CAPÍTULO 7
La sala de tiro de Berkley Hall estaba situada en el sótano. El armero era un sargento de los Irish Guards llamado Kelly que se había licenciado mucho antes y únicamente volvía a vestir el uniforme a causa de la guerra. El lugar disponía de una brillante iluminación en la zona de los blancos, donde las siluetas recortadas de soldados alemanes en plena carga se apoyaban sobre sacos de arena. Los únicos ocupantes de la sala de tiro eran Kelly y Sarah Drayton. Iba vestida con la ropa de combate que le habían proporcionado, un uniforme con pantalones y blusa de sarga azul como los que llevaban las chicas del cuerpo auxiliar femenino de las fuerzas aéreas. Sarah se había recogido el cabello y lo llevaba metido dentro de la gorra, dejando el cuello al descubierto. En cierto modo, eso la hacía parecer más vulnerable.
Kelly tenía varias armas distribuidas sobre la mesa.
—¿Ha disparado alguna vez con una pistola, señorita?
—Sí —dijo ella—. En Malasia. Mi padre era plantador de caucho. Solía ausentarse con frecuencia, de forma que se aseguró de que supiera manejar un revólver. Y he disparado unas cuantas veces con escopeta.
—¿Ve algo por aquí que le resulte conocido?
—Ese revólver. —Señaló uno—. Se parece mucho al Smith & Wesson que tenía mi padre.
—Eso es precisamente, señorita —asintió Kelly—. Por descontado, en circunstancias más normales su curso de entrenamiento incluiría una preparación completa en todo tipo de armas, pero en este caso no disponemos de tiempo.
Lo que voy a hacer es explicarle lo imprescindible para que se familiarice con unas cuantas armas básicas, que son las que más probablemente se encontrará. A continuación, disparará algunos cartuchos y eso será todo.
—Me parece correcto —admitió ella.
—Los fusiles son muy sencillos —dijo el armero—; no le haré perder el tiempo con ellos. Aquí tenemos dos subfusiles básicos. El Sten británico es de uso estándar en nuestras fuerzas. Este que ve es un modelo Mark 115, la versión silenciosa diseñada para ser utilizada por los grupos de la resistencia francesa. El cargador admite treinta y dos cartuchos. El fuego automático quema el silenciador, con que ha de procurar utilizarlo en semiautomático o tiro a tiro. ¿Quiere probarlo?
El subfusil era asombrosamente ligero y Sarah no tuvo dificultades para disparar desde el hombro, sin otro ruido que el de los movimientos del cerrojo. Las balas destrozaron un saco de arena, a cierta distancia del blanco al que apuntaba.
—Parece que no tengo mucha puntería.
—Poca gente la tiene, con estos aparatos. Son útiles a corta distancia, cuando uno tiene que habérselas con varios enemigos a la vez, y eso es todo —le explicó Kelly—. El otro subfusil es alemán. Un MP40, popularmente llamado Schmeisser. La resistencia también los usa mucho.
A continuación, dieron un repaso a los revólveres y las pistolas automáticas. Cuando probó el Smith & Wesson, tirando con el brazo extendido, sólo consiguió rozar el hombro del blanco en un disparo de los seis que realizó.
—Temo que habría usted muerto, señorita.
Mientras el sargento recargaba, Sarah le preguntó:
—¿Y Martineau? ¿Tira bien?
—¡Y que lo diga! Creo que no he conocido a nadie mejor que él con una pistola. Ahora, pruebe de esta manera. —Se agachó con los pies separados, sujetando la pistola con ambas manos—. ¿Se da cuenta?
—Creo que sí.
Imitó su postura, la pistola entre las dos manos.
—Ahora, apriete el gatillo con una pausa de media aspiración entre tiro y tiro.
Esta vez lo hizo mejor, con un balazo en el hombro y otro en la mano izquierda del blanco.
—Estupendo —aprobó Kelly.
—No tanto, teniendo en cuenta que probablemente apuntaba al corazón.
Martineau había entrado sigilosamente en la sala de tiro. Vestía un polo oscuro y pantalones de pana negros. Se acercó a la mesa y examinó las pistolas.
—Puesto que esta niña va a estar a mi cargo, y puesto que no disponemos de mucho tiempo, ¿le importa que eche una mano?
—Se lo ruego, señor.
Martineau cogió una pistola de la mesa.
—Walther PPK, semiautomática. El cargador, de siete balas, se aloja en la culata, así. Tire del pasador hacia atrás y ya está preparada. No es demasiado grande. Puede llevarla en el bolso sin que se note, pero hace bien su trabajo y eso es lo que importa. Ahora, sígame.
—De acuerdo.
Se aproximaron a los blancos hasta quedar a no más de diez metros de ellos.
—Si el blanco está lo bastante cerca como para apoyar el cañón sobre él, cuando apriete el gatillo hágalo así. En todo caso, nunca debería situarse a una distancia mayor que ahora. Limítese a levantar el brazo y apuntar la pistola hacia él. Mantenga los dos ojos abiertos y dispare muy deprisa.
Sarah acertó las seis veces en el blanco, en la región del tórax y el abdomen.
—¡Santo cielo! —exclamó, muy excitada—. No está nada mal, ¿verdad?
Mientras regresaban a la línea de tiro, él respondió:
—No, no ha estado mal, pero ¿sería capaz de hacer lo mismo con un blanco real?
—Eso únicamente lo sabré cuando llegue el momento, ¿no? —dijo ella—. De todos modos, ¿qué tal lo hace usted? He oído muchos comentarios, pero aún no he visto nada que los justifique.
Sobre la mesa había otra Walther, con un cilindro de bruñido acero negro enroscado al extremo del cañón.
—Esto es un silenciador Carswell —explicó Martineau—. Ha sido diseñado especialmente para los agentes de la EOE.
Alzó el brazo y, sin que se le viera tomar puntería, disparó dos veces en rápida sucesión. Las dos balas perforaron el corazón del blanco. Solamente se oyeron dos apagadas detonaciones sordas, y el efecto fue terrorífico.
Dejó la pistola sobre la mesa y volvió hacia ella su pálido rostro para mirarla con ojos sin expresión.
—Tengo cosas que hacer. Dougal nos quiere en la biblioteca dentro de media hora. Nos veremos allí.
Se marchó, dejando a sus espaldas un embarazoso silencio. Finalmente, Sarah observó:
—Parecía enfadado.
—El coronel suele ponerse así, señorita. Creo que a veces no le gusta lo que ve en su interior. En noviembre pasado, mató al jefe de la Gestapo de Lyon. Un hombre llamado Kaufmann. Un auténtico carnicero. Un Lysander lo trajo de vuelta a Inglaterra en un charco de sangre. Entre otras cosas, llevaba dos balas en el pulmón izquierdo. Desde entonces no ha vuelto a ser el mismo.
—¿En qué ha cambiado?
—No lo sé, señorita. —Kelly frunció el ceño—. Oiga, ahora no empiece a hacerse ideas tontas. Ya sé cómo son ustedes, las jovencitas. Tengo una hija de su edad en una batería antiaérea de Londres. Recuerde que le lleva veinticinco años.
—¿Quiere decir que es demasiado viejo para mí? —inquirió Sarah—. ¿No es eso como decir que no hay que enamorarse de una persona porque es católica, o judía, o americana? ¿Qué diferencia hay?
—Eso es demasiado sutil para mí, señorita. —Kelly abrió un cajón y sacó un bulto envuelto en un paño. Comenzó a desenvolverlo—. Un regalo para usted, señorita, a pesar de lo que diga el coronel. —Era una pequeña automática negra, muy ligera, que casi desapareció en la mano de Sarah—. Fabricación belga. Sólo es de calibre 25, pero hace su trabajo y, con el tamaño que tiene, resulta fácil de esconder. —El sargento parecía un tanto incómodo—. Sin querer faltarle al respeto, señorita, he conocido damas que se la metían en la liga.
La joven se alzó de puntillas y le dio un beso en la mejilla.
—Es usted maravilloso.
—No está bien que un oficial haga esto, señorita. Va contra las reglas.
—Pero yo no soy ningún oficial, sargento.
—Creo que pronto descubrirá que sí lo es. Seguramente, ésta es una de las cosas que el brigadier quiere decirle. Yo, en su lugar, pensaría en ir ya hacia la biblioteca.
Sarah le hizo caso y el sargento, una vez solo, suspiró y comenzó a recoger las armas.
Cuando ella llegó, Munro, Carter y Martineau estaban ya en la biblioteca sentados junto al fuego, tomando el té de la tarde.
—Ah, es usted —dijo Munro—. Venga aquí con nosotros. Estos bollitos son deliciosos.
Carter le sirvió una taza de té.
—El sargento Kelly —comenzó ella— acaba de decirme algo así como que soy un oficial. ¿Es eso cierto?
—Sí, en general preferimos que nuestros agentes femeninos tengan alguna graduación militar. En teoría, se supone que resulta conveniente en caso de caer en poder del enemigo —respondió Munro.
—En la práctica, no sirve de nada —le interrumpió Martineau.
—De todas formas, para bien o para mal, en la actualidad es usted oficial de vuelo del Cuerpo Auxiliar Femenino de las Fuerzas Aéreas —prosiguió Munro—. Espero que le resulte satisfactorio. Y ahora, pasemos al mapa.
Se incorporaron todos y se aproximaron a una mesa sobre la que había varios mapas a gran escala. Todos juntos componían un mosaico que incluía el sur de Inglaterra, el Canal de la Mancha y la zona general de las islas del Canal, con Bretaña y Normandía.
—En todas esas películas que hacen en Elstree acerca del trabajo de nuestros bravos agentes secretos, se les muestra saltando sobre Francia en paracaídas. En realidad, siempre que nos resulta posible, preferimos transportar a la gente en avión.
—Entiendo —dijo ella.
—El aparato más utilizado es el Lysander. Normalmente, el piloto se basta solo, de forma que puede llevar hasta tres pasajeros. Estas misiones están a cargo de un escuadrón de servicios especiales con base en Hornley Field. No está muy lejos de aquí.
—¿Cuánto tiempo dura el vuelo?
—No más de una hora y media. Puede que menos, según los vientos. Aterrizarán cerca de Granville, y habrá algunos miembros de la resistencia para recibirlos. Consideramos que el mejor momento suele ser a primera hora de la mañana, digamos las cuatro o las cinco.
—¿Y entonces qué?
—Al anochecer del mismo día embarcarán en Granville con rumbo a Jersey. En la actualidad, casi todos los convoys son nocturnos. En horas diurnas tenemos superioridad aérea. —Se dirigió a Martineau—. La cuestión del pasaje, naturalmente, queda a cargo del Standartenführer Max Vogel, pero no creo que nadie se atreva a presentar objeciones cuando muestres tus credenciales.
Martineau asintió.
—Si no es así, estaremos metidos en un buen lío.
—Con respecto a tus tratos con la señora De Ville y el general Gallagher... Bien, Sarah estará allí para responder por ti.
—¿Y Kelso?
—Eso queda completamente en tus manos, muchacho. Una vez allí, tú verás qué conviene hacer. Cualquier decisión que tomes contará con mi respaldo. Ya sabes lo crítica que es la situación.
—Me parece correcto.
Munro cogió el teléfono que había a su lado.
—Hagan pasar a la señora Moon. —Colgó el auricular y se volvió hacia Sarah—. Somos muy afortunados al poder contar con la señora Moon. Nos la han prestado los estudios Denham, por gentileza de Alexander Korda. No hay nada que no sepa acerca de maquillajes, vestuario y cosas así.
Hilda Moon era una obesa mujerona con acento cockney. Su propio aspecto no inspiraba mucha confianza, pues llevaba el cabello visiblemente teñido de rojo y la boca demasiado pintada. De la comisura de sus labios colgaba un cigarrillo que regaba de ceniza su abundante pecho.
—Sí —asintió, dando una vuelta en torno a Sarah—. Muy bonita. Aunque, desde luego, tendré que hacer algo con su pelo.
—¿Está segura? —preguntó Sarah, alarmada.
—Las chicas que se ganan la vida como se supone que se la gana usted en este papel, querida, siempre lo dan a entender por su aspecto. Su negocio es agradar a los hombres, y eso significa que han de sacar el máximo partido a su físico. Confíe en mí, yo sé qué le conviene.
Tomó a Sarah del brazo y la sacó de la habitación. En cuanto se hubo cerrado la puerta, Martineau observó:
—Cuando volvamos a verla, probablemente no la reconoceremos.
—En efecto —admitió Munro—. Pero, en mi opinión, de eso era de lo que se trataba.
Comenzaba a anochecer cuando sonó el teléfono en la casita de Gallagher. Estaba en la cocina, repasando la contabilidad de la granja, y contestó al instante.
—Savary al habla, general. Es acerca del paquete del que habíamos hablado.
—Sí.
—Mi contacto en Granville se ha comunicado con su oficina principal. Al parecer, le enviarán una persona el jueves, a más tardar, que le dará el consejo que necesita.
—¿Está seguro de ello?
—Absolutamente.
El teléfono quedó mudo. Gallagher permaneció un rato sentado, reflexionando, y finalmente se puso su vieja chaqueta de pana y se dirigió a De Ville Place. Encontró a Helen en la cocina, preparando la cena en compañía de la señora Vibert. La anciana asistenta no vivía en la casa, sino en otro edificio de la granja, con su sobrina y su hija pequeña. Era viuda, una bondadosa mujer de sesenta y cinco años dedicada por completo a Helen.
Se secó las manos y cogió un abrigo colgado detrás de la puerta.
—Si no necesita nada más señora, me iré a casa.
—Hasta mañana, entonces —respondió Helen.
Cuando se hubo retirado, Gallagher preguntó:
—No sospecha nada, ¿verdad?
—No, y prefiero que siga así. Por el bien de ella y el de todos.
—Acabo de hablar con Savary por teléfono. Se han puesto en contacto con Londres. Dice que el jueves llegará alguien.
Helen se volvió rápidamente.
—¿Estás seguro?
—Todo lo seguro que se puede estar. ¿Qué tal va el buen coronel?
—Sigue con fiebre. George ha estado con él esta tarde. Parece satisfecho. Está aplicándole ese producto, la penicilina.
—Me sorprende que Savary haya vuelto tan temprano. Deben de haber realizado la travesía esta tarde.
—Así es —dijo ella—. Aprovechando la niebla una vez más. Casi todos los oficiales han llegado a casa hace menos de una hora.
—¿Casi todos?
—Dos han muerto. Bohlen y Wendel. Dos de los buques han sido atacados por Hurricanes.
En aquel momento se abrió la puerta tapizada de paño verde que daba al comedor y entró Guido Orsini. Vestía su mejor uniforme y, con el cabello todavía húmedo de la ducha, estaba deslumbrador. Lucía la medalla italiana al valor militar, de oro; una condecoración equivalente a la Victoria Cross británica y que sólo se concedía en contadas ocasiones. Sobre la izquierda de su pechera también lucía una Cruz de Hierro de primera clase.
Gallagher le saludó en inglés.
—¿Todavía sigue de una pieza? Me he enterado de que han pasado un mal rato.
—Habría podido ser peor —replicó Guido—. Están ahí todos sentados, entregándose a sus lamentaciones. —Dejó la bolsa que llevaba encima de la mesa—. Una docena de botellas de Sancerre, recién llegadas de Granville.
—Es usted un buen chico —dijo la mujer.
—Eso tengo entendido. ¿No le parece también que esta noche estoy particularmente apuesto?
—Seguramente. —Se burlaba de ella, como siempre, y ambos lo sabían—. Ahora, haga el favor de apartarse mientras sirvo la cena.
Guido abrió ligeramente el ventanillo por el que se sacaban los platos al comedor y le susurró a Gallagher:
—Sean, venga a ver esto.
El salón estaba revestido con paneles de roble, de oscura magnificencia, y la larga mesa de roble situada en el centro tenía capacidad para veinticinco personas. En aquellos momentos solamente había ocho, todos ellos oficiales de la marina, sentados en diversos lugares. En cada uno de los huecos en que faltaba un comensal, había una vela encendida junto a su plato. Eran seis velas en total, y cada una representaba a un miembro del grupo muerto en acción. El efecto resultaba ciertamente fúnebre.
—Tienen que convertirlo todo en una tragedia de Shakespeare —comentó Orsini—. Si no fuera por la cocina de Helen, ya me habría largado a otra parte. Hace poco descubrí un restaurante de mercado negro muy aconsejable, en la bahía de St. Aubin. Es asombroso lo que servían, y sin cupones.
—Esto sí que es interesante —respondió Gallagher—. Cuénteme más.
Mientras la señora Moon y sus dos ayudantes se ocupaban en alterar el aspecto de Sarah, la obesa mujer no cesó de hablar ni un instante.
—He estado en todas partes. Denham, Elstree, Pinewood... Me cuido de todo el maquillaje de la señorita Margaret Lockwood y del señor James Mason. ¡Ah! Y he trabajado con el señor Coward. Él sí que era un caballero.
Cuando Sarah salió de debajo del secador, no podía creer lo que vio en el espejo. Su cabello era de un rubio dorado, y lo hablan moldeado muy pegado a la cara. Acto seguido, la señora Moon comenzó con el maquillaje, depilándole dolorosamente las cejas con ayuda de unas pinzas y subrayándolas luego a lápiz para convertirlas en dos finas líneas.
—Mucho colorete, querida. Un poquitín más del necesario, no sé si me entiende, y abundancia de pintura de labios. Todo un poquitín exagerado, así es como lo haremos. A ver, ¿qué le parece ahora?
Sarah se contempló en el espejo. Era la cara de una desconocida. «¿Quién soy yo?», pensó. ¿Realmente existía Sarah Drayton?
—Vamos a probarle uno de los vestidos. Naturalmente, la ropa interior y todas las prendas que utilice serán de origen francés, pero de momento sólo le pondremos el vestido para ver el efecto.
Era de satén negro, muy ceñido y bastante corto. La mujer ayudó a Sarah a ponérselo y le abrochó la cremallera de la espalda.
—Desde luego, querida, a sus pechos les sienta espléndidamente. Tienen un aspecto magnífico.
—No sé qué decirle. Casi no puedo respirar. —Sarah se calzó un par de zapatos de tacón alto y se miró al espejo, conteniendo una risita—. Parezco una mujer de la vida.
—Bien, querida, ésa es la idea. Ahora, vaya a ver qué le parece al brigadier.
Cuando llegó allí, Carter y Munro seguían sentados junto al hogar, hablando en voz baja.
—Nadie me ha dicho cómo me llamo —comenzó Sarah.
—Anne-Marie Latour —respondió Carter automáticamente. Luego, alzando la vista, exclamó—: ¡Dios mío!
Munro fue mucho más explícito.
—Me gusta. Me gusta mucho, ciertamente. —Sarah hizo algunas evoluciones ante él—. Sí, en el club de oficiales alemanes de St. Helier caerán todos a sus pies.
—Y yo diría que también en el del Ejército y la Marina, en Londres —añadió Carter secamente.
Se abrió la puerta y entró Martineau. La joven se volvió hacia él con los brazos en jarras, en un deliberado gesto de desafío.
—¿Y bien?
—¿Y bien qué?
—¡Oh, maldito sea! —Quedó lo bastante irritada como para dar una patada en el suelo—. Es el hombre más insoportable que jamás he conocido. ¿Hay algún pueblo por aquí cerca que tenga un pub?
—Sí.
—¿Me lleva a tomar algo?
—¿Así como está?
—¿Quiere decir que no estoy guapa?
—De hecho, supera todos los esfuerzos de la señora Moon. No podría ser una prostituta por más que lo intentara. La espero en el vestíbulo dentro de quince minutos.
Martineau dio media vuelta y abandonó la sala.
En el pueblo se celebraba un festival de primavera en favor de las obras benéficas de tiempo de guerra. Puestos y espectáculos en el prado del pueblo y un par de anticuados tiovivos. Sarah llevaba un abrigo sobre su vestido e iba colgada del brazo de Martineau. Era evidente que disfrutaba mezclándose con aquella ruidosa y alegre muchedumbre.
Pasaron ante una tienda que ostentaba el rótulo «Su fortuna Sara, la gitana».
—Sarah sin H —observó ella—. Entremos a probar.
—De acuerdo —asintió él, por complacerla.
Sorprendentemente, la mujer de la tienda había prescindido de los habituales atavíos de gitana, como el pañuelo en la cabeza y los aros para las orejas. Tenía unos cuarenta años, tez cetrina y una pulcra cabellera negra, e iba vestida con un elegante traje de gabardina.
Cogió la mano de la chica.
—¿Solamente usted, señorita, o también su hombre?
—No es en absoluto mi hombre —protestó Sarah.
—Nunca pertenecerá a nadie más, nunca conocerá a otra mujer.
La joven respiró hondo y Martineau dijo:
—Oigamos ahora las buenas noticias.
La gitana le entregó a Sarah una baraja de cartas de tarot, cerró sus manos sobre las de ella, barajó varias veces las cartas y, finalmente, extrajo tres.
La primera era la Fortaleza, una mujer joven sujetando las mandíbulas de un león.
—Existe la oportunidad de poner en práctica un importante plan, si está dispuesta a arriesgarse —afirmó la gitana Sara.
La siguiente carta era la Estrella, una chica desnuda de rodillas junto a un estanque.
—Veo fuego y agua mezclándose al mismo tiempo. Una contradicción, pero sale ilesa de ambos elementos.
Sarah se volvió hacia Martineau.
—Eso fue el mes pasado, en el Cromwell. Cayeron bombas incendiarias en los aposentos de las enfermeras, y las mangueras de los bomberos lo llenaron todo de agua.
La tercera carta era la del Ahorcado. La mujer sentenció:
—Nunca cambiará, por más tiempo que permanezca colgado del árbol. No puede alterar la imagen del espejo, por mucho que la tema. Deberá viajar sola. La adversidad será siempre su fuerza. Sólo encontrará el amor si no lo busca. Ésta es la lección que debe aprender.
Sarah se volvió hacia Martineau.
—Ahora usted.
La gitana Sara recogió las cartas.
—No puedo decirle al caballero nada que no sepa ya.
—Lo mejor que he oído desde los hermanos Grimm. —Martineau depositó una libra sobre la mesa y se puso en pie—. Vámonos.
—¿Está enfadado? —quiso saber Sarah mientras se abrían paso entre la multitud hacia el pub del pueblo.
—¿Por qué habría de estarlo?
—Sólo ha sido un juego para pasar el rato. No hace falta tomárselo en serio.
—Oh, pero es que yo me lo tomo todo en serio —le aseguró él. El bar estaba atestado, pero lograron encontrar un par de asientos en un rincón, cerca del fuego. Martineau pidió un shandy para ella y un whisky para sí.
—Bueno, ¿qué le parece, hasta el momento? —quiso saber.
—Bastante más interesante que trabajar en el Cromwell.
—En otras circunstancias, dispondría de unas seis semanas de entrenamiento —explicó—. En las tierras altas de Escocia, para endurecerla un poco. Prácticas de combate sin armas y cosas por el estilo. Doce formas de matar a alguien con las manos desnudas.
—¡Qué horripilante!
—Pero muy efectivo. Recuerdo que uno de nuestros agentes, un periodista en la vida civil, dejó de ir a los bares cuando estaba de permiso. Tenía miedo de verse envuelto en una pelea, a causa de lo que era capaz de hacer.
—¿Sabe usted hacer todas estas cosas?
—Cualquiera puede aprender. En este juego, lo importante es el cerebro.
Ante la barra había tres soldados de uniforme caqui de combate; un par de soldados rasos y un hombre de más edad con los galones de sargento. Eran jóvenes duros que no dejaban de reír, con las cabezas muy juntas, mientras miraban hacia Martineau. Cuando éste fue a llenar de nuevo los vasos, uno de los soldados le propinó deliberadamente un codazo, haciéndole derramar un poco de whisky.
—¡A ver si anda con más cuidado, amigo! —exclamó el joven.
—Si usted lo dice...
Martineau sonrió mientras el sargento ponía su mano sobre el brazo del joven y le murmuraba algo al oído.
Cuando volvió a tomar asiento junto a Sarah, ésta comentó:
—Me ha dicho Carter que conoció usted a Freud.
—Así es. Le vi por última vez en Londres, en mil novecientos treinta y nueve, poco antes de su muerte.
—¿Está de acuerdo con el psicoanálisis?
—¿Con la idea de que todo se reduce al sexo? Bien sabe Dios que el propio Sigmund tenía sus problemas en ese aspecto. En cierta ocasión estaba realizando una serie de conferencias en los Estados Unidos, en compañía de Jung, y le dijo que a menudo solía soñar con prostitutas. Jung se limitó a preguntarle por qué no hacía algo al respecto. Freud se quedó atónito. «Pero si estoy casado», respondió.
Ella se echó a reír sin poder evitarlo.
—¡Maravilloso!
—Hablando de grandes talentos, en un tiempo tuve tratos con Bertrand Russell, a quien las mujeres le atraían algo más que un poco. Él lo justificaba mediante su acérrima convicción de que no era posible conocer adecuadamente a una mujer hasta que no se había dormido con ella.
—Eso no me parece muy filosófico —opinó ella.
—Al contrario.
Sarah se levantó de la silla y se disculpó.
—En seguida vuelvo.
Cuando pasó hacia el guardarropa, los soldados la siguieron con la vista, miraron a Martineau y se echaron a reír. Cuando regresó, el soldado joven con el que Martineau había tropezado antes la cogió por el brazo. Ella se debatió para desasirse y Martineau, alzándose de inmediato, se abrió paso entre la gente para llegar a su lado.
—Ya basta.
—¿Quién diablos es usted? ¿Su padre? —preguntó el joven.
Martineau aferró su muñeca e hizo palanca tal y como le había enseñado su instructor de lucha silenciosa en Arisaig, en Escocia, al comienzo de todo. El joven hizo una mueca de dolor.
—Suéltelo ya —dijo el sargento—. No lo ha hecho con mala intención. Sólo estaba bromeando.
—Sí, ya lo veo.
Mientras la acompañaba de regreso a la mesa, ella comentó:
—Ha sido rápido.
—Cuando siento, actúo. Soy una persona muy existencialista.
—¿Existencialista? —Frunció el ceño—. No comprendo.
—Oh, es una nueva perspectiva de las cosas, inventada por un amigo mío. Un escritor francés llamado Jean-Paul Sartre. Cuando andaba fugitivo por París, hace tres años, me refugié en su apartamento durante quince días. Está relacionado con la resistencia.
—Pero ¿qué significa?
—Oh, muchas cosas. Personalmente, lo que más me gusta es la sugerencia de que cada uno debe crear sus propios valores a través de la acción, viviendo plenamente cada instante.
—¿Es así como logró superar los cuatro últimos años?
—Más o menos. Sartre se ha limitado a expresarlo en palabras. —Le ayudó a ponerse el abrigo—. Vámonos.
En el exterior ya había oscurecido, y desde la feria llegaban todavía rumores de música y diversión, a pesar de que la mayoría de los puestos ya habían cerrado a causa de las normas que imponían el oscurecimiento. Empezaron a cruzar el aparcamiento desierto, hacia el lugar en que Martineau había dejado el coche, cuando oyeron unos pasos que avanzaban en la carrera. Se volvió y descubrió a los dos soldados jóvenes que corrían hacia ellos. El sargento salió del pub y se quedó en la puerta de atrás, mirando.
—¡Un momento! —gritó el soldado que había provocado el incidente del bar—. Usted y yo aún no hemos terminado. Necesita que le den una lección.
—¿En serio? —preguntó Martineau.
El joven se abalanzó sobre él para darle un puñetazo, pero Martineau cogió su muñeca, la retorció hacia arriba y hacia atrás y presionó para dislocarle el hombro. El soldado profirió un alarido cuando el músculo se desgarró. Su compañero lanzó un grito de alarma y empezó a retroceder, mientras Martineau depositaba en el suelo a su atacante y el sargento corría hacia allí enfurecido.
—¡Hijo de perra! —exclamó el suboficial.
—Yo no. Usted, por permitir que esto ocurriera. —Martineau le mostró su tarjeta de identificación—. Será mejor que vea esto.
La expresión del sargento cambió de inmediato.
—¡A sus órdenes, mi coronel! —Se puso en posición de firmes.
—Esto ya está mejor. Tendrá que ir en busca de un médico. Dígale a su compañero, cuando sea capaz de escuchar, que espero que haya aprendido la lección. La próxima vez, podría ser su muerte.
Ya de camino en el automóvil, Sarah observó:
—No vacila nunca, ¿verdad?
—¿Para qué?
—Creo que comprendo a qué se refería Carter. Me parece que tiene usted talento para matar.
—Palabras —replicó él—. Juegos de la mente. Eso fue lo único que tuve durante muchos años. Nada más que charla, nada más que ideas. Vamos a los hechos, para variar. Basta de jugar a teñirse el pelo de rubio y vestirse de satén negro. ¿Sabe cuál es la primera técnica que utiliza la Gestapo para romper la resistencia de los agentes femeninos que caen en sus manos?
—Es evidente que va usted a explicármela.
—Violación múltiple. Y si eso fracasa, lo siguiente es el tratamiento con descargas eléctricas. Tenía una amiga muy querida en Berlín. Era judía.
—Ya lo sé. Carter también me ha hablado de ella.
—¿Le ha contado cómo la torturaron y luego la asesinaron en los sótanos de la Gestapo, en Prinz Albrechtstrasse? —Martineau meneó la cabeza—. Carter no lo sabe todo. No sabe que Kaufmann, el jefe de la Gestapo de Lyon, que maté el noviembre pasado, había sido el responsable de la muerte de Rosa en Berlín, en mil novecientos treinta y ocho.
—Ahora comprendo —dijo ella con voz suave—. El sargento Kelly opinaba que usted había cambiado, y tenía razón. Se pasó años odiando a Kaufmann, y cuando por fin consiguió vengarse, descubrió que no significaba nada para usted.
—¡Cuánta sabiduría! —Se rió con frialdad—. Cruzar el canal para ir a enfrentarse con la Gestapo es muy distinto a las películas que producen en los estudios Elstree. En Francia hay cincuenta millones de habitantes. ¿Sabe cuántos de ellos son miembros activos de la resistencia, según nuestros cálculos?
—No.
—Dos mil, Sarah. Dos sucios millares. —Parecía asqueado—. No sé por qué nos molestamos.
—Si piensa así, ¿por qué lo hace? No a causa de Rosa, ni de su abuelo. —Martineau le dirigió una rápida mirada de soslayo, y ella añadió—: Oh, sí, también me han contado eso.
Hubo una pausa. Él abrió su pitillera con una sola mano.
—¿Quiere uno? Es una mala costumbre, pero también un gran alivio en algunas ocasiones.
—De acuerdo —respondió ella, tomando uno.
Le dio fuego.
—Voy a contarle algo de lo que nunca suelo hablar. En 1917 tenía que ingresar en Harvard. Entonces, los Estados Unidos entraron en la guerra. Yo tenía diecisiete años, por debajo de la edad oficial, pero me alisté voluntario, siguiendo el impulso del momento, y terminé en las trincheras de Flandes. —Sacudió la cabeza—. Si hay algún infierno en la tierra, no cabe duda de que está en las trincheras. Moría tanta gente que no se podía llevar la cuenta.
—Debió de ser terrible —dijo ella.
—Y yo disfruté hasta el último minuto de ello. ¿Puede comprenderlo? Vivía y sentía más en un solo día que en todo un año de vida corriente. La vida se hizo real, sangrienta, excitante. La guerra me sabía a poco.
—¿Como una droga?
—Exactamente. Era como aquel hombre del poema, que no cesaba de buscar la Muerte en el campo de batalla. Intenté escapar de ello, regresando a los claustros de Harvard y de Oxford, al tranquilo mundo de las aulas y los libros, donde todo ocurre en la cabeza.
—Hasta que volvió a estallar la guerra.
—Y Dougal Munro me arrojó de nuevo al mundo real... Y el resto, como suele decirse, ya lo conoce.
Más tarde, tendido en la cama fumando un cigarrillo y escuchando el ruido de la lluvia sobre los cristales, oyó que se abría la puerta.
—Soy yo —anunció suavemente Sarah desde la oscuridad.
—¿Ah, sí? —respondió Martineau.
Se quitó la bata y se metió en la cama junto a él. Llevaba un camisón de algodón, y él la rodeó automáticamente con su brazo.
—Harry —susurró—, ¿puedo hacerte una confesión?
—Es evidente que vas a hacerla.
—Ya sé que probablemente imaginas, como todos los demás que yo soy una delicada niñita de clase media, todavía virgen, pero temo que eso no sea cierto.
—¿En serio?
—Sí. El año pasado, en el hospital, conocí a un piloto de Spitfire que venía a tratarse un tobillo roto.
—¿Y un auténtico amor floreció entre los dos?
—De hecho, no. Más bien un deseo mutuo. Pero era un buen muchacho y no lamento nada. Hace tres meses fue derribado sobre el Canal.
Comenzó a llorar, por ningún motivo que pudiera expresarse con palabras, y Martineau acarició su muslo sin decir nada, en la penumbra de la habitación.