CAPÍTULO 16

En el aeropuerto, la guardia de honor de la Luftwaffe esperaba pacientemente mientras comenzaba a caer la noche. El mismo grupo de oficiales que diera la bienvenida al mariscal en el momento de su llegada había vuelto a reunirse para decirle adiós. El Storch estaba aparcado más allá del JU52, que aguardaba a su ilustre pasajero a unos cincuenta metros del edificio de la terminal. Necker paseaba nerviosamente de arriba abajo, preguntándose qué demonios estaba ocurriendo. Primero, aquel extraordinario mensaje que Heider les había mandado desde Mont La Rocque acerca del avión del correo, y luego la demora. Ya pasaban veinte minutos de las ocho y el mariscal seguía sin dar señales de vida.

De pronto se oyó rugido de motores y el traqueteo de las orugas sobre el hormigón. Necker se volvió justo a tiempo para sorprenderse con la extraordinaria visión de una columna blindada que rodeaba la esquina del edificio principal del aeropuerto. Al frente de ella avanzaba un Kubelwagen con el mariscal de campo erguido en el asiento delantero, sus manos sujetas al borde del parabrisas.

La columna se movió directamente hacia el Junkers. Necker vio que el mariscal saludaba con la mano a Sorsa, asomado a la ventanilla lateral de la carlinga. El motor central del aparato se puso en marcha con un ruido de toses, y Rommel se volvió y comenzó a agitar el brazo y a ladrar órdenes. Sus soldados saltaron de los blindados con los fusiles a punto. Necker reconoció a Heider y seguidamente vio a un marino vendado que bajaba del transporte blindado apoyándose en dos soldados, que lo condujeron hasta el Junkers y le ayudaron a subir.

Todo había ocurrido en cuestión de segundos. Cuando Necker comenzaba a moverse, el mariscal avanzó hacia él. Las hélices de los motores de las alas del Junkers empezaron también a girar con un enorme estruendo. Para mayor asombro de Necker, el Standartenführer Vogel y su amiga francesa descendieron del transporte blindado y treparon al avión por la breve escalerilla.

Baum estaba disfrutando como un loco. El viaje desde el hotel Silvertide había sido verdaderamente eufórico. Sonrió abiertamente y apoyó su mano en el hombro de Necker.

—Le ruego que me disculpe, Necker, pero tenía cosas que hacer. El capitán Heider ha tenido la amabilidad de asistirme con sus hombres. Ese joven promete mucho.

Necker estaba atónito.

—Pero, Herr mariscal... —comenzó.

Baum prosiguió impertérrito.

—El oficial médico del hospital me ha hablado de este joven marino herido en un reciente ataque al convoy. Tiene que ser tratado urgentemente en la unidad de quemados de Rennes. Me preguntó si podía llevarlo conmigo. Naturalmente, en el estado en que se encuentra no era posible transportarlo en el Storch. Por eso le he pedido el avión del correo.

—¿Y el Standartenführer Vogel?

—Se iba mañana de todos modos, y en el avión hay sitio de sobra para él y la joven. —Palmeó nuevamente el hombro de Necker—. Y ahora, tengo que irme. Desde luego, me pondré en contacto con el general von Schmettow para expresarle mi total satisfacción por lo que he visto en Jersey.

Saludó y se volvió para dirigirse a la escalerilla del aparato. A su espalda, Necker preguntó:

—Pero, Herr mariscal, ¿y el mayor Hofer?

—Llegará de un momento a otro —respondió Baum—. Viajará en el Storch, como estaba previsto. Puede llevarlo el piloto del avión del correo.

Subió al avión. El segundo tripulante retiró la escalerilla y cerró la portezuela. El Junkers rodó lentamente hasta el extremo este de la pista y dio la vuelta. El rugido de los tres motores fue subiendo de tono a medida que comenzaban a girar más y más rápidos y el avión, apenas una silueta en la creciente oscuridad, se alzó del suelo y empezó a ganar altitud sobre la bahía de St. Ouen.

Guido había aparcado el Morris en la carretera del aeropuerto, a unos doscientos metros de la entrada. De pie junto al automóvil, los dos hombres vieron al Junkers remontarse en el firmamento vespertino y virar hacia el oeste, donde el horizonte se teñía de fuego.

El rugido de los motores se perdió a lo lejos.

—¡Dios mío! —exclamó suavemente Guido—. Realmente lo han conseguido.

Gallagher asintió.

—Ahora ya podemos volver a casa y comenzar a preparar nuestra historia para cuando empiecen los interrogatorios.

—No creo que haya problemas —dijo Guido—. No si estamos todos de acuerdo. Al fin y al cabo, soy un auténtico héroe de guerra, y eso siempre es una ayuda.

—Eso es lo que más me gusta de usted, Guido. Su encantadora modestia —respondió Gallagher—. Ahora, en marcha. Helen debe de estar muy preocupada.

Subieron al Morris y Guido emprendió rápidamente el regreso. Al cabo de un momento se cruzaron con un Kubelwagen que avanzaba en dirección contraria, a tal velocidad que no alcanzaron a distinguir al mayor Hofer en el asiento posterior.

En el aeropuerto, la mayor parte de los oficiales habían comenzado a dispersarse, pero Necker aún seguía junto a su automóvil conversando con el capitán Adler, el oficial de control de vuelos de la Luftwaffe, cuando el Kubelwagen dobló la esquina del edificio principal y frenó cerca de ellos. El mayor Hofer descendió del asiento posterior con ayuda de los dos soldados.

Necker comprendió al instante que había problemas.

—¿Hofer? ¿Qué ocurre?

Hofer se apoyó pesadamente en el Kubelwagen.

—¿Se han ido?

—Hace menos de cinco minutos. El mariscal ha partido en el avión del correo. Ha dicho que usted le seguiría en el Storch. Se ha llevado su piloto personal.

—¡No! —dijo Hofer—. No era el mariscal.

El estómago de Necker se contrajo. Los acontecimientos le tenían muy preocupado, pero aquello... Respiró hondo.

—¿Qué está diciendo?

—Le digo que el hombre al que tomaba por el mariscal Rommel es en realidad su doble, un maldito traidor llamado Berger que ha decidido pasarse al enemigo. También le alegrará saber que el Standartenführer Vogel es un agente británico de la Ejecutiva de Operaciones Especiales. Lo mismo que la chica, dicho sea de paso. El marino herido es un coronel norteamericano.

Necker, para entonces, ya estaba totalmente desconcertado.

—No comprendo nada.

—En realidad, es muy sencillo —respondió Hofer—. Quieren llegar a Inglaterra en el avión del correo. —De repente, su mente se aclaró un tanto y dejó de apoyarse en el coche—. Naturalmente, hay que detenerlos. —Se volvió hacia Adler—. Comuníquese por radio con Cherburgo. Que manden una escuadrilla de cazas nocturnos. Rápido, en marcha. No hay tiempo que perder.

Dio media vuelta y echó a andar hacia el edificio de operaciones, seguido por los otros.

El Junkers era un aparato de carga y sus constructores no lo habían dotado de muchas comodidades. La mayor parte del espacio estaba ocupado por sacas de correos y Kelso se sentó en el suelo apoyado contra ellas, con las piernas extendidas. Sarah se instaló en uno de los bancos laterales que se extendían a lo largo del fuselaje, y Baum y Martineau tomaron asiento en el de enfrente.

El segundo tripulante salió de la carlinga y se reunió con ellos.

—Mi nombre es Braun, Herr mariscal. Sargento observador. Si desea alguna cosa... Tenemos un termo de café y...

—No, gracias.

Baum sacó su pitillera y le ofreció un cigarrillo a Martineau.

—Si quisiera pasar a la carlinga, para el Oberleutnant Sorsa sería un honor.

—¿No llevan una tripulación completa? ¿Sólo están ustedes dos? —inquirió Martineau.

—Para el transporte del correo no hace falta más, Standartenführer.

—Dígale al Oberleutnant Sorsa que con mucho gusto aceptaré su ofrecimiento dentro un rato. Antes quiero terminar el cigarrillo —dijo Baum.

—Por supuesto, Herr mariscal.

Braun abrió la portezuela y regresó a la carlinga. Baum se volvió hacia Martineau y sonrió.

—¿Cinco minutos?

—Sí, creo que ya estará bien. —Martineau cambió de lugar para sentarse junto a Sarah y le dio su cigarrillo empezado—. ¿Te encuentras bien?

—Perfectamente.

—¿Estás segura?

—¿Te refieres a si estoy torturándome por el hecho de haber matado a un hombre? —Su expresión era muy serena—. En absoluto. Lo único que siento es que haya sido Muller en lugar de Greiser. Ese hombre parece que hubiera salido arrastrándose de debajo de una piedra. Muller, en cambio, solamente era un policía en el bando equivocado.

—Desde nuestro punto de vista.

—No, Harry —objetó ella—. La mayoría de las guerras son una estupidez, pero esta no lo es. Nosotros tenemos la razón y los nazis son malos. Son malos para Alemania y son malos para el resto del mundo. Así de sencillo.

—Bien por usted —aprobó Kelso—. Una dama dispuesta a dar la cara. Me gusta eso.

—Ya lo sé —comentó Martineau—. Es magnífico ser joven. —Palmeó la rodilla de Baum—. ¿Preparado?

—Eso creo.

Martineau sacó su Walther de la funda y se la entregó a Sarah.

—Va a empezar el jaleo. Tendrás que ocuparte del observador. Ahí vamos.

Abrió la puerta de la carlinga. Baum y él se apretujaron en el reducido espacio detrás del piloto y el observador. El Oberleutnant Sorsa se volvió.

—¿Todo a su gusto, mariscal?

—Puede estar seguro de ello —respondió Baum.

—¿Podemos hacer algo por usted?

—En realidad, sí puede. Puede virar en redondo y volar unos sesenta y cinco kilómetros en dirección oeste hasta quedar completamente al margen de todo el tráfico entre las islas del Canal.

—No comprendo.

Baum sacó la Mauser de su funda y apoyó el cañón en la nuca de Sorsa.

—Tal vez esto le ayude a comprender.

—Más adelante, cuando yo se lo diga, virará hacia el norte —añadió Martineau—, y pondrá rumbo a Inglaterra.

—¿Inglaterra? —repitió Braun horrorizado.

—Sí —dijo Martineau—. Como suele decirse, para usted la guerra ha terminado. Francamente, tal y como están las cosas, me parece que sale bien librado.

—Esto es una locura —protestó Sorsa.

—Si le sirve de algo pensar que el mariscal se dirige a Inglaterra como enviado especial del Führer, puede creerlo —contestó Martineau—. Entre tanto, pórtese como un buen chico y cambie de rumbo.

Sorsa así lo hizo, y el Junkers se ladeó en la oscuridad. Martineau se inclinó hacia Braun.

—Muy bien. Ahora, la radio. Explíqueme el procedimiento para seleccionar las frecuencias. —Braun le obedeció—. Bien. Vaya a la parte de atrás y quédese tranquilamente sentado sin hacer tonterías. La señorita tiene una pistola.

El joven sargento pasó rozándolo. Martineau se acomodó en el asiento del copiloto y empezó a transmitir en la frecuencia que la EOE tenía reservada para emergencias.

En la sala de control de la torre del aeropuerto de Jersey, Hofer y Necker esperaban nerviosamente mientras Adler hablaba por radio. Se presentó un cabo de la Luftwaffe que cambió unas palabras con él.

Adler se volvió hacia los dos oficiales.

—Todavía los tenemos en el radar. Al parecer han tomado rumbo oeste, hacia mar abierto.

—¡Dios mío! —exclamó Necker.

Adler habló unos instantes por el micrófono y se volvió de nuevo hacia Hofer.

—Todos los cazas nocturnos de la región de Bretaña han despegado hace una hora para misiones sobre el Reich. Se prevén importantes incursiones de bombardeo sobre el Ruhr.

—¡Tiene que haber algo, por el amor de Dios! —protestó Hofer.

Adler alzó la mano para hacerlo callar y permaneció a la escucha. A continuación, dejó el micrófono y les dirigió una sonrisa.

—Lo hay. Un caza nocturno JU88S. El motor de babor necesitaba una revisión y no ha podido partir con el resto de la escuadrilla.

—¿Pero ya está listo? —inquirió Necker con impaciencia.

—Oh, sí. —Adler estaba disfrutando con la situación—. Acaba de despegar de Cherburgo.

—¿Podrá darles alcance? —insistió Necker.

—Herr mayor, ese viejo cacharro en el que viajan no llega a los trescientos kilómetros por hora. El JU88S, con el nuevo sistema de sobrealimentación, pasa holgadamente de los seiscientos. Estará a su lado antes de que puedan darse cuenta.

Necker se volvió hacia Hofer con aire de triunfo.

—Tendrán que regresar si no quieren ser derribados.

Pero Hofer ya había pensado en ello, como en otras cosas. Si el avión del correo regresaba, sólo podía ocurrir una cosa. Martineau y los demás serían conducidos a Berlín, y muy poca gente resistía los interrogatorios de la Gestapo en sus sótanos de la Prinz Albrechtstrasse. No podía permitir que sucediera tal cosa. Berger conocía la participación de Rommel en la conspiración de los generales contra el Führer, y también Martineau. Incluso era posible que le hubieran hablado de ello a la muchacha.

Hofer respiró hondo.

—No. No podemos arriesgarnos a que escapen.

—¿Herr mayor?

Adler alzó la vista con expresión interrogativa.

—Ordene al piloto de ese caza nocturno que dispare en cuanto los tenga a tiro. No deben llegar a Inglaterra.

—Como usted mande, Herr mayor.

Adler tomó el micrófono.

Necker posó una mano sobre el hombro de Hofer.

—Tiene usted un aspecto horrible. Bajemos al comedor y haré que le sirvan un coñac. Adler nos avisará cuando las cosas empiecen a ponerse calientes.

Hofer consiguió esbozar una débil sonrisa.

—Es la mejor oferta que me han hecho esta noche.

Dougal Munro se hallaba ante su escritorio en Baker Street, trabajando fuera de horas, cuando Carter entró con el mensaje y se lo entregó. El brigadier lo leyó rápidamente y sonrió.

—¡Santo cielo! Esto es extraordinario, incluso tratándose de Harry.

—Ya lo sé, señor. He advertido al mando de la RAF para que estén preparados para recibirlos. ¿Dónde quiere que aterricen? Calculo que lo primero que verán será Cornualles.

—No, hágalos llegar hasta aquí. Pueden aterrizar donde despegaron, Jack. En Hornley Field. Informe al mando aéreo. Quiero que lleguen de una pieza.

—¿Y el general Eisenhower, señor?

—No le diremos nada hasta que Kelso haya puesto pie a tierra. —Munro se puso en pie y cogió su chaqueta—. Que preparen el coche, Jack. Podemos llegar allí en poco más de una hora. Con algo de suerte, llegaremos a tiempo para darles la bienvenida.

En el avión del correo el ambiente era decididamente eufórico. Martineau dejó a Heini Baum en la carlinga para tener a Sorsa vigilado y se reunió con los demás.

—¿Todo bien? —preguntó Kelso.

—No podría ir mejor. Acabo de comunicarme con Inglaterra. Nos proporcionarán una escolta hasta que aterricemos, cortesía de la RAF. —Se volvió hacia Sarah y le sonrió, cogiéndola de la mano. La joven no lo había visto nunca tan excitado. En aquellos momentos, parecía diez años más joven. —¿Estás bien? —preguntó.

—Muy bien, Harry. Muy bien.

—Mañana por la noche cenaremos en el Ritz —anunció.

—¿A la luz de las velas?

—Aunque tenga que llevarlas yo mismo. —Se volvió hacia Braun, el sargento observador—. Antes dijo que tenían café, ¿verdad?

Braun hizo ademán de incorporarse y de repente el aparato osciló violentamente mientras un gran rugido llenaba la noche. Acto seguido, comenzó a caer como una piedra. Braun perdió el equilibrio y Kelso rodó por el suelo, con un grito de dolor.

—¡Harry! —exclamó Sarah—. ¿Qué ocurre?

El aparato recuperó cierta estabilidad y Martineau atisbo por las ventanillas laterales. Por el lado de babor, a unos cien metros de distancia y siguiendo un curso paralelo al suyo, pudo ver un Junkers 88S, uno de aquellos letales aviones negros con dos motores que tantas bajas habían causado a los bombarderos de la RAF en los cielos nocturnos de Europa.

—Tenemos problemas —anunció—. Un caza nocturno de la Luftwaffe.

Se volvió y, abriendo la portezuela de la carlinga, se asomó a su interior.

Sorsa le miró por encima del hombro, con expresión ceñuda y cara que la iluminación de la carlinga hacía parecer muy pálida.

—Ya estamos. Ha venido para obligarnos a regresar.

—¿Se lo ha dicho él?

—No. No ha establecido contacto por radio.

—¿Por qué no? No tiene sentido.

El JU88S comenzó de pronto a ganar altitud y se perdió de vista. Fue Heini quien dio con la única respuesta posible a aquella situación.

—Oh, sí, amigo mío. Si no quieren que volvamos, tiene mucho sentido.

Martineau lo comprendió todo. Algo había ido mal, algo que tenía que ver con Hofer. Y, lógicamente, el mayor no querría que regresaran con vida para caer en manos de la Gestapo e involucrar a Rommel en sus declaraciones.

—¿Qué hago? —preguntó Sorsa—. Ese aparato es muy capaz de derribarnos. Lo conozco bien. He pilotado uno igual durante dos años.

En aquel momento, el rugido volvió a llenar la noche y el avión del correo se estremeció cuando las balas de ametralladora se incrustaron en su fuselaje. Una de ellas atravesó el suelo de la carlinga y pasó rozando a Sorsa, arrancando fragmentos de metal que astillaron el parabrisas. El piloto empujó la palanca hacia adelante, para caer en picado hacia la capa de nubes que estaban sobrevolando. El Junkers 88S pasó como una sombra oscura por encima de sus cabezas.

Martineau perdió el equilibrio y cayó de rodillas, pero consiguió abrir la puerta y salió de la carlinga. En el fuselaje del aparato había varios agujeros, y dos ventanillas habían quedado destrozadas. Kelso seguía en el suelo, sujetándose a uno de los bancos, y Sarah estaba inclinada sobre Braun, que, tendido de espaldas, tenía el uniforme empapado de sangre. Sus ojos se movían espasmódicamente y, después de algunas convulsiones, se quedó inmóvil.

Sarah alzó la vista. Su expresión era asombrosamente serena.

—Está muerto, Harry.

No había contestación posible. Martineau regresó a la carlinga, tratando de sostenerse mientras el avión del correo proseguía su calda en picado a través de las nubes. El Junkers 88S pasó por encima de ellos, creando una turbulencia que de nuevo hizo oscilar incontrolablemente su aparato.

—¡Mal nacido! —gritó Sorsa, enfurecido—. ¡Ya te enseñaré yo!

Baum, agazapado en el suelo, miró a Harry con una macabra sonrisa.

—Es un finlandés, ¿recuerda? Los alemanes no les caemos muy bien.

El avión del correo terminó de atravesar la capa de nubes. Estaban a una altitud de novecientos metros y seguían descendiendo.

—¿Qué se propone? —preguntó a gritos Martineau.

—No podemos jugar al escondite con él dentro de esas nubes. Nos encontraría fácilmente. Pero aún me queda un truco. Es un avión muy rápido y éste es muy lento, y eso le complica el trabajo. —Sorsa se volvió hacia él y esbozó una maligna sonrisa—. Vamos a ver qué tal piloto es.

Siguió bajando y estaban entre doscientos y doscientos cincuenta metros de altura cuando el Junkers 88S apareció de nuevo por detrás a una velocidad excesiva, viéndose obligado a girar bruscamente a babor para evitar una colisión.

Sorsa estabilizó el avión del correo a una altitud de ciento cincuenta metros.

—Muy bien, cerdo, ahora voy a por ti —exclamó. Sus manos estaban firmes como una roca.

En aquel momento, Martineau vio el genio en acción y comprendió a qué se debían la Cruz de Caballero y las demás medallas que lucía el finlandés. Se sintió invadido por una extraña sensación de calma. Todo parecía irreal; las luces del cuadro de instrumentos, el viento que silbaba a través del fragmentado parabrisas...

Y, cuando sucedió, apenas duró unos segundos. El Junkers 88S se cernía de nuevo sobre su cola cuando Sorsa echó la palanca hacia atrás y comenzó a ascender casi en vertical. El piloto del Junkers 88S se ladeó pronunciadamente para escapar a lo que parecía una inevitable colisión, pero a aquella altura y con la velocidad que llevaba sólo consiguió estrellarse en el mar.

El rostro de Sorsa volvió a serenarse.

—Has perdido, amigo —dijo en voz baja, mientras tiraba de la palanca para nivelar el aparato—. Muy bien, ya podemos volver otra vez arriba.

Martineau abrió la portezuela para comprobar la situación. El interior del avión era un caos total y el viento penetraba por numerosos agujeros. El cuerpo de Braun yacía sobre el suelo en un charco de sangre, y Sarah estaba inclinada encima de Kelso.

—¿Estáis bien los dos? —les gritó.

—Perfectamente. No te preocupes por nosotros. ¿Ya ha pasado todo?

—Asunto resuelto —respondió Martineau.

Regresó a la carlinga mientras Sorsa estabilizaba el aparato a una altitud de mil ochocientos metros.

—Bueno, este cacharro ha quedado como un colador, pero parece que todo sigue funcionando —anunció el finlandés.

—Probemos la radio. —Martineau se acomodó en el asiento del copiloto. Hizo girar el dial de un lado a otro, pero todo parecía responder perfectamente—. Les explicaré lo ocurrido —dijo, comenzando a emitir en la frecuencia de emergencia de la EOE.

Heini Baum trató de encender un cigarrillo, pero le temblaban tanto las manos que tuvo que desistir.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Vaya último acto!

—Dígame —preguntó Sorsa alegremente—, ¿qué tal es la comida que sirven en los campos de prisioneros británicos?

Martineau sonrió.

—No se preocupe, amigo. Creo que en su caso van a tomar unas medidas muy especiales.

Y justo en aquel instante logró establecer contacto con el cuartel general de la EOE.

En la sala de control de Jersey, Adler permanecía ante la radio con una expresión de profunda incredulidad. Se quitó los auriculares y se volvió lentamente.

—¿Qué ha ocurrido, por el amor de Dios? —inquirió Necker.

—Acabo de hablar con el control de Cherburgo. Han perdido al JU88S.

—¿Perdido? ¿Qué quiere decir con eso?

—Estaban en contacto con el piloto. Ha atacado varias veces y, de pronto, se ha interrumpido el contacto por radio y ha desaparecido de la pantalla del radar. Creen que ha ido a parar al agua.

—Habría debido imaginarlo —dijo Hofer con voz suave—. Sorsa es un magnífico piloto y un hombre excepcional. Hablo con conocimiento de causa. Yo mismo lo elegí cuidadosamente. ¿Y el avión del correo?

—Sigue en el radar, cruzando el Canal hacia la costa inglesa. Ya no hay forma de pararlo.

Se produjo un silencio en la sala. Ráfagas de lluvia azotaban los cristales. Necker preguntó:

—¿Qué pasará ahora?

—Partiré en el Storch al amanecer —respondió Hofer—. Puede llevarme el piloto del avión del correo. Es necesario que vea al mariscal Rommel lo antes posible.

—¿Y luego, qué? —insistió Necker—. ¿Qué ocurrirá cuando esto se sepa en Berlín?

—Sabe Dios, amigo mío. —Hofer sonrió cansadamente—. Un panorama muy desagradable para todos nosotros.

Unos quince minutos después de que Sorsa hubiera cambiado de rumbo por segunda vez, Martineau recibió una contestación a su mensaje.

—Adelante, Martineau.

—Aquí Martineau —respondió.

—Diríjanse a Hornley Field. Vuelen a mil quinientos metros de altitud y esperen nuevas instrucciones. Les enviamos una escolta. Estará con ustedes en cuestión de minutos.

Martineau se volvió hacia Sorsa, que llevaba puestos los auriculares.

—¿Lo ha oído?

El finlandés meneó la cabeza.

—No entiendo el inglés.

Martineau le tradujo el mensaje y se puso en cuclillas junto a Baum.

—De momento, todo va saliendo bien.

Baum enderezó la espalda y señaló con el dedo.

—Mire allí.

Martineau se volvió y, a la luz de la luna, vio un Spitfire que se situaba a su altura por el lado de babor. Se dio la vuelta para mirar hacia estribor y vio un segundo Spitfire. Cogió los auriculares del copiloto.

—¿Me oye, Martineau? —preguntó una voz metálica.

—Aquí Martineau.

—En este momento se encuentran treinta kilómetros al este de la isla de Wight. Vamos a girar hacia tierra firme y descenderemos a novecientos metros. Yo iré en cabeza y mi amigo cubrirá la retaguardia. Los llevaremos directamente al redil.

—Muy agradecido.

Se lo tradujo inmediatamente a Sorsa y se recostó en el asiento.

—¿Todo bien? —preguntó Baum.

—Perfectamente. Van a conducirnos hasta el aeropuerto. Aterrizaremos dentro de unos quince minutos.

Baum estaba muy excitado. Esta vez, cuando sacó un cigarrillo de la pitillera su mano ya no temblaba.

—Verdaderamente, me siento como si estuviera liberándome de algo.

—Lo sé —dijo Martineau.

—¿Lo sabe? Permita que lo dude. Yo estuve en Stalingrado, ¿se lo había dicho? El mayor desastre en toda la historia del ejército alemán. Trescientas mil bajas. El día antes de que se cerrara el campo de aterrizaje fui herido en un pie. Me evacuaron en un excelente y viejo JU52 igual que éste. Noventa y un mil hombres cayeron prisioneros, y veinticuatro eran generales. ¿Por qué ellos sí y yo no?

—He pasado años tratando de hallar respuesta a preguntas como ésta —contestó Martineau.

—¿Y lo ha conseguido?

—En realidad, no. Al final decidí que no había respuestas. Y tampoco sentido, y muy poca razón.

Volvió a encasquetarse los auriculares, pues la voz estaba transmitiendo nuevas instrucciones y las coordenadas para un cambio de rumbo. Se lo tradujo todo a Sorsa. Empezaron a descender gradualmente. Al cabo de unos minutos, la voz habló de nuevo.

—Hornley Field está justo enfrente. Ya pueden aterrizar.

Las luces de la pista se destacaban con toda claridad, y esta vez Sorsa no necesitó que se lo tradujeran. Redujo la potencia y bajó los alerones para dar comienzo a un aterrizaje perfecto. Los Spitfires de la escolta se separaron hacia ambos lados y se perdieron en la noche.

El Junkers comenzó a frenar. Sorsa dio la vuelta y rodó lentamente hacia la torre de control. Finalmente, se detuvo y apagó los motores. Baum se puso en pie y se echó a reír eufóricamente.

—¡Lo hemos conseguido!

Sarah estaba sonriendo. Cogió la mano de Martineau y la estrechó con fuerza, mientras Kelso, aún en el suelo, se reía a carcajadas. La sensación de alivio era fantástica. Baum abrió la portezuela, y Martineau y él asomaron la cabeza.

Alguien rugió por un altavoz:

—Permanezcan donde están.

Una hilera de soldados con el uniforme azul de la RAF, todos armados con fusiles, avanzó hacia ellos. Más allá, en las sombras había otras personas, pero Martineau no logró distinguir quiénes eran.

Baum saltó a la pista. La voz gritó de nuevo:

—¡Quédense donde están!

Baum se anudó el pañuelo blanco en torno al cuello y se volvió hacia Harry, sonriente, para saludarle llevándose el bastón a la visera de la gorra.

—¿Viene usted, Standartenführer? —Acto seguido, se dio la vuelta y echó a andar a grandes pasos hacia la línea de soldados, el bastón en su mano derecha—. ¡Dejen ya esos fusiles, idiotas! —exclamó en inglés—. Aquí sólo hay amigos.

Sonó un solo disparo. Baum giró en redondo, dio un par de pasos hacia el Junkers, se desplomó sobre sus rodillas y rodó hacia un lado.

Harry corrió junto a él, agitando los brazos.

—¡Basta ya, idiotas! —gritó—. ¡Soy yo, Martineau!

Vio que los soldados interrumpían su avance. El jefe de escuadrilla Barnes estaba de pie ante ellos, diciéndoles que se detuvieran. Martineau se arrodilló en la pista. Baum alzó su mano izquierda y lo sujetó por la pechera del uniforme.

—Tenía usted razón, Harry —dijo con voz ronca—. Nada tiene sentido ni razón.

—Calle, Heini. No hable. Vamos a buscar un médico.

Sarah se había agachado al otro lado. Baum aflojó la presión de su mano.

—El último acto, Harry. Diga kaddish por mí. Prométalo.

—Se lo prometo —respondió Martineau.

Baum tosió y escupió una bocanada de sangre. Su cuerpo se estremeció y de pronto su mano soltó la guerrera de Martineau y cayó yerta. Martineau se incorporó lentamente. Dougal Munro y Jack Carter estaban junto a Barnes, frente a la línea de soldados de la RAF.

—Un accidente, Harry —dijo Munro—. Uno de los muchachos se ha asustado.

—¿Un accidente? —repitió Martineau—. ¿Es así como lo llamas? A veces me pregunto dónde está realmente el enemigo. Por si todavía te interesa, tu coronel norteamericano está en el avión.

Se alejó de ellos y, pasando por entre la hilera de hombres armados, echó a andar sin rumbo en dirección a los edificios del antiguo aeroclub. Era curioso. Otra vez sentía aquel dolor en el pecho, a pesar de que en Jersey no le había molestado en absoluto. Se sentó en los peldaños del edificio y encendió un cigarrillo. De repente le había entrado frío. Al cabo de algún tiempo se dio cuenta de que Sarah estaba sentada cerca de él.

—¿Qué quiere decir eso de que digas kaddish por él?

—Es una especie de oración fúnebre. Una costumbre judía. Normalmente se encargan los familiares, pero a él no le quedaba ninguno. Todos terminaron en los malditos hornos. —Se quitó de la boca el cigarrillo a medio fumar y se lo ofreció a la chica—. De todos modos, ya lo has visto. Tu educación ya está completa. Ni honor, ni gloria. Sólo Heini Baum, ahí tirado en el suelo.

Se puso en pie, y ella hizo lo mismo. Alguien había ido a buscar una camilla y estaban llevándose a Baum. Kelso cruzaba la pista ayudándose con las muletas, flanqueado por Munro y Carter.

—¿Te he dicho lo bien que te has portado? —preguntó él.

—No.

—Lo has hecho muy bien. Tan bien que seguramente Dougal intentará utilizarte de nuevo. No se lo permitas. Vuelve a ese hospital tuyo.

—No creo que se deba volver nunca atrás. —Echaron a andar hacia los automóviles que les esperaban—. ¿Y tú? —preguntó Sarah—. ¿Qué harás ahora?

—No tengo ni la más ligera idea.

Sarah se colgó de su brazo y lo sujetó con fuerza. Las luces de la pista se apagaron, y los dos siguieron avanzando juntos en la oscuridad.