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Un tumulto avanzaba hacia la 11-6; las ruedas de hierro del carro sobre el hormigón, los portazos junto al choque de las pesadas llaves en las cerraduras resignadas, los insultos y el rechinar de bacinas arrastradas por el suelo para meterlas en las celdas. Todo ese guirigay de comitiva de reyezuelo iba tomando cuerpo, pero no a todo el mundo afectaba por igual esa forma bárbara de despertar. En la 11-6, únicamente Monseñor volvió a tomar contacto con el frío, con la espantosa jornada que tenía que afrontar y, en un segundo, con el uniforme de un guardia y quizá con su careto.
El prisionero que servía removió el líquido oscuro con un enorme cucharón, mezclando el caldo con unas cuantas verduras. Fruto de un automatismo, su gesto abarcaba la circunferencia de la imponente marmita que presidía un carro viejo. Iba vestido con un saco, como el paisano de un señor, y sus pertrechos alimentarios parecían la máquina de guerra de un ejército muy antiguo. Llenó con un único cucharón la escudilla que le tendía Monseñor.
En el mango del cucharón se veían manchas resecas de sopa, que el café no había logrado disolver, ante lo cual Monseñor dedujo que estaba ya frío. Además, no humeaba. Para no agacharse, empujó la bacina con el pie, despacito, hasta el interior de la celda. En el módulo de alta vigilancia, cada noche había que sacar la bacina, la escobilla, un tintero y un portaplumas; era el resultado de infracciones sucesivas. Una noche, un tipo debió de hacer el payaso con la bacina y, más tarde, otro con un tintero; sin duda, redactar una carta clandestina, como si no tuviera tiempo suficiente durante el día. Los partes se acumularon uno tras otro hasta llegar al resultado actual. El ridículo no mata, afortunadamente para algunos funcionarios. Respecto al cortaplumas, contaban que un tipo duro de pelar lo había empleado para sacar el ojo a un metepatas demasiado curioso, siempre al acecho ante su mirilla. Esa historia circulaba en todas las cárceles de Francia, aderezada con todo lujo de detalles. La víctima revestía cada vez características diferentes. Se solía elegir a un tuerto. En la Santé era a costa de un tal «no tiene más que un ojo». ¿Por qué había que sacar la escobilla? Quizá por el mango.
Por todas esas razones de peso, cuando caía la noche, las bacinas dormían fuera en el módulo de alta vigilancia. Señalizaban las puertas con su presencia inmóvil como pequeños mojones de carretera. Mojones inútiles.
Monseñor dio un último empujón a la bacina que se colocó por inercia contra el váter, sobre las baldosas viscosas. La mesa plegable, fijada contra la pared, estaba rota desde hacía dos días; los objetos cotidianos, libros, papel de cartas, restos de paquetes, todo lo que necesitaban varias veces al día, yacían en el suelo, bajo la mesa. Monseñor echó líquido en un jarro y lo vació inmediatamente. A continuación, puso su escudilla en el suelo, encima de un libro, y volvió a acostarse. Le tocaba la limpieza esa semana, lo que consistía en recoger el café y el pan, que se distribuían a la peor hora del día, y en barrer la celda. Volvió a meterse entre las mantas para calentarse; le parecía que hacía más frío que de costumbre.
No pudo coger otra vez el sueño. Pensaba en la llegada de Borelli y en la salida de Jarinc. Había tenido ocasión de hablar con Darbant, tan rico en ideas y posibilidades. En cuanto a Willman, estaba locamente enamorado de su amante y haría lo que fuera. No era muy valiente, sin duda, pero el valor muchas veces dependía del ambiente. Llamaron a la pared medianera de la celda 11-8. Para responder había que levantarse, retirar uno de los cartones que cubrían uno de los azulejos a la izquierda de la ventana y asomar la cabeza por el agujero, con la frente contra los barrotes. Una vez hecho, se podía hablar en un tono normal. Monseñor no respondió.
—Toc… toc toc toc toc toc toc. Toc toc…
—¿Pero qué coño quieren a estas horas? —refunfuñó Roland.
Todavía era de noche. Una vez terminadas las formalidades de apertura, el pasillo quedaba prácticamente en silencio. Sin embargo, nadie dormía ya. Permanecían acostados por capricho. En aquella miseria, holgazanear un poco en los jergones suponía una compensación. Los vecinos seguían llamando.
—¡Joder, joder, me cago en dios! —exclamó Monseñor.
Se levantó de un salto pasando por encima del cuerpo de Borelli, arrancó el cartón que disimulaba la apertura de abajo y sacó la cabeza fuera.
—¿Qué coño queréis?
—Hay un trapicheo para la 4, ¿lo cogéis? —preguntó una voz.
—Lo cogemos, lo cogemos. Por supuesto que lo cogemos. Pero no a las siete de la mañana.
—Es para Riton, va al Palacio.
Monseñor iba a volver a colocar el cartón pero se lo pensó mejor. El Palacio era urgente y, además, conocía al tal Riton.
—Pásamelo —dijo, y recogió a sus pies un trozo de barra de pan que se solía utilizar para sujetar cables que se balanceaban de pared a pared a modo de guirnaldas de un baile.
Tendió la barra a lo largo del brazo a través de las baldosas y recibió una cuerda fina dirigida por un trozo de jabón. Levantó el trozo de madera y la cuerda le cayó en la mano. Metió el brazo, cogió la cuerda con la mano izquierda y sacó el paquete atado a un extremo.
—Quédate con el yoyó —dijo la voz—; ya me lo devolverás en el paseo.
Monseñor volvió a colocar el trozo de cartón y se dirigió a lo largo de la ventana, por encima de los cuerpos de Roland y de Willman, hasta la pared opuesta donde dormitaba Cassid. Golpeó la pared medianera con la 11-4. Le respondieron al instante; debían de andar al acecho del trapicheo. Los necesitados se mantienen siempre a la espera. Monseñor retiró el cartón de la baldosa de abajo, colocó el paquete en el borde, entre la ventana y los barrotes, con la cuerda enrollada como un lazo.
—¿Listo? —preguntó.
Y añadió:
—Es para Riton, viene de la 8.
—Soy yo —dijo la voz—. Perdona por haberte sacado de la cama.
—Vale, tío —contestó Monseñor—, para eso estamos.
Hizo girar el trozo de jabón, dejándole unos centímetros de hilo que mantenía con fuerza entre el índice y el pulgar. Cuando consideró que el impulso era suficiente, soltó el hilo y el jabón desapareció, arrastrando la cuerda en una trayectoria rectilínea hasta el trozo de madera que Riton debía tensar entre sus barrotes.
—¿Vale?
—Vale…
Monseñor deslizó el paquete a través de los barrotes y lo soltó en cuanto sintió que Riton tiraba de la cuerda. El paquete cayó a una repisa que sólo estaba a un metro del borde de la ventana.
—Recogeré el yoyó en el paseo —dijo Monseñor—, es el de la 8.
—De acuerdo. Gracias —dijo Riton.
Monseñor volvió a colocar el cartón y, al retroceder, chocó con Geo, que gruñó.
—¡Vaya trullo! No sólo no hay ni una mujer, sino que ni siquiera se puede dormir.
El trapicheo había sacado a la celda de su torpor matutino. Manu esperaba a que Roland terminara de asearse para levantarse. Observaba las contorsiones del torso robusto. El contacto del agua del grifo con la que se estancaba en el fondo del váter emitía un sonido terco. El choque de un agua contra la otra era el mismo en todas las celdas. Los ruidos de las escudillas también. Los ruidos de la vida se repetían en todas las celdas. Al igual que los movimientos, pues las necesidades eran también idénticas, de forma que Borelli se preguntó si había conocido otras celdas que no fueran la 11-6. De repente, sintió ganas de hablar con Jarinc. Y es que Jarinc le preocupaba mucho.
—Ayer hablabas de una liberación —dijo—. ¿Un sobreseimiento o una provisional?
—La provisional —dijo Jarinc—. El juez[6] está de acuerdo. Me estoy volviendo loco, ¿comprendes? Espera y más espera. Estoy seguro de que mi gachí está haciendo guardia delante de la puerta desde ayer.
—No es lo más prudente —dijo Geo—. Te la pueden levantar.
—Ya me extrañaba —dijo Willman— que Cassid no dijera la última palabra. Pero tío, no todas las mujeres son putas. Hay mujeres fieles.
—Creo que intentas tranquilizarte —dijo Geo—. Mira, estás a tiempo de levantarte y enviar una carta.
—Mi gachí está loca por mí —dijo Jarinc—. Nunca me ha fallado. Me escribe, viene al locutorio, no falla con los paquetes; te digo que está loca por mí, estoy seguro.
Geo se estiraba. Se sentía joven y el día empezaba hablando de mujeres. Estaba tan contento que incluso se estaba planteando levantarse.
—Puede venir al locutorio y joder con quien sea —dijo—. Una cosa no quita la otra.
—Dices eso porque tu amante está en la cárcel —dijo Willman—. Así ya puedes estar tranquilo.
—¡Tranquilo! Pero tío, a lo mejor se está metiendo mano con una compañera. ¿Crees que es mejor?
—En ese caso… —dijo Willman.
—Ni en ese ni en ninguno —dijo Geo—. Lo que cuenta es la presencia. Lo sé por experiencia. Hay corazón y sexo. Y vosotros lo confundís todo. La presencia es el problema. La presencia continua del tipo que merodea, que está al acecho, que llama por teléfono, que manda flores, el tipo que está ahí, libre, con su deseo que desprende un determinado olor. Un olor que se respira; intentas quitártelo de la cabeza y vuelve. Y contra eso, tío, no se puede hacer nada, ¿ves?
—¿Y cómo explicas eso? —dijo Jarinc.
—¿Yo? Yo no explico nada. Hay cosas que no se explican. Simplemente, pasan. Las ves y dices: «Así es la vida, después de todo».
Roland había terminado de asearse. Manu se levantó, hizo unos movimientos para desentumecer la pierna derecha. La sangre le circulaba mal; se le dormía con facilidad. Luego se dispuso a lavarse y vestirse lo más rápidamente posible.
—Vamos a doblar los jergones y a fregar el suelo —dijo Monseñor—. A ver si nos despertamos.
Nadie había tomado el café. Lo tiraron por el váter. A la hora del reparto del pan caminaban sobre un suelo húmedo pero limpio. La ventana se abría de arriba abajo; se deslizaba sobre un cierre doble que la enmarcaba. Era la parte móvil de la ventana; se extendía de derecha a izquierda por unos azulejos fijos que los prisioneros rompían para facilitar el trapicheo. Habían bajado la parte móvil para airear; además, hacía el mismo frío fuera que dentro.
La puerta se abrió y cogieron las raciones de pan: doscientos gramos por cabeza. Sujetaban el pan con el máximo cuidado, con la palma de la mano debajo, para que no cayera al suelo ni una miga.
—Nos están estafando, dijo Jarinc, y no tenemos báscula.
—Podemos pesarlo sin báscula —dijo Roland.
Se miraron, pero él no pareció darse cuenta del gesto de sorpresa.
—Coges una goma elástica, el modelo corriente de los paquetes de sobres, por ejemplo. La cortas. Atas un gancho pequeño en un extremo, pongamos un alfiler retorcido. Coses un trocito de tela en el otro extremo de la goma y fijas la tela en la pared o en la puerta con un clavo. Si clavaras la goma directamente, terminaría rompiéndose. Entonces coges un día una ración de pan, que estés seguro que pesa doscientos gramos. Pasas un hilo alrededor y la cuelgas en el alfiler curvado. La goma baja con el peso del pan y marcas una raya. La misma operación para los cien gramos de carne a la semana.
Roland parecía encantado como un niño con el truco astuto de las balanzas.
«Este tío es ingenioso por naturaleza», pensó Borelli. «Ese Jarinc tendría que marcharse». Como era difícil mantener una conversación seguida en la celda por culpa de Geo, que se divertía pinchando a Willman, Manu esperó al paseo para estar a solas con Jarinc. Si fuera necesario, le ayudaría a salir de la cárcel. Si no, montaría un numerito para que la Administración lo cambiara de celda.
El paseo tenía lugar en días alternos. Un día las celdas impares y otro las pares. Hoy era el día par del módulo. Había dos grandes patios interiores, divididos en patios más pequeños. Los módulos 5, 6, 7, 8 y 11 iban a un patio; los módulos 9, 10, 12 y 14, a otro. Eso en la galería alta. La galería baja, totalmente independiente, albergaba los módulos 1, 2, 3 y 4.
Esa red chocaba al recién llegado, pero a medida que pasaban los meses, las paredes se estrechaban, la longitud de las crujías se acortaba. Los patios de paseo tenían por horizonte las cuatro fachadas de los edificios de tres pisos, donde se dibujaban las pequeñas aperturas de las ventanas con barrotes. El patio en sí era sólo una separación con paredes, puertas, rejas y un dédalo de pasillos. Una pasarela supervisaba los patios, permitiendo a los vigilantes mirar desde arriba, lo que les ponía al abrigo de una eventual agresión.
Abrían las puertas de las celdas de golpe; los ocupantes salían al pasillo y permanecían agrupados en unos metros, como si de la celda emanara el contenido de una lata que conservara por un momento la misma forma. Luego, se fundían con otra celda en marcha, una especie de columna desordenada, a la vez ancha y estrecha, que se dirigía hacia las chironas al aire libre.
Monseñor se las ingenió para recoger el yoyó y devolverlo a los de la 8. Los hombres se agrupaban por afinidades, tratando de iniciar conversaciones, de intercambiar libros. Manu seguía de cerca a Jarinc para caer en la misma chirona de paseo, preferentemente con tipos de otra celda. Le resultó fácil. Disponía de un cuarto de hora para hacerse una idea y se propuso cortar la verborrea de Jarinc para ir al grano.
Al cabo de diez minutos, comprendió que en el terreno judicial no tenía nada que hacer con el tal Jarinc. El demandante se retractaba, se inculpaba, declaraba que había provocado a Jarinc y ahora le parecía legítimo haber pasado treinta días en el hospital. La acusación de tentativa de asesinato se debilitaba hasta el punto de desvanecerse prácticamente. Jarinc estaba «limpio». Los informes de la policía eran imparciales, casi positivos. El juez prometía la liberación; el problema residía en la lentitud del engranaje. Podían llegar a pasar dos meses, y Borelli sabía que en dos meses cambiaban demasiadas cosas en la cárcel. En ese plazo, la unidad de la celda podía venirse abajo, por la presencia de Jarinc. Así pues, sentó las bases de su proyecto de traslado.
—No parece que les caigas muy bien a los otros —insinuó.
—¡Uf! A mí los demás…
Manu atacó la reserva de Jarinc.
—Me parecen raros —dijo.
—Tienes razón. Más que raros, pirados; uno que no deja de tocar los cojones con las gachís. El Willman que se da aires de condesa y uno de estos días le va a pasar algo. Seguro. Monseñor chochea. El Roland… —y en ese momento Jarinc golpeó con el filo de la mano izquierda en el puño derecho, con el movimiento de la muñeca que indica la huida.
Era peligroso que Jarinc se lo imaginara.
—Tienes razón con los demás —dijo Manu—, pero te equivocas con Roland.
Al hablar, buscaba una razón para convencer a Jarinc. Una razón de peso. Bajó la voz para dar a sus palabras un añadido de veracidad.
—Su mujer le dijo que si no dejaba sus proyectos de evasión, nunca volvería a ver a sus hijos. Y no puedes imaginar lo que sus hijos significan para él… Así que lo ha dejado. En primer lugar, su delito proviene de la ocupación, un asunto de cartillas de pan. Se resolverá.
Veía que Jarinc se convencía. Le pareció que no debía seguir insistiendo y terció al cambio de celda.
—No tiene que ser divertido para ti vivir con ellos —siguió—. Yo, en tu lugar, me cambiaría de celda.
—¿Crees que se puede?
—Por supuesto, yo me he cambiado más de una vez. Conozco un truco infalible, pero me tienes que dar tu palabra de que no se lo dirás a nadie.
—Palabra de honor —dijo Jarinc.
La palabra de honor sellaba los contratos efímeros en el mundo de las cárceles y del hampa. Sustentaba un número incalculable de traiciones. Por otra parte, algunos hombres habían muerto por su causa, indefectiblemente ligados, comprometidos en una vía sin salida, empujados hasta la muerte por el orgullo, la opinión de los demás; no era brillante, pero sí preferible a lo que Manu tenía oído del canalla de Jarinc, que, una vez más, envilecía lo que quedaba de la dignidad del prisionero.
Los vigilantes estaban abriendo las chironas. Manu puso la mano en el hombro de Jarinc y presionó suavemente. Era consciente de no haber perdido el tiempo. No sabía que en ese mismo instante un chupatintas expedía por vía oficial la orden de excarcelación de Jarinc. Y mientras el rebaño regresaba lentamente a los pasillos interiores, la liberación de Jarinc se dirigía a la Santé, un poco como el brazo que se despliega lentamente, con una mano cuyos dedos se alargan hacia una palanca. Se ignora si esa palanca abre una puerta, desencadena una explosión o lanza un tren.
La justicia soltaba a Jarinc. Él no sabía que regresaba a la 11-6 por última vez.
Roland, Monseñor, Willman, Cassid y Borelli se reintegraban a la celda después del paseo, en compañía de un Jarinc que ya no era de los suyos. Jarinc no presentía nada, volvía a sus rutinas, repitiendo los mismos gestos de siempre a la vuelta del paseo.
Su liberación estaba firmada, de hecho, estaba libre, pero nada en su fuero interno se lo anunciaba. Seguía viviendo como un prisionero. Su presencia pesaba en los demás como si fuera eterna. Nadie percibía intuición alguna. La Sociedad, personificada en el guardia de servicio, tuvo que anunciar la noticia a los de la 11-6.
—¿Quién es Jarinc? —preguntó al entrar.
—Soy yo, ¿por qué?
La sangre refluía hacia su corazón. En dos segundos, una película le cruzó la mente; su liberación y un repentino agravamiento de su caso se mezclaban, subían, bajaban. Lo peor y lo mejor en una danza loca se imprimían tras su frente, en primer plano, alternativamente, y sintió ganas de vomitar.
—Libertad inmediata. Vamos, espabila —dijo el guripa.
Jarinc empezó a trasladar de un lado a otro los objetos que quería recoger, volviéndolos a poner donde los había cogido, con la desunión de movimientos que produce una fuerte emoción.
Monseñor, como un perro viejo, intentaba ayudarle con su precisión habitual. Los otros miraban paralizados y, al ver a Jarinc prepararse para volver a la calle, pensaban en su existencia, en una liberación tan problemática que no podían abordarla desde la legalidad.
—Vas a poder follarte a tu mujer —dijo Geo.
—Es verdad —respondió Jarinc.
—No te olvides de las mantas, la escudilla y lo demás —siguió Manu—, o te lo cobrarán.
—Es verdad —respondió Jarinc.
Willman rebuscaba en el rincón donde se amontonaban los útiles de escribir.
—Toma, tu orden de ingreso —dijo a Jarinc.
—Es verdad —contestó Jarinc.
Hasta el final, sólo le oyeron pronunciar esa respuesta escueta, nerviosa, vana como una bala perdida. El guardia, más burro que un arado, repetía como un autómata:
—¡Vamos, hombre, espabila, espabila!
Roland observó el «hombre» en tono paternal del vigilante. El liberado tiene derecho a cierta consideración. Uno se puede encontrar con el prisionero que vuelve a la vida a la vuelta de una esquina. Los vigilantes se avergüenzan de su oficio frente a ese hombre que tiene un pie fuera y el otro dentro, que moralmente y en el expediente ya está libre.
Les gustaría que se olvidara el uniforme, no volver a ser unos cobardes: los que se ceban, de diez en diez, con un hombre a la más mínima señal de un oficial. Lo consiguen, pues el liberado ya no es el detenido de hace una hora. La vida lo recoge en cuanto aparece la orden de liberación. Ya no le queda tiempo para recordar los planes de venganza urdidos bajo coacción.
Es la historia del brigada de módulo que, después de haber acosado a la gente durante meses, los reúne y les dirige unas palabras de adiós la víspera de su marcha; y esa misma gente, que soñaba con forrarle a palos en cuanto salieran de la cárcel, se sorprende diciendo:
—En el fondo no era mal tipo. Hay que comprenderlo. Para él tampoco era agradable…
Jarinc estrechaba las manos deprisa y corriendo, con el petate a la espalda y medio cuerpo fuera por el hueco de la puerta abierta. El vigilante echó la llave y permaneció un momento delante de la puerta para modificar los datos de la celda. En la 11-6 ya sólo había cinco.
—En el módulo hay celdas de cuatro —dijo Manu—. Tenemos que rechazar a uno nuevo hasta que todas las celdas estén a cinco.
—A menos que lo conozcamos —dijo Monseñor.
Todos estaban de acuerdo; y como la conversación tomaba unos derroteros peligrosos, bajaron instintivamente el tono de voz, como cuando se entra en una iglesia o en un cementerio. Y Roland, como especialista, empezó a hablar.
—Estas son las grandes líneas —dijo—. Han tomado muchas precauciones contra una evasión aérea, por el tejado. Sólo nos queda el sótano. Hay un lugar donde se paró Fargier en 194… Creo que tiró la toalla muy rápido. Podía haber salvado el obstáculo. De todos modos, la libertad de acción está en el sótano, es una victoria segura. Sólo hay que aprovecharla.
—Fargier había agrandado el orificio de aire caliente —dijo Manu—. Había arrancado la tapa y la volvía a poner por el día durante los registros. Llegué a conocer a algunos de esa fuga[7].
—Ahora no se puede hacer —dijo Monseñor—. Cuando registran una celda con tipos que ya lo han intentado, revisan la tapa. Además, está enfrente de la puerta. Los riesgos de subida y bajada son muy grandes.
—Me importan un bledo los riesgos —dijo Geo.
Monseñor pensó que pasar de todo no era la solución, pero no respondió.
—¿Y las herramientas? —preguntó Manu para disipar un incipiente malestar.
—Tengo amigos fuera —dijo Roland.
—Yo también tengo. Pero las herramientas nos tienen que llegar.
Willman no decía nada. Pensaba en Christiane y en el milagro de la evasión. ¿Y luego? ¡Qué importaba luego! Tocarla primero, pegar la boca contra sus labios tiernos, entreabiertos, con ese amor que les envolvería, les arrancaría de la tierra.
Los hombres de la celda no se parecían a él. En su fuero interno le daban miedo. Sólo confiaba en Roland. A medida que avanzara la evasión, intentaría llevarlo a su terreno, permanecer junto a él una vez fuera. Necesitaría ayuda para avisar a Christiane y para muchas otras cosas.
No dejaban de hablar de cómo introducir las hojas de sierra, las linternas y el dinero en efectivo.
—Yo puedo hacerlo —dijo Willman.
Manu no confiaba demasiado en el tal Willman. Estaba seguro de que ante la menor dificultad, cantaría. Pero el tal Willman deseaba a su mujer hasta el punto de dar seguridad. Ahora quería ayudarles. De acuerdo, no estaba mal que se mojara. Razón de más para sentirse unido a la causa.
—¿Qué propones tú? —preguntó a Willman.
—A ver qué os parece. Uno de mis abogados manda a un joven en prácticas a modo de secretario. Lo manejo como quiero porque no tiene intención de seguir en los tribunales.
—Conozco a ese tipo de gente —dijo Manu—. No es conveniente. No hay que hablarle de la fuga. Es capaz de ver en ello un espíritu aventurero, de hazaña deportiva, e ir contándolo por ahí. Tirando del hilo, la policía terminará sabiéndolo.
—¿Quién habla de soltar prenda? —dijo Willman—. Es sensible a mi desgracia; le voy a contar que necesito una zapatilla con suela ortopédica. Pondremos las sierras dentro y subo calzado con las zapatillas.
—¿Ese tío conoce a tu mujer? —preguntó Geo.
—Sí, ¿por qué?
—Apuesto a que lo hace por ella.
Willman se levantó.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada —dijo Monseñor interponiéndose entre los dos—. ¿No ves que las faldas le vuelven loco? Te lo ruego —dijo a Cassid—, déjale tranquilo.
Geo Cassid estaba en cuclillas, envuelto en una manta que le cubría la frente, como un indio retirado de los negocios. A Borelli le gustaba ese chico tranquilo, un poco infantil. Tiró del borde de la manta y el rostro de Geo desapareció como un decorado al caer el telón.
—Pronto tendrás tantas mujeres que dejarás de pensar en ellas. En cuando tenemos lo que deseamos, perdemos interés.
—Exacto —dijo Monseñor—, yo me lo monto siempre con una chica con la que no he estado antes.
Willman se entristecía. Sufría oyendo hablar de amor físico mientras Christiane vivía sola. Tenía que hacer frente a montones de pretendientes; la sola idea de que otro pudiera besarla, desnudarla, le daba ganas de matar.
—¿Qué decidimos? —preguntó—. Vosotros lleváis allí las zapatillas.
—Yo lo haré —dijo Roland—. Ponme la dirección en un papel. Las linternas son demasiado voluminosas, meteremos las pilas en patatas y yo haré unas cajitas de cartón.
—De acuerdo con el trabajo, ya he hablado con el concesionario —dijo Monseñor.
Borelli se percató de que Monseñor y Roland ya habían proyectado la evasión antes de su llegada. Roland se levantó y se dirigió hacia el ángulo de la pared bajo la estantería, a la derecha mirando desde la puerta.
—Cavaremos allí —dijo—. Durante el día, pondremos el montón de cartones encima del agujero.
—Vale —dijo Monseñor—, vamos a tener que currar.
—¿Mucho? —preguntó Roland.
—Tanto como queramos.
Roland calculaba que los cartones de uno por cincuenta apilados tendrían una altura respetable que garantizaba las subidas y bajadas, y un peso de una tonelada que disuadiría a los guripas en los registros. Por la noche, tirarían de la pila colocada sobre sacos para descubrir el agujero; por la mañana, quedaría disimulado.
—Mantendremos una provisión de cartones suficiente —dijo Roland—, pues si el concesionario no recibiera la mercancía, nos dejaría en suspenso. Ya he visto casos así. Una vez perforado el agujero, sólo podemos disimularlo con los cartones.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó Willman.
—Lo antes posible —dijo Roland—. En cuanto recibamos la mercancía.
—A la hora de la cena voy a pedirle al carcelero que se ponga en marcha —dijo Monseñor—. Puede hacernos la entrega por la tarde. Mañana jueves, podemos empezar; no es día de locutorio ni de recepción de paquetes. Harán el registro esta tarde o mañana por la mañana. Así pues, mañana por la tarde. Si no pasan antes, lo pospondremos. No hay que correr riesgos inútiles.
Roland no necesitaba inmediatamente las hojas de sierra. Contaba con romper la puerta de la serrería situada en el sótano del módulo 8, donde cogería lo que necesitase. Primero había que acceder a los inmensos sótanos de la cárcel y desde allí orientarse. No podía contar con los demás para dirigir las obras; Cassid, Monseñor y Borelli eran hombres de acción que harían lo que fuera para salir de allí, pero no tenían facilidad manual. Durante su última estancia en el calabozo, había pensado con detalle en la evasión actual. La celda proporcionaba seguridad. La liberación de Jarinc era un buen augurio. Las posibilidades de obtener las herramientas se iban perfilando. Empezó a caminar de un lado a otro; con el movimiento, su cerebro funcionaba mejor.
—Estoy deseando que llegue la cena —dijo Manu.
La llegada de las comidas no tenía el mismo significado para los de la 11-6 que para los demás prisioneros. La cena hoy suponía demanda de trabajo, el primer paso de la aventura. Por razones diferentes, todos tenían prisa por fugarse. Roland actuaba bajo el impulso de una especie de desafío a la Administración. Ya lo había intentado una vez en la Santé rompiendo una puerta blindada de un sótano, cerca de las cocinas. Cuando lo cogieron, tuvo que aguantar la perorata del director Sarquiet.
—Darbant —le dijo—, no pasarán —«muy Verdún»[8], el tío—. Soy un veterano oficial de caballería. Conozco los lugares más recónditos de mi prisión —y golpeó el suelo con el tacón—. He tomado todo tipo de precauciones. Conozco a los hombres; sé que va a volver a intentarlo. Se lo repito sin petulancia, Darbant, no pasarán; y le considero un utópico.
Darbant pensaba a cada instante: «Tengo que pasar —es preciso que pase— y pasaré». Esa idea le mantenía vivo. Por temor a perder energías, preveía fechas límite y las marcaba en un calendario; antes de la primera, debía hacer una tentativa. Ponía su vida en una balanza arriesgándose constantemente a perderla, y le parecía que con esa incalculable inversión debía ganar.
Monseñor había caído en una fuerte depresión durante un periodo largo. La había superado en virtud de un asunto sentimental del que no hablaba con nadie. Le habían dicho que su hija de dieciocho años se estaba volviendo bastante rebelde, y que su tutor, un primo lejano, no lograba hacerla entrar en razón. Monseñor temía que cayera en la prostitución, y al viejo granuja le producía una honda pena.
De repente, le pareció que no estaba acabado, que debía mugir una vez más, librar una última batalla a la Sociedad para arrancarle con qué proteger a su hija. Y después, ya podían venir. Soñaba con frecuencia con una batalla en la que moría acribillado por las balas, para contrarrestar un posible destino adverso; «serán muchos», pensaba, «y no podré hacer nada; ni siquiera moriré al lado de un amigo. Mi espalda rozará una pared cualquiera al deslizarse hacia el suelo, y si ya no puedo ver a los que me recojan, al menos no me harán sufrir más». Con la muerte, uno se escapa, huye definitivamente.
Manu, por su parte, no pensaba en la muerte; preveía una condena perpetua, y se negaba a dar vueltas en un patio de la Central toda su vida. Sus últimas tentativas de evasión contaban como una necesidad de delinquir y una sed de venganza por la muerte de su hermano. En lo que la gente se equivocaba. La delincuencia no contaba entre sus prioridades y su concepto de venganza no coincidía ni con el de la canalla ni con el de las clases medias en general. Quería fugarse para no vivir en prisión, una perogrullada que no parece para tanto, pero que hay que tener el valor de aceptar, asimilar y luego ejecutar. Se acercaba la ocasión de ponerla en práctica.
Hacía un momento, el pie de Roland había marcado la situación del primer asalto, del primer peligro. Geo Cassid no quería considerar ese horizonte, un camino sembrado de trampas de lobos, de minas, sobre el que habría que caminar a fuerza de coraje, de suerte. En los paracaidistas, saltaba por encima de tierras anegadas de noche, sin pensar en nada. Tiempo habría para atormentarse una vez tocado el suelo. Tiempo habría hoy para atormentarse frente a un vigilante al que estrangular, pues no creía que valiera la pena horadar paredes. Se fugaba, en primer lugar, porque se le hacía largo vivir sin una mujer. Además, no admitía que su aventura pudiera terminar de forma tan lamentable; creía estar viviendo sólo un episodio del que únicamente había perdido el primer tiempo. En el segundo tiempo venía la evasión y, una vez libre, el ataque al furgón, incluso a la Roquette[9] si la necesidad se imponía, para liberar a su amante y huir juntos de ciudad en ciudad, de país en país, arrastrados por la pasión.
Harían una especie de religión de su juventud, de su amor y del peligro. Gozarían de sus cuerpos y del peligro. La angustia le parecía voluptuosa. Los preparativos de la fuga le interesaban poco. Se reservaba para la acción propiamente dicha. Por sí mismo nunca hubiese planificado una evasión complicada. Se habría contentado con una tentativa desesperada en el Palacio de Justicia, un ataque por sorpresa con el consiguiente rugido de las automáticas de las fuerzas de seguridad a sus espaldas. No tenía preferencias entre ese procedimiento y el proyecto actual. Simplemente, no veía la necesidad de bregar fuera de la 11-6. Era el más antiguo de la celda junto a Monseñor.
Antes de la llegada de Darbant y de Borelli hablaron de evadirse sin concretar nada —por las buenas— para no aceptar la derrota sin más. Sin embargo, el proyecto no les dejaba en paz. Monseñor sabría perfilar los detalles. La cena se acercaba. El carro se detuvo delante de la 11-4. Monseñor reconoció la voz del guripa.
—Está pirao —dijo—. Pero tendrá que avisar al concesionario.
Se oyó el ruido del carro y la puerta se abrió con violencia.
—La cena —anunció el chapa.
Sacaron uno a uno su escudilla, deslumbrados, como siempre, por la fuerte luminosidad del pasillo, un poco sorprendidos también al cruzar el umbral de esa puerta siempre cerrada, que limitaba su territorio a cuatro paredes. Los cuerpos se habían hecho a esos límites, las piernas iban perdiendo el privilegio de recorrer diez metros en línea recta.
—¿Podríamos hablar con el concesionario? —preguntó Monseñor.
—¿Qué coño queréis del concesionario? —respondió el guripa.
El tono, triste mezcla de sentimientos adversos, hizo que Borelli volviera la cabeza cuando se disponía a entrar, una vez servido. Soltó una carcajada.
—Es para saltar a la dola. Pero si prefieres nos dirigimos al brigada —añadió.
—Oye, vosotros, ya vale, ¿no? —gruñó el guripa.
La escudilla de Monseñor estaba todavía vacía; tendió el brazo por encima de la marmita al mismo tiempo que preguntaba.
—Bueno, ¿qué?
El guripa pensaba en el brigada. A pesar de que no quería dar facilidades a los detenidos, temía las salidas de Borelli. No brillaba por su inteligencia, pero comprendía sin demasiada dificultad que tendría problemas. Así que mandaría al concesionario y, a la menor ocasión, pillaría a esa chusma de la 11-6.
—Se lo diré —dijo—. Si le veo, por supuesto.
Volvió a repetir «si le veo» e invitó a Monseñor a entrar en la celda, empujándole con la llave.
—Espero que le vea —contestó en voz baja Monseñor.
El carro se alejó hacia la 11-8. Manu y los demás se miraron. Esperaron a que el carro se alejara para hablar. Instintivamente, sin premeditación.
—Qué cabrón —dijo Willman.
—Así es la cárcel —puntualizó Roland—. Pero a partir de hoy tenemos que andarnos con cuidado. No podemos permitirnos el lujo de ir a la Audiencia por una tontería. Llamaríamos la atención y podrían trasladarnos. El que llegue nuevo puede cargarse todo.
—Lo mismo que con los trapicheos —dijo Monseñor—. Habrá que bajar la marcha. Vamos a avisar a la 8 y a la 4 de que no nos molesten, salvo en caso de urgencia. Vamos a decirles que hemos agotado las prórrogas del calabozo y que nos llevarían a la mínima. Que trapicheen en el paseo. Por la ventana es peligroso.
Cada uno tomaba la sopa sin pensarlo, rápidamente, como para terminar cuanto antes un trabajo molesto y poder debatir el gran proyecto a sus anchas.
—Para bien —dijo Roland—, el concesionario debería venir al principio de la tarde y hacer la entrega por la noche, y el registro pasar antes de mañana a mediodía. En ese caso, empezaríamos a cavar mañana por la tarde y, por la noche, estaría listo el acceso al sótano.
—¿Y el ruido? —preguntó Willman angustiado.
—No te preocupes —dijo Roland—. La celda está lejos de los puestos de guardia de los pasillos, y por la tarde, cuando se reparten los paquetes, hay mucho jaleo.
Siguieron los comentarios; sólo Cassid se mantenía aparte. Leía un libro al día de media, dormía y hablaba de mujeres a la mínima. A lo lejos, oyeron abrir y cerrar puertas en todos los pasillos, en todos los pisos. El vigilante de la tarde llegó a la hora del relevo, con la recogida y distribución del correo. Apodado Bouboule[10] por su físico regordete, hacía su trabajo con campechanería. Siempre gastaba alguna broma.
—Tiene gracia, incluso en las situaciones dramáticas —dijo Manu—. Una vez, en el módulo 12, un tío se colgó del reborde de la ventanilla. Muchas ganas de morir tenía que tener, desde luego. Ocurrió un domingo a la hora de las duchas. Se quedó alegando que estaba enfermo.
Bouboule estaba de servicio. No notó nada raro y lo dejó solo en la celda. El tío se llamaba Caron. ¿Lo conociste, Monseñor?
—Sí —contestó Monseñor—. Era cómplice de Zizi[11], el polaco. Tenía una perpetua.
—Exacto —continuó Manu—. Era de izquierdas, y un día me contó que después de haber luchado por la libertad toda su vida en las fábricas, prefería matarse que morirse de viejo en la Central. No tenía ninguna posibilidad de evadirse y estaba acusado de un asunto feo.
—Para colgarse de la ventanilla, de espaldas a la puerta, tenía ya que estar muerto en vida, asesinado a fuerza de razonar. Fue un suicidio premeditado. Tuvo que esperar tres semanas al turno de duchas. Fijaos en la altura del reborde; tuvo que colgarse sentado y mantener los brazos cruzados para no apoyar las manos en el suelo mientras se estrangulaba. A la vuelta de las duchas, Bouboule intentó abrir la puerta. El peso del cuerpo, con las piernas estiradas a ras del suelo y los talones haciendo cuña, atrancaba la puerta. Enseguida se arremolinó la gente.
—Yo estaba allí con Robert de Toulouse que vivía dos celdas más allá. Finalmente, Bouboule tiró de la puerta con fuerza, la cuerda se rompió y el cadáver cayó a los pies de Bouboule; oímos el choque de la cabeza contra el cemento. Se produjo un silencio denso. El Bouboule estaba paralizado. En veinte años de carrera, había visto de todo, pero no un fiambre colgado de una puerta.
«Fue él quien habló en primer lugar: “Pero hombre, hombre”, exclamó. “¡Qué cabrones, mira que hacerme esto a mí! ¡Pues vaya fin de trimestre! ¡Como si no pudiera haber esperado una semana más para hacer esta gilipollez!”. Esa fue la oración fúnebre del tal Caron. Bouboule llamó a los gerifaltes. “Que se las apañen”, decía. “Después de todo, para eso llevan los galones, ¿no?”. Y los tíos soltaron la carcajada delante del cadáver, tronchados de risa con los gestos del Bouboule. Esta noche, en la cena, si tiene tiempo, le voy a tirar de la lengua; le encanta contar esa historia».
Desde que se había planeado la evasión, Roland no atendía a las conversaciones, salvo las que tenían relación con la fuga. En ese momento, estaba mirando las dos barras de hierro entre las que se deslizaba la ventana.
—Necesitamos una ganzúa —dijo—. Esa barra nos viene que ni pintada. Sólo necesito un trozo de sierra para moldearla un poco.
Manu sabía dónde encontrar una sierra en el módulo, con la condición de devolverla en cuanto Willman recibiera las herramientas.
—Yo puedo encontrar una —dijo—. El tipo la guarda por si tiene que utilizarla; todavía le quedan tres o cuatro meses aquí. Tendremos tiempo de devolvérsela.
—¿Cuándo podemos disponer de ella? —preguntó Roland.
El mejor momento sería durante el registro —dijo Manu—. Monseñor les dará conversación en la celda y, mientras nosotros esperamos en el pasillo, no tendré dificultad en acercarme. Es la celda del final, al otro lado de la mesa, y Bouboule siempre está sentado allí. Es un gandul.
—Con el frío que hace es de temer que se mueva de un lado a otro —dijo Roland.
—Pues, en ese caso, que Wilman se ocupe de él; es un pico de oro.
—Háblale de mujeres —dijo Cassid—. No falla, y así te desahogas.
Willman alzó los hombros y adoptó un aire distante, un poco mundano, que transformaba, en un segundo, la celda en salón.
—Mis aventuras no le importan a nadie —dijo—. Y menos aún a un guripa. Los sentimientos los guarda cada uno en su corazón.
Geo sacudió las manos bajo la manta en un gesto infantil.
—¡Oh! Los sentimientos del corazón —bromeó—. ¡Qué romántico! Dime que te estás volviendo loco, que tu piel se desgañita al no poderse restregar contra la suya, y que tus manos han conservado cruelmente la forma de sus senos y la curva de su cuerpo. Entonces te creeré. Dime que confundes eso con el amor, pero no me hables de sacrificio ni de nobleza de corazón. Nos han arrancado la vida, Willman, estamos secuestrados. La privación de un cuerpo es tan violenta, tan antinatural, que me recuerda a una sílex abriendo en canal a un gusano. Los trozos se retuercen. Por la noche, cuando das vueltas y más vueltas en el jergón, cuando subes las rodillas al pecho e inmediatamente vuelves a bajar las piernas porque no encuentras la postura, cuando abres y cierras las manos en el vacío, estás como el gusano mutilado.
Borelli y los otros escuchaban sorprendidos la perorata de Geo. Sentían que su amigo se liberaba en cierto modo de su fardo, y su sufrimiento, confesado so capa de cinismo, les llegaba a lo más profundo de su ser, hasta el lugar del cuerpo donde el dolor de los golpes perdura: hasta los huesos. Después de un corto silencio, Geo volvió a hablar, ahora para sí mismo, con la mirada perdida en las baldosas del váter.
—El gusano torturado, que intenta recomponer los trozos, es más feliz que nosotros —murmuró—. Los trozos no piensan. No imaginan…
Monseñor observó el abatimiento de Willman. Consideraba que ese estado era a la vez bueno y malo. La pasión de Willman les sería útil, pero era débil. Si bien la tristeza que solía desprenderse de los discursos de Geo incitaba a Willman a salir de aquel cenagal, al mismo tiempo le destruía, sumiéndole en un estado de postración bajo mínimos.
Monseñor pensaba comentárselo a Geo. También se decía que, en cuanto se pusieran en marcha, la evasión los mantendría ocupados y cansados, hasta el punto de que el resto perdería importancia. Aceptaba un eventual fracaso, siempre y cuando se produjera por un acontecimiento inevitable, imprevisible. La Administración, con sus llaves, tapias, oficinas, torres de vigilancia, se situaba entre el prisionero y la esquina de la calle. Sería una proeza dar la vuelta a la esquina de la calle; los obstáculos reglamentarios ya eran suficientes como para encima añadir fricciones en la celda, errores de matiz que destruyen el equilibrio. Monseñor decidió esperar ante el temor de que la advertencia a Geo causara un efecto adverso. Era difícil no equivocarse en esas circunstancias. Sabía demasiado bien que el verdadero golpe viene de donde menos se espera.
Se oyó una puerta que se abría despacio.
—Escuchad —dijo Roland—. Creo que es el registro. Vamos a ver qué pasa en el pasillo.
Un zócalo enmohecido recorría irregularmente la pared como un mensaje en Morse. En un lugar preciso, retiró con una mano la madera y, con la otra, buscó el espejito de la celda: una riqueza por estar prohibido en alta vigilancia. Se agachó cerca del váter y rompió el espejo en las baldosas. Recogió el trozo más alargado y lo ató con un trozo de hilo al mango de un cepillo de dientes.
—Más tarde o más temprano había que llegar a esto —dijo—. Sin echar un vistazo al pasillo no se puede hacer nada.
La mirilla solía ir provista de un cristal; no quedaba ni uno sano en ninguna celda. La Administración, incapaz de sorprender a los culpables en el momento, y cansada de sustituir los cristales, pasaba del tema. Desde el exterior, una portezuela móvil cerraba el agujero. Pero desde el interior, la falta de cristal lo hacía accesible. Roland apoyó el extremo del mango del cepillo de dientes contra la portezuela y maniobró hasta que el mango encontró el camino libre.
—No están a la izquierda —dijo inmediatamente—. ¡Ah! Están enfrente, a la derecha…
—Entonces están registrando al azar —dijo Monseñor—. No es el orden habitual. En cuanto salgan, daremos uno o dos golpecitos en la puerta. Si no, dios sabe cuándo vendrán. Tenemos que quitárnoslos de en medio cuanto antes.
—Si están registrando tal como dices —replicó Willman—, pueden volver dentro de un rato y otra vez mañana.
—Poder pueden, pero sólo lo hacen con una orden especial —dijo Manu—. En principio, te apuntan en un cuaderno tras su paso. Así que tanto si han registrado de celda en celda o, al azar, de derecha a izquierda, es lo mismo. Lo principal es que han pasado; ya sabéis que no son muy trabajadores que digamos.
Monseñor había relevado a Roland en el puesto de vigilancia.
—Es la celda de Sadji —anunció—. Y él precisamente no les va a dar la tabarra.
Roland inspeccionó la celda y levantó los jergones.
—Si tenéis cualquier objeto sospechoso, que no sea vital, destruidlo —dijo—. No debemos correr ningún riesgo, por pequeño que sea, fuera de la evasión.
Manu tenía una navaja escondida dentro de un trozo de pan. La llevaba consigo desde hacía mucho tiempo. La navaja había resistido a los traslados, a los registros de entrada y salida de diferentes cárceles. Manu no pensaba en ella, hasta tal punto estaba acostumbrado. Sin saber por qué, la frase de Roland devolvió a la navaja su interés del principio, su precio emocional de cuando la utilizó por primera vez; echaba miradas inquietas hacia la puerta durante los registros, se reprimía para no mirar hacia el escondite.
Y además, con el tiempo, había manejado sierras, cuerdas, se había metido hasta el cuello en el peligro. Hoy, la navaja representaba un riesgo tan enorme que la sacó del trozo de pan duro y la tiró al váter. Ya se las apañaría para afilar el mango de la cuchara, como en los primeros días de su detención.
Había tirado la navaja y dentro de un momento caminaría veinte metros, diez para ir y diez para volver, con la mano crispada en una hoja de sierra (en un pasillo donde sólo tenía que quedarse de cara a la pared esperando el resultado del registro de la celda). Pensó en la paradoja, incorporándola como la consecuencia de un periodo extraordinario de su vida, una especie de pesadilla donde, en pleno París, se disponía a cavar un túnel para obtener la libertad. Cruzó la mirada con Roland; había revuelto en todas partes y se acercaba a Monseñor. En sus ojos podía leerse una determinación tranquila, una paz de empezar la lucha.
—Salen… —dijo Monseñor.
Casi inmediatamente se oyó el ruido de la llave. Monseñor recogió el cepillo de dientes al tiempo que cortaba el hilo que mantenía el trozo de espejo contra el mango. Luego retiró uno de los cartones de la ventana, y, sacando el brazo fuera, deslizó la lámina de espejo en una grieta de la madera.
—Vamos —dijo Borelli—, les llaman…
Y se colocó de pie, de espaldas, a aproximadamente un metro de la puerta. Roland le empujó contra la puerta varias veces. Desde el exterior, los choques repetidos daban la impresión de que se estaban pegando dentro de la celda. Abandonaron la estratagema al cabo de unos segundos; Manu se quedó contra la puerta, tapando la mirilla. No les oía caminar por el pasillo y se preguntaba si no se habían marchado del módulo, cuando percibió un ligero silbido de la contraventana de hierro al girar sobre su eje. Estaban detrás de la puerta y el que miraba, al no ver nada, introdujo la llave en la cerradura. Manu dio dos pasos rápidos y se sentó en un jergón frente a la puerta, que ahora se abría.
Con los guardapolvos azules, amplios, encima del uniforme, parecían tratantes de ganado.
—Hombre, el «recuento»[12] —dijo Monseñor—. Nada que declarar.
Uno de ellos era alto, fornido. Por las mechas rojizas que le sobresalían de la gorra, los pómulos coloradotes, enrojecidos, y una bonachonería más triste que un día sin pan, los detenidos le apodaban «La vaca roja». Él lo sabía, por supuesto. Los vigilantes enrollados, ante los que los prisioneros no se cortaban, conocían todos los apodos y se los decían a los interesados para tomarles el pelo.
Además, los que no les gustaban a los detenidos no tenían interés para sus compañeros; se chivaban a los mandos a la menor ocasión. La «vaca roja» hablaba poco. El que le acompañaba era inexpresivo, incoloro, ni carne ni pescado, como muchos.
—Hola —dijo, y añadió respondiendo a Monseñor—: Ya nos lo imaginábamos.
Pero nada en su actitud podía hacer suponer que su presencia en la 11-6 coincidía con los golpes anómalos en la puerta. Roland, Manu, Borelli, Cassid y Willman se presentaron a los guripas con los brazos en horizontal, en la posición obligatoria del detenido para cachearle. A continuación, salieron uno a uno al pasillo. Únicamente Monseñor, el más antiguo de la celda, se quedaba para dar eventuales explicaciones sobre cualquier anomalía. Era el responsable de la 11-6; una especie de rehén siempre culpable, como todos los rehenes en general. Se situó lo más cerca posible de la puerta para avisar a sus amigos en caso de necesidad. Poco margen tenía de maniobra; se limitaba a que Borelli ganara tres o cuatro segundos, en el caso de que los que registraban decidieran salir de improviso. Hablaba en voz bastante alta, con frases hechas: «Así que ya os vais», etc., para que se le oyera desde el otro lado de la puerta y pudieran actuar en consecuencia. Tan fiable era el sistema que Manu se sintió seguro cuando se alejó del grupito formado por Cassid, Willman y Roland.