El pecado original de España
Paralelamente al ahogo de la inquietud intelectual «judaica», la literatura española de los siglos XVI y XVII refleja, explícitamente o por omisión, la sistemática represión de la sensualidad hispanoárabe. Hasta la fecha, ningún historiador ha calibrado como se debe la importancia de ese fenómeno y su formidable impacto en la configuración del carácter nacional español. Como observa con acierto Xavier Domingo: «El árabe ha integrado el acto sexual en la estructura de sus aspiraciones más elementales. El cristiano, al contrario, tiende cada vez más a excluir el sexo totalmente, a negarlo. El sentimiento y la sexualidad son, para el árabe, cosas indisolubles. Para el cristiano, todo lo que concierne al sexo es nefasto y puede contaminar el alma. Aunque cristianos y musulmanes vivían en el mismo suelo, de manera casi idéntica, sus concepciones en materia tan esencial como el amor se oponían de modo tan rotundo que no es extraño que su guerra dure ocho siglos y termine con la aniquilación del vencido. Todo lo que el español lleva en sí de árabe es reprimido sin piedad y, en primer término, la sexualidad». Así, mientras en la Edad Media la literatura erótica arábigo-andaluza y la castellana, influida por ella, alcanzan una elevada expresión artística (bastaría citar los nombres de Ibn Hazm de Córdoba y del arcipreste de Hita), a partir de los Reyes Católicos el sexo deviene, para los escritores españoles, objeto de repulsión y de odio. La sensualidad es el peor enemigo. En el Anticristo, Nietzsche recordaba que la primera disposición adoptada por los monarcas castellanos después de la conquista de Córdoba consistió ya en cerrar los trescientos establecimientos de baños públicos existentes en la ciudad. Y cuando los moriscos son definitivamente expulsados del reino, el licenciado Aznar de Cardona justifica el catastrófico decreto real basándose en que aquellos son «torpes», «brutos», «amigos de entretenimientos bestiales», «afeminados» y «entregadísimos al vicio de la carne».
Una obra como La Celestina (1502) pudo divulgarse en un momento en que el Santo Oficio no controlaba aun totalmente la vida y conciencia de los españoles. Pero, desde mediados del siglo XVI, el amor carnal desaparece del horizonte de nuestra literatura. La última obra erótica de importancia, La lozana andaluza, se imprimió significativamente en Italia (1528). En adelante, sólo el amor idealizado obtiene patente de publicación, y Petrarca remplaza a Las mil y una noches. Incluso en los géneros ordinariamente considerados realistas, como, por ejemplo, la novela picaresca, el antihéroe roba, miente y estafa, pero no fornica jamás y, si lo intenta, su tentativa fracasa de modo lamentable y da lugar a una serie de lances cómico-burlescos de los que inevitablemente sale corrido y avergonzado (Alemán, Cervantes, Quevedo, etc.): la tramposa y embustera Justina, envuelta en mil escabrosos lances y episodios turbios, mantiene bien en alto, como un estandarte glorioso, su concepción casi teológica de la doncellez y resume en estos términos, al final del libro, su noche de bodas: «Yo bien sabía que mi entereza y que mi virginidad darían de sí señal honrosa, esmaltando con los corrientes rubíes la blanca plata de las sábanas nupciales». El sexo, que constituye el eje dramático de La Celestina, no asoma nunca en las páginas de El Quijote: como la casi totalidad de los personajes novelescos de la época, el Caballero de la Triste Figura es un ser asexuado y sus amores son puramente platónicos. En Quevedo, el odio a la mujer llega a extremos verdaderamente morbosos. La descripción que nos hace de ella es fisiológica, repugnante. La mujer es el mal, el demonio. El amor, un engaño, una trampa: «Considérala [a la mujer] padeciendo los meses y te dará asco, y cuando está sin ellos, acuérdate que los ha tenido y que los ha de padecer, y te dará horror lo que te enamora, y avergüénzate de andar perdido por cosas que en cualquier estatua de palo tienen menos asqueroso fundamento». Para encontrar un equivalente a su virulento antifeminismo habría que remontarse a Tertuliano y a la doctrina de los Primeros Padres de la iglesia. Eludiendo el amor carnal, Quevedo cae en la escatología. Estamos lejos de la atmósfera sensual de las noches de Al-Andalus que cantan los poetas, con sus manjares selectos, sus vinos exquisitos, sus bellas esclavas rubias, sus lánguidos efebos coperos.
Curiosamente, la ofensiva antierótica y la condena de la exuberancia sexual no se llevan a cabo, como ocurrió más tarde en Francia y otros países europeos, en nombre de la nueva ética burguesa, que contrapone la noción «racional» de trabajo a la «animalidad» (tiranía contra la que se rebelarán más tarde Sade, Baudelaire y Rimbaud): en España, la represión sexual se funda no en las razones económico-sociales (antinomia libido-productividad) que fundamentan el proceso de acumulación capitalista e implican la condena del derroche aristócrata (desde los gastos suntuarios al «exceso» barroco), sino en factores de orden inmanente y existencial, con el designio latente de encerrar al individuo en una problemática sin salida y de crear en él una conciencia enferma que lo vincule al ámbito de la vida privada y lo incapacite para toda actividad social adulta y libre. No hay, pues, oposición entre productividad y sexo. La represión de la libido se opera en frío, de modo estructuralmente negativo, en la perspectiva de un vacío abstracto y angustioso. La civilización española del siglo XVII se desenvuelve de espaldas al sexo y a la actividad económica e intelectual. Perseguir al sexo es perseguir la inteligencia en la medida en que la auténtica libertad intelectual implica necesariamente la libertad sexual, y viceversa. La represión de ambos se realiza, así, de modo simultáneo. El sexo es la causa de todos los males y, para expresar la «pérdida y destrucción de España» en el siglo VIII —esto es, la de la monarquía visigoda—, el romancero popular inventa la leyenda del rey don Rodrigo que, enamorado de la hermosa Caba —del árabe cahba, lo prostituido—, abusa de ella y provoca la traición del padre, el célebre conde don Julián, quien, para vengarse, entregará España entera a los musulmanes. Este motivo popular encuentra su expresión más perfecta en el bellísimo poema de fray Luis de León «La profecía del Tajo»:
Folgaba el Rey Rodrigo
con la hermosa Caba en la ribera del Tajo sin testigo;
el pecho sacó fuera
el río, y le habló de esta manera: En mal punto te goces,
injusto forzador; que ya el sonido y las amargas voces
y ya siento el bramido
de Marte, de furor y ardor ceñido.
¡Ay, esa tu alegría
qué llantos acarrea! Y esa hermosa, que vio el sol en mal día,
¡a España, ay, cuán llorosa
y al cetro de los godos cuán costosa!
Como dice Domingo, «la satisfacción de los apetitos sensuales fuera del orden establecido, social o religioso, provoca fabulosos desastres. Para explicar la presencia en España del invasor musulmán es preciso haber ofendido al cielo, y eso por lo que el hombre tiene de más vil, según la óptica de los doctores de la Iglesia: el sexo… El árabe representa para el español el castigo impuesto a su falta». Nos hallamos, pues, ante una variante de la historia del pecado original y del paraíso perdido en la que, en lugar de la manzana, el señuelo sería la belleza de una doncella y el papel de Adán correspondería al último rey visigodo: la culpa de don Rodrigo habría provocado el castigo celeste de la invasión sarracena que «afrentó» a España por espacio de ocho siglos. Al mismo tiempo debemos admitir, con Dámaso Alonso, la casi perfecta similitud con la leyenda de la destrucción de Troya tal como la refiere Horacio: Paris - don Rodrigo, Elena - la Caba, destrucción de Troya - destrucción de España. En uno u otro caso, esta referencia al mito religioso o literario aclara las razones por las que, para los historiadores españoles antiguos o modernos, los árabes no fueron jamás españoles, y sí lo fueron, en cambio, los romanos o los visigodos: a sus ojos, los musulmanes simbolizaban oscuramente el mal, el pecado. Por culpa del lujurioso don Rodrigo, los españoles perdieron para siempre su inocencia. Víctimas del sexo, la maldición divina les impone la presencia de este como una cruz, como un tormento del que sólo la muerte les podrá liberar.