Capítulo VII

LA TERCERA TRAGEDIA DE OAKINGTON

Aquella noche Revell no volvió a ver a Guthrie. Después de que se hubo marchado el detective con la señora de Ellington y Lambourne, Revell siguió al grupo a cierta distancia, y los vio entrar en la casa de Ellington. Creía que Guthrie iría a buscarlo más tarde, pero, como pasaba el tiempo sin que aquél diese señales de vida, se cansó de pasearse por el patio. Luego, mientras los alumnos asistían al sermón de la tarde, vio de pronto a la señora de Ellington y a Lambourne, que se dirigían al edificio del colegio, ante lo cual llegó a la conclusión de que Guthrie había regresado a su alojamiento del pueblo, y debió haber salido por la puerta lateral que comunicaba directamente con el camino.

En el fondo estaba resentido con Guthrie, y casi se inclinaba a reconocer, con la señora de Ellington, que el interrogatorio de Lambourne era demasiado rígido, para no decir verdaderamente cruel. No obstante, tenía que confesar que, en cierto sentido, lo justificaba el relato de Lambourne; según su propia confesión, el hombre había mentido, después de haber suprimido la evidencia y haber elaborado una pista falsa, y esto era razón más que suficiente para provocar la ira del detective.

Al parecer era el vilorto lo que descubrieron sus hombres, aun cuando Guthrie no se lo manifestase abiertamente. La declaración de Lambourne disculpaba a Ellington en cierta medida, pero en otro sentido parecía fortalecer las probabilidades de la culpabilidad del profesor. El motivo, combinado con la pérdida del revólver, constituía, sin lugar a dudas, una firme prueba. ¿Y cuáles eran la estructura y el calibre del revólver de Ellington? ¿Coincidían con la bala encontrada en el cadáver? Seguramente Guthrie habría efectuado ya las investigaciones necesarias. Lo raro era que el agente, después de su explosión, parecía haberse alejado cada vez más de sus anteriores procedimientos.

Aquélla fue otra noche calurosa, y Revell durmió mal. Al amanecer, lo despertaron los gorjeos de los pájaros, sonido que debía ser calmante, pero que en dicha oportunidad dejó de serlo. Por el contrario, al cabo de unos minutos se sentía tan inquieto que se levantó, tomó una ducha fría, se vistió y se dirigió a la planta baja. Hasta eso de las siete hojeó distraídamente los periódicos de la tarde anterior, y luego, cuando oyó trajinar a los sirvientes, fue a respirar el fresco aire matinal a la puerta principal, bañada por los primeros rayos del sol. Durante unos minutos se paseó sin un propósito definido, y se preguntó por qué no se levantaba tan temprano todas las mañanas, aunque sabía bien por qué no lo hacía. Sin embargo sus pensamientos quedaron interrumpidos al notar que alguien corría hacia donde se encontraba él y trataba de atraer su atención. Era Daggat, quien, con el pelo desgreñado y su pequeño y regordete cuerpo envuelto en una bata parecía más que nunca una criatura, aunque pensó Revell, cuando se le acercó, la criatura no olería tan fuertemente a jabón y sales de baño.

—¡Gracias a Dios, que hay alguien despierto y levantado! —exclamó, profundamente excitado—. ¡Ha sucedido algo terrible, algo verdaderamente terrible!…

Al llegar aquí, perdió el aliento, y se apoyó débilmente en el brazo de Revell, hasta que logró reponerse. Revell estaba casi tan asombrado y excitado como aquél.

—¡Santo Dios, Daggat! ¿De qué se trata? ¿Qué diablos ha sucedido?

—Es… Es otra de esas espantosas tragedias. Pesa una maldición sobre el Colegio. Se lo he oído decir a otras personas, y ya empiezo a creerlo yo también. Estaba dándome una ducha, cuando ha venido a verme Brownley. Ha ido a la habitación de Lambourne, y al llamarlo no ha recibido respuesta alguna. Luego, al entrar, ha visto… ¡Oh es algo espantoso!… Sobrepasa a todos los otros casos…

—¡Vamos, hombre, dígalo de una vez! ¿Es que ha muerto Lambourne?

—Sí. Al parecer ha muerto mientras dormía. Ya he mandado buscar a Murchiston, y le he dicho a Brownley que avisen al rector también. No es necesario enterar a nadie más, por el momento, pero siento un gran alivio al encontrarlo a usted aquí, pues en un caso semejante se echa de menos la compañía de alguien. ¿Quiere venir a la habitación de Lambourne?

Revell habría preferido que Daggat no se hubiese mostrado tan exageradamente sentimental; no obstante, le permitió que se apoyase afectuosamente en su brazo, mientras andaban con paso vivo.

—Es verdaderamente horroroso, Daggat, pero tiene que tomarlo con calma —le dijo—. Querría saber… —Se preguntaba qué pensaría Guthrie de aquello, pero se detuvo a tiempo, y se limitó a agregar—: Querría saber cuánto tardarán en enterarse los periódicos, pues para ellos es una tremenda sensación: la tercera tragedia de Oakington. ¿Se da usted cuenta de ello?

Cuando llegaron al cuarto que les era familiar, situado al final del corredor de la planta baja, se encontraron con el doctor Roseveare, que estaba ya allí, parcialmente vestido, hablando en voz baja con Brownley, el mayordomo del edificio del Colegio.

—Señores, es un caso espantoso —dijo, con una voz que a Revell le pareció el más perfecto ejemplo de corrección y tacto, dadas las circunstancias. No es que creyese en absoluto en la sinceridad del rector. Por el contrario era demasiado patente la amarga ansiedad reflejada en la cara y en los ojos; ¡pero todo estaba hecho con una técnica tan perfecta! Y Revell admiraba la técnica.

Avanzó un paso y dirigió la mirada a la cama. Lambourne yacía allí normalmente, aunque, a juzgar por la acentuada palidez y la rigidez de sus rasgos, no resultaba difícil deducir que no estaba simplemente dormido. No se notaba señal alguna de lucha ni sufrimiento, antes de producirse el desenlace fatal. Roseveare pareció leer los pensamientos de Revell, pues observó:

—¡Qué final tan tranquilo! ¿Verdad, Revell? ¡Pobre hombre! En cierto sentido, casi puede uno alegrarse. Pocos sabían cuánto había sufrido ese pobre nombre.

Dirigió una mirada de soslayo hacia Brownley, como si hubiese podido decir más, de no haber estado presente el criado.

Mas la llegada de Murchiston puso fin a dichas observaciones. El septuagenario doctor, cuya casa se hallaba exactamente al otro lado de la carretera frente a la entrada principal del Colegio, no tardó en hacer acto de presencia, tan pronto lo llamaron. Con todo, en tan breve espacio de tiempo se había ataviado con la convencional levita y los pantalones de rayas, prendas características de una generación anterior de médicos. Con el sombrero de copa y los guantes en la mano, tenía un aspecto un tanto grotesco, junto a Daggat y al rector.

—¡Señor, esto sí que es una desgracia! —murmuró, casi mecánicamente, al tiempo que se deslizaba hasta el centro del grupo.

Revell notó que Murchiston se encontraba en una edad en que nada podía sorprenderle. Sin embargo, se aproximó a la cama con una vivacidad poco común en semejante antigualla, y durante unos instantes contempló fijamente al difunto, sin pronunciar palabra. Quizá estaba pensando, se dijo Revell, o quizá se preguntaría únicamente qué iba a pensar. Finalmente, levantó las ropas de la cama y examinó el cadáver en una forma superficial, rutinaria, aunque imprescindible. Cuando se volvió, se dirigió a Roseveare.

—Ataque cardíaco repentino, diría yo —le comunicó—. Pero no quiero aventurarme a darlo como cosa segura. Examínelo usted, si le parece.

—Doctor, yo también he llegado a la misma conclusión —repuso Roseveare, sin moverse de su sitio—. En realidad, no concibo que quepa la menor duda sobre el particular. Siempre he tenido el convencimiento de que el pobre estaba propenso a caerse muerto en cualquier momento.

—Sí, pero hace meses que no lo he atendido, y…, y… —dijo Murchiston tosiendo ásperamente, y agregó—: En unas circunstancias normales, habría extendido un certificado, pero, después de los acontecimientos recientes, con todas esas infames insinuaciones que circulan por ahí, hay que proceder con cautela.

—Sí, sí, desde luego. Reconozco perfectamente su posición. ¿Así que cree usted que le practicarán la autopsia?

—Si alguien desea hacerlo… Yo no tengo la menor intención.

Revell, aun de mala gana, no pudo dejar de sentir cierta conmiseración ante la franqueza del anciano. Ninguno de los periódicos había mostrado gran benevolencia para con él, respecto de su participación en la pesquisa del caso de Marshall, y las insinuaciones le llegaron a lo más profundo. Y, después de todo, según tenía que reconocer Revell, ¿quién iba a esperar que explorase el cráneo del muchacho en busca de una bala? De cualquier manera, estaba completamente decidido a evitar futuros errores, y Revell no lo censuró por su actitud.

Mientras Roseveare discutía con Murchiston y Brownley los preparativos que debían hacerse con el cadáver, Revell, impulsado por una idea repentina, se deslizó de allí y se dirigió a la casa del rector. Allá, por el teléfono del gabinete, llamó a la central de policía y preguntó si podían pasarle un recado al agente Guthrie. Les dijo que acababa de producirse en el Colegio un acontecimiento importante y le rogaba al detective que acudiese lo antes posible; nada más. La voz del otro extremo le prometió que le comunicarían el mensaje inmediatamente, después de lo cual Revell colgó el auricular y se fue apresuradamente a tomar el desayuno. Roseveare no hizo su aparición, y, a juzgar por el gesto del mayordomo, Revell supo que ya se había difundido profusamente la noticia.

Un cuarto de hora después vio entrar por la calzada el coche del detective. Salió rápidamente a su encuentro, y en breves palabras le puso al corriente de cuanto acontecía. Guthrie movió la cabeza.

—Está bien, muchas gracias por haberme mandado llamar. Vamos a ver cómo anda eso.

Y ambos se dirigieron al edificio del colegio.

Brownley, apostado ante la puerta del cuarto de Lambourne, cerrada con llave, les salió al paso.

—Lo siento, señor, pero tengo órdenes del rector de no… —comenzó, pero Guthrie le cortó la palabra.

—Pues, hombre, usted va a abrir la puerta, o si no, queda detenido —le dijo, exagerando la fuerza de su propio poder—. Soy detective, y no voy a perder el tiempo discutiendo con usted.

Extrajo su tarjeta oficial, con un gesto que Revell había visto antes, pero únicamente en las películas. Brownley cedió, y les dejó pasar.

En el pequeño aposento en que yacía el cadáver de Lambourne, Guthrie continuó conduciéndose como un detective del teatro o la pantalla, en mayor medida de lo que hubiese imaginado. Dio unas vueltas por el cuarto, examinó libros, papeles, vajilla, todo cuanto aparecía ante sus ojos. Revell casi esperó verle sacar un insuflador, una lente, o cualquier otro utensilio más propio de un moderno Sherlock Holmes sensacional. Se apoderó con evidentes señales de triunfo de un frasquito y se lo metió en el bolsillo, pero Revell, que lo había visto antes, vio que contenía tan sólo tabletas de aspirina.

Seguía el examen, cuando se abrió la puerta y entró el doctor Roseveare. Revell juzgó que era el fiel Brownley quien acababa de darle cuenta de la invasión. De todas formas, Roseveare no dio señales de experimentar una gran sorpresa ante lo que estaba desarrollándose; Guthrie, por su parte, al verlo, se dio mayor importancia.

—¿Usted es el doctor Roseveare, verdad? —le preguntó, aun cuando no era necesario, y el otro se inclinó levemente.

Los dos hombres se miraron cara a cara en silencio durante unos segundos, como midiéndose entre sí. Ambos estaban bien dotados, tanto física como intelectualmente. Guthrie, encogiéndose de hombros, comenzó por fin:

—Tiene que perdonarme que me haya tomado la ley por mi mano, doctor Roseveare.

Y el rector de Oakington le repitió con delicadeza:

—Desde luego, señor Guthrie, puesto que usted tiene ya la ley en sus manos. En realidad, todo está en sus manos, incluso nuestros derechos personales y nuestras libertades, si no me equivoco. Pero, claro, no nos queda más remedio que tolerarlo.

—He de asegurarle que mi único propósito es dar con la verdad. ¿Puede decirme usted algo sobre este trágico asunto?

—Estoy, como lo he estado en todo momento, dispuesto a contarle todo cuanto sepa. El señor Lambourne, como probablemente no ignora usted, no disfrutaba de buena salud: tenía débil el corazón…

—Gracias, pero como se le va a practicar la autopsia, no necesitamos discutir sobre el particular. Dígame, ¿cuándo vio usted a Lambourne por última vez? (Como subterfugio ante la famosa pregunta dirigida al doctor Crippen, Revell consideró esto como algo verdaderamente secundario.)

—Anoche, a eso de las nueve, si no recuerdo mal. Cené fuera, y vine a visitarlo en cuanto regresé.

—¿Solo?

—Él estaba solo, cuando llegué aquí. Me quedé por espacio de una hora, más o menos, charlando y tratando de distraer un poco al pobre. Según colijo, usted, señor, fue en gran parte responsable de su estado.

—Eso no viene al caso. ¿Quién fue el primero en decirle a usted que estaba enfermo?

—Dejó de dar su clase, y me comunicaron la noticia en la forma usual.

—¿Lo visitó usted antes del anochecer?

—No. Mandé preguntar por él, pero no tuve tiempo para hacerle una visita personal, hasta después de cenar.

—¿Se llevaba usted bien con él?

—Tengo el placer de manifestarle que me llevo perfectamente bien con todos los miembros de mi personal.

—¿Estaba usted satisfecho con el trabajo de Lambourne?

—¿Es verdaderamente necesaria esa pregunta?

—Si no la contesta yo haré mis propias conclusiones.

—Quizá sea, pues, mejor que diga que, aunque el señor Lambourne no era el mejor ni el más sobresaliente de mis profesores, sabía que se afanaba por su trabajo, y me sentía muy complacido de tenerlo en el Colegio.

—Está bien… Dice que él estaba solo anoche, cuando llegó usted aquí, a esta habitación. ¿Qué sucedió cuando usted se fue?

—La señora de Ellington llegó a eso de las diez, con algún alimento para enfermos que le preparó ella al señor Lambourne. Creí que resultaría quizá molesta mi presencia, así que los dejé, casi inmediatamente.

—Según tengo entendido, la señora de Ellington fue en tiempos enfermera. ¿Sabe usted si solía ocuparse del señor Lambourne, cuando éste se encontraba enfermo?

—Es muy probable, pues le tenía, como yo también, un gran afecto al señor Lambourne.

—¿Tiene usted alguna idea con respecto a la hora en que lo dejó ella anoche?

—En absoluto. ¿Por qué no se lo pregunta a ella misma?

Guthrie puso fin al interrogatorio. Si bien no lo había vencido, precisamente por lo menos se encontraba en igualdad de condiciones con uno de su mismo temple.

—Cada cosa a su tiempo —dijo, volviendo a su acostumbrada imperturbabilidad—. Creo que por el momento dejaremos aquí las cosas como están, si no tiene usted el menor inconveniente. —Llevó al doctor Roseveare fuera del cuarto, y cerró la puerta con llave por fuera—. Por supuesto, tendrá que prestar declaración en la pesquisa judicial —agregó en tono de orden echándose la llave al bolsillo.

—Ya me lo figuraba.

Los dos hombres se dirigieron una mirada final, medio hostil y medio respetuosa, después de lo cual Roseveare se alejó con toda dignidad.

Guthrie se volvió a Revell, y le dijo:

—Casi le resulta a uno imposible no simpatizar con el hombre. ¿No le pasa a usted otro tanto? ¡Qué dignidad, qué orgullo, qué manera tan magnífica de eludir sagazmente las preguntas! ¡Qué excelente K. C.[4] habría hecho!

—Parece que usted abrigaba no pocas sospechas contra él.

—¿Quién? ¿Yo? Oh, creo que es posible. Pero desde luego, tenemos que charlar un poco con la damita de marras. ¡Y, diablos, hela aquí!

Esta exclamación final la hizo susurrando, pues la señora de Ellington llegaba con paso rápido por el corredor, en dirección a ellos. Estaba pálida como un cadáver, y sus ojos daban muestras de haber llorado recientemente, pero había una serena ansiedad en su voz, cuando se dirigió a Guthrie.

—He estado buscándolo —comenzó, precipitadamente—. Quería verlo, porque tengo que hablar con usted. ¿Quieren hacer el favor de venir los dos al aposento de mi marido, que está aquí arriba?

—Con mucho gusto, señora de Ellington, si es su deseo.

No cruzaron una palabra más hasta que los tres estuvieron en la habitación lindante con el dormitorio en el que se produjo la primera tragedia. Revell se alegró al notar que la actitud de Guthrie para con la señora de Ellington era cortés y amable, y parecía haberle perdonado por su explosión de la víspera. (Y con razón, pensó Revell, toda vez que, con su muerte, Lambourne había dado la prueba más convincente de su ineptitud para hacerlo pasar por la dura prueba del interrogatorio policíaco.)

—Cuando guste —dijo Guthrie, al tiempo que se sentaba en un sillón situado frente al de ella—. Aquí no nos molestará nadie, y puede contarme todo lo que desee. ¿No le importa que fume?

Ella hizo con impaciencia un gesto de aprobación, y prosiguió, presa de viva agitación:

—Siento que tenga que contárselo todo, y detesto tener que hacerlo; es quizá el trance más desagradable de mi vida, pero creo que es justo hacerlo, por el bien de otras personas. Además me parece que le debo una explicación.

—No sé por qué —repuso Guthrie, con galantería—. De todas formas no vale la pena que se preocupe por eso.

—Es a causa de la manera como me conduje ayer —dijo, insistiendo sobre el particular—. Me irritó la forma en que intimidaba al señor Lambourne, es decir, caso que estuviese intimidándolo. Sin embargo, ahora reconozco cuánta razón le asistía, desde su propio punto de vista.

—¿Qué le hace creerlo así, señora de Ellington?

Ella hizo una pequeña pausa antes de contestar, y, luego, respondió con una evasiva.

—No me gustaría ser detective, señor Guthrie. Debe ser tan terrible descubrir a los culpables…

—Oh, pero tiene sus compensaciones, pues a veces se descubren inocentes también.

—Sí —exclamó, y se le iluminó el rostro—, y ésta es una de las razones por las que quiero hablarle a usted. ¡Los sucesos que se han producido aquí en estos últimos tiempos han sido tan espantosos para todo el mundo! ¡Han fomentado tantas dudas y sospechas! —Al llegar aquí casi se desvaneció, pero logró dominarse haciendo un gran esfuerzo—. ¿Sabe que me he alegrado al enterarme que el señor Lambourne había muerto durante la noche?

—¿Sí?

—Sí, me he alegrado. ¿No adivina por qué? ¿Tendré que expresárselo todo con palabras?

—Bueno, creo que puedo adivinar algo. ¿Es porque cree usted que Lambourne era culpable?

Revell se quedó asombrado, pero lo tranquilizó una rápida mirada de Guthrie. La señora de Ellington movió lentamente la cabeza, en señal de aprobación.

—No es sólo que lo crea —dijo—, sino que lo sé positivamente. Fue él quien mató a Wilbraham Marshall, y a Roberto también.

Ocultó la cara entre las manos, y guardó silencio durante unos instantes.

—¿A los dos, pues? —preguntó Guthrie, sin denotar mayor sorpresa—. ¿Y cómo lo sabe usted?

—Señor Guthrie, porque me lo dijo él mismo.

Una vez que hubo revelado el secreto, logró recobrar fuerzas.

—Sí, me lo dijo anoche. Estaba verdaderamente enfermo… Enfermo de la mente, quiero decir y traté de reconfortarlo. Entonces fue cuando me lo dijo. Le parecía que usted le seguía la pista, y sentía que debía contárselo a alguien. Me quedé helada… No supe qué decirle, ¿Qué habría podido decirle? Creo haberle dicho que debía confesárselo a usted, y dijo que lo haría por la mañana. Hoy tenía que haberlo hecho. Me parece que cuando cometió eso debió haber perdido la razón, pues pasaba períodos en que se encontraba en trances semejantes. Lo compadecí, no pude evitarlo, incluso después de enterarme de todo. ¿Hice mal? Al principio casi deliraba, pero logré calmarlo e hice que me prometiera obrar como yo le había aconsejado. Dijo, y fueron casi sus últimas palabras: «Se lo contaré mañana a Guthrie.» Luego se quedó dormido, y yo salí de su aposento.

Le dirigió primeramente una mirada a Guthrie, y luego a Revell, como pidiendo conmiseración. Fue este último quien tomó la palabra.

—Pero, señora de Ellington, ¿qué razones podía tener Lambourne para proceder así?

Ella sacudió la cabeza con desesperación, y respondió:

—Yo las sé. Ésa fue la primera pregunta que le formulé, y los motivos eran tan extraños… Por eso creo que debió haber perdido el juicio. Dijo… Es tan espantoso tener que repetirlo. Dijo que al comienzo no tenía el propósito de matar al muchacho, sino que era a mi marido a quien quería matar, y creía que era éste el que dormía aquella noche en el dormitorio.

—Sí, comprendo cómo pudo suceder eso. Haga el favor de seguir —dijo Guthrie, interrumpiéndola—. ¿Le dijo por qué quería matar a su marido?

Ella esbozó una débil sonrisa, y respondió:

—Era por mí, dijo. Y por eso se me hace tan desagradable hablar de esto. Pero fue a causa mía… ¿Sabe? El señor Lambourne y yo hemos sido siempre muy buenos amigos; teníamos gustos comunes en materia de libros, obras teatrales, música, etc. Y como mi marido no siente el menor interés por estas cosas, el señor Lambourne creía que yo era desgraciada.

—¿Y era usted desgraciada, si me permite la pregunta?

Ella volvió hacia él la vista, en la que se reflejaba una tristeza serena, y contestó:

—Señor Guthrie, si desea una respuesta verdaderamente sincera, no podría decir «no». Pero le aseguro que el señor Lambourne exageraba; yo en ningún momento me he lamentado ante él, ni he discutido con él mis asuntos privados.

—Comprendo. Pero, de todas maneras, ¿cree usted que lo que le indujo a matar a su marido era la idea de librarla de quien la disgustaba?

—Quizá. Así parece. Pero no podía esperar nada de mí. Es decir… Quiero ser completamente franca en este sentido: no había absolutamente nada entre nosotros. Éramos amigos, y nada más, y nunca le he dado esperanza para que pudiera imaginarse algo más.

—Pero sucede que ciertos hombres no necesitan esperanzas de ningún género. Pasando a otra cosa: ¿qué le dijo sobre el segundo asesinato?

—A eso voy. Dijo que, al enterarse que la persona que yacía en el dormitorio era el muchacho, y no mi marido, se sintió invadido por los remordimientos. Y recuerdo que en aquellos tiempos se encontraba seriamente enfermo. Luego, dijo, creció en él el odio por mi marido, hasta que no le dejó un momento de reposo. Y con el correr del tiempo, empezó a pensar en una forma extraordinaria mediante la cual su primer crimen, que, podemos decir, fue un error, sirviese para producir algún provecho.

—Sí, comprendo. Todo esto es muy interesante, y usted está aclarando las cosas.

—El motivo, como podrá apreciar usted, era siempre el mismo: el odio hacia mi marido. Y el plan que se le ocurrió fue, en realidad, asesinar al otro muchacho, para que recayera la sospecha en el hombre que odiaba. Juzgó que nadie tenía razón aparente para asesinar a los dos muchachos, excepto mi marido, que, como usted sabrá, heredaba el dinero, y que dos accidentes sospechosos semejantes provocarían indudablemente una investigación.

—¿Le dio él algunos detalles con respecto a la forma en que cometió ambos crímenes?

—Sí, me contó todo. El primero lo llevó a cabo dejando caer en la cama la instalación de gas, instalación que aflojó previamente, a cuyo efecto subió a las habitaciones para los enfermos situadas encima del dormitorio, y efectuó la operación.

—Sí. ¿Y el segundo crimen?

—Fue a la habitación de mi marido un día en que éste se encontraba fuera, y se llevó el revólver y las municiones. Sabía que el joven solía ir a tomar un baño por las noches, cuando hacía calor, y aquella noche se dirigió él también a la sala de baños, donde se encontró con el muchacho, que ya estaba allí, y maldijo su suerte porque habían quitado el agua de la piscina. El señor Lambourne llevaba puesto su traje de baño, como si hubiese ido a bañarse, lo cual fue un pretexto para justificar su presencia allí. Habló durante un rato con el chico, a quien condujo gradualmente por el borde de la piscina, hasta el trampolín. Esperó hasta que el muchacho llegó a la orilla de cara a la piscina vacía, exactamente debajo de la plataforma, y entonces se corrió de pronto para atrás, extrajo el revólver, apuntó hacia arriba y le disparó al joven por detrás. —Al llegar a esta parte, se echó a temblar—. ¡Oh!, tuvo que haber perdido el juicio para hacer semejante cosa; no se concibe de otra manera. ¿No lo cree usted así, señor Guthrie?

—Es muy probable, señora de Ellington. Muchos criminales, en el momento de cometer el delito tienen que encontrarse muy cerca del límite de la demencia.

—Él lo estaba, se lo aseguro.

—Y supongo —dijo Guthrie, asintiendo con la cabeza— que, después de efectuar el disparo, preparó el asunto como si se tratase de un accidente.

—Sí.

—¿Le dio a usted algunos detalles sobre la forma en que llevó a cabo esta operación?

—Le quitó al muchacho el reloj de pulsera, y lo subió a la plataforma del trampolín.

—Bien. ¿Nada más?

—Bajó… Oh, es demasiado espantoso. Bajó a la piscina y le dio al muchacho un golpe en la cabeza, pero el chico estaba ya muerto. No hubiera sido necesario.

—¿Le dijo con qué le había pegado al muchacho?

Ella se quedó perpleja, y respondió:

—¡No!… O quizá me lo haya dicho, pero no recuerdo. Resulta tan penoso recordar todos esos detalles.

—Claro, claro. Y posiblemente no tenga esto mayor importancia, toda vez que sabemos que le dio un golpe con algún objeto. Después de eso, se fue a su cuarto y se acostó, ¿verdad?

—No… Estaba aturdido, y se fue a dar una vuelta, para calmarse. Mi marido puede confirmarlo, porque ambos se encontraron, pues él había salido a dar una vuelta, antes de acostarse.

—Sí, creo que me han dicho algo por el estilo —dijo; hizo una pausa, se quedó reflexionando, y luego agregó—: Señora de Ellington, como usted conocía a Lambourne bastante bien, quizá pueda contarnos algo más sobre él, sobre el hombre, personalmente, quiero decir.

Ella se apresuró a responder, como si se sintiese aliviada al hablar de cosas menos trágicas.

—Era un hombre encantador, señor Guthrie, en sus modales corrientes; era el hombre más interesante que jamás he conocido. Lo hirieron gravemente en la guerra, y diría que sus trastornos nacen de ahí. Estaba siempre atormentado por tremendas inquietudes, y a veces padecía momentos de profunda depresión, que lo envolvían como una nube: así es como los describía él. En una oportunidad me dijo que en su vida no había conocido más de una docena de momentos felices, y todos en mi compañía. Me daba pena oírle hablar así. Carecía de parientes en Inglaterra, y no era una persona como para granjearse amigos, pues tenía una lengua mordaz. No era popular entre los muchachos, ni entre los profesores, y su profesión se le antojaba pesada, pero era el único medio que poseía para ganarse la vida. El doctor Roseveare se hizo muy amigo suyo, y creo que él también conocía sus sufrimientos. Luego empezó a fallarle el corazón, y los médicos le dijeron que podía quedarse muerto en el momento menos pensado. ¿Le sorprende que me compadezca de él?

—De ninguna manera. Me habría sorprendido lo contrario. No se angustie por eso, señora de Ellington —ella empezaba a lloriquear—, pues creo que usted ha hecho cuanto ha podido. Ha sido usted muy amable al venir a contarnos todo eso.

Seguía llorando, y Guthrie, con un leve gesto bondadoso se levantó de la silla, le tocó suavemente en el hombro, y agregó:

—Creo que no tenemos por qué molestarla ya en lo sucesivo. Si necesito formularle algunas pocas preguntas más adelante, sé que usted no tendrá el menor inconveniente en contestarlas, pero me figuro que no hará falta. Su declaración parece aclarar una cuestión sumamente penosa y malhadada. Sólo me queda por pedirle una cosa, y es que no le mencione a nadie lo que acaba de contarnos.

—No lo mencionaré —dijo, en señal de promesa.

—¿Le ha hablado ya de esto a alguien?

—No. Ni siquiera a mi marido, pues habría interpretado mal… la confianza depositada en mí por el señor Lambourne, al hacerme sus confidencias.

—Sí, comprendo, comprendo. Y recuérdelo bien: ni una palabra a nadie. Adiós, y, una vez más, muchas gracias.

Ella le dirigió una triste sonrisa de despedida, al tiempo que Guthrie mantenía la puerta abierta para que pudiese huir. «Huir» fue la palabra que se le ocurrió a Revell, pues parecía que fuese una bestezuela salvaje que hubiese caído atrapada en una jaula, y que, a la sazón, por un benigno permiso del cazador, le consentían que escapase dando traspiés.

—¡Cáspita! —exclamó Guthrie, cuando se hubo ido ella—. Eso parece que pone el broche final, ¿no lo cree usted así? Revell, no me formule ninguna pregunta (ya sé que está ardiendo en deseos de hacerlo), y le ruego vaya a ver al doctor Roseveare para concertar una entrevista conmigo, lo más pronto posible. Luego, a menos que pueda verme inmediatamente, podría ir al estanco que hay en el camino, y traerme 25 gramos de tabaco común. Sí; muchacho, tabaco: eso es lo que necesito.

Revell obedeció, y comprendió que ya no quedaba nada por hacer.