CAPÍTULO TERCERO
KANT Y EL IDEALISMO ALEMÁN
Con Kant y el idealismo alemán deja la filosofía las superficialidades de la Ilustración para recobrar su profundidad. Vuelve a imponerse un auténtico pensar filosófico. Surgen ideas grandiosas, sistematizaciones atrevidas, pero también a veces especulaciones exageradas. Sin embargo, el todo está animado de un elevado idealismo ético y metafísico. En general se vuelve a la tradición metafísica de Occidente, aunque transformada y puesta al día, ya que se tiene en cuenta el avance de la crítica y del pensar moderno e incluso se coopera notablemente a esta crítica, sobre todo por parte de Kant. Pero esta filosofía, comparada con el sensualismo, escepticismo y burdo utilitarismo de los empiristas, es todavía conservadora y trata a su manera de comprender en nueva forma los viejos temas de la antigua metafísica, de la ética y de la religión.
1. Kant: Idealismo crítico
Se considera a Kant (1724-1804) como el más grande filósofo alemán o incluso como el más grande filósofo de la edad moderna. Comoquiera que se lo enjuicie, es innegable que ningún pensador ha ejercido un influjo tan decisivo. Su aparición inicia una nueva época. En cuanto apareció, su filosofía fue considerada como la filosofía moderna por antonomasia, puesto que ahora comenzaban a fructificar también en Alemania las semillas sembradas por Descartes, Hume y Rousseau. En efecto: la Ilustración se había quedado atrasada en Alemania, a pesar de Thomasius y de su séquito. Wolff y su escuela constituían incluso una rémora. Kant, en cambio, asume las ideas modernas en toda su amplitud y las constituye en sistema. Pero lo singular es que Kant no se desentiende de las tendencias de la vieja metafísica, del interés por Dios, el alma, la inmortalidad, la libertad, los valores morales y el mundo suprasensible (mundus intelligibilis), sino que trata de motivarlos y comprenderlos en forma nueva. Es cierto que Kant, como él mismo dice, fue despertado por Hume de su sueño dogmático, dominando así su período acrítico y hallándose a sí mismo, es decir, su filosofía crítica; es cierto también que extendió a todos los conceptos en general la crítica de Hume sobre los conceptos de substancia y causalidad, que había de dar el golpe de gracia a la metafísica; no obstante, Kant representa el polo opuesto de Hume, puesto que la cuestión de Kant de cómo sea posible la experiencia como ciencia es al mismo tiempo la cuestión de cómo es posible la metafísica como ciencia. Kant no quiere ofrecer sólo una teoría del conocimiento, sino que se propone construir una nueva metafísica, y en su crítica de la razón práctica, o sea en su ética, sigue caminos completamente distintos de los caminos de los empiristas. Se puede discutir si Kant logró fundamentar mejor que la antigua filosofía los principios metafísicos y éticos, pero lo cierto es que quiso hacerlo. Y que nadie se precipite a creer que su filosofía se derrumba con sólo aplicarle conceptos tales como subjetivismo e idealismo; en todo caso, deberá primero preguntarse si no opera con ideas demasiado poco críticas y quizás incluso primitivas acerca de la objetividad y de la realidad; pues ni el subjetivismo de Kant es individualista, ni su idealismo significa negación del mundo exterior o renuncia a la objetividad. Cómo deban ser entendidos estos conceptos, se pone en claro en la crítica de la razón pura.
a) Crítica de la razón pura
La obra más célebre de Kant, su Crítica de la razón pura, apareció en 1781; la segunda edición, con importantes modificaciones y adiciones, fue publicada en 1787. ¿Cuál es el problema de esta obra? Digámoslo brevemente: Esta obra es el libro fundamental de la filosofía crítica, es decir, de la filosofía que pone empeño en mostrar en forma refleja lo que es y lo que no es el conocimiento humano, o sea de discernir entre lo que se puede conocer y lo que no se puede conocer (en griego krinein = discernir). Kant comenzó su examen crítico por el conocimiento científico en general, preguntando: ¿Cómo es posible la matemática pura y cómo es posible la ciencia pura? Con esto vino a ser el teórico del moderno concepto de ciencia. Muchos sólo ven en Kant al teórico del conocimiento y de la ciencia. Pero más allá de esta problemática su verdadero interés se orientó hacia la cuestión: ¿Cómo es posible la metafísica como ciencia? La solución de este problema constituye el coronamiento de su obra. Esta solución viene ya indicada con la demostración del conocimiento apriorístico de nuestro espíritu:
El conocimiento metafísico debe contener puros juicios a priori: esto lo exige la peculiar naturaleza de su fuente […]; el tema capital es siempre qué y cuánto pueden conocer entendimiento y razón, independientemente de toda experiencia.
Mas estos conocimientos a priori no han de tener sólo carácter analítico; es decir, el predicado de nuestros juicios no puede limitarse sólo a explicar lo que ya está contenido en el concepto del sujeto (como, por ejemplo, en la proposición: «Todos los cuerpos son extensos»), pues entonces no dirían nada, nuevo. Pero nosotros queremos conocer algo nuevo sobre la realidad. Nuestros conceptos deben ser conceptos de experiencia, conceptos de ampliación, en una palabra, como Kant dice, juicios sintéticos (como, por ejemplo: «Todos los cuerpos son pesados»). Por eso la cuestión capital de la crítica de la razón pura reza así: «¿Cómo son posibles juicios sintéticos a priori?». Ya antes de Kant se había interesado la filosofía por los juicios de experiencia. De ahí toma su nombre el empirismo inglés, cuyo empeño era mostrar cómo es posible la experiencia. Su problema se había cifrado también en conocer las leyes conforme a las cuales asociamos los conceptos que aparecen enlazados en nuestros juicios científicos. El resultado había sido bastante negativo. Las leyes de la asociación, había dicho Hume, son cuestión de mera costumbre fáctica o, mejor dicho, casual. Todo podría ser también de otra manera. Bastaría con que el alma del hombre, de la que depende toda asociación de conceptos, reaccionara distintamente. De ahí que para Hume, y ya antes de él para Locke, hasta los conocimientos científicos sean pura fe, no ya saber. Kant, en cambio, quiere —y en esto se muestra afín a los racionalistas— una ciencia estricta con proposiciones necesarias de vigencia universal. Semejante ciencia sería inalcanzable si tuviera razón Hume, es decir, si nuestros conocimientos se restringieran a lo que nos viene de fuera y nosotros asociamos según leyes casuales para formar conceptos y proposiciones. Kant va a proceder a la inversa: quiere mostrar que en nuestro conocimiento hay elementos que proceden de nosotros mismos y que están presentes a priori, antes de toda experiencia, que tienen el mismo sentido para todo espíritu que piensa y por tanto son estrictamente necesarios. Ésta es su célebre revolución copernicana:
Hasta ahora se admitió que todo nuestro conocimiento debía regirse por los objetos […]. Hagamos por una vez la prueba de si no adelantaremos más en asuntos de metafísica admitiendo que los objetos deben regirse por nuestro conocimiento […]. Ocurre en esto como con la primera idea de Copérnico, que, no logrando explicar bien los movimientos celestes si se admitía que toda la masa de astros giraba en torno al espectador, probó si no tendría más éxito haciendo girar al espectador y dejando inmóviles a las estrellas. En metafísica se puede hacer un ensayo análogo en lo que toca a la aprehensión intuitiva de los objetos. Si la intuición tiene que regirse por la naturaleza de los objetos, no veo cómo podríamos saber de ella algo a priori. Si, en cambio, el objeto (en cuanto objeto de los sentidos) se rige por la índole de nuestra facultad intuitiva, puedo muy bien imaginar esta posibilidad.
Con esto quiere Kant elevarse por encima de una «experiencia» que se desarrolla a continuación del hecho (= a posteriori) y sólo puede describir el hecho sucedido sin llegar nunca a afirmaciones necesarias de valor universal, puesto que debe estar a la expectativa de lo que suceda. No podemos adelantarnos a la experiencia. Kant, no obstante, quiere adelantársele. Los contenidos a priori del espíritu humano pueden decirnos lisa y llanamente cómo toda experiencia ha de estar constituida.
Ahí tenemos a Kant de cuerpo entero: en este juego mutuo de fuera y dentro, de receptividad y espontaneidad, de experiencia u posteriori y de anticipaciones a priori. En efecto, la revolución copernicana no quiere decir, con su a priori, que sólo exista nuestro espíritu y que nuestro pensar produzca el mundo entero, que, por decirlo así, lo proyecte en el espacio vacío desde su interior. Para Kant existen cosas reales en sí mismas. De ellas parte un estímulo a la facultad cognoscitiva humana; pero este estímulo, sensación o fenómeno, es informe, es pura materia y debe recibir su forma del hombre cognoscente, gracias precisamente a las formas a priori del espíritu.
A estas formas, Kant las llama trascendentales. Su filosofía quiere ser filosofía trascendental, no filosofía de la trascendencia. Esta última había sido la antigua filosofía. Se había comprometido a conocer las cosas como son en sí, es decir, en su trascendencia. Kant, en cambio, afirma que, aunque las cosas existan en sí, no se pueden conocer en este ser en sí, sino sólo conforme a ciertas reglas fundamentales, las formas a priori. Ésta es, pues, ahora su filosofía trascendental: el análisis no de los objetos en sí, sino del modo de conocer en relación con estos objetos. Esta filosofía es subjetiva, como se ve, pero en sentido de un subjetivismo no individualista, sino lógico-trascendental, por tanto en el sentido de una legalidad vigente sin más ni más para todo espíritu humano. Es lo contrario del psicologismo y subjetivismo de Hume.
En esto reconoce Kant su nueva metafísica. Es una metafísica de la normatividad lógica trascendental, a priori, del espíritu humano y del mundo en general y afecta a lo que la inteligencia y la razón, libre de toda experiencia, puede conocer, y con lo que el filósofo puede de antemano decir cómo han de estar en general constituidos el mundo y el ser si han de poder pensarse como objetos. La filosofía trascendental es, por consiguiente, dos cosas: teoría del conocimiento como teoría de los elementos a priori y a posteriori de la experiencia, y metafísica, como doctrina del ser pensable y pensado en absoluto. Kant trató toda esta problemática en tres partes principales: la estética trascendental, la analítica trascendental y la dialéctica trascendental.
En la estética trascendental (entendiendo aquí estética todavía en el sentido originario de aisthesis = percepción) presenta Kant su doctrina de la percepción sensible. Partiendo de fuera, de las cosas tal como son en sí, afluyen a nosotros los estímulos sensibles en forma de sensaciones. Son mera materia, una confusión, un caos, pero son ordenados por las formas conceptuales de espacio y tiempo, que son de vigencia universal y a priori, más allá de lo accidental y fortuito de los estímulos sensibles. Kant prueba que el espacio y el tiempo son a priori mostrando que no podemos llegar a ellos por abstracción, puesto que si quisiéramos destacar el espacio y el tiempo de la contigüidad o sucesión de las cosas, deberíamos ya presuponerlos, pues sólo podemos experimentar la contigüidad y la sucesión por medio de la idea o representación del espacio y del tiempo. Pero aquí no se trata de conceptos, sino de intuiciones. Esto lo demuestra Kant diciendo que sólo hay un espacio y un tiempo que son infinitos y contienen en sí como partes los espacios y tiempos particulares, pero cualitativamente son siempre los mismos y no pueden modificarse (como los conceptos en sus ejemplares individuales). Por eso el espacio y el tiempo son «empíricamente reales», es decir, tienen valor objetivo porque existen anteriormente en nosotros, y son subjetivos porque son intuiciones nuestras. Pero esta subjetividad no es arbitraria, sino una «idealidad trascendental», una legalidad ineludible para todo espíritu humano. Esto se muestra especialmente en la matemática, que (como ya vimos) fue el trampolín desde el que Kant saltó a su filosofía. En efecto, la matemática suministra dos ejemplos o casos modelo de juicios sintéticos a priori. La proposición de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, presupone la intuición del espacio, y por tanto una multiplicidad en la percepción sensible, que, a pesar de eso es rigurosamente necesaria y evidente a priori. Lo mismo se puede decir de la proposición: 7 + 5 = 12; presupone la intuición del tiempo (por razón de la enumeración) y por tanto también una multiplicidad, esta vez del sentido interior, y es también una vigencia absolutamente necesaria.
La analítica trascendental ofrece la doctrina de Kant sobre las categorías (lógica trascendental). Categoría significa literalmente forma o modo de enunciación o predicación. En Kant se trata de los conceptos fundamentales y primordiales del espíritu. Según él, el conocimiento humano no se reduce a meras intuiciones o representaciones, sino que se extiende hasta formar conceptos y con ellos juicios sobre lo que es. Para Kant todo conocimiento es intuición más pensamiento. «Nuestro conocimiento brota de dos fuentes primordiales del espíritu; la primera es la facultad de recibir las representaciones (la receptividad de las impresiones), y la segunda, la facultad de conocer con el pensamiento un objeto mediante estas representaciones (espontaneidad de los conceptos); por la primera se nos da un objeto, por la segunda este objeto es pensado en conexión con aquella representación (como mera determinación del espíritu). Así pues, intuición y concepto constituyen los elementos de todo nuestro conocer, de modo que ni los conceptos sin una intuición que en cierto modo les corresponda, ni la intuición sin conceptos pueden producir conocimiento». Kant halla sus categorías mediante el análisis de nuestras formas de juicio. Con esta «deducción metafísica» llega a sus doce categorías de unidad, pluralidad, totalidad, realidad, negación, limitación, inherencia y subsistencia (substancia y accidente), causalidad y dependencia (causa y efecto), comunidad (acción recíproca), posibilidad e imposibilidad, existencia e inexistencia, necesidad y contingencia. Pero junto a esta deducción metafísica conoce Kant todavía otra deducción trascendental de las categorías partiendo del «yo pienso» de la apercepción trascendental, que es algo así como la célula inicial del espíritu, puesto que este «yo pienso» debe poder acompañar a todas las representaciones. El número de las categorías sigue siendo el mismo, pero su función se destaca con más perfil, pues ahora las categorías de la naturaleza prescriben en cierto modo la ley gracias a la cual son primerísimamente posibles. Aquí es donde propiamente se verifica la revolución copernicana, es decir, la tentativa de demostrar que los objetos deben regirse por nosotros y no viceversa. Asimismo vuelve aquí Kant a hacer hincapié en que las categorías, en cuanto a su validez y amplitud, se limitan a lo sensible, y que en otro caso (digamos, por ejemplo, en su aplicación a un mundo inteligible, trascendente) carecerían de sentido. Y como resulta que incluso las intuiciones de espacio y tiempo no son posibles sin la unidad de la apercepción trascendental, así el capítulo relativo a la analítica trascendental contiene la base de todo el sistema kantiano. El punto de sutura entre estética y lógica se trata en la doctrina del esquematismo de los conceptos puros del entendimiento, en la cual trata Kant de mostrar cómo se da un tránsito de las sensaciones a conceptos de índole completamente distinta de ellas, de modo que a determinadas impresiones sensibles puedan finalmente sobrevenir los correspondientes conceptos intelectuales. Para ello, según Kant, hay que pasar por el tiempo, que contiene momentos tanto sensibles como intelectuales, dado que el número está en conexión con la representación de tiempo, que subsume ya en un concepto una pluralidad sensible. Por eso, a determinadas percepciones de tiempo pertenece también una determinada categoría; por ejemplo, a la percepción de la permanencia en el tiempo la categoría de substancia, a la regularidad en la sucesión temporal la categoría de causalidad, a la existencia en todo tiempo la categoría de necesidad.
La parte decisiva de la crítica de la razón pura la constituye la Dialéctica trascendental. En ella se redondea la teoría de Kant sobre la posibilidad y los límites del conocimiento humano y con ello también su nueva metafísica. Sus objetos son todavía los grandes temas de la antigua metafísica: mundo, alma, Dios, libertad, inmortalidad, pero ahora —y esto es lo nuevo y peculiar de la metafísica de Kant— se constituyen en «ideas». La idea no es para Kant la idea platónica y, naturalmente, tampoco la representación (idea) de los ingleses, sino un «concepto formado de nociones (puro concepto a priori), que rebasa la posibilidad de la experiencia». Las ideas determinan conforme a principios el uso de la inteligencia en el conjunto de la experiencia complexiva. Estos principios son pensamientos últimos generadores de unidad; son como focos hacia los que se dirigen, y convergen quizás en el infinito, las líneas que se habían inaugurado con la percepción y el pensar. «Todo nuestro conocimiento comienza en los sentidos, pasa por la inteligencia y termina en la razón». Y esta razón, con su función característica, a saber, el raciocinio deductivo, es lo que induce a Kant a postular las ideas. En efecto, toda conclusión discursiva consiste en buscar las condiciones de algo condicionado. Que Sócrates es mortal está condicionado por el hecho de que todos los hombres son mortales. Ahora bien, esta premisa mayor, que todos los hombres son mortales, presupone otras premisas mayores que por su parte la condicionan. Estas condiciones están a la vez subordinadas a otras, y así hasta el infinito. Así pues, la razón no es otra cosa sino la tentativa de pensar el conjunto de todas las condiciones de algo determinado, digamos el mundo o el alma. Ahora bien, ¿podemos alguna vez alcanzar este conjunto? Kant no lo cree. Según él sólo podemos obrar como si ya hubiésemos alcanzado esos supremos principios de unidad de todas las condiciones, para guiamos luego conforme a estas ideas en nuestra búsqueda ulterior. Las ideas son por tanto principios «heurísticos» o «regulativos», son una como «ficción», un «como si», mediante el cual nuestra búsqueda tiene cierto objetivo, pero ningún fin, de modo que idea significa propiamente un quehacer sin fin. Donde más claramente aparece esto es en la idea de Dios, de la totalidad absoluta de todas las condiciones, que para Kant como para Descartes es el «todo de toda realidad» (omnitudo realitatis), idea, sin embargo, que en sí misma no significa una realidad, sino el conjunto, supuesto en pensamiento, de todas las condiciones para toda realidad.
Y aquí aparece la piedra de escándalo. ¿Es, pues, Dios sólo una idea?, se pregunta uno. Lo mismo se puede decir del mundo, del alma, de la libertad, de la inmortalidad. La crítica halla esta filosofía demasiado subjetivista, pues, al fin y al cabo, Dios es, como se había creído siempre, el ser más real de todos. Es cierto que a la idea de Kant no corresponde directamente un objeto intuible, como lo tiene el concepto. Por eso según él los conceptos son principios constitutivos, y las ideas sólo principios regulativos. Ahí es donde aparece justamente el fallo. Pero el concepto de la ficción heurística de Kant no quiere decir que el mundo, Dios, el alma, la inmortalidad, la libertad, etc., sean «objetos inventados». Significa sólo que de lo que corresponde a las ideas no tenemos intuición directa, como la tenemos de las cosas que solemos pensar en conceptos. A Dios, al alma, etc., no podemos conocerlos como conocemos una casa o un árbol. A Kant no se le ocurre negar que Dios sea el ser más real de todos. Lo que quiere decir es que este ser sólo podemos pensarlo imperfectamente y que en el empeño de pensarlo no llegaremos nunca al fin. Por esto es para él sólo «idea». ¿Es que no sucedía así en la antigua metafísica? Cierto que las proposiciones suenan literalmente de otra manera, es cierto; aquí, como es sabido, se habla de un concepto de Dios. Pero en realidad se sabía muy bien que para nosotros Dios no es una cosa concebida e intuida en sí misma, como sucede con los otros objetos.
Kant no quiere con sus ideas negar a Dios, el alma y la inmortalidad, sino, por el contrario, quiere más bien salvarlos. Si se toman la libertad, la inmortalidad, el mundo, el alma, Dios, no como objetos trascendentales, sino como cosas trascendentes en sí, entonces nos enredamos, opina Kant, en falacias (paralogismos) y en contradicciones (antinomias); lo primero, en la doctrina del alma, lo segundo en la doctrina del mundo, del hombre y de Dios. Así pues, también en la doctrina de la razón quiere Kant practicar filosofía trascendental. Las ideas de la razón son métodos, no ya objetos materiales. Aún menos que la inteligencia se debe concebir la razón en sentido trascendente. Es cierto que el hombre sucumbe fácilmente a la tentación de tomar las ideas por objetos en sí. Pero el que los objetos existen en sí, prosigue Kant, es sólo apariencia, «apariencia dialéctica», que es tomada por un «ser hiperfísico», mientras que en realidad las ideas de la razón son sólo una indicación para el pensamiento, de cómo debe habérselas con el mundo. En la doctrina de la razón pone Kant especial empeño en desenmascarar la apariencia dialéctica.
Si la crítica de la razón pura sólo hubiera logrado poner ante los ojos esta diferencia, hubiera contribuido ya a esclarecer nuestro concepto de metafísica y a guiar la investigación en el campo de la metafísica más que todos los estériles empeños por satisfacer las exigencias de la razón trascendente.
Con este objeto, para que se imponga el punto de vista trascendental, desarrolla Kant su doctrina de las cuatro antinomias. Establece cuatro pares de proposiciones en tesis y antítesis que se contradicen: El mundo es limitado en el espacio y en el tiempo, y a la vez ilimitado; toda substancia compuesta es divisible indefinidamente, e indivisible indefinidamente; en el mundo todo sucede por necesidad, y no todo sucede necesariamente, sino que hay cosas que proceden de la libertad; existe un ser absolutamente necesario del que depende el mundo, y no existe ningún ser absolutamente necesario. En el terreno de la antigua metafísica, dice, se puede demostrar cada una de estas cuatro proposiciones. Pero como éstas se contradicen, la antigua metafísica se ha de ver implicada en contradicción. Con ello se hace palmaria su imposibilidad. Pero esto sólo le sucede porque trata de cosas en sí, puesto que es filosofía de la trascendencia. Si, en cambio, se practica filosofía trascendental, si se cuenta, pues, con lo que es la mente humana y con las capacidades de que dispone, entonces son solubles las antinomias. Entonces aparece en la primera y segunda antinomia que ambas proposiciones son falsas, pues el espíritu humano no debe preguntar por nada que se halle fuera de los fenómenos. En la tercera antinomia son ciertas ambas proposiciones, si se tratan debidamente, aplicando la necesidad al fenómeno y la libertad a la razón. Lo mismo se diga de la cuarta antinomia: existe un ser necesario, incondicionado, que es el fundamento de todo ser dependiente, pero este incondicionado, es decir, Dios, es una idea de la razón. Quede esto sentado.
En conexión con este razonamiento trata Kant de las pruebas tradicionales de la existencia de Dios, la ontológica, la cosmológica y la teleológica. Las reduce todas al argumento ontológico que deduce la existencia de Dios del concepto de ser perfectísimo; pero esto, dice, es una falacia, puesto que del orden lógico, que se da sólo con el concepto, no se puede pasar sin más al orden ontológico. Como ya hemos visto, en realidad el argumento ontológico no se basa en un concepto y no da el salto que censura Kant. Kant lo entendió mal, como en general entendió mal las pruebas de la existencia de Dios y hasta el sentido de la antigua metafísica. Entendiendo esta idea más a fondo de lo que suena en su sentido literal, que Kant había aceptado de los filósofos de la Ilustración, entonces la diferencia entre su nueva metafísica y la antigua no es, ni mucho menos, tan grande como parece a primera vista. En efecto, la crítica que hace Kant de las pruebas de la existencia de Dios no significa que niegue la existencia misma de Dios. Es sólo la crítica de un camino que él cree insuficiente para llegar a Dios, y sólo trata de despejar la vía para una motivación de la idea de Dios mejor que la corriente hasta entonces. Esta mejor motivación la encontramos en la ética de Kant.
b) Crítica de la razón práctica
El mayor mérito de Kant consiste quizás en sus logros en el terreno de la ética, o sea en su Crítica de la razón práctica. El eudemonismo y utilitarismo ingleses estaban falseando el sentido del bien moral y diluyendo la moral en el flujo del devenir de los hechos históricos y sociales, con el peligro de que la ética se convirtiera en simple sociología. Frente a esa desintegración, Kant dio marcha atrás, emprendiendo una interpretación original de la pureza y de la absolutez de la moral.
En este sentido es fundamental el descubrimiento de que, siendo el hombre un ser dotado de razón, se siguen de ello dos cosas que no se observan en el mundo empírico de los fenómenos, a saber, el deber moral y la libertad. El deber moral, llamado también obligación, ley moral, conciencia, imperativo categórico, es para Kant un hecho «innegable». Está «encarnado en la esencia del hombre». Al mismo tiempo es para él inconcuso que este deber tiene carácter de ley, es decir, que es universal independientemente de tiempos, circunstancias o individuos; en una palabra, independientemente de la «experiencia». Es a priori, puesto que es el espíritu, la razón misma quien habla aquí, y no puede hablar sino lo que es verdad intemporal y eterna. De igual modo, consta la existencia de la libertad, ya sea como consecuencia del deber, cosa que Kant subraya en primer lugar en la Crítica de la razón práctica, o como hecho mismo de la razón, lo que más tarde recalca Kant en la Crítica del juicio. Con el deber y con la libertad se destaca el hombre, como ser inteligible, de toda la naturaleza circundante. De esta manera avanza Kant por los carriles de la antigua metafísica.
Conforme a esto se estructura una teoría ética. Como el deber es una ley de vigencia universal, el principio de la moralidad reza así: «Obra de modo que la máxima de tu voluntad pueda a la vez servir en todo tiempo como principio de legislación universal». A esto se ha llamado el formalismo de Kant. De hecho Kant comienza su ética no ya trazando una tabla de valores en que muestre lo que son para el hombre virtud, fidelidad o veracidad, o valentía, etc., y ni siquiera aludiendo a lo útil, al bienestar, al progreso cultural o cosas semejantes. Todas éstas son para él determinaciones «materiales». Ahora bien, todo lo material, incluso los contenidos éticos de valores, es empírico, pues no se puede saber de antemano si agradan al hombre o no. Con esto vendría a dar la moral en la corriente de lo arbitrario o discrecional y perdería el carácter de ley, que es lo que de antemano se manifestaba en el hecho de lo moral. Dicho carácter resulta sólo de la razón, que precisamente es, en sí misma y por esencia, ley y vigencia universal. Sólo de aquí puede proceder lo moralmente bueno. La normatividad universal no depende de un bien moral en sí, sino, por el contrario, el bien depende de la posible normatividad universal. «Nada se puede pensar, universalmente hablando, en el mundo ni aun fuera de él, que sin limitación pueda ser tenido por bueno, exceptuando sólo una buena voluntad». Y «la voluntad buena no lo es por lo que hace o ejecuta, ni tampoco por su aptitud para lograr un fin prefijado, sino sólo por el querer, que es en sí bueno». La voluntad es además en sí buena si es «voluntad pura», es decir, si la razón misma es la que da la ley. En esto consiste la autonomía ética. La razón es por sí misma práctica, vuelve a repetir Kant. Con esto quiere dar a entender que en el hombre, fuera del plano empírico de su vida en el espacio y en el tiempo, hay todavía un plano superior: su vida como ser racional, donde él mismo conoce lo bueno, sin necesitar un legislador exterior y hasta sin poder admitirlo, a fin de no convertirse en su siervo ni someterse a una legislación extraña (heteronomía). Aquí, en la razón, es el hombre totalmente libre y, sin embargo, está totalmente baso la ley, puesto que la razón es la que al mismo tiempo liga al hombre y le hace libre, ya que lo eleva por encima de todo lo que no es ella. Ahora bien, ella misma es ley. Por eso esta autonomía no es soberanía arbitraria. La razón viene a ser algo así como un Dios en pequeño, no porque el hombre quiera ser superior, sino porque con la razón se da en él y actúa algo divino. Por eso, según Kant, el hombre no puede nunca ser tomado como medio; y así dice, en una variante de su principio moral básico: «Obra de modo que siempre, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, tomes a la humanidad como fin, y jamás la utilices como simple medio». En el desarrollo de su principio ético fue Kant radicalmente consecuente. Para él sólo era moralmente buena la acción que tenía por causa y por fin el deber, es decir, que se realizaba por respeto a la ley. Si se hacía por inclinación o en vista de un premio esperado, o por razón de la alabanza, o por temor, o daba casualmente en lo justo, entonces, aun siendo «legal», es decir, objetivamente correcta, no era «moral», pues no procedía del deber ni se hacía por razón del deber. A esto se ha llamado el rigorismo kantiano. Resulta espontáneamente del formalismo y no es sino otra expresión de la misma cosa. En particular trató Kant de excluir toda referencia a la felicidad, incluso a la eterna. No ésta, sino la ley, es el fundamento de la moral; de lo contrario nos hallaríamos ante una moral de retribución. No obstante, también a la felicidad reservó Kant un puesto en su ética, no como motivo, sino como secuela de la moralidad. Quien haya vivido moralmente habrá merecido la felicidad.
Con esto llegamos a los postulados de la razón práctica: inmortalidad, libertad y Dios. La inmortalidad se impone por la consideración de que el hombre nunca alcanza perfectamente el ideal moral, sino que deberá siempre aspirar a él acercándosele indefinidamente. Nadie es santo, sino Dios. Todos los demás seres están siempre en camino hacia el bien. Por eso se postula la inmortalidad, sin la cual «las leyes morales habrían de considerarse como vanas quimeras». Con la libertad nos encontramos ya en la teoría de las antinomias. Allí se decía que es, por lo menos, pensable que se dé un obrar no supeditado a la necesidad mecánica. En la Crítica de la razón práctica la libertad aparece a Kant como un presupuesto del deber, que nosotros sólo deducimos, aunque él mismo está ya muy cerca de considerarla como un hecho. Ahora bien, que realmente exista, que no sea sólo pensable, tal es el sentido del postulado de la libertad. En cambio, llega al postulado de Dios a través de la idea de felicidad. Si podemos esperar que el buen obrar moral haya de ser recompensado, como por otra parte en la naturaleza sensible no existe un equilibrio justo, debemos admitir la existencia de una razón suprema que ordene conforme a las leyes morales y al mismo tiempo sea, como causa, fundamento de la naturaleza, es decir, que sea tan poderosa que pueda otorgarnos la felicidad. Así pues, como allí sólo existe «la asociación prácticamente necesaria de ambos elementos, y como nosotros, por nuestra razón, pertenecemos a un mundo inteligible, debemos admitir ese nuestro mundo futuro, el mundo de Dios». Kant habla ahora como Leibniz de un reino de las gracias. En su cima está Dios como omnisapiente autor y rector. «Así pues, Dios y una vida futura son dos presupuestos que no se han de separar, según principios de la razón misma, de la obligación que la mera razón nos impone». Esto es al mismo tiempo una prueba de la existencia de Dios, y en esta prueba moral quiso ver Kant la única prueba posible de la idea de Dios.
Conforme a estos principios éticos se fabricó también Kant su propia construcción de lo que debe ser la religión. Si ha de ser religión auténtica, se ha de mover dentro de los límites de la pura razón, como lo revela ya el mismo título de la obra en que trata de este punto. Nos referimos a la razón práctica. En efecto, para Kant religión no es otra cosa que moralidad. Sólo una cosa se añade, a saber, que en la religión las leyes morales se miran al mismo tiempo como preceptos divinos. Kant carecía de sentido para lo que la religión pudiera contener de histórico. La revelación sólo tiene sentido como forma de expresión de la fe racional en la idea de Dios, que a su vez no es otra cosa sino la suprema consecuencia del deber moral. Por tanto, los datos históricos de la revelación deben ser interpretados, hasta que por fin se desprenda de ellos una enseñanza moral. No obstante este punto de vista angosto y muy de su época, no debemos pasar por alto que Kant se ocupa realmente en profundizar la idea de Dios, tanto en la crítica de la razón pura como en la crítica de la razón práctica. Por otra parte, aun cuando aquí, una vez más, Dios es «sólo» un postulado, hay que tener presente que para Kant la llamada realidad objetivamente práctica no es menos real que la sensible. Mejor dicho: para él es la realidad más fuerte y propia. Es una menguada interpretación de Kant no querer ver esto o tratar de entenderlo como un subjetivismo insuficiente. Por lo regular los que así proceden incurren en un engaño nada crítico acerca de su propia concepción de la realidad.
A la razón práctica pertenecen también el derecho y el Estado. Lo que sobra a Kant de moral en su filosofía de la religión, le falta en la filosofía del derecho. El derecho se define sólo negativamente como «la suma de las condiciones bajo las cuales gel arbitrio de uno se puede conciliar con el arbitrio del otro en una ley universal de libertad». Así el derecho es cuestión de medidas externas coercitivas, sin mayor alcance. Se debe distinguir rigurosamente de la moral, que sólo se refiere a deberes internos. Aquí tiene su más fuerte repercusión, incluso en Kant, el empirismo inglés, principalmente la teoría del contrato de Hobbes. En Alemania había sido introducida ya esta concepción por Thomasius. Con frecuencia los juristas la han ensalzado como un gran descubrimiento, porque así se les dejaba incondicionalmente reservado el campo de la legislación. Esto daba la posibilidad de claras definiciones, combinaciones y cálculos; en una palabra, se lograba la seguridad del derecho, pues así no podía inmiscuirse ningún poder incontrolable, como, por ejemplo, la invocación del deber y de la conciencia. Esto tuvo como consecuencia en la filosofía del derecho el positivismo jurídico, y en la vida práctica una especie de contabilidad por partida doble. Así decían los unos: lo que sólo es ley no me obliga, pues no es deber; y los otros: lo que sólo es deber no me obliga, pues no es ley. Conforme al concepto del derecho se configura también la idea del Estado. Estado es «una asociación de personas bajo leyes jurídicas». Al igual que el derecho, el Estado es sólo una institución externa. Por la fuerza se sojuzga la fuerza que pueda surgir, para así crear un campo de acción a la libertad de los individuos. Por eso se da aquí también la división tripartita de los poderes. El Estado no posee ya ningún contenido ideológico positivo. Su mecanismo consiste en el antagonismo de las fuerzas. Sólo tiene vigor el precepto negativo: No dañar a nadie. Fuera de esto, libertad absoluta. Tal es el ideal del liberalismo. Todo esto resulta bien pobre, comparado con la antigua concepción del Estado como la gran organización de la moralidad. Pero de la disgregación espiritual de los tiempos modernos no se podía esperar otra cosa. Sin embargo, también en Kant asoma cierta concepción moral del Estado. En efecto, el fin de la historia universal ha de ser crear la mejor constitución del Estado, una liga de naciones con vistas a la paz perpetua, para conseguir lo cual no sólo hace falta civilización, sino también cultura, y a la cultura pertenece en primera línea la moral.
c) Crítica del juicio
En la crítica de la razón pura había sido objeto de estudio el conocimiento, en la crítica de la razón práctica la voluntad, y en la crítica del juicio aparece por fin el sentimiento. En el sentimiento (placer o desplacer) descubre Kant una relación con el fin, por lo cual el fin constituye el tema propio de su crítica del juicio. El fin puede ser subjetivo, si es establecido por el hombre, y objetivo, si se da en la naturaleza misma. Así distingue Kant dos facultades del juicio, una estética y otra teleológica. En ambos casos se considera el mundo desde el punto de vista de la libertad, puesto que el concepto de fin incluye un concepto de voluntad, una toma de posición en función de agrado y desagrado.
La facultad estética de juzgar se ocupa de lo bello y de lo sublime. Kant ejerció aquí fuerte influjo en el clasicismo alemán, principalmente en Goethe y Schiller. Según él, en el arte se trata de la consideración de las formas puras. Si la percepción de una forma ya en cuanto tal es apropiada —en el ser apropiado estriba la referencia al fin— para provocar placer en el que la contempla y para «gustar» como bella, en la aprobación que se expresa por «me gusta» hay un enjuiciamiento estético. El enjuiciamiento no es simplemente un juicio conceptual, por tanto una aserción, sino una toma de posición. Pero este gusto y esta aprobación estética no tienen nada que ver con lo agradable. Tampoco con lo moral, pues lo moralmente bueno se aprecia y respeta. Tampoco se identifica con lo deseado, pues el deseo es un mero querer poseer. El placer estético es, por el contrario, una aprobación «desinteresada» y además una aprobación del contenido objetivo interno de las formas que se nos presentan. Por eso define Kant: «Bello es lo que sin concepto se reconoce como objeto de un agrado necesario».
El juicio teleológico tiene como campo propio el fin en la naturaleza y sobre todo en el reino de lo orgánico. En un organismo las partes reciben su sentido por su relación al todo. Cada parte existe por el todo y consiguientemente por las otras partes. El organismo es por consiguiente el modelo de una conexión de finalidad. Ni siquiera una hierbecilla, dice Kant, se puede comprender mecánicamente sin idea alguna de finalidad. Ahora bien, una vez que se ha observado el fin en lo orgánico, es comprensible que se extienda a la naturaleza total y que todo en el mundo se refiera a una totalidad y a un fin supremo. A este todo con un sentido habrá luego que subordinar el mecanismo y su determinación causal. Y no sólo esto: la idea del fin exige además la idea de un ser supremo, inteligente, que establezca fines. ¿Se convierte así la teleología en teología? Sí y no. En efecto, inmediatamente surge el pensar crítico de Kant. El fin no se halla entre sus categorías. No es un concepto constitutivo, sino regulativo. Es sólo una idea, a la que no corresponde una intuición. ¿Por qué no? ¿Es que no vemos las relaciones de finalidad? No, sólo mirarnos las cosas como si tuvieran finalidad, y no podemos menos de hacerlo así, pero el plan mismo que late mucho más remoto en la mente arquetípica (intellectus archetypus), eso no lo vemos. Si fuera tan conocido como lo son nuestras finalidades subjetivas que nosotros mismos nos proponemos, entonces también el fin de la naturaleza sería claro en sí mismo. Pero no sucede así, y por tanto hay que limitarse al «como si» y a la idea como ficción regulativa.
Con esto surge una aporía que acompaña desde un principio a la filosofía de Kant. El fin es una idea; igualmente la libertad, la inmortalidad, Dios. Todo es una consideración «como si», pero no ha de ser sólo ficción, ha de haber algún fundamento. A la idea de nuestra mente responde, pues, algo fuera de ella; no precisamente una intuición proporcionada, pero sí ciertamente algo real, algo en sí. Pero esto «en sí» no es conocible según Kant. Si ello es así, no debería Kant invocarlo. Ni siquiera debería hacerlo en la doctrina de las categorías. Pero si Kant quiere invocarlo, como realmente lo hace, debería, como hacía la antigua metafísica, preocuparse de mostrar cómo es posible invocarlo así. Si su nueva metafísica pretende ser trascendental y quiere destacar las eternas funciones a priori con que el espíritu aborda la realidad del mundo, entonces no puede hablar de la cosa en sí como de una incógnita x y luego volver a enfrentarlo al espíritu como siendo algo; al hacerlo corre peligro de nadar entre dos aguas sin conceder a la sensibilidad lo que a la sensibilidad corresponde ni al espíritu lo que es propio del espíritu. ¿O es que todo lo que se dice de las cosas, de las substancias, de los seres, es sólo una pantalla, una metáfora o símbolo del espíritu, único que es todo lo que existe, único que existe con su dialéctica, su lenguaje y sus palabras, de modo que fuera de él no existe nada, sino sólo lo que él engendra? Éste será el problema del idealismo germano comenzando por Fichte.