CAPÍTULO PRIMERO
DEL SIGLO XIX AL SIGLO XX
1. El materialismo: La revolución secular
El materialismo que dominó a mediados del siglo XIX suele ser despachado en pocas palabras en las historias de la filosofía. Para los filósofos de profesión era demasiado poco filosófico, poco científico, demasiado trivial y hasta plebeyo. Hoy día nos percatamos de que constituyó la verdadera revolución de la época y de que forma la pesada herencia que nos ha sido transmitida, para dominar la cual se requieren cada vez mayores esfuerzos, por repulsiva que pueda ser a la filosofía científica esa filosofía popular. Aunque propiamente la cuestión debiera ser ésta: ¿Cómo puede la teoría materialista impresionar a círculos tan amplios y cómo la superación de la misma —una superación tan sólida que resulte irrebatible y tan sencilla y clara que esté al alcance incluso del hombre corriente— puede ser un problema eminentemente filosófico? En efecto, el filósofo no sólo decae cuando se hace demasiado popular, sino también cuando se vuelve demasiado enrevesado. A continuación distinguimos el materialismo dialéctico de la izquierda hegeliana del llamado materialismo de las ciencias.
a) El materialismo de la izquierda hegeliana
La izquierda hegeliana tuvo la habilidad de convertir en materialismo el idealismo de Hegel. De la gran síntesis del maestro se extrajeron complejos parciales y se hizo de ellos algo absoluto. Era mala filosofía, si llegaba a ser filosofía, pues, más que el riguroso pensar científico, interesaban el periodismo, la política y la propaganda. Desde luego, hay que ver en ellos un pensar filosófico, pero considerarlos como filósofos o atribuirles un sistema coherente sería un éxito de su propaganda entre los capitalistas, que a ellos mismos les hubiera hecho reír. No consideran la filosofía como algo primario, conocimiento de la verdad por la verdad misma, sino como algo sólo secundario; medio para un fin. Desde este punto de vista hay que entender todo lo que dicen o escriben. Incluso un concepto tan central como el de materialismo es más bien símbolo de su intención política y lema eficacísimo contra sus adversarios políticos, que principio filosófico objetivamente fundado. Este materialismo es sólo lucha de clases, y sólo para eso necesita el arma del pensamiento. Lo mismo sucedía con el materialismo de la Ilustración francesa, que influyó sobre estas gentes más que Hegel, aun cuando se expresan como si su materialismo fuera mejor que aquel materialismo vulgar de la Ilustración. Pero esto es pura bravata.
El más filósofo de todos ellos es quizá Ludwig Feuerbach (1804-1872). Envió su tesis doctoral a Hegel, pero a la vez le dice que hay que destronar la «personalidad» del Dios cristiano. Más tarde se expresa todavía con más claridad, habla del «absurdo del absoluto» y se opone a que la realidad sea puesta por la idea, que el concepto transmita la realidad, y afirma que sólo se pueden ver cosas sensibles, puesto que el espíritu recibe la forma del cuerpo, ya que «el hombre es lo que come». Al principio no están Dios o el ser, sino el dato sensible, como han enseñado siempre el sensualismo y el materialismo. Y si se quiere hablar de un ser divino, éste es el hombre mismo, al que hay que ayudar en su desamparo. Para eso está también el Estado, que es la «suma de toda realidad» y la «providencia del hombre». Feuerbach fue el precursor de Marx.
Según Karl Marx (1818-1883), lo primero en este mundo es la realidad material, no la idea, como había afirmado Hegel. La materia es la realidad decisiva, mientras que todo lo ideal, moralidad, derecho, religión, cultura son sólo manifestación consiguiente, epifenómeno de la materia. Puesto que Marx retiene todavía la dialéctica, sigue siendo hegeliano, pero, dado su materialismo, un hegeliano al revés, como él mismo decía. De todos modos, su materialismo aporta algo nuevo, en comparación con Feuerbach. En efecto, su materialismo pretende ser práctico. Lo que importa es no ya mostrar el mundo cómo es, sino cómo debe ser. Según él, Feuerbach y los demás neohegelianos se habían detenido en el mundo efectivo, limitándose a interpretarlo de otra manera, a saber, en forma materialista, en lugar de modificarlo. No habían observado que también lo sensible es producto de la actividad humana. Frente al mundo el hombre no es sólo receptivo. Feuerbach había dicho que el hombre es lo que come. Marx dice que sólo los burgueses satisfechos piensan así; en realidad todo es ya producto histórico de la actividad humana común, incluso la manzana que uno come. Con mayor razón la percepción sensible será algo establecido por nosotros. Y todavía más los grandes complejos intelectuales. Todos ellos dependen de los presupuestos materiales de determinadas condiciones sociales y, más exactamente, de las condiciones de la producción. Del molino de mano depende la sociedad feudal; del molino a vapor la de los industriales y capitalistas; siempre con la correspondiente superestructura intelectual, de modo que la ciencia histórica, la filosofía, la religión, el arte, la cultura pierden su autonomía para convertirse en meros epifenómenos que reflejan los presupuestos materiales. Por eso no podemos considerar al mundo como es en sí.
El modo de mirar las cosas no está libre de prejuicios. Parte de presupuestos reales, que no abandona un solo momento […]. Esos presupuestos son los hombres […] en su proceso evolutivo real bajo determinadas condiciones. En cuanto se presenta este proceso vital activo, cesa la historia de ser un agregado de factores muertos, como sucede entre los empiristas abstractos, o una reacción imaginada de sujetos imaginados, como entre los idealistas.
Con esto vino a ser Marx el padre del materialismo histórico. Y al mismo tiempo un eterno revolucionario. El apoyo filosófico se lo presta Hegel: con su doctrina del perpetuo devenir y de la perpetua reversión de los contrarios. Sin embargo, en forma poco consecuente, cesa el perpetuo devenir una vez que se ha logrado la sociedad sin clases, una vez que el capitalismo y el proletariado, estos dos distanciamientos de los hombres, quedan superados y el hombre vuelve a hallarse a sí mismo en un nuevo estado paradisíaco. Una vez más se ve aquí que no es la filosofía la que da el tono, sino una oportunidad y situación política eventual. Salta a la vista que todo esto conduce al ateísmo. De lo contrario habría que negar al hombre, o éste esperaría en Dios en lugar de ayudarse él mismo. Por esto la religión es el «opio del pueblo». Y ¿qué decir de una filosofía del ser, es decir, de lo que aquí se llama materialismo dialéctico? Tal filosofía del ser se sigue afirmando dogmáticamente. Pero si bien se mira, no hay ya filosofía alguna del ser, puesto que lo que ha de valer como ser depende de los presupuestos humanos, es decir, de las «posiciones» activas y prácticas. Por esta razón todo esto se llamaría más exactamente nominalismo, si se quiere dialéctico, o también decretalismo, pues con ello se expresaría lo que realmente sucede.
Friedrich Engels (1820-1895) colaboró tan estrechamente con Marx que es difícil separarlos. Parece, sin embargo, que Engels siguió más bien la presunta filosofía del ser, el materialismo dialéctico, y Marx, en cambio, el materialismo histórico.
La verdadera autoridad del materialismo de la izquierda hegeliana vino a ser a la postre Lenin (1870-1924). Considera a Marx y Engels como una unidad, se adhiere estrechamente a ellos y afirma ser representante del marxismo ortodoxo. Su criticismo empírico combate el presunto individualismo subjetivista de Mach y Avenarius y de sus adeptos rusos. Frente a ellos defiende la «objetividad» y establece la equivalencia: objetivo = efectividad = realidad = materia. Este su «realismo» es un realismo ingenuo, pues Lenin cree que la descripción científica de la realidad es una reproducción a modo de copia. La profesión de realismo de Lenin suscitó en algunos realistas de otras proveniencias una mirada medio de asombro, medio de elogio. Pero en los Cuadernos filosóficos el concepto de materia se hace problemático. Aquí piensa Lenin que lo que pasa por ser «materia» es quizá algo que, más que percibirse sensiblemente, se piensa, y que acaso sea producto de una larga elaboración mental. Por esto se ha querido distinguir en él un concepto físico y otro filosófico de materia. Por este último se entiende la materia como lo extenso, perceptible por los sentidos, como la habían considerado los materialistas de la Ilustración; por el primero se entendería la materia como lo indeterminado en relación con nuestro conocimiento, lo que ya había entendido por materia Aristóteles, a quien también se refiere Lenin, cosa que una vez más le granjeó una mirada elogiosa por parte de otros realistas ingenuos. La verdad es que en estas reflexiones de Lenin late un peligro mortal para el concepto oficial de materia del materialismo dialéctico, pues la «materia» acaso sea sólo meta y producto de funciones espirituales (!). De ahí que en los países soviéticos sólo se puede hablar de los Cuadernos filosóficos bajo severa vigilancia del partido. Mas ¿por qué estos temores? De hecho esto es sólo lo que Marx había tenido en vista, al sostener un materialismo práctico y al pretender que la sensibilidad, que ha de percibir lo extenso, depende de «posiciones» humanas que provienen de las condiciones de la producción. Parece que la cuestión puede tocarse bajo el título de cierto condicionamiento sociológico del concepto de materia; de este modo todo vuelve a parar en el pragmatismo y en los tópicos de la lucha de clases. En realidad el materialismo, según Lenin, debía ser siempre práctico: «Marx y Engels fueron en filosofía desde el principio hasta el fin hombres de partido», escribe sin pestañear. Y todavía se habla de «ciencia» en el mundo del materialismo dialéctico… Con todo, fuera de la zona roja se cubre el marxismo con una especie de capa científica y el mundo libre es lo bastante insensato para no arrancársela.
El último resumen autorizado del marxismo-leninismo procede de Stalin (1879-1953). Se trata de una sucinta exposición del materialismo histórico y dialéctico escrita en un principio para la historia del partido, que luego se imprimió separadamente y se repartió con profusión entre el pueblo. Stalin define tres cosas: la dialéctica, el concepto del materialismo dialéctico como filosofía del ser, y el del mismo como filosofía de la historia. Por dialéctica se entiende: La naturaleza es un todo, todas las cosas están ligadas entre sí orgánicamente y han de ser entendidas partiendo de esta conexión. Todo se halla en constante evolución de lo inferior a lo superior, de lo más sencillo a lo más complejo, en lo cual insignificantes y ocultas modificaciones cuantitativas acaban por conducir a modificaciones cualitativas, que luego salen a la luz repentinamente conforme a la ley de las contradiciones internas que exige siempre la conversión en lo contrario según el avance tricotómico de Hegel. Viene luego el materialismo dialéctico La realidad no es idea o conciencia, sino sólo materia, que procede conforme a leyes propias determinables por el método dialéctico. Ser es lo mismo que materia. Conciencia es sólo algo secundario, derivado. «El pensamiento es un producto de la materia, que en su evolución ha alcanzado un alto grado de perfección; es un producto del cerebro», de modo que «el pensamiento no se puede separar de la materia sin incurrir en un craso error». Con esto Stalin, sin darse cuenta, sacrificó el pensamiento dialéctico fundamental. La materia que él describe es la materia física del materialismo vulgar. Que el pensamiento no se puede separar de la materia y que el pensamiento sea un producto de la materia y en particular del cerebro, esto lo habían repetido siempre los antiguos materialistas desde Hobbes hasta Holbach. Stalin habla exactamente en su lenguaje. En efecto, la dialéctica no describe las leyes de la materia, sino que da leyes a la materia, puesto que la dialéctica es normatividad intelectual y en este sentido es lógicamente anterior a la materia. Si la materia misma tiene sus leyes, son éstas las leyes mecánicas. Por lo demás, esto lo había visto ya la filosofía soviética, pero luego (1931 y 1947) volvió a prohibirse por orden superior, pues debía mantenerse la consigna, glorificada en el ínterin, del materialismo dialéctico. El punto de partida para superar el primitivo materialismo físico en función de presupuestos humanos, sociales u otros, que habíamos observado en Marx y Lenin, se perdió de nuevo con Stalin. Pero también para Marx y Lenin el momento ideológico y propagandístico de la palabra «materia», procedente de la Ilustración francesa, había venido a ser más fuerte que la carga filosófica de este concepto. Lógicamente basa Stalin la filosofía de la historia en la filosofía del ser, haciendo brotar el materialismo histórico del dialéctico:
El materialismo histórico es la extensión de los axiomas del materialismo dialéctico a la investigación de la vida social […] y a la historia de la sociedad […]. Así pues, la clave para la investigación de las leyes de la historia social no se debe buscar en las cabezas de los hombres […] sino en la forma de producción […] en la economía de la sociedad.
Pero ¿no había ya dicho Marx contra Feuerbach: el hombre es lo que come, pero la misma producción de una manzana es ya una posición de la voluntad humana? ¿No es entonces el espíritu anterior a la materia? ¿Y no son, podríamos seguir preguntando nosotros, la tabla de multiplicar y las leyes (principio de identidad, principio de contradicción) y conceptos fundamentales de la lógica (identidad, diversidad, igualdad, unidad, etc.), anteriores a todo lo material? ¿No necesitamos de esto aunque no sea más que para poder descubrir materia y poder ocuparnos con ella? Hay todavía más cosas que son anteriores, pero la tabla de multiplicar y la lógica bastan para reducir al absurdo la tesis del materialismo de que todo pensar es producto de la materia. Para concluir podemos notar que aquí no tiene eficacia la dialéctica, que en Marx y Lenin sólo suena a modo de tentativa para quedar por fin liquidada en Stalin; que por otra parte el materialismo vulgar de la Ilustración francesa ejerció más influjo que la herencia de Hegel, al que sólo por abuso puede referirse el marxismo.
b) El materialismo de las ciencias naturales
Los hombres de la izquierda hegeliana hallaron notable apoyo en el materialismo de las ciencias naturales. Con este término designamos un materialismo que durante el siglo XIX se manifestó fuera de la izquierda hegeliana y con frecuencia fue procesado por hombres de ciencia en el campo de las ciencias de la naturaleza. Si el científico no reflexiona sobre la peculiaridad de su materia, por ejemplo, sobre presupuestos implícitos, suposiciones, restricciones del ángulo visual, etcétera, corre fácilmente el peligro de tomar por la realidad entera un aspecto parcial, a saber, el estudio del mundo de los fenómenos físicos y de sus conexiones causales, y de decir sin más ni más: Ser es igual a corporeidad. Hoy día se conocen estos límites, pero en el siglo XIX no se conocían, por lo menos en un grupo de escritores muy leídos. K. Vogt se cuenta entre éstos, con sus Cartas fisiológicas (1845) y su escrito polémico sobre La fe del carbonero y la ciencia (1854); también J. Moleschott con su Ciclo de la vida (1852), Ludwig Büchner con Energía y materia (1855), H. Czolbe con su Nueva exposición del sensualismo (1855). Para ellos el mundo no es otra cosa que energía y materia. Si se quiere hablar de Dios, este mundo corpóreo es ya lo divino, y si se quiere hablar de espíritu y alma, éstos consisten en una función de la materia, más exactamente del cerebro. En todo caso el espíritu no es algo especial. Todos ellos hablan también de la inteligencia o de la razón como algo distinto de la percepción sensible; pero esta diferencia es sólo gradual, no esencial. El concepto de materia se toma en una acepción sumamente ingenua. Materia es lo que se puede percibir directamente por los sentidos. Que en este conocimiento sensible puedan intervenir posiciones humanas es algo a que no alcanza su crítica. El materialismo es un sensualismo corriente, ingenuo. También en el materialismo dialéctico domina a fin de cuentas este sensualismo. Así pues, ambas clases de materialismo tienen una actitud monística. No debemos dejarnos ilusionar por palabras como «nuevas cualidades», «estratos superiores», etc. Sólo se llega a un pluralismo admitiendo que las formas superiores no proceden automáticamente —ya sea mecánica o dialécticamente— de algo preexistente, sino en cierto modo vienen «de fuera», como Aristóteles, con una exacta visión del todo, lo había formulado en forma tan concisa y expresiva.
Este monismo se manifiesta con claridad aún mayor en una segunda oleada de materialismo con E. Haeckel (1834-1919) y W. Ostwald (1853-1932). El primero propagó en Alemania el darwinismo, dándole a la vez una forma más radical. C. Darwin (1809-1882), en su obra Sobre el origen de las especies por selección natural (1858), había quebrantado la opinión hasta entonces corriente de la fijeza de las especies (pluralismo polifilético) sosteniendo que todas ellas procedían de una única célula primordial (evolución monofilética). En su gran obra sobre La descendencia del hombre y la selección en relación con el sexo (1871), Darwin había incluido al hombre en la evolución. Sin embargo, admitía que en un principio los organismos primigenios habían surgido por creación divina. Para Haeckel, por el contrario, el mundo eterno, la vida brota por sí misma (generación espontánea), las diferentes especies surgen también por sí mismas, es decir, mecánicamente; otro tanto sucede con el hombre. Sus antepasados inmediatos eran los primates. De entonces data el tópico: «El hombre viene del mono». Si se hubiera obrado en forma más crítica y precisa, se hubiera podido establecer una distinción: quizá proceda el hombre, en cuanto al cuerpo, del reino animal, pero ¿qué decir del espíritu? Aquí se hubiera podido ser más cauto. Pero no fue así. No se tardó en operar el tránsito del animal al espíritu, porque a la postre la posición monista establecía identidad entre cuerpo y espíritu. La teoría de Haeckel ofuscó a innumerables gentes. Sus teorías se divulgaron sobre todo en reuniones marxistas. Al morir Haeckel, escribió el «Vorwärts», órgano del partido socialdemócrata alemán: «Lo que fue Voltaire para la revolución francesa constituye también la gloria de Haeckel: fue quien preparó el camino a la revolución alemana». En el marxismo soviético tiene todavía hoy su doctrina el rango de «ciencia». En la era nacionalsocialista halló Haeckel dos continuadores, no ya rojos, sino pardos, en E. Bergmann y H. Dingler, que trataron de realizar lo que él no había logrado (como ellos mismos reconocen), a saber, demostrar la encarnación espiritual, o sea el paso del alma animal al alma humana. Este paso se realizó en el interior del continente asiático, en vastas estepas que descienden de altas montañas y «se continúan luego en las regiones nórdicas». Todas estas gentes son de la misma categoría, desde Lamettrie hasta Haeckel y Bergmann. El color es lo de menos.
2. Kierkegaard: Revolución cristiana
La transformación que persigue Marx en la vida política, la intenta Kierkegaard (1813-1855) en la vida cristiana. Su objetivo es eliminar lo viejo, anticuado y bastardo e invitar a una existencia cristiana renovada. Muy temprano surge ya en el pensamiento de Kierkegaard un motivo que se mantendrá durante toda su vida: No teoría, sino acción, no objetividad neutral, sino decisión del propio yo. No vale la pena saber todo lo posible con el solo fin de hacer ostentación de saber. Lo que importa es reconocer la verdad, incorporársela y regular a su tenor la existencia.
Lo que me hacía falta era llevar una vida perfectamente humana, no una vida de puro conocimiento, hasta llegar a cimentar mis reflexiones intelectuales sobre algo […] tan hondo como las más profundas raíces de mi existencia, por las que estoy, por decirlo así, inserto en lo divino, y aferrarme a ello aun cuando el mundo entero se derrumbe.
De aquí surge la exigencia de existir. Existencia no quiere decir todavía lo que hoy entiende el existencialismo, pero es como su preparación, y así no pocas veces se vuelve a recurrir hoy a Kierkegaard. Éste entiende por existencia lo inédito e intransferible del yo y de sus decisiones. En este sentido, dice, está el hombre tan solo que de poco le sirven teorías, leyes, conceptos en que encasillar su acción, como pretendía Hegel al elevar todo lo singular a unidades superiores. «Todo lo que sea hablar de una unidad superior que une en síntesis a los contrarios absolutos es un atentado metafísico contra la ética». Un segundo paso que está en conexión con el precedente es el valor para dar el salto a la paradoja. «La historia de la vida individual avanza en un movimiento de situación a situación. Cada una de estas situaciones se establece mediante un salto». Si no hay teorías ni conceptos que nos muestren de antemano el camino, no queda más solución que el salto. Pero con ello se presenta necesariamente la libertad, y con ella la angustia y la nada. Estos conceptos los encontramos hoy a cada paso en los existencialistas, pero Kierkegaard los dirige contra Hegel, quien —a su parecer— no alcanzaba lo individual, aun cuando pretendía perseguirlo, sino que quedaba estancado en lo abstracto, puesto que en él el concepto era tan abstracto como en Schelling. De ahí que Kierkegaard exija lo paradójico en contraposición con lo racional. En realidad hacía ya tiempo que se había comprendido lo individual como algo «inefable». Esto inefable o indecible había querido decirlo Hegel, pero sólo había comprendido y dicho algo universal. Y una vez que nos encontramos ya ante la paradoja, surge necesariamente un nuevo elemento, la fe. Kierkegaard desarrolló un concepto de veras extremado de la fe: La fe en Dios es una obediencia que exige dejar a un lado todos los conceptos humanos. Paradoja no es sólo lo que resulta difícil de comprender, sino lo que, humanamente hablando, es del todo incomprensible. Kierkegaard lo describió en concreto en su análisis del sacrificio de Abraham. Otra vez se vuelve contra Hegel, que había racionalizado completamente la religión, es decir, la había elevado a filosofía o, según Kierkegaard, la había eliminado.
En estas circunstancias se comprende que Kierkegaard tuviera mucho que decir contra la burocratización y la estatificación de la religión y de la Iglesia contemporánea de su país, la iglesia oficial protestante danesa, con la que acabó por romper. Reclamaba un cristianismo completamente nuevo:
Sacerdotes con poder de disociar a la masa y de hacer de ella hombres, individuos; sacerdotes sin muchas pretensiones de estudio y a nada menos aplicados que a mandar; sacerdotes poderosos en palabras, a ser posible, pero que no lo sean menos en callar y en tolerar; sacerdotes conocedores del corazón humano, pero no menos maestros en abstenerse de juicios y anatemas; sacerdotes que sepan usar de su autoridad temperándola con el arte del desprendimiento y desinterés; sacerdotes preparados, educados y formados para obedecer y para sufrir, de modo que sepan aliviar, exhortar, edificar, conmover, pero también rendir —no con la fuerza, no, todo antes que eso; sino obligar con la propia obediencia— y sobre todo que sepan soportar con paciencia todas las malas maneras del enfermo sin alterarse […], pues el linaje de los hombres está enfermo, espiritualmente enfermo, y enfermo de muerte.
Si se consultan los escritos ascéticos de la Iglesia misma, cerciorándose en las fuentes de lo que la Iglesia exige a la fe y a sus sacerdotes, se observa que Kierkegaard no dice nada nuevo, sino que su novedad está en una dialéctica rebuscada y en una forma estética y literaria cultivada y diferenciada hasta la esquizofrenia. De todos modos, logró así sacudir el sopor y todavía hoy se siente su influjo principalmente en la teología dialéctica y en la filosofía existencial.