17
Se enteró de que Willman les había traicionado. No fue a ver a la policía la noche anterior, sino al director. Ayer por la noche, ¡Dios, qué reciente estaba y ya inaccesible! Eso no cambiaba nada para Manu. Willman no era un traidor por definición. Había pasado por diferentes estados de ánimo, como todos los hombres que no tienen entidad. Era culpa del tiempo, de esas semanas tan largas, de Christiane.
Matar a Willman, como en las novelas policiacas. ¿Y luego qué? El sufrimiento no procedía de Willman, era de orden superior.
Amanezca o se ponga el sol, en los calabozos siempre es de noche. En vano había buscado una navaja, un trozo de hierro cuidadosamente trabajado por Francis que había pasado por alguno de esos calabozos. Francis había escondido la navaja debajo de la puerta, en una ranura entre el cemento y la junta de la puerta. Pero no había sido en el calabozo que ocupaba Manu. Quizá en el de al lado, en el de Geo.
Había desgarrado con los dientes un extremo del jergón que le tiraban cada noche y se tumbaba entre la paja para intentar dormir. Como los hombres de siglos pasados, dormía sobre la paja y pensaba en los animales del belén como en un tesoro incalculable. Ya no podía acceder a nada, pretender nada.
Monseñor había muerto de inanición en la celda de al lado; una sopa cada cuatro días es demasiado poco. Se había abierto la cabeza contra el suelo. Se lo habían llevado a Fresnes. Willman ya no estaba al lado. Sólo había permanecido allí dos días para dar el pego. La justicia tendría en cuenta su delación y quizá volvería con Christiane, recuperaría sus caricias, su afecto, pero con comodidad y no deprisa y corriendo, acosado. Sarquiet le había llamado por pura intuición. Y Willman se había echado en brazos del orden, de la tranquilidad, pues, en el fondo, cuanto más se acercaba al umbral de la vida violenta e insegura de un evadido, más aumentaba su malestar. «No habría dado el paso de vendernos por sí mismo», pensó Manu, pero las circunstancias habían confluido como un mecanismo de relojería. Apareció esa chica con la vigilante y un guardia golfo. Entonces Willman va y se equivoca de pasillo. Y Sarquiet pasaba por allí.
Al abrazar a Manu, Willman se había estremecido, circunstancia que le ayudó a convencerles de que no bajaran esa noche a acabar de serrar la verja. Sabía que les esperarían en el sótano vigilantes armados y no pudo soportar la idea de entregarles así, sin defensa contra los fusiles. Su delación le producía pavor. Trataba de minimizarla, pero las vidas caerían a pesar de todo. No había podido asimilar la libertad por la fuerza. El precio de cuatro vidas por salir de otro modo no era mucho. Sin duda pensaría en ello de vez en cuando, antes de dormir, cuando estuviera solo.
Pero, más tarde, la boca de Christiane terminaría borrando hasta el chascarrillo de Geo: «Mañana será otro día», detalle que obsesionaría a Willman durante mucho tiempo. Gracias a esos pequeños detalles, se quedan en la memoria los grandes trazos de una vida. No es obligatorio sentir remordimiento. Es el sufrimiento el que introduce el remordimiento. El sufrimiento es completo. Es una barrera, una especie de pared de algodón, pero de algodón transparente. El que sufre detrás de esa pared, mira sin ver, escucha sin oír.