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Durante el día, intentaban satisfacer al concesionario. Monseñor hacía la pelota al detenido contable, lo que les daba prioridad en caso de un apuro momentáneo. Las relaciones con las otras celdas se espaciaban. No tuvieron ninguna queja. Las noticias diarias no les llegaban, pues no ponían la oreja para cogerlas al vuelo. Seguían circulando por las ventanas, subiendo y bajando por las fachadas, en zigzag, como la gráfica de una temperatura inestable, sin provecho alguno para la 11-6. Celda muerta que recordaba las celdas cerradas por obras.

Esa noche tuvieron que oír un veredicto. El tipo volvía del Palacio llamando con el puño en cada celda del módulo. Vivía al final del pasillo.

—Cinco años con condicional —vociferaba en cada puerta.

La noticia llegó a la 11-6 en el momento en que retomaban la discusión del alba acerca del comportamiento de Geo.

—Lo conozco —dijo Monseñor—. Estranguló a su mujer.

—¿Por qué? —preguntó Manu.

—Porque no quería joder con él —respondió Monseñor—. Me lo contó todo. Se dejaba manosear, besar, pero no que se la metiera. «Pero si eres mi mujer —le gritaba—; me he casado contigo. ¿Sabes lo que significa?». Ella se echaba a llorar y ahí quedaba todo. Todas las noches se acostaba dócil, pero de joder, nanay.

—No lo entiendo —dijo Roland—; debería haber ido al médico, o hablar con la familia de su mujer, con su madre, no sé…, pero hacer algo.

—No se atrevía, tío —dijo Monseñor—. Le daba vergüenza. Orgullo de macho, no sé si me entiendes. Y, un buen día, la cogió por el cuello para que dejara de forcejear. Y se la benefició. Sólo que apretó demasiado y más tiempo del debido sin darse cuenta. Ya sabes lo que es un tío en esos casos, pierde la cabeza. Y llevaba mucho tiempo dándole vueltas.

—Apuesto a que se entregó —dijo Geo.

—Sí —dijo Monseñor—; llamó por teléfono y vinieron a buscarle.

—Lo que no perdonan es que uno quiera huir —dijo Geo—. El único reflejo válido en esos momentos te cuesta veinte años de cárcel. Confunden el desmoronamiento de un cerdo como ese con el remordimiento. Y ya estáis oyendo la vuelta de ese granuja: «Cinco años con condicional». Lo va pregonando. Va a poder volver a casarse, y si la mujer es demasiado dócil, le dirá con voz aguardentosa: «No te dejes, resiste, joder, te digo que resistas».

Willman no decía nada; pensaba en el sufrimiento del amor carnal insatisfecho, no compartido.

—Y para nosotros, la cárcel o la guillotina —seguía diciendo Geo—. En la misma sala de justicia, con los mismos. Únicamente hemos metido mano a su monedero. Ya puedes estrangular a tu mujer eructando, que no te pasará nada. Después de todo, una vez que ha pasado por el juzgado, por la iglesia, está marcada, lista para usar.

—¿Cuánto tiempo lleva en chirona? —preguntó Manu.

—Unos dieciocho meses —respondió Monseñor.

Manu tenía la mirada perdida.

—Qué poco valía, el cuerpecito blanco y delgado —dijo despacio.

Tumbado en su jergón, Roland gozaba de los últimos momentos de reposo antes de bajar al sótano.

—Son dignos de compasión —dijo—. Qué moneda tan falsa esa de medir vidas humanas con años de cárcel. ¿De qué referencia partir para ser justos? Es un cálculo imposible. Siempre va a parecer demasiado o insuficiente. Pero, después de todo, es su problema. El nuestro está abajo… —y señalaba la esquina de la celda donde les esperaba fielmente el agujero.

Willman temía las reacciones de Geo. Se había puesto contra él, le había acusado delante de todos. Pero Geo no parecía guardarle rencor. Estaba leyendo. Una hora después de la marcha de Roland y Manu, cerró el libro y pronunció la frase que Willman esperaba. Todo estaba en su sitio. Manu y Roland no habían estado muy locuaces hoy. Tenían que seguir buscando. Monseñor aprobaba que no dijeran nada. Sobre todo, después de la discusión de la mañana, que latía como una amenaza.

Manu y Roland habían seguido el mismo razonamiento, comentando el acontecimiento en el sótano de la última celda.

—Geo no ha debido de darse cuenta de lo del muñeco —decía Manu—. Pero lo ha dicho a propósito para machacar a Willman.

—Yo también lo creo —dijo Roland, y no volvieron a hablar del tema.

Roland recordó que Fargier había llegado al sótano agrandando la tubería de aire caliente de su celda. Desde ahí, había ido a parar al conducto general que distribuía el aire caliente por las celdas, a través de canalizaciones perpendiculares. Y ese conducto general le había llevado a una especie de subterráneo sin salida, sellado con cemento azul. Había intentado horadar el hormigón y tuvo que regresar ante la inutilidad del esfuerzo.

—Este camino lleva a la galería baja, a la antigua fundición, o algo por el estilo —dijo Roland—. Los pasillos están tapiados, discurren unos al lado de otros. En un momento dado, uno de ellos tiene que ir paralelo al colector de la ciudad. Eso es lo que creo. Los pasillos que ya conocemos, todo el sector iluminado cerca del pilar redondo bajo la rotonda, no nos llevan a ninguna parte. Vamos a dirigirnos a una antigua canalización de aire caliente y a seguirla.

No tardaron mucho. Les guiaba la situación de las celdas. Los conductos estaban construidos con ladrillo y circulaban por encima de ellos a la altura de los techos de las celdas. En algunos sitios, estaban rotos. Con unos golpes de barrena, practicaron una apertura y subieron a pulso. Caminaban lentamente, agachados, por un pasillo de la anchura de los hombros. Para descansar, se arrodillaban. Estaban en alto y debían tener cuidado de no caer por un agujero a los pasillos subterráneos. Girando dos veces a la izquierda, una vez a la derecha y otra vez a la izquierda, desembocaron en un túnel importante que recibía dos canalizaciones. Podían ahora estar de pie. El suelo bajaba prácticamente en picado. Avanzaban con la mecha en alto, agarrándose a salientes que parecían peldaños desgastados. Y apareció el pasillo muerto. La tubería medía un metro y medio de ancho por dos metros de altura; el techo era abovedado, como el de un colector. El suelo estaba seco. En el hormigón que cerraba el camino vieron señales de haber picado. Después de la cuesta, el firme se allanaba.

—Fargier llegó hasta aquí —dijo Manu.

—Debe de ser muy ancha la pared —dijo Roland—. Por lo menos dos metros. Vamos a rodearla. —Inspeccionaron la pared de la derecha—. La perforaremos —añadió Roland—, y haremos un túnel en curva que nos llevará al otro lado del tapón. —Se frotó las manos—. Bueno, hemos llegado al auténtico tajo.

Estaban bajo tierra y podían hablar sin cortapisas. Roland creía que el desnivel que acababa de franquear correspondía a la bajada de escalera de la superficie.

—Seguramente estamos bajo uno de los patios de la galería baja —decía.

El tiempo había sellado las piedras talladas. Les faltaban herramientas para introducirlas por las ranuras. Bajaron a buscarlas a los sótanos, en el montón de camas viejas que habían visto las otras noches. Cogieron largueros de todos los tamaños y los arrastraron hasta el tajo con enorme dificultad. Decidieron volver a la celda, pues tenían los músculos de las piernas entumecidos de caminar agachados y les dolían los riñones. Monseñor se sorprendió al ver que volvían tan pronto. Sólo eran las dos de la mañana.

—Hemos encontrado el tajo —anunció Roland.

No se desnudaron. Todos tenían la mente lúcida, incluso Geo, que se dio la vuelta para preguntar:

—¿Ya puedo bajar?

—Sí —dijo Roland—; voy a enseñar el camino a Monseñor y trabajaréis en pareja. Una pareja sólo podrá trabajar dos horas seguidas para rendir. En una noche cada pareja bajará dos veces. Esta noche voy a abrir el tajo con Monseñor. Mañana bajarás tú —dijo a Geo.

Manu se ató la cuerda al tobillo y ocupó el lugar de Monseñor.

Roland cogió una cuchara afilada, se la echó al bolsillo y desapareció por el agujero. Monseñor le siguió emocionado. Aunque había imaginado ese instante, todo le sorprendió. Seguía a Roland con la angustia de no reconocer el camino cuando tuviera que dirigir a Geo. Llegar al conducto de aire caliente era sencillo, pero dentro de los tabiques de ladrillo se perdía el sentido de la orientación.

—Te lo apuntarás en un papel —dijo Roland—. Dos veces a la izquierda, una a la derecha y otra vez a la izquierda.

Empezaron a escarbar en las juntas con el mango de la cuchara para encajar la barrena. Monseñor manejaba la cuchara y Roland serraba al bies los travesaños de los camastros. Eran conscientes de que el ruido quedaba con ellos, encerrado en el colector.

—Haremos más mechas. Traeremos una tabla y nos aprovisionaremos de las manzanas que venden en la cantina. Nos vamos a preparar como es debido —decía Roland.

La piedra era muy dura. Había que dar pequeños golpes con la barrena, sujetándola con los brazos estirados. Los músculos se resentían enseguida.

—En cuanto salga la primera losa, todo irá sobre ruedas —dijo Monseñor.

Sobre ruedas o no, la libertad dependía de ese túnel. Dejaron el tajo valorando el escaso resultado obtenido con tanto esfuerzo. Tenía la longitud de la losa del centro: unos veinte centímetros y no más de tres de profundidad.

«Necesitaríamos un martillo grande y un cortafrío», pensó Roland. Temía que se produjeran registros si echaban en falta esas herramientas. «Tardaremos más, pero prescindiremos de ellas», se decía de regreso a la celda.

Manu había tirado de la cuerda muchas veces sin pensar en la sensación que produciría en Monseñor. En cuanto Roland movió la cuerda, Manu sintió una descarga en la pierna. Tuvo que dominarse para no dar un salto; recordó que debía esperar que pasara la ronda. Subió la cuerda y esperó. Ahora comprendía mejor la tarea ingrata de los que se quedan. No disponen de nada para medir su preocupación, pues no existe nada al efecto.