Caín y Abel en 1936-1939

En enero de 1930, el general Primo de Rivera tiene que abandonar la escena política y, quince meses después, unas elecciones municipales, en apariencia de escasa importancia, dan una inopinada mayoría republicana en las principales ciudades del país. El 14 de abril de 1931, Barcelona y San Sebastián proclaman la República. En Madrid, el general Sanjurjo, jefe de la Guardia Civil, retira su sostén al régimen y el monárquico Romanones parlamenta con los líderes de los partidos republicanos. Horas después, el rey se ve obligado a retirarse y la Segunda República nace sin que se haya vertido una sola gota de sangre.

Entre los numerosos y difíciles problemas que se plantean a los nuevos gobernantes (reforma agraria, agitación obrera, hostilidad del Ejército, etc.), el más complejo es, sin duda, el auge creciente de los movimientos nacionalistas en el País Vasco y, sobre todo, en Cataluña. Este sentimiento nacional, adormecido por espacio de siglos, había despertado paulatinamente a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, en razón de la creciente disimilitud que existe entre la estructura social de la región catalana y la de la mayoría del resto de la Península. Como dice autorizadamente Pierre Vilar: «En Cataluña hay una burguesía activa y toda suerte de capas medias acomodadas que cultivan el trabajo, el ahorro y el esfuerzo individuales, interesadas por el proteccionismo, la libertad política y la extensión del poder de compra. En el resto de España dominan los viejos modos de vida: el campesino cultiva para vivir y no para vender; el propietario no busca acumular ni invertir; el hidalgo, para no desmerecer, busca refugio en el Ejército o en la Iglesia, y el burgués madrileño, en la política o en la administración… En las regiones no industriales asistimos a un ataque general contra el viajante catalán explotador, organizador de la vida cara, con todos los sarcasmos que la psicología precapitalista sabe reservar al hombre de dinero. Así se forman dos imágenes: el castellano sólo ve en el catalán adustez, sed de ganancias y falta de grandeza; el catalán sólo ve en el castellano pereza y orgullo. Un doble complejo de inferioridad —política en el catalán, económica en el castellano— llega a producir desconfianzas invencibles, para las que la lengua es un signo y el pasado, un arsenal de argumentos».

Durante la Segunda República, en efecto, la cuestión catalana devendrá el elemento aglutinador de las diferentes oposiciones al nuevo régimen (monárquicos, Ejército, Iglesia, burocracia y pequeña burguesía de las zonas no industriales) que, desde 1932 (golpe militar frustrado de Sanjurjo), conspiran ya abiertamente contra él. El lenguaje de la recién creada Falange y el de los nuevos grupos fascistas beben en las fuentes del apolillado ideal del imperio de la casta militar de Castilla: el de caballero cristiano, místico y guerrero, cuidadoso de su modo de ser y estilo de vida, que exalta la «obediencia al jefe», el «imperativo poético» y la «disposición combativa». Para José Antonio Primo de Rivera, el español es un ser dotado de «esencias perennes» y, como tal, destinado a influir y dominar sobre los demás. Consecuentemente, el programa doctrinal de estos grupos será ferozmente anticatalanista y antisemita: cuatro siglos después de su expulsión, los judíos siguen siendo «los enemigos irreconciliables de España». El lenguaje y estilo de la Falange son totalmente anacrónicos, pero su demagogia social halla un terreno abonado en los sectores rurales y urbanos de una gran parte de la Península, tradicionalmente inferidos por la Iglesia y de mentalidad preindustrial. Desde su creación, los nuevos grupos cuentan con la activa simpatía de numerosos jefes del Ejército y jerarquías de la Iglesia, y con el sostén material de la Italia de Mussolini. Dirigentes republicanos como Manuel Azaña intentarán sortear con habilidad los obstáculos que se interponen en el camino, pero los problemas planteados no pueden ser resueltos en el marco del sistema liberal burgués, y la convergencia de oposiciones de origen y propósitos dispares dará, finalmente, cuenta de sus esfuerzos: cuando la «república de intelectuales», patrocinada por Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala, afronta la prueba trágica de julio de 1936, sus padrinos han desertado de ella y, rectificando sus opiniones anteriores, acabarán por transigir los tres, e incluso pactar, como Marañón, con el régimen autoritario que la liquida.

Para comprender la gravedad de los problemas que se ventilan en España es preciso tener bien presente la diversidad de su calendario. En el momento en que en Francia o Inglaterra, por ejemplo, la burguesía adquiría conciencia de sí misma y asumía sus responsabilidades, en España, por las razones que antes hemos evocado, demostró una incapacidad enfermiza en el desempeño de la función rectora que la evolución del mundo moderno le imponía. En 1931 no había sabido llevar aún a buen término la industrialización y la reforma agraria necesarias para liquidar las estructuras medievales del país. Al originarse el gran desenvolvimiento del sistema bancario y la formación de los primeros monopolios, estos fenómenos, característicos de la nueva sociedad industrial, se producen paralelamente a un conjunto de situaciones y tensiones sociales propias del siglo XIX. La interrelación de hechos económicos pertenecientes a siglos distintos explica, a la vez, nuestras contradicciones políticas y la debilidad de la clase burguesa. Poco a poco se habían creado en España una serie de problemas de producción y conflictos sociales sin que surgiesen al mismo tiempo —como en Francia e Inglaterra— los factores susceptibles de compensarlos. Así nació un desajuste de las situaciones históricas —mal endémico de los países semidesarrollados— que impidió la estabilidad del sistema de democracia parlamentaria y pluralidad de partidos. Reciente a las supervivencias feudales del latifundio (cotos de caza, tierras incultas, cría de toros bravos) y no ha alcanzado todavía su desarrollo normal debido a que, cuando cobró conciencia de sí misma —con un siglo de retraso respecto de su homóloga francesa—, el proletariado había despertado también. Privada así del sostén popular, que permitió las grandes realizaciones de la burguesía europea, prefirió pactar con las estructuras feudales que se oponían a estas realizaciones. De tal modo se condenaba a no cumplir su misión histórica más que a medias: a ser, desde su propio punto de vista, una mala burguesía. La historia española de los últimos cien años es un perpetuo regateo entre los intereses encontrados de la clase latifundista, la burocracia y la administración madrileñas, y las burguesías «avanzadas» de Cataluña y el País Vasco. Originariamente adversas al anacrónico sistema centralista y feudal, estas últimas acabaron por entenderse con él y elaboraron los términos de un acuerdo beneficioso para todos. Durante la Segunda República —que murió víctima de las contradicciones que señalamos—, mientras la burguesía industrial defendía un reformismo democrático en Cataluña y las provincias vascongadas, mantuvo al campesinado de las regiones subdesarrolladas bajo un régimen socialmente opresor. Partidaria de la libertad cultural de catalanes y vascos, hollaba la dignidad humana de las masas campesinas de Andalucía, Castilla y Extremadura.

En 1936, el triunfo electoral del Frente Popular y la brusca toma de conciencia política del proletariado industrial y de los campesinos sin tierra arrojan a la burguesía —como en 1917 y 1923— en brazos del Ejército. Incluso en Cataluña y el País Vasco, los intereses de clase prevalecen sobre los sentimientos nacionalistas. El dilema que se planteaba a la burguesía industrial seguía siendo el mismo que el pensador católico Donoso Cortés había expuesto arte las Cortes republicanas en 1874: «La cuestión, como he dicho antes, no está entre la libertad y la dictadura: si estuviera entre la libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad… Pero la cuestión es esta: se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del gobierno: puesto en mi caso, yo escojo la dictadura del gobierno como menos pesada y afrentosa. Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba: yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones más limpias y serenas. Se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura del sable porque es más noble… Vosotros, señores, votaréis, como siempre, lo más popular; nosotros, como siempre, votaremos por lo más saludable». En lo que concierne a 1936, arriba: la movilización popular del país fue, simplemente, la respuesta al golpe de estado militar contra la República.

La guerra civil española de 1936-1939 es, sin duda alguna, uno de los acontecimientos que más ha apasionado y dividido la opinión mundial en lo que va de siglo. Motivos de varia índole (religioso, político, ideológico) hacen de España, entonces, el punto de mira de toda una generación de mujeres y hombres que buscan y encuentran en ella sus razones de ser y esperar, de luchar y morir, en un momento en que la crisis económica general se agudiza y la burguesía europea se siente cogida entre dos fuegos: el comunismo y el fascismo, la consolidación indudable de la revolución soviética y la amenaza creciente del régimen hitleriano. No es de extrañar, pues, que la literatura sobre lo sucedido en el trienio sangriento sea abundantísima: ya se trate de testimonios más o menos novelados (Malraux, Hemingway, Orwell, Bernanos) o de estudios históricos (Brenan, Thomas, etc.), el lector curioso dispone hoy de copioso material para determinar, con objetividad, el reparto equitativo de responsabilidades entre sus diferentes protagonistas. Como en 1808, España se convierte, durante estos años, en el campo de batalla en el que las diferentes potencias europeas ventilan sus litigios y ensayan sus armamentos. Cuando la guerra concluye el 1 de abril de 1939, los resultados no pueden ser más desastrosos: un millón de muertos, un millón de exiliados y más de medio millón de presos; la agricultura y la industria, medio arruinadas; la renta nacional per cápita, a un nivel inferior al del año 1900.

El análisis de los diferentes aspectos políticos, sociales, militares, económicos y diplomáticos es de una enorme complejidad, y no podemos abordarlo aquí. El lector interesado puede consultar, sobre el tema, centenares, por no decir millares, de obras, entre las cuales una cincuentena o más poseen indudable valor. En los límites del presente trabajo, me contentaré con rozar ahora un aspecto específicamente español del problema: me refiero a la violencia. La larga tradición de intolerancia, sospecha y recelo, cuyos orígenes hemos analizado antes, aclara bastante la inmediata generalización de un fenómeno cuya intensidad sorprendió a todos los testigos. Como dice Pierre Vilar: «Hubo sacerdotes que bendijeron los peores fusilamientos y multitudes que persiguieron a los religiosos hasta la tumba. Es el choque de una religión y una contrarreligión que han bebido en la misma fuente sus nociones de la muerte y del sacrilegio, conservadas desde el siglo XV bajo la campana neumática de la Contrarreforma, y en lucha contra un instinto de liberación. Caprichos de Goya, agonías de Unamuno, películas de Buñuel; España libra siempre contra su pasado una batalla íntima, ansiosa, con crisis violentas».

El turista que se aventure hoy por algunas carreteras secundarias de las regiones menos transitadas de la península tropezará todavía con numerosos monumentos funerarios con epitafios vengativos y odiosos, como aquel que, me sobrecogió a mí una vez, inscrito en el zócalo tosco de una cruz de piedra plantada en medio del abrupto y asolador paisaje de la sierra de Albacete: «Aquí fueron asesinados por la canalla roja de Yeste cinco caballeros españoles. Un recuerdo y una oración por sus almas».

Imagen fantasmal de una España que angustiosamente sobrevive y se resiste a desaparecer. De esa España inútilmente conjurada en los grabados de Goya y películas de Buñuel, la misma que haría exclamar un día a Unamuno: «Una liturgia que quemó conventos contra otra que quema incienso, ya que hoy no puede quemar herejes». Tenaz e inconmovible España, patria de Caín y de Abel.