C. LA BAJA ESCOLÁSTICA
La baja escolástica de los siglos XIV y XV es considerada a menudo como una época de decandencia. Hoy sabemos, empero, que este juicio es en gran parte inexacto. La reputación de la edad media sufre todavía a consecuencia de las luchas de la Reforma, de los prejuicios de la Ilustración y de los elogios con frecuencia baratos por parte de los románticos. A la historia de las ideas incumbe mostrar cuál era el verdadero estado de cosas. Pues bien, precisamente ésta revela que la Escolástica tardía obtuvo muy estimables logros en el campo de la filosofía, de la mística y también en el de las ciencias naturales. De este conjunto vamos a destacar sólo a Ockham y Nicolás de Cusa.
14. Ockham y el ockhamismo: De la metafísica al nominalismo
El espíritu de un tiempo nuevo, que se anunciaba ya tímidamente en Escoto, se revela ya con Coda claridad en Guillermo de Ockham (1300-1349). En la doctrina del conocimiento, de la inteligencia y de la razón, la relación del hombre con la experiencia sensible, para decirlo en pocas palabras, es muy distinta que antes. Cuando los tomistas invocaban la realidad sensible no incurrían en un realismo propiamente dicho. Acto seguido se atenuaba por efecto de la espontaneidad y la autonomía del entendimiento agente. La sensación era sólo causa material. El intelecto, con su facultad creadora, iba mucho más lejos y se surtía de otras fuentes más profundas. Ahora, en cambio, la sensación es realmente causa eficiente. Sólo necesitamos, dice Ockham, observar el mundo exterior y reflexionar interiormente sobre las representaciones adquiridas y con ello el conocimiento humano queda a punto. Nos parece ya oír la doctrina de Hume sobre la sensación y la reflexión. Sin embargo, Ockham no va tan lejos. Todavía se ocupa de metafísica. La verdad sigue siendo algo en sí, no es mera asociación de percepciones, y las categorías de sustancia y de cualidad se refieren a cosas trascendentes. Por esto no se puede llamar a Ockham sencillamente nominalista, si bien en Ockham el nominalismo está ya a las puertas. Niega todo universal anterior a las cosas y en las cosas mismas. En el mismo pensar humano el universal es sólo un signo, una creencia, una convención, una ficción. Nada ya, por tanto, de la «naturaleza íntima» de las cosas, que en último término estaba garantizada por la espontaneidad de la mente humana, que en cierto modo iba paralela a las cosas en sí. Todo saber viene ahora de la percepción sensible y, si bien las categorías de sustancia y de cualidad son algo más que meras representaciones, se reducen con todo a tentativas y tanteos, mientras que las demás categorías son sencillamente subjetivas. Con esto preparó Ockham el terreno al subjetivismo moderno. Su doctrina influyó en Gabriel Biel, Gregorio de Rímini y Francisco Suárez hasta Leibniz, en el cual el tiempo y el espacio vienen a ser un orden subjetivo, mientras que en Kant todas las categorías no son más que principios subjetivos de orden.
Sin embargo, en la escuela de Ockham hizo su plena aparición el nominalismo. Ahora se adoptaba conscientemente la actitud de oposición a los «antiguos» (antiqui), a los que se llamaba «realistas» porque consideraban como reales a los universales anteriormente a las cosas y en las cosas mismas (realismo de las ideas). Los nominalistas se llamaban a sí mismos modernos (moderni) y, como para ellos el universal era sólo un nombre, un concepto que existía sólo en la mente, precisamente por esto se llamaron nominalistas (nominales). Nicolás de Autrecourt, Pedro de Ailly, Marsilio de Inghen (primer rector de Heidelberg), Gabriel Biel (profesor de Tubinga) y otros forman parte de este grupo. A partir de ahora se avanza resueltamente. También las categorías de sustancia y de cualidad son declaradas meros conceptos subjetivos, se niega el principio de causalidad, y el principio de contradicción queda reducido a una simple convención. Así queda redondeado el nominalismo. El defecto fundamental de toda la polémica estuvo en que desde un principio se tenía una concepción totalmente errada del universal. Todos miraban el universal como si fuera una cosa particular. En eso se basa toda la crítica. Ahora bien, una cosa particular universal sería naturalmente una quimera. Pero el universal había de elevarse por encima de esta especie de seres. Se observaba que hay otros modos del ser —del «hay algo»— además del modo del ser que entendemos cuando decimos, por ejemplo: hay manzanas, hay patatas, etc. No se entendía ya el platónico análisis de la modalidad, como no lo entendió ya Aristóteles (¿o no quiso?); con todo, no lo entendió el nominalismo de la alta y baja Escolástica. Y los que hoy hablan del nominalismo no se expresan con mayor conocimiento de causa sobre esto.
Si hay que enjuiciar negativamente la metafísica del nominalismo, no menos positivo es lo que hay que decir sobre su física y sus progresos en las ciencias naturales. Ahora se rompe con la doctrina aristotélica del movimiento y se trata de operar con otras ideas, con el concepto de ímpetu, las latitudes formales, los métodos de medida matemática, etc. Las nuevas ideas no constituyen todavía la ciencia moderna, pero representan un primer desbrozar el terreno para ella. Entre estos científicos hay que mencionar a Juan Buridán, Alberto de Sajonia (primer rector de la universidad de Viena), Nicolás de Oresme, etc.
15. Nicolás de Cusa: De la edad media a la edad moderna
También en Nicolás de Cusa (1401-1464) se observa claramente el espíritu nuevo. Las ciencias y las matemáticas y sobre todo la astronomía le merecen gran estima. En su biblioteca en Bernkastel-Cues se pueden ver todavía los instrumentos con que trabajaba. Estos instrumentos físicos y matemáticos llaman la tención no menos que sus tesoros de libros, entre los cuales están representados todos los grandes hombres de la cultura occidental. El Cusano hace también no pocas concesiones a los nominalistas. Toda su evaluación de las realizaciones del espíritu se basa en las teorías nominalistas del ser como un mundo de la multiplicidad y de los contrastes, en el que sólo el pensamiento en cuanto concepto o palabra puede establecer relaciones y unidades. Pero esto es para él algo previo. Lo que sobre todo le interesa es otra cosa, a saber, lo que él llama la razón del hombre. El Cusano fue filósofo del espíritu. Ve lo nuevo y comprende su justificación, pero comprende también lo antiguo muy profundamente, más de lo que la edad media se había nunca comprendido a sí misma, y logra combinar ambas cosas, completando lo antiguo con lo nuevo y corrigiendo y dominando lo nuevo en función de lo antiguo. Y precisamente con la supresión llevada a cabo por el Cusano, de lo concreto sensible en la razón y en la mente se llega al punto que hoy día se designa como el comienzo de la filosofía alemana, que, frente al tercer nominalismo, a saber, el empirismo inglés, persigue de nuevo una original unidad de lo múltiple en el espíritu para, partiendo de aquí, dominar el mundo de las cosas particulares como un desenvolvimiento del uno. Por eso la biblioteca del Cardenal de Cusa, cuidada hoy con tanto cariño y competencia, constituye uno de los centros más venerandos de la historia de la cultura alemana.
La puerta de acceso a la filosofía del Cusano es su doctrina del espíritu. Lo esencial en esta materia lo refiere en una pequeña conversación entre un «pobre ignorante» (idiota) y un «gran retórico» en una barbería romana a la vista del tráfago del mercado en el Foro Romano. Se observa cómo allí se cuenta, se mide y se pesa. ¿Cómo se hace esto?, se preguntan. Distinguiendo, dice el retórico. ¿Y cómo se distingue? Contando por el uno (unum), es decir, tomándolo una vez, dos veces, tres veces, etc. Así se muestra que los números proceden del uno. Pero ¿cómo se puede concebir el uno? En todo caso no con números, puesto que el número es posterior y lo simple no se puede explicar por lo compuesto. Sólo lo contrario es posible: explicar lo compuesto partiendo de lo simple. Y ahora vemos a lo que quería llegar el Cusano: al ser en cuanto tal. El caso es aquí idéntico. El principio de todas las cosas es también aquello de lo cual, en lo cual y a partir de lo cual se deduce todo lo que es derivado, mientras que el ser mismo no se puede circunscribir con algo posterior. Sólo el camino contrario es posible, el camino de arriba abajo.
Aquí nos encontramos en primer lugar con el concepto del uno. Es el uno de Parménides, de Plotino, de Agustín, de la escuela de Chartres, de Eckhart, Hegel y Schelling. Es la idea de totalidad u «omnidad» de la realidad (omnitudo realitatis), que al Cusano, al igual que a Kant, le aparece en la razón. La inteligencia deslinda las cosas, es la sede de los opuestos. La razón, en cambio, es lo que trasciende y circunscribe, en lo que todo tiene parte, donde, como en un comienzo, coinciden todavía todos los extremos opuestos (coincidentia oppositorum). En el infinito desaparecen las diferencias. Una línea curva infinita no se distingue ya de una recta, porque la curvatura resulta tan pequeña que puede considerarse igual a cero. Lo mismo sucede con la razón. Sigue un camino infinito de conocimiento. Cada dato lo piensa con todo lo que le corresponde. Ahora bien, esto es el todo de la realidad absoluta. En efecto, como creía ya la dialéctica platónica, y hasta el mismo Anaxágoras, todo está en conexión mutua: «todo está en todo». En efecto, no debemos creer que nuestro conocimiento capte adecuadamente las cosas de un solo golpe. Nada hay en el conocimiento que no sea susceptible de un conocimiento aún más exacto. Propiamente todo conocimiento es sólo una conjetura. Por eso es infinito el camino del conocimiento, y sus objetos, al mismo tiempo que se nos dan, se nos imponen como una tarea. Esto se aplica en primer lugar al conocimiento de Dios. Tenemos —y no tenemos— un concepto de Dios. Nos encaminamos siempre a Él, aun cuando por otra parte ya lo poseemos. En efecto, las afirmaciones que hacernos de Él están tomadas de nuestro mundo espacial y temporal. Son limitadas y no alcanzan hasta lo infinito. Propiamente deberíamos decir de Él todo lo finito. Es lo omninominabile, es decir, lo que debería ser nombrado con todos los nombres. Y sin embargo, como ha dicho siempre la teología negativa, se mantiene «intangible», como tampoco el uno es accesible a lo compuesto. Conocer esta ignorancia es la verdadera cultura: la «sabia ignorancia» (docta ignorantia). Y así se puede decir que Dios comprende en sí al mundo entero, que es la complicatio del mundo, mientras que el mundo es la explicatio de Dios. Ahora vemos también que hay todavía diferencia entre el Uno de la razón y lo divino. La razón misma no es nunca lo divino, sólo es su copia. A través de esta copia llegamos al modelo, aun cuando por un camino sin fin. Ahora puede el Cusano apropiarse incluso el dicho tan mal traído de Protágoras: El hombre es la medida de las cosas. Nos hallamos de lleno con el espíritu del Renacimiento, que por otra parte no lo es, como tampoco es verdadero nominalismo el nominalismo del Cusano. En efecto, el hombre es la medida de las cosas sólo porque es copia del modelo divino. Dios solo es la verdadera y decisiva medida de las cosas. Y el Cusano puede tranquilamente dejar hablar al nominalismo, pues una vez más vuelve a suprimirlo con su doctrina de la razón. Todo lo decisivo que tiene que decirnos el Cusano lo dice en su doctrina sobre la razón. La razón es para el hombre en la teoría y en la práctica la regla decisiva, inmediatamente y en primer lugar. Pero en último lugar se rige por Dios El Cusano llevó a la edad media a su mejor y más propio yo, en cuanto que desarrolló toda su metafísica en el espíritu del idealismo platónico y neoplatónico, que era al mismo tiempo el idealismo de los padres. Pero al mismo tiempo indicó a la edad moderna su verdadera patria. Conoce el idealismo de la razón, pero lo hace depender de algo que es todavía superior al uno del «yo pienso», del uno que es y no puede menos de ser un uno eterno que se ha de pensar en sí.