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Cuando llegaron al hotel, aún le pulsaba la mano a causa del dolor. También seguían sangrándole los nudillos, pero el hielo hizo bien su función y no se le había hinchado demasiado, aunque tuvo que jurarle y perjurarle a Toni que estaba bien y que podía mover la mano perfectamente. Era mentira pero, por suerte, la próxima actuación era el sábado siguiente, así que ese descanso le vendría de perlas.

Se fue directo al minibar dispuesto a tomarse su medicina: una pastilla antiinflamatoria que le había dado Darío para el dolor de la mano, y un buen lingotazo de whisky para el del corazón. No le gustaba beber. A pesar de lo que la gente creía, o él les hacía creer, con un par de cervezas se apañaba, pero paliar aquella angustia requería de una bebida espiritosa de mayor graduación.

Apuró la botellita, que tiró a una papelera cercana, y abrió otra, tras lo que se dirigió a la cama en la que se sentó. Con el siguiente trago, se dibujó una mueca en su rostro producto del ardor que recorría su garganta, pero dio otro sorbo y se la terminó, aun sabiendo que no serviría para nada. Bien podría permanecer en un estado de embriaguez continuo que jamás olvidaría que, después de tanto añorarla, soñarla, la había vuelto a estrechar entre sus brazos, la había besado, la había sentido estremecerse contra su cuerpo…

Gruñó mientras lanzaba el pequeño envase al suelo, acabando en algún rincón de la habitación, y se dejó caer de espaldas sobre la cama. A pesar del whisky, su sabor de miel seguía llenando su boca, y aún estaba intoxicado de su olor, de la suavidad de su piel…

«Capullo…»

¿Acaso Sofía no estaba a punto de salir por aquella puerta, de su vida, definitivamente? Sólo debía aguantar un segundo más, ése era el tiempo que ella necesitaba para cruzar finalmente el umbral, el punto de no retorno… sólo un paso más… Pero su cuerpo, sus deseos, su razón, su corazón… nada era capaz de resistirse al influjo, al poder que Sofía ejercía sobre él, anulando su voluntad hasta el punto de dejarse llevar y perder la cordura.

¿Qué cojones había hecho? ¿Para qué toda aquella pantomima? La había dejado hablar, que le echase en cara su cobardía, rehuyéndole la mirada para que ella pensase lo peor de él, para que se diera por vencida y se convenciese de que era una causa perdida, él era una causa perdida. Y había estado a punto de funcionar, Sofía casi había desaparecido por aquella salida oscura que la habría alejado de él para siempre… llevándose su alma con ella.

¿Habría sido eso? Tal vez su cuerpo era consciente de que la marcha de Sofía también suponía la pérdida de su alma y había corrido hacia ella para retenerlas a las dos… O tal vez era tan jodidamente egoísta, tan miserable, que necesitaba sentirla una vez más, aunque a ella la destrozase por dentro.

De pronto, recordó la pasión con la que Sofía había correspondido a sus besos, su forma de abrazarlo, de colgarse de él, su cuerpo amoldándose al suyo, como si el hecho de separarse aunque fuera un milímetro pudiera acabar con ellos…

Se giró y hundió la cara contra el colchón, ahogando un gemido de impotencia, de ansias reprimidas. Dios… La amaba tanto… del mismo modo que la deseaba, como jamás deseó o desearía a ninguna otra mujer. Se había acostado con muchas, tantas que perdía la cuenta, y siempre tuvo la esperanza de superar con alguna de ellas el límite, más allá de las estrellas, las que Sofía y él tocaron cada vez que habían estado juntos. Pero aquellas mujeres apenas le hacían despegar los pies del suelo, porque con ellas no era más que simple lujuria, lascivia, un momento efímero de placer guiado por el instinto más básico, primitivo, y nada más. Porque ni aún compartiendo el sexo más salvaje con alguna de sus amantes de una noche era capaz de sentirse vivo. Al día siguiente, sus miedos, sus temores, sus culpas, seguían acechándolo y, para acallarlos, la noche siguiente volvería a follar con la primera que se le pusiera a tiro en un intento de silenciar la voz de su conciencia, o la de su corazón, ya no lo sabía, pero que siempre venía con la misma cantinela: Sofía era la única.

Sofía… Con ella siempre pudo cerrar los ojos y creer que todo era posible, que había futuro para ellos dos, pero no era más que una quimera y en algún momento tenía que volver a abrir los párpados y ver la realidad. Lo malo es que nunca imaginó que sería de una forma tan dolorosa.

De forma involuntaria golpeó la cama y sus nudillos heridos se quejaron… Eso era una nimiedad para el castigo que merecía, y no sólo por haber pecado de débil aquella noche, sino por haberlo sido siempre, toda la vida. Nunca debería haber puesto sus ojos en ella, jamás debería haber permitido que sucediese nada entre ellos. Porque eran unos críos, sí, pero eso no era excusa suficiente. Él siempre había sido un inútil, un bueno para nada, sin estudios, sin oficio ni beneficio, y ella… ella era perfecta. Guapa, simpática, decidida, una buena hija, mejor amiga, una hermana comprensiva y estudiante de sobresalientes… Tenía por delante un futuro prometedor y merecía a alguien mejor que él. Pero ella insistía, lo buscaba, y él la quería con locura. El amor que sentía por Sofía lo volvía ciego, un iluso, un estúpido, porque no era capaz de rechazarla y resignarse a su destino. Lo intentó. Juraría por Dios que lo había intentado, pero lo que sentía por Sofía era más fuerte, y ella nunca quiso renunciar a su amor por él, por eso siempre daba el paso que lo cambiaba todo, el que lo hacía rendirse ante ella…

Era un martes de finales de diciembre, próximo a la Navidad. Después de la fuerte tormenta de días atrás, el sol había decidido obsequiarles con un puñado de días tibios, así que lo que más le apetecía era pillar la moto e irse a dar una vuelta, pero a su padre apenas se le veía el pelo por el taller y de algo tenían que comer. Además, si salía corría el riesgo de verla, y quería evitarlo a toda costa. El beso de algunas noches atrás había provocado que sus sentimientos por Sofía se rebelasen en su interior y tratasen de fluir sin control, desbocados como una manada salvaje en plena estampida, y no quería dejarse dominar por sus emociones, no podía… Y si para lograrlo debía decepcionarla, herirla, lo haría… Esther no le gustaba en absoluto, pero sabía que iba detrás de él y la chavala no dudó en decirle que sí. No se paró a pensar en si se arrepentiría o no, únicamente quería mantener a Sofía lejos… como si eso hubiera sido tan sencillo, como si sólo hubiera dependido de él.

Se estaba peleando con una bujía cuando la vio entrar en el taller. Sintió como si el corazón se le fuera a escapar del pecho, pero se obligó a mantener la vista fija en sus manos, rezando para que se marchase.

―Está cerrado ―gruñó con voz potente, y creyó conseguir lo que se proponía al ver a Sofía detenerse, aunque luego resopló con disgusto al darse cuenta de que, en realidad, no había vuelto sobre sus pasos para salir del taller, sino que se limitó a pasar el pestillo a la puerta y darle la vuelta al cartelito que rezaba «cerrado», antes de cruzarse de brazos y alzar la barbilla, dejando bien claro que no pensaba marcharse de allí.

Con que ésas tenemos...

Dejó caer la bujía encima de la mesa y soltó el trapo de malas maneras. A pesar de eso y de que se acercaba a ella con la mandíbula tensa y mirada furibunda, Sofía se mantuvo impasible, aunque por dentro seguramente temblaba como una hoja. Ángel pasó por su lado y volvió a abrir la puerta, no sin antes coger un palo con forma de gancho que le ayudó a alcanzar la persiana metálica y bajarla de un tirón. Luego lanzó la barra cerca de la pared y cerró la puerta de nuevo, echando el pestillo.

―¿Qué quieres? ―preguntó con tono duro mientras se dirigía al fondo del taller hasta un pequeño lavabo donde comenzó a lavarse las manos.

Estaba de espaldas a ella, pero podía escuchar sus pasos acercándose. Se giró y le lanzó una mirada de advertencia para que se detuviera, tratando de tenerla lo más lejos posible. Pero era tan cabezona… No se paró hasta que quedaron escasos dos palmos entre ellos.

―Sofía…

―¿Es verdad que le has pedido salir a Esther? ―inquirió claramente enfadada.

Una mueca de diversión se dibujó en su rostro. Las noticias volaban rápido.

―¿Entonces es cierto? ―preguntó ella con pasmosa incredulidad.

―Sí, ¿y a ti qué te importa? ―repuso él, encogiéndose de hombros.

―Claro que me importa ―se hizo la ofendida―. Sobre todo después de que te enrollaras conmigo.

Abrió los ojos como platos. A Sofía le temblaba tanto la voz que no tenía duda alguna de cuánto le estaba costando decirle todo aquello, pero allí estaba. ¿No se suponía que a las chicas les daba vergüenza hacer ese tipo de cosas? Sí, a ella le daba vergüenza, el rubor de sus mejillas no era a causa del enfado, pero daba la impresión de no importarle con tal de dejarle claro lo que sentía. Visto así parecía tan fácil… y, en cambio, no lo era.

Recostó la espalda en el lavabo y apoyó las manos, en una postura chulesca, de indiferencia, la de alguien a quien no le importa nada ni nadie.

―Tú lo has dicho, sólo nos enrollamos ―respondió con desgana.

―Y una mierda ―espetó ella, sorprendiéndolo de nuevo―. ¿Vas a decirme que te gustó más el pico que le diste a Esther? ―recitó en tono burlesco, cruzándose de brazos―. ¿O es que hubo algo más que un pico, tal y como dice ella?

Él se tensó, aunque trató de recomponerse al instante.

―¿Quién coño te crees que eres para pedirme explicaciones? ―contraatacó sin embargo.

Por primera vez, Sofía abandonó la actitud guerrera mientras una sombra de tristeza invadía sus ojos negros.

―Por lo que veo, nadie ―pronunció con un tono tan monótono que rozaba lo dramático, incluso había dejado caer los brazos a ambos lados de sus costados―. Y tienes razón. Tú no me debes explicaciones, así que yo tampoco te las debo a ti. Ábreme la persiana ―añadió antes de girar sobre sus talones, aunque sus palabras dichas sin pensar la hicieron detenerse.

―¿Qué quieres decir con eso?

Sofía volteó la cabeza y lo miró por encima del hombro.

―Iván me ha pedido salir y le voy a decir que sí.

Sintió que la sangre le hervía. Sofía iba a retomar su camino hacia la salida, pero él le dio un tirón en el brazo que la hizo girarse bruscamente.

―Eso es mentira ―farfulló entre dientes―. ¡Pero si Iván es marica!

―No me lo pareció cuando me tocó estar con él en el armario ―contestó ella con una sonrisa que insinuaba más de la cuenta, y el velo rojo de rabia que cubrió los ojos de Ángel la hizo tomarla por ambos brazos y sacudirla.

―¿Te liaste con él antes de enrollarte conmigo?

―Machista de mierda ―exclamó ella sin amedrentarse, sosteniéndole la mirada―. Tú te liaste con Esther, y mucho debió gustarte para haberle pedido salir.

―¡Sólo fue un pico! ―Su grito retumbó en las paredes del taller―. Y voy a salir con ella porque…

―¿Por qué? ―exigió saber ante su repentino silencio, mirándolo duramente, implacable―. ¿Porque tiene un buen culo y un buen par de tetas?

―Cállate ―le advirtió él, aunque ya debía saber que Sofía no era de las que obedecían.

―Pues que te lo pases bien con ella. ―Sacudió de pronto con fuerza los brazos para soltarse de su agarre―. Yo haré lo mismo con quien me plazca. ¡Y ábreme la persiana de una puta vez!

¿Qué? No… No, ella no podía estar con nadie más…

Así que cuando Sofía se giró, él volvió a tirar de ella tan violentamente que casi la hace caer. Pero sus manos se habían convertido en garras alrededor de sus brazos y la estaban aprisionando contra él, impidiendo no sólo que cayera, sino que escapara de su alcance.

―Tú no vas a ningún lado ―sentenció antes de tomar su boca en un beso rudo y exigente.

No fue consciente de lo que hacía hasta que el sabor de Sofía atravesó sus sentidos, aunque era la rabia la que trataba de abrirse paso por no ser capaz de dejarla ir… Pero a pesar de la brusquedad de su caricia, Sofía tampoco se retiró. Enredó su lengua con la suya haciéndolo gemir ante la sorpresa y, al mismo tiempo, ante la certeza de que ambos querían lo mismo. Se dejó llevar. Suavizó la invasión de su boca y lentamente soltó sus brazos que seguramente tendrían moratones al haberse comportado como un troglodita con ella, así que pasó las manos por su espalda, estrechándola cuidadosamente.

―Perdóname. Yo…

―Ahora eres tú quien debería callarse ―murmuró ella, exigiendo de nuevo su boca.

Creyó que iba a volverse loco cuando sus finas manos se hundieron en su cabello. Había soñado con ella tantas veces… La había imaginado de mil formas distintas, así, entre sus brazos, saboreando aquella boca que lo tentaba una y otra vez sin apenas darse cuenta, acariciándola, sintiéndola… Pero no podía ser, no podía hacerle eso, atarla a él y cortarle las alas. Ella merecía mucho más, y él había vivido evitándola, esquivándola, tratando de no perderse…

Supo que había estado a punto de rebasar la línea al verse encerrado con ella en aquel jodido armario. Rozando los diecisiete años, su cuerpo ya era el de una mujer, y el suyo, al borde de los dieciocho, había reaccionado ante sus besos, despertando, aprendiendo de golpe lo que un hombre siente cuando desea a una mujer.

Y ahora…

Volvía a sentir sus curvas ya bien formadas entre sus brazos, sus pechos firmes y redondeados contra su torso, su aliento cálido y dulce en su paladar, y esa voz en forma de tímidos gemidos que penetraba por su oído hasta su mente y su corazón, tan conocida, tan querida, que lo hacía vibrar ante la maravillosa realidad con la que le obsequiaba aquel sonido. Era ella y nadie más; era su Sofía.

Aunque…

―Esto no puede ser. ―Trató de apartarse, aunque Sofía se pegó más a él, impidiendo que su boca se separase de la suya más de lo necesario. Y él era débil, un cobarde, pero no quería dejar de besarla.

Y sin embargo, debía… Lo hizo.

―Sofía, yo…

―¿Te gusta Esther más que yo? ―exclamó ella de repente con impaciencia, separándose un paso de él―. ¿Es eso? Ya sé que es mucho más guapa y que se ha desarrollado antes que yo pero…

―¿Quieres dejar de nombrarla de una puta vez? ―De pronto se sintió como un animal enjaulado entre aquellas cuatro paredes. Tenía que alejarla, hacer que se fuera…

―¡Es que no lo entiendo! ―Sofía buscaba su mirada, insistía―. Cuando nos enrollamos el otro día creí que te había gustado. ―Su voz comenzó a temblar―. Creí que yo te gustaba.

Quiso asustarla. Su única intención al hacerlo fue asustarla y que se fuera de una vez. Con una larga zancada se puso frente a ella y con las palmas de las manos le tomó el trasero y la apretó fuertemente contra él, su vientre directamente contra su miembro erecto. Se sintió como un cabrón… Frunció los labios y apretó la mandíbula, conteniendo el acceso de rabia que su propia reacción había provocado en él mismo, mientras su corazón comenzaba a preparase para romperse en mil pedazos cuando el primer atisbo de miedo o de repulsión asomase a los ojos de Sofía. Y después de eso, ella se iría, tenía que hacerlo.

Y cualquier otra chica lo habría hecho, pero su Sofía no.

Percibió una luz extraña que llamaba al peligro en sus ojos, y el arrebol de sus mejillas se hizo más brillante aún, pero no a causa de lo que él acababa de hacer. Sofía dio un paso atrás, sólo uno, y sin apartar aquella mirada oscura de él, cogió con ambas manos el borde de su suéter y se lo quitó.

¿Por qué su mente y su cuerpo no podían ponerse de acuerdo por una puta vez? Por su cerebro, las palabras «no puede ser» daban la señal sonora de alarma, mientras que su entrepierna palpitaba con impaciente insistencia al clavársele los ojos en la puntilla de aquel bien contorneado y lleno sujetador.

―Mierda… ―farfulló bajando la cabeza y poniendo los brazos en jarras. Mejor en sus caderas que en las de ella.

―Mírame y dime que no te gusto.

¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué no podía ser como el resto de chicas que se mostraban temerosas de dar el primer paso? Pero antes de reconocer que era él quien estaba aterrado, decidió tomar el camino fácil, el mismo que ella le estaba poniendo en bandeja.

―¿Con cuántos has conseguido acostarte haciendo esto?

No levantó el rostro, no quería mirarla a la cara, aunque fue peor porque pudo ver un par de gotas estrellarse en el suelo de cemento del taller. Dos lágrimas, nada más. Luego el frufrú de la tela del suéter mientras se lo colocaba y sus pasos alejándose hacia la salida, y cuyo sonido competía a muerte con los latidos de su propio corazón que martilleaba dolorosamente contra sus costillas. Pero fue el ruido de la barra de hierro luchando con la persiana el que lo hizo reaccionar, saliendo disparado hacia la puerta. Le arrebató la barra de las manos y la lanzó contra la pared, volviendo a cerrar la puerta con el pestillo. Y ella lo miraba entre lágrimas de desilusión y sueños rotos.

No pudo soportarlo. Un sollozo se abrió paso en su garganta mientras él la abrazaba desesperado por recomponer lo que sabía que había hecho añicos. Y no era sólo el corazón de Sofía, también era el suyo.

Notó cómo su cuerpo comenzaba a reaccionar, tratando de alejarse de él, pero ahora no podía dejarla ir, así que la apretó más contra su pecho.

―No, por favor. Perdóname ―murmuró sintiendo sus delicados hombros temblar entre sus brazos―. No lo he dicho en serio.

―¿Por qué, Ángel? ¿Por qué haces esto?

―Porque soy un gilipollas. ―Apretó los ojos conteniendo aquellas lágrimas que tanto escocían―. Porque te quiero, pero no soy bueno para ti.

El llanto de Sofía se intensificó y él se sintió perdido.

―Pequeña…

―¿Me quieres? ―Hundió su rostro húmedo contra su pecho, y él suspiró. La quería tanto que su ignorante corazón de adolescente estaba seguro de que no se podía querer a nadie con mayor intensidad.

―Sí. ―Fue sin embargo su escueta respuesta, porque no era bueno con las palabras, nunca lo fue.

Así que buscó sus labios y luchó porque ese beso fuera capaz de borrar lo imbécil que era. Aunque Sofía no sólo dejó de llorar, sino que se colgó de su cuello y de su boca como si necesitase de su aliento para respirar. Y, esta vez, él no se reprimió, a la mierda con todo, y fue al encuentro de su lengua mientras aquel oscuro taller se llenaba de sus gemidos.

Acabaron en aquella pequeña salita, tumbados en ese roído sofá en el que apenas cabían de lado. Los cubrió a ambos con una manta mientras Sofía no se perdía ni uno de sus movimientos. Dios, era tan guapa. Con el pulgar secó las últimas reminiscencias de las lágrimas que había derramado por su culpa y luego quiso borrarlas definitivamente con dulces besos en su mejilla, pero Sofía giró el rostro y reclamó sus labios.

Era cálida, dulce, y sabía tan bien… Siempre le había dado asco sentir la saliva de las chicas que había besado, sus lenguas torpes y rugosas… pero la de Sofía era suave y sabía a miel, y cada una de sus húmedas caricias contra la suya mandaba escalofríos por todo su cuerpo y que terminaban concentrándose en el mismo punto. Jamás había estado tan excitado en toda su vida, ni con las películas porno que Juancar le prestaba y que, según él, eran una puta pasada. No, nada se comparaba a la sensación que experimentaba teniendo el cuerpo de Sofía tan cerca.

Desde su espalda, hizo resbalar la mano hasta su trasero y luego por su muslo hasta la rodilla. Entonces le cogió la pierna y la pasó por encima de su cadera... Sus bocas se separaron al escapar sendos gemidos de sus gargantas cuando sus sexos se encontraron y sus ojos se buscaron mutuamente como si leer en ellos les hiciese entender lo sucedido.

¿Cómo se explica esa primera oleada de placer que provocan los torpes movimientos de dos cuerpos al rozarse íntimamente aun por encima de la ropa? El sabor de lo prohibido, de lo desconocido, de la excitación que en forma de cálido hormigueo los recorría por entero.

Él fue el primero en quitarse el suéter, siguiéndole el de Sofía. El calor de sus pieles los sorprendió a ambos, pero los obligó a unirse y a buscarse con caricias tímidas, propias de la inexperiencia. Aun así sentían aquel lánguido abandono que encerraba el sentido común en el cajón más recóndito y profundo, y que dejaba vía libre a las mágicas sensaciones que sus labios, sus manos, sus cuerpos, eran capaces de provocar y experimentar.

Sofía volvió a clavar sus ojos en los suyos, una mirada que se tornaba lánguida cada vez que la apretaba contra él, en aquel juego de ingenua sensualidad, pero una inquietud se iba alzando más y más en su mirada oscura y, aunque no habló, a Ángel no le hacía falta porque aquella negrura tenía voz propia…

¿Es algo malo estremecerme así cada vez que me acaricias?

Él volvía a rozar levemente su piel como respuesta…

No… No es nada malo, pequeña…

Y esta flojedad en las piernas… Me siento flotar a pesar de estar aprisionada contra tu pecho…

Él se apretaba más a ella, queriendo que sus cuerpos se fundieran…

Volemos juntos…

Y esta descarga en mi vientre cada vez que nuestros cuerpos se encuentran, la humedad que noto entre las piernas… Ángel…

Y él acrecentaba el movimiento de sus caderas…

Seguro que lo peor de todo es que no quiero que pares… Por favor, Ángel, no pares…

Yo tampoco quiero parar…

La mano de Ángel se deslizó por su pecho, bajando hasta la unión de sus cuerpos, y su mirada bicolor en forma de plegaria se clavó en sus oscuras pupilas cuando comenzó a juguetear con el botón de sus vaqueros. Ella cerró los ojos con fuerza y lo besó, rezando porque entendiera su respuesta y porque no volviera a pedirle ninguna más. No quería pensar, sólo quería seguir sintiéndose así, como nunca se había sentido, y habiéndose cumplido su sueño al ser Ángel quien estuviera bajándole la cremallera y, tras ella, el pantalón.

El miedo asomó en forma de respingo cuando los dedos de Ángel se deslizaron entre sus braguitas hasta su intimidad. Lo miró con los ojos muy abiertos mientras luchaba por llenar de aire sus pulmones, aunque él no dejaba de acariciarla… Pero aquel fuego, aquel ardor… ¿Estaba bien? ¿Debía huir de él?

―¿Te hago daño? ―le preguntó él con voz temblorosa y ronca.

Sofía no podía hablar así que negó con la cabeza.

―¿Te gusta? ―le cuestionó ahora, como si realmente quisiese, necesitase saberlo, así que ella susurró un tímido «sí» que quedó ahogado en un jadeo cuando Ángel hundió sus dedos un poco más.

―Ángel…

―Quiero hacerlo contigo, pero sólo si tú…

―Sí ―asintió ella enlazando los dedos de sus manos por detrás de la nuca de Ángel, agarrándose a él, necesitaba sentirse segura ante aquel torbellino desconocido en el que se iban a sumergir, lleno de miedo, temores, placer y dolor, y Ángel deslizó su otro brazo entre el asiento y el costado de Sofía para poder abrazarla, sostenerla, y sostenerse él.

El pantalón y las braguitas de Sofía acabaron en la otra punta del sofá sin que Ángel dejase de acariciarla y, envalentonada a causa de aquella nebulosa placentera que le embotaba los sentidos y la razón, buscó el cierre del pantalón de Ángel para bajarlo y poder meter su mano y tocarlo a él, primero por encima del calzoncillo… y luego por debajo.

A Ángel pareció gustarle pues se apretó contra sus dedos, y aunque ella no sabía lo que estaba haciendo, la animó el hecho de que él moviera las caderas buscando su tacto.

―No, así no. ―Le escuchó decir de repente entre dientes, y antes de que ella pudiera cuestionarle por qué se movía para alejarse del alcance de su mano, sintió cómo Ángel introducía lentamente un dedo dentro de ella, y provocándole con su invasión una cálida sacudida en el vientre que la asustó.

―Ángel… ―susurró ella, agarrándose de sus hombros con tanta fuerza que llegó a clavarle las uñas.

―Shhh, tranquila ―murmuró sobre su boca―. Sólo dime si te gusta.

El dedo de Ángel comenzó a recorrerla, muy despacio, acariciando su interior, mientras el pulgar volvía a buscar aquel brote en el que parecían concentrarse todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo.

―¿Te gusta? ―volvió a repetirle con aquella voz ronca que reverberaba en su interior haciéndola temblar.

Aunque no podía abrir los ojos sobrepasada por todo lo que estaba sintiendo, notó su mirada bicolor sobre ella, así que asintió, mientras una ola de placer nacía de entre los dedos de Ángel y se extendía por su vientre. Se mordió el labio en un acto reflejo producto del temor y que él pareció entender porque comenzó a besar y lamer suavemente las marcas que había dejado en su piel con los dientes.

―No te asustes ―respiró en su boca―. Déjalo ir.

Y le decía aquello mientras sus caricias se hacían un poco más rápidas y profundas. Explotó. De pronto sintió que todo su ser se derramaba en olas concéntricas de placer mientras el primer orgasmo de su vida la sorprendía, lanzándola más allá de los confines de todo lo imaginable.

Y Ángel lo supo al sentir que sus caderas se sacudían en busca de su contacto, haciendo que su propia excitación rozase la línea de no retorno y que se vio cruzada al notar la suave humedad de su placer extenderse en la palma de su mano.

No pudo esperar más. Terminó de bajarse los vaqueros y los calzoncillos y se colocó sobre ella, y aunque Sofía aún seguía en esa nebulosa que apenas comenzaba a disolverse, asintió a la pregunta muda que aquella mirada parda y verdosa le hacía en silencio. Ángel apretó los dientes a la vez que se clavaba en ella como una flecha, y Sofía no pudo ahogar el grito que escapó de su garganta al sentir cómo el dolor la traspasaba, aunque era algo que ya esperaba al haberle hablado alguna que otra amiga sobre eso. Lo que nunca esperó fue lo que escuchó a continuación, mientras Ángel se abría paso más profundamente en su cuerpo, por completo.

―Ahora eres mía.

Y un par de lágrimas adornaron el sollozo que él atrapó de entre sus labios.

―Lo siento, pequeña.

Pero ella negó rápidamente con la cabeza, porque no era el dolor físico lo que había provocado sus lágrimas, fue saberse de él, que la considerase suya.

―Pequeña… ―le repitió asustado, porque no entendía lo que estaba sintiendo en ese momento. ¿Y cómo explicárselo si ni ella misma lo comprendía?

―Te quiero, Ángel ―le dijo en un susurro y él suspiró profundamente antes de atrapar su boca con la suya.

Quiso creer que el dolor había pasado, así que comenzó a moverse lentamente dentro de ella. Dios… Era una sensación indescriptible sentirla rodeándolo, su calor, recorrer toda su suavidad una y otra vez mientras ella buscaba sus labios e iba a su encuentro. Movimientos atolondrados, ingenuos y torpes… a ninguno de los dos le importaba. Se sentían, se entregaban, y juntos se convertían en adultos, en un hombre y una mujer que jugaban a lo que los mayores llamaban «pertenecerse».

Se separó un instante de su boca y la observó. Los ojos cerrados; la boca entreabierta; las mejillas sonrosadas… era preciosa y era suya, para siempre. De pronto, ella abrió los ojos de par en par, y lo miró entre sorprendida e incrédula, mientras su nombre salía de entre sus labios trémulos…

Ángel, yo…

Pero él sonrió. ¿Y por qué no? Que su primera vez fuera perfecta sólo confirmaba que estaban hechos el uno para el otro, así que aceleró el ritmo de sus caderas en un intento de unirse a ella. Instantes después notó cómo Sofía se estrechaba a su alrededor… Y se perdieron. Perdieron la noción del tiempo, el control sobre su cuerpo y sobre el universo entero, y se vieron absorbidos por el placer que explotaba desde sus centros y que los envolvía por completo.

Ángel se derrumbó sobre ella mientras aún palpitaban sus cuerpos unidos, y no fue hasta que recuperaron el aliento que él comenzó a salir lentamente. Lanzando una fugaz mirada hacia abajo, se levantó y fue en busca de una toalla para, al volver, tumbarse de nuevo al lado de Sofía y comenzar a limpiarle de los muslos la sangre de su virginidad.

―He manchado el sofá ―murmuró ella demasiado seria.

―Después lo lavaré. Es viejo. No te preocupes por eso ―añadió mientras continuaba afanosamente con la tarea, con una inquietud en su rostro que llenó a Sofía de temor.

―Ángel…

―No hemos usado condón ―dijo por fin.

―Me tiene que venir la regla en dos o tres días ―respondió en un tono bastante más tranquilo de lo que él podía comprender―. Nos dieron una charla de educación sexual hace poco en el instituto. No voy a quedarme embarazada ―agregó en vista de su mohín disconforme, y el suave beso que le dio debió terminar de convencerle porque él le devolvió una sonrisa.

―¿Te ha gustado? ―preguntó con tono travieso mientras los cubría bien con la manta a los dos.

―Sabes que sí. ―Le dio un golpe en el hombro como castigo por ser tan presumido. No había hecho más que preguntárselo una y otra vez.

―¿Y cómo quieres que lo sepa? ―se hizo el dolido, restregándose la zona del golpe.

―Pues porque ya sabías lo que hay que hacer ―alegó, haciéndole una mueca burlesca. Pero él no sonrió, y fijaba la vista en una hebra de la manta con la que empezó a juguetear―. Ángel ―pronunció su nombre a modo de pregunta mientras le giraba la cara para que la mirara. Lo hizo, y ella intentó leer en sus ojos lo que él no parecía querer decirle con palabras. Su ojo pardo se había oscurecido y el verde brillaba más de lo normal, y ella supo leer muy bien lo que aquello significaba: vergüenza y liberación. Vergüenza por haberle hecho creer la mentira, y liberación por haberle hecho saber la verdad―. Pero yo he oído hablar a algunas chicas del barrio… Sé que has salido con ellas…

―Nunca ha pasado nada ―le aclaró por fin, pero la cara de Sofía hablaba por sí sola―. No me crees.

―No es que no te crea, te creo. ―No quiso que quedasen dudas―. Es más bien que no entiendo por qué no…

Ángel se incorporó ligeramente, apoyó el codo en el sofá y la cara sobre la palma de la mano, mientras con la otra le apartaba un mechón de pelo y se lo colocaba detrás de la oreja.

―Tú tampoco lo habías hecho con nadie.

Ahora fue ella la que apartó la mirada, se tumbó completamente con la vista fija en el techo y se cruzó de brazos.

―Mírame, pequeña…

―Quería que tú fueras el primero, ¿vale? ―replicó a la defensiva, lanzándole una mirada fugaz a la vez que acusatoria.

―Y yo quería que tú fueras la primera ―contestó él aunque en un tono mucho más suave, tanto que ella temió malinterpretarlo. Así que lo miró de frente para verlo asentir. El ardor de una lágrima furtiva recorrió su mejilla, pero antes de poder girar la cara para que él no la viera, Ángel la tomó por la nuca y la besó―. Te quiero desde que tengo uso de razón. Siempre has estado ahí. Siempre has sido tú.

―Entonces, ¿por qué siempre te has empeñado en demostrarme lo contrario? ―preguntó con voz temblorosa.

―Porque sé que no soy bueno para ti. Soy un bueno para nada ―dijo las palabras que ella siempre odiaba escuchar de sus labios.

―Eso no es verdad ―respondió firmemente convencida―. Tal vez no te va eso de estudiar, pero eres bueno con los coches y las motos.

―Mereces algo más que un simple mecánico. ―Hizo un mohín de disgusto.

―Yo sólo te quiero a ti, y sé que tú a mí, así que ya no puedes dar marcha atrás ―anunció con tono despreocupado. Sin embargo, sus ojos decían mucho más que su boca.

Le habría encantado decirle que no podría dar marcha atrás ni aunque lo intentara pero, como siempre, no fue capaz. Se inclinó sobre ella y la besó con ternura.

―Además te vas a convertir en un famoso cantante de rock.

La carcajada que soltó Ángel resonó en la pequeña salita, pero ella entrelazó sus dedos con los suyos.

―Verás cómo sí ―sentenció.

―¿Y no te pondrás celosa viéndome rodeada de tantas fans? ―bromeó queriendo seguirle el juego.

―Ya se me ocurrirá algún truquito para hacerme ver entre todas ellas. ―Alzó las cejas haciéndose la interesante.

―¿Y cómo sería eso? ―Apoyó la barbilla sobre los nudillos mostrando gran curiosidad.

―¿Cómo suele ir la gente vestida a un concierto de rock?

―No sé ―le sorprendió la pregunta―. ¿De negro tal vez?

―Exacto, así que yo iría vestida de blanco, de pies a cabeza.

Ángel comenzó a reírse con más ganas incluso que antes.

―Seguro que así sabrías hacia dónde tienes que mirar…

Durante mucho tiempo Ángel creyó que ella sería su luz en el horizonte, aquel faro que lo guiaría en la distancia, en la oscuridad…

Y ella deseaba tanto serlo, lo habría sido si él no hubiera cerrado los ojos, apartando la vista de ella, alejándose de su norte para siempre…

¿Por qué? ¿Por qué te fuiste, Ángel?

En la penumbra de su habitación, Sofía reprimía las lágrimas contra la almohada, intentando no caer en el abismo. Llorar no le permitía pensar, y necesitaba hacerlo para comprender aquella vorágine de sensaciones que la aturdía…

Volver a ver a Ángel, tocarlo, besarlo, sentirlo… había abierto aquel pozo oscuro donde quiso desterrar sus recuerdos que sólo le hablaban de un amor malogrado, de un sueño que no se pudo cumplir. Pero, aquella tarde, su primera vez… eso no podría olvidarlo ni aunque pasaran cien años. Y Ángel seguía siendo el mismo de aquel día, su corazón así se lo decía.

Se tocó los labios con la punta de los dedos y cerró los ojos con fuerza… Aún podía sentir los de Ángel sobre los suyos, su sabor en su boca y que el whisky no había podido opacar. Pero sus palabras también retumbaban en sus oídos, aunque lo que más la martirizaba era el recuerdo de su mirada que las negaba.

Porque Ángel le había dicho adiós, pero sus ojos brillaban de rabia y culpa por haberlo hecho, y casi podía asegurar que estuvieron a punto de gritarle que no se fuera.

¿Por qué, Ángel?

¿Por qué ese beso no sabía a despedida? ¿Por qué no le dijo simplemente que no la quería? ¿Y por qué ella había hecho caso a sus palabras y se había marchado?

Adiós, pequeña…

No, no era eso lo que sus besos, su cuerpo, o sus ojos le decían…

Pero entonces, ¿por qué?