mudanza del Maestro a la aldea de Saidan, el incidente en el astillero, etc.— formaba parte del entramado del Destino…
Era preciso que mantuviera los ojos bien abiertos. «Algo» se avecinaba.
No me equivoqué…
El resto de aquel lunes discurrió con normalidad, excepción hecha de los ya casi habituales corrillos de curiosos frente al portalón —ahora siempre cerrado— de la «casa de las flores», y de un curioso «hallazgo»…
La lluvia se presentó de nuevo, e interrumpió las labores en el astillero. Y quien esto escribe se reunió con el maestro Yu antes de lo previsto. Recuerdo que me había sentado sobre la fina escoria volcánica, cerca del arcón de los libros, y prestaba atención a sus palabras. Como ya mencioné, nadie entraba en el «pabellón secreto». ¿Cómo llegó hasta allí? Nunca lo supe. Mejor dicho, tengo una sospecha, pero no es creíble…
Yu olvidó el incidente con los am. Ahora paseaba, arriba y abajo, con las manos cruzadas sobre el pecho, e intentaba transmitirme su idea del hombre jing, la máxima expresión de lo que el taoísmo denomina los «Ocho Resplandores del Interior». Jing, en traducción del chino, equivale a «radiante». Ésa, como digo, es la categoría última a la que puede aspirar un ser humano, según el Tao. «Radiante» en sus pensamientos, en sus buenas obras, en su mirada, en sus silencios, y hasta en su caminar. Todo kui era un jing, por definición, o debería serlo. Por debajo, según Yu, estaban los hombres y mujeres «resplandecientes, brillantes, simplemente luminosos, los hombres mate, los grises, los opacos y los sin luz». Y en ello andaba, imaginando las diferencias, cuando percibí un destello…
En realidad, no sé qué fue primero. Quizá, al verlo, ya había sentido aquel acúfeno, en el interior de la cabeza. Casi había olvidado el zumbido en los oídos…
Yu continuó hablando, y yo tomé una de las lucernas. La aproximé y verifiqué que no era un error. Allí, medio enterrado en la ceniza que tamizaba el barracón, justamente entre mis pies, se hallaba un pequeño disco, de un negro brillante.
Me hice con él, y lo examiné con curiosidad. No estuve seguro, pero parecía jadeíta, una bella pieza, delicadamente trabajada y pulida. No creo que rebasara los tres centímetros de diámetro. El centro había sido horadado y, en su lugar, el orfebre dispuso un diminuto círculo, con una serie de símbolos chinos, todo en oro. La gema aparecía engarzada en una finísima lámina, igualmente dorada, con un pequeño enganche. Se trataba, evidentemente, de un colgante. Y supuse que era propiedad de Yu. Quizá lo había extraviado. No podía ser de otra forma, dado que los símbolos eran chinos, y que nadie tenía acceso a su sanctasanctórum. Y, al hacerla girar entre los dedos, volvió a destellar. Fue como una «señal», pero, lógicamente, no me percaté…
Se lo entregué, y le expliqué que estaba en el suelo, entre mis sandalias.
Yu interrumpió la explicación sobre los jing y examinó la pieza.
—No es mío —declaró, al tiempo que me la devolvía—. Es jade negro…
El hombre kui captó mi extrañeza y se apresuró a matizar:
—Yo utilizo el jade para conseguir la inmortalidad. Como sabes, lo consumo, pero es verde, o blanco, o malva, o rojo, o amarillo, pero jamás negro…
Solicitó de nuevo el colgante y procedió a un análisis más detallado. Me miró, y los ojos rasgados se iluminaron. Sonrió levemente y asintió con la cabeza. ¿En qué pensaba? ¿Por qué el jade negro no era pulverizado y consumido?
Y el pitido, como otra «señal», se hizo más agudo. Pero tampoco entendí…
Entonces, con cierta emoción, Yu explicó que, para los daoshi, los buscadores de la verdad, el jade negro era el símbolo del conocimiento del cielo y la piedra que guardaba los grandes secretos de la alquimia. Todo estaba en ella, si éramos capaces de saber mirar. Por eso era una gema sagrada, y un kui nunca se atrevería a consumirla. Es más, el jade negro tenía la propiedad de «dirigir nuestros pasos» y de aprovechar las energías de la madre tierra, transmutándolas, y ayudando al hombre a alcanzar el grado jing o «radiante». Hallar un jade negro entre los pies era una bendición especialísima de los dioses —eso dijo—, y, en consecuencia, yo sólo podía ser un kui tal y como sospechaba desde un principio. Y Yu, entusiasmado, continuó hablando de las excelencias de aquel tipo de jadeíta. Entre los chinos, especialmente entre los taoístas, era mucho más que un talismán. Decían que el propietario de un jade negro era el más afortunado de los hombres, porque la piedra tenía la capacidad de hacer realidad cualquier sueño. Era el regalo más preciado. Cuando un hombre entregaba un jade negro a una mujer, eso se denominaba «beso interior», el más limpio y profundo mensaje de amor. No hacía falta palabra alguna. Recibir un jade negro significaba «ser amado». Ese amor no podía ser expresado en palabras. Pero había más. El «beso interior» encerraba, al mismo tiempo, un segundo mensaje: ese amor era imposible…
Y, sin querer, entre las palabras de Yu, fue apareciendo el rostro de Ma’ch…
Finalmente, pregunté: ¿Cuál era el significado de los símbolos dorados?
Yu volvió a leerlos y, una vez seguro, proclamó:
—Para los que leen en una sola dirección: «Felicidad». Para un kui tiene otras traducciones. Por ejemplo: «Para K».
Me estremecí.
Y concluyó la lectura:
—… «De parte de K». Sí, eso es —confirmó—. «Para K, de parte de K».
Fue inmediato. Al pronunciar la letra, o el símbolo, «K», acudió a mi memoria el sueño de Jaiá, la esposa de Abá Saúl: «… Él amaba a “K” y yo también».
No entendí nada de nada. ¡Qué extraña coincidencia! ¿O no era tal? ¿De dónde había salido aquel jade negro? Si no era de Yu, ¿cómo llegó hasta el interior del «pabellón secreto»?
Y recibí un segundo recuerdo…
¡No era posible!
«Cuando llegue el momento, busca a tus pies».
Yo lo soñé en el «lugar del príncipe», en Salem. Yo soñé cómo un hombre de «palabras luminosas» se dirigía a mí y me hacía esa advertencia[137]: «Cuando llegue el momento, busca a tus pies. Entonces comprenderás que esto no es un sueño».
Permanecí ausente durante un tiempo. Yu hablaba del jade, pero no presté atención.
¡Era asombroso! ¿Por qué «K» aparecía mezclado con el misterioso hombre de los tres círculos concéntricos en el pecho? ¿Qué diablos era «K»? ¿Por qué el «joven Jasón» estaba enamorado de «K»? ¿Y por qué lo estaba igualmente el «viejo Jasón»?
No supe qué pensar. Quizá exageraba. Quizá sólo era una coincidencia. Y el Destino, supongo, sonrió, malicioso. Yo sabía que los sueños de Jaiá se cumplían…
Por último regresé a la realidad, e interrogué al naggar sobre algo que había quedado pendiente: ¿cuál era su interpretación sobre los caracteres chinos que adornaban el disco de jade negro?
—Es el regalo de un kui —respondió con seguridad—, hacia otro kui…
—¿«K» es un kui?
Yu entendió. Sonrió con benevolencia y aclaró algo que me dejó más confuso, si cabe. La letra «k», tal y como la entendemos en Occidente, no existe en chino, y tampoco en el dialecto hablado por Yu, originario del norte de China, y con una riqueza de más de cinco mil pictogramas. Al traducir al arameo, o al hebreo, el símbolo kui (así sonaba en chino) equivalía a la letra «k», aunque sería más correcto hablar de «sonido k»[138].
En suma: «k» y kui, en el dialecto de Yu, eran lo mismo.
Los símbolos del jade, según el chino, habían sido trabajados en una antiquísima lengua escrita, a la que llamó «Wenyan», originaria de la cuenca media del río Amarillo. Era una forma de expresión de enorme riqueza conceptual, de excelente ritmo, y de gran musicalidad, utilizada por filósofos, sabios y, por supuesto, por hombres kui. Reunía casi diez mil caracteres, con las correspondientes pronunciaciones[139]. «Fue enseñada por los dioses», manifestó Yu.
«Para “K” [kui], de parte de “K” [kui»].
Necesitaría un tiempo para despejar la nueva incógnita. ¿Por qué Yu aseguraba que este explorador era un kui? ¿Yo, un soñador?
Quise obsequiarle el jade. Se negó en redondo. Yo lo había encontrado, y yo debía conservarlo. Si alguna vez decidía regalarlo, no podía olvidar el «beso interior». La persona que lo recibiera tenía que ser muy especial, otro ser kui, el gran amor de mi vida, el único, y, además, imposible…
¡Ma’ch!
Y en esos instantes supe quién lo recibiría. Pero ésta es otra historia.
—Si eso ocurre, si decides practicar el «beso interior» —añadió—, no olvides que deberás permanecer en el anonimato. La mujer afortunada podrá sospechar quién es su amor secreto, pero nunca tendrá la certeza. Si le confiesas tu nombre, el hechizo del jade negro desaparecerá. Ella, entonces, se convertiría en una mujer angustiada. ¿Comprendes?
Dije que sí, aunque, en esos momentos, consideré sus palabras como otra «historia kui». Nunca aprenderé…
—Mientras eso llega, hasta que el jade sea regalado —me miró intensamente, como si supiera que eso iba a ocurrir—, no te separes de él. Como te he dicho, es un obsequio de los cielos. Tú sabrás por qué.
Curioso. El pitido en los oídos se hizo más intenso…
Y prosiguió:
—… El jade negro pondrá música a tus pensamientos. Te recordará que amar es más importante que ser amado. Él hará llover en tu memoria cuando lo necesites. Te mantendrá frío en el calor de la disputa, y agitará tu segundo campo de cinabrio cuando te quedes atrás en la vida. La contemplación del jade te dirá que no estás solo. Alguien brilla en tu nombre, no sabemos dónde. Alguien te tiene en su corazón desde el principio. El jade es su mensajero. Él te está gritando que hay dos cielos: uno fuera, negro, y otro dentro, dorado. Recuerda: «Ka» = kui…
Así se lo prometí. Y la singular piedra preciosa siguió con quien esto escribe, hasta que el Destino lo estimó oportuno…
Al día siguiente, martes, 8 de enero, se produjo el cataclismo. ¿Cómo imaginar algo semejante?
La jornada se inició con lo ya previsto. El Maestro no acudió al astillero. Zebedeo padre y Yu estaban en lo cierto. Los am irrumpieron en el lugar, y reclamaron de nuevo al Mesías. Y se repitió la escena: los capataces la emprendieron a golpes con los infelices cargadores del muelle, y el trabajo tuvo que ser interrumpido. Según el viejo Zebedeo, Jesús se hallaba bien, aunque intranquilo. No supo explicar qué le sucedía. Yo lo intuí, y no me equivoqué…
Su hora se aproximaba.
Y al astillero llegó también la noticia sobre la comisión designada por el consejo local de Nahum, que emprendería viaje al valle del Jordán en esa misma mañana. La presidía Nitay, el sacerdote de la sinagoga, y director de las secciones menores del culto, hermano de Yehudá ben Jolí, el archisinagogo. Su misión era verificar los rumores sobre el avance de Yehohanan y, por supuesto, interrogarlo respecto a la identidad del traído y llevado Mesías.
Aunque igualmente previsto, el hecho de saber que la referida comisión estaba a punto de iniciar la marcha hacia el Jordán, sinceramente, me inquietó. Y el instinto me previno, una vez más. ¿Cuándo aprenderé a ser fiel a sus recomendaciones? Debía movilizarme y viajar con la comisión. Tenía que estar presente cuando Nitay, y el resto, llegaran ante el Anunciador…
Pero el Destino, naturalmente, tenía otros planes.
Lo que no contemplé fue la súbita aparición de Eliseo. Hacía más de dos días que no sabía nada de él. Se presentó directamente donde me hallaba y, eufórico, exclamó (mejor dicho, ordenó):
—Lo he meditado. Tenías razón. Tu situación es muy grave. No debemos comprometer el experimento. Vamos a regresar…
Me hallaba tan perplejo que no pregunté.
—… ¡Despídete de Él y de quien consideres!… ¡Regresamos!
Lo miré de arriba abajo. Efectivamente, parecía feliz. No conseguí comprender el cambio de actitud. Primero trató de convencerme para que permaneciéramos en aquel «ahora». Después anuló la contraseña, y no pude despegar. Ahora ordenaba lo contrario. Allí había algo extraño…
Y permaneció atento a mi respuesta.
Esta vez sí reaccioné. Le di la espalda y me alejé. Y allí quedó, sin saber a qué atenerse.
Estaba decidido. Recuperaría el saco de viaje, y el cayado, y me uniría a Nitay y a su gente.
Dicho y hecho. Me fui hacia Yu y me despedí. El hombre kui me miró a los ojos, y supo que no obraba con ligereza. Él lo sabía. Me lo había dicho: pronto abandonaría el astillero. Y así fue.
—Por cierto —susurró, a manera de despedida—, el jade encierra otra interpretación: «Uno produce dos»…
—¿Qué significa?
—Eres un kui —sonrió, malicioso—. Utiliza la imaginación…
¿«Uno produce dos»?
Ni idea. Pero tampoco le di muchas vueltas. No era eso lo que me preocupaba en aquellos instantes.
Yu me obligó a aceptar algunos gramos de jade molido, y me hizo prometer que lo consumiría a diario. Nos abrazamos, y le aseguré que volvería. Tenía mucho que aprender de aquel sabio…
—Sé que regresarás. Para un verdadero kui, eso es lo más importante: regresar, no importa cuándo, ni tampoco adónde…
Y me alejé del astillero de los Zebedeo. Supongo que Eliseo me vio partir.
Kesil no me esperaba, como es lógico. Utilicé como excusa la noticia de la comisión que se disponía a viajar al Jordán. Me uniría a ella. El fiel amigo entendió. Sabía muy bien de mi interés por Yehohanan. Y me ayudó a preparar el saco de viaje.
Fue entonces cuando reparé en dos circunstancias no previstas.
Y el Destino me salió al encuentro…
La «vara de Moisés» no se hallaba en la ínsula. Registré discretamente las habitaciones, pero fue inútil. El cayado había desaparecido. Si no recordaba mal, Eliseo no lo portaba cuando ingresó en el astillero. No era lo acostumbrado. Finalmente, procurando no levantar excesivas sospechas, interrogué a Kesil.
—Eliseo ha dicho que, si lo preguntabas, te dijera que ya no la necesitas…
—¿Mencionó dónde la ha guardado?
Kesil me observó, intrigado.
—¿Por qué tanto interés por una vara?
Presentí el peligro, y retrocedí.
—Cierto. ¡Qué más da!
Pero el sirviente era más listo de lo que este pobre tonto pudiera sospechar. Sin querer, acababa de cometer un error…
Era evidente que el cayado se encontraba en el Ravid. Entonces supe que el ingeniero hablaba en serio. Estaba dispuesto a regresar a Masada…
El segundo hecho, que terminaría modificando los planes iniciales —viajar directamente al valle del Jordán—, fue la escasez de antioxidantes. Sólo quedaban cuatro tabletas de dimetilglicina. Ignoraba cuánto tiempo permanecería cerca del Anunciador. Debía ser previsor, y evitar, en la medida de lo posible, que se repitiera lo acaecido en el Firán. El viaje hasta las proximidades de Pella, donde supuestamente se hallaba Yehohanan, exigía, como mínimo, una jornada de marcha. Si todo discurría con normalidad (?), la ausencia se prolongaría durante cuatro o seis días.
Nunca aprenderé…
Necesitaba antioxidantes y, por supuesto, me sentía más cómodo con la «vara de Moisés».
No tuve alternativa. Era preciso ascender al «portaaviones» y recuperar el cayado y la medicación. Si me daba prisa, antes del ocaso podía estar en lo alto del Ravid.
¡Increíble Destino!
Me hallaba a un paso del cataclismo, y fui incapaz de intuirlo…
Los cielos fueron benevolentes con este explorador, e ingresé en el módulo poco antes del atardecer. Todo se presentó en orden. Mejor dicho, en un aparente orden.
Como había supuesto, la vara fue desarmada y embalada, lista para el regreso a la meseta de Masada, y a nuestro «ahora». ¿Qué se proponía el ingeniero?
Fuera lo que fuera, no estaba dispuesto a someterme; no de esas maneras.
Armé de nuevo el cayado y lo revisé. Todo de primera clase…
¡Pobre idiota!
Y a las 16 horas, 49 minutos y 1 segundo, los relojes de la «cuna» indicaron el ocaso solar de aquel martes, 8 de enero del año 26 de nuestra era. Un día que no podré olvidar jamás…
Fue en esos instantes, con los últimos rayos del sol iluminando el peñasco, cuando accedí a la popa de la nave, dispuesto a retirar la dimetilglicina. A la mañana siguiente, con el alba, emprendería la marcha hacia el valle del Jordán…
Y el Destino se presentó, implacable.
Me hice con una buena reserva de antioxidantes —mucho más de lo necesario— y, como tenía por costumbre, eché una ojeada a la «farmacia». No pude evitarlo. Soy así, siempre previsor, excesivamente previsor. Lo contrario a un auténtico kui…
Entonces reparé en algo inusual. El férreo orden que había establecido en aquel departamento, vital para nuestra supervivencia, aparecía ligeramente alterado. Algunos de los recipientes se hallaban desplazados. Me extrañó. Eliseo no era el responsable de la farmacia. Sin embargo…
Restauré el orden inicial y, en esos momentos, caí en la cuenta: faltaban algunos específicos.
No era posible…
Volví a revisar, y lo hice por tercera vez. No había duda. No logré hallar el fenolcloroformo, ni tampoco las enzimas de restricción. Estas sustancias, como ya señalé, fueron utilizadas en el proceso de extracción química del ADN, y en la segmentación del «ovillo» del referido ADN (restrictasas)[140]. También eché en falta parte de un reactivo de cristalización, integrado por piridina y un reductor. Eliseo manipuló dichos elementos a la hora de replicar el ácido desoxirribonucleico procedente de las muestras de sangre de María, la madre del Maestro, y de los dientes de José, su esposo, y de Amós, el hijo de ambos.
No podía ser. Recordaba que había controlado, minuciosamente, dichas sustancias. Era mi obligación. Examiné de nuevo el «cuaderno de consumo», en el que anotaba cada miligramo utilizado. Negativo. La última manipulación tuvo lugar en junio del año 30, poco antes del tercer «salto» en el tiempo.
No se trataba de un error de quien esto escribe. Alguien había empleado aquellas sustancias, y recientemente. Pero sólo conocía a una persona capacitada para ello…
Tuve un mal presentimiento.
Y aunque sabía que los informes sobre ADN, elaborados con las muestras que habíamos obtenido del lienzo funerario del Maestro, así como de la sangre y cabellos de Jesús y de sus familiares, fueron clasificados por «Santa Claus», haciendo imposible el acceso a los mismos, me senté frente al ordenador central y solicité información[141].
«El usuario no tiene prioridad para ejecutar esta orden».
Era lo esperado. «Santa Claus» negó el acceso al material genético.
Y la intuición siguió avisando…
¿Por qué Eliseo había utilizado aquellos elementos químicos? ¿Me encontraba ante otro análisis de ADN? Pero ¿sobre qué muestra? Las que conocía, las que fueron manipuladas con anterioridad (en realidad, en el «futuro»), se hallaban guardadas en un contenedor especial, herméticamente cerrado y lacrado. Las órdenes del general Curtiss fueron claras y determinantes. Nadie manipularía el envase con el ADN de Jesús de Nazaret. El cilindro pasaría, directa e inmediatamente, a sus manos, nada más tomar tierra en Masada.
Tenía que acceder al banco de datos de la computadora. Tenía que consultar los informes sobre ADN. Algo no cuadraba. Algo no me gustaba. ¿Qué había hecho el ingeniero durante los días que permaneció ausente? Si trabajó sobre otra determinación de ADN, tenía que constar en los archivos del ordenador. Pero ¿cómo burlar el complejo sistema?
No me di cuenta, ésa es la verdad. En esos instantes, absorto en lo que acababa de descubrir, continué bregando con «Santa Claus». Transferí la clave, reclamando el directorio correspondiente: «CD-GMA» («acceso a material genético»). Lo hice cuatro veces. Al quinto intento saltaron todas las alarmas acústicas y luminosas de la nave. Lo olvidé…
Como había sucedido semanas antes, creí volverme loco.
¿Qué demonios era aquello? ¿Qué había fallado?
Y al minuto, como ocurrió el 21 de septiembre, el panel panic se tranquilizó súbitamente. Tampoco supe por qué. Sólo permaneció activa una solitaria y «familiar» alarma: el Sistema de Control Ambiental (ECS)[142].
Demasiadas coincidencias…
Los pilotos saben muy bien que dos averías (dos bombas) no caen en el mismo cráter…
En ambas ocasiones, todo siguió un proceso idéntico. Consulté los indicadores internos de temperatura y, como suponía, las lecturas fueron las adecuadas. En realidad, no fallaba nada. Mejor dicho, era yo el que estaba fallando. Era yo el estúpido de solemnidad…
¿Cómo no lo vi mucho antes?
Hice una nueva prueba, ignorando la parpadeante y obstinada luz del ECS.
Efectivamente. Al solicitar el acceso a los archivos «ADN» por quinta vez, «Santa Claus» disparó las alarmas.
¡Estúpido, sí!
Como suponía, sólo se trataba de un «circo». Jamás hubo avería alguna. Entre los técnicos de la operación Caballo de Troya lo llamaban el «quinto bucle», una de las medidas de seguridad del sistema. En el caso de un intruso —más que supuesto en aquel «ahora»—, si el acceso a determinado código era denegado por cinco veces, y de manera consecutiva, el ordenador estaba programado para «desviar» la atención con algo escandaloso que lo hiciera desistir de sus propósitos. Esto era el maldito «quinto bucle». Ni Eliseo ni yo lo habíamos tenido en cuenta. Rectifico: yo lo olvidé. En cuanto al ingeniero, ¿cómo era posible que no lo recordara? Él era experto en informática…
Durante unos segundos no supe qué pensar. Recordé lo sucedido el 16 de agosto, cuando se registró el pequeño fallo al teclear en el ordenador[143], y «Santa Claus» denegó, por primera vez, el acceso al material genético. Eliseo, responsable del error, se indignó y juró que encontraría la «puerta trasera» para abrir de nuevo el directorio de los ADN. Aquello lo molestó, y mucho…
¿Qué raro? Él sabía del «quinto bucle». Él estaba al tanto. Pero entonces…
Y el pensamiento inicial casi se hizo certeza.
¡Tenía que salir de dudas!
¡A paseo las normas!
Fue el principio del fin…
Rescaté el cilindro de acero que contenía las muestras del Maestro y de los suyos, cerrado y lacrado en mi presencia por el ingeniero, y lo examiné detenidamente.
Sentí un escalofrío.
La intuición me alertó. Si lo abría, quién sabe… Quizá podía provocar una catástrofe.
La intuición jamás se equivoca. Es la razón la que nos pierde.
El pequeño y brillante contenedor, de 18 centímetros de longitud por 9 de diámetro, fabricado en acero maraging[144], casi indestructible, era uno de los «tesoros» de la operación. Curtiss, como dije, estaría al pie del módulo, esperándolo. Si rompía los sellos me convertiría en un renegado. Sólo Eliseo fue autorizado a cerrar y lacrar. Él era el responsable del lacre especial que, por cierto, nunca supe dónde guardaba. Miento: en alguna oportunidad lo vi entre sus cosas, en el saco de viaje.
Pero, de pronto, sentí remordimientos. Era un soldado. Abrir el cilindro era desobedecer las órdenes…
Lo acaricié, y peleé contra la razón. Algo no funcionaba correctamente en aquella historia. Tenía que decidirme. Tenía que ser valiente, y aclarar las dudas. Pero ¿y si estaba en un error?
«Eres un soldado —dictaba la razón—. Limítate a obedecer…».
«¡Ábrelo!… Sabes que estás en lo cierto —susurraba la intuición—. Alguien miente…».
Y se produjo el cataclismo.
Obedecí a la intuición y destruí los precintos.
Al abrir el contenedor fue como un terremoto…
Me negué a aceptarlo. Cerré el cilindro y escapé de la «cuna», horrorizado.
Deambulé por la plataforma rocosa, sin saber qué hacer, ni qué pensar.
¡Bastardo!
Era lo único que repetía.
¡Bastardo! ¿Cómo pudo?…
Finalmente me rendí a la evidencia y retorné a la nave. Repasé de nuevo el contenido del cilindro de acero, e intenté serenarme.
Allí estaban, como ya sabía, las muestras de sangre, cabellos, sudor, etc., del Maestro, extraídas de los lienzos funerarios, así como las ya mencionadas de la Señora, de José y del pequeño Amós. Pero había algo más. Algo de lo que no tenía conocimiento…
Meticulosamente envuelto en una cápsula de seguridad, y listo para su «transporte» al siglo XX, descubrí un mechón de pelo.
Al principio lo confundí con los cabellos que yo mismo rescaté del Pequeño Sanedrín, en Jerusalén, cuando el Maestro recibió aquella salvaje paliza…[145].
Después comprendí que eso no era posible. Aquel mechón, y otra muestra de sangre del Galileo, fueron trasladados a nuestro «ahora» al concluir el primer «salto» en el tiempo. Me hallaba ante «otro» mechón…
No tuve que esforzarme para averiguar el origen del mismo. En el protocolo que acompañaba a la muestra se leía textualmente:
«Cabello humano arrancado al Beth. Fecha: 4 de enero, viernes, año 26. Hora: 15.00 p.m. Lugar: bosques llamados del Attiq (actual Galilea). Recogido por “uno de los cincuenta y dos”. Confirmado ADN».
¡Bastardo!
Y rememoré la escena: Jesús, en mitad de la tormenta de nieve, en lo alto del árbol, sujetando con dificultad a su ayudante, el joven Minjá, el epiléptico. El muchacho, en plena crisis convulsiva, colgaba prácticamente en el vacío. Y recordé su mano izquierda, aferrada a los cabellos del Maestro…
¡Maldito…!
En una de las violentas convulsiones, Jesús no pudo retener a Minjá y éste se precipitó sobre la nieve…
Obviamente, el epiléptico se llevó consigo un mechón de pelo del Hijo del Hombre…
¿Cómo no me di cuenta?
Al caer sobre la nieve, Eliseo fue uno de los primeros que acudió en auxilio del ayudante. Intentó sujetarlo, e Iddan, el afilador, se lo impidió. Después continuó al lado del muchacho y colaboró, incluso, en el transporte del mismo hasta el campamento. Pudo hacerse con el mechón en cualquiera de esos momentos…
Sencillamente, no me percaté de la maniobra del ingeniero.
Y empecé a atar cabos…
Por eso me arrebató la vara en Jaraba. Por eso se quedó atrás cuando descendíamos hacia Nahum, y «desapareció» hacia el Ravid. Por eso estuvo ausente durante dos días. Por eso la misión no había terminado. Por eso, ahora, lo encontré eufórico y dispuesto para el regreso a Masada. Por eso faltaban el fenolcloroformo y las demás sustancias…
¡Miserable!
¡Había tomado al Maestro como un objetivo militar! De no ser así, ¿por qué empleaba una clave? ¿Por qué lo llamaba Beth? ¿O era Bel? La letra del ingeniero, pésima, me confundió. Beth o bet es una letra hebrea. Equivale al número dos. Es la que inicia la Creación. Eso era Jesús para ellos: el «Dos». Si lo que quiso escribir en el protocolo fue bel, en arameo (lo correcto hubiera sido be’el), entonces se refería a «señor», quizá «comandante». Poco importaba. Lo grave es que había actuado a mis espaldas. Mejor dicho, habían actuado…
Respecto a la «firma» de Eliseo en dicho protocolo —«uno de los cincuenta y dos»—, tampoco supe explicarla. Imaginé que eran cincuenta y dos los individuos que formaban parte del complot. Dado que el cilindro, con el valioso material genético, pasaría a manos extrañas, quizá Eliseo no quiso comprometer su identidad. ¿O cumplía órdenes? ¿Quiénes eran los otros? Y me vino a la memoria un viejo sueño, registrado en la aldea de Bet Jenn, cuando marchábamos hacia las cumbres del Hermón. En dicha ensoñación «vi» a unos hombres vestidos con uniformes de campaña y amenazantes. Eran norteamericanos, como yo. Todos tenían el mismo rostro: el de Curtiss. Y el general me reclamó los informes de ADN[146]…
¡Dios santo! ¿Qué estaba pasando?
En el contenedor fue depositada también una larguísima secuencia numérica, con el siguiente encabezamiento: «Aviso a los dioses». Contenía 464 dígitos. Deduje que se trataba de un mensaje encriptado. El 168, iniciando la cuenta por la parte superior, se hallaba marcado por una pequeña flecha roja. Era un «7». Pero no me sentí con ganas de enfrascarme en la resolución del criptograma. Eliseo comunicaba algo a alguien; supuestamente, al jefe de la operación: Curtiss. Por prudencia, la extraje del cilindro y la oculté en la nave. Algún tiempo después copié la citada secuencia. Hasta el día de hoy está sin resolver.
¡Malnacido! Él sí era kedab, un maldito mentiroso…
Pero ¿y si me equivocaba? Quizá el mechón de pelo no guardaba relación con el Maestro. ¿Podía estar en un error? ¿Estaba juzgando a Eliseo equivocadamente?
Las dudas —absurdas— me obligaron a examinar los cabellos. Utilicé el microscopio, el Ultropack, y la luz polarizada. Sumé sesenta y siete pelos, correspondientes a la región temporal del cuero cabelludo. Era un mechón arrancado, con la mayor parte de los bulbos desaparecida, o bien abiertos (en evolución), húmedos y pegajosos[147]. Algunos, no muchos, se conservaban intactos. Supongo que el ingeniero los aprovechó para extraer el ADN. Por lo que recordaba, era un pelo idéntico al que fue analizado en el primer «salto». Los estimables índices de hierro y yodo hallados en ambas muestras fueron definitivos. Ambos mechones de pelo procedían de la misma persona, el Maestro.
¡Dios!… ¿Cómo pudo simular hasta ese extremo? ¡Todo era mentira!
Simuló que no recordaba el «quinto bucle». Me animó a programar el tercer «salto». Dijo creer en las palabras del Galileo. Se «entusiasmó» (!) en el Hermón, y prometió «consagrarse a la voluntad del Padre». Maldijo a Curtiss, y a los suyos, en mi presencia. Confesó estar enamorado…
¡Todo falso! ¿Todo? ¿Y su amor por Ruth?
Pero él no era el peor…
Y la operación Caballo de Troya se desmoronó como un castillo de arena. No era esto lo que había supuesto.
¡Malditos militares!
Y rectifiqué.
¡Maldito Curtiss!… ¡Tosser[148]!
No era el conocimiento lo que le interesaba. No era la verdad. No era Jesús de Nazaret. Era el poder, de nuevo…
Meses más tarde, cuando sucedió lo que sucedió, el propio Eliseo confesó que era un dark-darn, un «oscuro del infierno». Así llaman a los agentes especiales del DRS (Servicio de Investigación de la Defensa), los más temidos, tanto por su preparación como por su audacia. Son los «oscuros» los que emprenden las misiones pioneras, casi siempre con objetivos poco confesables[149]. Caballo de Troya reunía todas las características de un proyecto de investigación avanzada y, como manifesté, algunas de las agencias de seguridad norteamericanas lucharon a brazo partido para ingresar en el grupo. De eso, Curtiss, el doctor Kissinger, y Richard Helms, ex director de la CIA, saben mucho…
Pero no adelantaré los acontecimientos. Antes de la «confesión» del ingeniero sucedieron otras cosas…
Por supuesto, no fui capaz de conciliar el sueño. ¿Qué debía hacer? ¿Retornaba al astillero y pulverizaba a Eliseo, tal y como me había propuesto días atrás? No me pareció lo más inteligente…
Y dediqué esa noche, y parte del día siguiente, miércoles, a planificar lo que, en principio, serían los pasos inmediatos.
Hice un frío balance de la situación (para ser exacto, de mi situación). Esto es lo que tenía ante los ojos: mi compañero no era lo que suponía. Nada de lo que hiciera, o dijera, era fiable. Si deseaba continuar la misión, si pretendía seguir al Hijo del Hombre, tendría que hacerlo por mi cuenta, y olvidar a Eliseo. ¿Me sentía con fuerzas? ¿Cómo resolvía el gravísimo problema de los «tumores» cerebrales? Estaba atado de pies y manos. ¿O no?
En la «cuna» aparecía un mechón de pelo, casi con seguridad del Maestro, introducido clandestinamente. ¿Por qué? ¿Qué necesidad tenía de actuar a mis espaldas? ¿Para qué esta nueva muestra? En el primer «salto» obtuvimos las necesarias. Con las «tijeras químicas», por ejemplo, el ADN de Jesús fue segmentado y, en cuestión de horas, el ciclador térmico proporcionó más de un millón de «copias». Todo eso se hallaba en poder de Curtiss y de los suyos. No lograba entender. A no ser que…
Rechacé la idea. Las muestras transportadas al siglo XX —sangre y cabello— se hallaban en perfecto estado. Como ya indiqué[150], de dichas muestras, en especial de la sangre, se extrajo mucha información. Según los especialistas, los linfocitos estaban completos. En otras palabras: pudieron trabajar con el ADN del Hijo del Hombre. ¿Falló algo? Lo ignoraba en esos momentos. Lo que estaba claro es que Eliseo se arriesgó, e introdujo una nueva muestra del Galileo en el módulo. Cumplía órdenes, supuse, y lo hizo por alguna razón de especial trascendencia. Nunca fui informado respecto al uso que se le dio a dicho material genético, pero no hace falta ser muy despierto para intuirlo…
Meses más tarde, como digo, cuando el ingeniero confesó, comprendí que me había quedado corto en mis apreciaciones. Era peor de lo que suponía… Algo impropio de un ser humano. Algo que me avergonzó y que fortaleció la vieja idea. No se saldrían con la suya[151]…
Y quizá sea el momento de reconocer mis propias culpas. La ignorancia no me exime. Directa, o indirectamente, quien esto escribe colaboró con los militares en sus tétricos proyectos. Yo ayudé a trasladar las muestras a nuestro «ahora». Lo siento. Si tuviera que disculparme, sólo acertaría a decir que mi intención fue otra, muy diferente. Curtiss me habló de investigar la verdad sobre los últimos días del Maestro. Eso fue lo pactado, al menos conmigo.
Pero ¿de qué servía justificarme? El Destino me había arrastrado, y allí estaba, en lo alto del Ravid, más solo que nunca, condenado a muerte, y desmoronado ante lo que acababa de descubrir.
Pasé horas enteras desconcertado.
Pensé en regresar a Nahum y, sencillamente, entregarme a la voluntad de Eliseo. Tarde o temprano tendría que hacerlo. Él era el único que disponía de la clave para despegar y volver a nuestra realidad. Si decidía permanecer en aquel «ahora», ¿qué sería de mí y, sobre todo, qué sucedería con nuestros hallazgos sobre el Hombre-Dios? No creí que los militares los dieran a conocer.
Y quizá hubiera ganado la razón, quizá me habría inclinado por el sometimiento a Eliseo, de no haber sido por un súbito, casi fugaz, pensamiento que me despertó y me hizo reaccionar.
¡Nun!
Fue la intuición, estoy seguro. Fue ella la que tocó de nuevo en mi hombro…
¡Nun! ¡Milagro!
Fue la inicial de la letra hebrea la que me rescató de aquel peligroso momento. Fue la peonza de sauce, en la ínsula y allí mismo, en la plataforma del Ravid, la que inclinó la balanza de mi voluntad. Fueron los recuerdos de dicha letra —nun— los que hicieron posible el «milagro». Lo he dicho alguna vez: todo, en esta aventura, fue mágico…
Seguiría adelante.
Ahora, más que nunca, tenía que poner a prueba mi confianza en aquel Hombre.
Lucharía.
Eliseo tenía el poder. Yo, ahora, obedecería a la intuición…
Entonces, en la imaginación, surgió Yu. Sonreía y susurraba: «Eres un kui».
Así lo haría. Proseguiría la labor de seguimiento del Maestro. Pero antes tomé una serie de decisiones.
Primera: no permitiría que el cilindro de acero, con las muestras de Jesús y de su familia, cayera en manos de Curtiss. Tenía que hacerlo desaparecer. Eliseo jamás lo encontraría. No cometería un segundo error. Sin el contenedor, el ingeniero no despegaría. ¿O sí?
La misión, efectivamente, no había terminado…, para ninguno de los dos.
Segunda: guardaría silencio sobre lo hallado. Necesitaba averiguar hasta dónde era capaz de llegar el maldito «oscuro». Sabía que, tarde o temprano, Eliseo se daría cuenta de la desaparición del cilindro, pero eso no me preocupó. No le tenía miedo. Y disfruté, imaginando su cara al comprobar que las muestras habían sido sacadas de la «cuna».
Acerté, a medias. El ingeniero lo averiguó, naturalmente, pero reaccionó peor de lo que supuse…
Tercera: procedería al inmediato «blindaje» del diario de a bordo. Nadie tendría acceso a lo escrito. Y la vieja idea, como digo, se propagó, segura, por mi corazón. Curtiss y el resto no lo merecían. El mundo tenía derecho a conocer la verdad. Aquella preciosa información no sería clasificada, como tantos otros asuntos…
Yo la pondría a salvo, aceptando que lograra regresar a mi tiempo. El Destino oía estas reflexiones —lo sé— y sonrió, malévolo. Fue como planeé, pero por un camino no sospechado en esos instantes…
Así es el Destino.
Cuarta: acudiría al río Jordán, tal y como programé inicialmente. Eso me concedería tiempo. Si todo discurría con normalidad (?), la siguiente revisión del módulo, y quizá el descubrimiento de la falta del cilindro, se registraría en el plazo de una semana y media, aproximadamente. Entonces, ya veríamos…
Si me daba prisa, todavía podía alcanzar a la comisión de Nahum que debía interrogar a Yehohanan.
Quinta: dada la situación, y el progresivo envenenamiento de las relaciones entre Eliseo y quien esto escribe, al retornar a Nahum buscaría otro lugar en el que vivir. Compartir la ínsula hubiera sido una locura. Lo sentí por el fiel Kesil. Si el Maestro seguía habitando en el caserón de los Zebedeo, en Saidan, allí me trasladaría.
Y me preparé.
Dispuse una carga de «nemos», la mitad de los diamantes, y la dimetilglicina, y dediqué el resto de la mañana del miércoles a buscar un lugar donde enterrar el cilindro de acero.
No fue tan simple.
Recorrí la plataforma, pero siempre tropecé con algún inconveniente. El áspero terreno no era fácil de remover. Además, Eliseo lo hubiera detectado. En la nave disponíamos de procedimientos para localizar una pieza metálica.
Y el asunto, aparentemente sencillo, se complicó.
Ni la muralla romana, ni los nidos de las «ratas-topo», ni tampoco el manzano de Sodoma eran lugares adecuados. Hubieran sido los primeros objetivos del ingeniero. ¿Lo despeñaba por el acantilado? Negativo. Era una pieza extraña en aquel «ahora». No debía permitir que fuera manipulada. Pero, sobre todo, contenía unas muestras que exigían un mínimo de respeto.
No lo dejaría en el Ravid.
Y así se agotó el miércoles, 9, con el contenedor entre las manos, sin saber qué hacer con él.
Sólo se me ocurrió una solución. Lo llevaría conmigo, oculto en el saco de viaje, hasta que pudiera desembarazarme de él o, al menos, de los dientes de José y de su hijo Amós, de la sangre de la Señora y del Maestro, así como de sus cabellos.
Algo se me ocurriría, camino del Jordán…
Y todo se retrasó. Aquel problema —cómo suponerlo en esos momentos— resultaría decisivo, a no tardar. ¿Cuándo aprenderé a no hacer planes más allá de mi propia sombra?
También el «blindaje» del cuaderno de bitácora fue más laborioso de lo que pensé. Eliseo era un genio con la computadora. No podía competir con él. Y necesité horas para diseñar una clave que invalidara cualquier intento de abordaje.
Parte de la contraseña de acceso fue la palabra «feliz», una de las interpretaciones de los símbolos chinos que adornaban el misterioso disco de jade negro, hallado a mis pies en el «pabellón secreto» de Yu. ¿Feliz? Tenía que situarme en la mentalidad del astuto ingeniero. Él evaluaría todas las posibilidades imaginables, sin perder de vista mi psicología y estado de ánimo. No podía decirse que estaba viviendo mi mejor momento. No era feliz. Por eso me decidí por dicha palabra, y un segundo «elemento»…
En principio, la seguridad del diario parecía garantizada. Sólo yo estaba capacitado para abrirlo.
Y el Destino siguió observándome…
No, no todo se hallaba bajo mi control. Eliseo no era un enemigo pequeño. Era un «oscuro»…
Por fin, resueltos (?) los obstáculos, renové la «piel de serpiente», cargué el saco de viaje y descendí del Ravid. Era el amanecer del viernes, 11 de enero. Los relojes del módulo señalaban las 6 horas, 38 minutos y 53 segundos.
Empezó a llover mansamente. Y me sentí más calmado. ¡De nuevo en el camino, como siempre! ¡De nuevo frente al misterioso Destino! ¿Qué me reservaba en esta oportunidad? Pronto lo averiguaría. Es curioso. Yo sí confiaba en el Padre, a mi manera. Y esa confianza —no sé cómo explicarlo— se hacía visible en ocasiones como aquélla, cuando todo, aparentemente, se presentaba perdido. Más que confianza, quizá debería hablar de seguridad. Una formidable y benéfica seguridad en el poder de los cielos. Así me presenté en la base de aprovisionamiento de los «trece hermanos», al sur de la populosa ciudad de Bet Yeraj, confiado y seguro. Ese buen Dios —Ab-bā—, del que tanto hablaba el Maestro, me protegería…
Los sais, los conductores de carros, lo sabían todo. El vidente y su grupo se encontraban cerca del yam. Hablaron de un lugar próximo a la aldea de Ruppin, por la que este explorador ya había cruzado anteriormente. Las noticias llegadas a Nahum eran correctas, a medias. ¿Un ejército? Los sais rieron con ganas, y con razón. «Un ejército de treinta y cinco locos, como el profeta». Eso era todo. Yehohanan avanzaba hacia el lago, cierto, pero lo acompañaban los de siempre.
Él no me reconoció en un principio, pero lo seleccioné de entre los muchos voluntarios que se ofrecieron para trasladarme al paraje en el que predicaba el Anunciador. Lo conocía de viajes anteriores. Fue el guía que condujo el carro desde Damiya a Migdal, cuando Eliseo enfermó. Me gustó aquel tipo. Era honrado, miraba a los ojos, hablaba lo justo, y conocía el valle. Lo llamaban «Tarpelay», por ser oriundo de Tarpel (actual Libia). Era negro como el carbón, con el cráneo rapado, y siempre vestido de amarillo. En la faja sobresalían tres dagas, con las empuñaduras de plata, relucientes y amenazadoras. A decir verdad, jamás lo vi hacer uso de ellas.
Pactamos el precio y partimos por la vieja y familiar senda que descendía paralela al río Jordán.
Ahora, en la distancia, al revisar y ordenar el cuaderno de bitácora, sigo asombrándome. Todo, en la vida, en cualquier vida, se halla minuciosa y milimétricamente ordenado, aunque no somos conscientes. Ése era mi caso. Aquella cadena de «coincidencias» —la falta de antioxidantes, el «descubrimiento» en la farmacia de la «cuna», etc.— tenía un porqué. Todo fue trabado magistralmente, para que me hallara en el lugar adecuado, y en el momento preciso. Si no creo en la casualidad, ¿cómo explicar lo que ocurrió esa misma noche del viernes?
A cosa de treinta kilómetros de los «trece hermanos», Tarpelay se aseguró. Preguntó en la intersección de la senda con la calzada que unía Bet She’an y Pella, y confirmó sus noticias. Yehohanan había montado el nuevo guilgal hacia el este, a 27 estadios de donde nos encontrábamos, aproximadamente (casi cinco kilómetros). El camino más corto era la calzada romana, ya mencionada, que se dirigía a la ciudad de Pella. Los vendedores del cruce se refirieron a un puente, el primero que encontraríamos, en un lugar que llamaron «Ahari». Otros se mostraron disconformes con esta designación y hablaron de «Omega», el meandro «Omega». «Ahari» era una palabra aramea; significaba «final». En cuanto a «Omega», es griego; representa la última letra de dicho alfabeto.
¿Omega?
Y sentí un escalofrío…
Yo había oído ese nombre. Omega…
Y hacia la hora sexta (mediodía), Tarpelay se despidió, y me deseó suerte. Sonrió con los ojos, y creo que me reconoció, pero no podría asegurarlo…
Me hallaba sobre un pequeño puente de piedra, en efecto. La calzada se perdía hacia el sureste, en línea recta. Por allí se alcanzaba Pella y otras poblaciones de la Decápolis. Me asomé por el parapeto y distinguí unas aguas presurosas y el apretado verde de un bosque. Era un riachuelo sin pretensiones, limpio y rumoroso, que buscaba al Jordán, como todos. No muy lejos, según nuestros informantes, tropezaría con el vidente y los suyos. Según mis cálculos, la aldea de Ruppin estaba a seis o siete kilómetros. También me hallaba muy cerca de las «once lagunas», y del criadero de cocodrilos que visitamos en la compañía de Belša, el enigmático persa del sol en la frente. Eso quería decir que Salem se encontraba igualmente próximo. Yehohanan se había movido, pero no a la velocidad que indicaban los rumores…
Me alejé del puente y continué por la orilla izquierda, aguas abajo. La temperatura era moderadamente alta. Había dejado de llover y el cielo recobró su azul natural, casi infinito. Pronto alcanzaríamos los 30 o 35 grados Celsius.
Y a pesar de la amarga experiencia vivida con el gigante de las siete trenzas rubias, experimenté una cierta emoción. Los encuentros con aquel hombre siempre estuvieron cargados de dudas y de tensión. Pero lo estimaba. Él salvó mi vida…
¿Cómo reaccionó ante la comisión designada por el consejo de Nahum? Quién sabe… El Anunciador era imprevisible.
El afluente, como dijeron los vendedores, formaba en aquel lugar un gigantesco meandro, en forma de herradura, de unos setecientos u ochocientos metros de diámetro. Era el nahal Artal[152], otra de las corrientes secundarias que regaban el este del Jordán, muriendo frente a las referidas «once lagunas», al sur de Ruppin. Como ya indiqué, el tramo norte del Jordán, entre el mar de Tiberíades y el río Kufrinja, que desemboca en la localidad de Juneidiyya, era rico en este tipo de grandes curvas, ocasionadas por las características del terreno, sembrado de materiales muy duros, especialmente basalto, que obligaban a las aguas a doblegarse y a buscar caminos más fáciles.
Después lo supe. Aunque los judíos designaban el enorme meandro con el citado nombre de «Ahari», los habitantes de la zona, paganos en su mayoría, preferían la designación en griego: «Omega», por la semejanza de la curva con la letra griega en cuestión. Entonces no caí en la cuenta. Fue después, al suceder lo que sucedió, cuando comprendí que ambos términos —«Ahari» y «Omega»— tenían una íntima relación…
Pero no debo precipitarme.
Al poco, efectivamente, descubrí gente. Aparecían en la orilla opuesta, entre los árboles. Me había equivocado al elegir la margen izquierda del arroyo. Era el campamento de los inevitables seguidores. Sumé veinte o treinta tiendas, repartidas por el bosque. Eso representaba alrededor de trescientas personas. Los entusiastas y curiosos habían aumentado desde los días de Enaván, en las cercanías de Salem. Todo parecía tranquilo. No llegué a distinguir a Yehohanan, y tampoco al grupo de los discípulos. Eso me inquietó.
Y durante un rato me senté en la orilla, examiné el lugar y a los acampados, y tomé referencias, según mi costumbre.
Omega era un apretado bosque, con algunos pequeños claros, muy pocos. Dominaban los tamariscos y un matorral bajo, parecido a la siempreviva, que teñía los pies de la arboleda de un violeta hermoso y relajante. Pero lo que llamaba la atención en la gran «herradura» eran unos árboles de unos veinte metros de altura, muy hermanados, ocupando prácticamente la totalidad del meandro, con enormes flores blancas, colgantes como pañuelos al aire. La menor brisa las hacía oscilar. En la distancia, uno tenía la sensación de que era saludado por miles de amigos. Para mí fue el bosque de los «pañuelos»[153].
En esa orilla del Artal, entre cañas, asomadas a las aguas, se presentaban cuatro o cinco grandes lajas de piedra negra, casi planas, y muy erosionadas. Algunas mujeres lavaban la ropa sobre ellas, apaleando mantos y túnicas entre canciones y risas.
Y de pronto, entre los davidia, creí distinguir al pequeño-gran hombre. Era Abner, el segundo de Yehohanan. Caminó hasta el extremo de una de las piedras y dirigió la mirada hacia el norte, como si buscase a alguien. Deduje que el vidente había vuelto a desaparecer.
No lo pensé más. Retorné al puentecillo y me reuní con la margen derecha del río.
Fui directo hacia Abner.
Al verme se sorprendió y se lanzó a mis brazos. Tenía razón cuando me llamó caja de sorpresas. Tan pronto estaba con ellos como me perdía en los bosques, en la compañía del profeta, como regresaba, convertido en un anciano… Pero me apreciaba. Abner quería a Ésrin, y yo a él. Sonrió con dificultad, y mostró la dentadura en ruinas, asolada por la grave periodontitis (piorrea) que padecía. Algo le preocupaba. Pregunté y se sinceró. Una comisión, nombrada por la sinagoga de Nahum, acababa de partir de Omega. Permaneció dos días en el meandro, e intentó interrogar a Yehohanan. Y digo «intentó» porque, al parecer, el de las «pupilas» rojas no se dignó contestar. Nitay, el portavoz y jefe de dicha comisión, quería saber si Yehohanan era el Mesías libertador de Israel, y cuáles eran sus planes. Lo interrogó acerca de los rumores que corrían por el yam y, muy especialmente, sobre los ejércitos que —decían— se habían unido al vidente. También preguntó por un tal Jesús, al que hacían alusión dichos rumores, objetivo del Anunciador en Nahum.
Y como había sucedido en Enaván, con la representación del Templo, Yehohanan los despreció; se hizo con la colmena y se alejó río arriba. No volvieron a verlo. Esa misma mañana del viernes, como digo, aburridos y decepcionados, Nitay y el resto emprendieron el viaje de regreso al yam. Este explorador se cruzó con ellos, muy probablemente, aunque no reparé en ello.
Abner no entendía el comportamiento de su ídolo. La presencia de la comisión de Nahum, al igual que la de los sacerdotes y levitas en los lagos de Enaván, era una importante señal. Todo el mundo sabía ya de la existencia de Yehohanan. Todos deseaban conocerlo y, lógicamente, averiguar si era el Libertador y «rompedor de dientes». ¿Por qué se comportaba así? ¿Por qué no aprovechaba aquellas oportunidades y se situaba, definitivamente, a la cabeza de la nación judía? Todos lo seguirían. Él era el Mesías…
Guardé silencio, naturalmente. El bueno y confiado de Abner creía lo que decía. Para él, como para los discípulos y los fanáticos que los secundaban, Yehohanan no era, únicamente, el heraldo o anunciador de la «salvación de Israel». Era el propio Libertador político-social-religioso, como ya he referido en otras oportunidades. Esta realidad, ignorada por los evangelistas, provocaría, a no tardar, un permanente río de conflictos…
Las preguntas de Nitay, el sacerdote y limosnero jefe de Nahum, relacionadas con el posible liderazgo de Jesús, fueron las que realmente desarmaron a Abner. Yehohanan había hablado sobre su pariente lejano. Algo sabía, y lo compartió con algunos de los íntimos. Pero, que él supiera, nadie había filtrado el nombre de Jesús, «como el que tenía que venir…». Él y los treinta y cuatro «justos» (me incluyó, por supuesto) creían en Yehohanan, sólo en él. Jesús era un desconocido e, incluso, un posible rival. ¿Por qué difundir ese nombre?
Supongo que ambos pensamos lo mismo: alguien se fue de la lengua, alguien no era trigo limpio entre los «justos»…
Tal y como supuse, los rumores que llegaban al yam estaban distorsionados. Las intenciones del Anunciador eran alcanzar Nahum y postrarse ante Jesús, tal y como dijo, pero nadie podía estar seguro. El gigante era imprevisible. Su desequilibrio lo conducía a un torbellino de dudas. Nada era seguro con él.
Y despacio, sin dejar de conversar, Abner me condujo al guilgal, el círculo protector que trazaban en todos los campamentos, y siempre alrededor de un árbol. Era otra de las exigencias del vidente. En este caso fue elegido uno de los davidia, casi en el centro de la «herradura», a unos trescientos metros del basalto sobre el que lavaban las mujeres. De las ramas colgaban nuevos ostracones (trozos de arcilla), con leyendas como las siguientes: «Y los estrellaré, a cada cual contra su hermano», «Y me dijo Yavé: no estará mi alma por este pueblo», «Los pisé con ira», «Las naciones temblarán ante ti», «Pues he aquí que viene el Día, abrasador como un horno»… Eran frases de Isaías, Jeremías, Malaquías y otros profetas, a cuál más amenazadora o destructiva. Aquél era el concepto de Yehohanan sobre Dios.
El resto de los hombres se alegró también al verme. Ésrin («Veinte») había regresado. Ni Belša, ni Andrés, ni Simón se encontraban en el campamento. Del primero, nadie supo dar razón. Respecto a los hermanos pescadores, Abner indicó que habían retornado al yam, con sus familias. No tardarían en volver. Eso era lo acostumbrado: iban y venían…
Judas, el Iscariote, sí permanecía con el grupo, aunque casi siempre distanciado y esquivo, mezclado con la gente. Lo vi conversar con los acampados, en voz baja y receloso, como si temiera que alguien pudiera oírlo, y delatarlo. Imaginé que continuaba con su gran obsesión: formar parte de los zelotas, o patriotas, los que pretendían la independencia de Israel a cualquier precio.
No me equivoqué. Entre curiosos, fanáticos, gente que buscaba la curación de sus males, ociosos, y vendedores, en Omega se congregaron algo más de trescientas personas. Poco había cambiado respecto a lo visto en el vado de las «Columnas». Los mismos intereses, la misma curiosidad y la misma polémica. ¿Era o no era el ansiado Mesías?
Llegaron a Omega con la fiesta de la Janucá, a finales de diciembre. Yehohanan, como era habitual, se alejaba del guilgal y permanecía ausente varios días. Uno de los hombres, al amanecer, se apostaba en las piedras negras de la orilla y vigilaba. Si el vidente hacía acto de presencia, tocaba el sofar, el cuerno de carnero, y el campamento se movilizaba. Primero era la prédica, amenazadora, naturalmente, y después la ceremonia de «bajar al agua» o šakak, en la que los aspirantes al «reino» se sumergían en el arroyo y purificaban así el cuerpo. La inmersión era simbólica. De nada servía, según Yehohanan, si antes no existía un arrepentimiento de los pecados, y una voluntad firme y sincera de formar parte de los elegidos, al servicio del «rompedor de dientes». Dicha ceremonia no era un bautismo, tal y como entienden hoy los creyentes. Insisto: «bajar al agua» no significaba el perdón de los pecados. Eso era previo. Para el Anunciador, la inmersión era un «sí» al Yavé justiciero y a la necesidad de vengar las iniquidades de los impíos (especialmente de Roma).
La verdad es que me sentí decepcionado. Había hecho el viaje para nada. No acerté a presenciar el interrogatorio (?) de la comisión de Nahum, y, prácticamente, nada de lo rumoreado era cierto. Hubiera sido más interesante haber continuado en el astillero, en la compañía de Yu…
Y el Destino, desde lo alto, debió de sonreír. Nunca aprenderé.
El caso es que decidí acampar con los íntimos de Yehohanan. Al día siguiente, si no aparecía el Anunciador, retornaría al lago. El Maestro era más importante.
Fue entonces, hacia la nona (tres de la tarde), cuando recordé que el asunto del cilindro de acero seguía pendiente. Aquél era un paraje apropiado para ocultarlo. Y decidí echar un vistazo entre los árboles…
Si lo enterraba en el bosque de los «pañuelos», ¿quién podía hallarlo? Eliseo, difícilmente…
Y al levantar la vista reparé en algo que ya había observado, pero a lo que no presté suficiente atención.
¡Increíble Destino! Él sabe…
En las copas de los davidia habitaba otro mundo, formado por diez o doce especies de aves, todas residentes en el Jordán, a cuál más escandalosa y activa. Distinguí reyezuelos verdísimos, mirlos de picos encendidos, chorlitos, francolinos nerviosos, golondrinas rápidas como suspiros, tímidos ruiseñores y, sobre todo, la especie dominante en Omega, el guardarrío de pecho blanco (Halcyon smyrnensis) y su «primo», el Ceryle rudis, otro guardarrío vestido de arco iris. Estos últimos, más sociables, estaban en todas partes. Los había a miles. Sus cantos, fuertes y estridentes, obligaban a los acampados a levantar el tono de la voz. Algunos, incluso, enojados con los incansables ceryles, la emprendían a pedradas, provocando el efecto contrario: la escandalera se hacía insufrible.
A decir verdad, nunca, hasta esos momentos, había visto tantos guardarríos juntos. Pues bien, en poco más de una hora, con el sol ocultándose al otro lado del Jordán, estos pájaros me proporcionarían un primer «aviso»…
Algo estaba a punto de ocurrir.
Omega era el sitio. Allí escondería el contenedor. Pensé en arrojarlo a las aguas del Artal. Con un poco de suerte flotaría hacia el Jordán, y de allí podría derivar al mar de la Sal (mar Muerto). Demasiado arriesgado. El brillo del cilindro llamaría la atención, con seguridad. Era mejor seleccionar uno de los árboles, y cavar al pie del davidia. Esperaría a la noche, cuando todos durmieran…
No tuve oportunidad.
Los relojes del módulo debían señalar las 16 horas, 51 minutos y 24 segundos. Era el momento del orto solar.
De pronto, la natural escandalera de los pájaros arreció. Todos, en el guilgal, miramos hacia lo alto. Las aves, enloquecidas, saltaban entre el ramaje, o se precipitaban de una copa a otra, chillando y escapando hacia el rojo del crepúsculo. Muchas de ellas, inexplicablemente, topaban con los troncos y caían muertas o agonizantes. El campamento, atónito, recogió algunos de los bellos guardarríos, y se preguntó qué sucedía. ¿Por qué las aves huían?
En cuestión de segundos, el bosque de los «pañuelos» quedó en silencio. En el cielo se distinguía una mancha negra, y oscilante, que volaba hacia el sur. Era la pajarería. Mientras permanecí en el meandro no los vi regresar.
Los comentarios fueron inevitables. Algo asustó a las aves. Y los supersticiosos acampados coincidieron: tenía que ser Adam-adom, el «hombre-rojo», la criatura de la que había hablado Belša, en el camino hacia Damiya, y, justamente, muy cerca de donde me encontraba. El persa señaló las «once lagunas» como uno de los territorios de este siniestro «diablo» de los manglares, que asaltaba a los caminantes, y los dejaba sin sangre. Adam-adom, como ya mencioné, tenía la capacidad de volar. Según la creencia popular, los pies eran como los de un perro, y, en ocasiones, como los de un gallo. Los ojos proyectaban una luz rojiza que le permitía orientarse en la oscuridad. Era despiadado e insaciable.
El miedo fue igualmente inevitable. Algunos, muy pocos, trataron de razonar, y explicaron que Adam-adom era sólo una fantasía. Fue inútil. Con la llegada de la oscuridad, y el encendido de las hogueras, cada sombra, cada crujido, y cada ir y venir, se convertían en un sobresalto. El pánico fue tal que los hombres optaron por reunirse, y designar a cincuenta vigilantes, ubicándolos en el perímetro de la «herradura». Los vigías fueron provistos de sendas antorchas. Al menor movimiento, o sospecha, debían agitar las teas. Ésa sería la señal que indicaría la presencia del «hombre-rojo». Ni que decir tiene que esa noche todos durmieron con las espadas al alcance de la mano y, prácticamente, con un ojo abierto.
Pero lo más desconcertante estaba por llegar…
Fue hacia la primera vigilia de la noche, encarcelados en aquel desacostumbrado silencio del bosque, cuando alguien dio la voz de alerta. En realidad, nadie dormía. Y la totalidad de los acampados se incorporó. Algunas de las antorchas, en efecto, se agitaban a derecha e izquierda. Los unos interrogaban a los otros, pero, en verdad, nadie oía a nadie. En el guilgal, Abner y los suyos echaron mano de los gladius, las espadas de doble filo, y se prestaron a la defensa. Hicieron un círculo y se animaron unos a otros. Yo permanecí en el centro, con Abner, y sin saber a qué atenerme. Las antorchas continuaban agitándose al fondo de los davidia. Ahora eran todas, las cincuenta, las que oscilaban sin cesar. ¿Qué demonios sucedía? ¿Qué habían visto?
Oímos gritos. Entendí que hablaban del cielo. Y en eso, en mitad de la incertidumbre, tres de los centinelas abandonaron sus puestos y corrieron entre los árboles. En realidad vi el fuego de las antorchas, aproximándose al guilgal. Abner alertó a los «justos» y todos, al unísono, avanzaron un par de pasos. Las antorchas siguieron acercándose.
Entonces oí con más claridad. Los gritos mezclaban las palabras šemáyin (cielo), raz (misterio) y at (milagro). Algo sucedía en el cielo…
Fue instantáneo. Los acúfenos me asaltaron de nuevo. El pitido, agudo, atravesó la cabeza como un sable. En esos instantes no me percaté. Dejé el círculo de piedras y corrí hacia uno de los claros de la arboleda. Fue allí, en el calvero, al contemplar el negro y estrellado firmamento, cuando empecé a comprender…
¡Dios bendito! ¿Qué era aquello?
¿Cómo explicarlo? No sé si acertaré…
En el cielo se movían cientos de «luces»; lo que ellos, en arameo, llamaban raz o «misterio».
¿Cientos de «luces»? Quizá me he quedado corto.
¿Cómo era posible? ¿En enero del año 26? ¿Quién volaba en esa época? Sólo los pájaros, obviamente. ¡Pues no!
Eran idénticas a las que había visto en otras oportunidades, y a las que ya me he referido. «Luces» blancas, similares a estrellas, pero en movimiento. Cubrían la totalidad del arco del firmamento visible, con un desplazamiento lento, como si los «pilotos» (!) que las controlaban no tuvieran prisa.
¿Me estaba volviendo loco?
Pensé en una lluvia de estrellas. Lo rechacé al punto. Las «luces» navegaban —ésa era la expresión exacta— muy despacio, en vuelos horizontales, y, en algunos casos, en perfectas formaciones, tanto en línea, como en cruz, o en uve. Asomaban por los cuatro puntos cardinales, se cruzaban, y al llegar a la vertical de Omega, pulsaban más intensamente e, incluso, hacían estacionario. Después proseguían y se perdían en el blanco y negro de los cielos.
¡Indescriptible! ¡Fascinante! ¡Imposible!
No, no lo era; no era imposible. No fui el único que lo vio. Los centinelas lo detectaron antes que este aturdido explorador. Por eso agitaron las teas. Por eso gritaban. Era un raz, según ellos, y también un at, un prodigio. Todos lo vieron en el bosque de los «pañuelos» y, según pude averiguar algún tiempo después, también en otros parajes, aldeas y ciudades de la Decápolis y de la Perea. El suceso estuvo en boca de muchos, y fue considerado un «mal presagio». Así lo proclamaron en Omega.
Al llegar al guilgal, los centinelas alertaron a los «justos», y corrieron, como yo, hacia los claros del bosque. Era un espectáculo tan sobrecogedor que necesitaron tiempo para reponerse. El miedo y el asombro los dejaron mudos durante minutos. Judas, el Iscariote, fue uno de los más afectados. Según él, aquélla era la señal que tanto habían esperado; las luces de las que habló Yehohanan, y que marcarían el principio del fin: la inminente llegada del Mesías. No estaba muy descaminado…
La mayoría de los acampados, sin embargo, no lo vio así. Los cientos de «estrellas», porque de eso se trataba para ellos, «habían perdido el orden establecido por Dios». Mal asunto. Otra desgracia se avecinaba…
Y la concentración de «luces» se prolongó toda la noche. Nadie se retiró a las tiendas. Los vigías se apostaron nuevamente en el filo de la «herradura», y se mantuvieron alertas.
¡Cientos de «luces»!
Algo estaba a punto de ocurrir…
Al amanecer, desaparecieron. Y el silencio fue el propietario del bosque. Las aves no regresaron, y quien esto escribe supo que aquel «movimiento» en los cielos obedecía a una razón. Fue la intuición quien advirtió. Ya había ocurrido en otras ocasiones…
Acerté.
Por supuesto, no me moví de Omega. Los planes cambiaron. Olvidé, incluso, el cilindro de acero.
Me mantuve atento, y todo lo despierto de que fui capaz.
También Abner y los suyos se hallaban inquietos. Nunca vieron algo semejante. Ardían en deseos de cambiar impresiones con el Anunciador, pero Yehohanan seguía sin dar señales de vida. Lo interrogué varias veces sobre el paradero del gigante de las «pupilas» rojas. Abner se encogió de hombros y se limitó a indicar hacia el norte, aguas arriba de Omega. No acudiría a su encuentro. Esta vez no…
En el campamento sólo hubo un tema de conversación: las «estrellas que corrían», y su posible relación con la criatura sanguinaria de los pantanos. Algunos aseguraban que las «luces» eran otros tantos diablos, convocados por Adam-adom, ante la presencia, en sus dominios, del vidente y futuro Libertador. Eran las fuerzas del mal, convocadas para la lucha. Otros reafirmaron esta propuesta, y añadieron que las «luces» eran la Šeḵinah, que volvía a su legítimo trono, el «Santísimo», en el Templo de Jerusalén. Y los más audaces, bajando el tono de voz, expresaron su temor: si el jefe de los «carros», o Merkavah, que habían contemplado era el malvado Samael, el ángel de las tinieblas, la lucha sería feroz[154].
No llegaron a ninguna conclusión, salvo la ya citada: la visión no auguraba nada bueno…
Por mi parte sólo conseguí encajar una de las piezas del irritante puzzle: fueron las «luces» las que provocaron la fuga masiva de las aves. Los pájaros detectaron los «carros volantes», o Merkavah, mucho antes de que los viéramos…
¡Cientos de merkavah! ¡Cientos de «carros o ruedas» capaces de volar!
Nada de esto se cuenta en los textos evangélicos. ¿Por qué?
Y la noche del sábado 12 se repitió la escena, y con las «luces», regresó el miedo…
También en la primera vigilia, entre las diez y las once de la noche, aparecieron cientos de «estrellas», que se desplazaron lenta y majestuosamente sobre Omega. El suceso fue idéntico, con una excepción. Mejor dicho, con una supuesta excepción…
En mi cabeza oí de nuevo los acúfenos, los mismos pitidos.
Después, mientras contemplaba, absorto y maravillado, el vuelo de «aquello» (lo que fuera), una voz familiar se dirigió a quien esto escribe y exclamó: «¡Mal’ak!».
Recuerdo que me volví, en una reacción instintiva y automática. Allí, en el claro, no había nadie. La gente, advertida, eligió las piedras negras de la orilla. La visión, desde el basalto, era más cómoda.
Y la voz repitió: «¡Mensajero!».
¿Imaginaciones mías? Es posible, pero ahí quedó la duda. La «voz» (?) era la misma que oí en el Firán, durante uno de los extraños «sueños», cuando «vi» (?) la no menos singular «niebla»…
«Mal’ak»…
Él me llamaba así. Él lo hizo en el Hermón. Él nos llamó «ángeles» o «mensajeros»…
Pero quizá eran suposiciones. Quizá sí, o quizá no…
El domingo 13 todo cambió. Hacia la hora tercia (nueve de la mañana), un nuevo frente, negro y poderoso, se precipitó sobre el valle. La lluvia no se hizo esperar, y en Omega cayó el diluvio. Las tiendas fueron insuficientes. Algunas familias levantaron los enseres y se despidieron de Abner, y de los «justos». Los cumulonimbos, altos y oscuros, llegaron con ganas, y descargaron a placer. La vida en el bosque se hizo difícil. El barro empezó a entorpecerlo todo y la gente, desanimada, preguntaba, una y otra vez, por el retorno de Yehohanan. Abner no sabía qué hacer, ni qué decir.
Y yo me replanteé la situación…