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Ángel se enjuagó la boca tras haber vomitado por cuarta vez. Con pasos aletargados y apoyándose en la pared, volvió a derrumbarse en el butacón.

Sabía que no era a causa del whisky. Tras ir al baño la primera vez, se le había vaciado el estómago y también la mente de aquella nebulosa que le produjo el alcohol. Sin embargo, por el retrete no se fueron los recuerdos de lo que había hecho.

Otra arcada le contrajo la garganta al volver a su memoria lo ocurrido, aunque se llevó la mano a la boca y consiguió controlar las náuseas. Sin embargo, las imágenes se seguían sucediendo en su cabeza y no era capaz de dominarlas, de dejarlas fuera y que pararan de torturarlo. Si debían aniquilarlo, que lo hicieran de una buena vez… aunque no, él no merecía una muerte rápida, merecía morir a fuego lento, desangrándose poco a poco y de forma dolorosa, sufriendo el mayor tormento al que se pudiera someter a un hombre. Y ciertamente lo aceptaba, sentía la necesidad imperiosa de cumplir aquella condena pues, de no ser así, ya habría abierto la ventana de esa habitación situada en el quinto piso para arrojarse al vacío y morir reventado contra la acera.

Apoyó el codo en el brazo del butacón y dejó caer la frente sobre la palma de la mano, cerrando los ojos con fuerza y encontrándose nada más hacerlo con el rostro de Sofía. Jamás podría olvidar su cara… era la cara del dolor más profundo, de la tristeza infinita… y las palabras decepción, repulsión, desprecio y rencor quedaban como algo minúsculo comparado con lo que le gritaba su mirada.

Era irónico… ciertamente lo era… Nunca quiso enfrentarla para evitar todo aquel odio cuando lo acusara de la muerte de su hermano y, sin embargo, igualmente había ocurrido lo que llevaba trece años tratando de esquivar… una señal inequívoca, divina o maligna, de que sus destinos iban por separado.

Se llevó una mano al pecho y la apretó en un puño. Un sollozo le vino a la boca que no quiso reprimir, y amargas lágrimas empezaron a caer de nuevo sobre los vaqueros.

¿Algún día podría dejar de llorar?

Dolía… dolía y mucho. Aunque siempre supo que jamás la tendría para él, eso mismo conllevaba que no podía perderla… porque no era suya. Pero, por encima de todo, lo que terminó de sentenciarlo fue que ya no era sólo él quien afirmaba que Sofía y él nunca estarían juntos… era el universo entero, por lo que ya no tenía más remedio que rendirse ante lo evidente.

Se abrazó las costillas adoloridas a causa de los espasmos producidos por los vómitos y, ahora, por aquel llanto en el que le hubiera gustado naufragar, ahogarse y desaparecer. Por no poder tener el amor de Sofía y por ser un malnacido. ¿Cuál era el peor calificativo con el que se podía definir a un hombre? Miserable, rastrero, desgraciado tal y como le dijo Darío… hijo de puta y cabrón como le había dicho ella con aquella preciosa boca que se había ensuciado con esas inmundas palabras por su culpa… esa boca que él amaría para siempre.

«Ya está, Ángel», se dijo. Ya no existía motivo alguno para darle más vueltas. Cometió la estupidez de dejar aquella historia inconclusa cuando se marchó sin despedirse años atrás y, esa noche, había sido coronada con la más espectacular de las despedidas. Así que debía estar tranquilo, había conseguido lo que siempre deseó…

Entonces, ¿por qué se sentía el hombre más desdichado sobre la faz de la Tierra? ¿Por qué a pesar de su futuro prometedor y su carrera llena de éxitos se sentía perdido, sin rumbo, como si nada de eso tuviera valor alguno? Y pasaría tanto tiempo hasta que su alma volviera a aletargarse, hasta que su corazón se acartonara para dejar de sentir de nuevo…

De pronto, unos golpes en la puerta le hicieron resoplar de hastío. Seguramente era Raúl de nuevo, o Toni. Habían insistido en entrar cuando lo acompañaron hasta la habitación pero prácticamente los echó a patadas.

―¡Ángel! ―resonó el vozarrón de Darío en el pasillo, y su respuesta casi inconsciente fue erguirse y secarse las lágrimas, aunque no se levantó de la butaca.

Mientras decidía qué hacer, escuchó que se le unía Raúl y empezaba a discutir con él. Pero Darío seguía aporreando aquella puerta que habían reparado tan rápidamente los de mantenimiento y que pronto tendrían que arreglar otra vez pues, a ese paso, su amigo iba a reventarla.

Y de pronto… Fue inevitable sentir el mismo pavor que cuando la vio marchar tan alterada… ¿Y si le había pasado algo? ¿Por qué si no estaría llamándolo Darío de modo tan insistente?

Eso fue lo que le impulsó a moverse, pero le dolían demasiado todos los huesos como para hacerlo rápido. Y su compañero seguía despotricando en el pasillo.

―¡No me hagas reventar la puerta otra vez! ―Lo oyó gritar cuando ya estaba alcanzando el pomo, y apenas la abría cuando Darío la empujó con tal ímpetu que lo hizo caer de espaldas.

―¿Qué coño te pasa? ―exclamó desde el suelo, viéndolo ir hacia él con el rictus crispado y resoplando como un toro en plena estampida.

Y aunque Raúl entró detrás de él, no pudo impedir que Darío lo enganchara de la camiseta y tirara de ella para ponerlo de pie.

―¿Y qué coño te pasa a ti? ―le reprochó a viva voz, hinchándosele las aletas de la nariz a causa de la furia―. ¿Quién mierda te crees que eres? ¿Dios?

Ángel no terminaba de entender a qué venía todo aquello, pero antes de tratar de entenderlo, empujó a su amigo con todas sus fuerzas para quitárselo de encima.

―¿A qué viene esto, Darío?

―No te las des de inocente ―espetó, cerrando los puños―. ¿Y me acusas a mí, me criticas por lo que, según tú, yo les hago a las mujeres? ―Lo recorrió con una mirada cargada de desprecio―. Yo al menos voy con la verdad por delante, saben a lo que atenerse. En cambio, tú… Qué asco me das… No eres más que un fantoche… Poco hombre…

―Darío…

―¡Tú, cállate! ―le exigió a Raúl que trataba de colocarse entre los dos, apartándolo de en medio con un brazo―. Si a ti te parece bien lo que ha hecho, es tu problema, pero yo me consideraría tan poco hombre como él si no le digo en la cara lo que pienso.

―¿Y a ti que cojones te importa lo que yo haya hecho? ―se defendió Ángel, envarándose.

Darío estaba tan estupefacto que se le escapó una carcajada.

―Primero te la follas, le dices que la quieres y luego te morreas con la primera tía que pasa, delante de ella, así, como si nada ―le recordó, llenando sus palabras de ironía―. Jamás en mi vida había conocido a alguien tan retorcido como tú. Has reducido a cenizas a una mujer maravillosa y aquí estás, tan tranquilo.

―Dejadlo ya ―volvió a intervenir Raúl que se sentía impotente, y temeroso de meter las narices y perderlas en aquel choque de trenes.

No era la primera vez que entre los tres había una discusión. En esos seis años habían tenido tiempo para demasiadas cosas, pero nunca llegaron a las manos. Sin embargo, esa trifulca podía desembocar en algo más gordo, quebrando aquella premisa. Y si bien Darío le ganaba en músculo, Ángel tenía mucha más experiencia en lo que a darse de hostias se refería, pues por su propia boca sabían ambos que nunca le había importado enfrentarse al más pintado aunque le rompieran la crisma en el proceso.

―¿Tranquilo? ¿Crees que estoy tranquilo? ―Ángel dio un paso hacia Darío, dolido y furioso, apretando los dientes.

―Pues te veo muy entero en comparación a cómo la he dejado a ella ―lo acusó duramente, y las facciones de Ángel reflejaron miedo.

―¿Le ha pasado algo? ¿Está bien? ―preguntó con voz temblorosa, y Darío soltó una risotada.

―Flipo contigo, colega… ¿Primero la destrozas y luego te preocupas por ella? Pero sí, deberías estar retorciéndote de dolor… En realidad, lo harás, y suplicarás su perdón por haber cometido el peor error de toda tu vida y haber dejado escapar a una mujer como ésa.

En ese momento, Raúl sacó el teléfono y comenzó a marcar.

―¿Qué haces? ―preguntó Darío enfadado al ver que estaba llamando a Toni, aunque su amigo lo ignoró y se apartó un par de pasos para seguir con aquella llamada―. ¡Pues me da igual quien venga! ―sentenció―. Ya pueden mandar al séptimo de caballería que yo no me muevo de aquí hasta decirte cuatro verdades.

―¿Qué verdades? ―Ángel abrió los brazos, como si le pidiera con ese gesto que se las lanzara todas―. ¿Qué mierda sabrás tú de mí?

―Pues por lo pronto que no eres más que un niñato, un gilipollas inseguro, y lleno de temores que jamás has sabido enfrentar ―escupió con desprecio―. Te regodeas en tu mierda cuando no es más que un reflejo de ti mismo y de tu incapacidad para aceptar que siempre te creíste un don nadie; ni éxito ni fama, no hay nada en este mundo que te haga lo suficientemente bueno para ella.

―¡Claro que lo sé! ―gritó, golpeándose en el pecho―. Siempre he sabido que merece alguien mejor que yo.

―¡Eso es mentira! ―respondió Darío, elevando también el tono―. Sofía es de esas mujeres que nos dan alas, que nos vuelven fuertes, casi invencibles, que nos hacen sentir que somos capaces de todo. ―Apretó un puño, alzándolo―. Pero una mujer como ésa a ti te viene grande porque eres débil, no tienes coraje para enfrentar la vida con entereza, levantando la frente, como un hombre. Y te excusas en la muerte de Juancar para ocultar lo que realmente eres.

―¡Será mejor que te calles! ―le advirtió Ángel, cortándosele la voz a causa de la rabia, con la cara enrojecida y los músculos del cuello tensos como el arco de un violín.

Justo en ese instante, Toni llegó a la habitación. Cerró la puerta despacio y se acercó con cautela, observando la escena. Raúl se reunía con él y, mientras, Darío y Ángel permanecían clavados en mitad de aquella habitación en la que se palpaba la tensión. Parecían dos fieras retándose, estudiándose para saltar una encima de la otra en cualquier momento. Ángel tenía los puños apretados frente a él, la vena del cuello palpitaba crispada, y los molares le iban a reventar a causa de la presión de sus mandíbulas. Darío parecía más calmado, pero era esa calma que precede a la más devastadora de las tempestades. De hecho, se giró un instante hacia ellos, y les advirtió con mirada fulminante que permanecieran al margen.

―Tú todo lo alegras con el silencio, sin hablar, sin despedirte, sin decir la verdad ―se mofó, y Ángel bufó furioso, aunque Darío ni se inmutó―. Y sin escucharla… ―continuó―. Temías que Sofía te llamase asesino… ―Lo miró haciendo una mueca burlona, y Ángel dio un paso hacia él con mirada amenazante, aunque su amigo prosiguió, sin amedrentarse―, y eres tan inútil que no te has parado a pensar que Sofía ha tenido decenas de oportunidades de escupírtelo en tu estúpida cara durante estas semanas y no lo ha hecho. Porque esa verdad de la que tú huyes, ni siquiera existe…

―¿Qué estás diciendo? ―preguntó alterado, tanto que se le sacudió todo el cuerpo, y Raúl y Toni dieron un paso hasta ellos, temiéndose lo peor.

Sin embargo, Darío hinchó el pecho, mirando a su amigo con suficiencia y desdén.

―Mejor te diré lo que ella me ha dicho a mí ―dijo en tono chulesco―. A pesar de que su hermano estaba muerto, allí, tirado en la carretera, Sofía estaba tan feliz de que tú estuvieras vivo que hasta se sintió culpable.

―¡Mientes! ―gritó Ángel de pronto, con el rostro desencajado y ojos de loco.

―A ver si te atreves a ir y a preguntárselo ―replicó con gesto burlón.

―¡Mientes! ―insistía, nervioso, frenético, tanto que hasta le golpeó el pecho con las manos, dándole un empujón―. ¡No puedes saber eso!

―¿Crees que vengo de dar una vuelta? ―espetó indignado―. Vengo de hablar con ella…

―¿Qué le has dicho? ―Volvió a empujarlo, aunque Darío ni se estremeció, de hecho, lo ignoró.

―Estaba tan afectada que se habría matado por ahí si la hubiera dejado coger el coche ―continuó, haciendo oídos sordos a los gruñidos de su amigo―. No era capaz de calmarla, me ha costado un mundo consolarla.

―¡Que qué le has dicho! ―repitió empujándolo más fuerte―. Y consolarla… ¿Cómo? ¿Qué has hecho?

―Sólo he sido para ella el hombre que tú nunca fuiste ―sentenció, y el rugido que rasgó la garganta de Ángel le dio la señal de que venía lo que tanto esperaba desde que salió del club, lo que deseaba, esa mínima excusa para romperle la cara.

El puño de Ángel se estampó en su pómulo y, aunque le hizo tambalearse, alcanzó a devolverle el puñetazo, golpeándole de lleno en la barbilla.

―¡Chicos! ¡Parad! ―les ordenaron tanto Raúl como Toni que corrieron hacia ellos para intentar separarlos.

Tuvieron que forcejear con aquellas dos bestias en que se habían convertido esos dos hombres y Toni temió tener que llamar a seguridad para que tomara cartas en el asunto.

―¡Dejadlo de una vez, joder! ―les exigió, tironeando del brazo del batería―. Darío, coño, sois amigos, actuad los dos con sensatez.

Finalmente, consiguieron separarlos, pero antes de apartarse el uno del otro, Ángel le hizo una brecha en la ceja a Darío, y él, a cambio, le rompió el labio.

―¡Basta ya! ―Raúl alargó los brazos, posicionándose entre ellos―. ¡Parecéis dos críos! Tú, por meterte donde no te llaman ―Se giró hacia Darío por cuya ceja brotaba la sangre―, y tú, por gilipollas. ―Crucificó a Ángel con la mirada, quien se limpiaba con los nudillos el reguero que le caía por la comisura de la boca.

―Raúl…

―No, Toni ―lo cortó haciendo un gesto brusco con las manos―. Este problema acaba aquí y ahora.

Miró a sus amigos cuya respiración aún estaba agitada, aunque no apreció rencor en sus ojos por los golpes recibidos, sino más bien pesar por los dados.

―Puede que Darío se haya extralimitado al meterse en tus asuntos ―Alargó una mano un momento hacia el batería conteniendo su intención de replicar―, pero servirá para que aceptes la verdad de una santa vez, y de la que hemos tratado de convencerte todos estos años.

―¿Qué…?

―A Sofía jamás se le pasó por la cabeza culparte ni de la muerte de su hermano ni de nada, ¿te enteras? ―le gritó Darío―. Si aquel día no hubieras sido un jodido cobarde y, en vez de salir huyendo, hubieras ido a hablar con ella, ahora serías el hombre más feliz de la Tierra ―espetó―. Y si no lo aceptas, ya es tu jodido problema.

―Pues no lo acepto ―masculló entre dientes, y Darío miró hacia el suelo negando con la cabeza, y riendo por lo bajo.

Era mejor dejarlo por imposible, porque un labio partido no iba a borrar de golpe y porrazo lo que ese hombre había estado creyendo durante toda su vida, lo que le habían obligado a creer.

―Eres mucho mejor persona de lo que piensas ―le dijo, colocando los brazos en jarras, mirándolo condescendiente, y Ángel palideció―. ¿Vienes al botiquín a que te miren ese labio? ―Alzó el dedo, señalándolo.

Raúl miró unos instantes a Toni, atónito. Por un instante creyó que esa amistad de tantos años se iba al garete, pero para Darío todo seguía como si nada hubiera sucedido y Ángel volvía a encerrarse en su consabida concha, como de costumbre…

Y entonces… ¿toda esa violencia gratuita?

Un viejo resquemor trató de abrirse paso desde lo más profundo de su corazón hasta la superficie pero, con una rápida maniobra, volvió a confinarlo en la oscuridad a la que pertenecía.

―¿Vienes o no? ―decidió preguntarle a Ángel con, tal vez, demasiada brusquedad, aunque a su amigo no pareció afectarle, ya que se limitó a negar yendo hacia el butacón y a derrumbarse en él―. Pues vamos nosotros a que te miren esa ceja ―le ordenó a Darío―. A ver si tus fans ya no te van a encontrar tan atractivo ―trató de bromear mientras iba hacia la puerta, viendo por el rabillo del ojo que Toni caminaba hacia Ángel.

―Tal vez sea todo lo contrario y me dé más pinta de malote ―dijo Darío con guasa, uniéndosele, y Raúl no pudo evitar reírse. A pesar de lo sucedido, todo seguía igual.

El hotel contaba con un servicio de enfermería en el que siempre había alguien de guardia, y un par de puntos arreglaron aquel desaguisado, o no todo, pues iba a tener la cara hinchada durante algunos días a causa de los mamporros, así que iban a recetarle algunos antiinflamatorios.

Mientras tanto, Darío le narró a Raúl lo sucedido con Sofía, su conversación y que había terminado llevándola a casa de Vanessa.

―¿Qué pasa con ella? ―preguntó de pronto su amigo, sorprendiéndolo.

―¿Qué va a pasar? ―Lo miró extrañado desde la camilla en la que aún estaba sentado a la espera de que le trajesen la receta.

―Te ha cambiado la cara cuando la has nombrado ―respondió en tono suspicaz.

―La cara me va a cambiar mucho en estos días hasta volver a su estado natural ―se cachondeó, aunque ese nudo que se negaba a desaparecer le apretaba aún más el estómago.

En ese instante, como si la hubiera llamado con la mente, su móvil sonó. Apretó los labios para reprimir una sonrisa de gozo y cogió el teléfono, aunque el tono alegre se esfumó de su voz cuando supo quién hablaba al otro lado de la línea.

Con expresión circunspecta, bajó de la camilla y se dirigió al exterior del gabinete, haciéndole un gesto a Raúl para que esperara allí.

Tardó lo suficiente como para que únicamente estuviera él cuando volvió el médico con la receta y unas cuantas pastillas para que Darío pudiera tomárselas hasta que fuese a la farmacia, y como Raúl ya no tenía razón alguna para permanecer allí, salió.

Darío ya no estaba hablando por teléfono. Tenía la espalda apoyada en la pared y la cabeza y los hombros caídos. Levantó un instante el rostro hacia él conforme se acercaba y pudo apreciar tal dolor en su mirada que lo sobrecogió.

―Darío…

―Tengo que volver a casa ―le dijo con tono sombrío.

―¿A Madrid? ―Frunció el ceño sin comprender.

―No, a casa… a Pontevedra.

―¿Qué…?

―Amigo, necesito que me hagas un favor…

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Raúl bostezó de nuevo y los ojos se le llenaron de lágrimas que se secó rápidamente para no perder de vista la carretera. Apenas había pegado ojo en toda la noche… Primero la pelea entre sus amigos, y, luego, lo de Darío… Y obviamente no había podido decirle que no cuando le pidió que fuera a casa de Sofía a por su ropa.

¿Quién lo mandaba hacerse el caballero andante? Sobre todo cuando no podría cumplir su palabra y lo había pringado a él. Y lo peor de todo era que iba a tener que ver de nuevo a Diana y no le hacía ni pizca de gracia.

Lo confundía, jamás lo habría aceptado cuando Darío lo dijo estando en el camerino la noche del unplugged, pero le resultaba imposible no sentir esa curiosidad, disfrazada de algo más que nunca diría en voz alta, y que ella le inspiraba con sus respuestas fuera de lugar, su actitud inestable cual veleta y ese rencor profundo que asomaba de vez en cuando a esos grandes ojos.

Se restregó los suyos con los dedos y se dijo que estaba más cansado de lo que creía. Por suerte o por desgracia, Darío estaba a punto de coger un avión, así que se acabaron las heroicidades. Y estando las cosas conforme estaban, o ya no estaban, entre Sofía y Ángel, dudaba seriamente volver a verla algún día.

Siguiendo las indicaciones del navegador de su teléfono, llegó al portal del edificio donde vivía Sofía y no le costó mucho encontrar sitio para aparcar, tras lo que le mandó un mensaje a Diana para que bajara.

Llevaba puesto un chándal, calzaba deportivas y tenía el pelo recogido en una pequeña coleta… y sus grandes ojos lo escudriñaron contrariados al encontrarlo apoyado contra el coche, esperándola.

―Creí que vendría Darío. ―Fueron sus buenos, o más bien enfurruñados días.

―Ha surgido un imprevisto y va camino de Pontevedra, de su casa ―añadió al ver extrañeza en la mueca de su boca.

Luego, ella encogió sus hombros y su actitud pasó a ser la de alguien indiferente, como si le trajera sin cuidado ese imprevisto, así que Raúl agradeció no haber hablado de más y contarle el motivo del viaje de su amigo.

―Bueno, imagino que es la última vez que nos vemos, ¿no? ―preguntó ella, y él sintió un repentino e incomprensible acceso de rabia al no poder discernir si había alivio o decepción en su voz y sus palabras.

―Eso parece ―se limitó a asentir.

―Pues, entonces…

Como siempre con ella, no fue capaz de adivinar su próximo paso. De pronto Diana estaba tendiéndole la mano y, al segundo siguiente, alzaba el rostro como si esperara que le diera dos besos para despedirse… Y qué mejilla iba a ofrecerle primero, ¿la derecha o la izquierda…? Finalmente ninguna porque aquel beso torpe y titubeante fue a parar al centro, en plena boca.

Ella se apartó como si sus labios la hubieran quemado, cubriéndoselos con la mano. Y Raúl escuchó un click en su pecho que echó a andar una maquinaria que no se había puesto en funcionamiento jamás. ¿Acaso no estaba dañada de modo irreparable?

―Yo… ―comenzó ella a balbucear, sonrojada a causa del bochorno, o… ¿del beso, tal vez…?―. Yo tengo que irme a trabajar ―dijo finalmente.

―Sí, sí… ―Raúl sacudió la cabeza como si acabara de despertar de un trance, y recibió el bolso que ella le ofrecía con la ropa de Sofía.

La vio colgarse una mochila en los hombros todavía aturdido, sin saber muy bien qué decir… ¿Debería pedirle perdón? Aunque, qué sentido tenía pedir perdón por algo que ciertamente no lamentaba… Porque eso era lo que menos sentido tenía de todo… Ese efímero segundo, ese fugaz contacto seguía presente en sus labios.

―Bueno, me voy ―volvió ella a decir, titubeante, pasándose un mechón que había escapado de la coleta por detrás de la oreja―. Adiós ―dijo ahora con decisión, echando a andar.

―Nos vemos ―respondió él cuando ella pasaba por su lado, girándose para verla marchar.

Ella se volteó un instante, parecía que iba a replicar, pero se mordió el labio y volvió a despedirse con la mano.

Él, sin embargo, se negó de nuevo a decirle adiós.

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Eran las ocho menos cuarto de la mañana cuando Vanessa recibió el mensaje. Con el corazón latiendo a mil por hora lo abrió, deteniéndosele casi al instante.

«Me marcho a Galicia, es una emergencia. Te llamaré cuando vuelva».

Un nudo le cerró la garganta. Era una estúpida, como siempre. Las cosas funcionaban así y no iban a cambiar por mucho que ella lo soñase.

Borró el mensaje, y luego se fue al menú de los contactos obedeciendo su impulso de borrar también su número de teléfono. Aunque, ciertamente, era absurdo… ya se lo sabía de memoria.