Capítulo Primero
EL EXTRAÑO CASO DEL DORMITORIO
Pilatos bien pudo agregar: «¿Qué es la juventud?»
Y, eso mismo, un padre, hoy, puede preguntarse
Vagamente recordando su propia juventud, Dios mío.
Pero comprendiendo que sería un error atroz
Revelar a sus hijos una mínima parte de la verdad
Sobre las tentaciones sexuales que lo asediaron.
Por eso, ahora, en Inglaterra,
Ese auténtico estudio de los hombres está vedado.
Esto escribió Colin Revell, después de un paciente esfuerzo, en su aposento de Islington, una lóbrega mañana de diciembre de 1927. Habréis podido deducir en el acto que era joven, bastante inteligente, y que no se encontraba en apuros como para verse obligado a efectuar un verdadero trabajo. En realidad, tenía la misma edad que el siglo, había hecho en Oxford una de esas «brillantes» carreras que constituyen la desesperación tanto de los padres como de los presuntos jefes, y disfrutaba de un ingreso particular de poco más de cuatro libras esterlinas semanales. Además era hijo único; sus padres habían muerto y tenía por parientes la usual caterva de coroneles retirados y cultivadores de té, que desde sus fortalezas de Cheltenham lo miraban con tan poca simpatía como él a ellos.
El frente de su modesto piso bajo daba a una calle un tanto pobre, que estaba situada a un paso del Mercado Escocés de Ganado. Eran poco más de las doce del día, y encima de la mesa se veían los restos del reciente almuerzo, que él había hecho a un lado. Su bata de color púrpura y negro y su pijama de seda contrastaban singularmente con los enseres de la propietaria, que él, en un éxtasis de admiración por las antigüedades victorianas, permitió se quedaran exactamente en la posición que ocupaban cuando empezó a utilizarlos. Indiscutiblemente se trataba de una manía, pero de una manía divertida. La señora de Hewston, la casera, consideraba a su inquilino algo «estrafalario», pero como le pagaba bien y con toda regularidad, y, al parecer, no le importaba que le robase la ginebra, estaba muy satisfecha de tenerlo en su casa.
Por supuesto, la ginebra era el sedativo con el cual, después de componer su estrofa, Revell fortaleció su cerebro un tanto fatigado. Sus amigos sabían perfectamente que, además de escribir ocasionalmente artículos literarios para un semanario intelectual, «trabajaba» en una vasta epopeya satírica, con la forma y la métrica del Don Juan, que había empezado durante su último año de permanencia en Oxford, y a la que, en el momento de iniciarse este relato, sólo le faltaban dos cosas: coherencia y editor.
Un reloj de las cercanías empezó a dar las doce. Sonaron las sirenas de las fábricas, y comenzaron a salir grupos de niños de la escuela primaria de enfrente. El cartero, viendo a la señora de Hewston en la cocina del sótano, bajó los escalones y le entregó tres cartas, observándole:
—Todas para su caballero.
Minutos después las abría el joven. Una era un artículo rechazado por el Daily Mail (demasiado bueno, pensó); otra era una factura de un sastre de Oxford, famoso por sus precios elevados y por su paciencia para cobrar. Y la tercera era la siguiente:
15 de diciembre de 1927.
COLEGIO DE OAKINGTON.
«Estimado Revell:
»Aunque creo que no nos hemos visto nunca, como usted es antiguo alumno de esta institución y yo soy el actual rector, quizá podamos prescindir de una presentación. Mi amigo Simmons, de Oxford, me habló de usted hace algún tiempo, mencionándome sus facultades para resolver misterios, y, como parece que precisamente en estos momentos hay un misterio rondando Oakington, me permito la libertad de pedirle su ayuda. ¿Podría usted pasar aquí el próximo fin de semana? Me resultaría sumamente agradable hospedarlo. Además, el lunes tendrá lugar el partido final del equipo de la casa, que tal vez le interese.
»Lo saluda afectuosamente,
»Roberto Roseveare.»
«P. D. —El tren que más le convendría es el que sale mañana de la estación Cruz del Rey a las 2.30 de la tarde. Le ruego traiga traje de etiqueta.»
Revell digirió el mensaje con un segundo y más fuerte trago de ginebra y vermut. Juzgó aquello algo así como lo que, en las novelas, provoca en el lector un «¡cáspita!». Acostumbrado como estaba a recibir invitaciones para pasar el fin de semana, lo cual no dejaba de serle agradable, difícilmente hubiera elegido por anfitrión al rector de Oakington, pues sentía casi el mismo grado de aversión por los maestros que por las visitas sentimentales, y la unión de uno y otra le ofrecían las más lúgubres perspectivas.
Con todo, la carta era lo suficientemente curiosa para provocar en él débiles destellos de interés, tras un momento de instintiva oposición, porque, en muchos sentidos, era el tipo de carta que menos podría esperarse de un profesor. Imperaba en su redacción una mezcla de intimidad y concisión, que Revell, dada su afición al manejo de los vocablos, no podía dejar de admirar. Le gustaba, también, la frase sobre el partido, que denotaba una tolerancia desacostumbrada en un rector, al concebir la posibilidad de que a un antiguo alumno no le gustasen los partidos organizados por el equipo de la propia institución. (Y a Revell no le gustaban en absoluto.) Quedaba también el misterio, cualquiera que fuese su carácter. Y los misterios le atraían siempre. En el fondo, le atraía todo aquello que encerrase la posibilidad de lanzarlo a un nuevo torbellino de interés. Su espíritu ansiaba ardientemente que le sucediese algo. Andaba cerca de los veintiocho, y hasta entonces parecía no haber hecho en la vida otra cosa que ganar el Newdigate[1], llevar a cabo un terrible estudio del judío de la versión O. U. D. S. del Mercader de Venecia, publicar una novela (claro que había hecho eso), ser presentado al señor T. P. O’Connor, y devanarse los sesos hasta la desesperación para dar con el último verso de una copla sobre la goma de mascar de alguien.
Ese asuntito de Oxford, también. Le gustaba que lo recordasen todavía, y que el viejo Simmons siguiese hablando del mismo. De la biblioteca de la escuela desapareció un manuscrito de cierto valor, y, con la ayuda de una obrita para agentes aficionados de policía secreta, logró seguirle la pista y recuperarlo. En torno al caso, que lesionaba la integridad de uno de los profesores, se hizo un profundo silencio, pero no faltaron las felicitaciones jocosas dirigidas al estudiante cuya versatilidad le permitía pasar de un salto la laguna que separaba a Shylock de Sherlock.
Pero lo que rebasaba la medida en la mente de Revell eran las palabras finales de la postdata: Le ruego traiga traje de etiqueta. Eso, juzgó, daba a entender que el rector, aquella rara avis, era también hombre de mundo. Traje de etiqueta quería decir buena comida, y hasta buen vino, quizá; y a Revell le encantaban ambas cosas. Durante unos instantes dejó que su imaginación remontase el vuelo, y luego, después de haberse decidido definitivamente a aceptar la invitación, hizo la maleta, se vistió con esmero, envió un telegrama al colegio desde la estafeta de Correos situada a la vuelta de la esquina, y le dio las instrucciones pertinentes a la señora de Hewston.
Aquella tarde, en el transcurso del pesado viaje, se entretuvo componiendo otra estrofa, pero no tuvo tiempo para realizar gran cosa, cuando hizo su aparición la estación de Oakington. El deslucido depósito de mercancías, el enarenado andén, e incluso la cara de algún empleado de la estación, todo le era familiar. Cuando entregó el billete y avanzó por el camino, divisó frente por frente los edificios del colegio, que sobrepasaban la antigua villa con una corona gótica del siglo diecinueve.
—¿Al colegio, señor? —le preguntó un chófer que, sin duda alguna, lo reconoció en el acto.
Él asintió con un movimiento de cabeza que denotaba un extraño orgullo: era un antiguo alumno.
Si Oakington era o no un colegio privado desagradable, podría debatirlo sagazmente una junta de teólogos medievales que se levantasen de la tumba. Por una parte, estaba incluido en el Anuario de los Colegios Privados, y tenía una sociedad de ex alumnos que lucían corbatas con los colores del colegio; todos los años enviaba unos cuantos muchachos becados a las Universidades, y tenía un himno propio impecablemente mediocre. Sin embargo, por otra parte…, en el mundo estudiantil imperaba la creencia de que Oakington podía muy bien ser la respuesta a la pregunta: ¿Cuándo un colegio privado deja de ser un colegio privado? Con todo, es un acto de justicia agregar que esta creencia, iba disminuyendo constantemente desde la llegada del doctor Roberto Roseveare. En los últimos tiempos en los despachos de las agencias escolares, e incluso en la mesa de la conferencia anual de rectores, empezaba a susurrarse que Roseveare era algo así como una escoba nueva, y reconocían generalmente que, después del prolongado y condescendiente régimen de su predecesor, era mucho lo que quedaba por barrer.
En cuanto a su estructura, el Colegio era todo lo que las gárgolas y los chapiteles podían hacer de la misma. Si hubiese sermones en las piedras, pensaba Revell, mientras el taxi tomaba la dirección de la casa del rector, Oakington sería, entonces, una verdadera biblioteca eclesiástica. Estaba a punto de elaborar mentalmente la tesis, cuando percibió a través del creciente crepúsculo una nueva construcción, erigida después de abandonar él el Colegio, y de un estilo que mentalmente clasificó dentro del tipo de Hampstead Garden.
—Ése es el nuevo pabellón erigido en recuerdo de la guerra —observó el conductor, desbordante de patriotismo local.
Revell hizo una inclinación de cabeza. Ya había oído algo de eso; es más, recordaba haber cooperado con una guinea para la erección del mismo. La vida estaba llena de ironías semejantes.
Empero, se puso de buen humor unos minutos más tarde, cuando un mayordomo de pelo blanco lo introdujo en una sala que, a pesar de no haber sufrido en su estructura modificación alguna desde la última vez que la viera, años antes, parecía un aposento diferente de otra casa. Ricamente amueblada, aunque no exenta de gusto, tenía un aire de severidad masculina que, en cierta manera, estaba en completa armonía con las palabras del mayordomo, cuando le comunicó:
—Señor, el rector está esperándolo en el estudio. ¿Quiere hacer el favor de seguirme?
El estudio ofrecía otro cambio sorprendente; durante el régimen del reverendo doctor Jury, que era rector de Oakington en los tiempos en que estudiaba Revell, aquello fue un cuarto lúgubre y revuelto, lleno de carpetas polvorientas y anaqueles combados, y, en cambio, a la sazón parecía el gabinete de una antigua compañía. Una alfombra con gran pelaje, un amplio escritorio de caoba, juegos de anaqueles con libros en los dos nichos situados a ambos lados de la chimenea, unos pocos aguafuertes en las paredes y varios sillones enormes distribuidos frente a un fuego encendido, daban la impresión de ser cualquier cosa menos algo pedagógico. Y el propio doctor Roseveare confirmó la impresión. Era alto (pasaba de un metro setenta), erguido, y estaba dotado de un aspecto físico imponente. Una mata de pelo gris plateado remontaba un rostro vigoroso de cutis terso, en el cual, no obstante, en el momento de darle un firme apretón de manos a Revell, se dibujó una sonrisa cordial y fascinante a un mismo tiempo. Su voz era melodiosa, quizá un tanto anhelante, y en su acento había el más tenue y fascinador dejo de algo que era precisamente de Oxford, ni siquiera de Cambridge. En realidad, semejaba más bien un predicador popular (y Revell se acordó del señor R. J. Campbell, en sus buenos tiempos), pero con un aire agradable y reconfortante de mundanalidad que su bata de corte impecable sugería, pero no acentuaba de ninguna manera.
—Celebro que haya podido venir —observó, desprendiéndose de su bata con un gesto romano—. Aparte de toda otra razón personal, siempre es un placer para Oakington recibir a sus antiguos alumnos, pues juzgamos que hemos contraído con ellos una deuda tan grande como la que ellos creen haber contraído con nosotros.
Revell movió la cabeza cortésmente, pensando que una observación tan hábil habría servido para cumplir con su deber en muchas oportunidades anteriores. Como coleccionista de tales frases ocurrentes, la agregó complacido a su depósito. La respuesta más indicada parecía una antigua puerilidad, por lo que respondió, escurriendo el bulto tranquilamente, que resultaría divertido echar una nueva ojeada a las antiguas escenas; a lo que el doctor Roseveare sonrió cautelosamente, como si pusiese en duda sus palabras.
Por espacio de unos minutos se defendieron sagazmente con temas tales como el tiempo, los partidos del equipo de la escuela, las próximas vacaciones de Navidad y el nuevo pabellón erigido en recuerdo de la guerra. Sobre este último, Revell hizo notar diplomáticamente que Oakington había necesitado siempre un pabellón, y Roseveare contestó:
—Sí, desde luego. Hay a quienes les gusta el actual edificio, aunque los planos fueron aceptados antes de venir yo aquí.
La recepción, con todas sus inferencias, los unió más. Al cabo de cinco minutos, Revell dejaba de ser el antiguo muchacho, y Roseveare dejaba de conducirse con cautela, o por lo menos así lo aparentaba. Ambos hablaban tranquila e íntimamente, y con esa corriente de buena voluntad que existe siempre entre dos personas que saben que el otro reconoce y aprecia la técnica en la conversación.
A la hora de la cena, Revell estaba ya acostumbrado a las cosas asombrosas. Un dormitorio agradablemente amueblado, con el último modelo de cuarto de baño contiguo al mismo, su ropa para la cena extendida en la cama, con todos los pliegues intactos, un calentador eléctrico colocado entre las sábanas, todo lo cual intensificaba sus sensaciones de bienestar físico, mental y espiritual. Cuando la segunda señal del gong lo llamó desde abajo, encontró a su anfitrión leyendo el diario de la tarde, de espaldas al fuego.
—Ah… No hay ninguna noticia importante. Temo no poder ofrecerle un coctel, pero ¿tomaría una copa de jerez? Yo también suelo tomarla.
Era un jerez verdaderamente bueno, y la cena, cuando se trasladaron al comedor con las paredes cubiertas con cuarterones, fue digna de tan excelente comienzo.
—Tengo un buen cocinero —explicó el doctor, casi en tono de disculpa.
Con todo, el buen cocinero apenas podía reivindicar la reputación del primoroso Volney o del coñac Napoleón servidos en unas copas en forma de globo, que, a indicación de Roseveare, tomaron cómodamente en el gabinete, poco después de estar en éste.
—¿Fuma usted? —preguntó Roseveare, extendiendo una caja de Corona—. Desgraciadamente, yo no puedo hacerlo, pero saborearé el aroma de su cigarro. Bien… Seguramente, esperará ahora que yo le mencione el asuntito que le insinué en mi carta.
Revell esperaba, es cierto, pero sin ninguna viva ansiedad. Si la vida pudiese seguir proporcionando momentos tan agradables de incertidumbre, él no se impacientaría en absoluto.
—Por supuesto, tendré sumo interés en conocerlo —respondió.
—Sin duda le habrá sorprendido mi carta, ¿verdad?
—Bueno, tal vez me haya… intrigado… un tanto.
—Exactamente —exclamó Roseveare, a quien parecía serle agradable la respuesta—. Y, estimado muchacho, ésa es mi propia posición; en breves palabras: estoy intrigado.
Revell alzó la vista, impulsado por un vivo interés. Su «estimado muchacho» encerraba una súbita inflexión emocional, como si, tras la máscara de suave benignidad, el anciano caballero tratase de granjearse la simpatía del más joven.
—Espero poder ayudarle, señor —dijo Revell con sencillez.
—Así lo espero yo también, aunque temo que llegue usted a creer que el asunto en sí sea demasiado fantástico, incluso para entrar a estudiarlo. Quizá será mejor que le haga un esbozo del mismo, lo cual, afortunadamente, no resultará demasiado complicado. Se refiere a un accidente sumamente funesto que se produjo aquí al comienzo de este período escolar.
Hizo una pausa, como si aguardase un comentario por parte de Revell, y luego prosiguió:
—Había aquí un muchacho llamado Roberto Marshall, hermano menor de Wilbraham, nuestro primer alumno. Otro hermano mucho mayor, Enrique, creo, estuvo aquí por la misma época que usted, y supongo lo conocería.
—Superficialmente, nada más.
—Claro, claro. Murió al final de la guerra… en la forma más trágica, pues no llegaba a los diecinueve, y no debían haberlo enviado al frente.
Su muerte, por supuesto, fue un golpe tal para sus padres, que ambos murieron en el transcurso de dos años, y dejaron a sus dos hijos menores: Roberto y Wilbraham, quienes vinieron aquí, como es costumbre, a la edad adecuada y procedentes de una escuela preparatoria. Excelentes muchachos; no muy sobresalientes, quizá, pero que se hacían querer y daban reputación al Colegio. Wilbraham, como acabo de decir, es actualmente nuestro primer alumno; es un muchacho de carácter recto, bueno en los juegos, y muy popular. Sin duda alguna se marchará el próximo verano, para entrar en Oxford, pues, felizmente, posee una buena fortuna. Pero volvamos a nuestro asunto. Hace unos tres meses, su hermano menor, es decir Roberto, fue víctima de un accidente sumamente singular y penoso. Durante la noche, le cayó encima un pesado aparato de alumbrado de gas, y lo mató instantáneamente.
—¡Dios santo! —exclamó Revell, quien escuchaba hasta entonces como en sueños, y vio de pronto cautivada su atención.
—Algunos de los diarios de Londres le dedicaron al caso una gacetilla —prosiguió Roseveare—, y supongo la habrá leído.
—No, lamento no haberla leído.
—Entonces, creo que lo mejor será que, antes de seguir hablando, le dé a leer a usted el informe de la pesquisa judicial, reproducido íntegramente en nuestra prensa local.
Sacó una cartera de bolsillo y extrajo de ella un recorte de diario, doblado.
—Tómese el tiempo que crea conveniente —le observó, pasándole el recorte—. Y recuerde que todo esto sucedió hace tres meses.
Ocupaba una columna y media, y Revell, de una ojeada rápida, captó sus puntos esenciales que rezaban así: El accidente tuvo lugar entre la primera noche del domingo y la madrugada del lunes del período escolar de otoño, y no lo descubrieron hasta la llegada del día, en que, un muchacho llamado March, que por casualidad se despertó temprano, notó que sucedía algo, y dio la alarma. El aparato de gas era pesado y antiguo, en forma de T invertida, uno de las series de aparatos que estaban suspendidos en doble hilera, a lo largo de todo el dormitorio. Por debajo del empalme de las secciones horizontal y vertical de la tubería se había instalado un casquillo de bronce que, aparentemente, servía de adorno. Al parecer, Marshall estuvo durmiendo con la cabeza exactamente debajo de este casquillo, de manera que, cuando se derrumbó todo el armatoste, el efecto debió haber sido como si le hubiese caído encima una lanza pesada.
De los diversos testigos que se llamaron, ninguno pudo dar una información verdaderamente certera. El médico de la escuela, un tal Murchiston, contó que lo habían llamado a las siete de la mañana para examinar el cadáver. Según creía, la muerte debió haber sido instantánea, por haber quedado perforados el cráneo y el cerebro, y el accidente pudo producirse entre cinco y ocho horas antes, pero no quería comprometerse más.
El profesor encargado del edificio, señor T. B. Ellington, describió la posición de su casa particular, situada junto al pabellón del Colegio donde se encontraba el dormitorio, pero muy separada de éste. No sólo era profesor de Marshall, explicó, sino también primo del muchacho. Solía pasearse por el dormitorio y cerrar todas las llaves del gas, a las diez de la noche, y así lo hizo, como tenía por costumbre, aquella extraordinaria noche del domingo, sin notar nada anormal en ninguno de los aparatos de gas Después de darles las buenas noches a los muchachos, se quedó un rato trabajando en su cuarto particular que lindaba con el dormitorio, y regresó a su casa para acostarse. A lo sumo sería la una, quizá, pues se entretuvo clasificando las hojas correspondientes a los exámenes finales, y durante ese tiempo estaba seguro de no haber oído nada insólito, ni se enteró del accidente hasta que fue a verlo un muchacho, poco después de las seis, con la noticia de lo sucedido. Se dirigió apresuradamente al dormitorio y encontró a Marshall muerto, con toda la instalación del gas desprendida del techo; se hallaba tendido en el lecho en la posición en que, al parecer, había caído. Estaba demasiado angustiado para examinarlo minuciosamente, y, como se notara un fuerte olor a gas en el dormitorio, envió a un muchacho a cerrar el paso de la llave maestra. Después mandó a buscar al rector con otro alumno.
Declararon luego varios muchachos, incluyendo los dos que dormían en las camas situadas a ambos lados de la de Marshall. Ninguno de ellos oyó nada durante la noche, aunque reconocieron que, por lo general, tenían el sueño pesado, y no se despertaban fácilmente.
Las declaraciones del señor Juan Tunstall, jefe de ingenieros de la compañía local de gas, parece que imprimieron «cierta vivacidad» a los procedimientos. Al informársele por teléfono del accidente, dijo que acababa de visitar el Colegio para hacer un reconocimiento, y había visto que los aparatos de gas eran muy antiguos, y de un modelo de los que ya no suministra ni recomienda actualmente ninguna compañía. Encontró una rotura en el conducto, cerca del rosetón del techo, lo cual fue, sin duda alguna, lo que causó el repentino desprendimiento del aparato. Dichas roturas se producían a veces en aparatos con muchos años de servicio, especialmente si los sometían a algún esfuerzo especial. Interrogado sobre este punto por el oficial de investigaciones, dijo que tenía presente otro aparato similar existente en el Colegio, que se cayó debido a la costumbre de algunos muchachos de mecerse en él.
El doctor Roseveare prestó luego declaración, si aquello podía llamarse declaración. El oficial le dejó amplio margen para que hiciese amables observaciones relacionadas con el difunto muchacho y expresase su pésame a sus parientes. De ahí pasó a hacer el más práctico anuncio, en el sentido de que los administradores del Colegio habían dado ya las órdenes necesarias para que electrificasen todos los edificios. Por haber salido a relucir aquello, pidió también permiso para manifestar que, por lo que sabía, no se había dado jamás el caso de que algunos alumnos de Oakington se hubiesen columpiado en los aparatos de gas. Probablemente, el incidente a que se refería uno de los testigos fue el de un limpiaventanas, que por descuido rompió uno de los artefactos de gas con su escalera de mano. Como rector, creía justo mencionar esto, en interés del Colegio…
Eso fue todo; y el jurado, sin retirarse a deliberar, anunció el inevitable veredicto de «muerte accidental».
Roseveare esperó en silencio, hasta que comprendió que Revell había llegado al final. Luego, inclinándose un poco hacia, delante en la silla, tosió interrogativamente.
—Pues bien, ¿qué piensa de esto?
—Ha sido un accidente un tanto singular —respondió Revell, a guisa de comentario, devolviéndole el recorte—. Pero osaría decir que se dan accidentes más extraños aún.
—Exactamente —dijo Roseveare, cuyos ojos grises y hundidos se animaron un tanto—. Yo también lo he juzgado desde ese punto de vista, y lo mismo el tutor del pobre muchacho, coronel Graham, que vive en la India, de quien he recibido una carta sumamente cortés e impregnada de sentimiento. Y cuando, hace aproximadamente una semana… —Aquí hizo una pausa—. Seguramente, usted creerá que es algo vulgar e insignificante, y espero que lo considere así. Con todo, permítame que se lo cuente.
En medio de la nube de humo del cigarro, Revell movió la cabeza, animándolo, y Roseveare prosiguió:
—La semana pasada recibí una carta del coronel Graham… Es la segunda carta, y en ella sugería que el señor Ellington, como maestro y primo del pobre muchacho, debía hacerse cargo de sus objetos personales, hasta que él regrese de la India, dentro de unos seis meses. Naturalmente, yo esperaba instrucciones de esta naturaleza, y había hecho juntar y guardar todas sus cosas. Estaba revisándolas, precisamente, antes de entregárselas a Ellington, cuando (para acortar un poco un relato, algo largo de por sí) encontré esto por casualidad. —Y extrajo de su cartera una segunda tira de papel—. Estaba entre las páginas del libro de álgebra del chico.
Era una hoja de apuntes, con el timbre y el membrete de Oakington. En la parte superior estaba la fecha: 18 de septiembre de 1927, y debajo, con letras de imprenta en mayúscula, cuidadosamente trazadas, se leía lo siguiente:
«SI LLEGASE A SUCEDERME ALGO, DEJO TODO A MI HERMANO WILBRAHAM, EXCEPTO MI BICICLETA DE TRES VELOCIDADES, QUE SE LA DEJO A JONÁS TERTIUS. (Firmado): ROBERTO MARSHALL.»
Revell, tras una corta pausa, le devolvió el documento, sin hacer observación alguna, y Roseveare prosiguió:
—Tal vez pueda imaginarse cuáles fueron mis sentimientos al hacer dicho descubrimiento. Engendró en mi espíritu… tal vez no tanto como una sospecha, sino más bien una especie de… ¿Cómo diría yo? Una especie de curiosidad. No dejaba de desconcertarme el que, la víspera misma del día en que murió el muchacho, pensase en su posible muerte.
—Supongo que existía esa bicicleta de tres velocidades, ¿verdad? —insinuó Revell, moviendo la cabeza.
—Ya lo creo. Y era amigo de Jonás: lo he comprobado. No he podido conseguir otro modelo de su escritura de imprenta para cotejarlos, pero la letra de la firma parecía bastante auténtica.
Descargó los puños en los brazos del sillón, y agregó, con un dejo de ansiedad:
—Podría decir que todo es pura coincidencia. No quiero inducirle a suponer que en esto haya otra cosa que lo que salta a la vista.
Revell volvió a asentir con la cabeza, pero fijando en el otro una mirada sagaz.
—¿Qué querría usted que hiciese yo? —preguntó.
—Nada definido, se lo aseguro; nada definido en absoluto. Pensaba únicamente que, permítaseme expresarme así, durante unos días podría mantener una breve vigilancia. Ahí están los hechos, tales como se los he expuesto a usted, y que hemos de reconocerlo, presentan una situación lo suficientemente anormal como para que valga la pena dedicarles cierta atención, aunque sólo sea por razones puramente personales. Examine superficialmente el caso, y dígame cuál es su opinión… Eso es todo lo que se me ocurre.
—Pero, desde luego, señor, usted no sospecha…
—Hijo mío, no sospecho nada ni de nadie. Lo único cierto —y su voz volvió a adquirir una inflexión impresionante— es que este terrible asunto ha sido para mí un golpe tremendo, mucho peor de lo que he dejado traslucir a la gente. Aparte del pesar personal, la publicidad que se ha hecho en torno al asunto ha sido un gran revés para el Colegio. Puede ser que usted sepa, o quizá lo ignore, Revell, el estado en que encontré las cosas cuando vine aquí por primera vez. Por espacio de seis años he trabajado con afán para engrandecerlo y mejorarlo, y ahora sucede esto. En el Colegio no hay una sola persona de quien no llegue a desconfiar, y no puedo hacer indagaciones sobre el asunto por mí mismo, pues el hacerlo despertaría todavía mayor interés por él. Y, desde luego, es posible que no haya nada que indagar… Mis nervios, bien lo sé, no están en muy buenas condiciones: necesito, un descanso largo, que no podré tomarme hasta las vacaciones de verano del año próximo. Veo que está usted terriblemente desconcertado ante todo esto, que, lo reconozco, es completamente absurdo.
—He de reconocer, señor, que no veo el menor vestigio que indique nada sospechoso.
—Claro que no. No hay nada sospechoso, no lo niego. Sin embargo… Me viene a la mente esa endiablada curiosidad… ¿Por qué pensaba en la muerte el chico aquel domingo por la noche?
—¿Quién sabe? A veces se dan coincidencias como ésa, y no hay nada extraordinario en la nota en sí. Es exactamente la insensatez que hubiese podido escribir yo mismo un domingo por la noche al regresar del sermón, no teniendo otra cosa que hacer.
—Probablemente; usted me consuela con sólo decirme eso. No obstante, supongo que no rechazará la vaga y quizá ridícula misión que le he encomendado.
—De ninguna manera, si desea verdaderamente que me ocupe de la misma.
—Perfectamente. Comprenderá, sin duda, lo apto que es usted para esta tarea. Como antiguo alumno distinguido del Colegio tiene motivos sobrados para permanecer aquí como huésped mío, y puede hablarles a los muchachos y a los maestros, sin que nadie dude de su buena fe. Por supuesto, nadie sabe ni necesita saber por qué está usted aquí realmente. ¿Comprende?
—Comprendo.
—Entonces, dejo el asunto en sus manos. Querido Revell, he oído descripciones estupendas de su trabajo relacionado con cierto asunto lamentable acontecido en Oxford, y esto, según espero, será menos serio… Cuando estudiaba aquí, usted estaba en el edificio del colegio, ¿no es así?
—Sí.
—Bien. Eso le proporcionará un excelente pretexto para verse con Ellington. Le he mencionado su visita, y ha propuesto que usted podía desayunar con él mañana.
—Será un gran placer para mí.
—Es más que probable que se deje caer por aquí esta noche, para verlo a usted… ¿Quiere otro cigarro? Sí, haga el favor de aceptarlo. Entre paréntesis, ¿le interesan los aguafuertes? Tengo por aquí uno o dos que son considerados como algo selecto.
Revell comprendió que había concluido el debate, y no pudo menos de advertir y admirar la facilidad con que el otro recobró sus modales anteriores. Que estuviese o no excitado, mantenía un perfecto dominio de sus nervios. Por espacio de una hora hablaron de los más variados temas, y durante todo ese tiempo Roseveare demostró ser un hombre de vastas inquietudes, que disfrutaba visiblemente cambiando puntos de vista con la generación más joven. Sin embargo, no se percibía en su actitud indicio alguno de patrocinio o condescendencia. Escuchó con interés cuando Revell le habló de su obra literaria y del poema épico Don Juan. Su simpatía por Revell iba en aumento, y parecía como si su reciente plática más seria hubiese sido un extraño intermedio en una intimidad mucho más real.
A eso de las diez llegó Ellington, y fue presentado. Era un hombre corpulento, maduro, de cara redonda y que empezaba a encalvecer. En su presencia, la conversación decayó instantáneamente. Se mostró cordial al hacer la invitación para desayunar, pero Revell coligió que, como profesor encargado del edificio, tenía por costumbre invitar a desayunar a los antiguos alumnos, y que hacía aquello como una especie de deber rutinario. En verdad, Revell no se sintió muy atraído por él. Cuando se hubo marchado, Roseveare alzó ligeramente los hombros, y dijo:
—Ellington es un trabajador incansable, y un devoto colega, pero muy poco amigo de conversar. De todas formas… Tal vez quiera usted tomar un trago de whisky antes de irse a dormir. Yo tengo la costumbre de hacerlo.
Y como Revell solía también hacer otro tanto, cuando se presentaba la ocasión, observaron el rito al unísono.