4
Todos se despertaron antes de que abrieran. Compartían pensamientos en esa mañana del jueves 9 de enero. Si la acción les dejara tiempo libre y si hablaran de sus sueños, sabrían que eso también les había unido. Monseñor recogió el café en la bacina.
—Lo conozco —dijo Borelli hablando del vigilante de servicio—, gruñe mucho, pero no es mala gente.
Se sentaron sin atreverse a sacar las manos de debajo de las mantas. Al no tener los riñones protegidos por el jergón, encorvaron la espalda bajo la presión del frío, como si la cabeza, apelmazada por las últimas brumas del sueño, tirara de ellos hacia delante. Manu decidió para sí contar hasta tres y levantarse de repente. Sabía que «a la de tres» sería esclavo de su promesa, así que retrasaba la ejecución absteniéndose de pronunciar el «uno». Roland se frotaba las piernas con un movimiento del tronco de delante a atrás. Gozaba de la ventaja de tener que levantarse el primero porque el agua mojaba los alrededores del váter.
—«Uno»… —se dijo Manu.
Le entraron ganas de hundirse de nuevo bajo las mantas.
—«Dos» —se oyó murmurar.
La mente había decidido el un, dos, tres.
—Y… —siguió.
Era la trampa que la inteligencia tendía a la voluntad. La conjunción tiraba detrás de ella la última señal, como el pescador arranca el pez del río.
Abrió los labios para pronunciar un sonido inteligible.
—«Tres» —dijo.
Se arrancó de golpe las mantas, dejando al desnudo el jergón, y se puso de pie en un equilibrio inestable pero contento de su hazaña. Su decisión proporcionaba un respiro a sus compañeros. Borelli representaba una buena excusa a su indolencia. Sin embargo, uno tras otro dijeron:
—Yo me levanto después.
—Yo voy detrás de ti.
—Y luego yo…
Ahora eran prisioneros de su decisión; el miedo a la debilidad les comprometía. Únicamente Cassid no decía nada. Le parecía inútil. Sabía que tendría que levantarse cuando todos estuvieran listos y quisieran limpiar la celda. Entonces aceptaría empezar el día como una decisión de los demás. Manu atrancó el grifo con la cerilla que usaban a tal efecto, y el agua cayó, recta como una espada, horadando con el mismo ruido monótono y testarudo el agua que se estancaba en la inmundicia.
Manu dudó unos segundos antes de exponer su piel a la mordedura de la columna helada; luego, sin pensar, se roció la cara con las palmas de las manos juntas. Se sintió feliz y se puso a cantar. En su rincón, Cassid reflexionaba sobre el poder que ejerce el agua en el humor del hombre.
Borelli desentonaba horriblemente una especie de cantinela de Canadá, de la que sólo conocía una estrofa. Ante la complejidad de la situación, Geo cambió el curso de sus pensamientos, que se dirigieron por costumbre hacia las mujeres. En lo que le quedaba de entumecimiento de la noche, y con la complicidad de las mantas, se acarició pensando en una chica a la que siempre había deseado, pero nunca poseído. El placer nunca le decepcionaba por breve que fuera. Su cuerpo no se tensaba para caer de repente en la nada, de un golpe seco. En una inmovilidad cataléptica, sentía una turbulencia, un balanceo de la carne, sin contracción de músculos ni tensión nerviosa. Y zozobró en una duermevela hasta el límite fijado por la limpieza de la celda. Ahora sí había empezado el día.
Respondieron a las llamadas de las celdas medianeras para el trapicheo. El ala derecha del módulo no tenía hoy paseo y los trapicheos se multiplicaban. Con paseo o sin él, había que intercambiar libros, prestarse cigarrillos o venderlos a cambio de ropa, comida, etc. El vendedor enviaba primero la mercancía para estimar el precio, y empezaba un regateo digno del Carreau du Temple[13]. En resumen, los de la 11-6, situados en pleno circuito, no dejaban de pasar el yoyó.
Antes las nuevas circunstancias, el tema les inquietaba. Tan sólo hacía dos días trapicheaban por deber, por distracción y para atender a sus necesidades. El trapicheo se superponía a la rutina. Muy raras veces, una celda ocupada por hijos de puta, pusilánimes que temían un castigo, se negaba a trapichear. Y había que esquivar el circuito por la celda de abajo o del piso superior, en función de que el paquete circulase al tercero, al segundo, al primero o a la planta baja. Pues era muy difícil saltar de una celda a otra por la longitud de las cuerdas. Los dos hilos «chivato» corrían paralelamente a lo largo de las paredes; si un paquete pesaba tanto que hacía chocar los dos hilos, el chivato se activaba alertando a los «arqueros del rey». Cuanto más larga era la cuerda del yoyó, mayor era el movimiento de péndulo del paquete, que chocaba contra los hilos pegados a las paredes entre los pisos. En cuanto a la planta baja, si bien no había el peligro de las señales de alarma, en cambio los paquetes corrían el riesgo de perderse en una distancia muy larga. Se quedaban enganchados en las bocas de riego, instaladas precisamente en las paredes de los patios de paseo para facilitar la limpieza. La 11-6 daba a uno de esos patios. Al cortar el trapicheo, obligaba al módulo a correr riesgos añadidos.
Aquella mañana se miraron en silencio. No se atrevían a exteriorizar sus pensamientos. Sabían lo que esperaba a la celda que negaba la ayuda mutua entre detenidos. No sufrirían maltrato, pues eran suficientemente fuertes para defenderse, pero a sus espaldas tendrían que oír de todo:
—Los de la 11-6 son unos hijos de…
Este insulto, en sentido moral, engloba al delator, al cobarde, al ladrón de paquetes, al tramposo, a los que salen y desvalijan a las familias de amigos, a los que salen y se van con la mujer de un antiguo compañero de celda; un tío de buena fe que pretende mandar ayuda a su casa, un testimonio más vivo que una carta. Como decía Geo, «crees que mandas a una buena persona a tu mujer y lo que le envías es una bragueta».
«Si empezamos a comentarlo entre nosotros, estamos jodidos», pensó Borelli.
Era vital dejar el trapicheo. Las razones eran evidentes. La libertad primaba. En cuanto empezaran a trabajar por la noche, necesitarían el día. Además, la celda debía permanecer al margen de cualquier posible reproche. Para engañar a la gente, hay que inspirarle confianza. Cuanto más desapercibido pase un prisionero, viviendo como una sombra, mejor logrará burlar a los guardias. Monseñor, Roland y él eran demasiado conocidos. Había llegado el momento de tragarse el orgullo.
«No volvamos a hablar de las consecuencias», pensó Borelli. Buscó una solución provisional que conciliase el rechazo a trapichear y el amor propio. Sabía que, por separado, Cassid, Monseñor, Roland y él aceptarían los insultos, que les hicieran el vacío interrumpiendo la conversación y volviendo la cabeza a su paso. También sabía que si hablaban entre ellos de esa amenaza, no la aceptarían. Serían presa de la opinión que cada uno de ellos tenía de los demás.
—Vamos a llamarlos y a explicárselo —dijo Manu.
Pero nadie dio un paso hacia la ventana. Además, ¿qué les iban a explicar? Un rechazo era un rechazo. El arte de rechazar y aceptar al mismo tiempo, en esas estaban; los gestos, la montaña de excusas.
«Hemos juntado el valor necesario para fugarnos, pero esto nos lleva a cometer bajezas», pensó Borelli, «y nos falta valor para hacerles frente». Cerró un instante los ojos para sumirse en el sosiego de la oscuridad. Ir hasta el final, desnudarse, llegar hasta el fondo de la cuestión, pensar en voz alta:
—Somos unos cobardes —dijo.
—¿Cobardes?… —preguntó suavemente Monseñor con una inflexión inesperada en la voz que introdujo un punto de desconcierto en unos hombres ya abrumados por la longitud del camino.
—Cuando hablo de cobardía, hablo de la opinión de los demás… Siempre son ellos los que fijan la tabla de valores. En cuanto se contraría el interés general, salen a relucir fantasmas. Que piensen lo que quieran por ahora… Más adelante, se quitarán el sombrero.
La perspectiva de pasar de desconocidos a idolatrados se llevó la palma. No había que darle más vueltas ni buscar tres pies al gato.
—Vamos a hacer mucho ruido al abrir el primer acceso —explicó Roland—. Solía utilizar un truco para evitar que mis vecinos se hicieran preguntas, y me dio buenos resultados. Hay que avisarlos de que no nos molesten pues los albañiles van a reparar algunos desperfectos en la celda. Así nos dejarán en paz y, además, creerán que son los albañiles los que hacen ruido.
Monseñor se encargó de pasar el mensaje y pronto circuló por el lado derecho del módulo la consigna de no llamar a la 11-6. La frase viajaba de celda en celda, como hachazos en una piedra de molino.
Por fin llegó. Los dos detenidos designados por la Administración para ayudarle empujaban un carro cargado hasta los topes con cartones. La gente que tiene hambre es la mano de obra menos onerosa del mundo. Sobre todo si se ve forzada hasta el punto de no poder elegir otro trabajo. Abrió la puerta de sus nuevos clientes sin pensar en los beneficios. La firma explotaba la miseria desde hacía veinte años y ya no se hacía preguntas. Manu y sus amigos descargaron servilmente la mercancía.
Monseñor negoció el máximo de sacos vacíos con la persuasión pegajosa de un cura confesando a adolescentes. Extendieron dos de los sacos en una esquina de la celda, y apilaron los cartones encima, cuidando de que los sacos sobresalieran por un lado; se agarraron a esa estratagema para cambiar los cartones de sitio. Monseñor entró el último en la celda y la puerta se cerró a sus espaldas.
—¡Qué cabrón! —exclamó dejando caer el paquete de sacos atados con una cuerda ridículamente fina—. Estos tíos dicen «no» por principio. No tienen más que esa palabra en la boca: no. Se diría que quieren obligarte a mendigar.
Roland rompió la cuerda para contar los sacos.
—Perfecto —dijo—. Guardaremos dos para hacer los muñecos. No hay que sacarlos con los sacos de escombros. Mientras los vacían, pudiera ser que una noche no tuviéramos con qué reconstruir los muñecos.
Willman paseaba el extremo de su bastón de arriba abajo, de abajo arriba, contra el montón de cartones. Monseñor propuso que se sentaran en círculo para tratar de una vez por todas las cuestiones materiales. Los paquetes de comida pasaban a ser comunitarios; Willman recibía el suyo el fin de semana; Roland, Cassid y Borelli, al principio de semana. Monseñor no recibía ayuda; para no perder la ventaja del bono que autorizaba a un paquete, Roland enviaría un segundo paquete desde su casa a nombre de Monseñor.
Decidieron comer la sopa, por inmunda que fuera, para reservar los paquetes; había que llenar la tripa cerrando los ojos y tapándose la nariz para el trabajo de excavación. Se cachondearon un rato de Geo, llamado «el caimán» por su capacidad digestiva. Los que comen lentamente tienen la impresión de que se alimentan mejor y logran comunicarla a los que les observan.
La hora del relevo trajo consigo el rostro regocijado de Bouboule. Al día siguiente, pasaba al servicio de mañana. Esa misma noche cambiaba de turno. A esa noche sucedían dos días y una mañana de descanso. Volvía a empezar una tarde, etc. Los detenidos conocían su servicio tan bien como él. Los detenidos saben todo, hasta la vida privada de algunos miembros del personal.
Cobra, el guripa más inhumano de la cuadrilla, limpiaba zapatos en la estación de Lyon, fuera de su trabajo. En principio, los funcionarios no pueden cobrar un segundo salario, pero en realidad, una vez cumplido el turno de las ocho horas, están pluriempleados. Pueden permitírselo, ya que un guardia de prisiones nunca se hernia en el ejercicio de sus funciones. Así pues, la mayoría violaba la ley. Cobra tenía sin duda la opinión de que jugaba un papel importante en la tierra. Le producía un gran placer aplicar el reglamento, artículo por artículo, párrafo por párrafo, a hombres forzosamente sometidos a él.
Gracias a él, un fragmento del reglamento obligaba a un hombre a hacer un determinado gesto, a adoptar una actitud determinada. Al limpiar zapatos, engañaba a la Administración. De algún modo eso no cuadraba con sus principios rígidos; quizá buscaba inconscientemente una compensación sometiendo a los detenidos en la medida de sus medios, pues había recibido ya palizas memorables.
—Hola figuras —dijo Bouboule.
Echó un vistazo a la pila de cartones que ocultaba el horizonte de la parte izquierda de la celda.
—Así que en pleno guateque —ironizó—, ¡hay que tener ganas! ¿Va para largo?
Monseñor adoptó una actitud modesta.
—Ya veremos —respondió.
—Es para matar el aburrimiento —dijo Manu.
Le pareció importante añadir ese pequeño matiz. Sin cargar demasiado las tintas, convenía encauzar la opinión de la gente. Bouboule era muy astuto. Conocía a la gente, sabía que los de la 11-6 no necesitaban trabajar, y que únicamente el hambre incitaba a los inquilinos de la cárcel a trabajar. Excepto los casos de aislamiento.
Bouboule recogió el correo que juntó con las cartas de las otras celdas. Colocó el paquete bajo el brazo para poder meter la mano en el bolsillo del capote.
—Bye, Bye[14], figuras —dijo.
Giró sobre sus piernas cortas a modo de pirueta y cerró la puerta. Roland se quitó el abrigo bruscamente.
—Vamos —dijo.
Geo Cassid alzó la cabeza y, apoyándose con la mano en la pared, se levantó. Se agacharon para tirar de los sacos al tiempo que empujaban la masa de cartón; esta se deslizó dejando al descubierto la esquina elegida para abrir el agujero.
—Geo, Willman y tú —dijo Roland apoyando la mano en el brazo de Manu— empezad a recortar.
Cogieron unos cuantos cartones de lo alto del montón y se pusieron a trabajar. Presionando con los pulgares y las palmas de las manos, desprendían de una lámina las partes coloreadas que luego se transformarían en cajas para especialidades farmacéuticas. El trabajo se presentaba en forma de lámina de cartón de un milímetro de grosor, cincuenta centímetros de ancho por un metro de largo. Unos trazos muy marcados indicaban las partes que tenían que despegar. Generalmente, quedaban los restos de los bordes, una especie de rectángulo vacío que tiraban a derecha e izquierda. Esas tiras de cartón se enmarañaban unas con otras produciendo sensación de desorden. Los residuos levantaban un polvo fino, tan ligero que quedaba suspendido en el aire. Trabajaban al tacto, con los ojos puestos en Roland que levantaba las tablas del parqué con el mango de una cuchara.
Era un parqué común, colocado en espiguilla. Después de la cuarta lámina, se paró para raspar la superficie descubierta. Era un cemento muy duro, una especie de hormigón.
—No va a ser fácil —dijo—. Hay que romperlo con un mazo.
La cárcel les pareció atrozmente silenciosa. ¿Dónde estaba ese ruido, ese jaleo del que hablaban el día anterior? Roland recogió la pata de la cama —barra de hierro, plana, gruesa, del tamaño de un antebrazo, que afortunadamente terminaba en una peana pequeña para soportar el peso de la cama cuando se bajaba—. Levantó el mazo y lo dejó caer sobre el cemento, produciendo un ruido enorme y sin resultado aparente.
—Qué jaleo —dijo Manu—. No me lo puedo creer…
Habían dejado de trabajar. La celda estaba en total desorden; sólo se podía caminar sobre cartón, entre bandas largas que se les enroscaban en los tobillos. Ese caos les protegía; echaba para atrás desde la entrada. Pues ahora la esquina derecha de la celda sangraba. Las láminas del suelo se amontonaban peligrosamente. Vivían directamente al margen, a merced de la apertura de la puerta.
—Coge el retro —dijo Monseñor a Willman.
Willman obedeció con la mente en blanco. Efímera precaución. Tan sólo podía avisar de que se acercaba un peligro para que rápidamente colocaran otra vez las lamas del suelo. Cuando el cemento cediera, ya no podrían. Se lo jugaban todo esa tarde.
—Ya no podemos dar marcha atrás —dijo Roland—. Dentro de una hora estaremos en el calabozo o habremos perforado el cemento.
Les expuso que golpes escalonados a lo largo del tiempo no sólo llamarían más la atención que hacerlo de golpe, sino que además no bastaría para romper el material.
—Tenemos que actuar como los obreros en una obra —dijo—. El hormigón es el mismo para todos. La única posibilidad que tenemos es actuar a lo grande. Ningún vigilante pensará que se trata de un engaño si oye un ruido enorme. El engaño en la cárcel es sinónimo de oscuridad, de cuchicheos.
—¿De acuerdo?…
Cassid hizo una señal con la mano para dar a entender que «por mí, bien». Manu se dispuso a relevar a Roland con el mazo y Monseñor volvió a los cartones.
—Están repartiendo los paquetes —dijo Willman—. Nada de particular.
Roland agarró la pata de la cama con una mano. No podía golpear con los dos brazos. Estiró el brazo izquierdo para buscar el equilibrio y el hierro hizo mella en el hormigón. Los golpes estremecían el suelo.
—Debe de oírse en diez celdas a la redonda —anunció Willman, alarmado.
Nadie le respondió y Roland, con el brazo entumecido, dejó que siguiera Manu. El hormigón era duro de pelar; se hundió en el centro y con el mango de la cuchara fue arañando los trozos que el mazo había desintegrado. Por fin, Manu introdujo los dedos en el agujero.
—Hay grava debajo —dijo.
Y volvió a golpear. Esta vez al sesgo, en los bordes del agujero, que se desmoronaban a ojos vista. Pasó el hierro a Roland y retrocedió para dejarle sitio. Monseñor se agachó para recoger los cascotes y los echó en un saco que pasó a Borelli. Cassid, con los brazos caídos y la espalda apoyada contra el montón de cartones, miraba sin moverse.
—Vienen… —se alarmó Willman.
Retiró el espejo del mango del cepillo de dientes y se acercó a los demás. Roland seguía golpeando. Dijo entre dos impactos:
—Sólo el ruido puede salvarnos.
«Tiene razón —pensó Borelli—. Ahora ya no nos podemos proteger; o entran, y el agujero nos delatará tanto si golpeamos como si no, o pasan creyendo que son obras de la Administración».
—¡Por favor, parad! —insistió Willman.
El temor alteraba su rostro. Estaba apoyado en el bastón y sus ojos iban de un lado al otro buscando ayuda. Manu recorrió los tres metros que le separaban de él y le puso una mano en el hombro con una ligera presión.
—Tranquilízate, tío —dijo—. ¿No confías en nosotros?
Sintió que Willman se calmaba. Le quitó el retro y echó un vistazo al pasillo, hacia la derecha. Vio a los guripas de espaldas, caminando hacia el módulo 13. Debía de haber follón por allí, un tío estaba montando alboroto y le iban a bajar al calabozo. Willman se había asustado al ver el grupo de guripas; como se sentía culpable, había creído que venían a la 11-6.
—Ya han pasado —dijo Manu—. Van a la 13. Han debido de hacer algo.
Al pasar por la 11-6, seguro que habían oído los golpes secos y fuertes que asestaba Roland. Habían seguido su camino; el resto no importaba. Manu metió el retro y dio unos golpecitos en la espalda de Willman.
—¿Lo ves?, ya se han ido —dijo.
Se sentía joven, en plena forma. Pasó por encima de las lianas de cartón para relevar a Roland. Ya sólo quedaba un borde de hormigón. Roland ya no golpeaba. Utilizó una escudilla para sacar la tierra mezclada con grava que había debajo del hormigón y dejarlo al aire. Ahora, cada golpe de maza rompía un paño de cemento. Manu y Roland se arrodillaron al borde del agujero y llenaron las escudillas de tierra, que le pasaban luego a Roland para que las vaciara en un saco. Enseguida llegaron al fondo propiamente dicho, más resistente. Estaban a tan sólo veinte centímetros del suelo.
—Ahora necesitamos una barrena —dijo Roland.
La cama tenía el hierro largo del somier plano, ancho y bastante grueso. Roland lo separó con la sierra. A continuación, cortó uno de los extremos al bies para perfilar una punta. Geo tendió el brazo sin pronunciar una palabra. Roland comprendió que reivindicaba su parte de riesgo y le entregó la barra. Se puso a trabajar sin pasión aparente, sin embargo el hecho mismo de trabajar le elevaba por encima de todas las pasiones. De pie, al borde del agujero, alzaba la barra y la lanzaba contra el obstáculo. La barra iba y venía, de abajo arriba, de arriba abajo, pasándole delante de la cara, en el eje de los ojos, y a continuación entre las piernas separadas. La manejaba con las dos manos; sus movimientos sobrios daban impresión de continuidad. Parecía el ruido de un pico, con esa especie de canto del metal contra la piedra. A medida que pasaba el tiempo, el ruido perdía importancia.
Willman se iba haciendo a la idea de que ningún guardia vendría por sorpresa, de que todo saldría bien. Poco faltaba para que se quedara dormido, como todos los centinelas del mundo que caen rendidos a fuerza de vigilar inútilmente. El peligro reside ahí, empieza en cuanto se cierran los párpados. No existe realmente antes. Los ojos abiertos del centinela mantienen cerrada la trampilla. En cuanto se cierran, la trampilla se abre y el peligro se desliza por ahí. Pero para Willman todo era al revés; no es un centinela como los demás. Es un centinela inútil. Dé la alarma o no, sus amigos siempre le protegerán.
Geo seguía cavando; en el lateral de la celda, la herida sangraba. Llenaban los sacos con las entrañas de la tierra y la piedra. Caía la noche. Roland relevaba a Geo, Manu relevaba a Roland, alentados por el pensamiento compartido y mudo de sentir que la barra pronto se hundiría en el vacío y podrían bajar al pequeño sótano que albergaba cada celda. Poder vaciar los sacos por ese agujero, aliviarse, despejar la celda como el aeronauta suelta lastre para salvar el pellejo. Manu trabajaba sin pensar en nada, dando el máximo, como para tener una excusa en caso de fracaso. Cada golpe llevaba más abajo la punta de la herramienta; la posición del cuerpo se modificaba en consecuencia.
Cuando el vacío se abrió bajo la barra, Manu, arrastrado por su propio impulso, cayó de rodillas. Roland agrandó el agujero en un sabio trabajo con la barra, utilizándola ora como palanca ora como mazo. Todos se inclinaron sobre el orificio; una ligera corriente de aire trajo olor a moho. Monseñor, deseando un contacto más directo, se tumbó boca abajo en la posición del explorador sediento que no tiene más que una preocupación en la tierra: el contacto con el agua.
—¿Qué ves? —preguntó Willman.
Monseñor no veía nada; con los ojos cerrados, se abandonaba a la embriaguez de sentir una salida diferente a la de la puerta o la ventana. Una salida ya libre, que los jueces, los vigilantes y la policía desconocían.
—Bajaremos esta noche —decidió Roland.
Vaciaron los sacos. Colocaron la pila de cartones sobre el agujero y se pusieron a recortar con la dedicación que pone el hombre en engañar a un semejante. Vieron a Bouboule como en un sueño, escuchando apenas su:
—¡Buas noches, figuras!…
Manu pensó en otros tiempos, en los momentos de vacío, en los que las breves apariciones de Bouboule, de todas las especies de Bouboule de la tierra, aportaban un respiro. Eran objeto de deseo: se les suplicaba con el alma y se les respondía cualquier cosa para que se quedaran un poco más en el umbral de la puerta. Se intentaba por todos los medios retener el tiempo con las dos manos. Los miles de habitantes de la Santé vivían así. Pero hoy eran cinco menos.
El reglamento se cumplía; la bacina llena de los objetos rituales (tintero, portaplumas, etc.) ya dormía fuera. La puerta estaba cerrada con dos vueltas de llave. Inmediatamente tiraron de la pila de cartones y dejaron abierto el agujero.
—Tenemos un cuarto de hora antes de la primera ronda —dijo Roland.
Cogió los dos sacos rellenos de restos de cartón, los estiró, los dobló a la altura de las rodillas y, cubiertos por las mantas, parecían dos detenidos modelo. Rellenó con trapos una boina y el gorro ruso de Monseñor para acabar de camuflarlos.
—Por hoy, vale —dijo—. Mañana los haremos mejor.
«“Él” lo hará mejor», pensó Cassid, tomando vaga conciencia de la inutilidad del valor en el hombre cuando sólo es valiente. Miró el agujero y se dejó invadir por el misterio que desprendía. Cuando llegara el momento, se deslizaría por él para caer en un dédalo de pasillos subterráneos. ¿Qué haría entonces con su temeridad? Se sentía impotente frente a la materia.
Decidieron que Roland y Manu bajaran en primer lugar; esa primera noche sería una incursión de reconocimiento. Se vistieron con la ropa más vieja que tenían y se ciñeron los pantalones a los tobillos sujetándolos con los calcetines por encima. Se pusieron detrás de las cajas para ocultarse al campo de visión de los guardias. Ya no contaban; para el vigilante, estaban durmiendo tranquilamente. Cassid, Willman y Monseñor se acostaron también.
El jergón de Monseñor era el que estaba más cerca del agujero. Le ataron una cuerda al tobillo. En cuanto Manu y Roland se marcharan, Monseñor tiraría la cuerda abajo, de forma que pudiesen despertarle.
Manu se sentó y dejó las piernas colgando dentro del agujero. Puso las manos en el suelo, empujó con los brazos y se dejó deslizar lentamente. El agujero tenía la forma de un peldaño desgastado, con el borde redondeado. Manu inició una ondulación del cuerpo y pronto dio con las muñecas en el suelo. Llevaba los brazos pegados a las orejas tratando de alargarse lo más posible. Sin embargo, los pies le colgaban todavía en el vacío; se alarmó. Únicamente el cuerpo atascado en la pared le impedía caer. Rápidamente se dio cuenta de que no estaba perpendicular al suelo y dobló las rodillas buscando el firme del sótano. Enseguida encontró una especie de pendiente. Entonces se deslizó sin dudarlo y se sentó enseguida en un suelo blando; encontró la tierra y las piedras que habían vaciado el día anterior. La oscuridad era total; la escrutó, se concentró con fuerza con la esperanza de taladrar las tinieblas. Le sorprendió no poder determinar la posición del tragaluz que daba al patio. Fuera, la noche era negra como boca de lobo, pero el tragaluz respiraba a ras del suelo. «El negro ni siquiera es un color —pensó Manu—, es la nada». No se atrevía a separarse del agujero por miedo a no encontrarlo de nuevo. Se arrodilló y, con los brazos levantados, exploró a tientas el aire. Encontró la herida del agujero y palpó los labios hinchados.
—Roland… —susurró.
Roland estaba esperando esa señal desde hacía un siglo. Había visto desaparecer a su amigo en pequeñas sacudidas. Por más que se decía que el suelo del sótano tenía que estar cerca, a una distancia que no podía sobrepasar en mucho la longitud del cuerpo de un hombre, estaba preocupado. Asomó la cabeza y respondió.
—Sí. Coge…
Y acercó un paquete lo más lejos que pudo, con el hombro y el brazo tendido; la ganzúa, la sierra, cerillas y un viejo tintero, lleno de grasa, del que emergía una mecha fabricada con el fleco de una toalla. Manu se estiró y sus manos se encontraron… Cogió el paquete.
—Espera… —dijo.
Y dejó una piedra en la mano de Roland, sin más, para gastarle una broma que contrarrestara la tristeza y la ansiedad. Imaginó la sonrisa de Roland y se sintió bien. No le cabía el paquete en el bolsillo. Lo introdujo entre la camisa y el jersey: los ángulos duros de los objetos le molestaban, pero no tenía tiempo de colocarlos, pues Roland ya iniciaba la bajada. Al arrastrarse, el cuerpo de Roland dejaba tras de sí grava y tierra.
Manu, de rodillas, con las manos ligeramente levantadas, esperaba poder agarrar los pies de Roland. Era el principio de esfuerzos separados. En una cordada de dos, en la montaña, siempre hay uno que mira el esfuerzo del otro, inmóvil, sin poder hacer gran cosa para ayudarle en un momento dado. Roland respiraba muy fuerte, se movía mucho pero apenas avanzaba. Por fin Manu atrapó uno de los pies. Roland le entregó el segundo y se sintió mejor con el contacto de las manos de su amigo en sus pies. Le pareció a Manu que el cuerpo de su amigo se relajaba. Tiró poco a poco, con tiento, para ayudar a Roland a bajar. El cuerpo de Roland ganó unos centímetros, Manu se colgó con todas sus fuerzas y estiró inútilmente. Roland, bloqueado, agitó los pies buscando un apoyo. Manu los soltó y le ofreció su espalda arqueada. Roland, con las rodillas dobladas, apoyó los pies y empujó para subir a la celda. Jadeaba. Ante la imposibilidad de subir o bajar, respiraba con enorme dificultad.
Había hecho un gran esfuerzo, pero las paredes del agujero le constreñían la caja torácica. Manu se preguntaba cómo había hecho para encajarse de esa manera. Abandonó su posición de soporte y subió la pendiente a cuatro patas hasta la salida del agujero. Introdujo los brazos, intentando determinar la posición del cuerpo. Comprendió que Roland, al intentar darse la vuelta en un momento dado, se había quedado encajado. Se había encerrado. Seguía forcejeando, pero ya no de forma continua.
Estaba llegando al espasmo, del que conocía los altos y bajos, la vana agitación seguida del agotamiento físico; el sabor pastoso del cansancio y la somnolencia comatosa. Manu trataba de hablarle, pero no respondía. También había intentado agrandar el orificio, pero Roland estaba encajado muy arriba y, entre el cuerpo y la pared que lo comprimía, no había espacio ni para una hoja de papel de fumar.
Roland no se movía apenas. Ya no tenía miedo. Se había difuminado la primera impresión de sentirse bloqueado. A partir de ese momento, había luchado lo mejor posible. No se movía desde hacía dos minutos; el minuto parecía un año. Era su reposo más largo. Lo prolongaba con el fin de reunir todas sus fuerzas.
Monseñor, con los ojos fijos en la mirilla, esperaba el paso de la primera ronda para levantarse y acercarse al agujero. Ya no podía faltar mucho. Veía claramente que Roland no había desaparecido del todo y se imaginaba que era por Manu. Lo de abajo era un misterio para Monseñor; Manu debía de haber aconsejado a Roland que no bajara del todo para evitar cualquier peligro. Monseñor no veía los esfuerzos de Roland para liberarse, por lo que no estaba preocupado. Tan sólo quería saber la opinión de Roland.
Willman y Geo, más alejados, ignoraban la presencia de Roland en el agujero. Los minutos pasaban de forma diferente para cada uno, pues, aunque los vivían juntos, amontonados unos encima de otros, la conciencia los transformaba a su paso, y una separación de dos metros en sus respectivas posiciones convertía el drama en comedia.
El cuerpo de Roland aislaba a Manu de todos. Pensaba que Roland podía morir. De todos modos, como deberían declarar la muerte por la mañana, el hecho de encontrarse en el sótano no cambiaba nada. La Administración descubriría al muerto en el agujero y los cuatro supervivientes serían llevados directamente al calabozo, estuvieran en el sótano o en la celda. Manu pensó en esconderse en otro lugar y en venir a comer a la ventana de una celda amiga que daba al patio. Podría serrar el barrote del tragaluz para subir al patio. Disfrutaría de su libertad en las entrañas de la cárcel y abriría una nueva vía. En fin, ya vería. Ya no estaba en la celda. Le repugnaba hacerse prisionero por voluntad propia. Roland ya no se movía nada. Le pellizcó en el tobillo. Se removió.
Roland comprendió que Manu le creía muerto. Contó mentalmente hasta veinte para echar el resto en un intento final. Hubiese querido avisar a Manu para sincronizar esfuerzos. No supo cómo hacerlo y se contentó con pensar que Manu le ayudaría en cuanto le viera agitarse de nuevo. Llegado a veinte, se paró. Había llegado al límite fijado, pero ahora tenía que elegir un camino; ¿quería subir o bajar? No lo sabía; de repente, se sintió infinitamente pobre, solo y desamparado. Solo, con Manu a sus pies y Monseñor a dos metros de sus manos.
Estaba tan atascado que realmente no podía decidirse por un sentido u otro. Sólo podía retorcerse entre la ropa y la piel. La ropa se había amalgamado con la piedra; le quedaba un margen de acción entre la tela, lo que le daba la falsa impresión de moverse en el tiro de una chimenea.
Por una parte, Monseñor estaba esperando la ronda para comentar la jugada con Roland, ese viejo gandul que zanganeaba en el agujero.
Por su parte, Willman estaba pensando en Christiane, y deseaba suerte a Manu y a Roland para tenerla pronto en sus brazos. Imaginaba que quizá ya habían encontrado una vía y que pronto subirían a anunciarles la buena nueva. Se sentía muy satisfecho con el giro de los acontecimientos.
Por último, Geo Cassid pensaba tranquilamente. Se sentía alegre imaginando a esos dos suertudos que andaban de paseo por el sótano. A él también le gustaría hacerlo cuando la acción le reclamara. Vio a Monseñor levantarse y arrodillarse junto al agujero. «Cuanto más viejo es uno, más se preocupa», pensó. Le preguntó:
—¿Estás amaestrando a las ratas?
Monseñor sólo veía los brazos de Roland, con los codos separados, las manos contra la piedra a la altura de las orejas, y la parte superior del cráneo, inmóvil. Le dio un cachete amistoso y sintió de golpe las manos de Roland aferrándose a su mano, los brazos de Roland rodeándole el brazo con la fuerza de un ahogado. Comprendió que Roland llevaba atascado todo el tiempo. Quedó tan conmocionado que quiso llamar a Geo, pero no logró articular ningún sonido. Roland movía los pies para que Manu comprendiera que quería apoyarse en su espalda en una última tentativa. Dobló las rodillas y extendió las piernas varias veces. Manu le colocó los pies en sus hombros y, manteniendo las piernas rígidas de Roland detrás de las rodillas, empujó hacia el interior de la celda como si deseara subir.
Geo se había unido a Monseñor y tiraron a pequeñas sacudidas cada uno de una axila. Le echaron sobre un jergón y le taparon con una manta. Willman conservó la suficiente sangre fría como para recoger los muñecos; Monseñor se tumbó en su jergón y Geo volvió a su rincón.
Manu se dispuso a subir con cierta aprensión. Encontró el paso más amplio. Salió sin dificultad a la celda y fue a su jergón al lado de Roland. Se tapó para evitar que un vigilante pudiera verle de semejante guisa. Roland volvía a respirar poco a poco. Willman fue a buscar un poco de agua y volvió a acostarse. Monseñor y Manu flanqueaban a Roland. Le pasaron agua por la cara con un pañuelo; tenía los labios azulados y agrietados. Le secaron con un trapo seco y apartaron la mirada cuando vieron que unas lágrimas le resbalaban por el rostro torturado.
Sin embargo, Manu dijo como si hablara para sí mismo:
—Son los nervios.
Las palabras sonaron como una justificación. Una vez formuladas, le parecieron despreciables. El sufrimiento no siempre puede esconderse. Cuando es excesivo, no hay razón para disculparse por sufrir.
Roland no tenía ganas de hablar. Se entregaba a la alegría de vivir y a una somnolencia reparadora.
Manu había dejado la llave, la sierra y la mecha en el sótano. Después de la segunda ronda, se levantó con Monseñor para desnudar a Roland. Escondieron la barrena en el agujero, de forma que pudieran recuperarla, e hicieron un paquete con la ropa de Roland y Manu, llena de tierra, que dejaron junto a la barrena. Y lo ocultaron todo bajo la pila de cartones.
Nadie tenía ganas de hablar; Manu pensó en ensanchar el paso al día siguiente para que el drama que habían vivido sólo fuera un recuerdo, pero no lo dijo. No valía la pena hablar de ello, pues todo el mundo debía de estar pensando en lo mismo.
—Creí que se iba a morir —dijo solamente—. No podía hacer nada.
No le gustaba que los demás le imputaran acciones meritorias, un papel estelar en el sótano. Él, que había sido el primero en poner los pies en el sótano. Monseñor tendió la mano por encima del cuerpo de Roland y apretó el brazo de Manu. Manu sintió que se le encogía el corazón. Giró la cabeza para disimular su emoción y se encontró con la mirada de Geo. Le parecía que iba a decirle: «Venga, tío, estoy contigo», pero Geo sólo dijo:
—Mañana será otro día…
Y esa noche eso significaba lo mismo. Manu agachó la cabeza para rehuir cualquier contacto humano. Si hubiese sido más espontáneo, hubiese llorado sin falsa vergüenza.