CAPÍTULO 8

Al día siguiente, poco después de mediodía, en Fermanville, en la península de Cherburgo, Karl Hagan, sargento de guardia en la fortificación central de la 15 Batería de Artillería Costera, estaba apoyado en un parapeto de hormigón, disfrutando plácidamente de un cigarrillo bajo el mortecino sol de la tarde, cuando se fijó en un Mercedes negro que se aproximaba por la pista de acceso. No llevaba escolta, de modo que no podía tratarse de ningún personaje importante... Pero justo entonces distinguió el estandarte que ondeaba sobre la capota. Estaba aún demasiado lejos para ver qué indicaba, pero un soldado veterano como él no necesitaba saber más. En un abrir y cerrar de ojos se halló en el interior de la sala de operaciones, donde el capitán Reimann, comandante de la batería, estaba repantigado leyendo un libro ante su escritorio, con la guerrera desabrochada.

—Viene alguien, señor. Me parece que es algún jefazo. Quizá se trate de una inspección por sorpresa.

—Bien. Alerte a los hombres. Que estén preparados, por si acaso.

Reimann se abrochó la guerrera, se ajustó el cinturón y ladeó su gorra en un ángulo satisfactorio. Cuando salió al reducto, el Mercedes acababa de detenerse en el patio inferior. El chófer se apeó. El primer pasajero que apareció era un mayor del ejército con las rayas del estado mayor en las perneras de sus pantalones. El segundo era el mariscal Erwin Rommel, con una trinchera de cuero, pañuelo blanco descuidadamente anudado al cuello y gafas para el desierto sobre la visera de su gorra.

Reimann jamás se había sentido tan sorprendido en toda su vida, y se aferró al parapeto. En el mismo instante, oyó la voz del sargento Hagan que hacía formar en el patio al personal de la batería. Mientras Reimann se lanzaba escaleras abajo, los dos tenientes de la posición, Scheel y Planck, llegaron a sus puestos.

Reimann se adelantó y, recordando lo que había oído comentar acerca de las preferencias de Rommel, eligió el saludo militar antes que el nazi.

—Herr mariscal. Es un gran honor para nosotros.

Rommel se dio unos golpecitos en la visera de la gorra con su bastón de mariscal.

—¿Su nombre?

—Reimann, Herr mariscal.

—El mayor Hofer, mi edecán.

—El mariscal desea verlo todo —intervino Hofer—, incluso las fortificaciones secundarias. Haga el favor de acompañarle.

—Antes, mayor, pasaré revista a la tropa —decidió Rommel—. Un ejército nunca es más fuerte que su punto más débil, téngalo siempre en cuenta.

—Por supuesto, Herr mariscal —asintió Hofer.

Rommel pasó ante la formación, deteniéndose aquí y allí para hablar con algún individuo que le llamaba la atención. Finalmente, se volvió.

—Una buena tropa. Estoy satisfecho. Ahora podemos empezar.

Durante la hora que siguió, recorrió toda la cima del acantilado de una a otra fortificación, con Reimann abriendo la marcha. La sala de radio, los aposentos de los hombres, los depósitos de municiones e incluso los urinarios. Nada escapó a su atención.

—Excelente, Reimann —le dijo por fin al joven oficial de artillería—. Un magnífico servicio. Yo mismo confirmaré personalmente el informe de su unidad.

Reimann casi se desmayó de placer.

—Herr mariscal... ¿Qué puedo decir?

Ordenó a la guardia de honor posición de firmes. Rommel se golpeó otra vez la gorra con el bastón y subió a su Mercedes. Hofer subió por la otra portezuela y, mientras el conductor ponía el motor en marcha, comprobó que la separación de cristal estuviera bien cerrada.

—Excelente —aprobó Hofer—. Tome un cigarrillo. Creo que se ha desenvuelto muy bien, Berger.

—¿Lo dice en serio, Herr mayor? ¿Me dan el papel, entonces?

—Creo que aún haremos otra prueba. Algo un poco más ambicioso; tal vez una cena en algún comedor de oficiales. Sí, eso estaría bien. Entonces estará preparado para ir a Jersey.

—Lo que usted diga.

Baum se recostó en el asiento, aspirando una larga bocanada de humo.

—Ahora, a informar al mariscal —concluyó Konrad Hofer.

Cuando Sarah y Harry Martineau pasaron a la biblioteca de Berkley Hall, Jack Carter estaba sentado ante la mesa con los mapas desplegados frente a él.

—Ah, aquí están —dijo—. El brigadier Munro ha ido a Londres para informar al general Eisenhower, pero estará de regreso esta misma noche. Iremos los dos con ustedes hasta Hornley Field. ¿Algún problema?

—Ninguno que se me ocurra. —Martineau se volvió hacia Sarah—. ¿Y tú?

—Creo que no.

—Nos hemos asegurado de que toda su ropa sea de origen francés —prosiguió Carter—. Eso ya está controlado. Aquí tiene sus papeles, Sarah. Tarjeta de identidad francesa con su fotografía. La Ausweis alemana con una foto distinta... Ahora ya sabe por qué le pidieron que se cambiara de ropa durante la sesión fotográfica. Tarjetas de racionamiento. ¡Ah! Y una tarjeta de racionamiento para tabaco.

—Se supone que ha de tenerla, aunque no fume —explicó Martineau.

—Estos documentos son totalmente garantizados —le aseguró Carter—. El papel adecuado, la misma filigrana, las máquinas de escribir, el tipo de tinta... Todo es perfecto. Le prometo que ni el mejor experto de la Abwehr o de la Gestapo podría encontrar nada malo en ellos. —Le tendió una hoja de papel—. Aquí constan todos los detalles sobre su persona. Anne-Marie Latour. Hemos mantenido su misma fecha de nacimiento. Nacida en Bretaña, naturalmente, para justificar su acento. Como lugar de nacimiento le hemos elegido Paimpol, en la costa. Tengo entendido que conoce bien el lugar.

—Sí. Mi abuela vivía allí. Pasé muchos veranos con ella.

—Normalmente, le concederíamos un tiempo razonable para que fuera acostumbrándose a su nueva identidad. En este caso, no ha sido posible. No obstante, Harry estará siempre a su lado, y sólo serán tres días. Cuatro, como máximo.

—Entiendo.

—Otra cosa. Su relación con el Standartenführer Max Vogel debe resultar convincente en todo momento. ¿Se da cuenta de lo que ello puede significar?

—¿Compartir la habitación? —La sonrisa que le dirigió a Martineau estaba cargada de picardía—. ¿Está usted de acuerdo, coronel?

Por una vez, Martineau se sintió desconcertado y frunció el ceño.

—¡Zorrita desvergonzada!

Durante unos instantes fue como si estuvieran a solas. Ella le tocó suavemente el rostro con las yemas de sus dedos.

—Oh, Harry Martineau, estás encantador cuando te enfadas. —Se volvió hacia Carter—. Creo que puede darse cuenta de que no habrá ningún problema en este sentido, capitán.

Carter, sumamente embarazado, se apresuró a cambiar de tema.

—Muy bien. Entonces, lean esto. Los dos. Son las normas, Sarah.

Se trataba de una típica orden de operaciones de la EOE, fría y precisa, sin divagaciones literarias. Exponía la tarea a realizar, el procedimiento, el canal de comunicaciones por mediación de los Cresson, en Granville. Todo estaba previsto, incluso el nombre en clave de la operación: JERSEYMAN. Al final de la hoja se leía: DESTRUIR INMEDIATAMENTE DESTRUIR INMEDIATAMENTE.

—¿De acuerdo? —le preguntó Martineau.

Ella asintió y él encendió una cerilla y la aplicó al papel, dejándolo caer sobre el cenicero.

—Entonces, eso es todo —añadió—. Iré a hacer mi equipaje. Hasta luego.

Sobre la cama de su habitación, los encargados del guardarropa habían depositado un traje de tres piezas en tweed gris claro, zapatos, varias camisas blancas y dos corbatas negras. También había una trinchera militar de suave cuero negro, como las que solían llevar muchos oficiales de las SS.

El uniforme verdegrís de las SS colgaba detrás de la puerta. Lo examinó minuciosamente. En la manga izquierda lucía el brazalete con el título de RFSS que le identificaba como miembro de la plantilla de Himmler, y una insignia de la SD un poco más arriba. El Waffenfarben, el ribete coloreado que adornaba el uniforme y la gorra, era de un verde venenoso, indicando que pertenecía al Servicio de Seguridad de las SS. Las hojas de roble sobre las insignias del cuello que indicaban su graduación eran de hilo de plata. En el pecho de la guerrera, a la izquierda, había una Cruz de Hierro de primera clase. Aparte de ella, sólo había una medalla de la Orden de la Sangre, una condecoración destinada únicamente a los antiguos camaradas del Führer que habían sufrido condena por delitos políticos durante los años veinte.

Decidió probarse el uniforme y se desvistió rápidamente. Todo le sentaba a la perfección. Se abrochó la guerrera y ajustó el cinturón, de un modelo muy poco frecuente que en la hebilla ostentaba un águila con una esvástica en una garra y las runas de las SS en la otra. Tomó la gorra y examinó el plateado distintivo de la calavera, sacándole brillo con la manga. Luego metió la mano en su interior, descosió un trocito del forro de seda y retiró la ballena del interior, haciendo que la gorra quedara arrugada. Aunque iba contra el reglamento, muchos veteranos solían llevarla así.

En seguida, se la encasquetó dejándola ligeramente ladeada. A sus espaldas, Sarah comentó con voz tranquila.

—Parece que te lo estás pasando bien. Tengo la impresión de que te gustan los uniformes.

—Me gusta hacer bien mi papel —la corrigió él—. Muchas veces pienso que equivoqué mi vocación. Habría debido ser un actor. Hacer bien el papel es importante, Sarah. No hay segundas oportunidades.

El rostro de la joven reflejó cierta aprensión. Se acercó a él y le cogió del brazo.

—En estos momentos, no sé si eres tú mismo, Harry.

—No lo soy. Cuando llevo este uniforme, soy el Standartenführer Max Vogel, de la SD. Temido por los suyos tanto como por los franceses. Ya lo verás. Esto no va a ser ningún juego.

Ella se estremeció y lo rodeó con sus brazos.

—Ya lo sé, Harry, ya lo sé.

—¿Estás asustada?

—Dios mío, no. —Alzó la cara con una sonrisa—. No, teniendo a la gitana Sara de mi parte.

Eisenhower estaba sentado ante su escritorio en el estudio de Hayes Lodge, examinando un expediente a través de las gafas de lectura que se había calado sobre la nariz. Se echó hacia atrás, se quitó las gafas y miró a Dougal Munro, sentado frente a él.

—Este Martineau parece todo un tipo. Su historial es extraordinario. Además, es norteamericano.

—Sí, señor. En cierta ocasión me explicó que su bisabuela había emigrado de Inglaterra a Virginia hacia 1850; desde una población rural de Lancashire, según creo.

—Me parece un apellido exótico para ser de Lancashire.

—No es desconocido, mi general. Creo que se remonta a la época de los normandos.

Advirtió que Eisenhower únicamente hablaba para ganar tiempo mientras pensaba en otras cosas. El general se puso en pie y se dirigió a la ventana. Desde allí, comentó:

—La oficial de vuelo Drayton es muy joven.

—Soy consciente de ello, mi general. Sin embargo, sus circunstancias la sitúan en una posición excepcional para ayudarnos.

—Sin duda. ¿Cree verdaderamente que esto puede salir bien?

—Creo que podemos transportar al coronel Martineau y a la oficial de vuelo Drayton hasta Francia sin problemas. Tampoco veo que su traslado a Jersey en barco pueda presentar problemas; Martineau dispone de una autoridad más que considerable. Nadie se atreverá a cuestionarla. Cuando se tienen dudas acerca de un representante personal del Reichsführer, la única manera de despejarlas es llamando al propio Reichsführer, en Berlín.

—Sí, ya lo veo —asintió Eisenhower.

—Una vez en Jersey, empero, la cosa cobra otra dimensión. No hay forma de predecir qué puede ocurrir. Estaremos totalmente en manos de Martineau.

El silencio se prolongó durante algún tiempo. Finalmente, Munro añadió:

—Deben llegar a Jersey el jueves. Martineau tiene de plazo hasta el domingo; es el tope máximo. Sólo es cuestión de unos días.

—Y del resultado depende un número incalculable de vidas. —Eisenhower volvió a sentarse tras el escritorio—. Muy bien, brigadier. Siga adelante con sus planes y manténgame informado en todo momento.

Antes de la guerra, Hornley Field había sido un club aéreo. También se había utilizado como base provisional de cazas durante la batalla de Inglaterra. En aquellos momentos, únicamente se utilizaba para vuelos clandestinos con destino al continente, casi todos con Lysanders y algún que otro Liberator. La pista era de hierba, pero bastante larga. Había una torre de control, varios barracones y dos hangares.

El comandante de la base era el jefe de escuadrón Barnes, un ex piloto de caza que había perdido su brazo derecho en el verano de 1940. El piloto del Lysander era un teniente de vuelo llamado Peter Green. Sarah, de pie junto a la ventana, le vio caminar en torno al aparato, una figura voluminosa a causa del casco y la chaqueta de piloto.

Eran las dos y media de la madrugada, pero en el barracón no hacía frío. El fogón siseaba constantemente.

—¿Quiere un poco más de café, oficial? —le preguntó Barnes a Sarah.

Ella se volvió y sonrió.

—No, gracias. No creo que la Westland haya instalado retretes en sus Lysanders.

Barnes le devolvió la sonrisa.

—No, temo que no queda suficiente espacio.

Martineau estaba de pie ante el fogón, con las manos en los bolsillos de su trinchera de cuero. Llevaba el traje de tweed y un sombrero flexible de color oscuro, y tenía un cigarrillo en la boca. Carter, sentado junto al fogón, golpeaba incansablemente el suelo con la contera de su bastón.

—Temo que ya no podemos seguir esperando —dijo Barnes—. Si despegan ahora, llegarán al otro lado en el momento más oportuno. Si esperamos más, habrá demasiada luz.

—No logro imaginar qué puede haberle ocurrido al brigadier —observó Carter.

—No tiene importancia. —Martineau se volvió hacia Sarah—. ¿Preparada para la marcha?

Ella asintió y, con gran cuidado, se enfundó sus guantes de piel a la última moda. Sobre el vestido llevaba un abrigo negro de hombreras anchas y cintura muy ajustada, todo a la moda del día.

Barnes le echó sobre los hombros un enorme chaquetón de vuelo forrado de piel.

—Seguramente hará frío allí arriba. —Gracias.

Martineau recogió las dos maletas y salieron todos al exterior, dirigiéndose hacia el Lysander, donde les esperaba Green.

—¿Algún problema? —inquirió Martineau.

—Niebla en la costa, pero con claros. Un ligero viento de cara. —Consultó su reloj—. Llegaremos hacia las cuatro y media, lo más tarde.

Sarah subió en primer lugar y se ajustó el cinturón de seguridad. Martineau dejó las maletas en el aparato y luego se volvió para estrecharle la mano a Carter.

—Hasta pronto, Jack.

—Ya conoce la señal de llamada —dijo Carter—. Lo único que Cresson tiene que hacer es enviarla. No hace falta ningún mensaje más. Un Lysander irá a recogerlos en el mismo aeropuerto, a las diez de la noche del día que recibamos la llamada.

Martineau se acomodó al lado de Sarah y abrochó su cinturón. No la miró ni le dijo nada, pero cogió su mano cuando Green trepó al asiento del piloto. El rugido de los motores hizo temblar la noche. Fueron rodando hasta la cabecera de la pista y viraron en redondo. Cuando empezaban a correr entre las dos hileras de luces, cobrando gradualmente velocidad, el Austin Princess llegó a la entrada principal, se detuvo un instante ante la garita del centinela y siguió hacia los barracones, bamboleándose sobre la hierba. Mientras Dougal Munro salía del coche, el Lysander se alzó sobre los árboles que bordeaban el campo de aterrizaje y fue tragado por la oscuridad.

—¡Maldita sea! —rugió el brigadier—. Me han detenido en Baker Street, Jack. Un asunto surgido a última hora. Pero creía que llegaría a tiempo.

—No podían esperar más, señor —le explicó Barnes—. Habría complicado las cosas al otro lado.

—Desde luego —asintió Munro.

Barnes se alejó de ellos. Carter preguntó:

—¿Qué ha dicho el general Eisenhower, señor?

—¿Qué podía decir, Jack? ¿Qué podemos decir nosotros? —Munro se encogió de hombros—. Ahora es Martineau quien lleva la pelota. Todo depende de él.

—Y de Sarah Drayton, señor.

—Sí, esa chica me gustaba. —Dándose cuenta de que había hablado en pasado, Munro se estremeció como ante un mal presagio—. Venga, Jack, volvamos a casa —añadió, mientras se volvía y echaba a andar hacia el Austin.

Sophie Cresson esperaba en el lindero de un bosque junto al campo, a unos once kilómetros al noroeste de Granville, que había sido elegido como pista de aterrizaje. Estaba sola, de pie junto a una vieja camioneta Renault, y fumaba un cigarrillo ocultando la brasa con la mano. La puerta de la camioneta estaba abierta y en el asiento del pasajero, al alcance de la mano, había una pistola Sten. También había un faro de orientación. Sophie había estado esperando en el bar hasta que Gerard recibió el mensaje de que ya estaba en el aire. En tales casos, era fundamental medir bien los tiempos.

Se cubría con una boina de lana calada sobre las orejas para protegerse del frío, pantalones y un chaquetón de cazador, propiedad de Gerard, con forro de piel y cinturón en torno al talle. No temía que surgieran problemas en caso de encontrarse con alguna patrulla de rutina. Conocía a todos los soldados de la región de Granville, y los soldados la conocían a ella. En cuanto a los policías, se limitaban a hacer lo que se les decía. No había ni siquiera uno del que Sophie no supiera demasiado. En la parte de atrás de la camioneta llevaba varios pollos muertos y unos cuantos faisanes. Otra de sus salidas para comprar de estraperlo; ésa era su cobertura.

Consultó su reloj y encendió el faro de orientación. Acto seguido, sacó tres linternas de la camioneta y se internó en la extensa pradera, disponiéndolas en forma de una L invertida, con el brazo más corto en la parte de donde soplaba el viento. Hecho esto, regresó a la camioneta y siguió esperando.

El vuelo no presentó ningún incidente, sobre todo porque Green era un piloto veterano que tenía en su haber más de cuarenta incursiones como aquélla. Nunca había pertenecido a la escuela que recomendaba acercarse a la costa de Francia por debajo del nivel del radar: la única vez que había probado esta táctica, la Royal Navy le había cañoneado. Por lo tanto, el Lysander pasó sobre la península de Cherburgo a una altitud de dos mil quinientos metros y viró ligeramente hacia el sur.

—Quince minutos —advirtió Green por el intercomunicador—. Ya pueden ir preparándose.

—¿No hay peligro de que nos intercepte un caza nocturno? —quiso saber Martineau.

—No es probable. Nuestros bombarderos están concentrando todos sus esfuerzos en las ciudades de la cuenca del Ruhr. Los alemanes seguramente habrán llamado a todos los cazas de Francia para que vayan a defender la Vaterland.

—¡Mira! —intervino Sarah—. Se ven luces.

Comenzaron a descender con gran rapidez. Bajo ellos, las tres luces en forma de L eran claramente visibles.

—Hemos llegado —anunció Green—, Ya he aterrizado aquí mismo en otras dos ocasiones, de modo que conozco el terreno. Aterrizaré y me iré a toda prisa. Usted conoce la rutina, coronel.

Sobrevolaron los árboles a baja altura y pronto llegaron al comienzo de la pradera. Empezaron a rodar hacia las luces. Sophie Cresson se adelantó con la Sten en una mano y agitando la otra. Martineau abrió la portezuela, arrojó las maletas al exterior y saltó tras ellas. Después, se volvió para ayudar a Sarah. En cuanto hubo descendido, Green extendió la mano hacia la puerta y la cerró de golpe, bloqueándola con el seguro. El rugido del motor fue creciendo a medida que aumentaban las revoluciones y el Lysander, tras una veloz carrera por el prado, volvió a despegar.

—Vamos —les urgió Sophie Cresson—, salgamos de aquí. Lleven sus maletas mientras yo recojo las linternas. —La siguieron hasta la camioneta, y ella abrió la puerta trasera—. Detrás de los dos barriles tienen el sitio justo para sentarse. No se preocupen, conozco a todos los flics del distrito. Si me paran, lo único que harán será coger un pollo y marcharse a casa.

—Algunas cosas no cambian jamás —observó Sarah.

—¡Vaya! ¿Una chica bretona? —Sophie enfocó su linterna a la cara de Sarah y emitió un gruñido—. Dios mío, ahora envían niñas pequeñas. —Se encogió de hombros—. Suban ya, nos vamos.

Sarah se agazapó tras los barriles, con sus rodillas tocando las de Martineau, y Sophie puso en marcha el vehículo.

Esta era la realidad, pensó. No más juegos ya. Abrió su bolso y palpó la culata de la Walther PPK que guardaba en su interior. La pequeña automática belga que Kelly le había regalado estaba en su lugar. ¿Sería capaz de usarla, en caso necesario? El tiempo lo diría. Martineau encendió un cigarrillo y se lo entregó. Cuando aspiró el humo, no pudo recordar nada que le hubiera sabido mejor. Se recostó contra la pared de la camioneta, sintiéndose maravillosamente viva.

Dieron las doce antes de que despertara, bostezando y estirando los brazos. El pequeño dormitorio, justo debajo del tejado, estaba amueblado con sencillez, pero era confortable. Echó a un lado las sábanas y se aproximó a la ventana. La vista del puerto, más allá de las murallas, era verdaderamente especial. La puerta se abrió a sus espaldas y entró Sophie con un tazón de café en una bandeja.

—¿Conque ya se ha levantado?

—Me alegra estar de nuevo aquí.

Sarah cogió el tazón y se acomodó en la silla de la ventana. Sophie encendió un cigarrillo.

—¿Había estado aquí antes?

—Muchas veces. Mi madre era una De Ville, medio bretona, medio de Jersey. Mi abuela nació en Paimpol. Cuando era niña, muchas veces venía a Granville desde la isla. Había un café de pescadores en el muelle que servía los mejores bollos calientes del mundo. Y el mejor café.

—Ya no —dijo Sophie—. La guerra lo ha cambiado todo. Mire allí.

El puerto estaba lleno de embarcaciones. Gabarras del Rin, tres buques de cabotaje y varias unidades navales alemanas. Era una escena de gran actividad, con los estibadores descargando una hilera de camiones que esperaban en el muelle y transportando su contenido a las barcazas.

—¿Es seguro que zarparán esta noche hacia las islas? —inquirió Sarah.

—Oh, sí. Parte hacia Jersey, y el resto a Guernsey.

—¿Qué piensa de ellos?

—¿De los boches? —Sophie se encogió de hombros—. Soy una mujer razonable. No quiero odiar a nadie. Sólo quiero que se vayan de Francia.

—Es que en Inglaterra se cuentan barbaridades de ellos.

—Cierto —asintió Sophie—. Las SS y la Gestapo son infernales, pero los soldados alemanes corrientes las temen tanto como el que más. Y, en todo caso, también entre los nuestros hay algunos tan malos como la Gestapo. La milice de Darnan. Franceses que colaboran con los nazis para traicionar a otros franceses.

—Eso es horrible —exclamó Sarah.

—Es la vida, chiquilla. Y significa que no se puede confiar verdaderamente en nadie. Ahora, vístase y baje a almorzar algo.

En Gavray, en lo que en otro tiempo había sido el país natal del conde de este nombre, Heini Baum ocupaba un asiento en la cabecera de la mesa del comedor de oficiales del 41 Panzer Grenadiers y acogía con una sonrisa la ovación de los oficiales que, tras brindar, habían comenzado a aplaudir. Cuando terminaron, se lo agradeció con una breve inclinación de cabeza.

El joven coronel del regimiento, un veterano del frente ruso con su negro uniforme de tanquista salpicado de medallas, se inclinó hacia él.

—Si quisiera pronunciar algunas palabras, Herr mariscal, ello significaría mucho para mis hombres.

Baum miró a Hofer de soslayo y advirtió un destello de inquietud en sus ojos, pero lo ignoró y se puso de pie, ajustándose la guerrera.

—Caballeros, el Führer nos ha encomendado una tarea sencilla. Mantener al enemigo fuera de nuestras playas. Sí, he dicho nuestras playas. Europa, una e indivisible, es nuestro objetivo. La batalla se ganará en estas playas. No existe la posibilidad de que la perdamos. Es Dios quien ha marcado el destino del Führer, como debería resultarle obvio a cualquiera que tenga un mínimo de sentido común. —La ironía les pasó por alto. Le miraban fijamente, arrobados, absorbiendo todas sus palabras—. Así pues, caballeros les invito a unirse a mi brindis. ¡Por nuestro amado Führer, Adolf Hitler!

—¡Adolf Hitler! —corearon.

Baum arrojó su copa al fuego y, en un arranque de entusiasmo los demás le imitaron. Luego, empezaron a aplaudir de nuevo formando dos hileras mientras se retiraba seguido de Hofer.

—Un duro golpe a la vajilla, diría yo —comentó Hofer mientras rodaban hacia Cressy, donde Rommel había establecido su sede temporal en el viejo castillo.

—¿No le ha parecido bien? —preguntó Baum.

—No he dicho tal cosa. En realidad, el discursito ha sido bastante bueno.

—Si Herr mayor disculpa mi franqueza, ha sido sumamente exagerado. En términos teatrales.

—Comprendo su punto de vista —admitió Hofer—. Sin embargo, era exactamente lo que deseaban oír.

«Locos —pensó Baum—. ¿Es que soy el único hombre cuerdo que queda?» Pero estaban deteniéndose ya en el patio del castillo. Subió a toda prisa por la escalinata, devolviendo los saludos, hacia su suite en la segunda planta. Hofer iba pisándole los talones.

Rommel se había encerrado en su estudio y no salió hasta oír la llamada de Hofer.

—¿Qué tal ha ido?

—Perfecto —respondió Hofer—. Aprobado con todos los honores. Habría tenido que oír el discurso que usted mismo pronunció.

—Excelente —asintió Rommel—. ¿Está todo a punto en las islas del Canal? ¿Ha hablado ya con von Schmettow, en Guernsey?

—Personalmente, Herr mariscal. También ha recibido órdenes por escrito. Tal y como le dijo a usted la comandancia naval de Cherburgo, en la actualidad casi todos los viajes entre las islas se realizan de noche, debido a la superioridad aérea del enemigo en esta zona. Así pues, se desplazarán de Jersey a Guernsey el jueves por la noche, para asistir a la conferencia, y regresarán el sábado por la noche.

—Bien. Entonces, sólo queda que usted y Berger despeguen al amanecer en un Fieseler Storch, con toda la superioridad aérea de la RAF que acaba de mencionar. —Se volvió hacia Baum—. ¿Qué le parece eso, Berger?

—Creo que resultaría interesante que Herr mayor Hofer y yo cayéramos al mar envueltos en llamas. Ha muerto el Zorro del Desierto. —Se encogió de hombros—. Admitirá usted, Herr mariscal, que eso podría dar lugar a extrañas posibilidades.

Gerard Cresson, sentado en su silla de ruedas ante la mesa de la sala, volvió a llenar los vasos con vino tinto.

—No. Lamento destruir sus ilusiones —le dijo a Sarah—, pero en Jersey, al igual que en Francia y que en cualquier otro país ocupado de Europa, el verdadero enemigo es el confidente. Sin ellos, la Gestapo no podría hacer nada.

—Pero si me dijeron que en Jersey no habla Gestapo —objetó Sarah.

—Oficialmente, tienen un equipo de la Geheime Feldpolizei. Se trata de una policía secreta, supuestamente controlada por la Abwehr. La Inteligencia militar. Todo ello es parte de su política de gobernar con amabilidad, un ejercicio cosmético destinado a engañar a la gente. La implicación es que, dado que son británicos, no van a arrojarlos en manos de la Gestapo.

—Lo cual es una mentira —intervino Sophie, que salía de la cocina trayendo el café recién hecho—, porque varios hombres de la GFP de Jersey son agentes de la Gestapo en préstamo.

—¿Sabe dónde están? —inquirió Sarah.

—Un hotel llamado Silvertide, en Havre des Pas. ¿Lo conoce? Sarah asintió.

—Oh, sí. De niña solía ir a nadar a Havre des Pas.

—Gestapo, policía secreta, SD, Abwehr... Vaya donde vaya, sea quien sea el que llama a la puerta, para el pobre diablo que es detenido siempre se trata de la Gestapo.

—Y en Jersey ocurre exactamente lo mismo —asintió Gerard—. Para los habitantes, esa policía es la Gestapo, y no hay más. Desde luego, en comparación con lo que ocurre en París o en Lyon es como un juego de Mickey Mouse. Pero cuidado con un tal capitán Muller, que se halla temporalmente al mando, y de su ayudante principal, un inspector llamado Kleist.

—¿Son de las SS?

—No lo sé. Probablemente no. Nunca han sido vistos de uniforme. Creo que deben de proceder de la policía de alguna gran ciudad. Muy pagados de sí mismos, como todos los flics. Siempre parece como si tuvieran que demostrar algo. —Se encogió de hombros—. No hace falta ser de las SS para ser de la Gestapo. Ni siquiera hace falta ser miembro del partido nazi.

—Cierto —reconoció Martineau—. Sea como fuere, ¿qué posibilidades cree que tenemos de sacar a Kelso de Jersey?

—Será muy difícil. El movimiento de civiles está muy controlado. En estos momentos, es imposible sacarlo en un bote.

—Y si no puede caminar... —Sophie se encogió de hombros expresivamente.

—En la EOE estarán esperando su llamada este fin de semana a cualquier hora —dijo Martineau—. El Lysander puede recogernos el domingo por la noche.

De repente, Gerard se echó a reír.

—Acabo de tener una idea genial. Puede usted detener a Kelso. Encuéntrelo y deténgalo, ¿comprende? Lo trae hasta aquí oficialmente, y luego, se pierde.

—Eso está muy bien —intervino Sarah—, pero ¿cómo quedarían mi tía Helen y el general? ¿No habría que detenerlos también a ellos?

Martineau asintió.

—Es una de esas ideas que parecen buenas hasta que se analizan bien. No se preocupe. Ya pensaremos algo cuando estemos allí.

—¿Un tiro en la nuca, tal vez? —sugirió Cresson—. Quiero decir, si ese hombre es tan importante como dicen...

—Tiene derecho a una oportunidad —dijo Martineau—. Si existe un modo de sacarlo, lo haré. Si no... —Se encogió de hombros—. Dígame, ¿cuál es el procedimiento para conseguir pasajes para la isla?

—En el muelle, en el barracón verde, hay un oficial de desplazamientos. Él es quien entrega los pases. En su caso, no habrá ningún problema.

—Bien —aprobó Martineau—. Entonces, creo que eso es todo.

Sophie llenó cuatro vasos con vino tinto.

—No voy a desearles buena suerte, pero quiero decirle una cosa.

—¿De qué se trata? —inquirió Martineau.

La mujer pasó un brazo en torno a los hombros de Sarah.

—Esta chiquilla me gusta. Ocurra lo que ocurra, tiene que devolverla aquí de una pieza, porque si no lo hace y aparece usted solo, yo misma le pegaré un tiro.

Sonrió jovialmente y alzó su vaso hacia él.