CAPÍTULO 9

La quinta flotilla de Schnellboote, al igual que las restantes unidades alemanas de E-boats, estaba acostumbrada a los constantes traslados. Al regresar a su base de Cherburgo, tras el ataque de Slapton Sands, tres naves habían recibido órdenes de dirigirse a Guernsey para servir temporalmente de escolta a los convoyes. Una de ellas, la S92, estaba en aquellos momentos amarrada al muelle de Granville.

Comenzaba a anochecer, y el puerto era un hormiguero de frenética actividad mientras se realizaban los últimos preparativos para la salida del convoy. El suboficial de marina Hans Richter, que estaba comprobando el cañón Bofors de 40 mm emplazado en la popa, hizo una pausa para contemplar a los estibadores que trabajaban en el Victor Hugo, atracado a su lado. Con las bodegas ya totalmente llenas, estaban cargando sacos de carbón y balas de heno en las cubiertas, de modo que apenas quedaba espacio para moverse.

Las defensas antiaéreas del Hugo consistían en unas ametralladoras de 7,92 mm y un cañón Bofors. No servían de gran cosa cuando los tommies surgían de la oscuridad en sus malditos Beaufighters con los focos encendidos, pero así era como estaban las cosas y la Luftwaffe no parecía capaz de cambiarlas. Richter divisó al capitán del Hugo, Savary, que conversaba en el puente con el oficial al mando de los artilleros, el teniente italiano Orsini. Tan llamativo como siempre, con su gorra de cubierta blanca y el pañuelo al cuello. De todos modos, era un buen marino. Decían que, antes de ser transferido a la quinta flotilla de Schnellboote para capitanear una nave, había hundido un destructor británico frente a la costa de Tarento. En aquellos momentos, desde luego, sólo le encomendaban misiones secundarias, pues ya nadie se fiaba de los italianos. Al fin y al cabo, casi todos ellos estaban luchando a favor de los aliados.

Mientras Richter miraba, Orsini bajó por la escalerilla y cruzó la pasarela hasta el muelle, para encaminarse hacia el barracón del oficial del puerto. Richter se volvía de nuevo hacia su cañón cuando una voz gritó:

—¡Suboficial!

Richter miró por encima de la borda. Unos metros más allá había un oficial de las SS con una trinchera de cuero negro sobre su uniforme. La calavera de plata de su gorra emitió un destello mate bajo la luz del crepúsculo. Cuando Richter distinguió las insignias con hojas de roble que lucía en el cuello, proclamando su graduación de coronel, se le cayó el alma a los pies.

Sin vacilar, hizo chocar sonoramente sus tacones.

—Standartenführer. ¿En qué puedo servirle?

El coronel iba acompañado por una hermosa joven con una pequeña boina negra y un impermeable ceñido a la cintura. Sus cabellos eran muy rubios, como los de la hija que Richter tenía en Hamburgo.

«¿Demasiado joven para un granuja de las SS como éste», pensó el suboficial.

—Tengo entendido que su comandante, el Kapitanleutnant Dietrich, es el jefe del convoy, ¿no es así? —preguntó Martineau—. ¿Se encuentra a bordo?

—En estos momentos, no, señor.

—¿Dónde está?

—En el barracón del oficial del puerto. Aquel verde que se ve allí, Standartenführer.

—Bien. Iré a hablar con él. —Martineau señaló sus dos maletas—. Haga que las suban a bordo. Viajaremos con ustedes hasta Jersey.

No era una noticia muy agradable. Richter los siguió con la vista y, en seguida, se volvió hacia un marino joven que había estado escuchando con gran interés.

—Ya lo has oído. Sube las maletas.

—Si es capaz de creer eso, es capaz de creerlo todo —dijo Orsini.

—Era de la SD —observó el marino—. ¿Se ha fijado? —Sí —respondió Richter—. Da la casualidad de que me he fijado. Y ahora, haz lo que te han dicho.

Erich Dietrich, de treinta años, era un joven arquitecto de Hamburgo que había descubierto su auténtica vocación. Nunca había sido tan feliz como cuando se hallaba en alta mar y al mando de sus hombres, sobre todo en los E-Boats. No quería que la guerra terminara nunca. Naturalmente, había tenido que pagar su precio, como todo el mundo. Pero en aquellos momentos, inclinado sobre las cartas de navegación con Guido Orsini y el oficial del puerto, teniente Schroeder, se sentía de excelente humor.

—Vientos de fuerza tres a cuatro, como máximo, con algún chubasco. Podría ser peor.

—Los de Inteligencia esperan fuertes incursiones sobre el Ruhr para esta noche —comentó Schroeder—, o sea que tal vez la RAF nos deje tranquilos por aquí.

—Es usted un pesimista, Guido —respondió Erich Dietrich—. Si espera cosas buenas, verá como las encuentra. Eso decía mi madre.

La puerta se abrió a sus espaldas. Schroeder cambió de expresión y Guido dejó de sonreír. Dietrich se volvió y descubrió a Martineau de pie en el umbral, con Sarah a su lado.

—¿Kapitanleutnant Dietrich? Mi nombre es Vogel. —Martineau sacó su tarjeta de identificación de la SD y se la tendió. Acto seguido, extrajo la carta de Himmler de su sobre—. Tengan la amabilidad de leer también esto.

Sarah no comprendía ni una palabra. Hablaba como otra persona, y su voz era fría y seca. Dietrich leyó la carta, mientras Guido y Schroeder atisbaban por encima del hombro. El italiano hizo una mueca, y Dietrich devolvió el documento.

—Sin duda ha advertido que el propio Führer me ha hecho el honor de firmar mis órdenes.

—Sus credenciales son, indiscutiblemente, las más notables que jamás haya visto, Standartenführer —respondió Dietrich—. ¿En qué podemos serle útiles?

—Necesito trasladarme a Jersey con mademoiselle Latour. Naturalmente, dado que usted es el jefe del convoy, viajaremos a su lado. Ya he ordenado a su suboficial que suba mis maletas a bordo.

En el mejor de los casos, esto habría bastado para reducir a Erich Dietrich a un mudo furor, pero aquí intervenía además otro factor. Era notorio que la Kriegsmarine había sido siempre la menos nazi de todas las fuerzas armadas alemanas. Personalmente, Dietrich jamás había sentido la menor simpatía hacia el partido, lo cual no contribuía a predisponerle en favor del Standartenführer Max Vogel. Su capacidad de acción, por supuesto, era muy limitada, pero aún podía poner una objeción.

—Será un honor, Standartenführer —respondió cortésmente—, pero hay un pequeño problema. El reglamento de la Marina prohíbe la presencia de civiles en los buques de guerra en alta mar. Puedo llevarle a usted, pero no, y lo siento mucho, a esta encantadora damisela.

Resultaba difícil discutir con él, porque estaba en lo cierto. Martineau trató de comportarse al igual que lo haría un hombre como Vogel, arrogante, exigente y resuelto a salirse con la suya.

—¿Qué sugiere usted, entonces?

—Una de las embarcaciones del convoy, quizá. El teniente Orsini, aquí presente, es el jefe de los artilleros del vapor Victor Hugo, con carga para St. Helier en la isla de Jersey. Podrían ir con él.

Pero Vogel jamás habría claudicado del todo.

—No —contestó llanamente—. Tengo interés en ver cómo realiza su trabajo, Kapitanleutnant. Viajaré con usted. Mademoiselle Latour, por su parte, puede acomodarse en el Victor Hugo, si el teniente Orsini no tiene nada que objetar.

—Desde luego que no —dijo Orsini, que apenas había podido apartar la vista de ella—. Será un placer.

—Lamentablemente, mademoiselle Latour no habla alemán. —Martineau se volvió hacia ella y le habló en francés—. Tendremos que realizar el viaje en distintos buques, querida. El reglamento. Tu equipaje se queda conmigo, conque no debes preocuparte por eso. Este joven oficial cuidará de ti.

—Guido Orsini, a su servicio, signorina —se presentó él con galantería—. Si tiene la bondad de acompañarme, me ocuparé de instalarla cómodamente a bordo. Zarpamos dentro de treinta minutos.

Ella se volvió hacia Martineau.

—En tal caso, hasta luego, Max.

—Hasta Jersey —respondió con calma.

Orsini le abrió la puerta y le cedió el paso.

—Una joven encantadora —observó Dietrich, en cuanto hubo salido.

—Ésa es mi opinión. —Martineau se inclinó para examinar la carta de navegación—. ¿Cree que tendremos una travesía sin problemas? Tengo entendido que los cazas nocturnos de la RAF atacan con frecuencia a estos convoyes.

—Muy a menudo, Standartenführer —contestó Schroeder—. Pero esta noche la RAF tendrá trabajo en otra parte.

—Bombardeando traidoramente la población civil de nuestras ciudades principales, como de costumbre —dijo Martineau, porque era el tipo de observación que esperarían oír de un fanático del partido como él—. ¿Y la Royal Navy?

—Sí, sus MTB a veces actúan por esta zona —admitió Dietrich, dando unos golpecitos sobre el mapa—. Tiene bases en Falmouth y Devonport. En la actualidad, Standartenführer, se les ve más a menudo, pero nuestros E-Boats siguen siendo las embarcaciones más rápidas que existen, como sin duda podré demostrarle a usted esta noche. —Recogió los mapas—. Ahora, si quiere acompañarme, subiremos a bordo.

El convoy, once buques en total, incluyendo las gabarras, zarpó poco después de las diez. La S92 salió del puerto encabezando la formación y en seguida se orientó marcadamente a babor. Caía una ligera llovizna y Dietrich estaba en el puente, escrutando la oscuridad con sus prismáticos nocturnos Zeiss. Martineau estaba de pie a su derecha. Más abajo, el timonel y el encargado de las comunicaciones con la sala de máquinas, además del oficial de navegación sentado ante una mesita detrás de ellos, abarrotaban por completo la cabina. El cuarto de la radio quedaba un poco más lejos, siguiendo el pasadizo.

—No hay mucho espacio libre —comentó Martineau.

—Todo motores, eso decimos nosotros —respondió Dietrich.

—¿Y armamento?

—Los torpedos. Hay un cañón Bofors a popa y otro de veinte milímetros en la cubierta inferior de proa. Más ocho ametralladoras. Nos arreglamos con eso.

—Y el radar, naturalmente.

—Sí, pero estas aguas no son muy convenientes para el radar. Hay montones de arrecifes, rocas e islotes que llenan la pantalla de manchas. Cuando los tommies se aventuran por aquí, hacen exactamente lo mismo que hago yo cuando salgo de Cherburgo para atacar sus convoyes.

—¿Y qué hace?

—Desconectar el radar para que no puedan encontrarnos con sus detectores, y mantener silencio de radio.

Martineau asintió y volvió la vista a popa, hacia las restantes embarcaciones que se recortaban en la oscuridad.

—¿Qué velocidad de crucero lleva el convoy?

—Seis nudos.

—Supongo que a veces debe de sentirse como un caballo de carreras al que hicieran tirar de un carro.

Dietrich se echó a reír.

—Sí, pero yo tengo dos mil caballos bajo mis pies. —Palmeó la barandilla—. Es bueno saber con qué rapidez despiertan y empiezan a correr cuando yo se lo pido.

El puente del Victor Hugo era como un mundo seguro y resguardado de la lluvia y la espuma que salpicaban sus cristales. Savary permanecía de pie junto al timonel, mientras Guido Orsini y Sarah se inclinaban sobre la mesa de los mapas.

—Ésta es la ruta del convoy, lo que la marina denomina Weg Ida, saliendo de Granville y bordeando las islas de Chausey por el este.

El marino le gustaba mucho a Sarah, le había gustado desde el momento en que se había vuelto para contemplarla en el barracón del muelle. De hecho, hasta era demasiado apuesto, como a veces pueden serlo los latinos, pero también había fuerza en él. Y cuando sonreía...

Sus hombros estaban tocándose. Orsini sugirió:

—Venga conmigo al salón. Le prepararé un café, y si quiere echarse un rato, podrá disponer de mi camarote.

Savary se volvió.

—Ahora no, conde. Quiero echar un vistazo a la sala de máquinas. Tendrá que hacerse cargo del puente —y salió sin esperar respuesta.

—¿Conde? —repitió Sarah.

—En Italia hay montones de condes. No haga caso.

Le ofreció un cigarrillo y ambos fumaron en amigable silencio durante un rato, contemplando la oscuridad de la noche. El ruido de las máquinas era un sordo palpitar.

—Creía que Italia había capitulado el año pasado —comentó ella por fin.

—Oh, es cierto, pero quedan bastantes fascistas fanáticos que han decidido seguir luchando bajo las órdenes de los alemanes, sobre todo después de que Otto Skorzeny rescatara a Mussolini en aquella montaña y se lo llevara a Berlín para continuar la guerra santa.

—¿Es usted fascista?

El marino contempló aquel atractivo rostro juvenil, sintiendo una ternura que nunca había experimentado antes hacia ninguna mujer. Quizá por ello respondió con toda sinceridad.

—Hablando con franqueza, no soy nada. Detesto la política. Me hace pensar en un senador de Roma que, al parecer, dijo en cierta ocasión: «No le digan a mi madre que estoy metido en política. Ella cree que toco el piano en un burdel».

Sarah se echó a reír.

—Tiene gracia.

—La mayor parte de mis antiguos camaradas trabajan ahora para la marina británica o la norteamericana. En cuanto a mí, había recibido una comisión de destino especial para servir en la quinta flotilla de Schnellboote con base en Cherburgo. Cuando Italia decidió pedir la paz, yo no pude hacer nada. No me gustaba la idea de ir a un campo de prisioneros. Desde luego, ya no se fían de mí lo bastante como para permitir que siga al mando de una lancha. Supongo que temen que huya hacia Inglaterra a toda velocidad.

—¿Lo haría?

En aquel momento, Savary regresó al puente. El italiano dijo:

—Muy bien. Vamos abajo a por ese café.

Sarah salió en primer lugar. Mientras Orsini la contemplaba al bajar por la escalerilla de cámara, notó una curiosa excitación. Había conocido a muchas mujeres, y mucho más hermosas que Anne-Marie Latour con su ridículo cabello teñido. Ciertamente, más sofisticadas. Sin embargo, había algo en ella que no acababa de encajar. La imagen era una cosa, pero la chica, al hablar con ella, era otra cosa muy distinta.

«Madre de Dios, Guido, pero ¿qué te está ocurriendo?», dijo para sí mientras emprendía el descenso por la escalerilla en pos de ella.

El capitán Karl Muller, el oficial al mando de la policía secreta de Jersey, estaba sentado ante su escritorio en el hotel Silvertide de Havre des Pas, estudiando un voluminoso legajo. Contenía exclusivamente cartas anónimas, las denuncias que habían dado lugar a la mayoría de los éxitos alcanzados por su unidad. Los delitos en sí eran muy variados, desde la posesión ilegal de una radio hasta la ayuda a un trabajador forzoso de origen ruso que había intentado huir, pasando por la participación en el mercado negro. Muller siempre insistía en que sus hombres investigaran el origen de todos los anónimos. Una vez descubierto su autor, podía ser utilizado de muchas maneras bajo la amenaza de desenmascararlo ante sus amigos y vecinos.

Por supuesto, todos eran casos de poca monta. Muy distinto a lo que había sido en la sede parisina de la Gestapo, en la Rue des Saussaies. Muller, ex inspector jefe del departamento de investigación criminal de la policía de Hamburgo, no pertenecía a las SS, pero era miembro del partido. Lamentablemente, una joven francesa cuyo interrogatorio le había sido confiado falleció sin llegar a revelar los nombres de sus compañeros. Dado que tenía que ver con el principal grupo de la resistencia en París, el asunto era de cierta importancia. Para la superioridad, las investigaciones habían fracasado por culpa de su exceso de celo y la consecuencia inmediata había sido su traslado a aquella remota isla. Lógicamente, pues, Muller era un hombre inquieto que no cesaba de buscar un modo de regresar al centro de la actividad.

Se irguió en toda su estatura, muy próxima al metro ochenta. Sus cabellos seguían siendo de color castaño oscuro a pesar de que acababa de cumplir los cincuenta años. Se desperezó y ya se dirigía hacia la ventana para ver qué tiempo hacía cuando sonó el teléfono.

Descolgó el auricular.

—¿Sí?

No era una llamada local, se notaba por el crepitar de la línea.

—¿Capitán Muller? Le habla Schroeder, el oficial de puerto de Granville.

Al cabo de diez minutos se hallaba de pie ante la ventana, mirando hacia la noche, cuando sonó un golpe en la puerta. Volviéndose, regresó a su escritorio y tomó asiento de nuevo.

Los dos hombres que entraron iban, al igual que Muller, con ropa de paisano. Los de la GFP jamás llevaban uniforme, si podían evitarlo. El que iba en cabeza era robusto y achaparrado, con facciones eslavas y duros ojos grises. Se trataba del inspector Willi Kleist, el lugarteniente de Muller. Como él, era miembro de la Gestapo y había sido policía en Hamburgo. Hacía años que ambos se conocían. El hombre que le acompañaba era mucho más joven, con cabello rubio, ojos azules y una boca que expresaba debilidad. Su aspecto sugería cierta perversa crueldad, pero, en presencia de Muller, no podía ocultar su anhelo de complacerle. Era el sargento Ernst Greiser, transferido seis meses antes a la GFP desde la policía del Ejército.

—Un acontecimiento interesante —les informó Muller—. Acaba de telefonearme Schroeder desde Granville. Parece ser que un cierto Standartenführer Vogel de la SD se ha presentado en los muelles acompañado de una francesita para exigir transporte hasta Jersey. A la mujer la han puesto en el Victor Hugo, y él viene en la S92 con Dietrich.

—Pero ¿por qué, Herr capitán? —preguntó Kleist—. No hemos recibido ninguna notificación. ¿Qué viene a hacer?

—La mala noticia —prosiguió Muller— es que viaja con un salvoconducto especial del Reichsführer Himmler. Y, según Schroeder, está convalidado por el propio Führer.

—¡Santo Dios! —exclamó Greiser.

—Así pues, amigos míos, hemos de estar preparados para recibirle. Iba usted a realizar el control de pasajeros cuando las naves del convoy llegaran a St. Helier, ¿no es cierto, Ernst? —le preguntó a Greiser.

—Sí, Herr capitán.

—El inspector Kleist y yo iremos con usted. Sean cuales fueren sus motivos para venir aquí, quiero estar enterado. Les veré luego.

Los dos hombres se retiraron. El capitán encendió un cigarrillo y volvió junto a la ventana, más excitado de lo que había estado en muchos meses.

Acababan de dar las once cuando Helen de Ville llevó la bandeja a su alcoba, utilizando la escalera posterior que subía directamente desde la cocina. Ninguno de los oficiales la utilizaba jamás, pues se mantenían estrictamente en su ala del edificio. De todos modos, era cuidadosa. En la bandeja sólo había una taza. Todo el servicio era para una persona. Si ella prefería cenar tarde en su habitación, era cosa suya.

Entró en la alcoba y cerró la puerta a sus espaldas. Se dirigió a la librería, abrió la entrada secreta y pasó al interior, volviendo a cerrar antes de subir por la angosta escalera. Kelso estaba sentado en la cama, recostado sobre las almohadas, y lela a la luz de un quinqué. La ventana de aguilón tenía los postigos de madera cerrados y estaba cubierta por una gruesa cortina.

El norteamericano alzó la vista y sonrió.

—¿Qué tenemos aquí?

—No gran cosa. Una taza de té, que por lo menos es del auténtico, y un bocadillo de queso. Yo misma hago mi propio queso, conque será mejor que le guste. ¿Qué está leyendo?

—Uno de los libros que me ha subido. Eliot. Los Cuatro cuartetos.

—¿Es usted ingeniero y lee poesía?

Tomó asiento en el borde de la cama y encendió uno de los Gitanes que Gallagher le había dado.

—Antes no me interesaba mucho por estas cosas, desde luego, pero ahora estamos en guerra. —Se encogió de hombros—. Supongo que, al igual que muchos otros, quiero respuestas. En mi fin está mi principio, dice el autor. Pero ¿qué hay en medio? ¿Qué significa todo esto?

—Bien, si lo averigua, no deje de decírmelo. —Se fijó en la fotografía de su esposa y sus hijas, sobre la cómoda junto a la cama, y la cogió en sus manos—. ¿Piensa en ellas a menudo?

—Todo el tiempo. Lo son todo para mí. Mi matrimonio ha sido un éxito. Así de sencillo. Nunca había deseado otra cosa, hasta que llegó la guerra y lo estropeó todo.

—Sí, ésa es la pega que tiene.

—De todas formas, no puedo quejarme. Una cama cómoda, buena cocina y este quinqué que crea una atmósfera anticuada muy agradable.

—En esta parte de la isla cortan el suministro eléctrico a las nueve en punto —respondió—. Sé de gente que se alegraría mucho de tener un quinqué como éste.

—¿Tan mal están las cosas?

—Pues claro que sí. —Había un matiz de cólera en su voz—. ¿Qué demonios se cree? Tiene usted suerte de poder tomar esta taza de té. En cualquier otro lugar de la isla tendría que conformarse con un detestable sucedáneo a base de chirivías o de hojas de zarzamora. O tal vez quisiera probar el café de bellotas. No es una de las mejores experiencias de la vida.

—¿Y alimentos?

—Hay que acostumbrarse a pasar con mucho menos, eso es todo. Lo mismo ocurre con el tabaco. —Alzó su cigarrillo—. Éste es auténtico, de mercado negro. Pero puede conseguirse todo si se tienen los contactos adecuados o mucho dinero. Los ricos de aquí siguen viviendo bien. Los bancos trabajan con reichmarks en vez de libras esterlinas, nada más. —Sonrió—. ¿Quiere saber cómo es en realidad la vida en Jersey bajo la ocupación?

—Sería interesante.

—Muy aburrida. —Le arregló las almohadas—. Y ahora, me voy a la cama.

—Mañana será el gran día —observó él.

—Si hemos de creer en el mensaje que trajo Savary. —Recogió la bandeja—. Procure dormir un poco.

Orsini había cedido su camarote a Sarah. Era un lugar muy reducido, con un armario, un aguamanil y una sola litera. Además, hacía calor y estaba mal ventilado; el ojo de buey estaba cegado para que no dejara escapar la luz y el zumbido de las máquinas, inmediatamente debajo, le daba dolor de cabeza. Se tendió en la litera, cerró los ojos y trató de relajarse. El buque pareció ladearse. Una ilusión sin duda. Se incorporó en el asiento y entonces se produjo una explosión.

A partir de ahí, las cosas parecieron ocurrir a cámara lenta. El buque quedó completamente inmóvil, como si todo se hubiera detenido para esperar, y luego hubo otra violenta conmoción. Esta vez, la explosión hizo temblar las paredes. Sarah gritó e intentó levantarse, pero entonces el suelo se inclinó y la hizo caer contra la puerta. Su bolso, que había dejado encima del armario, estaba en el suelo a su lado. Lo recogió mecánicamente y trató de abrir la puerta, pero descubrió que estaba atrancada. Tironeó del pomo desesperadamente y, de repente, la puerta se abrió de un modo tan inesperado que la joven cayó de espaldas hacia la pared contraria.

Orsini estaba de pie en el umbral, con el rostro desencajado.

—¡Muévase! —le ordenó—. ¡Vamos! No hay tiempo que perder.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella, mientras el italiano asía su muñeca y la sacaba a rastras del camarote.

—Nos han torpedeado. Dos impactos. Sólo disponemos de minutos. Esta vieja bañera se hundirá como una piedra.

Subieron por la escalerilla de cámara hasta el salón, que estaba desierto. El hombre se quitó el chaquetón y se lo ofreció.

—Póngase esto.

Ella vaciló un instante, advirtiendo de pronto que aún estaba aferrada al bolso, pero en seguida le hizo caso y embutió el bolso en uno de los amplios bolsillos del chaquetón. Orsini le pasó un chaleco salvavidas por la cabeza y lo anudó a toda prisa. Luego se puso el suyo y condujo a la joven hacia la cubierta de los botes.

Allí reinaba una indescriptible confusión, con los tripulantes esforzándose por botar las lanchas y, algo más arriba, los artilleros disparando hacia la noche. Arcos de fuego cayeron sobre ellos en respuesta y dejaron sus marcas en el puente superior, donde Savary daba órdenes a grandes voces. El capitán lanzó un grito de pavor y saltó sobre la barandilla, cayendo sobre unas balas de heno. A pocos metros de ellos, unos fragmentos de obús se hundieron en uno de los botes salvavidas, abriendo en él enormes agujeros.

Orsini dio un empujón a Sarah, haciéndola caer tras unos sacos de carbón. En el mismo instante hubo otra explosión, esta vez en las entrañas del navío, y una parte de la cubierta de popa se desintegró entre grandes llamaradas. Todo el buque escoró pronunciadamente a babor, y la carga de la cubierta empezó a romper sus amarras. Los sacos de carbón y las balas de heno se deslizaron hacia la borda.

El desastre había sido tan rápido que no había dado tiempo a lanzar ni un solo bote al agua, y los hombres, con Savary a la cabeza, comenzaban a saltar por la borda. Orsini perdió el equilibrio y Sarah salió despedida hacia atrás, deslizándose por la resbaladiza cubierta. Y entonces la borda quedó sumergida y la joven se encontró en el mar.

El E-boat saltó velozmente hacia adelante a los pocos segundos de la primera explosión, mientras Dietrich barría la oscuridad con sus prismáticos nocturnos. La brusca aceleración casi hizo perder el equilibrio a Martineau, que tuvo que sujetarse con fuerza.

—¿Qué ocurre?

—No estoy seguro —respondió Dietrich.

En aquel momento, vivas llamaradas iluminaron la noche a quinientos metros de distancia, y el capitán enfocó sus prismáticos hacia el Victor Hugo. Una silueta oscura atravesó la zona de luz como una sombra, y luego otra.

—Lanchas MTB británicas. Han torpedeado el Hugo.

Pulsó el botón de la alarma de combate, y el penetrante sonido de la sirena se alzó sobre el rugido de los motores Mercedes Benz que seguían subiendo de revoluciones. El cañón Bofors y el de la cubierta de proa comenzaron a escupir balas trazadoras que dejaban una estela de fuego en la noche.

Martineau sólo podía pensar en Sarah. Sujetó a Dietrich por la manga.

—¿Y la gente de ese buque? Tenemos que ayudarles.

—¡Luego! —Dietrich se desasió de un tirón y se encogió de hombros—. Ahora, quítese de en medio. Tenemos trabajo.

Sarah se agitó desesperadamente para alejarse todo lo posible del Victor Hugo, mientras la nave seguía escorando. Hacia popa había una mancha de petróleo ardiendo, y varios marinos nadaban con todas sus fuerzas para no ser engullidos por su inexorable avance. Uno de ellos fue alcanzado. Sarah oyó sus aullidos mientras desaparecía ante sus ojos.

La joven se movía con torpeza, a causa del chaleco salvavidas y del grueso chaquetón, ya saturado de agua. Entonces comprendió por qué Orsini se lo había dado, pues el frío comenzaba a entumecerle las piernas. ¿Dónde estaría el italiano? Se volvió para escrutar las caras manchadas de aceite, intentando reconocer sus facciones en alguna de ellas. Una MTB giró velozmente en torno a la popa del Victor Hugo, provocando una oleada tan violenta que levantó fuera del agua a algunos de los marinos que trataban de mantenerse a flote. Sonó una ráfaga de ametralladora.

Una mano tiró de su chaleco salvavidas desde atrás, y al darse la vuelta descubrió a Orsini.

—Por aquí, cara. Haga lo que yo le diga.

Por todas partes había restos de la nave y balas de heno flotando sobre las olas. Orsini la remolcó hacia una de ellas y ambos se agarraron a la cuerda que la envolvía.

—¿Quiénes eran? —jadeó Sarah.

—Lanchas torpederas.

—¿Británicas?

—O francesas, u holandesas. Todas operan desde Falmouth.

Otro ruido atronador desgarró la noche y balas de ametralladora azotaron el agua cuando una MTB volvió a pasar por entre hombres y despojos. Una trazadora se alzó en la oscuridad describiendo un gran arco de luz y estalló en lo más alto. Un instante después, una bengala con paracaídas iluminó toda la escena.

A cierta distancia de ellos, dos lanchas MTB se alejaban a toda prisa y el E-boat rugía en pos de ellas.

—¡Atrapa a esos cabrones, Erich! —gritó Orsini.

Sarah estuvo a punto de unirse a sus gritos. «Dios mío —pensó—, ¡qué manera de morir! Asesinada por los míos.»

Colgando de la cuerda con ambas manos, preguntó entre boqueadas:

—¿Era necesario que hicieran eso? ¿Ametrallar a los náufragos?

—La guerra, cara, es un mal asunto. Hace perder la razón a todo el mundo. ¿Puede sostenerse?

—Tengo los brazos cansados.

La puerta de una escotilla pasó derivando no lejos de ellos. Orsini nadó hacia ella y regresó arrastrándola.

—Súbase encima de esto.

Fue una lucha, pero finalmente lo consiguió.

—¿Y usted?

—Yo estoy bien, aquí sujeto. —Se rió—. No se preocupe, ya he estado antes en el agua. Tengo buena suerte, conque procure no separarse de mí.

Y entonces Sarah recordó la fiesta de primavera y la gitana que le había hablado del fuego y el agua, y se echó a reír convulsivamente.

—¿Se encuentra bien? —inquirió él, preocupado.

—De maravilla. En esta época del año, nada como unas vacaciones en las islas del Canal. Son perfectas para bañarse en el mar.

Y en el mismo instante, horrorizada, se dio cuenta de que habla hablado en inglés. Orsini siguió flotando, mirándola fijamente, y de pronto comentó en un excelente inglés:

—¿Le había dicho que estudié en Winchester? Mi padre consideraba que sólo una escuela inglesa podía darme la formación que necesitaba. —Se echó a reír—. Oh, me gusta mucho tener razón, y desde el primer momento supe que usted tenía algo diferente, cara. —Se rió de nuevo, esta vez con excitación—. Y ello debe de significar que hay algo extraño en el buen Standartenführer Vogel.

—Por favor —rogó ella, desesperada.

—No se inquiete, cara. Me enamoré de usted desde el instante en que cruzó el umbral de aquel barracón del muelle. Me gusta usted y no me gustan ellos..., sean quienes sean. Los italianos somos gente muy sencilla.

Tras un acceso de tos, trató de limpiarse el aceite que le cubría el rostro. Sarah le cogió la mano.

—Me ha salvado la vida, Guido.

Se oyó el ruido de un motor que se aproximaba a baja velocidad. Orsini giró la cabeza para mirar por encima del hombro y vio un pesquero armado, una de las naves de escolta, avanzando en su dirección.

—Sí —asintió—. Me complace admitir que probablemente se la he salvado.

Al cabo de un momento el pesquero llegó junto a ellos. Dos o tres marinos alemanes se descolgaron por la red que pendía de su borda y recogieron a Sarah. Guido trepó tras ellos y se desplomó sobre cubierta, al lado de la muchacha.

Un joven teniente descendió apresuradamente desde el puente y fue hacia ellos.

—¿Eres tú, Guido? —preguntó en alemán.

—El mismo de siempre, Bruno —respondió Guido en el mismo idioma.

—¿Y usted, Fraulein? ¿Se encuentra bien? La llevaremos a mi camarote.

—Mademoiselle Latour, Bruno, y no habla alemán —dijo Guido en francés. Se volvió hacia Sarah con una sonrisa y la ayudó a ponerse en pie—. Ahora, vamos al camarote.