Prólogo
Si damos por válidas las tesis de Tzvetan Todorov en un conocido ensayo[1], los franceses conciben dos modos de aceptar lo ajeno. En función del mayor o menor grado de diferencia con los propios que exhiban los rasgos culturales del extraño, los franceses aceptarán a este en la medida en que lo que distinga sus respectivas costumbres tienda a cero, o bien, por el contrario, apreciarán preferentemente aquella cultura que manifieste la mayor distancia posible respecto de las idiosincrasias francesas. La primera clase de xenofilia, característica del patriotismo, es propia de quien ve en su propio estado el modelo paradigmático de toda cultura y busca o proyecta en los otros sus peculiaridades, y el autor búlgaro sitúa su origen en una «regla de Herodoto» inferida de la descripción por el historiador griego de los hábitos de los persas en sus tratos con otros pueblos. En cuanto al impulso que lleva a buscar y aceptar antes lo lejano que lo próximo, Todorov atribuye uno de sus posibles orígenes al Homero que, en la Ilíada, hace de los conjeturales abioi, cuyo nombre mismo denota un extrañamiento radical de cualquier forma de vida, «los hombres más justos que haya». Este segundo modo de aceptación del y de lo extranjero vendría a ser el cañamazo de todas las manifestaciones del exotismo.
El autor de esta tipología da por sentado, como si constituyera una realidad no problemática, aquello mismo que la hace posible: la postulación de una identidad estable o, cuando menos, de fácil identificación en cuanto a sus rasgos esenciales, en el sujeto así indirectamente descrito, en ese tácito «mismo» cuya mirada construye al «otro». Ello es posible porque dicho sujeto no es una esencia que haya que defender y reafirmar cada vez que se enfrenta a otro que amenace con cuestionarla o invalidarla, sino un ente histórico cuyas señas de identidad se hallan sometidas a examen, revaluación y modulaciones diversas, precisamente en la medida en que actúa sobre los otros y es actuado por ellos. Los franceses, dicho de otro modo, se saben siempre franceses, con independencia de que cada uno de ellos pueda individualmente modular, mediante la acentuación o atenuación de tales o cuales rasgos constitutivos, dicha identidad con la que se identifica. Es precisamente la existencia de una «francidad» más o menos flexible cuyos rasgos todos y cada uno de los franceses son libres de compartir lo que constituye al pueblo francés en sujeto de un relato histórico, y aun de varios, y lo que lo autoriza a postular un «otro» más o menos próximo o lejano, afín o disímil, aceptable o demonizable. Parecidas reflexiones, por lo demás, podrían ensayarse, con los inevitables correctivos, respecto de la construcción del referente identitario en culturas alejadas mucho o poco de la francesa, como la china o la inglesa. El caso español es mucho más complejo que el descrito por Todorov y, desde el punto de vista que nos interesa destacar aquí, simétricamente inverso al francés. La «españolidad», lejos de ser un referente en el que la mayoría de los españoles acepte reconocerse, es una entidad problemática, abierta a discusión y disenso, y una y otra vez puesta en tela de juicio o sometida a revisión. Pero ello no es fruto, como a primera vista pudiera antojársenos, de una mayor aptitud a la autocrítica, sino, paradójicamente, de una extrema rigidez en la constitución y definición misma de la identidad de los españoles. Durante los últimos cinco siglos, desde el momento en que los Reyes Católicos impusieran el dogma nacionalcatólico en sus reinos y comenzara la poda radical de los brotes que no se ajustaban a su estrecho y rígido fuste, la identidad cultural o «el ser» de los españoles, para utilizar una expresión cara a los noventayochistas, ha ido constituyéndose no como sujeto de uno o varios discursos históricos, sino como objeto de una búsqueda de identidad más o menos angustiosa y perentoria, condenada al fracaso y la repetición. Quiere esto decir, si aceptamos el esquema propuesto por Todorov, que lo que singulariza a los españoles es un prolongado y pertinaz afán de tratarse a sí mismos como si fueran otros, y que la construcción de la identidad del español ha consistido de larga data en una operación de obsesiva y minuciosa tasación y medición de lo que lo acerca o aleja de un modelo esencialista explícitamente impuesto y no de un marco histórico sometido a variaciones y ajustes, como es el caso del modelo identitario francés. El español ha sido, durante un prolongado período, objeto de una ideología, no sujeto de una Historia.
La «regla de Herodoto» y la «regla de Homero», puede decirse, se aplican ambas en España a los mismos españoles, concebidos así como extraños a sí mismos, literalmente como sujetos enajenados. Aunque, en honor a la verdad, ha de agregarse en seguida que lo que más ha abundado en la historia de esta extraña relación de los españoles consigo mismos es la imposición de la primera regla, la de aquellos persas que trataban mal o bien a los pueblos extraños en función de su mayor o menor grado de parecido, cercanía o parentesco con la versión ortodoxa de su propia cultura; para no remontarnos más allá, de Menéndez Pelayo dividiendo a los españoles en los bandos de la ortodoxia y la heterodoxia a García Morente elevando la «retórica del gesto» del caballero cristiano a esencia inmutable del auténtico español, pasando por el Ganivet de Idearium y su recomendada «sangría» para restaurar la salud de España o la equiparación de españoles y romanos por Menéndez Pidal. En acusado contraste, los casos de «exotismo» aplicado a la recuperación de provincias enteras de la cultura y civilización españolas abolidas por los «persas» han sido, a la par que escasos, a menudo desdeñados, escarnecidos y relegados. Además de la obra del gran orientalista Asín Palacios y de las investigaciones filológicas e históricas de Américo Castro o Francisco Márquez Villanueva, en esta reducida nómina se inscribe de pleno derecho una parte de la obra ensayística de Juan Goytisolo.
El moro y el judío, el morisco y el converso, y también el gitano o el quinqui, son figuras emblemáticas de culturas y modos de vida perseguidos, proscritos, censurados o marginalizados durante siglos en todos los ámbitos en que se manifiesta la vida de los españoles, de los oficios a los hábitos culinarios, de la lengua a la literatura y el arte, y, en suma, en todo aquello que constituye, para decirlo con Américo Castro, su «morada vital». La doctrina o dogma que a finales del siglo XV y comienzos del XVI comenzó a reducir lo español al puñado de rasgos que caracterizaba exclusivamente a la limitada casta de los cristianos viejos, ha tenido nefastas consecuencias para el posterior desarrollo y evolución de este país. Recordar una y otra vez esta verdad histórica, una y otra vez negada por la España y Españas oficiales, ha sido el empeño de Juan Goytisolo a lo largo de cuatro décadas, como antes lo había sido de Américo Castro, el más profundo y esclarecedor historiador español del siglo XX, cuya obra, inconcebiblemente, aún hoy no cuenta en su país natal con una edición crítica normalizada.
Además de irrigar profundamente la obra literaria de Juan Goytisolo, sobremanera desde su Don Julián[2], el empeño en rescatar a las culturas modos de sentir y vivir de aquellos otros españoles de un «memoricidio» oficialmente programado ha llevado a este autor a escribir un original conjunto de textos de reflexión en torno a la especificidad del «caso» español. Desde El furgón de cola (1967), donde el autor sitúa su empresa de desmitificación y desecho de los viejos ídolos de la tribu en la fugaz estela dejada por Larra en el XIX y reivindica la ejemplar trayectoria de Cernuda a contracorriente de sus contemporáneos, hasta los ensayos y artículos recogidos en Cogitus interruptus[3] (1999), Goytisolo ha adoptado el sano principio de ir recogiendo en volumen esta parte de su obra, dispersa en periódicos, revistas, actas de seminarios y coloquios, cuando no de predicar con el ejemplo contra la amnesia que ha marcado a lo largo de siglos las relaciones de los españoles con su historia y literatura, exhumando del olvido, como también lo hiciera Vicente Llorens, la ejemplar obra y vida de José María Blanco White. Con ello enriquece Goytisolo, desde luego, nuestra percepción de su narrativa, pero asimismo acrecienta y expande el efecto que estos textos estaban originalmente destinados a producir, un efecto comparable, como opinaba Octavio Paz de la escritura periodística de Salvador Elizondo, al de «la explosión de una bomba de oxígeno en el polumo ideológico que nos asfixia». Difícil concebir mejor definición que esta de la función del intelectual.
Es en este contexto donde se sitúa el volumen España y los españoles. Originalmente editado en alemán[4], es el único libro de reflexión unitario y monográfico que Goytisolo ha consagrado al asunto de la evolución histórica de España y de la representación de los españoles. Esto sólo bastaría para convertirlo en un clásico, y si no ha logrado esta condición, ello se debe, cabe pensar, a la postergación durante una década de su primera edición española. Finalmente, en 1979 apareció en España aquella rareza, un libro alemán sobre los españoles obra de Juan Goytisolo, que la censura imperante hasta la muerte del dictador y aún durante unos años más hubiera a buen seguro desautorizado. Américo Castro, que conocía muy bien la realidad y alcance no sólo de la censura sino también del tradicional «ninguneo» español, alababa la publicación en alemán de esta obra en términos inequívocamente doloridos y burlones: «su libro, por vez primera, sitúa el problema español en el centro de Europa, y es gran cosa que haya salido primero en alemán, “in einer überhaupt wissenschafthichen Sprache”»[5]. Para la segunda edición y primera en castellano, a cargo como la presente de la editorial Lumen, el autor escribió un capítulo adicional, «De cara al futuro»[6], que se imponía forzosamente en una obra concebida como un relato cronológicamente hilvanado de los acontecimientos y avatares más notables de la historia de España.
La importancia de España y los españoles se deriva asimismo del lugar que ocupa este libro en el conjunto de las obras de su autor, la narrativa incluida. Se trata, en efecto, de la primera de todas en que la lección de Américo Castro aparece a plena luz, asimilada ya y reconocida su seminal influencia. Desde este punto de vista, puede decirse que es una obra pórtico, y por partida doble. Por un lado, anuncia la rigurosa labor de rescate historiográfico que conducirá a su autor a exhumar la obra inglesa de José María Blanco White y la del mismo Castro, y que hallará natural prolongación en sus fascinantes y renovadoras lecturas del canon literario español, magistralmente alejadas de las estériles lecciones impuestas desde las cátedras españolas y borreguilmente propagadas por la crítica, de Juan Ruiz, La Celestina, Delicado y el Cancionero de obras de burlas, a la picaresca y el Quijote, pasando por san Juan, y, por otro lado, resume y condensa una primera aproximación a las versiones de esa tan castigada otredad de España que informan, a partir de Don Julián, toda su obra narrativa.
Obra de encrucijada, por consiguiente, dispuesta en la trayectoria del escritor e intelectual como un Jano bifronte. Pero también obra cuya escritura, en su limpidez y claridad, opera una suerte de catarsis dramática. Es fácil imaginar, en cualquier caso, que algo parecido a este efecto debió de ocasionar en aquel escritor de treinta y cinco años, nel mezzo del cammin y ya entonces con unas nada despreciables obra literaria y trayectoria de compromiso político a sus espaldas. Porque España y los españoles no es tan sólo un repaso crítico a la diversa y atormentada historia de este país realizado desde las tesis de Américo Castro, es también y sobremanera ese balance clarificador y puesta en perspectiva del telón de fondo sobre el que actúa su obra que todo escritor, en un alto del camino, siente alguna vez la imperiosa necesidad de emprender. Análisis del sempiterno «problema de España», ciertamente, pero que ahora, leído a la luz de la originalísima obra Posterior de Goytisolo, adquiere la añadida enriquecedora dimensión de un velado autoanálisis. El autor nos dice, sotto voce, que no se puede a la vez ser español y escribir una obra literaria o de pensamiento de cierto calado y alcance sin reflexionar sobre España. Pero hacerlo, añade, conduce inevitablemente a reconocer el sustrato mítico sobre el que se yergue la aparente realidad histórica de este país. «Mientras los franceses no consideran como tales a los antiguos habitantes de la Galia, ni los italianos juzgan italianos a los romanos o a los etruscos, para los españoles no cabe la menor duda de que Sagunto y Numancia son gestas suyas (claro precedente, dirán, de la resistencia nacional a Napoleón), del mismo modo que Séneca era “andaluz” y “aragonés” Marcial, como si el perfil actual de los españoles no fuese un hecho de civilización y cultura, sino una “esencia” previa que hubiera marcado con su sello a los sucesivos moradores, paisanos nuestros ya quinientos años antes del nacimiento de Cristo»[7].
La «matizada occidentalidad de España», que Castro atribuía a una coexistencia durante ocho siglos de musulmanes, judíos y cristianos verdaderamente inédita en el contexto europeo contemporáneo, es el sustrato no mítico sino real, mas censurado y reprimido, de «la peculiar civilización española, fruto de una triple concepción del hombre, islámica, cristiana y judaica»[8]. La tragedia histórica de España ha sido, a su vez, fruto de aquella otra empecinada labor de negación de su realidad histórica. Y es tragedia porque ha impedido e impide aún a muchos españoles concebirse a sí mismos como sujetos libres de la Historia. Condenados durante siglos a no ser más que vicarios personajes de fábulas esencialistas que declinan obsesivamente un solo y mismo acontecimiento histórico —el que se saldó con el dominio de una casta sobre las otras— en proteicas manifestaciones de rechazo de la otredad —la pureza de sangre, la uniformidad del credo, la infalibilidad del relato oficial, la proscripción del disenso—, los españoles acabaron convirtiéndose, literalmente, en verdugos de sí mismos.
Quien no empieza por aceptar al otro de sí mismo, quien traza sus señas de identidad borrando de ellas cuanto pueda ofender o contradecir la idea de sí prendida ab aeternum en el cielo de los arquetipos ideológicos, ese se condena, además de a desconocerse y, enajenado, arrastrar una vez y otra la piedra de Sísifo de una tan elusiva cuan abstracta identidad, a no ver siquiera al otro real. Juan Goytisolo ha señalado en más de una ocasión el hecho de que España, a diferencia de Inglaterra, Alemania, Francia o Italia, no haya dado grandes orientalistas ni arabistas y estudiosos del Islam, así como que hayan tenido que ser otros, historiadores ingleses, estadounidenses o franceses, quienes escriban su propia historia. Esta es una evidencia dolorosa, que algunos se atreven aún hoy a refutar. «Tengo por máxima irrebatible —escribía Rousseau en el Emilio— que quien no haya visto más que un pueblo, en lugar de conocer a los hombres, conoce tan sólo a las gentes con las que ha vivido». Y los españoles han vivido durante siglos encerrados consigo mismos, y ni siquiera: con una determinada idea de sí mismos.
El atraso acumulado por España en tantos campos de la inteligencia y el saber tiene una de sus más robustas raíces en la incapacidad a que han sido tan a menudo llevados los españoles de saberse sujetos de una historia, la suya propia, y capaces de adueñarse de ella y hacerla propia libremente. «Que sea el hombre el dueño de su historia», concluye un poema de Jaime Gil de Biedma. Juan Goytisolo es esa rara avis que no sólo «ensucia su propio nido», sino que lleva cuatro décadas empeñado en pensar y escribir en tanto que sujeto y no como pasivo objeto de todo aquello que constituye la posibilidad misma —y a menudo la imposibilidad— de pensar y escribir en España. Es ese «adueñarse de su historia» la lección que entraña su obra, una de cuyas manifestaciones más explícitas y claras está vertida en las páginas de este libro.
Ana Nuño