Capítulo III

EL EXTRAÑO CASO DE LA PISCINA DE NATACIÓN

Con más desesperación que nunca, una calurosa mañana del junio de 1928 Revell ansiaba que se produjese algún acontecimiento. Y su poema épico con la métrica del Don Juan, por una curiosa coincidencia se refería a un joven a quien le sucedían sencillamente toda clase de cosas, una tras otra, y una y otra vez conflictos amorosos, aventuras, conmociones y escapatorias de toda índole, y, algunas, no poco escandalosas, por cierto.

Aquella misma mañana recibió una carta de un antiguo amigo de Oxford, en la cual le proponía que se uniese a él en una expedición científica y geográfica que estaba preparándose para Nueva Guinea. Ese asunto no le seducía lo más mínimo, ni aun en el papel de escritor y gerente general de publicidad, pero los términos en que estaba redactada la invitación lo llenaron de cierto secreto mal humor, del que no acertaba a desembarazarse. «¡Joven decadente —le escribía su amigo, y Revell juzgó esto una broma pesada—, deja a un lado tus cócteles y tu empingorotada obra literaria durante dos años, y vuelve luego a la misma, si ése es tu deseo! Confiamos salir para septiembre, y necesitamos un hombre capaz de escribir un libro con nuestras aventuras. No sé dónde te encontrará esta carta, pero, caso de que te encuentres en alguna otra parte del mundo, puedes considerar el ofrecimiento en pie hasta mediados de agosto. Ven… Es una oportunidad estupenda… Etc., etc.»

No; decididamente no le atraía el ofrecimiento, pues detestaba las moscas, los pantanos, los pigmeos y a esos tipos de hombres que escribían libros de aventuras, libros de guinea por lo general, que acaban vendiéndose por cuatro chelines. «Con Rod y Line en el Sahara», por el mayor Fitzwallop… Eso… ¡Diablos, no! No lo haría, ni podría hacerlo. Y, sin embargo, en cierto sentido, resultaba penoso rechazar algo verdaderamente excitante, cuando en realidad se producía. Felizmente aquella mañana sucedió algo que disipó todo pensamiento sobre el ofrecimiento para ir a Nueva Guinea. En una página interior del diario, Revell descubrió un pequeño párrafo encabezado así: «Tragedia en un colegio privado», y seguía:

«El profesor de natación del Colegio Oakington hizo ayer por la mañana un horrible descubrimiento, al abrir la puerta cerrada con llave del pabellón de baños del Colegio. En el fondo de la piscina, que habían vaciado para limpiarla, yacía el cadáver de Wilbraham Marshall, primer alumno del Colegio, que iba a hacer unas demostraciones de natación, con motivo de celebrarse la fiesta de fin de curso. Se supone que Marshall se dirigía a entrenarse por la noche, y se zambulló, ignorando que habían extraído el agua. Por una curiosa coincidencia, hace tan sólo nueve meses que su hermano fue víctima de un accidente fatal en el Colegio.»

Esta vez, el decadente joven mundano no perdió tiempo en reflexionar. Casi con furia, y con la mente que reaccionaba en forma feroz ante unas emociones indefinibles, consultó una Guía de ferrocarriles y envió el siguiente telegrama urgente: «Roseveare, Oakington. Llego esta tarde tren 13,20. Revell.» Se calmó un poco mientras se afeitaba, se puso una corbata de duelo de Oakington, preparó una maleta, llamó al Banco para sacar algún dinero, dio instrucciones a la casera, y se dirigió en taxi a la estación Cruz del Rey. En el tren se dijo que no comprendía cómo lo mandó buscar Roseveare en la primera ocasión, y, después de hacerlo, se mostró tan ansioso por desembarazarse de él. Deseaba encontrarse con el doctor Watson, para hablar con él, y le habría gustado relatar todo el incidente del dormitorio, terminando con estas palabras: «Sobre este asunto, Watson, no hemos oído aún la última palabra.»

Tras la calurosa mañana, el tiempo empezó a amenazar tormenta, y a medida que se aproximaba a Oakington, el cielo iba oscureciéndose, y llegó a sus oídos el retumbar de truenos lejanos. Hacía ya un mes que no llovía, y los campos resecos y las amarillentas carreteras parecían mirar esperanzadas hacia las nubes que se agrupaban por la comarca. Al descender del tren, Revell sintió en la cara las primeras gotas de la lluvia, y diez minutos después, cuando el mayordomo de pelo canoso lo condujo al gabinete de Roseveare, comenzó a desatarse la tormenta.

Roseveare, de espaldas a la estufa, lo saludó cordialmente y, al parecer, sin experimentar sorpresa alguna. Estaba un tanto pálido, y en su rostro se dibujaban unas líneas que delataban profunda inquietud, lo cual le daba más aspecto de predicador popular que nunca.

—Ha hecho usted muy bien en venir —comenzó diciendo, con un tono de amable melancolía—. Sin duda alguna se trata de un caso terrible, verdaderamente terrible.

—Sentía que mi puesto estaba aquí —manifestó Revell, yendo directamente al grano—. Por tanto, desearía que me proporcionase algunos detalles, pues lamento reconocer que no sé nada, excepto el parrafito que le han dedicado en el «Mail».

Roseveare lo miró de una manera que podía considerarse como una admiración anhelante por su energía y entusiasmo juveniles.

—Temo que no haya mucho que decir sobre el particular, pues lo supongo al corriente de los datos esenciales. Wilson, el profesor de natación, empujó ayer la puerta de la sala de baños, a eso de las ocho de la mañana, según tenía por costumbre, y…

—¿Que empujó la puerta? En el periódico dice que abrió la cerradura.

—No, la puerta estaba entornada, nada más. Ésa fue su primera sorpresa. Y luego encontró al pobre muchacho tendido en un charco de sangre, en el fondo de la piscina, muerto, con el cráneo completamente destrozado. Fueron a buscarme inmediatamente, pero, por supuesto, ya era demasiado tarde. Era un espectáculo espantoso… He visto cuadros bastante desagradables en la guerra, pero éste me resultó más horrendo todavía. Llegó Murchiston, y manifestó que el chico debió morir instantáneamente, pues se lanzó desde la plataforma superior del trampolín, según pudo comprobarse por el reloj pulsera que se encontró allí. Es algo horroroso, y más en estos momentos, ¡la víspera del fin de curso!

Revell bajó la cabeza, sinceramente conmovido. En el apuesto personaje coronado con su plateada cabellera se había producido una tremenda perturbación.

—Comprendo cómo se sentirá usted; y ésa es la razón, o una de las razones por las cuales he venido. ¿Tiene inconveniente en que le formule algunas preguntas?

—En absoluto. Pregunte cuanto guste.

—Gracias. Hay uno o dos puntos… Supongo que la hipótesis será que Marshall se zambulló sin saber que la piscina estaba vacía, ¿no es eso?

—Desde luego, eso es lo que dice todo el mundo.

—Debe haber estado a oscuras, pues, de lo contrario, se habría dado cuenta. ¿Por qué no encendió las luces?

—Ah, sí, no se lo he dicho: los tapones estaban quemados. Lo descubrimos anoche.

—Así que, posiblemente, al ver que no respondían los interruptores, decidió nadar a oscuras.

—Es probable.

—¿Solía nadar a deshora, por la noche?

—Creo que lo había hecho en otras ocasiones. Estaba preparándose para hacer una exhibición el día de la fiesta por la tarde, ¿sabe?, y esto era un pretexto más que suficiente para hacer cualquier visita extraordinaria a la piscina. Como le gustaba sobremanera la natación, y hacía una noche verdaderamente calurosa, creo que no hay nada de anormal en el hecho de que fuese allí a semejante hora. Eso está contra el reglamento, indiscutiblemente, pero éste pocas veces se aplica con rigidez a los alumnos adelantados. Por otra parte, tenía una llave de la sala de baños.

—¿Dice usted que fue en otras ocasiones?

—Sí. Fue la noche precedente, y varias noches más, la semana pasada.

—Pero, en esta época del año, no oscurece hasta cerca de las once, y no iría más tarde de esa hora, supongo yo.

—Anteanoche oscureció más temprano, a causa de los negros nubarrones. De todas formas, creemos que acostumbraba ir a la piscina bastante tarde. Como alumno adelantado que era, comprenderá usted que podía entrar y salir a cualquier hora.

—¿No tenía que estar en el dormitorio a la hora de costumbre?

—No dormía en el dormitorio. Tenía uno de los cuartos pequeños.

—¿Sí? ¿Cómo era eso?

—Desde luego se trataba de un caso excepcional. Después de producirse el accidente de su hermano, el año pasado, estaba muy afligido, y no dormía bien. A Murchiston, que lo tenía en tratamiento, le dijo que creía que le aliviaría si pudiese levantarse y leer un rato, cuando tenía una de sus noches de insomnio. Por supuesto no podía hacer eso en el dormitorio, y Murchiston y yo convinimos en que sería mejor facilitarle uno de los cuartos pequeños. Ambos sentíamos pena por el muchacho y anhelábamos hacer cuanto estuviera a nuestro alcance para ayudarlo, incluso a expensas de algún artículo del reglamento.

—Perfectamente —dijo Revell—. Y el resultado de esto es que tenía su propia habitación, y por tanto, nadie sabía con exactitud a qué hora se iba a dormir. ¿No es verdad?

—Lamento tener que decirlo, pero es así. Ellington y yo habríamos pasado por alto, quizá, estas pequeñas irregularidades, aun cuando hubiesen llegado a nuestro conocimiento.

—Comprendo, comprendo. Y en cuanto a la piscina vacía, ¿a qué se debe eso?

—Estaban limpiándola, o más bien estaba preparada para ser limpiada.

—¿No era extraño que no lo supiese Marshall?

—No me sorprendería que lo hubiese sabido, aunque los preparativos para limpiarla se hicieron a última hora.

—¿Cómo?

—Lo siento profundamente, pero cuanto haya de censurable en esto va bajo mi propia responsabilidad. Di la orden de vaciar la piscina a eso de las seis de la tarde, y Wilson tardó en ocuparse de ello. Tenía que haberse hecho más temprano, pero con la prisa de los preparativos para el acto no me acordé hasta que me lo mencionó Ellington, durante la tarde.

—¿No informaron a Marshall sobre el particular?

—En lo que a mí respecta, no lo hice. Si hubiese tenido ocasión de verlo, probablemente se lo habría comunicado. Por eso, es más fácil que lo hicieran Wilton o Ellington, pero no le competía a nadie hacerlo. ¿Entiende lo que quiero decir?

—¿Por dónde andaría entre las seis de la tarde y el anochecer?

—Déjeme pensar… De seis a seis y media, tuvo lugar el sermón. Desde esta hora hasta las ocho, creo que asesoraba a los menores. A partir de las ocho, según espero, se quedó en su gabinete, aunque tendría que haber subido a su cuarto para cambiarse de ropa.

—¿Llevaba traje de baño?

—Sí. Y encontraron sus pantuflas y su bata junto a la piscina —agregó Roseveare—. He contestado de buen grado a todas sus preguntas, y lo mismo haré con cuantas lleguen a ocurrírsele, pero, en el fondo, creo que no cabe devanarse mucho los sesos con respecto a lo que ha acontecido.

Revell miró al otro con una súbita curiosidad.

—Luego —exclamó, cayendo en el más profundo aturdimiento—, ¿no desea que actúe en este caso, como lo hice en el anterior?

—Hágalo por todos los medios, y yo le proporcionaré cuanta ayuda le sea necesaria. Los dos accidentes ofrecen una coincidencia sumamente espantosa y notable, y significan un serio perjuicio para la reputación del Colegio. No obstante he de confesarle que, a juzgar por los testimonios que tenemos a la vista, no me cabe la menor duda en cuanto a la forma en que encontró la muerte el pobre Wilbraham… Entre paréntesis, la pesquisa judicial tendrá lugar pasado mañana, y quizá quiera usted estar presente. Ah, otra cosa más: se quedará esta noche, desde luego, pues no podría dejarlo marcharse antes de nuestras festividades de fin de curso, que, bien sabe el Cielo, van a tener lugar en un momento bastante inoportuno, por cierto…

Se desencadenó la tormenta con toda furia, tan pronto como Revell salió de la casa de Roseveare. Cruzó apresuradamente el césped y se dirigió al edificio ocupado por el colegio, librándose a duras penas de llegar calado hasta los huesos. La entrevista lo dejó aturdido y sumido en la más profunda de las dudas, que no lograba ahuyentar. Sentía como si se deslizase por unos caminos helados, con un cortante viento del Este que le daba de lleno en la cara, y el aguacero tropical que caía ante él le producía la desagradable impresión de verse atrapado en una jaula, y defraudado. Y se preguntaba qué diablos haría en lo sucesivo. Tras la apariencia de suavidad y cortesía que ofrecía Roseveare, no resultaba difícil descubrir cierta frialdad. Era extraño que un hombre que se mostró receloso e inquieto en ocasión del primer accidente, no encontrase, al parecer, nada más que «una coincidencia sumamente espantosa y notable» con motivo del segundo. Era extraño… Sí, verdaderamente extraño. Por las ventanas apenas podía distinguir, a través de la cortina de agua formada por la lluvia, el pabellón de deportes atestado de muchachos que se cobijaban en él. De pronto surcó el espacio un relámpago de vivido resplandor, seguido por un trueno ensordecedor. ¡Cáspita!, qué cerca había sido aquello… Creyó que debía hacer algo, ir a visitar a alguien, o hablar sobre algo con cualquiera. Se acordó de Lambourne, quien quizá estuviese en su cuarto, situado en la planta baja, cerca de las aulas. Se dirigió allí, y llamó con los nudillos en el cuarterón de la puerta, pero no recibió respuesta. Tras un momento de espera, hizo girar el picaporte, y entró. Al principio le pareció que la habitación estaba vacía, pero después de efectuar una inspección más detenida, descubrió que en un amplio sillón, cuyo respaldo estaba en dirección a él, había una persona acurrucada. Avanzó hasta el centro del aposento, y aguzó la vista: era Lambourne.

—Pero, por Dios, ¿qué le pasa hombre? —le preguntó, y vio que estaba temblando como una hoja. Le puso una mano en el hombro, y el otro se sobrecogió de pronto.

—¡Ah! Es usted, Revell, ¿verdad? No… No sabía que estuviese usted por aquí —manifestó, tratando de serenarse en forma lastimosa—. Haga el favor de sentarse. Lamento… Lamento encontrarme en este estado; pero no puedo evitarlo. Es por la tormenta. Desde que fui a la guerra, me…

—Eso no tiene importancia —repuso Revell, para calmarlo, como si aquello fuese la cosa más natural del mundo—. Creo que ya ha pasado lo peor. ¿Quiere que le sirva algo? ¿Un poco de té, o cualquier otra cosa? Voy a poner la tetera en el calentador. No, no… No tiene que decirme dónde están las cosas. He trotado bastante por estas habitaciones, cuando estaba aquí.

Este procedimiento fortuito tuvo un éxito excelente: una conmiseración expresada más intensamente hubiese quizá echado a perder todo. Mientras Revell seguía charlando con indiferencia, y se iba alejando la tormenta, Lambourne volvió a su estado normal.

—Siento no saber conducirme como un buen anfitrión —dijo, al tiempo que Revell le daba presión al calentador primus—. No puedo soportar los ruidos. Esto es la «artillería celestial», como dice Daggat en sus sermones… Creo que es un obsequio del cielo, al que considera como una especie de poder soberano en un estado de perpetua guerra triunfal… En esa caja hay galletas Dentro de unos instantes me sentiré del todo bien. Supongo que habrá venido a pasar la fiesta de fin de curso.

Revell, cogido un tanto desprevenido, titubeó unos segundos, antes de responder:

—Sí, eso es.

—Me temo que no será un gran festival, con este asunto que tenemos pendiente. Desde luego habrá oído hablar de eso.

—Sí, claro. Lo han publicado todos los periódicos. Es algo espantoso, ¿no cree usted?

—Sabe, Revell, usted no va engañar a nadie… No a mí, por lo menos. ¿Por qué no confiesa que ha venido por la misma razón que la otra vez, con motivo del caso de Marshall?

Revell casi dejó caer la lata de galletas que tenía en la mano.

—¿En serio? Y… ¿Y qué es lo que le induce a creer eso?

—Oh, no es más que una especie de instinto suspicaz del que por casualidad estoy dotado —respondió Lambourne, soltando una carcajada—. Pero tengo el orgullo de decir que ya despertó mis dudas en la primera oportunidad. Usted exageró la nota, o quizá no hizo cuanto debía. Cualquiera habría creído que todas las noches asesinaban a los muchachos en su dormitorio, a juzgar por la forma en que hablaba usted sobre el particular. Incluso Daggat me manifestó después que creía haberlo visto sumamente interesado por nuestra chismografía local. Si se hubiese limitado a interesarse por visitar el dormitorio fatal, y hubiese husmeado como un Sherlock Holmes de las tablas, habría conseguido convencerme.

Revell se encogió de hombros, perdida ya la esperanza.

—Me hace creer que he estado haciendo el tonto de la manera más lamentable —dijo—. Claro que son fundadas sus sospechas con respecto a mí… Veo que ya no hay razón para que siga negándolo. Sin embargo, me parecía que no lo hacía tan mal.

—Oh, no. No se trata de eso. Es que mi excepcional perspicacia descubrió su excelente simulación de antiguo alumno que volvía a visitar su alma mater. Y no tema que vaya a decirle una palabra a nadie. No obstante tendría verdadero interés en saber cuál es su propia opinión sobre el asunto.

Eso era lo que esperaba Revell: tener alguien con quien explayarse. Así lo hizo, con toda clase de detalles, y cuando hubo terminado, ya había cesado la lluvia, y el sol se filtraba por la ventana.

—He de reconocer —dijo, a guisa de conclusión— que parece haber algo extraño en todo esto. Roseveare daba la impresión de mostrar más sospechas en el primer caso, cuando, en realidad, carecía de una base real para ello, que ahora, cuando cualquiera creería que tiene razones más que sobradas para recelar.

—¿Que tiene sospechas? —repitió Lambourne, como si pesase las palabras—. ¿Luego tiene usted sospechas?

—Quizá las tenga.

—¿Qué es lo que le induce a sospechar?

—Ése es el problema: no estoy bien seguro. Pudiera suceder que no tuviese importancia, pero creo que la tiene.

—¿Qué pruebas tiene?

—Ninguna que pudiese resistir un instante el examen de un tribunal de justicia. Ninguna, en realidad. Únicamente la coincidencia de los dos accidentes, y la actitud embarazosa del rector, y mis propias dudas. En el fondo todo esto resulta sumamente extraño.

—Usted lo ha dicho. ¿Por qué no agregar un poco más y llamar a esto un asesinato por partida doble, cometido con una ingenuidad diabólica?

—¿Cómo? —exclamó Revell, jadeando—. Usted bromea.

—De ninguna manera. Como simple teoría, ¿no es, acaso, posible? ¿No es en realidad un crimen perfecto, no solamente aquél cuyo autor no logra descubrirse nunca, sino el asesinato que no lleva siquiera a sospechar que lo sea?

—Pero, señor mío, como acaba de decirme usted hace un instante: ¿dónde están sus pruebas?

—Tiene usted razón. Carezco de pruebas… Estoy en el mismo caso que usted.

—¿Habla usted…, habla usted seriamente?

—Ya lo creo. Eso es lo que he sospechado, desde el momento en que llegó a mis oídos la noticia del primer accidente. Pero he de reconocer que yo sospecho siempre de todo; tengo un espíritu verdaderamente mórbido. No bien oigo de un ahogado por accidente, ya me pregunto si no le habrán dado un empujón a la víctima. Y, como comprenderá, arrojar un artefacto de gas es un medio tan sencillo de asesinar a alguien…

—Y ¿qué me dice de este último caso?

—Que es un error. Nadie, por más inteligente que sea, esperará librarse con más de un crimen. ¿Sabe? Eso es tentar a la Providencia. No es que quepa la posibilidad de que el viejo oficial de investigaciones y sus doce hombres vayan a «tragarse» esto, como sucedió con el primer caso, sino que, desde un punto de vista puramente técnico (y es el único punto de vista que me interesa), la repetición rompe la simetría de las cosas.

—Bien, hombre, pues si tiene sospechas de esa naturaleza no puede quedarse satisfecho dejando las cosas como están.

—Oh, no sé. Eso no es asunto mío, ¿verdad?

Revell estaba indignado; incluso (cosa rara) se mostró sorprendido. La actitud de cínica indiferencia de Lambourne la había adoptado a su vez con suma frecuencia, pero, viéndola entonces en otro, reaccionó contra la misma instantáneamente.

—No sé cómo puede usted decir eso —repuso.

—¿No? Probablemente sea yo diferente a usted, nada más. Después de haber visto por espacio de tres años una carnicería sin sentido alguno, sostenida por todas las fuerzas de la ley y la religión, me resulta difícil participar de la indignación general cuando alguien perpetra una pequeña matanza por cuenta propia, sin objeto alguno, aunque de carácter no oficial. Ésa es mi actitud: quizá sea injusta, pero no puedo remediarlo. Discutiré el asunto con usted, por supuesto, tan ampliamente como guste, y le participaré mis ideas, y cuanto necesite, pero no espere que le preste ninguna ayuda activa.

—Usted es tan singular como el caso en sí —dijo Revell, echándose a reír—. Escúcheme, Lambourne, quiero llegar al fondo del asunto, si ello me es posible. Por el momento, eso es levantar un edificio sin echar los cimientos, lo sé, pero no tiene importancia. Usted sospecha un doble asesinato, ¿eh? Pues bien, lo que hay que buscar en primer lugar es un móvil, una razón… A menos que nos las estemos viendo con un maniático sanguinario. ¿Está de acuerdo conmigo?

—En todo.

—Perfectamente. El primer móvil que se me ocurre es el dinero porque no es muy probable que dos estudiantes lleguen a tener enemigos personales. Dado que el dinero de Roberto Marshall fue a parar a su hermano Wilbraham, sería interesante saber a quién va a parar ahora el dinero de éste.

—Yo puedo decírselo; en el fondo, es del dominio de todos: Ellington se queda con él.

—¿Ellington? ¡Diablos, conque va a parar a sus manos! Es decir… Resulta sorprendente.

—Oh, no sé. Ellington es su primo, y su pariente más próximo. No podía dejárselo a nadie más que a él.

—¿A cuánto asciende, más o menos?

—A cien mil libras, o algo así.

Revell lanzó un silbido agudo, y exclamó:

—Pues es lo suficiente como para hacerle cometer a alguien un par de asesinatos.

—Ya puede decirlo. Ciertas personas cometerían veinte asesinatos, por esa suma… De todas formas, ya hemos dejado sentado algo. Hemos encontrado al asesino, y lo único que nos queda por averiguar ahora, es si ha habido en realidad asesinato, o no.

—No tiene necesidad de mostrarse tan sarcástico —repuso Revell, esbozando una sonrisa—. En resumidas cuentas, en un caso semejante, ¿no depende acaso todo de alguna persona, u otro motivo? Encuéntrese al criminal y entonces se sabrá que ha habido un crimen. Si no se consigue dar con un criminal, en ese caso no queda otro remedio que creer que el asunto ha sido puramente accidental.

—Bravo, Revell. Me complazco en reconocerlo: tiene usted un espíritu verdaderamente complicado. Ellington es nuestro hombre, no cabe la menor duda. Pero no tenemos la más insignificante prueba contra él. Todo cuanto se puede decir es que queda en posesión de una respetable suma de dinero, como consecuencia de los dos accidentes. Ah, espere… Hay otro asuntito más. Casi lo había olvidado. Ellington era una de las contadas personas que sabía que Marshall estaba en el dormitorio, la noche del primer accidente.

—¡Santo Dios! ¡No había oído todavía semejante cosa!

—No, no creo que haya tenido ocasión de oírlo —repuso Lambourne, saboreando su pequeña noticia sensacional—. Es un detalle que no salió a relucir en la pesquisa judicial, aunque ya se figurará que no existía razón alguna para que así fuese. El joven Marshall, como sabrá, pasó la mayor parte de sus vacaciones de verano en el extranjero… Creo que estuvo en Italia con su tutor. De todas formas, debido al horario de los trenes y qué se yo qué otras cosas más, el rector le dio permiso para regresar el lunes, y el resto del Colegio, recordará, se reunió el sábado precedente. Entre paréntesis, en la época en que estudiaba usted aquí, ¿tenían establecido el sistema de celadores de dormitorio?

—Sí.

—Ah, entonces comprenderá cómo se produjo eso. Marshall era el celador del dormitorio de los menores. Actualmente, se aplica muy rigurosamente el reglamento en lo concerniente a mantener a alguna persona vigilando, y como Marshall iba a estar fuera las noches del sábado y del domingo, alguien tenía que cubrir la brecha, y este alguien era Ellington. Lo sé, porque el individuo me preguntó si tendría inconveniente en hacerme cargo yo, pero le puse un pretexto. Suelo dormir bastante mal, sin contar con el colchón del dormitorio común. Además, como profesor encargado del edificio, eso le incumbía a él, y no a mí. Sea como sea, prestó este servicio la noche del sábado, y, sin duda alguna, se disponía a hacer otro tanto la noche del domingo. Todo el personal lo sabía, pues estuvo maldiciendo a su mala suerte en la sala común. Pero de pronto, inesperadamente, a eso de las cinco y media de la tarde del domingo regresó Marshall.

«Indiscutiblemente —pensó Revell— Lambourne tenía la habilidad de exponer las cosas en una forma diabólicamente enfática, fuesen o no importantes.

—Sí… Tomó un vaporcito que salía más temprano de lo que él había calculado, para hacer el cruce del canal, o dio alguna otra razón por el estilo. El hecho es que asistió al servicio religioso de la tarde, y estuvo presente después en el vestíbulo, como de costumbre. Daggat quizá notase su presencia; predicaba él aquella noche, motivo por el cual se ausentaron la mayoría de los profesores, como podrá usted figurarse. Yo también lo hice, y otro tanto hizo Ellington, quien en realidad, no supo que Marshall estaba ya de regreso, hasta las nueve, en que el chico fue a visitarlo a su cuarto, que está cerca del dormitorio.

—¿No estaba en su casa particular?

—No. Su mujer había salido de visita, por lo cual se pasó el tiempo corrigiendo ejercicios, según creo. Se sorprendió al ver al muchacho, naturalmente, aunque se alegró al comprender que iba a poder pasar la noche en su cama con colchón de plumas. El joven se fue al dormitorio, a la hora habitual, y Ellington se quedó a terminar de corregir los ejercicios… Por lo menos, eso es lo que manifestó cuando tuvo lugar la pesquisa judicial. El caso es, como podrá apreciar, que su mujer no estaría esperándolo, y aun quizá estuviese dormida cuando fue a acostarse… A la hora que esto tuviese lugar.

—En realidad era un excelente trabajo para planearlo en tan corto espacio de tiempo.

—Bueno, bueno. No quiero dar a entender que lo hiciese entonces. Podía muy bien haberlo planeado de antemano, y aprovechó la oportunidad en el momento en que se le presentó.

—De acuerdo. Pero lamento que esto sirva igualmente para demostrar que pudo haber sido un simple accidente. Reconociendo que lo fuese, se debe a mera casualidad el hecho de que resultase muerto el muchacho, y no el propio Ellington.

—Exactamente. Eso es lo que dijo el propio Ellington el día siguiente por la mañana.

—Lo cual era muy lógico que dijera, de ser él el asesino.

—Efectivamente.

—¡Santo Dios, qué de suposiciones estamos haciendo! Desearía que poseyésemos más pruebas. ¿Puede usted encontrar alguna relación entre Ellington y este último caso?

—Por el momento me temo que no. Eso es asunto suyo: usted es el detective. Si yo estuviese en su lugar, me daría una vuelta por ahí, sin pérdida de tiempo, para ver si encontraba algún indicio, pues no va a durar eternamente.

Era una insinuación, quizá, y Revell, que sentía ganas de encontrarse solo para meditar sobre el particular aceptó encantado la oportunidad.

—Vuelva a charlar conmigo cuando guste —le observó Lambourne al despedirse, y Revell le aseguró que así lo haría.

El terreno que ocupaba el Colegio Oakington era de una tosca forma circular, y en torno al mismo se extendía un pintoresco camino bordeado de árboles, conocido familiarmente con el nombre del cerco. Cuatro generaciones consecutivas de alumnos de Oakington habían descubierto que recorrer dicho sendero en toda su extensión, a un paso normal, era un medio agradable de invertir un cuarto de hora, cuando no se tenía ninguna otra cosa que hacer, y aquel miércoles de junio por la tarde Revell siguió instintivamente el familiar camino. El sol resplandecía generosamente en medio de un cielo diáfano, y la fragancia de la tierra húmeda y la vegetación cubierta de gotas de agua se elevaba en torno suyo como una nube. De vez en cuando se cruzaba con grupos de muchachos que se quedaban contemplándolo con esa ligera y cortésmente disimulada curiosidad que es, posiblemente, el orgullo de la tradición de los colegios privados. Podía adivinar el tema principal de sus conversaciones, y la sensación que el doble caso de los hermanos Marshall habría causado en los estudiantes del Colegio. Indiscutiblemente era la más espectacular de las sensaciones, a menos que resultase cierta la teoría de Lambourne. Pero, ¿lo era, en realidad? Desde luego ése era el problema que le obsesionó durante su caminata de un kilómetro.

Indudablemente, la duda principal la constituía la dificultad de comprobar lo que hubiese podido o no suceder nueve meses antes. ¡La gente habría olvidado tantos detalles! O, en caso de no haberlos olvidado, podrían fingirlo así, si les formulasen preguntas embarazosas. Comprendía perfectamente que era bien poco lo que llegaría a descubrir sobre aquel primer caso.

Pensó con cierto cinismo en la nueva instalación eléctrica con que tropezaba la vista en cualquier parte del Colegio. Eso era obra del rector, muy natural, desde luego, pero, en cierto sentido, no dejaba de resultar un procedimiento sumamente eficiente para eliminar rastros, suponiendo que hubiese algo turbio en todo aquello. Además, ¿estaba el rector al corriente de la súbita e inesperada llegada de Marshall al Colegio aquella noche?

Encendió un cigarrillo en el momento en que se disponía a dar la segunda vuelta al cerco. Indudablemente lo más simple sería creer que las cosas habían sucedido tales como aparecían a simple vista. Dos accidentes fatales a dos hermanos; eso era algo fuera de lo normal, e incluso extraordinario, pero ¿había en eso algo más que una simple hipótesis?

De todas formas, como acababa de decirle Lambourne, más le valía asirse al caso reciente, no sólo porque existían mayores posibilidades de descubrir datos, sino porque podría formular las preguntas más abiertamente, como si se tratase de una simple curiosidad de un antiguo alumno del Colegio sobre un asunto que en el momento andaba en boca de todo el mundo. Por eso cuando volvió a encontrarse nuevamente ante las construcciones del Colegio, se dirigió al edificio bajo y espacioso, de ladrillos rojos, que estaba un tanto separado de los demás, en el cual, diez años antes, se había dado sus buenas zambullidas, innumerables tardes de verano.

Apretó los labios con irritación, cuando oprimió el picaporte y vio que la puerta estaba sin cerrar con llave, juzgaba que aquel lugar no debía permanecer así, abierto a cualquier curioso ocasional, aunque, por supuesto, le venía muy bien poder entrar tan fácilmente. Cruzó el pequeño vestíbulo de la entrada, pasó ante las duchas y la sala para secarse, y se internó por el edificio principal con el techo cubierto de cristales. Cuatro mujeres de edad estaban arrodilladas en el suelo de la piscina, muy atareadas limpiando los blancos azulejos. En el extremo opuesto, en las plataformas del trampolín, un tipo de aspecto tosco, con pantalones de franela gris y una chaqueta de punto marrón desmontaba con estruendo una tribuna improvisada formada por varias hileras de bancos de madera. Revell permaneció contemplando la escena por espacio de un minuto, sin que lo viesen, y aun después nadie le prestó mayor atención. No cabía la menor duda que había habido muchos otros visitantes antes que él. Por fin avanzó por la orilla de la piscina y se acercó al hombre que estaba en el otro extremo.

—¿Está ocupado con la limpieza, eh? —le preguntó, con el aire de un turista insulso.

El hombre asintió, moviendo deferentemente la cabeza, pues notó la corbata de antiguo alumno de la institución.

—Sí, señor; y no resulta muy agradable tener que hacerlo —respondió.

¡Qué impacientes estaban todos por discutir la pequeña tragedia sensacional que acaba de producirse en su ambiente! Le ofreció un cigarrillo al hombre, y el otro lo recibió con un saludo inteligente. Otro más que esperaba que le contasen todo, creyó Revell que pensaría el hombre.

—Sí, señor, reconozco que no quería volver a ver una cosa semejante. Se cayó desde allá arriba, y eso es lo que creería usted, si hubiese visto lo que vi yo. Y precisamente en estos momentos, a las puertas del fin de curso. Es algo espantoso, ¿verdad? Claro que no habrá festival de natación… Lo han suprimido.

Revell inclinó la cabeza, asintiendo con aire melancólico.

—Por lo visto, el pobre chico debió lanzarse en la oscuridad —se aventuró a decir.

—Así parece —repuso el otro—. Los fusibles estaban quemados… Supongo que debió oír lo que le sucedió a su pobre hermano en el último período de otoño, ¿verdad, señor? —Y los ojos del hombre brillaron con un orgullo malicioso.

—Sí, lo leí. Entre paréntesis, ¿qué tiene que hacer cuando termine de limpiar esto? ¿Vuelve a llenar la piscina?

—Sí, señor. Aunque no creo que vuelvan a utilizarla hasta la semana próxima. Creo, señor, que a usted no le gustaría nadar ahora aquí, ¿verdad?

Revell manifestó un pesar convencional ante este grado de delicadeza, y luego, saludando con la cabeza al hombre, se dirigió a la entrada. Era el mismo ardid de la otra vez, pensó con tristeza: habían desaparecido todas las huellas, y de la forma más natural, también. Arrojó al suelo la colilla, y la aplastó con el tacón. En realidad, caso de haber algo de cierto en la teoría de Lambourne, todo demostraba que habían procedido con una ingenuidad diabólica.

En el momento en que descendía las escaleras del pabellón de baños una mujercita bajó de pronto de la bicicleta frente a él, y lo saludó con una sonrisa radiante.

—Hola, señor Revell, ¿cómo está usted? No sabía que anduviese por aquí.

El encuentro lo aligeró momentáneamente de la carga de dudas y aprensiones.

—¡Qué tal, señora de Ellington! Encantado de volver a verla. Sí, he pensado venir con motivo del fin de curso, aunque no va a ser un festival muy alegre, ¿verdad?

—Es algo espantoso —respondió, y por sus ojos pasó fugazmente una nube—. ¿No ha tenido miedo de venir a contemplar el lugar en que se produjo el accidente? Yo no he podido. Para el pobre Wilson debe haber sido un espectáculo terrible. Y, como comprenderá, me siento verdaderamente acobardada, porque, en cierto modo, yo fui responsable. Sé que es una tontería pensar semejante cosa, pero no puedo remediarlo.

—Pero, ¿cómo diablos…?

—Sabe, señor Revell, fui yo quien sugirió que limpiasen la piscina. No estaba muy sucia, pero resulta que el lunes por la tarde estuve ocupándome de los preparativos para el festival, y se me ocurrió que podría limpiarse un poco la piscina. Por consiguiente, se lo mencioné a mi marido, y él se lo comunicó al rector, y el otro debió darle órdenes casi inmediatamente a Wilson. Y si no hubiese sido por eso…

Se sobrecogió y se quedó mirando lastimosamente el cuadro de la bicicleta.

—Pero, sinceramente señora de Ellington, no sé por qué ha de sentirse responsable; no ha habido negligencia alguna por su parte, ni nada por el estilo. El asunto ha sido un accidente de lo más espantoso… —dijo, antes de percatarse de lo que estaba diciendo.

—Sí, ya lo sé, pero eso no me hace dejar de creerme responsable por lo sucedido… Entre paréntesis, ¿vendrá a tomar el té con nosotros? Voy a dejar la bicicleta en el cobertizo, antes de entrar. Creo que mi marido sentirá deseos de volver a verlo a usted.

Revell aceptó la invitación, y, cogiendo la máquina de las manos de ella, la llevó al espacio cubierto destinado para guardar las bicicletas. No sería mala idea la de encontrarse con Ellington, pensó, y observarlo desde el punto de vista de uno que ya sospecha de él como culpable de un doble asesinato. Aparte de esto la compañía de la señora de Ellington era suficiente aliciente para hacer atractiva la proposición.

Ellington no estaba en la casa, cuando llegaron ellos, así que se pusieron a preparar el té, mientras charlaban animadamente. Volvió a decirse que era una criatura encantadora, rebosante de una diabólica vivacidad, y, además de una franqueza sumamente infantil.

—¿Sabe? —dijo—, a consecuencia de haberse matado ese pobre muchacho, quedamos en posesión de una tremenda cantidad de dinero. Parece cruel pensar en semejante cosa, antes de que lo hayan enterrado siquiera, pero no se puede menos de mencionarlo. Tomás es su pariente más próximo, y no había nadie más a quien dejarle la fortuna. Así que vamos a ser muy ricos.

Revell adoptó un aire de sorpresa discreta, y le preguntó:

—¿Cree usted que va a abandonar Oakington?

—Así lo espera. La vida de un profesor no es muy divertida, que digamos. A propósito, ¿ha visto usted la obra El joven Woodley, que están dando en la localidad?

—Sí, varias veces, y me gusta enormemente.

—A mí también. Y me compadezco de la mujer del maestro, no en relación con el muchacho, sino en general. Quiero decir… Oh, no sé cómo expresarlo para que no lo tome usted en sentido erróneo, pero…

Y, como para ilustrar lo que no puede expresarse, el propio Ellington hizo su aparición en aquel momento, con un evidente mal humor. Verdaderamente, pensó Revell, para un hombre que, ya fuera accidental o intencionadamente, estaba a punto de heredar cien mil libras esterlinas, se mostraba bastante displicente. Le estrechó la mano a Revell con indiferencia, se arrellanó en el sillón más cómodo, y dijo a su mujer, cuando ésta le dio una taza de té, que se sentía asquerosamente flojo. «Es un patán, además de un pelma», se dijo Revell. Unos pocos mordiscos a un pastel de manteca hicieron más locuaz al hombre, aunque sólo para airear sus regaños.

—¡Mañana es la fiesta de fin de curso, Santo Dios! —murmuró—. Y Dios sabe lo que va a suceder… Todo se ha alterado o cancelado. No hay ningún plan definido, ni ningún método. ¡Y mientras tanto, la disciplina del Colegio entero por tierra! —Sorbió media taza de té—. Los muchachos creen que porque se ha producido un accidente fatal pueden armar alboroto. Hoy he tenido que darles una repulsa a algunos, por venir tarde, ¡y la respuesta que han dado es que han ido a la piscina para hablar con Wilson! ¡Qué le parece!

—¿No cree que eso puede disculpárseles? —inquirió la señora de Ellington, con una inflexión en la voz que a Revell se le antojó un tanto agria.

—No, nada de eso.

—En realidad —intervino Revell, con todo tacto—, convengo en que ha habido demasiadas visitas en la sala de baños. A mi juicio debían haber cerrado con llave el edificio, inmediatamente después del accidente, y no haber dejado acercarse a nadie, sin un permiso especial. ¿Qué posibilidades hay de reconstruir la forma en que se ha producido el accidente, cuando a todo el mundo le permiten tratar el lugar como un espectáculo de feria?

—Reconstruir, ¿eh? —le replicó Ellington con brusquedad—. ¿Qué quiere dar a entender con eso? ¿No basta con la opinión de Murchiston? ¿Y la del rector, también? No veo qué necesidad puede haber de llevar a cabo ninguna reconstrucción, como dice usted. Sin embargo, tiene razón con respecto a las visitas; ha habido demasiadas. Y ha habido demasiadas otras cosas, también. Todo el Colegio se ha pasado el tiempo charlando, chismeando y parloteando a sus anchas. Espero no tener que volver a discutir mañana, de la mañana a la noche.

—Me figuro que debe sentirse usted verdaderamente amilanado por todo esto.

—Ni siquiera puedo pasearme en bicicleta por el pueblo —murmuró Ellington— sin que me paren media docena de personas para formularme preguntas. Una cuadrilla de estúpidos chismosos, eso es lo que son.

No pudo obtener nada más de él, salvo murmuraciones repetidas con ciertas variantes, por lo cual Revell se despidió pronto, compadeciendo a la señora de Ellington por tener que soportar ella sola el resto del torrente de ira.

—Tiene que volver a visitarnos antes de marcharse —le dijo ella, acompañándolo hasta el final de las escaleras, y había en el tono de su voz (o quizá fue mera imaginación por parte de él) algo no expresado que parecía añadir: «Haga el favor de volver.»

El doctor Roseveare no estuvo muy agradable a la hora del almuerzo. Aun cuando su cara delataba todavía el esfuerzo que estaba haciendo, con toda la cortesía propia del anfitrión se las compuso para distraer a su huésped sin dar pruebas aparentes de preocupación. Revell estaba deseoso de discutir el caso de la piscina, pero le pareció que, sin lugar a dudas, las opiniones del otro con respecto a la porcelana oriental le resultaban igualmente reveladoras como prueba de su facultad de autodominio. ¡Y sin embargo, éste era el hombre que, nueve meses antes, sufría de los nervios!

Hasta el final de la comida, no se aproximó la conversación a los estrechos confines de Oakington, y entonces Revell, cazando al vuelo la oportunidad, preguntó si podría visitar la sala de baños por su cuenta.

Roseveare pareció más interesado que sorprendido por la pregunta.

—Claro que sí, si ése es su deseo. Pero creía que ya habría ido usted allí.

—Sí, he ido. Pero querría encontrarme solo allí unos minutos, por la noche.

—Perfectamente… Le prestaré mi llave, aunque me parece que encontrará pocas cosas de interés.

—Con todo, me gustaría echar un vistazo por los alrededores. Además hay otra cosa… Lamento tener que molestarlo por eso, pero hago uso del ofrecimiento que me ha hecho para ayudarme… ¿Me permitirían ver el…, bueno…, el cadáver?

—¿Lo cree necesario para proseguir sus investigaciones? —preguntó a su vez Roseveare, con una sonrisa más bien sombría—. Conforme, no se lo negaré, pues se figuraría usted que trato de entorpecer sus esfuerzos. Pero, desde luego, comprenderá que no ha de perturbarse nada, en ningún sentido, y, bajo esta condición accederé a sus deseos. Decididamente, lo conduciré a usted a su presencia ahora; está casi oscuro, y llamaremos menos la atención que de día.

A eso de las diez y media, la víspera del día de la distribución de premios de Oakington, Revell y el doctor Roseveare hicieron su tétrica peregrinación al gimnasio del Colegio, que se había convertido temporalmente en depósito de cadáveres; el doctor abrió la puerta que estaba cerrada con llave, y, a la opaca iluminación de una distante luz eléctrica, Revell levantó la sábana de hilo y contempló lo que quedaba de Wilbraham Marshall, que fuera por algún tiempo el primer alumno de la institución. Le bastó con una mirada, o mejor dicho, muchas otras miradas no le habrían resultado quizá más provechosas. El doctor no miró siquiera.

—Y ahora —dijo Revell, al tiempo que abandonaban el gimnasio y volvían a cerrar la puerta con llave— no tendré necesidad de seguir molestándolo, si me da su llave de la sala de baños.

Roseveare la extrajo de su llavero y se apresuró a depositarla en la mano de Revell, con un gesto un tanto paternal.

—Sí, creo que voy a dejarlo a usted solo, pues tengo una porción de cosas en que ocuparme esta noche. Puede servirse una copa de mi whisky, si regresa después de que me haya acostado yo. ¿Me lo promete…? Perfectamente. Buenas noches.

Revell abrió la puerta de la sala de baños, y avanzó a lo largo de todo el edificio, hasta el trampolín. Luego volvió sobre sus pasos. Había visto cuanto deseaba ver. Además había oído lo que deseaba oír.