1
Ángel se dejó caer de espaldas sobre la cama entre jadeos y sudor. Sólo necesitaba unos cuantos segundos para recuperar el aliento y poder levantarse de la cama.
―Eres lo máximo, Jano…
O escuchar una gilipollez así que lo impulsara a escapar hacia el baño.
Encendió la luz y tuvo que cerrar los ojos, deslumbrado, por lo que pasó el pestillo de la puerta casi a tientas. Se restregó los ojos con la puntas de los dedos y poco a poco sus pupilas se acostumbraron a la punzante luz fría de los halógenos, tras lo que se giró hacia el espejo.
Mierda.
Con semejante aspecto parecía que lo habían apaleado, no que acababa de echar un polvo, y eso que no había estado mal. Se quitó el condón y lo lanzó a la papelera, tirando con él el poco entusiasmo que le quedaba al pensar que podría haber sido diferente; nunca sería diferente. Que en esta ocasión se hubiera tirado a una rubia siliconada con manicura francesa no marcaba ninguna diferencia. La de la noche anterior había sido una morena llena de tatuajes y le he había dejado la misma sensación de hastío.
Plantó la mano en el espejo tapando su rostro, aquella mirada extraña de ojos bicolor que le daba el mal nombre de «Jano», tal y como lo conocían en el mundo de la farándula. Mientras tuviera éxito y la gente recordara su cara tampoco sería distinto, pensó con desgana. Para todos era Ángel Escudero, el líder de Extrarradio, la banda de rock que despuntaba en la actualidad musical del país, abriéndose paso de forma sorprendente entre la música electrónica y las boybands. Y ése era el único motivo por el que se le acercaba la gente; si eran hombres, en busca de favores; si eran mujeres, en busca de su minuto de fama y un revolcón rápido.
Se metió en la ducha y giró la llave del agua fría, deshaciéndose del sudor post-coital y de aquellos pensamientos melodramáticos de las tres de la mañana. ¿Acaso no tenía lo que quería? Había salido de aquel barrio de mierda en el que creció y había triunfado gracias a su música, cuando nadie daba un duro por él. Ya había ganado suficiente dinero como para poderse comprar un apartamento en pleno centro de Madrid, y si quería echar un polvo, sólo tenía que guiñarle el ojo a alguna tía del público durante uno de sus conciertos y avisarle a Toni, su manager, de que la dejasen pasar hasta su camerino al terminar la actuación.
Definitivamente, tenía lo que quería y, si no lo tenía, ¿qué más podía esperar un tío como él que con suerte se había sacado el graduado escolar y no sabía hacer la o con un canuto? Nada, y por eso daba igual. Día tras día sería lo mismo y lo único que valdría la pena rescatar de todo aquello era lo que sentía frente a un micrófono, tocando su Gibson o simplemente componiendo.
Cuando los escalofríos comenzaron a recorrerlo, y considerándose lo suficientemente despejado, salió de la ducha y rebuscó en uno de los armarios hasta encontrar un toalla. Se secó de forma descuidada su ondulado y rebelde cabello oscuro que ya comenzaba a acariciarle la base de la nuca y luego se pasó la toalla por el torso, atándola después a la cintura. Finalmente salió del baño y encendió la luz para ir directo hacia la cama, recuperando su ropa en el camino.
Al sentarse en el borde del colchón para empezar a vestirse, la rubia siliconada comenzó a removerse entre las sábanas como una gata en celo, hasta engancharse de su cuello, sin olvidarse de restregarle los pechos por la espalda aún desnuda en el proceso y hundir las puntas de los dedos en su barba.
―¿Ya te vas? ―demandó con voz tan melosa que resultaba vomitiva. Por suerte, había estado calladita mientras follaban.
―¿Qué esperabas? ―espetó secamente mientras se colocaba los vaqueros negros con movimientos bruscos.
―Creí que habías pasado un buen rato ―alegó ella un tanto cortada al recibir una respuesta tan borde por parte de su ídolo.
―Sí, pero el rato ya hace tiempo que terminó.
Ángel apartó las manos femeninas de él y se puso su camiseta negra, tras lo que se inclinó hacia adelante para ponerse las botas.
―¿Nos volveremos a ver? ―le preguntó ella de pronto cuando lo vio levantarse, no queriendo dejar pasar la que parecía ser su última oportunidad.
Joder. Siempre lo mismo. ¿No había dicho ella misma que era cosa de un rato?
―Soy fácil de localizar. No tienes más que venir a mis conciertos ―respondió con tono monótono. Demasiado. Resopló.
Se giró hacia ella y trató de esbozar una sonrisa, al fin y al cabo era una fan, pero temió que sólo hubiera resultado una desagradable mueca. Sin embargo, pareció funcionar pues ella le lanzó una mirada felina mientras se mordía el labio inferior. Bien. Su fama y su reputación seguían sin mácula. Cogió la chupa de cuero que había dejado caer en la silla y, sin volver la vista atrás, salió de la habitación.
El frescor de la madrugada golpeó su rostro cuando salió del hotel, así que alzó el cuello de la chaqueta para cubrirse la nuca antes de subir la cremallera hasta arriba. Al meter las manos en los bolsillos encontró el paquete de tabaco así que se encendió un pitillo. Dio una profunda bocanada que le rascó la garganta, inundando su organismo con aquella nube gris que inutilizaba sus pulmones y su consciencia durante un microsegundo y que sólo le dejaba mal sabor de boca. Fumar era una mierda, pero no se planteaba dejarlo, como tampoco se planteaba otras muchas cosas.
El ruido de sus pasos en la acera resonaba como eco en su mente, dando un ritmo monótono a sus pensamientos. No, por ahí no. Se desviaban por derroteros que no quería volver a recorrer, pero era imposible no hacerlo si en pocas horas iba a coger un avión que lo llevaría directo allí.
«Son deseos de la discográfica», había dicho Toni. ¿Deseos? Más bien órdenes. Y por mucho que se le antojara rebelarse, no estaba el horno para bollos. La fama era efímera y el dinero lo era aún más, y ni el mayor subidón opacaba el hecho de que vivir de la música era un sueño convertido en realidad pero con fecha de caducidad.
Dio otra calada profunda en la que la nicotina le golpeó en el centro del pecho. No le quedaba más remedio que agachar las orejas y apechugar. Porque había que joderse. Llevaba trece años huyendo de su pasado y una de las cosas que más amaba en la vida le obligaba a mirar atrás y enfrentarlo de lleno.
Cuando llegó a su apartamento tenía calambres en las piernas. Primero la actuación, después un polvo y luego aquel pateo gratuito, pero necesitaba hacer tiempo hasta que la furgoneta que los llevaría al aeropuerto pasara a recogerlo.
Tiró las llaves en la mesa del salón y se quitó la cazadora antes de dejarse caer en el sofá de cuero negro. ¿Hogar, dulce hogar? Nunca, pero era mil veces mejor que aquellas camas que se sorteaban en la Casa de la Caridad y que tuvo la dudosa fortuna de probar cuando llegó a Madrid con diez mil de las antiguas pesetas y que tuvo que alargar hasta el infinito y más allá. Y debería estar contento, ¿no?
La situación le recordaba esas películas americanas en las que los viejos compañeros de instituto se encontraban al cabo de muchos años y se esforzaban por demostrar ser quien más había triunfado de todos. Ángel Escudero lo había conseguido con creces porque, ¿quién en el Barrio del Cristo había aparecido en la portada de las revistas musicales de ámbito nacional e incluso internacional? Nadie. Pero nadie en el Barrio del Cristo soportaba sobre sus hombros un mundo de pesadumbre y arrepentimiento como él y que le impedía alzar el rostro y mirarlos a la cara.
Apoyó los codos en las rodillas y dejó caer la cabeza sobre las palmas de las manos, dándose cuenta entonces de que le temblaban. Aquella espiral oscura que a veces se abría paso en su interior comenzaba a arremolinarse en su pecho. La rabia y la impotencia era fácil saborearlas, se había acostumbrado a ellas hacía mucho y las tenía más o menos controladas. Los remordimientos eran los más resbaladizos porque atacaban cuando menos lo esperaba, pero soportaba con entereza sus embates a traición. Pero había un regusto dulce que se había incorporado hacía poco tiempo a aquel cóctel molotov en el que se había convertido su conciencia y que era el que le dejaba sin respiración. Y tenía tal cantidad de detalles que era inconfundible. Un aroma; una voz; la negrura de unos ojos; un nombre… y se había convertido en el ingrediente principal de la fórmula que componía su tormento desde el mismo instante en el que supo que tenía que volver.
Ahogando un gruñido en su garganta se puso en pie y fue hacia su habitación. Sacó una bolsa de deporte de encima del armario y metió algo de ropa interior, un par de botas y algunas camisetas y vaqueros, sus favoritos. Con seguridad, la marca de ropa de turno se querría hacer cargo del vestuario del grupo a través del trato mercantil más ventajoso por ambas partes, por lo que era absurdo llevar más ropa de la cuenta.
Tampoco tenían que preocuparse por los instrumentos y el transporte. Atrás quedaron aquellos años en los que una furgoneta hacía las veces de lata de sardinas donde todo tenía cabida, músicos, instrumentos, equipo y lo que se terciase. Ahora, la discográfica los tenía en suficiente estima, sobre todo su balance económico mensual, como para contratar a gente que se encargase de sus instrumentos, de alquilar el resto del equipo a su llegada y de procurarles a ellos billetes de avión en primera clase.
Cerró la cremallera de la bolsa y se sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón. Tenía tiempo de sobra y la inquietud le hormigueaba en las manos y las piernas. Tecleó un mensaje rápido en el WhatsApp y fue hacia el salón para recuperar sus llaves de encima de la mesa. Caminó con paso decidido hacia la puerta y, tras echar un último vistazo al que había sido su último y efectivo refugio, salió. Una vez abajo, le entregó las llaves al conserje. Ya tenía las instrucciones pertinentes y ambos eran hombres parcos en palabras, así que una escueta y respetuosa despedida por ambas partes fue más que suficiente.
El cielo ya se vestía de anaranjados y tenues dorados cuando pisó la acera. Puso rumbo hacia la Gran Vía y no pasó mucho tiempo hasta que un automóvil que venía de frente le hizo luces.
―Mira que eres culo de mal asiento. ―Fue el recibimiento de Darío mientras cerraba la puerta de la furgoneta.
―¿Has dormido algo? ―preguntó Raúl en un tono más conciliador.
Ángel negó con la cabeza.
―Pues el viaje va a ser cortito para una cabezadita ―farfulló Darío―. Vaya una mierda, vamos a estar más tiempo en el jodido aeropuerto que en el avión.
―Tendríamos que haber cogido el AVE ―le dio la razón su amigo―. Al fin y al cabo tardaremos lo mismo y tendríamos más tiempo para sobar.
―Hay mucha más gente ―murmuró Ángel la razón que Toni les había dado más de una vez, y aunque a ninguno de los tres les convencía, tuvieron que tragarse la hora de espera antes de embarcar.
Hacía un tiempo espléndido y el viaje duraría treinta y cinco minutos, eso dijo la voz apenas inteligible de la azafata a través de los altavoces, y Ángel mantuvo los ojos cerrados durante todo el viaje como cuando uno los cierra ante un peligro inminente, aunque la tentación fue mucho mayor una vez la misma chica anunció que procedían a aterrizar.
Al parecer se accedía a la pista de aterrizaje en sentido contrario al que ellos llevaban porque el avión superó el Puerto de Valencia hasta el mar, empezando entonces a girar describiendo una U completa, como si se hubiera arrepentido en el último momento y pusiera rumbo hacia Madrid nuevamente, cosa que no habría estado nada mal. Desde esa altura, la Ciutat de les Arts i les Ciències parecía un extraño juguete futurista dejado caer en mitad de la ciudad por la que serpenteaba el antiguo cauce del Río Turia y que el avión parecía seguir como si fuera su ruta, hasta que se inclinó hacia la izquierda.
Reconoció aquella arteria de asfalto a pesar del paso de los años, la A-3, que dejaba a un lado Quart de Poblet y al otro Aldaia y el Barrio del Cristo. El corazón le tamborileó en el pecho al reconocer aquellos edificios, aquellas casitas que se iban agrandando conforme el avión se acercaba a tierra. El cementerio… el descampado de la Pedrota… La vista se le desvió hacia un monumental y desconocido centro comercial y luego vino la primera torreta que marcaba los terrenos del aeropuerto y el extraño zumbido del avión al comenzar la maniobra de aterrizaje, aquellos tres segundos que marcaban el punto de no retorno y que concluyeron cuando las ruedas tocaron tierra firme.
«Valencia», rezaba un gran rótulo sobre el revestimiento de placas metálicas del edificio que tenían justo enfrente, cosa que nunca sería capaz de entender porque el aeropuerto estaba situado en el término municipal de Manises. Los políticos y sus manías.
Descendieron del avión por una estrechísima escalerilla y recorrieron a pie los pocos metros que los separaban del edificio principal del aeropuerto. Toni les había dicho que los esperaría cerca de la puerta de salida y, con suerte, la hora tan temprana habría dejado en la cama a un gran número de fans. Aun así, hubo más de una madrugadora, pero él fue todo lo esquivo que pudo y les dejó el trabajo sucio a sus dos compañeros.
Darío Castro era el batería y «el cachas» del grupo. Era moreno y tenía barba como él, aunque lo que marcaba indiscutiblemente la diferencia era el contorno de sus bíceps. Tenía éxito con las mujeres, como todos ellos, y no le importaba llevar una colgada de cada brazo.
Raúl Monfort era el bajo y «el guaperas», y también se las llevaba de calle con su pelo rubio y la carita de ángel… Al parecer les habían intercambiado el nombre al nacer, porque a él le hubiera quedado mejor.
―¡Jano! ¡Ahí está Jano!
Pero, en cualquier caso, casi nadie lo llamaba por su nombre de pila.
Una extraña anomalía llamada heterocromía hizo que naciera con un ojo de cada color, uno verde y otro pardo para más señas, y algún periodista con inspiración dudosa tuvo la brillante idea de decir en un reportaje que evocaba a Jano, el dios romano de las dos caras, y que eso mismo respondía a su personalidad dual encima del escenario, tan pronto dramática como eufórica. Pero algunos fueron más allá y se habían atrevido a compararlo por su peculiar mirada y su carisma en el escenario con David Bowie… Imbéciles… Ángel jamás sería como él, ni en sus mejores sueños, además de que la anomalía en los ojos del británico se resumía a que su pupila izquierda estaba dilatada de modo permanente a causa de un puñetazo, lo que hacía que sus ojos parecieran distintos… Pero ¿quién se fijaba en esos detalles?
El caso es que aquello trajo un gran número de teorías sobre él, cuál de todas más variopinta. Un día, Raúl llevó consigo al ensayo una de aquellas revistas juveniles en las que, según explicaba el reportaje central, el día que parecía oscurecerse su ojo marrón, él estaba deprimido, y si brillaba más su ojo verde era que estaba animado. Había que joderse… Pues esa mañana estaba de un humor de perros así que debía tener los ojos bien negros.
No, negros no…
Se hizo las cuatro fotos de rigor pero decidió que no se quitaría las gafas de sol, «ah, se siente», y salió cagando leches de allí en dirección a la puerta y la furgoneta que haría las veces de transporte y de salvación.
Iban a alojarse, por lo pronto, en el hotel SH Valencia Palace que estaba muy cerca del centro de Valencia, por lo que iban a volver a tomar la A-3 en dirección a la capital. Hubiera sido más práctico si les hubieran puesto un paracaídas y el avión los hubiera soltado en mitad de la ciudad.
Se acomodó contra el respaldo del asiento y fijó la vista en el exterior, a través de la ventanilla. Sobrepasaron el Barrio del Cristo aunque no se veía nada debido al polígono industrial que estaba al borde de la autovía, pero el pálpito en el pecho lo llamó de igual modo. Al cabo de cinco minutos ya estaban en plena Avenida del Cid, en el típico embotellamiento de las ocho y media de la mañana. Eso no cambiaría nunca, ni aunque pasaran mil años. Por suerte, el trayecto no era muy largo, y al cabo de diez minutos, ya estaban en el hotel.
En cuanto entró en su habitación, se dejó caer de espaldas pesadamente encima de la cama, aunque no había cerrado la puerta a la espera de que uno u otro, o los dos, entrasen.
―¿Vamos a desayunar? ―Fue el vozarrón de Darío el que sonó desde el umbral.
―Necesito sobar. ―Negó con la cabeza mientras trataba de quitarse las botas sin levantarse de la cama.
―Anoche tuvimos actuación. ―Escuchó ahora la voz de Raúl―. Si no te hubieras empeñado, hoy habríamos descansado y dejado el vuelo para mañana.
―Ya que suenas como la voz de mi conciencia, no hace falta que te explique por qué quería llegar hoy.
Sintió que el colchón se hundía levemente a los pies de la cama.
―Pues aun así no lo entiendo ―replicó su amigo―. Lo típico es que uno se niegue a acudir al cementerio a visitar la tumba para no admitir así la pérdida del ser querido.
―Tú ves demasiadas pelis americanas. ―Ángel se incorporó ligeramente, apoyándose en ambos codos―. Y yo no tengo que asimilar una puta mierda porque sé perfectamente que Juancar está muerto.
No había reproche o dureza en su voz, sólo una firme aseveración.
―¿Y por qué ahora?
―Porque no he tenido los cojones de hacerlo en trece años ―le recordó―. Siempre había alguna actuación, alguna entrevista, alguna excusa conveniente. En trece años no he querido dar ese paso y hoy es el día perfecto para hacerlo, el apropiado.
Sabía que no había convencido a Raúl, llevaban años discutiendo sobre lo mismo, y aunque Darío parecía estar dándole una tregua momentánea, no sabía cuánto duraría. Raúl, sin embargo, no parecía estar por la labor de dejarlo tranquilo.
―Como vuelvas a hablarme de las cinco etapas del duelo te tiro el teléfono de la mesita a la cabeza ―le advirtió, alzando un dedo―. Ya sabemos que, además del guapo, eres el listillo del grupo.
―No me estaba refiriendo a Juancar ―replicó con retintín.
Y Ángel no dijo nada, pero si las miradas matasen, Raúl habría caído fulminado a dos metros bajo tierra, aunque no pareció inmutarse.
―Haz lo que te dé la gana. ―Finalmente su amigo se levantó de la cama encogiéndose de hombros.
―Dormir ―suspiró Ángel, dejándose caer de golpe sobre el colchón, y a los pocos segundos, escuchó la puerta cerrarse.
Entonces, echó mano al móvil que tenía en el bolsillo de los vaqueros y activó la alarma. Quedarse dormido sería la peor excusa de la historia para faltar a esa cita a la que, por fin, se había propuesto acudir.