Capítulo VI
EL RELATO DE LAMBOURNE
Revell estaba decidido a no sacrificar completamente su independencia en la investigación. Por más respeto que le inspirase Guthrie, no sentía el menor deseo de convertirse en un simple ayudante suyo, ni de abandonar su propia posición, bastante interesante, por cierto, en un asunto que empezaba a hacerse más interesante, a cada momento. Aquella noche, cuando se encontró con el agente en uno de los caminos próximos al Colegio, le hizo un detallado relato de su entrevista con Roseveare, y Guthrie movió la cabeza cortésmente, una vez que hubo terminado.
—¿Así que eso es lo que le ha manifestado él? Indiscutiblemente el asunto es saber si es o no cierto.
Revell se preguntaba también lo mismo, pero no dejó de sorprenderle la fría sospecha de Guthrie.
—¿Es que sospecha usted de él? —le preguntó.
—Oh, no me atrevería a ir tan lejos, pero yo desconfío siempre de los cuentos raros. ¿Quién es la mujer de que le ha hablado él? Supongo que usted habrá tratado de averiguar algo sobre el particular.
Revell se calló, y se sintió un poco molesto. Luego respondió:
—No sé si debo…
—Claro que debe —le interrumpió Guthrie, soltando una carcajada—. Puede decirlo con confianza, aquí, entre nosotros. De todas formas, si lo prefiere así, me aventuraré yo, y le diré que se trata de la mujer de Ellington. Es una criatura descarada, morena, y con la nariz respingada: ésa es la dama, ¿verdad?
La descripción le causó tanta sorpresa a Revell, que ni siquiera contestó: pero Guthrie, evidentemente, tomó su silencio por una afirmativa.
—¿Por qué tenía que irle al rector con semejante cuento?, me pregunto yo. Hemos de tener presente que uno de los dos es falso; o lo son ambos. Pasando a otra cosa: Roseveare no era rector cuando usted estudiaba aquí, ¿verdad?
—No. Vino algunos años después de acabar la guerra, y me figuro que conocerá usted su informe sobre la guerra, y demás actividades.
—Sí, y me parece que era una especie de mandarín por aquellos días. He ido un poco más lejos, y he consultado su historia anterior a la guerra, que es también sumamente excitante —dijo Guthrie, y se detuvo para encender la pipa, en medio de la oscuridad—. Lo creo así, porque esos andurriales están llenos de amantes jóvenes, y las amantes jóvenes, contrariamente a la creencia popular, no son tan discretas como para que no escuchen a dos desconocidos que charlan en voz alta sobre un asunto local de gran importancia. Hablemos en voz baja… Bueno, permítame que le cuente algunas cosillas sobre nuestro amigo, el rector de Oakington. Para empezar, le diré que no tiene diploma alguno de profesor: el «doctor» que precede a su nombre es un título médico.
—Ya lo sabía.
—¿Sí? ¿Verdad que eso no parece normal? Pues bien, carecía en absoluto de experiencia en materia de enseñanza, cuando vino a Oakington. En el transcurso de su vida ha sido muchas cosas: médico, político, hombre de negocios, e incluso una especie de señor hacendado, pero, hasta hace unos pocos años, jamás había dirigido un colegio.
Guthrie hizo una pausa, y lanzó una bocanada de humo, sumido en íntimas reflexiones, y luego prosiguió:
—Sin duda, sabrá por qué lo tomaron en Oakington. El Colegio iba bastante mal, en manos de su antecesor. (Jury, se llamaba, si no recuerdo mal, ¿no es eso?) Y los administradores del Colegio creyeron que Roseveare sacaría a la institución del lodazal. Y me parece que lo ha conseguido, en una buena parte.
—Opino que tiene una personalidad maravillosa.
—Sí, no cabe la menor duda. No crea que trato de atacar al hombre, en manera alguna. Quería únicamente dejar sentado que no tenemos que entendérnoslas con el profesor de Eton u Oxford, que compone epigramas y usa cuello de párroco. Roseveare es todo un hombre de experiencia. Por lo menos dos veces amasó una fortuna, y volvió a perderla: una en los Estados Unidos, y otra en Nueva Zelanda. Además, estaba y está dotado de unas maneras extraordinariamente persuasivas, y en Norteamérica dio el golpe como promotor de empresas.
—¿En serio? Esto me hace recordar que lo he visto a menudo escudriñando en los diarios las informaciones del movimiento de acciones.
—A mi entender, eso no tiene nada de particular —observó Guthrie, esbozando una sonrisa—. No hay un solo profesor en Inglaterra que no se dedique a manejar acciones, en perjuicio propio, generalmente… Sin embargo, Roseveare fue en realidad algo así como hacendista, en cierta época de su carrera. Verdaderamente honrado, desde luego, eso sí… Tan honrado como puede serlo un hacendista. No obstante acabó por irle mal, perdió todo su dinero, y zarpó para Nueva Zelanda, donde se instaló como médico en una pequeña localidad en que el nombre del maestro de escuela era Ellington.
—¡Diablos! ¿Se refiere al Ellington que está ahora en Oakington?
—Sí. Y, lo que es más, cuando Roseveare empezó a tener éxito y consiguió radicarse en una ciudad mayor, no tardó en seguirle Ellington, en calidad de maestro de escuela. Sin duda alguna, eran amigos muy íntimos. Al único sitio adonde no siguió Ellington a Roseveare, fue a la guerra. Se quedó en Nueva Zelanda, donde no había movilización, y se hizo un tanto impopular. Más tarde, 1921, cuando nombraron a Roseveare rector de Oakington, Ellington vino dando brincos desde el otro lado del mundo, para desempeñar aquí el puesto de profesor. ¡Qué curioso! ¿No le parece?
—Verdaderamente curioso. ¿No cree usted que eso es una especie de extorsión? Supongamos que Ellington supiese algo ignominioso sobre el pasado de Roseveare… Pues un hombre con tan variadas carreras puede muy bien haber cometido cualquier cosa…
—Es muy posible que haya cometido algo, pero no existe la menor prueba.
—Pues bien, supongamos por el momento que se haya pasado de la raya, en cualquier sentido.
—Estoy en un todo de acuerdo con usted, pero no veo qué relación pueda guardar con el asesinato del joven Marshall, y esto es precisamente lo que estamos investigando.
Revell se vio de pronto dominado por una idea obsesionante.
—Sí, ya sé qué relación puede tener con eso. ¿Recuerda usted que le dije que el muchacho regresó inesperadamente aquella noche, y que muy contadas personas sabían que él estaba en el dormitorio? Roseveare no lo sabía… Por lo menos yo creo que no lo sabía. Ahora bien, supongamos que Ellington haya amenazado a Roseveare hasta la desesperación, y éste hubiese decidido librarse de su opresor, de una vez para siempre. Sabía que Ellington tenía que dormir en la cama de Marshall, en el dormitorio, hasta el regreso del muchacho. Y él no esperaba el regreso del muchacho hasta el lunes. ¿No es entonces probable que la muerte del primer Marshall fuese consecuencia de esa extraña combinación: un asesinato y un accidente?
Guthrie soltó una sonora carcajada, y respondió:
—Es usted inteligente, Revell, y si hubiese la menor traza de evidencia en apoyo de su tesis, diría que vale la pena examinarla. Pero, aun así, no sé cómo explicaría usted el segundo caso. ¿Qué motivo plausible podría tener el respetable rector para asesinar al segundo muchacho?
—A eso voy —contestó Revell, con la voz alterada por la excitación—. ¿He dicho yo acaso que él haya matado a los dos jóvenes? ¿Es que, así como son dos los crímenes, no puede haber dos criminales?
—Bueno, alto ahí, usted es demasiado inteligente para un pobre investigador como yo. Por otra parte, creo que ya hemos teorizado bastante por el momento. Lo que necesitamos son hechos, y cuanto antes los obtengamos, mejor. Ahora, vamos a tomar una copita, antes de irnos a dormir.
Y no pronunció palabra alguna sobre el caso, hasta que, antes de separarse, le manifestó que, dadas las circunstancias, sería conveniente que se quedara Revell durante un tiempo en calidad de huésped del doctor Roseveare.
De acuerdo con esto, Revell pasó otra noche en la cómoda casa del rector. Cuando él entró, Roseveare se había ido ya a dormir, pero no cabía duda que esperaba que se quedase, toda vez que encontró su maleta abierta, y whisky y bocadillos, colocados hospitalariamente en el aparador del comedor.
Por la mañana, cuando bajó a desayunar, el mayordomo le dijo que el doctor Roseveare le rogaba lo disculpase, pero estaba desayunando aquella mañana en la sala común donde lo hacían los profesores.
La razón de esto la encontró una hora después, cuando Revell se tropezó con Lambourne en el corredor del edificio del colegio.
—¡Hola, Revell! —exclamó el otro, con desenvoltura—. ¿Todavía sigue usted por aquí? Por lo visto, va a quedarse algún tiempo, ¿no? ¡Qué sensacional! Venga conmigo a mi cuarto, y le contaré todo.
Tan pronto como se cerró la puerta tras ellos, Lambourne continuó, casi sin aliento:
—Acaban de concedernos el mayor de los honores: el rector ha desayunado con nosotros en la sala común. No siendo usted un pobre maestro suplente, no tiene la menor idea de lo que esto significa. Desde luego, nos hemos dado cuenta inmediatamente de que sucedía o iba a suceder algo: la última vez que lo tuvimos compartiendo con nosotros la sopa de avena, fue cuando cinco alumnos adelantados tuvieron un encuentro con cinco camareras, en la Exposición Wembley. Pero de eso hace ya muchos años. En esta oportunidad la noticia ha sido más seria todavía. Desgraciadamente la parte sorprendente de la misma ha quedado destruida por haber acabado de leer todos nosotros la conmovedora noticia en el Daily Mail. Muchacho, el periodismo es hoy día un caballo que necesita que lo espoleen.
—Querría que me dijera usted de qué diablos está hablando —exclamó Revell, con cierta displicencia. Había dormido mal, y no estaba de muy buen humor, que digamos.
—Pero ¿es que no ha visto usted todavía los diarios de la mañana?
—No, no los he visto.
—¿No sabe entonces que han exhumado el cadáver de Marshall, y que las autoridades sospechan lo que la prensa de los domingos se complacería en llamar un «asunto turbio»?
No era necesario que Revell fingiera sorpresa, pues no tenía la menor idea de que hubiese llegado ya el asunto a conocimiento de los diarios. Así que Lambourne, muy satisfecho por la sensación que creaba, prosiguió:
—¡Bonito escándalo para un colegio cuya clientela lucha en la línea que separa a Golder’s Green de Kensington! Naturalmente esto ha dejado verdaderamente aturdido a nuestro culto y respetado superior. Con gran exuberancia de palabras nos ha dicho que los detectives andaban por estos dominios, y que cualquiera de nosotros podía resultar sospechoso de asesinato. Nos ha aconsejado que nos mantengamos tranquilos y que «conciliemos nuestro deber para con el Colegio, con nuestro deber hacia la sociedad», de lo cual deduzco que no hemos de prestarle mucha ayuda a la policía, cuando vengan a interrogarnos.
—Me supongo que eso los habrá asustado.
—¿Asustarnos, eso? ¿Se habría usted asustado?
—¿No ha parecido afectado alguno…, alguno en particular?
—Ellington se ha puesto algo pálido, si es eso lo que quiere insinuar. En realidad, quien más impresionado se ha mostrado he sido yo: casi me desmayo. No me han gustado nunca las escenas dramáticas.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Revell, lanzando un suspiro—. Creo que habremos de resignarnos ante los acontecimientos.
—Puedo asegurarle que el rector no está muy resignado, por cierto. Ha colocado a unos cuantos sirvientes en todas las puertas para que actúen como centinelas e impidan que entren los vendedores de diarios. Nadie puede entrar en estos dominios, sin su autoridad; nadie puede contestar a pregunta alguna formulada por desconocidos, y quedan suspendidos los permisos para trasladarse al pueblo, incluyendo a los alumnos mayores, hasta nueva orden. Somos una guarnición acuartelada, congregados en torno a nuestro capitán Roseveare, dispuestos a hacerles frente a los asaltos de los fusileros de la flota de la calle.
Empezó a doblar la campana, anunciando el comienzo de las clases de la mañana, y Lambourne agregó:
—Eso significa que tengo que apresurarme a inyectarles un poco de literatura inglesa a los del cuarto año. No van a trabajar en absoluto, desde luego, pero ¿podría reprenderlo usted?
Revell se echó a reír y se alejó de su lado. Desde que Guthrie le hizo aquella advertencia había tomado la decisión de no confiar demasiado en Lambourne, y, en el fondo, se mantenía en guardia contra él.
Unos momentos después el rector salía de su gabinete, en el preciso instante en que Revell entraba en él. Saludó a Revell con su acostumbrada urbanidad, y, en cierto sentido, jamás había notado Revell su hechizo en forma más subyugadora. En presencia semejante, se desvanecía por su absurdo la teoría que lo señalaba como presunto asesino.
—Lamento haberlo dejado solo a la hora del desayuno —comenzó Roseveare—, pero he juzgado más oportuno hacerle un anuncio al personal, lo más pronto posible. Aun así, se me han anticipado los diarios. Espero que su amigo el detective se apresure a llevar a cabo sus investigaciones, pues temo que esto afecte seriamente a las actividades del Colegio, hasta que se haya aclarado todo. ¿Tiene usted alguna idea con respecto a lo que piensa hacer, y cuándo va a llevarlo a cabo ese detective?
Revell confesó que no sabía nada, y agregó:
—Diría que va a poner manos a la obra sin pérdida de tiempo, pues parece un hombre de decisiones rápidas.
—Me alegra oír eso. A pesar de su descortesía, me mostraré muy dispuesto a proporcionarle cuanta ayuda esté a mi alcance. A propósito, ¿no sabe todavía qué es lo que encontraron sus hombres cuando andaban registrando, o, como usted dice, vigilando la propiedad?
—Lamento tener que decir que no lo sé.
—Me preguntaba únicamente si se trataba de un revólver, porque el señor Ellington me ha comunicado esta mañana que había extraviado el suyo del sitio en que lo guarda habitualmente.
—¿En serio? —preguntó Revell, conteniendo su excitación—. Ni siquiera sabía que tuviese un revólver.
—Ni yo tampoco, hasta que me lo ha comunicado él. Al parecer, se trata de un recuerdo de los agitados días en que vivía en las colonias, antes de venir a Oakington. Sea como sea, no ha descubierto que lo había extraviado hasta anoche, y, naturalmente, se me ha ocurrido pensar que quizá sea eso lo que ha descubierto la policía.
—Puede ser. En todo caso el revólver extraviado puede constituir una pista importante.
—Sumamente importante ya lo creo. El señor Ellington se muestra por esto más angustiado de lo que usted cree.
—Supongo se figurará que eso, en cierto sentido…, hace recaer en él ciertas sospechas, ¿no es así?
Roseveare se quedó verdaderamente extrañado y sorprendido.
—¡Dios mío, no! ¡No creo que se le haya ocurrido idea tan disparatada, tanto a él como a cualquier otro! Lo que le afligía era la idea de que por descuido suyo al dejar el cajón sin llave haya podido producirse la tragedia.
—¿Cree usted que el asesino ha podido utilizar el revólver de Ellington?
—¿El asesino? ¿Por qué se empeñan usted y su amigo el detective en afirmar que se trata de un crimen? Todo cuanto se sabe es que el cadáver tenía una bala dentro. Nada más lejos de mis propósitos que enseñarle a la Scotland Yard lo que tiene que hacer, pero, en mi fuero interno, estoy convencido de que el suicidio es la menos improbable de las suposiciones. Es algo sumamente espantoso, pero no es imposible, en modo alguno. Ellington me ha dicho que, desde que se produjo la muerte de su hermano, el año pasado, Wilbraham padecía estados de ánimo de extrema depresión. Parece que le hizo no pocas confidencias a Ellington, y tenía libre acceso a sus aposentos a cualquier hora, lo cual pudo proporcionarle una amplia oportunidad para extraer el revólver.
—Pero, ¿por qué diablos iba a pegarse un tiro en la piscina, precisamente, entre tantos otros sitios?
—¿Cómo voy a poder decírselo yo? Probablemente se le haya antojado hacerlo en aquel sitio donde no fuese a causar el menor disturbio.
—¿Y por qué tenía que subir al trampolín?
—Te repito, ¿cómo voy a saberlo yo? Después de todo, ¿está usted seguro que procedió así?
Revell se quedó sorprendido, y Roseveare, aprovechando la coyuntura, prosiguió:
—Muchacho, no se azore. En un caso como éste tenemos el deber de estudiar todas las posibilidades, por más remotas que sean. Por mi parte he de manifestarle que he reflexionado ampliamente sobre el asunto, y he intentado crear una teoría que a mí me parece tan razonable por lo menos, como cualquier otra. En resumen, creo que el chico se suicidó.
—¿Lanzándose desde lo alto del trampolín?
—No es eso precisamente lo que quiero decir. La piscina tiene tres metros de profundidad, y el muchacho medía alrededor de un metro ochenta, y la magnitud de sus heridas me parecía bastante compatible con la caída desde el borde. Y recuerde que hablo con conocimiento médico y cierta experiencia.
—¿Y el reloj de pulsera?
—Ah, eso es harina de otro costal. No cabe la menor duda que el reloj lo colocaron en el trampolín, y si no fue el propio Marshall, ¿quién pudo haber sido? Y, lo que es más importante todavía, ¿por qué? La única explicación que he logrado encontrar es que alguien entró en la sala de baños después que el pobre Wilbraham se hubo pegado el tiro, descubrió la tragedia y trató de hacer pasar el suicidio por un accidente.
—¿Por qué?
—La única explicación podría ser la consideración por la propia familia del joven, por la reputación del Colegio, y, en fin, por todos a cuantos incumbía. Un accidente es algo verdaderamente desagradable, pero un suicidio lo es mucho más, todavía; no podrá dejar de reconocerlo.
—Y un asesinato mucho peor, ¿no es eso?
—Indudablemente, pero sigo negándome a reconocer dicha posibilidad, hasta que se hayan explorado todos los demás caminos.
—Luego, de acuerdo con su tesis, el previsor visitante, quienquiera que sea, colocó el reloj de pulsera del joven en lo alto del trampolín, le quitó la bata y las pantuflas, y se llevó el revólver.
—Sin duda alguna eso es lo que se le habría ocurrido a cualquiera que hubiese querido producir la impresión de un accidente.
—Pero no dejaría el revólver tirado por ahí, para que lo descubriese después la policía, ¿no es verdad?
—Discúlpeme, pero ¿cómo sabemos que lo ha descubierto la policía? He creído entender hace un momento que usted mismo no estaba seguro de esto. Todo lo que parece definitivamente sentado es que se ha extraviado el revólver de Ellington, y, ya que el propio Ellington ha dado cuenta de la pérdida, parece evidente que él no era la persona que visitó la escena de la tragedia aquella noche.
—¿De quién sospecha usted, entonces?
—Muchacho, eso no es de mi incumbencia. Me he limitado a exponer una tesis que, a pesar de sus excesivas complicaciones y lo intrincado de la misma, me parece infinitamente menos improbable que suponer que uno de mis colegas, a quien conozco y respeto desde hace muchos años, hubiese asesinado a su propio sobrino, sin una razón imaginable y a sangre fría. Habrá de saber usted que, por casualidad, he sabido de buena fuente que alguien visitó la piscina poco después de la hora en que se supone se produjo la tragedia… Bueno, bueno, no venga a interrogarme ahora, pues, por el momento, no estoy preparado para eso.
Con cuya sinuosa observación recogió los papeles y la toga, y dejó a Revell solo con sus pensamientos.
Se quedó pensando, y, dos horas más tarde, después de haber recibido un mensaje de manos de un policía uniformado (pues ya no era necesario seguir guardando secretos sobre la situación), se encontró con Guthrie en la entrada del Colegio. Estaba éste con su automóvil, y salieron a toda velocidad para Easthampton.
—Tengo que ir a buscar mis cosas —explicó—. Por el momento, me he alojado en la casa del sargento de policía local; está cerca, y no tienen importancia ahora las habladurías. No le importa que vayamos a Easthampton, ¿verdad? Volvemos en seguida.
Revell le aseguró que aquello le encantaba, y a continuación comenzó a describirle su reciente entrevista con el doctor Roseveare. Guthrie le escuchó atentamente, y, al concluir, no hizo comentario alguno, sino que le preguntó a Revell su propio parecer.
Revell se apresuró a complacerle, y le manifestó:
—Pues bien, no me cabía la menor duda que Roseveare y Ellington acababan de tener un cambio de impresiones. A Roseveare no se le ocurrió mencionar el suicidio ayer, cuando hablé con él, pero lo ha tenido a punto hoy.
—No deja de ser una tesis ingeniosa, y no hemos de echarla a un lado.
—Se me antoja que la hubiesen preparado especialmente para justificar el hallazgo del revólver por parte de la policía, caso de que sea eso lo que hayan encontrado, y desearía que me dijese usted si es eso lo que han descubierto, o no.
—Una vez más, he de recordarle el carácter secreto de los actos oficiales —dijo Guthrie en tono jocoso y esbozando una sonrisa.
—¿Por qué? Yo he sido franco, y usted me dijo que esto era un pacto entre los dos…
—Está bien —le interrumpió Guthrie, con ese imperturbable buen humor que era quizá su rasgo más característico—. Si tanto lo devora la curiosidad, puede presenciar un par de entrevistas que voy a tener esta tarde. Será un poco teatral, pero no hay más remedio que obrar así. Entraré en el aposento de Ellington, en el edificio del colegio, y usted puede esconderse en el cuartito de al lado, que sólo está dividido hasta la mitad de la altura, y así podrá oír perfectamente. ¡Diablos!, es una excelente idea, y usted podría hacer algo verdaderamente útil, además de divertirse. A propósito: ¿sabe taquigrafía?
—No, lo siento en el alma.
—¡Qué lástima! Jamás he encontrado un graduado de Oxford que sepa taquigrafía, pero conozco a cientos que serían doblemente eficientes si la supiesen. Siga mi consejo, Revell, y apréndala tan pronto vuelva a la ciudad; asista a algún curso, y trabaje hasta que logre escribir por lo menos ciento cincuenta palabras por minuto… De todas formas, si no puede tomar notas taquigráficas, mantenga los oídos bien abiertos, permítame la frase, pues resultaría conveniente tenerlo luego a usted como testigo.
—Haré cuanto esté a mi alcance, se lo aseguro. ¿Quiénes son las dos personas que piensa visitar?
—Ya lo sabrá cuando llegue la hora.
Revell notó que aquello era una provocación, pero no podía hacer otra cosa que aceptar la situación tal como se presentaba. Comieron en Easthampton, y luego, cuando el agente hubo abonado su cuenta en el hotel, volvieron a Oakington y depositó sus maletas en la casita de campo del sargento de policía, situada en las afueras del pueblo. El sargento estaba de servicio, pero su jovial esposa les sirvió té en una sala que, en unas circunstancias menos formales, Revell habría elogiado como una verdadera obra maestra de la era victoriana. Dadas las circunstancias dejó que Guthrie hablase de fútbol y política, hasta que se cansase, pues el detective era casi tan ardiente partidario de Twickenham como liberal. Hasta que el reloj del pueblo dio las cinco, Guthrie no hizo mención de retirarse, y entonces, volviendo de repente a la obligación, dio instrucciones.
—No quiero que nos vean juntos demasiado —dijo—, así que será mejor que vuelva usted andando al Colegio y se dirija directamente al aposento de Ellington, del edificio del colegio. Yo cogeré el coche, así que lo adelantaré unos diez minutos, aunque no tiene importancia minuto más o menos.
Revell accedió, y un cuarto de hora más tarde, después de una agitada caminata por los prados, hacía girar el picaporte de la puerta de Ellington. Guthrie estaba allí, leyendo un diario junto a la ventana, y le hizo un movimiento con la cabeza, acompañado de un gesto para indicarle que se estuviera quieto.
—Está bien, Revell, llega con bastante tiempo.
Siguiendo las instrucciones del detective, Revell se introdujo en el pequeño compartimiento contiguo, que en un tiempo fue dormitorio de un profesor soltero. En las maderas de la división había algunas grietas, y arregló la silla de manera que pudiera ver una buena parte de cuanto transcurriese en la habitación principal. Guthrie aprobó la idea.
—Me parece bien, siempre que él no pueda verlo a usted —susurró—. Espero a nuestro primer visitante dentro de unos minutos. Tenga paciencia y espere, y, por amor de Dios, no vaya a estornudar.
Esperó Revell, y, al cabo de unos instantes oyó la campana del Colegio que anunciaba el final de las clases. Unos segundos después llegó el sonido de unos pasos pesados que subían las escaleras y avanzaban por el corredor; luego se abrió de pronto la puerta, y Ellington, con su gorra y su toga, y unos libros bajo el brazo, penetró en el cuarto a grandes zancos.
—Buenas tardes, señor Ellington —dijo Guthrie instantáneamente.
Ellington se detuvo en seco al oír pronunciar su nombre.
—¡Hola! —gruñó, al ver al transgresor. Luego agregó—: No creo conocerlo. ¿Qué hace usted en mi cuarto, después de todo?
—Esperaba únicamente charlar un poco con usted, señor Ellington.
—¡Maldita charla! ¡Lo que quiero saber es qué derecho le asiste para encontrarse aquí!
—No faltaba más, señor Ellington. Creo que usted no tendrá nada que objetar si alguien lo espera en su habitación, después de llamar y encontrarse usted ausente, ¿verdad?
—No se trata de eso. Son… Son las circunstancias. Me figuro que usted es el detective que ha estado rondando por aquí recientemente, ¿no es eso?
—Sí, lo ha adivinado usted.
Ellington elevó la vista al techo, como en señal de protesta muda dirigida a las fuerzas celestes.
—¡Todo cuanto puedo manifestar —dijo por fin con acrimonia—, es que, si yo fuese rector, no le toleraría que alterase la rutina del Colegio en esta forma infernal! ¡Esto es un escándalo, y así se lo he dicho al rector! ¡No parece sino que hubiese una conspiración oficial para hundir el Colegio del todo!
—¡Qué idea tan interesante, señor Ellington! —dijo Guthrie, con una exquisita delicadeza—. Me pregunto si habrá algo de cierto en eso. El secretario de la Gobernación, pongamos por caso, asesina a un muchacho para que la batahola resultante haga de Oakington un rival menos peligroso de Eton y Harrow. ¡Diablos, no se me había ocurrido antes semejante idea!
—Me parece que esto no es como para andarse con bromas.
—Tiene usted mucha razón. No es cosa de bromas —dijo Guthrie, y su voz adquirió un acento grave—. Mire usted, señor Ellington, yo no soy más que un simple servidor de la autoridad… Y tengo que hacer estas cosas. Se ha cometido un crimen, y tengo la misión de hacer investigaciones. ¿Me comprende usted?
—No comprendo, porque, en primer lugar, yo no convengo en que se haya cometido crimen alguno —replicó Ellington, pero sus modales fueron un tanto menos truculentos. Y prosiguió—: Desde que tuvo lugar el accidente de Roberto, el año pasado, se ha producido una verdadera epidemia de rumores desagradables en torno al Colegio, sin pruebas ni evidencias, por simples sospechas e insinuaciones, con el consiguiente escándalo. He hecho cuanto ha estado a mi alcance para descubrir la fuente de origen, pero sin resultado positivo alguno. Ahora, se produce el segundo caso, y me encuentro al Ministerio de la Gobernación y la policía tomando todos estos rumores como pruebas y elaborando una teoría sobre un asesinato, en una forma vaga e improvisada, sin el menor fundamento que pudiese presentarse ante un tribunal de justicia…
—Creo que el crimen es algo más que una simple teoría, en estos momentos, señor Ellington. Como sabrá usted, se ha descubierto una bala en la cabeza del cadáver.
—Ya lo sé. Pero sigo diciendo que derivar un crimen de semejante prueba, es lo más insensato que jamás he oído. ¿Quién habría podido dispararle al muchacho? Por un lado, carece usted en absoluto de razón en cuando a que hayan podido asesinar al joven, y, por otro, hay un motivo muy probable que pudo haberlo inducido a quitarse la vida.
—¿Sí? —exclamó Guthrie, tan interesado como si la idea le resultase completamente nueva—. ¿Otra teoría, señor Ellington? Vaya, vaya, tiene que darnos detalles.
Y Ellington, con una facundia inesperada en un hombre como él, continuó desarrollando la propia teoría que le había expuesto previamente Roseveare a Revell, y que este último le resumió a Guthrie, para su comodidad. Éste escuchaba con toda la apariencia de una atención respetuosa, y movió gravemente la cabeza, cuando concluyó Ellington.
—Es una teoría sumamente ingeniosa, señor Ellington —repuso, a guisa de comentario—. ¿Es una impertinencia preguntarle si la ha ideado usted mismo?
Ellington pareció por un momento que hubiese estado a punto de estallar en un acceso de ira, no obstante lo cual Guthrie prosiguió:
—No quiero ofenderlo en lo más mínimo, pero sucede que me he enterado que el doctor Roseveare ha sostenido la misma teoría, y desearía saber si él se la ha sugerido a usted, o usted a él. Desde luego eso carece de importancia.
—Ha sido idea suya, no tengo por qué negarlo —respondió Ellington ásperamente—. No soy yo persona capaz de idear una cosa semejante, y no tengo por qué pretender que lo sea. Se la endoso por completo… Hasta la última palabra.
—Perfectamente —exclamó Guthrie—. Y gracias por mostrarse tan confidencial. Verdaderamente, está usted prestándome una gran ayuda… A propósito: me he enterado de que ha perdido usted un revólver suyo, muy recientemente, ¿es verdad eso?
—Sí —respondió Ellington, y se puso un tanto pálido, aunque no cabía duda que esperaba la pregunta.
—Desearía me dijese cómo se ha producido eso.
—Lo eché en falta ayer… Abrí la gaveta en que lo guardaba, y noté que había desaparecido. La gaveta estaba sin llave, y lamento que haya sido algún descuido mío en un momento cualquiera, pero no recuerdo cuándo.
—¿Cuándo vio el revólver por última vez?
—Hace meses… Seis meses, quizá. Lo guardaba en el cajón del fondo de un antiguo escritorio, junto con un montón de papeles de viejos exámenes. Precisamente ayer tenía que consultar algunos de ellos, y, de no ser así, posiblemente no lo hubiese echado de menos, pues aquí no me presta servicio alguno, por supuesto.
—¿Estaba cargado?
—No, pero había municiones en el cajón, al lado del arma.
—¿No ha notado la falta de alguna bala?
—No podría decirlo, pues no recuerdo exactamente cuántas tenía.
Guthrie movió la cabeza, como si estuviese en todo de acuerdo con él, y, tras una pequeña pausa, continuó:
—Ah, a propósito, señor Ellington, ¿no ha perdido por casualidad ninguna otra cosa en estos últimos tiempos? No un arma, sino…, bueno, cualquier otra cosa.
—No —respondió Ellington, quien pareció confundido—. No… Por lo menos no recuerdo haber perdido nada. ¿Por qué?
—Oh, por nada. Creía que a lo mejor podía haber perdido un vilorto, por ejemplo.
—¿Un vilorto? —repitió, y en sus ojos se reflejó una extraña sorpresa—. ¿Sabe? Eso es algo sumamente extraordinario, pues creo haber perdido uno… ahora que me lo recuerda usted. El otro día andaba buscándolo por el pabellón de deportes, aunque, desde luego, no me preocupé mucho al no poder dar con él, pues tenía demasiadas cosas en que pensar. Además no estaba seguro de no haberlo puesto distraído en cualquier otra parte.
—Supongo que tendrá usted un armario en el pabellón.
—Sí, pero resulta que es un armario que no cierra bien —respondió, y pareció recurrir de nuevo a su anterior violencia, aunque un poco más normal esta vez—. La gente acostumbra aquí usar las cosas de uno en la forma más vergonzosa… Es muy probable que alguno de los muchachos haya cogido mi vilorto y lo tenga todavía. Haré averiguaciones, si le parece.
—Oh, no, no vale la pena que se moleste por eso.
—¡Claro que las haré! —exclamó, en un nuevo arranque de violencia—. Me parece que tengo derecho a hacer investigaciones para dar con los objetos perdidos de mi propiedad. ¡Ah, ya comprendo…! ¿Insinúa usted que el vilorto y el revólver guardan cierta relación entre sí?
—Estimado señor Ellington, no insinúo absolutamente nada. Le estoy sumamente agradecido por haber contestado a mis preguntas, y, antes que se vaya, querría decirle otra cosa más: ¿tiene usted inconveniente en que me quede aquí por espacio de media hora para hablar con alguien a quien he citado en este sitio?
—Puede quedarse todo el tiempo que le plazca —dijo Ellington—. De todas formas no soy quién para impedírselo, ¿no es así?
Cogió la gorra y la toga, y se dirigió a la puerta.
—Para ser sincero, creo que no puede impedírmelo —le replicó Guthrie, cuando ya estaba la puerta abierta—. Pero, sencillamente, me gusta ser cortés, siempre que ello me sea posible.
Unos segundos después que el eco de los pasos de Ellington se hubieron perdido en el pasillo y las escaleras, Revell se asomó prudentemente al extremo del tabique divisorio, y vio que Guthrie estaba llenando la pipa y haciendo muecas.
—¡Qué hombre tan miserable, Revell! —exclamó—. Y, más que nada, ¡qué modales tan groseros! ¿Cree que debería haberlo arrestado?
—Eso depende de si lo cree usted culpable o no.
—Pues sabrá que hay bastantes cargos contra él. Motivos, desde luego, en primer lugar, y luego el revólver extraviado.
—Recuerde que este informe nos lo ha proporcionado él mismo.
—Sí, pero después de decirle Roseveare que mis hombres habían encontrado algo. Puede haber creído que era una buena táctica adelantarse con una declaración voluntaria. En realidad, lo que encontraron mis hombres no fue el revólver, así que nuestro Ellington ha tenido la excelente idea de hacernos un obsequio de inapreciable valor.
—¿No fue el revólver?
—No, precisamente.
—Supongo esperará que le pregunte de nuevo de qué se trata, realmente.
—De ninguna manera. De todas formas, no tengo el propósito de decírselo… Al menos por el momento. Quizá no pase mucho tiempo sin que lo descubra usted mismo.
No tardó en decaer la conversación ante las irritablemente vagas respuestas del detective, y los últimos diez minutos antes de la llegada del segundo visitante, Revell y Guthrie no cambiaron apenas unas palabras. Por fin llegó el ruido de unos pasos lentos y reposados por el pasillo de afuera, se abrió prudentemente la puerta e hizo su aparición Lambourne.
Tenía la cara extremadamente pálida, según notó Revell, y estaba muy excitado.
—¿Deseaba verme? —preguntó, acercándosele a Guthrie.
—Así es, señor Lambourne. Haga el favor de sentarse. Me alegra saber que no haya tenido dificultad alguna en venir a esta hora.
—Oh, me las he ingeniado muy bien.
—Así me gusta. Puede fumar, si es su deseo.
Lambourne se sentó en el sillón situado frente a Guthrie, y con movimientos temblorosos encendió un cigarrillo. Durante un minuto, Guthrie guardó silencio, y luego, en una forma mucho más directa de la que había adoptado con Ellington, se lanzó de lleno al asunto.
—Señor Lambourne —dijo con calma—, desearía que me dijese usted exactamente dónde estaba usted, y qué hacía, entre las 8,30 de la tarde y las 2 de la madrugada, la noche del asesinato de Wilbraham Marshall. Elijo las 8,30 como principio, pues sé que hasta las 10 usted estuvo haciendo preparativos en el vestíbulo. Dígame ahora qué pasó en realidad después de eso.
Lambourne hizo una profunda aspiración antes de contestar, como si luchase contra alguna especie de dominio ejercido sobre él.
—Creo —respondió, por fin— que me quedé en mi gabinete la mayor parte del tiempo, hasta media noche. Hacía un calor espantoso… Me parece que era la noche más calurosa del año. Sabía que no me sería fácil dormirme, así que a eso de media noche pensé salir a dar una vuelta, pues he notado con frecuencia que esto constituye un buen medio para atraer el sueño. Por tanto, salí al aire libre, di un paseo por el cerco, y me volví. En total, debí haber estado fuera un cuarto de hora, quizá. Luego me acosté, y no tardé en quedarme dormido… Probablemente, antes de las 2. Creo que eso es todo cuanto puedo decirle.
—¿No se encontró con nadie, cuando salió?
—Ah, sí. Creía que su pregunta se refería únicamente a mis propios movimientos, pues, de no ser así, lo habría mencionado. En realidad, me encontré con Ellington.
—Comprendo. ¿Y eso es todo lo que tiene que decirme?
—Sí. Creo que sí.
—¿Quiere que le dé tiempo para pensar un poco más?
Lambourne se frotó nerviosamente las manos, mientras agitaba la cabeza. No obstante, Guthrie dejó pasar bastante tiempo, antes de volver a hablar, pero no dejaba de observar al otro. Finalmente, y con una violencia semejante al ladrido de un perro, dijo:
—Lamento que haya tratado de mentirme a mí, señor Lambourne.
—¿Mentirle, yo? ¡Pero… pero si no estoy mintiéndole!
—¡Sí que miente! —gruñó nuevamente—. ¡Lo vieron a usted entrar en la sala de baños a las 10,30!
El efecto que produjeron estas palabras no fue el que esperaba Revell. Lambourne no se desconcertó, sino que, haciendo un esfuerzo violento, trató de aparecer divertido. Incluso se echó a reír, con una risa algo histérica, es cierto, y arrojó con cierto garbo a la chimenea el cigarrillo a medio fumar.
—Veo que ha terminado la comedia —manifestó, con un aire de indiferencia—. Es usted un detective más inteligente de lo que yo creía, señor Guthrie. ¿Me permite que le pregunte cómo lo ha sabido?
—No, no se lo permito. Está aquí para contestar a las preguntas que le hagan, pero no para formularlas usted. ¿Reconoce que estuvo en la piscina a las 10,30?
—No puedo menos de reconocerlo.
—¿Vio usted a Marshall?
—Sí, lo vi —respondió, y el acento histérico casi dominó su voz.
—Luego usted fue quizá la última persona que lo vio vivo. ¿Sabe usted eso?
—¡De ninguna manera! —exclamó Lambourne, elevando el tono de la voz, como si estuviese declamando—. ¡No, de ninguna manera! Por el contrario, fui quizá la segunda persona, contando al asesino, que lo vio muerto. ¿No me cree? No, claro que no, ni espero que me crea… Por eso no se lo había contado antes a usted, ni a nadie… Además… ¡Qué lío hay en todo esto!
Dejó caer la cabeza entre las manos, y se puso a sollozar.
—Cálmese, y cuéntenos todo lo que sepa. Usted fue a la piscina. ¿Por qué?
Lambourne, cuando alzó la cabeza, reía de nuevo con risa histérica.
—¿Por qué fui? Porque, estimado Sherlock Holmes… Oh, no lo adivinaría, a menos que se lo dijese yo. ¡Fui porque quería nadar! —dijo, y en su rostro se dibujó una expresión de júbilo.
Guthrie lo notó, y le ordenó:
—Continúe. Fue usted a la piscina porque quería nadar. ¿Se encontró con alguien en el camino?
—No.
—¿Qué sucedió cuando llegó usted allí?
—En primer lugar, encontré la puerta cerrada sin llave, lo cual me sorprendió, a decir verdad. Luego volví a sorprenderme al notar que no funcionaban los interruptores, pero, como no estaba muy oscuro, entré en el edificio principal, y vi que la piscina estaba vacía.
—¿Y qué hizo usted?
—Al mirar hacia la piscina vacía distinguí en un extremo algo que se destacaba tenuemente de los azulejos blancos… Parecía un montón oscuro, o algo por el estilo. Por fin bajé las escaleras para ver de qué se trataba…, encendí una cerilla, y… y… —dijo, estremeciéndose—. No quiero describirlo… ¡No me pida que lo haga, se lo ruego, no me pida que lo haga! Pero le diré otra cosa más: ¡la sangre estaba aún caliente!
—Está bien. Continúe.
Lambourne se preparó para una prueba terrible, y exclamó:
—Se lo contaré, aunque sé que no me creerá. Casi no puedo creerlo yo mismo, cuando lo pienso. Me quedé inmóvil al lado del cadáver, por espacio de un cuarto de hora, poco más o menos, y me puse a pensar. Y llegué a la conclusión que parece ser compartida por todos ahora: que no se trataba de un accidente, sino de un crimen. Es más, supuse inmediatamente quién lo había cometido. Vi todo el diabólico plan. Este segundo caso era el perfecto complemento del primero: era un crimen de una especie sorprendentemente ingeniosa y sutil. Y, en aquel mismo instante, dadas las circunstancias, decidí aceptar el desafío del criminal y hacer algo que desbaratase su maravilloso e intrincado designio.
—Continúe —repitió Guthrie, con impaciencia—. No se detenga a explicar lo que decidió, y diga qué es lo que hizo.
—A eso voy, precisamente. Mi intención era desbaratar la teoría del accidente, y… más aún…, incriminar al asesino, que sabía bien era Ellington. Así que ideé un plan tan perfecto como el suyo, y lo puse en práctica inmediatamente. Abandoné la piscina y me dirigí al pabellón de deportes. En el armario de Ellington, tal como me lo figuraba, había un vilorto. Me lo llevé a la piscina, lo pasé repetidas veces por la sangre extendida por el suelo, y abandoné en el acto la sala de baños, entornando tras mí la puerta, sin cerrarla con llave. Finalmente, escondí el vilorto en unas matas próximas al cerco, donde sabía que acabarían por encontrarlo, tarde o temprano.
—¿Es decir, usted nos proporcionó una pista falsa?
—Sí.
—¿Por qué no se le ocurrió venir directamente a vernos y contarnos la verdad a nosotros?
—Porque supuse que ustedes no iban a creer que se trataba de un crimen, hasta tanto no tuviesen alguna pista en este sentido.
—¿No se le ocurrió a usted la idea de que al muchacho le hubiesen pegado un tiro?
—No tenía la menor idea. Creía que lo habían matado dándole un golpe en la cabeza, y por eso me vino la idea del vilorto.
—¿Le ha hablado usted a alguien de las sospechas que le inspiraba Ellington?
—Había, y hay todavía, aquí un joven llamado Revell, que se interesaba por el caso… y se lo conté.
—¿Y a nadie más?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque yo… Yo no quería en manera alguna estar personalmente relacionado con el asunto. Detesto… Detesto los interrogatorios, los tribunales, y toda esa caterva.
El rostro de Guthrie, inflexible ya, se hizo más inflexible todavía. Su interrogatorio iba haciéndose más incisivo y hostil.
—Vayamos ahora a otro punto de la cuestión. ¿Cuáles eran sus relaciones con el muchacho?
—¿Con Marshall? Pues no tenía apenas relación con él. No soy profesor suyo de ninguna asignatura.
—Conozco bastante los colegios privados para saber la poca importancia que tiene eso. Los dos estaban en el edificio del colegio, y tenían que estar en contacto con frecuencia. ¿Cómo se llevaban ustedes?
—Pues muy bien, creo yo.
—¿No hubo entre ustedes ninguna clase de altercado al comienzo de este trimestre?
—Se produjo un pequeño incidente, que no me atrevería a llamar «altercado».
—No importa cómo lo denomine usted; no vamos a detenernos en pelillos. ¿Está dispuesto a darnos su versión del incidente, o el altercado, o como quiera llamarlo usted?
—Era algo sin importancia. El muchacho había estado hablando de mí, bastante abiertamente, en una forma que tendía a minar mi disciplina.
—Y usted se irritó con él, ¿no es verdad?
—Lamento que sucediera eso.
—¿Y usted le amenazó?
—Puede… puede ser que lo haya hecho. Suelo irritarme, y… y, cuando me sucede esto… quizá… quizá diga cosas que no quisiera decir.
—Bueno, señor Lambourne, usted va a contarme…
Pero en aquel preciso instante se produjeron dos cosas, casi simultáneamente. Lambourne, con los nervios tan tensos que parecía fueran a saltarle, lanzó un grito débil y cayó hacia adelante, como si le hubiese dado un síncope, mientras, al mismo tiempo, se abrió la puerta y apareció la señora de Ellington, quien se detuvo un instante en el umbral, y se precipitó hacia adelante.
Se hizo cargo de la situación con su acostumbrada presteza, y no tuvo la menor duda con respecto a qué parte iba a favorecer.
—¡Qué vergüenza! —exclamó, dirigiéndose a Guthrie, con aspereza—. Supongo que esto será lo que llaman el tercer grado: ¡amedrentar a alguien más débil que usted! ¡No ha podido probar ninguno de sus juegos con mi marido, y ha pensado que tendría más suerte quizá con un pobre hombre que estuvo herido en la guerra, y que ha sufrido de neurastenia desde entonces! ¡Cobarde!
En cualquier otra circunstancia, Revell se habría divertido ante tan galante ataque, pero Guthrie lo soportó impasiblemente.
—Siento que me juzgue usted tan duramente, señora de Ellington —dijo con toda calma—, pero lamento que no pueda evitarse. Hay que interrogar a la gente, especialmente a quienes tienen algo que ocultar. Después de todo creo que no podemos hacer nada más por el momento. ¿No tiene un poco de coñac que me facilite, para hacérselo beber?
—Si le ayuda a llegar hasta mi casa —respondió con fría dignidad—, creo que podré arreglármelas yo sola. He sido enfermera, y le he prestado auxilio al señor Lambourne en otras oportunidades, cuando se ha sentido mal.
Para entonces, Lambourne se había repuesto ya un tanto, y con Guthrie y la señora de Ellington, uno a cada lado, logró salir de la habitación tambaleándose.