CAPÍTULO 10

Sarah acababa de pasarse el grueso suéter blanco sobre su cabeza cuando alguien llamó a la puerta del camarote de Bruno. La abrió y un marinero joven le dijo en mal francés:

—El teniente Feldt le manda sus saludos. Estamos entrando en el puerto de St. Helier.

El marino cerró la puerta y ella se dirigió al aguamanil y trató de hacer algo con sus cabellos, aunque le resultó imposible. Los efectos del agua salada habían sido desastrosos y su cabellera se había convertido en una enmarañada masa de color pajizo. Tras algunos intentos, desistió y pasó a recogerse los bajos de los pantalones de faena de la Kriegsmarine hasta la altura de los tobillos.

El contenido de su bolso, que había guardado en un bolsillo del chaquetón de Orsini antes de abandonar el Victor Hugo, se hallaba en un sorprendente buen estado. Su tarjeta de identidad y los demás papeles estaban empapados, por descontado. Los había puesto a secar, junto con el bolso, sobre las tuberías de agua caliente. Los recogió todos y sacó la Walther PPK de debajo de la almohada. La pistola belga que el sargento Kelly le había entregado iba en la maleta, a bordo del E-boat. A continuación, se sentó en el borde de la litera y se calzó un par de zapatillas de tenis que le había dado uno de los marinos jóvenes.

Sonó una llamada y entró Guido.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó en francés.

—Muy bien —respondió—, salvo por el cabello. Parezco un espantapájaros.

El italiano había traído un chaquetón de la Kriegsmarine.

—Póngase esto. Hace una mañana muy húmeda.

Al levantarse, el bolso cayó al suelo y esparció parte de su contenido, dejando la Walther bien a la vista. Guido la recogió y comentó suavemente:

—Qué pistola más grande para una chica tan pequeña. Es usted muy misteriosa.

Sarah le cogió el arma y volvió a guardarla en el bolso.

—Es todo parte de mi encanto fatal.

—Muy fatal, si hay de por medio un objeto como éste.

La mirada de Orsini se había vuelto severa, pero ella sonrió levemente y, siguiendo un impulso, le dio un beso en la mejilla. En seguida, salió sin decir nada más y él la siguió.

La escena había sido muy familiar en su infancia. El puerto, el castillo de Elizabeth en la bahía, a su izquierda; el muelle Albert, la población de St. Helier dominada por Fort Regent, en la colina. Todo era igual, y sin embargo distinto. Había fortificaciones militares por todas partes, y en los muelles había más embarcaciones de las que ella recordaba haber visto jamás. Las gabarras del Rin que formaban parte del convoy habían llegado ya, intactas, pero no se veían señales de la S92.

—¿Dónde está el E-boat? —le preguntó Sarah a Guido, apoyándose en la borda junto a él y el teniente Feldt.

—Probablemente estarán haciendo una última pasada en busca de supervivientes —respondió él, mientras enfilaban hacia el muelle Albert.

Los estibadores ya habían comenzado a descargar las barcazas, y había soldados por doquier. Por debajo de ellos, media docena de marinos franceses, supervivientes de la tripulación del Victor Hugo que habían sido rescatados por el pesquero poco después que Guido y Sarah, se agrupaban ante la borda vestidos con ropa prestada. Dos de ellos habían sufrido quemaduras faciales e iban cubiertos de vendas. Otro, que había tragado petróleo, yacía en una camilla.

—No hay ni rastro de Savary —observó Orsini.

—Tal vez lo hayan recogido en otra embarcación —dijo Bruno Feldt—. Veo que los de la GFP ya están esperándonos. ¿Por qué será que los policías siempre tienen aspecto de policías?

—¿La GFP? —inquirió Sarah, fingiendo ignorancia—. ¿Qué es eso?

—Geheime Feldpolizei —le explicó Guido—. Como dato de interés, le diré que el más alto, el capitán Muller, es un préstamo de la Gestapo. Y también el esbirro que va a su lado, el que parece un muro de ladrillos. Es el inspector Willi Kleist. El más joven, de cabello rubio, es el sargento Ernst Greiser. Éste, curiosamente, no es un ex miembro de la Gestapo.

—Pero le gustaría serlo —apostilló Bruno Feldt.

Los tres policías fueron los primeros en subir por la pasarela en cuanto estuvo tendida. Greiser se detuvo entre los marinos franceses y Muller trepó por la escalerilla hasta el puente, seguido de Kleist. Sarah advirtió que la mano de Guido se metía en el bolsillo del chaquetón y revolvía el contenido de su bolso. Se volvió para dirigirle una breve mirada. Cuando comprendió que estaba buscando la Walther, ya era demasiado tarde, pues Muller había llegado al puente.

—Herr Leutnant. —Hizo una inclinación de cabeza dirigida a Feldt y, en seguida, le comentó a Orsini:

—Han tenido una noche movida, ¿verdad?

Llevaba una vieja gabardina Burberry y un sombrero de fieltro, y había algo curiosamente amable en su voz cuando se volvió hacia Sarah y le preguntó:

—¿Iba usted embarcada en el Hugo, mademoiselle...?

—Latour —completó Orsini—. Hemos estado en el agua juntos.

—Han sido afortunados —dijo Muller—. ¿Ha perdido usted sus documentos?

—No —respondió ella—. Los tengo aquí. —Sacó el bolso e iba a abrirlo cuando Muller tendió la mano.

—Su bolso, por favor, mademoiselle.

Se produjo una brevísima pausa, como si todos estuvieran esperando algo, hasta que Sarah se lo entregó.

—Naturalmente.

El policía se dirigió a Bruno Feldt.

—Utilizaremos su camarote por unos minutos, si no tiene inconveniente.

Parecía tan razonable, pensó Sarah, tan educado, aunque era evidente que la mayoría de los presentes estaban mortalmente asustados de él. Guido no, por supuesto. Guido, sonriente, le apretó el brazo.

—La esperaré aquí, cara, y si el coronel no apareciera podrá alojarse conmigo en De Ville Place. La patrona es estupenda. Cuidará bien de usted, se lo prometo. Y todo es de primera categoría. Sólo hay oficiales de la marina.

Sarah descendió por la escalerilla, de regreso al camarote de Feldt. Muller entró detrás de ella y Kleist se quedó apoyado en la puerta, que permaneció abierta.

—Muy bien, mademoiselle.

Muller se sentó en la cama y vació sobre ella el contenido del bolso. Cayeron sus papeles, el estuche del maquillaje, la cajita de los polvos y el peine, y también la Walther. No hizo ningún comentario. Cogió su tarjeta de identidad francesa y la examinó, así como el Ausweis alemán y la cartilla de racionamiento. A continuación, volvió a guardar cuidadosamente todos los documentos en el bolso y encendió un cigarrillo. Únicamente entonces tomó la Walther, colocando un dedo sobre el gatillo.

—Estoy seguro de que sabe usted que sólo hay una pena para los civiles que son descubiertos en posesión de cualquier tipo de arma de fuego.

—Sí —dijo Sarah.

—Esta pistola es suya, supongo.

—Desde luego. Me la regaló un amigo que se preocupaba por mi seguridad. Vivimos tiempos difíciles, capitán.

—¿Y qué clase de amigo ha podido animarla a quebrantar la ley de un modo tan flagrante? En mi opinión, es tan culpable como usted.

Una fría voz habló en alemán a sus espaldas.

—En tal caso, tal vez debería dirigirme a mí sus preguntas.

Harry Martineau estaba de pie en el umbral. Guido, detrás suyo, esperaba en el corredor. La trinchera de cuero negro y el uniforme de las SS, con la plateada calavera en su gorra arrugada, le conferían un aspecto sumamente amenazador.

Karl Muller era capaz de reconocer al diablo cuando se hallaba cara a cara con él, y se apresuró a ponerse rápidamente en pie.

—Standartenführer.

—¿Su nombre?

—Capitán Karl Muller, al mando de la Geheime Feldpolizei de Jersey. Mi lugarteniente, el inspector Kleist.

—Mi nombre es Vogel. —Martineau sacó su carnet de la SD y se lo entregó. Muller lo examinó rápidamente y se lo devolvió. Acto seguido, Martineau extrajo el salvoconducto de Himmler—. Lean esto. Los dos.

Muller hizo lo que le decía. Kleist, que leía por encima del hombro de su superior, quedó sobrecogido y contempló atónito a Martineau. Muller se lo tomó con mucha más calma. Dobló la carta y se la devolvió.

—¿En qué puedo servirle, Standartenführer?

—Mademoiselle Latour viaja bajo mi protección. —Martineau recogió la Walther y la metió dentro del bolso—. Me ha hecho el honor de concederme su amistad. Algunos de sus compatriotas lo encuentran censurable, de modo que prefiero que esté en situación de defenderse por si llega a producirse alguna situación desagradable.

—Naturalmente, Standartenführer.

—Bien. Entonces, haga el favor de esperarme en cubierta.

Muller no vaciló ni por un instante.

—Ciertamente, Standartenführer.

Hizo un gesto de cabeza en dirección a Kleist y ambos se retiraron.

Martineau cerró la puerta y se volvió. De repente, empezó a sonreír, convirtiendo a Vogel en Harry.

—Tienes un aspecto horroroso. ¿Te encuentras bien?

—Sí —contestó ella—. Gracias a Guido.

—¿Ya le llamas Guido?

—Me ha salvado la vida, Harry. No ha sido una experiencia agradable. Petróleo ardiendo, hombres muriendo... —Se estremeció—. Y las MTB nos ametrallaron cuando estábamos en el agua. Creía que eso sólo lo hacían los alemanes.

—Sólo en las películas, cariño. —Le dio un cigarrillo—. En la vida real, lo hace todo el mundo.

—Tenemos un problema —prosiguió Sarah—. En un momento dado, cuando estábamos en el agua, le hablé a Guido en inglés.

—¡Dios mío!

Sarah, a la defensiva, alzó una mano.

—Era todo muy confuso, en pleno ataque. Además, él habla muy bien el inglés. Parece ser que estudió en Winchester.

—¡Basta! —dijo Martineau—. Cada vez me lo pones peor.

—No tanto, en realidad. Después de que nos recogieran, le dijo al capitán del barco que yo sólo hablaba francés. Además, había visto la Walther y no dijo nada.

—Verdaderamente, has sido muy descuidada.

—No es ningún fascista, Harry. Es un aristócrata italiano al que no le importa la política y que se ha visto atrapado aquí porque es donde casualmente se hallaba cuando el gobierno italiano capituló.

—Entiendo. Entonces, ¿por qué habría de buscarse un problema por ser amable contigo?

—¿Quizá porque le gusto?

—¿Le gustas? ¡Si os conocisteis ayer mismo!

—Ya sabes cómo son estos latinos.

Sonrió maliciosamente y Martineau meneó la cabeza.

—Diecinueve años, me dijeron. Más bien ciento diecinueve.

—Otra cosa, Harry. Guido se aloja en De Ville Place, con mi tía Helen. Parece ser que allí hay unos cuantos oficiales de la marina. Pensaba llevarme con él si tú no aparecías.

—Perfecto —asintió Martineau—. Con respecto a lo de antes, le diremos que tu madre era inglesa. Desde que comenzó la ocupación has procurado ocultarlo, por miedo a que te causara problemas.

—¿Lo creerá?

—No veo por qué no. ¿Cómo estás de ropa?

—Bien. En la maleta grande tengo un abrigo, zapatos, sombrero y todo lo que necesito. Suerte que iba contigo en el E-boat.

Subieron por la escalerilla de cámara. Muller esperaba en el puente, hablando con Feldt y Orsini. Abajo, Kleist y Greiser conducían a los marinos franceses hacia el muelle.

Martineau se dirigió a Orsini en francés.

—Anne-Marie me ha dicho que dispone usted de un alojamiento muy adecuado. Una casa de campo llamada De Ville Place, si no me equivoco.

—Exactamente, mi coronel.

Martineau se volvió hacia Muller.

—Creo que responderá perfectamente a mis necesidades. ¿Cree que habrá algún problema?

Muller, deseoso de complacerle, respondió:

—Ninguno en absoluto, Standartenführer. Es un alojamiento tradicionalmente reservado para los oficiales de la Marina, pero creo que a la señora De Ville, la propietaria, le quedan libres siete u ocho de las plazas asignadas.

—No hay más que hablar, entonces.

—Puedo conducirlos hasta allí, si lo desean —se ofreció Orsini—. Tengo un coche aparcado al otro extremo del muelle.

—Muy bien —asintió Martineau—. En tal caso, sugiero que nos pongamos en marcha.

Bajaron al embarcadero por la pasarela, y un hombre de la Kriegsmarine que esperaba enfrente del E-boat recogió sus maletas y los siguió. Sarah y Orsini abrían la marcha, y Martineau iba tras ellos con Muller a su lado.

—Naturalmente, una vez me haya instalado regresaré a la ciudad para presentar mis respetos al comandante militar. Es el coronel Heine, ¿no es cierto?

—Así es, Standartenführer. Pero tengo entendido que mañana a primera hora saldrá hacia Guernsey para una reunión que se ha de celebrar este fin de semana con el general von Schmettow.

—Sólo quiero saludarle —respondió Martineau—. Una cosa que va a hacerme falta es un vehículo. Un Kubelwagen sería lo más indicado para mis fines, en caso de que deba desplazarme fuera de las carreteras.

El Kubelwagen era el equivalente del jeep en el ejército alemán, un vehículo de múltiples utilidades capaz de viajar por todo tipo de terrenos.

—Eso no es ningún problema, Standartenführer. También me complacerá prestarle a uno de mis hombres como chófer.

—No hace falta —rehusó Martineau—. Prefiero hacer las cosas por mí mismo. Ya sabré orientarme por esta islita suya, no tema.

—Si pudiera darme alguna indicación acerca del propósito de su visita... —aventuró Muller.

—Estoy aquí siguiendo instrucciones personales del Reichsführer Himmler, convalidadas por el Führer. Ya ha visto mis órdenes —replicó Martineau—. ¿Pretende usted cuestionarlas?

—En absoluto.

—Bien. —Habían llegado ya junto al sedán Morris de Orsini, y el marino estaba metiendo las maletas en él—. Se le informará cuando llegue el momento, si es necesario. Es posible que más tarde vaya a hacerle una visita. ¿Dónde está su cuartel general?

—En el hotel Silvertide, en Havre des Pas.

—Ya lo encontraré. Entre tanto, encárguese de mandarme el Kubelwagen.

Sarah ya se había acomodado en el asiento posterior, y Orsini al volante. Martineau subió junto a él, en el asiento del acompañante, y el italiano puso el automóvil en marcha.

Mientras avanzaban por Victoria Avenue, separados de la bahía por los raíles de la línea ferroviaria militar, Martineau bajó el cristal de la ventanilla y encendió uno de los Gitanes que le habían proporcionado los Cresson.

—¿Le gusta estar aquí? —le preguntó a Orsini.

—Hay peores lugares para esperar el final de la guerra. En verano, sobre todo, resulta muy hermoso.

—Creo que debo aclarar un malentendido —prosiguió Martineau—. El padre de Anne-Marie era bretón, pero su madre era inglesa, aunque a ella le ha parecido conveniente no divulgarlo demasiado para no crearse problemas con las fuerzas de ocupación. De hecho, fue uno de mis hombres el primero en descubrirlo. Un afortunado descubrimiento, podría añadir, ya que gracias a él nos conocimos. ¿No es verdad, querida?

—Curiosa historia, coronel —comentó Orsini—. Puede usted contar con mi absoluta discreción. Lo último que desearía es causar preocupaciones a mademoiselle Latour.

—Bien —asintió Martineau—. Estaba seguro de que lo comprendería.

De regreso a su oficina en el hotel Silvertide, Muller se sentó ante su escritorio para reflexionar sobre los últimos acontecimientos. Al cabo de un rato, accionó el intercomunicador.

—Llame al inspector Kleist y al sargento Greiser.

Luego, se dirigió a la ventana a contemplar el paisaje. El firmamento se había despejado repentinamente y el cielo era de un intenso azul. La marea, que aún seguía creciendo, cubría de espuma blanca las rocas de la orilla. Se abrió la puerta y entraron los dos policías.

—¿Nos llamaba, Herr capitán? —preguntó Kleist.

—Sí, Willi. —Muller volvió a sentarse, se recostó en el respaldo de su butaca, encendió un cigarrillo y echó el humo hacia el techo.

—¿De qué se trata? —quiso saber el inspector.

—¿Se acuerda del viejo Dieckhoff, el jefe de policía de Hamburgo?

—¿Cómo podría olvidarle?

—Desde que era un policía novato, siempre tengo presente su regla número uno. La Ley de Dieckhoff, decía él.

—No importa lo bueno que parezca un huevo. Si huele mal, es que está podrido —recitó Kleist.

—Exactamente —asintió Muller—. Y esto huele mal, Willi. —Se levantó y comenzó a pasear por el cuarto—. No es cuestión de pruebas ni de apariencias, pero mi instinto de detective me dice que las cosas no son lo que parecen. Me gustaría saber algo más acerca del Standartenführer Vogel.

Kleist dio muestras de inquietud.

—Pero, Herr capitán, sus credenciales son impecables. No podemos llamar al Reichsführer Himmler para pedirle informes sobre su propio enviado personal.

—No, claro que no. —Muller se volvió—. Pero queda otra posibilidad. Su hermano trabajaba en la central de la Gestapo, en la Prinz Albrechstrasse de Berlín, ¿no es cierto, Ernst?

—¿Peter? Sí, Herr capitán, pero ahora está en la central de Stuttgart, en la sección de antecedentes penales —contestó Greiser.

—Aún debe de conservar algunos contactos en Berlín. Solicite una conferencia telefónica con él y pregúntele por Vogel. Quiero saber cuánto peso tiene.

—¿Quiere que ponga un télex? Será más rápido.

—Quiero una consulta discreta, idiota —replicó Muller cansadamente—, no una consulta pública.

—Pero, señor, recuerde que las llamadas a Alemania se realizan vía Cherburgo y París. Últimamente, tardan hasta quince o dieciséis horas para concederlas, aun a niveles prioritarios.

—Pues solicítela inmediatamente, Ernst. —El joven salió y Muller se volvió hacia Kleist—. Busque un Kubelwagen y lléveselo a De Ville Place. De momento, procuraremos tenerlo contento.

En la cocina, Helen estaba amasando una pasta hecha con harina de patata cuando entró Gallagher.

—¡Qué bien! Puedes ir limpiando el pescado.

Sobre el mármol, al lado de la pila, había unas cuantas platijas. Gallagher sacó una navaja de su bolsillo. El mango era de un amarillento marfil y cuando apretó un extremo apareció una hoja de doble filo, afilada cómo una hoja de afeitar.

—Ya sabes que es un trabajo que no me gusta nada —añadió ella.

—Cuando mi abuelo, Harvey Le Brocq, tenía doce años, realizó su primer viaje desde Jersey hasta las costas de Terranova en una balandra dedicada a la pesca del bacalao. Su padre le regaló esta misma navaja, y él me la dejó en su testamento. Cuchillos, pistolas... Lo importante es cómo se utilizan, Helen.

—¿Qué pretendes? ¿Que me ponga a aplaudir? —le preguntó, mientras él comenzaba a limpiar el pescado. En el mismo instante se oyó el ruido de un coche que se detenía ante la puerta—. Debe de ser Guido. ¿Cómo les habrá ido el viaje?

Sonó rumor de pisadas en el pasillo, una llamada a la puerta y entró Guido cargado con dos maletas. Las dejó en el suelo y se incorporó.

—¿Buen viaje? —preguntó Helen.

—No. El Hugo ha sido torpedeado. Savary ha desaparecido, y han muerto tres tripulantes y cuatro de mis hombres. —Sarah cruzó el umbral, seguida por Martineau, y Orsini continuó—: Se llama Anne-Marie Latour, y hemos estado juntos en el agua. —Señaló a Martineau con la cabeza—. El Standartenführer Vogel.

Helen pareció sorprendida.

—¿Qué puedo hacer por ustedes?

—Alojarnos, señora De Ville. —Martineau habló en inglés—. Permaneceremos unos cuantos días en la isla, y necesitamos alojamiento.

—Imposible —replicó Helen—. Esta residencia es exclusivamente para oficiales de la Kriegsmarine.

—Y tiene muchas plazas libres —añadió Martineau—. Por incómodo que le resulte, la cosa ya está decidida. Si tuviera la amabilidad de mostrarnos una habitación adecuada...

Hacía años que Helen no se sentía tan enfurecida. La fría seguridad del recién llegado, su uniforme de las SS, la estúpida zorrita que viajaba con él, con sus enmarañados cabellos casi ocultos por el cuello del inmenso chaquetón...

Guido intervino apresuradamente.

—Bueno, voy a tomar un baño y trataré de recuperar el sueño atrasado. Nos veremos luego.

La puerta se cerró a sus espaldas. Gallagher seguía de pie junto a la pila, con el cuchillo todavía en la mano. Helen se volvió encolerizada, y lo apartó de un empujón para lavarse las manos bajo el grifo. Era muy consciente de la presencia del oficial de las SS en el umbral, al lado de la chica.

Una voz preguntó muy suavemente:

—Tía Helen, ¿no me conoces? —Helen se quedó paralizada. Gallagher, atónito, se volvió para mirar por encima del hombro—. Tío Sean. —Helen se volvió—. Soy yo, tía Helen. Soy Sarah.

Helen dejó caer el paño, corrió hacia ella y la cogió por los hombros, mirándola inquisitivamente. Al reconocerla, brotaron de pronto lágrimas en sus ojos, y le pasó los dedos por entre sus cabellos.

—Oh, Dios mío, Sarah, ¿qué te han hecho? Se abrazaron estrechamente.

Hugh Kelso preguntó:

—¿Qué va a pasar ahora? Es evidente que han tenido ustedes dificultades para llegar a Jersey; por tanto, ¿qué podemos hacer?

—Yo sé qué va a hacer Sarah. Se meterá de cabeza en un baño caliente —respondió Helen de Ville—. Ustedes tres pueden seguir hablando tanto tiempo como quieran.

Mientras ella comenzaba a dirigirse hacia la puerta, Gallagher observó:

—Acabo de recordar que la señora Vibert tiene que venir esta tarde. Quizá fuese buena idea darle unos días de fiesta.

—De acuerdo —asintió Helen—. Encárgate tú mismo de ello. Las dos mujeres se fueron, y Kelso insistió:

—¿Qué va a pasar ahora? —Había impaciencia en su voz.

—Acabamos de llegar, amigo mío —respondió Martineau—. Déme tiempo para recobrar el aliento. Cuando sea hora de actuar, será usted el primero en saberlo.

—¿Y si la decisión es un tiro en la cabeza, coronel? —inquirió Kelso—. ¿Hablaremos antes o lo hará por sorpresa?

Martineau no se molestó en contestar. Bajó por la escalera y esperó a Gallagher en la alcoba. El irlandés cerró la puerta secreta y se encogió de hombros.

—Está en dificultades y la pierna le hace sufrir mucho.

—De un modo u otro, todos sufrimos —dijo Martineau.

Iba a abrir la puerta cuando Gallagher le puso una mano en el hombro.

—¿Es posible que estuviera en lo cierto? Me refiero a lo del tiro en la cabeza.

—Es posible —admitió Martineau—. Tendremos que verlo, ¿no cree? Ahora, creo que yo también voy a tomar un baño.

En Londres, Dougal Munro estaba terminando de desayunar en su piso, cuando llegó Jack Carter.

—Hay noticias un tanto confusas de Jerseyman, señor.

—Dígame lo peor, Jack.

—Ha llamado Cresson. Todo salió según lo planeado. Martineau y Sarah salieron de Granville anoche, rumbo a Jersey.

—¿Y?

—Hemos recibido otro mensaje de Cresson diciéndonos que el convoy tuvo problemas. Fue atacado por lanchas MTB. Cresson carecía de informes fidedignos.

—¿Y usted?

—He consultado a la Inteligencia Naval. Parece ser que las lanchas torpederas de la Marina holandesa con base en Falmouth atacaron anoche ese convoy, y aseguran haber hundido un mercante. Los buques de la escolta las hicieron huir.

—Dios mío, Jack. ¿Pretende usted decirme que Harry y la chica, Drayton, viajaban en ese barco?

—Lo ignoramos, señor. Y, lo que es más, no hay forma de que podamos averiguarlo.

—Exactamente. Así pues, siéntese, deje de preocuparse y tome una taza de té, Jack. ¿Sabe cuál es su problema? —Munro cogió una tostada—. No tiene usted bastante fe.

Sarah se había lavado el cabello utilizando un suave jabón de fabricación casera que Helen le había proporcionado. Aun así, su aspecto seguía siendo desastroso, y cuando Helen entró en el cuarto de baño observó:

—Es inútil. Tendrás que ir a un peluquero.

—¿Sigue habiendo tales cosas?

—Oh, sí, aunque has de ir a St. Helier. El comercio, en general, todavía funciona. Los horarios son más restringidos. La mayoría de las tiendas sólo abre dos horas por la mañana y otras dos por la tarde.

Comenzó a peinar la cabellera de la muchacha, tratando de darle alguna forma, y Sarah preguntó:

—¿Cómo lo habéis pasado?

—No muy bien, pero tampoco demasiado mal. Hay que saber comportarse. Mucha gente opina que los alemanes no son malos, y, de hecho, normalmente no lo son. Pero sal de la línea y verás qué te pasa. Tienes que hacer lo que te dicen, no hay más remedio. Incluso han obligado al parlamento de Jersey a promulgar leyes antisemíticas. Hay muchos que lo justifican diciendo que ya no quedan judíos, que todos se han marchado, pero yo misma conozco a un par que viven en St. Brelade.

—¿Qué les ocurrirá si las autoridades alemanas los descubren?

—Sabe Dios. Ya han mandado gente a esos campos de concentración de los que hablan por haber ocultado a prisioneros rusos fugitivos, de esos que están haciendo trabajos forzados. Tengo una amiga, una maestra en la escuela de chicas, cuyo padre poseía una radio ilegal. Ella divulgaba las noticias de la BBC entre sus amistades, hasta que una denuncia anónima hizo que la Gestapo fuera a buscarla. La mandaron a una cárcel de Francia durante un año.

—¿Una denuncia anónima? ¿Hecha por alguien de aquí? ¡Pero eso es terrible!

—En todas partes hay manzanas podridas, Sarah. En este sentido, Jersey no es distinto a los demás lugares. Pero también los hay de otra clase, como los carteros de la oficina de clasificación del correo, que siempre que pueden procuran perder las cartas dirigidas a la Gestapo. —Terminó de peinarla—. Ya está, no puedo hacer más.

Sarah se sentó, se enfundó sus medias de seda y las prendió a las ligas.

—¡Dios mío! —exclamó Helen—. Hace cuatro años que no veo nada parecido. Y ese vestido... —Ayudó a Sarah a ponérselo y le abrochó la cremallera—. Tú y Martineau... ¿qué hay entre vosotros? Es lo bastante mayor como para ser tu padre.

—Te aseguro que no es mi padre. —Sarah sonrió mientras se calzaba los zapatos—. Probablemente sea el hombre más irritante que he conocido, y también el más fascinante.

—Pero ¿duermes con él?

—Tía Helen, se supone que soy la amiga de Vogel.

—Y pensar que la última vez que te vi ibas con trenzas... —suspiró Helen.

En la cocina, echó en la tetera dos cucharadas de su precioso té chino, pero Gallagher se disculpó.

—Voy a decirle a la señora Vibert que se marche —anunció—. Su presencia aquí sólo serviría para complicar las cosas. Siempre habría el peligro de que te identificara, Sarah. Dios sabe que te conocía muy bien.

Salió de la cocina y Helen, Sarah y Martineau se instalaron en torno a la mesa, bebiendo té y fumando. Sonó un golpe en la puerta. Helen fue a abrir y encontró a Willi Kleist de pie ante el umbral.

Martineau se puso en pie.

—¿Me buscaba?

—Hemos traído su Kubelwagen, Standartenführer —respondió Kleist.

Martineau salió a examinarlo. La capota de lona estaba alzada, y la carrocería llevaba pintura de camuflaje. Lo miró por dentro y comentó:

—Parece satisfactorio.

Ernst Greiser estaba sentado al volante de un Citroën negro.

—Si podemos servirle en algo más...

—Creo que no.

—Por cierto, el capitán Muller me ha pedido que le comunique que ha hablado con el coronel Heine, el comandante militar de la isla. Si quiere hacerle una visita, podrá encontrarlo esta tarde en el ayuntamiento.

—Gracias. Por supuesto que iré.

Los dos policías se alejaron en su automóvil, y Martineau regresó al interior de la vivienda.

—El problema del transporte ya está solucionado. Esta tarde iré a la ciudad para visitar al comandante militar, y luego iré al Silvertide a ver a Muller y a sus amigos.

—Puedes ir con él y te pasas por la peluquería —le dijo Helen a Sarah—. Hay una bastante buena en Charing Cross. Diles que vas de mi parte. —Se volvió hacia Martineau—. No le hará perder tiempo. Está muy cerca del ayuntamiento.

—Muy bien —asintió él—, excepto por un detalle. No debe decir que va de su parte. En estas circunstancias, sería un error. —Se puso en pie—. Me apetece tomar un poco el aire. ¿Por qué no me enseñas la finca, Sarah?

—Buena idea —aprobó Helen—. Yo tengo cosas que hacer. Esta noche ya tenía ocho a cenar, conque aún queda mucho trabajo. Nos veremos luego.

Tras abandonar De Ville Place, Kleist y Greiser emprendieron el regreso por la carretera. Sin embargo, al cabo de cosa de medio kilómetro, el inspector tocó al joven sargento en el brazo.

—Deténgase aquí, Ernst. Meta el coche por aquel camino. Volveremos andando a través del bosque.

—¿Por algún motivo en particular?

—Porque me gustaría echar una mirada sin que nos vean, nada más.

El camino de carro estaba invadido por las hierbas. Greiser se internó por él hasta perder de vista la carretera. Entonces salieron y, dejando allí el Citroën, tomaron un sendero que conducía a la finca De Ville cruzando los bosques. Reinaba un gran silencio, únicamente interrumpido por el trinar de los pájaros, y el ambiente resultaba de lo más agradable. De pronto, por detrás del elevado muro de granito que se alzaba al extremo del campo surgió una joven con una canasta. Era imposible distinguir su rostro, pues llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo, pero su viejo vestido de algodón era lo bastante ajustado como para revelar, aun a distancia, un cuerpo pleno y maduro. La muchacha no pareció advertir su presencia, y tomó el sendero hacia el bosque.

—Muy interesante —observó Kleist. Se volvió hacia Greiser y le sonrió—. ¿No cree que deberíamos investigar más a fondo, sargento?

—Sin la menor duda, Herr inspector —respondió el joven con entusiasmo.

Apresuraron la marcha.

La joven de la canasta era la hija de la señora Vibert, Mary. Después de que Sean Gallagher la visitara para decirle que se tomara todo el fin de semana libre, la señora había recordado los huevos que le había prometido a Helen de Ville para la cena. Tal era el contenido de la canasta que la joven llevaba hacia la casa.

Tan sólo tenía dieciséis años pero ya empezaba a convertirse en una mujer. Aunque no muy brillante, su rostro era sencillo y agradable. Amaba el campo, las flores y los pájaros, y nunca se sentía tan feliz como cuando podía pasear a solas por el bosque. Un poco más adelante había un viejo cobertizo de granito, en desuso desde hacía mucho tiempo. Su techo estaba agujereado y las puertas colgaban de sus goznes. Siempre le producía un cierto desasosiego, en el que se mezclaba una extraña fascinación. Al pasar ante él se detuvo y, en seguida, cruzó la hierba entre las derruidas paredes para curiosear en su interior.

Una áspera voz le gritó:

—¡Alto ahí! ¿Qué crees que estás haciendo?

Se volvió rápidamente y vio a Kleist y Greiser que avanzaban hacia ella.

Tras salir de la casa de la señora Vibert, Sean Gallagher se dirigió hacia el prado del sur donde tenía tres vacas pastando, sujetas por largas cuerdas según la costumbre de Jersey. En aquellos difíciles tiempos eran un bien muy preciado, y permaneció un rato junto a ellas, tomando el sol, antes de emprender el regreso hacia su vivienda.

Cuando aún estaba a dos campos de distancia vio a los alemanes caminando hacia el bosque, y vio y reconoció a la joven Mary. Se detuvo, haciendo visera con la mano para proteger sus ojos del sol, y vio cómo la muchacha desaparecía entre los árboles, seguida por los alemanes. Repentinamente inquieto, empezó a darse prisa. Estaba a medio cruzar el campo cuando oyó el primer grito. Maldijo en voz baja y echó a correr.

Estaban en lo mejor de la primavera, con un tiempo deliciosamente cálido. Sarah y Martineau paseaban por el camino que desde el patio de la casa se internaba entre los pinos. Había narcisos por todas partes, flores de azafrán y campanillas blancas. Las camelias estaban en flor. Más lejos, entre los árboles, las aguas de la bahía eran de un azul que, en algunos lugares, se confundía con el verde. Por doquier se oía el canto de los pájaros.

Mientras paseaban, Sarah se cogió de su brazo.

—Dios mío, qué aroma tan maravilloso. Me siento otra vez en la infancia, con sus calurosos e interminables veranos. ¿Existieron alguna vez o son únicamente un sueño imposible?

—No —respondió él—, al contrario: son la única realidad verdadera. El sueño, el mal sueño, han sido estos últimos cuatro años.

—Adoro este lugar —prosiguió ella—. Es una raza antigua, de sangre normanda, y los De Ville son tan antiguos como el que más. Nuestra familia se remonta a un lejano pasado. Robert de Ville combatió en la batalla de Hastings junto al duque Guillermo de Normandía.

—¿El bueno de Guillermo el Conquistador?

—Exactamente. Fue gobernante de Jersey antes de convertirse en rey de Inglaterra. Por eso decimos que fuimos nosotros quienes colonizamos a los ingleses, y no al revés.

—Eso se llama arrogancia.

—Aquí están mis raíces. Esta es mi tierra. Es mi hogar. ¿Cuál es tu tierra, Harry?

—Un hombre sin patria, así soy yo —contestó él con ligereza—. Durante años he sido un norteamericano que vivía y trabajaba en Europa. No me queda ninguna familia que merezca la pena mencionar.

—¿Un ciudadano del mundo?

—No exactamente. —Comenzaba a sentirse molesto, y lo demostró con una repentina y malhumorada inquietud—. No tengo raíces en ninguna parte. Es posible que hubiera debido morir en las trincheras, allá por el 1918. Tal vez el hombre del piso de arriba cometió un error conmigo. Tal vez no debería encontrarme aquí en absoluto.

Sarah le obligó a darse la vuelta, encolerizada.

—Eso que has dicho es una cosa horrible. Estoy empezando a hartarme de tu papel de cínico, Harry Martineau. ¿Es que no puedes bajar la guardia ni por un momento? ¿Ni siquiera conmigo?

Antes de que él pudiera contestar, se oyó un agudo chillido. Ambos se volvieron hacia el cobertizo, visible en un claro entre los árboles, y distinguieron a Mary debatiéndose en brazos de Kleist. Greiser permanecía de pie a su lado, riéndose.

—Por el amor de Dios, Harry, haz algo —le rogó Sarah.

—Lo haré, pero tú no te mezcles.

Comenzó a descender por la ladera cuando Sean Gallagher salió corriendo de entre los árboles.

Kleist se sentía muy excitado por el flexible cuerpo juvenil que se retorcía a su lado.

—¡Cállate! —ordenó—. Pórtate como una buena chica y no te haré daño.

A Greiser le brillaban los ojos y tenía la boca abierta.

—No se olvide de mí, inspector. A cada cual su parte, ése es mi lema.

Gallagher llegó a la carrera, apartando al sargento de un empujón con el hombro como si fuera un delantero de rugby. Al llegar junto a Kleist le dio un fuerte puntapié tras la rodilla izquierda, haciéndole doblar la pierna, y le asestó un poderoso puñetazo en los riñones. Kleist emitió un gruñido y se desplomó, liberando a la aterrorizada muchacha.

Gallagher recogió la canasta de Mary y se la entregó, con unas palmaditas en la cara.

—Ya ha terminado todo, hermosa —la tranquilizó—. Corre a la casa con la señora De Ville. Nadie volverá a molestarte hoy, te lo prometo.

La chica huyó como una liebre asustada. Cuando Gallagher comenzaba a darse la vuelta, Greiser sacó una Mauser de su bolsillo. Tenía un fulgor de demencia en sus ojos.

—No dispare, Ernst, se lo ordeno. Éste es para mí —exclamó Kleist.

Se levantó, frotándose la espalda, y se quitó la gabardina.

—Como a todos los irlandeses, le falta un tornillo. Voy a darle una lección. Le romperé los dos brazos.

—Medio irlandés, no confundamos, conque sólo me falta medio tornillo. —Sean Gallagher se quitó la chaqueta y la echó a un lado—. ¿Le he hablado alguna vez de mi abuelo, el viejo Harvey le Brocq? A los doce años navegaba en las goletas que salían a pescar el bacalao, y luego llegó a contramaestre en los grandes veleros que hacían la ruta del grano hasta Australia. A los veintitrés años había cruzado doce veces el cabo de Hornos.

—Siga hablando —respondió Kleist, dando vueltas en torno a él—. No le servirá de nada.

Se lanzó hacia adelante y descargó un tremendo puñetazo que Gallagher esquivó fácilmente.

—En aquellos tiempos un contramaestre era tan bueno como lo eran sus puños, y él era bueno. Muy bueno. —Se agachó y conectó un puñetazo bajo el ojo izquierdo del alemán—. De niño, cuando llegué de Irlanda para vivir con él, los chicos del pueblo se metían conmigo porque hablaba de un modo extraño. La primera vez que volví a casa llorando, me llevó al huerto y me dio la primera de muchas lecciones. Vista, sincronización, energía... Eso es lo que cuenta, no el tamaño. A menudo me decía que Dios jamás había pretendido que los brutos gobernaran la tierra. Era un predicador laico.

Todos los golpes del alemán se perdían en el vacío, mientras que Gallagher, en cambio, parecía capaz de pegarle siempre que quería. En la falda de la colina, a unos metros de distancia, Sarah, Martineau y la hija de la señora Vibert veían cómo Gallagher empujaba al alemán de un lado para otro.

Y entonces se produjo un desastre inesperado. Gallagher iba a avanzar cuando su pie derecho resbaló sobre la hierba y se vino al suelo. Kleist aprovechó la oportunidad y le dio un rodillazo en la frente, siguiendo con un puntapié en el costado mientras caía. Gallagher se apartó rodando con sorprendente agilidad y se incorporó sobre una rodilla.

—¡Por el amor de Dios! Ni siquiera es capaz de dar patadas correctamente.

Terminaba de ponerse en pie cuando Kleist se abalanzó sobre él con los brazos extendidos para destrozar. Gallagher se desplazó a un lado y le echó la zancadilla, de modo que el alemán salió despedido de cabeza contra el muro de piedra del cobertizo. El irlandés le propinó sucesivamente un izquierdazo y un derechazo en los riñones. Kleist profirió un grito agudo y Gallagher le hizo dar la vuelta. Cogiéndolo por las solapas, le dio un cabezazo en el puente de la nariz y se la rompió. A continuación, dio unos pasos atrás. Kleist se tambaleó unos instantes y cayó al suelo.

—¡Cerdo! —chilló Greiser.

Gallagher giró sobre sí mismo y vio al sargento apuntándole con la Mauser, pero en el mismo instante sonó una detonación que alzó una nubecilla de polvo ante los pies de Greiser. Se volvieron hacia Martineau que bajaba por la ladera con la Walther en la mano.

—¡Guarde su arma! —ordenó.

Greiser permaneció inmóvil, mirándolo fijamente, hasta que Kleist le dijo con voz ronca, mientras se esforzaba por ponerse en pie:

—Haga lo que le ha dicho, Ernst.

Greiser obedeció.

—Bien. Desde luego, son ustedes una deshonra para todo aquello que el Reich representa. Pero esto ya lo discutiré con su jefe más adelante. Ahora, váyanse de aquí.

Greiser intentó ofrecer su apoyo a Kleist. El hombretón se desasió por la fuerza y echó a andar hacia el bosque. Gallagher se volvió hacia Mary Vibert.

—¡Vamos, chica! Vete a la casa.

La joven se fue corriendo. Sarah sacó un pañuelo y enjugó la sangre que Gallagher tenía en los labios.

—Nunca había imaginado que la combinación de Jersey con Irlanda pudiera resultar tan mortífera.

—Hoy ha sido un buen día para ejercitarla, gracias a Dios. —Gallagher alzó la vista, parpadeando, hacia el sol que lucía entre los árboles—. Ya vendrán mejores tiempos. —Sonrió y se volvió hacia Martineau—. ¿No tendrá un cigarrillo, por casualidad? Parece que he olvidado los míos en casa.