De cara al futuro

Con la muerte del dictador en 1975, el panorama político del país ha sufrido grandes transformaciones. En su testamento al pueblo español, Franco aseguraba haber dejado todo «atado y bien atado» para continuar su gobierno desde la tumba. Pero, a diferencia de la obra teatral del Siglo de Oro titulada Reinar después de morir, la historia se ha burlado de sus propósitos.

Dos años después de su fallecimiento —antes de referirme al actual proceso de liquidación de la dictadura—, quisiera extenderme, aunque sea brevemente, sobre lo que ha significado su existencia para dos generaciones completas de españoles: los que éramos niños durante la guerra civil y los que nacieron en la inmediata posguerra.

Tal vez, la característica distintiva de la época que nos ha tocado vivir haya sido esta: la imposibilidad de realizarnos en la vida libre y adulta de los hechos, de intervenir de algún modo en los destinos de la sociedad fuera del canal trazado por él de una vez para siempre, con la consecuencia obligada de reducir la esfera de acción de cada cual a la vida privada o empujarle a una lucha egoísta por su bienestar personal y sometida a la ley del más fuerte. No se me oculta que la mera posibilidad de resolver el problema económico inmediato, por injusto y cruel que haya sido el procedimiento seguido para obtenerla, sea una mejora considerable respecto a las condiciones imperantes en la sociedad hispana de antes de la guerra, y preciso es reconocer que, disociando los términos de libertad y bienestar, gran número de españoles se han acomodado relativamente bien a un «progreso» que desconocía la necesaria existencia de libertades. Pero, para los hombres y mujeres de dos generaciones sucesivas, más o menos dotados de sensibilidad social y moral, y para quienes la libertad de medrar o enriquecerse de forma más o menos honesta no podía satisfacer en modo alguno sus aspiraciones de equidad y justicia, las consecuencias del sistema han sido de un efecto devastador: un verdadero genocidio moral. Ante la imposibilidad material de enfrentarse con el aparato represivo institucionalizado por él, todos nos hemos visto abocados, en un momento u otro de nuestra vida, con el dilema de emigrar o transigir con una situación que exigía de nosotros silencio y disimulo, cuando no el abandono suicida de los principios, la resignación castradora, la actitud cínica y desengañada. Exilio, silencio, dimisión o wishful thinking, trocado a la larga en mitomanía: años y años de dolor, frustración y amargura mientras —a menudo por razones que poco tenían que ver con su clarividencia personal y aun con la coyuntura propiamente española— el panorama del país se transfiguraba; fábricas, bloques de viviendas y complejos turísticos destruían el paisaje ancestral, ríos de automóviles llenaban calles y carreteras y la renta nacional brincaba en diez años de 400 a 2 000 dólares per cápita.

Sólo él no cambiaba: Dorian Gray en los sellos, diarios o enmarcado en los despachos oficiales, en tanto que los niños se volvían jóvenes, los jóvenes alcanzaban la edad adulta, los adultos perdían cabellos y dientes y quienes, como Picasso o Casals, juraron no volver a España el tiempo en que él viviera bajaban al sepulcro lejos de la tierra en que nacieron y donde normalmente hubieran podido vivir y expresarse.

Su pragmatismo político, fundado en un corto número de premisas simples, del orden de las que figuran en su testamento —fue, como leí recientemente, el «único táctico en un país de estrategas»—, no presuponía lealtad ideológica alguna fuera de la pura obediencia. La escala oficial de virtudes y méritos se medía tan sólo en proporción a la fidelidad a su persona. Ello creaba por consecuencia —junto a una minoría corrupta que acaparaba celosamente para sí los beneficios y prebendas— una enorme masa de ciudadanos sometidos a una perpetua minoría legal: imposibilidad de votar, comprar un periódico con diferentes opiniones que el gobierno, leer un libro o ver una película no censurados, asociarse con otros ciudadanos disconformes, protestar contra los abusos, sindicarse.

Inmensos potenciales de energía que, al no verterse por los cauces creativos habituales, se transformaban inevitablemente en neurosis, malevolencia, alcoholismo, agresividad, impulsos suicidas, pequeños infiernos privados. Algún día, la psiquiatría española deberá analizar seriamente los resultados de esta tutela maligna sobre una masa de adultos constreñidos a soportar una imagen degradada de sí mismos y asumir ante los demás una conducta inválida, infantil o culpable. Las represiones y tabúes, los hábitos mentales de sumisión al poder, de aceptación acrítica de los valores oficiales que hoy nos condicionan no se desarraigarán en un día. Enseñar a cada español a pensar y a actuar por su cuenta será una labor difícil, independientemente de las vicisitudes políticas del momento. Habrá que aprender poco a poco a leer y escribir sin miedo, a hablar y escuchar con entera libertad. Un pueblo que ha vivido casi cuarenta años en condiciones de irresponsabilidad e impotencia, es un pueblo necesariamente enfermo, cuya convalecencia se prolongará en razón directa a la duración de su enfermedad.

Pretender, como pretenden hoy algunos, que el régimen franquista es un fenómeno del pasado basándose en el hecho de que el nombre de su fundador ha desaparecido casi no sólo de las conversaciones públicas y privadas, sino también de la televisión, la radio, las revistas y los diarios, me parece tan abusivo como engañoso. Los pueblos, como los individuos, se inclinan a correr un tupido velo sobre aquellos períodos del pasado con los que han dejado de identificarse, sin curarse por ello del trauma sufrido. Los alemanes dejaron de hablar, de la noche a la mañana, de los horrores del hitlerismo, y los franceses, de las páginas poco gloriosas de la ocupación, mientras que los soviéticos exorcizaron sus demonios estalinianos con la panacea ilusoria del llamado «culto a la personalidad». Dichos traumas, cuidadosamente enterrados, prosiguen, con todo, su labor de zapa, como nos muestra la actual floración de libros y films franceses sobre los tiempos de Vichy y la resignación de un gran sector popular al nuevo orden impuesto por los nazis.

No obstante, los cambios operados en los tres últimos años son reales y explican la dinámica y aceleración crecientes del proceso democrático. Tal vez el rasgo más significativo del mismo haya consistido en la liberación del discurso político: el hecho de que España haya recuperado la voz y los españoles hayan dejado de ser un pueblo de mudos, ensordecidos por su largo, sempiterno silencio.

Quien tuviere el ocio y curiosidad de hojear los archivos de la prensa española correspondientes a los ocho primeros meses de 1868 para contrastarlos a continuación con los del período que siguió al golpe militar de dicho año, que derrocó a Isabel II, tropezaría con un fenómeno de acromatopsia del que, desde la muerte de Franco, todos somos conscientes: el paso brusco de la prensa «gris», de un país en el que aparentemente no sucede nada, a una prensa en «tecnicolor», que nos revela que sí está pasando algo; de unos laboriosos ejercicios de escritura en los que los plumíferos de la época emulaban en el noble arte de la oquedad sonora, la inanidad prolija, vagarosa y gárrula, a una sorprendente avalancha de informaciones sobre hechos y problemas reales y concretos; de artículos y crónicas soporíferos sobre el invierno, los gatos, las castañeras, las ventajas e inconvenientes del sombrero y tutti quanti a editoriales y llamamientos Donde se habla de libertad, derechos, partidos, elecciones, democracia. Acromatismo impuesto por decreto, semejante al que en las últimas décadas intentaba acreditar la versión oficial, inmovilista, de que la actualidad de la desdichada Península se reducía a una ronda fantasmal de discursos, inauguraciones, desfiles, procesiones religiosas, partidos de fútbol, corridas de toros.

En uno y otro caso, la lectura contrapuesta de nuestros periódicos y revistas a partir de la línea divisoria del pronunciamiento antiisabelino o la muerte del general Franco nos descubre un hecho de incalculables consecuencias: el escándalo moral de haber vivido una larga e invisible ocupación sin cascos, fusiles ni tanques; ocupación no de la tierra, sino de los espíritus, mediante la expropiación y secuestro por unos pocos del poder y ejercicio de la palabra. Años y años de posesión ilegítima y exclusiva destinada a vaciar los vocablos de su genuino contenido —evocar la libertad humana cuando se defendía la censura, la dignidad y la justicia en materia de sindicatos «verticales»— a fin de esterilizar la potencia subversiva del lenguaje o convertirlo en instrumento dócil de un discurso voluntariamente amañado, engañoso y adormecedor. Monopolio del habla y escritura en manos de pseudopolíticos, pseudo sindicalistas, pseudocientíficos, pseudointelectuales, pseudoescritores que, dentro del búnker franquista, tiemblan hoy de pánico y sacrosanta indignación al observar que sus presuntas verdades intangibles son objeto de discusión, que sus privilegios arbitrarios son puestos en tela de juicio, que atentar a sus rancios dogmas ha dejado de ser sacrílego: miedo, indignación, cólera ciega que, a nivel popular, entre la actual masa de lectores sedientos y ávidos, se traduce en sentimientos de sorpresa, incredulidad, maravilla al presenciar la caída estrepitosa de los ídolos, el encierro de los bueyes procesionales, el eclipse paulatino de los zombis, el retiro anticipado de tantos y tantos santones enmedallados. Cambio gradual que, día a día, pulgada a pulgada, abre nuevas brechas y grietas en la vetusta cárcel verbal erigida por la censura, desarticula la rígida camisa de fuerza que paralizaba a los diarios, permite la entrada de oxígeno y aire fresco en los sufridos pulmones de la gran masa.

Todos conocemos los efectos de dicho sistema opresivo en nuestra propia conciencia: los vocablos suprimidos, las críticas informuladas, las ideas ocultas o expresadas con cautela que se almacenan en el pecho, el corazón y la sangre hasta intoxicamos; la defensa pasiva contra la palabra monopolizada en forma de bromas y chistes de café, nuestra triste y eterna válvula de escape. Frente a tal situación de envenenamiento y asfixia, el sistema actual significa el reajuste del lenguaje a los hechos, el fin de la continua y penosa esquizofrenia de vivir día tras día entre dos planos distintos e inconciliables.

Si Franco resucitara hoy, regresaría horrorizado a la tumba al descubrir que el rey escogido por él ha resultado ser el liquidador oficial de su propio legado: los partidos políticos y organizaciones sindicales han vuelto a la legalidad; España ha conocido sus primeras elecciones libres desde 1936; Cataluña y el País Vasco se hallan en el proceso de recuperar los gobiernos autónomos establecidos durante la Segunda República y abolidos al final de la guerra. La composición del actual Parlamento —en el que la izquierda es parte importante— muestra que el panorama político español se asemeja mucho al que existía hace cuarenta años: es decir, que la larguísima dictadura franquista no ha resuelto nada. Los problemas que asediaron a la República y ocasionaron su caída siguen todavía pendientes.

La antigua injusticia social permanece y, tarde o temprano, los españoles deberán acometer la empresa insoslayable de remediarla. A pesar de los innegables progresos que han convertido hoy a España en la décima potencia industrial del mundo, la herencia del pasado pesa aún con gran fuerza. Como dice justamente Pierre Vilar, «il existe toujours des latifundia et des minifundia, des hommes sans terre, des terres sans hommes et des terres où tous s’entassent»; los próximos años serán decisivos para el porvenir del país y, para tomar la expresión del historiador francés, «il n’existe pas un homme, aujourd’hui, qui ne se sente un peu solidaire de son destin».