Capítulo XI

SAINETE AMOROSO

Así empezó aquel extraño idilio, ardiendo

Vivazmente y cada vez más cerca de lo íntimo de su joven corazón,

Y también, de parte de la mujer, desbordante,

De esos agudos y febriles ardores,

Que suelen manifestarse

A los diez años de casamiento con un majadero,

Años que engendran represiones como las que el doctor Freud

Nos enseña, tan juiciosamente, a evitar.

Esto escribió Revell, alrededor de medianoche, en su cuarto situado en el edificio del colegio, el siete de julio de 1928. Para estar más en consonancia con su puesto de secretario, dejó de alojarse en la casa del rector, y le asignaron la habitación opuesta a la de Ellington, contigua al dormitorio de los menores. El cambio le vino de perlas, pues podía eludir la inmediata vigilancia del doctor Roseveare.

Era la primera estrofa completa que producía después de un mes, y se sentía bastante orgulloso de ella. (Indiscutiblemente necesitaría otra preliminar que finiquitase la aventura anterior de su héroe e introducir luego otra nueva, pero eso podía hacerlo después. Una de las ventajas que le proporcionaba la idea de su Don Juan era que el héroe podía hacer cualquier cosa que le gustase a él o a su creador, siempre que se mantuviese dentro de la rima del pentámetro yámbico.)

Revell siguió observando por espacio de quince días y mantuvo su promesa: no se permitió ninguna nueva hipótesis. Al comienza la restricción le resultó fastidiosa, pero al cabo de un tiempo llegó a sentirse satisfecho con su papel de mero observador de pequeños detalles, como, por ejemplo, que Ellington se hacía cada día más arisco e irascible; que su mujer soportaba la carga con una paciencia que, tarde o temprano, habría de estallar; que el rector daba señales de tensión nerviosa a consecuencia de los recientes acontecimientos; que Mottram era un descarado y necesitaba una zurra; que el nuevo profesor que ocupaba el puesto de Lambourne era un joven alegre llamado Pulteney, recién salido de Cambridge; y que los partidos del Colegio resultaban aburridos cuando Pulteney y él organizaron una serie de apuestas de a chelín, sobre el número de tantos hechos por cada uno de los veintidós jugadores.

Y también, por supuesto (pues esto merece un párrafo aparte), que la señora de Ellington era una mujercita verdaderamente encantadora. Ya había pensado en esto, pero no obtuvo la revelación en toda su intensidad hasta que no se tomó en serio su papel de observador cotidiano. La veía a menudo, en una forma tan casual que hacía pensar si ambos lo habrían estado buscándose mutuamente. Hablaban mucho de cosas que no guardaban relación alguna con el Colegio y sus problemas: de libros, obras teatrales, películas, etc. Ella sabía muy poco, pero poseía una inteligencia despierta, y para Revell era un placer enseñarle. No solía mencionar a su marido, pero resultaba imposible pasar por alto la constante tragedia de su vida matrimonial. Ellington era un sujeto rústico y un solemne pelmazo. Revell, a medida que se intensificaba su amistad por ella y aumentaban en fervor los sentimientos que despertaba en él, empezó a comprender la relación que existía entre ella y Lambourne. ¡Cómo debió haber saboreado la inteligente charla de Lambourne, tras los ariscos silencios de su marido; y ¡cómo debió de condolerse él, a su vez, por la mujer que había soportado, tan resignadamente, la primera década de una probable condena perpetua!

Para Revell, naturalmente, el cargo más importante contra Ellington era que éste había cometido un crimen doble. Con todo, resultaba extraño ver cómo se puede aceptar hasta la más horrible situación, pasado algún tiempo; y Revell tenía momentos en que daba casi por olvidados los crímenes y odiaba a Ellington más que nada por algo de menor cuantía: por la irritante rudeza que mostraba para con su mujer.

No obstante en una ocasión hizo un experimento interesante y un tanto revelador aunque, manteniendo su promesa, no se permitió dogmatizar sobre el particular. Estaba almorzando con el rector y fue llevando la conversación hacia Pulteney, el recién llegado. Dijo que le era simpático, y habló en tonos encomiásticos de su disciplina, tanto en su vida privada como en la clase. Roseveare se mostró de su misma opinión y Revell agregó:

—Hablando con toda franqueza, ése parece que era precisamente el punto débil de Lambourne; tan admirable como parece que era en otros sentidos, a veces se mostraba demasiado condescendiente con los chicos.

Roseveare convino también en esto, y Revell, que había planeado escrupulosamente sus propios movimientos en la conversación, prosiguió:

—Recientemente ha llegado a mi conocimiento un ejemplo bastante curioso de sus debilidades. Se me ha quedado grabado, principalmente, porque sucedió la noche anterior a su muerte, y pensaba reírme del pobre al día siguiente. Andaba yo paseándome por el patio aquella noche, algo tarde ya, a eso de las once y media, quizá, cuando, al acercarme al edificio del colegio, creí oír voces en la sala común. Como es natural, fui a investigar, y ¿qué cree usted que vi? ¡A dos estudiantes de los menores jugando al ajedrez! Claro que aquello no era de mi incumbencia, máxime teniendo en cuenta que Lambourne les había dado permiso, según me dijeron, y nadie sabe a qué hora se fueron a dormir. Pero, fíjese bien: ¡jugando al ajedrez alrededor de media noche!

Notó que Roseveare había palidecido ligeramente y que se le ponían blancos los nudillos de los dedos, al cerrar los puños encima de la mesa.

—¿Quiénes eran esos pillastres, por simple curiosidad? —preguntó, haciendo un esfuerzo para aparentar indiferencia.

Pero Revell esperaba la pregunta, y no iba a sorprenderle tan fácilmente.

—No les pregunté el nombre, y temo que, probablemente, no los reconocería si volviese a verlos. Como podrá figurarse, tenían la luz muy atenuada.

Y en seguida cambió de tema. Estaba más que satisfecho, pues acababa de hacer otra observación.

En las conversaciones que sostenía con la señora de Ellington jamás mencionaba los crímenes. Era muy fácil eludirlos puesto que el tema había desaparecido ya por completo de los periódicos; además el hecho de que a los ojos de ella Lambourne era el delincuente probado, mientras él pensaba de tan diferente manera, se levantaba como una barrera entre ambos. A veces, aunque no con mucha frecuencia, mencionaba a Lambourne al hablar de otras cosas, y Revell comprobó complacido cuán magnánima y liberal era; la convicción de su culpabilidad no había extinguido en ella el caudal de piedad que sentía por él.

Era, pensaba Revell, una criatura deliciosamente adorable. En ciertas ocasiones, cuando tomaban el té juntos, o cuando charlaban durante algunos de esos encuentros casuales por la carretera, casi se sentía tentado de darle un beso. Su delicada pequeñez pedía mudamente protección, y sus negros ojos, que solían aparecer tristes el día en que se conocieron, brillaban en una forma tan notable durante los momentos que pasaban juntos que no pudo dejar de notar que ella sentía la atracción tanto como él. Esto no sólo le complacía, sino que cuando comprendía su verdadero significado, se sentía embriagado. Oakington era un bosque sombrío, y él un hidalgo cuya misión era libertar a una damita verdaderamente encantadora de las fauces de un ogro nauseabundo. A medida que se deslizaban aquellos días de julio, sus propósitos fueron no sólo libertarla, sino obtener una retribución; y, aunque temía el momento en que ella llegase a saber la verdad, seguía buscando el inevitable momento que le haría comprender cómo y de qué podía salvarla.

Llegaron a llamarse por el nombre de pila. El de ella era Rosamunda, y él hizo con el mismo absurdos juegos de palabras; una tarde de lluvia llegó ella en bicicleta por la calzada, y la llamó «Sic transit gloria Rosamundi», lo cual juzgó no estaba mal. Ella sonrió, se apeó y respondió:

—Voy a encontrarme en un tránsito verdadero bien pronto. Tomás ha arreglado todo para marcharnos de Inglaterra el 10 de agosto. Figúrese qué ajetreo: ¡me queda sólo una quincena, después del final del período escolar, para efectuar todas las compras que tengo que hacer!

—¿Se van tan pronto? —preguntó, medio aturdido.

—Sí. Estaremos en nuestra plantación, o lo que sea, para cuando comiencen aquí las clases de otoño. Es demasiado apresuramiento, pero si hemos de irnos, no hay necesidad de postergar mucho el viaje.

Revell asintió un tanto confuso, y se sorprendió al descubrir el golpe que aquello significaba para él. Luego se sintió contrariado e indignado a la vez.

—Pero, Rosamunda, ¡qué vida tan horrible le espera! ¿Ha pensado usted bien lo que significa eso? Un pedazo de tierra perdido de la mano de Dios, en el corazón del África, sin teatros, ni libros, ni tiendas…

—Oh, pero tendremos automóvil —le interrumpió ella—, y una vez cada tres meses recorreré con el coche los trescientos y pico de kilómetros para pasarme una semana de compras en Nairobi. Y Mudie probablemente me envíe una caja de libros de vez en cuando, incluyendo los suyos, tan pronto aparezcan, Colin. Y hay otras personas que viven a unos treinta kilómetros de allí.

—¡Cielos! No sé cómo puede pensar semejante cosa.

—Pero si yo no pienso en eso. Me limito a vivir la realidad —replicó, mirando fijamente la rueda delantera de la bicicleta—. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Comprendo —dijo él. Seguía lloviendo, pero ninguno de los dos se movió—. Sentiré mucho su ausencia —agregó, por fin.

—Sí, y yo también. Hemos sido buenos amigos —manifestó. Hizo una pausa, y agregó, con cierta reserva que recalcaba la reticencia de la actitud que había mantenido hasta entonces—: Creo que usted comprende mucho mejor de lo que yo hubiese sido capaz de explicarle. Quizá nos encontremos esta noche en el concierto. ¿Irá usted?

—Sí, si va usted también. Le guardaré un asiento.

Ella sonrió, y montó de nuevo en la máquina, y él volvió a su cuarto, en un estado de ánimo que era mezcla de alegría y aflicción. Acababa de hablarle a él quizá mucho más íntimamente que nunca; y, sin embargo, todo tenía un aire sombrío, a consecuencia de la inminente marcha. Jamás había pensado que esto hubiese llegado a afectarle en tal grado. Tres semanas más, y estaría ya en viaje hacia el África, en compañía de su marido. Revell comprendió, no sin cierto pánico, que no había tiempo que perder. Debía desenmascarar a Ellington durante esas tres semanas, o, de lo contrario, no lograría hacerlo nunca. Y sus propias observaciones, aunque tan significativas, no eran consistentes ni mucho menos como para que le permitiese actuar.

La partida en sí era ya algo sospechoso. ¿A qué venía esa gran prisa por marcharse? ¿No parecía como si Ellington desease poner la mayor distancia posible entre él y el escenario de sus crímenes?

Mientras tanto, y acuciado por la posible pronta separación, Revell se interesó por el concierto. Era un acto de clausura que se celebraba en el salón de fiestas, y al cual asistió todo el Colegio. Tomaron parte varios de los músicos más destacados de Oakington, y este talento local se vio asistido por la visita de artistas procedentes de Londres, a quienes valdría o no la pena escuchar. A Revell, que era sumamente exigente en materia de música, no se le habría ocurrido jamás asistir, de no haber sido por la señora de Ellington; y, en honor a ella, soportaría de buen grado, si no el tormento del fuego y el agua, por lo menos la Segunda Rapsodia de Liszt, chapuceada por unos ambiciosos escolares nerviosos.

La señora de Ellington se encontró con él poco antes de dar comienzo el concierto, y con una sonrisa le dio las gracias por haberle guardado el asiento. (Naturalmente su marido no la acompañaba, pues no sentía la menor afición por la música.) Durante la primera parte del programa, integrada por varios números interpretados por los muchachos, Revell no cambió apenas una palabra con ella, pero cuando llegó el intervalo charlaron un rato. Tenían por costumbre aparentar siempre que se encontraban solos por algún sorprendente accidente del destino; por consiguiente Revell, observando la convención, dio comienzo a la plática.

—Sin duda a su esposo le habrá sido imposible venir, ¿Verdad?

Y ella contestó:

—No; es que no le interesan gran cosa los conciertos. Ha ido a hacer unos trámites a Easthampton y volverá con el último tren.

La segunda parte del programa estaba formada únicamente por la Sonata a Kreutzer, tocada por un pianista y un violinista invitados, de verdadero talento. Revell, con la señora de Ellington a su lado, no pudo menos que sentirse impresionado. Esta sonata había sido siempre su composición favorita, y el escucharla en aquel momento le produjo la impresión de encontrarse al lado del paraíso. Durante el apacible movimiento adagio estuvo tranquilo, sereno, preparado para el éxtasis triunfal al cual lo elevaba el movimiento presto final. Cuando vibró la última cuerda quedó mudo, presa de la más viva emoción. Hasta que no se hubieron alejado del bullicio de la multitud y no se encontraron solos bajo las titilantes estrellas no encontró palabras que pronunciar, y aun entonces fue para limitarse a proponerle que diesen una vuelta.

Ella accedió.

Se dirigieron al cerco para dar el convencional paseo. No había luna, sino un cielo pálido sembrado de estrellas, y su magnitud y belleza envolvía con un hechizo infinito incluso las monstruosidades arquitectónicas que se destacaban en la línea del horizonte. Oakington se disponía a dormir; el reloj del Colegio dio las diez, y, una tras otra, fueron desapareciendo todas las luces de aquella hilera que eran los dormitorios. El aire estaba impregnado del aroma de los árboles y la hierba recientemente cortada, y un búho ululó en medio del silencio azul de la noche.

Con la melodía de la Sonata a Kreutzer que seguía vibrándole todavía como en sueños en sus oídos, comenzó:

—Sabe, Rosamunda, empiezo a encontrarme en una situación bastante curiosa. Creo… Creo que estoy enamorándome de usted.

—¿En serio? —exclamó, sin demostrar mayor sorpresa, aunque en su voz había un ligero temblor, o algo por el estilo.

—Sí, así lo temo. ¿No le importa a usted?

—¿Por qué habría de importarme algo tan…, tan…? —respondió, titubeando, y luego, de pronto, pareció sacudirse un peso de encima, y modificó su actitud—. En realidad, Colin, no sé qué es lo que digo, y usted tampoco, creo. Claro que no me importa, aunque, en el fondo, eso me produce cierta emoción, pero todo es fútil y carece por completo de sentido, ¿no lo cree usted así, también?

—Sí, pero… —contestó, tratando de replicar, aunque no era necesario, pues, con gran asombro suyo, se la encontró en sus brazos, acercando sus labios a los de él—. Colin —susurró—, sólo una vez, y nunca más; sólo una vez…

Él le dio un beso, que se le subió a la cabeza, como un vino excelente, y, en medio de su entusiasmo, empezó a charlar en forma desordenada. Se acabó su recato al mencionar a Ellington; habló de él abiertamente, como de un hombre a quien ella no amaba ni podía amar. ¿Por qué te casaste con él, Rosamunda? Me lo he preguntado siempre. ¡Es tan diferente a ti, en todos los aspectos! ¿Crees que no lo ha notado nadie? Rosamunda, tú lo odias, lo sé, no tienes más remedio, y es imposible que te pases el resto de la vida con él. Y precisamente en Kenya. ¡Rosamunda, no puedes hacer eso!

—Sí que puedo, y tengo que hacerlo.

—No tendrías que hacerlo, si lo abandonases.

—Pero no podría hacerlo.

—¿Por qué?

Y tuvo una visión fugaz de Rosamunda y él compartiendo un humilde estudio en Chelsea, él escribiendo novelas de alto vuelo, y Rosamunda pintando cuadros futuristas, haciendo estatuillas de terracota, diciendo horóscopos, atendiendo una sombrerería, o invirtiendo el tiempo en cualquier ocupación que poseyese el valor convencional de la despreocupación. Sus cuatro o cinco libras esterlinas por semana, más pongamos, la mitad de esta suma por parte de ella, les permitirían llevar una existencia idílica con amor, arte, ginebra y sardinas en conserva. ¡Qué perspectiva tan encantadora! ¿Estaba él hecho para esto? Así lo creía, y con un entusiasmo ardiente en la voz le describió rápidamente las líneas generales del plan de semejante futuro.

—Eres un muchacho encantador —dijo ella, cuando él hubo terminado—. Creo que yo también sería verdaderamente feliz contigo, en esa forma, pero, desde luego, no lo dices en serio. Es la Sonata a Kreutzer, que se te ha subido a la cabeza, nada más. ¡Qué lástima que yo no sea una mujer astuta, pues te cogería la palabra!

—¡Hazlo! —exclamó con ansiedad—. ¡Si no pido otra cosa!

—Suponte que lo hiciese —dijo, echándose a reír—. ¿Cuándo saldremos para tu pequeño estudio de Chelsea? ¿Esta noche? Ya sabes que el último tren sale a las once. O quizá mañana, y así tendríamos más tiempo para preparar el equipaje. Y yo podría dejar la nota convencional en la mesa, para Tomás… Veo en tus ojos que no sientes lo que dices. No importa, no me doy por ofendida, y te quiero por tu impetuosidad romántica.

—¡Pero si hablo en serio! —replicó él, un tanto molesto—. He pensado bien cada una de las palabras. Y al final del período escolar…

—¿A qué fin esperar hasta entonces?

—No lo sé, exactamente, excepto que esto nos daría tiempo para preparar las cosas. Y, además, se produciría menos escándalo aquí. Ya ha habido bastantes en estos últimos tiempos.

Eso pareció como si hubiese formado una nube ante ellos.

—Es verdad —reconoció ella—. Cuando vuelvo la vista para atrás veo que ha sido el año más espantoso… —Se estremeció ligeramente, y prosiguió—: El único punto luminoso lo constituiste tú, al venir aquí. ¡Eres una persona tan poco apta para secretario de un rector! ¿Qué te hizo abandonar esa vida maravillosa de Londres, y venirte a Oakington?

—Quería cambiar de atmósfera, nada más.

—Sí, eso habría pensado yo —dijo. Guardó silencio un instante, y agregó luego, con una voz diferente—: No, Colin, pensándolo bien, no estoy segura de que me iría contigo. No me tratarías como yo quisiera que me tratasen. Me juzgas demasiado insignificante, demasiado atolondrada, creo, como para que me participes tus más íntimos secretos. ¿Verdad que no tienes confianza en mí?

—¿Qué no tengo confianza en ti? ¡Claro que la tengo!

—Entonces, ¿por qué no me has dicho la verdad sobre los motivos que te han traído aquí? ¿Te figuras acaso que me he creído que has venido aquí para cambiar de atmósfera? Además, no haces labor de secretario más de una hora por semana. No, querido Colin, eres un muchacho inteligente, y llevas entre manos un juego hábil, aunque no sé a ciencia cierta de qué se trata. Y no me importaría, si no estuvieses haciéndome el amor con algún propósito oculto.

—Rosamunda, ¡eso no es verdad! —exclamó él, sinceramente indignado al pensar que ella pudiese considerarlo capaz de semejante cosa—. Te aseguro…

—¿Me aseguras que has venido aquí únicamente para cambiar de ambiente, y que el rector te permite quedarte aquí como secretario suyo, y hacer su trabajo? —le preguntó, y, al llegar aquí rompió a llorar, de pronto—. Discúlpame —susurró—, no puedo evitarlo. Te he creído hace un instante, cuando me has besado, pero…, pero ahora…

—No… —repuso, e intentó estrecharla de nuevo entre sus brazos, pero ella lo rechazó—. No puedes hacer eso… Rosamunda… No es que haya estado engañándote; es… ¡Oh, al diablo todo! Si no hay otro medio de convencerte, te contaré todo…

—No lo hagas, si no tienes el propósito de hacerlo. No me cuentes nada, a menos que te merezca absoluta confianza.

—Claro que me mereces confianza. En ningún momento se ha tratado de eso. Es solamente que… Oh, Rosamunda, ¿no acabas de decir tú misma lo terrible que ha sido este último año? Pues bien, yo lo sabía, y quería evitar que te vieses arrastrada por un nuevo conflicto.

—¿Un nuevo conflicto? —repitió, con un acento de incredulidad en la voz—. Pero, ¿no ha terminado ya todo? Yo creía…

—Sí, comprendo. Así lo creía yo, y lo mismo pensaba todo el mundo. Pero temo que no sea así, o, en todo caso, es posible que no haya terminado por completo.

—Pues no acabo de comprenderlo —dijo ella, con una voz pausada en la que se adivinaba cierto abatimiento—. Dime la verdad escueta, por más terrible que sea.

Pero, indudablemente, eso era lo que no podía hacer, pues le resultaba imposible decirle cómo había sospechado de su marido, por lo cual se limitó a manifestarle que, a su juicio, el asesino no era Lambourne. Ella se quedó asombrada y aturdida: la revelación, vio él perfectamente, desmoronaba todos los cimientos de su vida reciente.

—¿No es el señor Lambourne? —repitió—. ¡Pero, Colin, me lo confesó él!

—Sé que lo hizo, pero eso no es verdad.

—Entonces, ¿por qué iba a confesarlo?

—Quizá haya querido salvar a alguien.

Ella se quedó aturdida un buen rato. Revell no podía ser muy explícito con ella, a no ser que aclarase quién, a su juicio, había cometido los crímenes. En realidad, su relato entero era mucho menos convincente de lo que debía haber sido, a causa de las omisiones que se vio obligado a hacer. Sin embargo, al fin pareció que ella quedó dudosamente convencida. Con su perspicacia femenina fue directamente al punto oscuro de la cuestión.

—Pero, Colin, si no fue el señor Lambourne, ¿quién ha sido entonces?

—Sí, claro. Y eso es precisamente lo que no sé con exactitud, aunque tengo mis sospechas.

—¿No quieres decírmelo?

—No estaría bien que lo hiciese. Pudiera suceder que mis sospechas no estuvieran bien fundadas. Es mejor no hablar de esto, hasta que se confirmen las sospechas.

—¿Y si no se confirman nunca?

—Quizá, sí. Los criminales suelen acabar por entregarse, si se les vigila bastante tiempo.

—¿Lo crees así?

—Estoy firmemente convencido de ello.

—Pero qué espantoso es todo esto; podría ser alguien que todos conocemos, alguien con quien nos encontramos diariamente.

—Es muy probable —dijo él, moviendo la cabeza con aire grave. Y comprendió que, años después, cuando se dispusiese a escribir sus recuerdos de investigador de crímenes, empezaría un capítulo con la frase: «De todos los crímenes cuyo origen me ha tocado descifrar, el de los asesinatos de Oakington ha sido, sin duda alguna, el más espantoso…»

Ella se le colgó del brazo, con un gesto tímido que le hizo sentirse verdaderamente protector.

—Colin, entremos ya. Me parece que estoy un poco amedrentada, después de esto. Además se va haciendo tarde, y Tomás estará pronto de vuelta.

A juzgar por la forma en que pronunció el nombre de su marido comprendió que había evitado proporcionarle el menor indicio con respecto a la persona en la cual recaían sus sospechas.

De regreso al Colegio hablaron en otra forma más seria.

—Luego puedes comprender lo que esto significa —le manifestó—. No había más que tres personas en el mundo que supiesen que Lambourne te había hecho esa confesión: el detective Guthrie, yo y tú. Pero sólo hay dos, tú y yo, que sepan que esa confesión es falsa.

—Y sólo hay una que sepa quién es en realidad el asesino, o tenga una idea sobre el particular.

—Quizá —dijo él, a punto casi de esbozar una sonrisa.

—¿Creía el señor Guthrie que el señor Lambourne era el autor?

—Sí. Como me decía a menudo, lo que él quería eran hechos, y no hipótesis. El hecho de que Lambourne te hubiese confesado su delito era suficiente para él. Quizá debía haberme bastado a mí también, pero… Bueno, ha sido así.

—¿Así que estás haciendo esto completamente solo?

—Completamente solo —respondió, y sintió elevarse en él un vivo orgullo—. Creo que en algún rincón de esta propiedad hay una persona que ha cometido los crímenes más diabólicos, y si la policía se muestra dispuesta a abandonar esto, por considerarlo un caso perdido, yo no.

—Eres valiente, Colin.

—No, no es eso. Para ser franco, es por esta especie de dichoso amor propio que tengo.

—¿Crees entonces que darás al fin con el asesino?

—Ya lo creo. Tengo pruebas concretas, y espero reunir más, en breve.

—¡Parece esto tan cruel! —exclamó, con un estremecimiento—. Démonos prisa, porque me parece ver a alguien escondido detrás de cada árbol.

La dejó en la puerta de su casa y subió a su propio aposento, presa de extraña agitación. Le había dado un beso, y era la primera mujer casada que besaba. Comprendió que acababa de entrar en una nueva etapa de su vida.

Sin embargo, no se repitió el incidente. Claro que no se presentó una oportunidad adecuada. Cuando volvieron a encontrarse, después de la noche del concierto, ella le aconsejó que fuesen más discretos.

—Porque temo que Tomás se ha dado cuenta de mis sentimientos para contigo —le manifestó, y su confesión sirvió para suavizar las restricciones que aquello implicaba.

Revell, a su vez, dado que el estado de ánimo de la Sonata a Kreutzer se había desvanecido ya, se sentía menos inclinado a mostrarse temerario, y comprendió que tener a Ellington celoso de él no serviría sino para complicar el desenlace final, que era mucho más importante.

No obstante, el asunto los condujo a una conversación corta pero reveladora, y convino en que no había nada más lejos de su mente que complicarle a ella las cosas más de lo que estaban.

—No se trata de eso —respondió—. No pienso en mí, en absoluto; en lo que a mí respecta, no me importaría por lo que pudiese suceder. Pensaba en ti.

—¿En mí?

—Sí.

—Pero a mí no me importa tampoco personalmente. Ya sabes que, por lo general, no se espera que un escritor tenga muy buena reputación.

—No me refería a tu reputación —dijo ella, esbozando una sonrisa—. Es más bien cuestión de seguridad personal. Sé que creerás que esto es absurdo y melodramático, pero no lo es. No conoces a Tomás como lo conozco yo.

El manifiesto corolario de que ella tampoco conocía a Tomás como lo conocía él le impresionó con una siniestra intensidad.

—No querrás dar a entender que me encuentro en un verdadero peligro físico por parte de él, ¿verdad?

—Podrías encontrarte —respondió ella—. Es terrible tener que confesar algo contra el propio marido, pero es así. En un arranque de celos sería capaz de hacer cualquier cosa. Y me parece que ya está algo celoso de ti. Por eso es por lo que hemos de tener cuidado.

Por esa razón, apenas se vieron durante aquella quincena del final del trimestre. Era mejor así, reconoció Revell, pues corría ya más de un murmullo entre los profesores, e incluso el rector había llegado a saber que entre su secretario y la mujer de uno de sus profesores existía una amistad demasiado íntima. Como se aproximaba el final del período escolar los chismosos se vieron chasqueados, porque Revell y la señora de Ellington eliminaron radicalmente su costumbre de charlar abiertamente por espacio de media hora en el extremo del patio, a la vista de todo Oakington. Una o dos veces lo visitó en su habitación, por la tarde, pero permanecieron juntos unos instantes, nada más, y lo encontró ocupado con lo que él daba en llamar «el caso». En verdad jamás había mostrado tanta asiduidad por algo, en su vida. Todo dependía, bien lo sabía él, de que, durante aquellos pocos días que faltaban todavía para la marcha de los Ellington, lograse descubrir algunos últimos fragmentos de pruebas irrefutables. Era como para volverse loco, eso de estar moralmente seguro de la culpabilidad de Ellington, y, aun habiendo acumulado contra él tal masa de probabilidades sospechosas, carecer del único indicio concreto que ligase todo en una acusación presentable. Como pasaban los días y este indicio esquivaba su persistente búsqueda, Revell se inquietó hasta el extremo de llegar a sentir verdadero pánico. Se pasaba hora tras hora en su habitación del edificio del Colegio, sentado ante el escritorio, frente a la ventana, reflexionando sobre las notas registradas en su cuaderno, con la esperanza de que, en una u otra forma, le viniese a la mente un indicio de rápida investigación. Incluso mandó buscar su máquina de escribir portátil a su aposento de Islington, y, con toda parsimonia, copió el contenido del cuaderno en hojas, pues creía que la claridad que ganaban sus apuntes en esta forma podrían recompensarle por su trabajo.

Llegó el final del trimestre y la gente de Oakington se dispersó a sus hogares; hasta el propio Colegio adquirió ese aire de lúgubre desolación que fluctúa, siempre en los edificios abandonados. La última noche antes del final de las clases, Ellington se presentó ante la asamblea de todo el Colegio con una enorme maleta de cuero de vaca curtido, y el discurso del doctor Roseveare fue indudablemente un modelo de perfección para aquella circunstancia. Mencionó los años de servicio fiel prestado por Ellington, e hizo una ligera alusión a su reciente mal estado de salud y a la decisión de reponerse con la vida más libre y más fortificante de las colonias donde podría recuperarse, cambiando de vida.

—Por eso —concluyó—, recordando el cúmulo de buenos deseos que habrá de llevar consigo, hemos pensado que sería necesario regalarle esta maleta, para que los lleve en ella.

«Oh, muy bonito, pero muy bonito», dijo Revell para su capote.

La posición de Revell en el Colegio, dado que ya había terminado el período escolar, empezó a hacerse un tanto anómala, pero Roseveare allanó las dificultades al manifestarle que podía quedarse algunos días más, si lo juzgaba conveniente. Revell aceptó el ofrecimiento con gran alivio, y en su propio cuarto se enfrascó aquella noche en una última y loca tentativa para resolver el problema de Oakington. En primer lugar escribió a máquina, en una forma concisa, el resumen de las razones que los inducían a sospechar de Ellington. Eran las siguientes:

«1) Tenía fuertes motivos para cometer ambos crímenes.

»2) No puede probar la coartada en el momento en que se cometió el segundo crimen, y probablemente suceda otro tanto con respecto al primero también.

»3) El revólver con el que se cometió el segundo asesinato era de su propiedad.

»4) Es, de acuerdo con lo manifestado por su mujer, un hombre violento.

»5) Sus planes para abandonar Inglaterra casi inmediatamente.»

Verdaderamente notable, pensó Revell, cuando volvió a leerlo. Y entonces, casi súbitamente, se acordó de algo que, lo reconocía avergonzado, debió habérsele ocurrido mucho tiempo atrás. A causa de lo avanzado de la estación la tarde estaba fresca, y llevaba puesta una bata para entrar en calor, mientras permanecía allí sentado ante el escritorio. Esto trajo a su mente la que llevaba puesta Wilbraham Marshall la noche en que fue asesinado. De este modo, con una rapidez sorprendente fue desarrollándose el argumento. Según dedujo Revell, dispararon contra el muchacho mientras permanecía al borde de la piscina, y como ésta estaba vacía, debía llevar puesta la bata. Sin duda alguna tuvo que haberse manchado de sangre Por consiguiente, el asesino, si deseaba dejar una impresión de zambullida accidental, debió llevarse la bata sucia y dejar otra limpia, al lado de la piscina. Indudablemente destruyeron la primera, pero la otra, guardada quizá con los demás objetos de su propiedad, podría proporcionarle indicios valiosos. Por ejemplo: ¿de quién era, y cómo la habían obtenido?

Le pareció tan promisoria la idea, y la urgencia del caso había provocado recientemente en Revell tales arranques de mal humor, que se permitió el consuelo de creer que acababa de ganarse por fin unos tantos. La bata, en uno u otro sentido, tenía que comprometer a Ellington. Cómo, eso era algo que quedaba por descubrir, y no tenía mucho tiempo que perder. Para empezar, no sabía siquiera dónde estaba la bata, pero por una conversación «casual» sostenida con Brownley se enteró de que se había hecho cargo de la misma el detective Guthrie, así como de otros objetos de propiedad del difunto muchacho.

Revell se sintió ligeramente contrariado por esto, pues Guthrie era la última persona a quien hubiese deseado dirigirse para mezclarla en el asunto. A su juicio, Guthrie había estropeado ya el caso, y lo había abandonado demasiado precipitadamente; además, pensó Revell, estuvo tratando a un joven aficionado con una arrogancia y una condescendencia que no las justificaban sus respectivos pequeños éxitos. Pero no le quedaba otro remedio, pues no podía pasar por alto la pista de la bata. Por tanto Revell, después de una profunda reflexión redactó la siguiente carta:

«Estimado amigo Guthrie:

»Sigo todavía interesado, en cierta medida, por diversos aspectos de los desdichados acontecimientos ocurridos aquí recientemente. Se me ha ocurrido una idea, con respecto a la bata abandonada en la sala de baños la noche de la tragedia. Como tengo entendido que usted se ha hecho cargo de la misma, si es que obra todavía en su poder, le agradecería me permitiese verla, en el lugar y a la hora que le resulte más conveniente, aunque preferiría que fuese lo más pronto posible.

»Lo saluda afectuosamente,

»COLIN REVELL

Se sintió completamente satisfecho de la carta; parecía ocultar la importancia del asunto y sugerir a un estudiante ocupado en búsquedas concienzudas para recoger material para su tesis. Sin duda Guthrie se reiría del aficionado que seguía molestándolo con un caso, mucho tiempo después de haberlo dado por concluido, pero no podía evitarlo.

Acababa Revell de firmar la carta y meterla en un sobre con la dirección, cuando llegó la señora de Ellington con unos pocos libros que le había ido prestando de vez en cuando. (Eran: «Desposada trágica» de Brett Young, «Ethran Frome» de Edith Wharton, y la versión teatral de «El joven Woodley», los cuales tuvo que mandar a buscarlos ex profeso a su alojamiento de Islington. No obstante, aquello formaba parte de su educación, y el esfuerzo bien valía la pena.)

—Hemos empezado ya a hacer el equipaje —le manifestó—, y no quería que estos libros tuyos fuesen a juntarse con los demás.

La invitó a sentarse, pero ella rehusó.

—No, gracias, no puedo quedarme —dijo—, es ya muy tarde. Además, estás ocupado. —Se acercó al escritorio, y miró por encima de sus hombros, y exclamó—: ¡Cómo! ¿Una carta para el señor Guthrie? —Su exclamación de asombro le sirvió de recompensa, si bien, en realidad, habría preferido que no se hubiese enterado ella de la carta—. Colin, ¿es que eso significa que, por fin…, has descubierto quién ha cometido los crímenes?

Él se volvió de pronto y la miró con la sorpresa reflejada en los ojos.

—No se trata de eso, precisamente —respondió, aunque con un aire de triunfo que le era imposible ocultar—. De todas formas, las cosas empiezan a llegar a su punto culminante. La carta que le dirijo a Guthrie, si tengo suerte, puede trastornar todo.

—¿Quiere eso decir que probará quién los ha cometido?

—Puede conducir a una prueba final.

—Pero el Colegio está de vacaciones; todos se han ido.

—Sí, ya lo sé —respondió él, con cautela—; es una lástima que no haya sucedido esto antes. —Tenía que avanzar con muchas precauciones por este terreno resbaladizo, o ella empezaría sin duda a sospechar la verdad—. Con todo es una ventaja que esto se haya mantenido tan secreto, pues, en el fondo, el sistema de Guthrie de llenar el Colegio de policías no es el más adecuado, quizá.

—Por eso no deja de ser menos terrible —dijo ella, moviendo la cabeza. Él vio con gran sentimiento el esfuerzo que estaba realizando ella; le sonrió, y, cambiando de tema, le preguntó cómo se sentía ante la próxima partida.

—Hago lo posible por alegrarme —respondió con gallardía—. Se me hace casi imposible creer que pronto estaré en París, Marsella, Suez, el mar Rojo, y muchos otros lugares. Detesto la vida que me espera al final de esto, pero me atrevo a decir que sabré arreglármelas para disfrutar del viaje.

—Desgraciadamente el viaje durará tan sólo tres semanas, mientras que la vida que le siga…

—Sí, ya lo sé, pero hazme el favor de no recordármelo.

Creía que podía muy bien recordárselo, porque, para sus adentros, se decía: «No verá nunca esos lugares, por lo menos con Ellington. El día que han elegido para la marcha arrestarán a Ellington. Será una prueba amarga para ella, pero quizá no tan amarga como el trance por el que pasa ahora.»

Siguieron charlando un rato, más íntimamente que la noche del concierto, hasta que, por fin, al oír las campanadas del reloj del Colegio —exclamó ella:

—¡Oh, qué distraída he sido! ¡Te he hecho perder la hora del correo para enviar esa carta tan importante! ¡Créeme, Colin, no sabes cuánto lo lamento! ¡Discúlpame!

Ya había pasado la hora; la última recogida de la oficina de Correos del pueblo tenía lugar a las diez y cuarto, y el reloj acababa de dar la media. Era una lástima, pues significaría probablemente un retraso de un día, y no debía permitirse el lujo de perder ese día. No obstante al verle a ella dibujadas en la cara la consternación y la pena, se tomó el asunto con más calma. Después de todo podía ir a echar la carta a la mañana siguiente, temprano y llegaría a tiempo para la primera recogida. La consoló al explicarle eso, y le dijo que ella no tenía la culpa, en absoluto. Además la recibiría Guthrie al otro día.

—Y tan pronto la reciba —agregó— tendrá que ponerse en marcha la máquina, y quizá dentro de veinticuatro horas… —Se encogió de hombros, pues le era imposible abstenerse de hacer cierto alarde ante ella, y adoptando el aire de un detective veterano, se regocijó al ver la extraña mirada de asombro dibujada en sus ojos, y dijo—: Ha sido un trabajo tremendo.

De pronto, volviéndose ella de la ventana ante la que permanecía en pie, dijo:

—Colin, tengo que darme prisa. Acabo de ver a Tomás en la puerta del frente, y al mirar hacia arriba me ha visto aquí. ¿No es espantoso tener que huir como una colegiala culpable? Pero tengo que hacerlo. Buenas noches, pues.

Ante el pensamiento de lo que no iba a tardar en producirse, se habría negado a dejarla ir, y le habría dicho: «No haces ningún mal quedándote aquí, y aquí te quedarás. Y si tu marido se siente agraviado, déjalo que venga aquí y me lo diga…» Eso hubiese sido magnífico, sin duda alguna, pero, dadas las circunstancias, no habría sido una guerra leal. Por tanto, con una indignación interior y un apretón de manos final de conmiseración y comprensión, le abrió la puerta y oyó cómo se perdían sus pasos livianos por el corredor.