Ya hacía varios días que habían dejado atrás Häe, varios días en los que el horizonte se mostraba ante ellos completamente desconocido y perturbador. Los Häe no solían salir de su Reino, aunque no porque hubiera algún tipo de prohibición para ello, sino porque les era innecesario; cualquier cosa que pudieran precisar, se hallaba entre sus fronteras. Más allá de ellas, el poblado más cercano se encontraba a casi una jornada de camino, pues ya en la época de los Antiguos Hombres, pocos pueblos se habían atrevido a aproximarse más, habiendo levantado sus antepasados infinidad de fábulas y falsas leyendas en torno a ellos mismos para procurar precisamente eso, que nadie se aproximara demasiado.
Griän sabía, porque así lo decían las Enseñanzas, que muchas eran las creencias que guiaban el Destino del Hombre y, de igual modo que en Häe no se contemplaban como plausibles, sus propias raíces podían crear incomprensión o displicencia a su alrededor, por lo que era mejor mantenerse al margen, protegidos de miradas indiscretas y críticas que, al final, siempre acaban por pretender inculcar sus propios valores.
Los Häe tenían su propio legado, costumbres y creencias, y sobre ellas debían regirse sus vidas, como una ley sagrada que no se puede cuestionar. A partir de ahí, poco importaba en qué creyeran los demás. Podían dirigir sus plegarias a imágenes o buscar consuelo espiritual en dioses invisibles, pues de ese mismo modo, ellos se debían al Divino Astro, el Sol, quien les daba luz, calor y vida.
Pero lo que más estaba en tela de juicio eran sus rituales y ceremonias. Griän había leído cómo ciertas gentes a su sacrificio lo calificaban de aberración y barbarie, asesinato incluso, y algunos lo relacionaban con un Señor de las Tinieblas al que llamaban Malhok. Otro motivo añadido para querer estar alejado de otros reinos. ¿No se cazaban animales y se comía y bebía su carne y sangre para mantenerse vivo? Pues ellos ofrecían la suya propia para dotar de vida a su gente. ¿Acaso no era igual de legítima una cosa que la otra?
Griän inspiró con profundidad mientras pensaba en aquello y un delicado perfume de lavanda llegó a él. A pesar de que la primavera hacía solo unos días que reinaba en la Tierra, ya había vestido aquella pradera que cruzaban en ese momento de pequeñas y perfumadas flores silvestres, permitiéndoles disfrutar de su aroma. Sin duda, el Astro Sol había quedado satisfecho con la última Ofrecida.
Inconscientemente, volteó su vista hacia sus espaldas. Las mujeres se hallaban tras él, tras los hombres de la Corte y, justo detrás de ellas, la servidumbre, cerrando la comitiva. Giró un poco su cuerpo sujetándose de la montura y oteó entre los rostros de las jóvenes, hasta encontrar el de su hermana Anyan. La miró con orgullo mientras ella le dedicaba una leve sonrisa, tras lo que volvió a dirigir su vista al frente. Personalmente no le había parecido lo más conveniente que ella viajase en esa posición, siendo quien era, pero los Reyes lo habían dispuesto así, ni siquiera el mismo Korw había sugerido otra cosa, por lo que Griän acató su decisión sin cuestión alguna. En ese viaje, para evitar más preguntas de las necesarias en cuanto a su forma de vida, Anyan sería una más de las mujeres de la Corte. Quedaba un año para que su hermana alcanzara su destino y ya para entonces, deberían haber acabado con ese asunto que los llevaba a tierras tan lejanas de Häe.
Griän apenas podía creer que aquella antigua profecía pendiera de sus cabezas de forma tan mortífera; ni él ni nadie del Reino. Sí era bien conocida por todos, pero después de tantos siglos, nadie contaba con que llegaría ese día. Sin embargo, los sucesos a los que aquella mujer hacía referencia en su pergamino, no llevaban a equívocos y así debían de haberlo considerado los Reyes para dejar los límites de Häe y la protección de sus murallas. Los tres iban encabezando el séquito, dispuestos a acabar con aquello que amenazaba con destruir su historia, borrando el paso de los Häe por la Tierra.
Volvió a fijar la vista en el horizonte, el rojizo cielo ya empezaba a anunciar con el ocaso la decadencia del reinado del Sol en ese día, y que moría con la noche. Algunos podrían llamarlo Malhok, pero la noche era su demonio particular, el que les privaba del regalo de vida que el Sol les ofrecía cada mañana al amanecer. Como era de esperar, la comitiva empezó a detenerse y los sirvientes se apresuraron a levantar el campamento.
―Vayamos a montar nuestra tienda ―le propuso a los dos hombres que cabalgan a su lado.
―Deja que los criados se encarguen de eso ―rezongó el que estaba más próximo a él, un joven moreno y bastante corpulento.
―No seas perezoso, Antü ―le reprochó Griän―. No quiero esperar a que los criados hayan acomodado a Sus Majestades para que dispongan nuestras cosas. Estoy exhausto y quiero descansar cuanto antes.
―Venga, haragán ―palmeó su espalda el otro joven llamado Cam―. Yo tampoco quiero esperar, así que acompáñame.
Cam tiró de las riendas de su alazán y lo hizo cambiar de dirección, lanzándole una mirada de impaciencia a su amigo.
―Está bien ―masculló Antü con una mueca de disgusto en los labios―. Pero das tú de beber a mi caballo ―le exigió.
―Sí, claro… y le cepillo también las crines ―se mofaba Cam mientras azuzaba a su montura.
Griän los vio alejarse con una expresión de diversión en su rostro, mientras los jóvenes espoleaban sus caballerías con brío, compitiendo por quién llegaba antes donde los criados. Desmontó echando una ojeada a su alrededor, pero antes de buscar el lugar en el que instalarían la carpa, decidió acercarse a su hermana que conversaba animadamente con otra joven, de cabellos castaños y figura voluptuosa. Ella, al verlo aproximarse, le lanzó una mirada más que seductora, tras lo que tiró fuerte de las riendas para alejarse de allí.
―¿Qué hay entre tú y Araw? ―le preguntó Anyan con divertido tono mientras desmontaba.
―Nada que yo sepa ―se encogió él de hombros con desinterés.
―¿Y lo que acaba de suceder? ―rio ella.
―No sé ―respondió con igual monotonía que antes―. Tal vez deberías preguntárselo a Cam ―señaló viendo que la joven le estaba haciendo algún tipo de confidencia a su amigo, pues le hablaba al oído.
Mas no tardaría mucho en averiguarlo.
Habían disfrutado de una exquisita cena. Le maravillaba que los criados hubieran sido tan capaces dadas las circunstancias de no contar con una cocina y utensilios adecuados. Sin embargo, los platos habían estado deliciosos y ahora estaba echado perezosamente sobre su camastro, degustando una buena copa de vino con sus dos amigos.
―Vamos a por más bebida, Antü ―exclamó Cam de repente, rompiendo aquel armonioso silencio.
―¿Más vino? ―discrepó él―. Creo que ya hemos tomado suficiente. Mañana nos espera la última jornada de viaje y no quisiera afrontarla con resaca.
―No seas aguafiestas ―tironeó de su brazo haciendo que se irguiese―. Vamos ―insistió.
―Sabes, Cam, cuando te lo propones llegas a ser bastante fastidioso ―le decía mientras Griän reía al verlos desaparecer. Aunque su risa se tornó en una mueca de sorpresa al ver a Araw aparecer en la tienda un momento después.
―¿Qué haces aquí? ―le preguntó con cierto malestar mientras se incorporaba.
―Pensé que te apetecería un poco de compañía ―respondió ella más que sugerente.
―La compañía era muy grata hasta hace un momento ―replicó Griän, entendiendo entonces con claridad lo que había ocurrido horas antes.
―Hablando así, das a entender que prefieres la compañía de un hombre a la de una mujer ―trató de provocarlo mientras caminaba hacia él con insinuante movimiento de caderas―. Y no es lo que tengo entendido.
―Es que eso depende de la mujer en cuestión ―espetó con sequedad, observándola de pies a cabeza con cierto desdén.
―Muchos hombres querrían estar conmigo ―repuso ella ofendida, deteniéndose. Su cuerpo que hasta ese instante se mostraba como un santuario de sensualidad se endureció tensándose a causa de la furia que le provocaba ese inesperado rechazo.
―Entonces, ve y ofrécete a ellos ―alegó con gran indiferencia, dando un sorbo a su copa.
Araw no pudo agregar palabra alguna a aquella ofensa y con el rostro enrojecido de ira, dio media vuelta y salió de la tienda. Griän no había terminado aún de comprender lo sucedido cuando Antü y Cam volvían al interior de la carpa con sendas copas en la mano.
―Esto sí que no me lo esperaba ―reía este último mientras se sentaba en su camastro.
―Yo tampoco esperaba que tú creyeses necesario hacerme el favor de conseguirme mujeres ―le recriminó Griän duramente.
―El favor no te lo he hecho a ti ―continuaba sonriendo divertido―. Además, no entiendo por qué tantos remilgos a estas alturas. Has estado con mujeres mucho menos deseables que Araw.
Griän lanzó un suspiro de exasperación.
―De acuerdo ―levantó Cam sus manos con gesto conciliador―. Deja ya el mal genio, tampoco es para tanto. Siempre hemos bromeado con ese tipo de asuntos.
―No me parece este el caso ―continuó Griän, aunque un poco más calmado.
―Está bien ―fingió su amigo darse por vencido para contraatacar después con una sonora risotada―. Pero aún no entiendo cómo has podido rechazar a una mujer como esa. Si hubiera sido yo…
―¿Podemos dar ya el tema por zanjado? ―explotó de repente Antü, dejando con un golpe seco su copa sobre una pequeña mesa.
―¿Qué demonios te sucede? ―replicó Cam, tanto él como Griän mirándolo más que sorprendidos.
―Nada ―trató torpemente de justificarse―. Te dije que no quería más vino. Voy a acostarme ya ―concluyó apagando la vela cercana a su camastro y tumbándose.
―Buenas noches ―apuntó con sorna Cam―. Menudo carácter ―agregó por lo bajo hacia Griän―. Espero que mañana amanezca de mejor humor o será un verdadero castigo aguantarlo el resto del viaje.
Griän asintió mirando a su amigo que se había tumbado de espaldas a ellos.
Sin embargo, y como era de esperarse, Antü no fue el único en levantarse de mal humor. Como cada mañana, Griän acudió en busca de su hermana para ir a desayunar, encontrándola con Araw. La joven se limitó a dedicarle una mirada de desprecio y marcharse al verlo llegar.
―Y me dirás que tampoco sabes nada de esto. ―Se cruzó de brazos Anyan.
―Creo que esta vez sí tengo algo que ver ―repuso con cierta monotonía.
―Pues no parece importarte mucho ―alegó ella viendo su comportamiento indiferente―. ¿Me cuentas qué ha sucedido?
―Anoche se las ingenió para poder venir a mi tienda, asegurándose de que estuviera solo ―le explicó.
―Y por lo que veo, esa visita no se dio tal y como ella esperaba ―supuso mirando de reojo a la muchacha con suspicacia.
―No la juzgues tan duramente ―le restó importancia su hermano.
―No lo hago ―discrepó ella―. Cada uno es dueño de elegir su propio camino, y los nuestros están claramente diferenciados.
―Desde luego, ella jamás podría aspirar a semejante privilegio como es el tuyo ―la miró orgulloso.
―¿Es por eso que la rechazaste? ―quiso saber Anyan―. ¿Porque no es pura? Claro, puedes tener a cuanta mujer quieras ―agregó con un toque de sarcasmo―. Te puedes permitir el lujo de elegir.
Griän disintió haciéndole un mohín como respuesta. Sí, era cierto que disfrutaba del favor de las mujeres y nunca había rechazado a ninguna por el hecho de no ser pura, aunque, a decir verdad, pura o no pura le daba igual. Una virgen podía darle la satisfacción de ser él quien primero la tocase, quien la desflorase, permitirle adentrarse en los misterios de su cuerpo antes que ningún otro hombre, incluso guiarla a su antojo para conducirla por las sendas del placer. Una mujer experimentada, por el contrario, ya ha dejado a un lado sus temores virginales y, por tanto, la búsqueda de ese placer podía resultar más satisfactorio aún.
Sin embargo, últimamente no le llenaba ni el obsequio de una virtud sin mácula, ni las armas de seducción de una mujer diestra en dicho menester, como lo era Araw. Tan vacuo le resultaba lo uno como lo otro… Solo había hastío, apatía, vacío, un nudo en su pecho que aumentaba con el paso de los días y del que no sabía cómo deshacerse.
Y lo peor era que no había nada más, nada que esperar, sobre todo tan lejos de los muros de Häe, en aquellas inhóspitas tierras que apenas había pisado y que ya quería abandonar.