18

Cuando vinieron a buscar a Manu para llevarlo al despacho del director, cruzó la prisión guiñando los ojos por la luz. Con el cuerpo cansado y ligero a la vez, como los hambrientos. No reparaba en la barba ni en la suciedad de la ropa. Formaba una unidad, un pequeño bloque encerrado en su abrigo, algo aparte, extraño. El despacho confortable del jefe de la prisión, el despacho con calefacción, le proporcionó una dimensión más amplia de su miseria, más viva. Temió el calor del lugar como si, al calentarle, tuviera el poder de dejar chorrear a lo largo del cuerpo la mugre que llevaba pegada al cuerpo, hasta formar un charco a sus pies; el poder de liberar la ropa sucia de un olor que el frío, hasta ahora, parecía mantener aprisionado entre los hilos de lana y de tela. La gente apreciaba a Sarquiet. Le había castigado a noventa días de calabozo, lo que la ley dictaba. Manu lo sabía. Sarquiet no castigaba a los tuberculosos. Siempre gritaba a Manouche, un amigo de Manu, pero nunca le castigaba. Mientras que su predecesor mandaba a los tuberculosos al calabozo, lo mismo que a los demás, por meros detalles disciplinares.

Sarquiet usaba gruesas gafas de concha. Su cabeza redonda coronaba un cuerpo achaparrado. Era coloradote. Willman le desagradaba. Tenía cierto respeto por los otros cuatro, «la cuadrilla del sótano», les llamaba. Pero tenía que guardarlo para sí. La miseria física y moral de Manu no hizo sino confirmarle lo que ya sabía; esos hombres estaban en las últimas. Manu estaba de pie, entre dos sillones de cuero. Parecía un vagabundo, pero un desconocido que hubiese entrado en ese momento no lo habría considerado como tal por un detalle indefinible, quizá la mirada.

Era el final de la tarde.

—Buenas noches, Borelli —dijo Sarquiet.

Manu hizo un ligero movimiento con la cabeza.

—Señor director…

Llevaba las manos en los bolsillos del abrigo y los hombros contraídos, dando la impresión de formar un bloque compacto, de ser una isla.

Sarquiet no le ofreció sentarse. Pensó hacerlo, pero no lo hizo. En primer lugar, Manu estaba sucio, y además… bueno, pues nada…, a un detenido no se le ofrecía asiento. Eso era todo. Sobre todo, a un castigado.

—Le he hecho venir para cumplir una promesa —dijo Sarquiet.

Cogió un lápiz largo y fino de un estuche labrado, que se sumaba al lujo del despacho, y le daba vueltas mientras hablaba.

—Ha venido su familia.

Escudriñaba a Manu sin éxito. Probablemente el calor le circulaba por las venas, le coloreaba la piel bajo la mugre y la barba, pero justamente la mugre y la barba le aislaban del director. Sarquiet pensó que quizá se había equivocado sobre los sentimientos de ese hombre para con su familia.

—Una joven que, al parecer, le quiere mucho —prosiguió—. Estaba sentada ahí…

Señaló un sillón y Manu giró instintivamente la cabeza en esa dirección. Ardía en deseos de preguntar al tipo que ronroneaba detrás de la mesa. Preguntarle quién era la joven; ¿Solange o su hermana? El orgullo le amordazó. «Ya lo dirá él —pensó—. No tengo por qué mendigar».

—Se puso fuera de sí al enterarse de que estaba usted en el calabozo. Lloró mucho, mucho. —Hubo un silencio—. Y le confieso que me causó una gran aflicción tanta tristeza. Verdadera tristeza.

Enfatizaba ligeramente y le pareció que Manu vacilaba.

Pocas fuerzas le quedaban a Manu, pues sabía que esa emoción añadía una gota más a una copa que ya estaba llena. Veía un Sarquiet y, de golpe, cincuenta Sarquiet: cincuenta pares de gafas de concha, superpuestas, tanto a lo ancho como a lo alto. Titilaban, titilaban. Y todas esas manos, multitud de manos alrededor del lápiz.

«Se viene abajo», pensó Sarquiet al ver que Manu cerraba los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la realidad se le impuso. Sólo había un hombre grueso y colorado que hablaba.

—Así que le mentí —decía la voz—. Le dije que no era verdad. Que se le había prohibido ir al locutorio, recibir paquetes, por supuesto, que no podía escribirle y que se encontraba aislado durante tres meses, pero le conté que la estancia era relativamente confortable, con calefacción. Le dije que los calabozos eran cosa del pasado, que sólo existían en la creencia popular. En fin, logré tranquilizarla totalmente, se lo aseguro.

Manu respiraba un poco más rápido.

—Me pidió verle y, al marchar, miró durante un rato la habitación «para que pueda imaginármelo cuando esté aquí» —dijo.

Miró a Manu, cuyos ojos brillaban demasiado.

—La quiere, ¿no? —preguntó.

Así que Solange había estado sentada allí unas horas antes. Que si la quería… La quería hasta tal punto que se acostaba con ella y hablaba mucho tiempo, sin cansarse; y las mujeres con las que uno se podía acostar y hablar eran excepcionales.

Sintió que iba a echarse a llorar y bajó la vista a la punta de las zapatillas. Le habían quitado los zapatos para desmontarlos en la zapatería. Buscaban las hojas de sierra. Las zapatillas estaban agujereadas. Se empapaban durante el paseo y no se secaban.

—He cumplido mi palabra, Borelli, y voy a pedirle algo a cambio. Después de todo, mentí por usted, únicamente por usted. Pensando en lo que me gustaría que hicieran por mí en una situación parecida. Me puse en su lugar, Borelli, para encontrar las palabras adecuadas. Supongo que le gustará saber que entró aquí llorando y se marchó menos triste, es decir, un poco más feliz, pues todo es relativo. Un poco más feliz…[véase plano]

Manu le miró a la cara.

—Gracias —dijo en voz baja.

Sarquiet suspiró profundamente y, sujetando el lápiz con las dos manos que remataban sus brazos cortos, se lanzó.

—Quiero que me dé su palabra de que va a cambiar de actitud, de conducta, que no va a volver a las andadas.

Acompañó la última palabra con una presión de los dedos y el lápiz se rompió con un ruido seco. Se partió en bisel. Un de las mitades colgaba y Manu pensó en el brazo de Laurent. Era una tontería comparar el brazo de Laurent con el lápiz, pero no se eligen los recuerdos. Laurent había puesto el brazo en voladizo sobre dos escudillas del revés. Necesitaba ir a urgencias para arreglar un asunto muy feo. Manu le golpeó con la pata de un taburete. Sudaba pero seguía golpeando. Laurent se agarraba a él con el otro brazo, con la fuerza que imprime el dolor. Al tercer golpe se desmayó. Fue a la consulta pero el brazo no estaba roto, sólo fracturado. Lo tenía deformado, tumefacto, dolía con sólo mirarlo, y Laurent, al volver de la consulta, pidió a Manu que le golpeara otra vez.

Manu estaba muerto de miedo, toda su sangre no era sino miedo. Laurent mismo terminó de fracturárselo. Le colgaba el brazo, con la carne reventada y los trozos sujetos por la piel. Parecido al lápiz que Sarquiet trataba de unir con sus manos regordetas y unos dedos como morcillas.

El sufrimiento, con o sin razón, estaba en todas partes. Se apoderó de Manu y le hizo estremecerse de la cabeza a los pies. Estaba otra vez detrás del muro de algodón. «¡No vuelva a las andadas!», había dicho Sarquiet, lo que significaba: «Cuando vea a Laurent, no hable con él. Vaya por otro camino». ¿Qué camino? Manu se sintió moralmente comprometido y pensó en Monseñor, que quizá estaba muriéndose en Fresnes. En Roland, en su calabozo de la galería de abajo, en Geo.

—Mire, Borelli, yo también tengo familia, una madre mayor…

Manu sintió que debía hablar. Explicarse. Hacer comprender a ese hombre que el sufrimiento, a determinado nivel, separaba a la gente. Para siempre. Tenía un nudo en la garganta y, a las primeras palabras, se le saltaron las lágrimas. Ya no podía reprimirlas, disimular, ni ganar tiempo mirando fijamente las zapatillas. Sencillamente se preguntó si iba a hacer un regalo semejante al director o marcharse para que no le viera llorar. Tantas ganas tenía de lo uno como de lo otro, pero se marchó.

—¡Borelli!… ¡Pero hombre! —exclamó Sarquiet.

Manu se restregaba los ojos dirigiéndose a la puerta. Sólo le quedaban tres metros para tragarse las lágrimas, pues el guripa que esperaba fuera tampoco tenía derecho. Sarquiet había hecho intención de levantarse con las manos apoyadas en la mesa, pero no terminó de hacerlo.

—Se lo suplico —añadió—, siempre hay una posibilidad. Aún es joven.

Manu salió y cerró la puerta. El vigilante le esperaba en el pasillo. Llamó a la puerta del director, sorprendido por la salida del prisionero. Una voz le gritó que entrara. Asomó la cabeza por el resquicio. Sarquiet pensó en hacer que volviera Borelli, pero se oyó a sí mismo ordenar al vigilante:

—Puede llevárselo.

Se dejó caer en el sillón con una mezcla de hastío e impotencia. Presentía que el calabozo destruye todo y él no podía destruir los calabozos. «No puedo destruir lo que destruye», pensó. Ciertamente, tampoco se le pedía que construyera. Era irresoluble; pensando en esto, terminó su trabajo por esa tarde.

Manu volvió a su calabozo tal como había venido, más solo que nunca. Se subió el cuello del abrigo para protegerse de las miradas de la gente con la que se cruzaba, miradas que le seguían un buen trecho, pesándole en la nuca. Lo posible y lo imposible, había dicho Sarquiet, pero mira por dónde hay destinos imposibles. Cuando llegó a la mesa del módulo, miró hacia la primera puerta, la del calabozo de Monseñor; el cartel del efectivo estaba dado la vuelta. La celda estaba vacía como la muerte. Vacío también el calabozo de al lado, el de Willman. Ahora vivía en otra parte, en una celda normal. Vivía de su traición. Manu no le envidiaba. El guripa que le acompañaba charlaba en voz baja con su colega del módulo, cerca de la mesa. Un prisionero que vuelve del despacho del director siempre es motivo de cotilleo. Manu aprovechó para pegarse a la puerta de Geo. Quería hablarle de la navaja de Francis. Ignoraba que Geo le estaba observando. Geo había oído salir a su amigo. Esa era la señal, tuvo la extraña intuición de que Manu se pararía en su puerta. Manu sintió su presencia.

—Geo —llamó en un susurro.

—Sí —respondió Geo.

Manu tuvo la impresión de que Geo respiraba muy fuerte.

—Escucha —dijo Geo.

El timbre expresaba cierta urgencia. Manu pegó la oreja contra la madera.

—Mañana —dijo Geo… y se calló.

—Sí —susurró Manu torciendo la boca.

—Mañana… será otra noche —sentenció finalmente Geo.

Oyó un ruido muy suave, como un restregón pesado. Manu sintió que el cuerpo no estaba a la misma altura. Luchó contra las ganas que le salían de las tripas de agacharse, para seguir a Geo, al que imaginaba derrumbado en el suelo contra la puerta. Con un nudo en la garganta, llamó a su amigo con la voz entrecortada:

—Geo, Geo…

—Qué coño haces ahí —gritó el vigilante a sus espaldas.

Se acercaron los dos, le apartaron y abrieron la puerta del calabozo de al lado. Su calabozo. Pasó delante de ellos, muy erguido. Si su alma vacilaba, su cuerpo logró disimularlo muy bien.

Se introdujo en la noche. Su noche. Arrastraba consigo un capital de sufrimiento por encima del límite. Pero ¿dónde estaba el límite?