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Recuerdo con bastante claridad la conversación que sostuve con Cecilia después de mi renuncia. El diálogo fue lánguido y extraviado, acribillado de silencios y sobrentendidos, y duró menos de lo que había previsto. La reproducción del cuadro de Hopper que yo había mirado hasta el cansancio los días en que me refugiaba en su habitación debido al miedo, la mesa de noche con aquella lámpara de madera y los libros de Blanca Varela que le gustaba leer, las ventanas que daban a Enrique Palacios y la propia mujer que me hablaba en medio de la estancia parecían pertenecer a la escena de una obra de teatro que había dejado de tener sentido.

–… ¿y cómo así llegaste a esa decisión? –le escuché a Cecilia en uno de los pocos momentos en que pude prestarle verdadera atención.

–No lo sé –le dije, y de pronto comprendí que las palabras que venían a mi boca referían algo más que la renuncia–; me di cuenta de pronto de que no quería seguir haciendo lo que estaba haciendo.

–Ya veo –me dijo, y se sumió en un silencio que yo tampoco me atreví a quebrar.

Nos quedamos callados así por bastante rato, y yo tuve tiempo para observar desde otra distancia sus cabellos recogidos y su nariz que latía intensamente y sus manos que constantemente cogían un collar de cuentas que siempre llevó desde que la conocí. Empezó a moverse incesantemente por la habitación acomodando cosas, y yo sentí de pronto que no podía decir absolutamente nada más, que agregar algo sería hacer añicos todas las cosas que estaban allí delante de mis ojos.

–Si eso es lo que quieres está bien, Gabriel –la escuché decir, ya desde la oscuridad–. Debes hacer lo que te provoca. Siempre. ¿Entiendes?

–Lo sé –le dije.

Y quise agregar algo más, pero tuve miedo de hacerlo, y sentí también ganas de besarla o abrazarla pero no tenía la voluntad. Me quedé en silencio mucho rato más. Luego me fui.

Al salir de la casa de Cecilia, cuando caminé hacia Comandante Espinar y seguí por la avenida Pardo rumbo al mar me di cuenta con mucho miedo de que en verdad lo que deseaba hacer todo el tiempo era terminar con ella, decirle que quería empezar todo desde cero, ecualizar de otra manera mi vida, ajustar los tonos graves y los agudos y buscar otro sonido para todas las cosas. Cambiar. Pero no tuve el valor.

Dejé de ir a La Industria los primeros días de noviembre y durante las primeras jornadas en mi departamento con todo el tiempo para mí solo no encontré jamás la disposición o el ímpetu necesario como para sentarme a escribir. Lo primero que me dije, o que pensé en esos momentos en que todo se reiniciaba, era que quizás necesitaba todavía procesar lo que había pasado, seguir pensando y asumiendo lentamente mi nueva situación, ir construyendo de a pocos un ambiente propicio y una rutina favorable. En esas primeras semanas, me dije, mi tarea iba a consistir en modificar mis hábitos vitales: debía dejar el cigarrillo, el alcohol y las salidas nocturnas y empezar a dormir a mis horas, comer sano, hacer algún deporte y dedicarme a leer todo lo que pudiera. De esa carta de intención cumplí con cierta facilidad el abandono de la vida nocturna, en parte porque dejé de ver a la gente de Semana, pero me costó horrores emprender las nuevas formas de acción que me había propuesto: me pasé cerca de un mes mirando programas inútiles en la televisión y caminando como un autómata por Miraflores con la idea de que debía ejercitarme a ver las cosas «con otros ojos». La mayor parte del tiempo me detenía solo en el aspecto de todas las mujeres que no se parecían a Cecilia y al llegar a casa me resultaba inevitable masturbarme pensando en ellas o en otras y quedarme dormido a horas impensables mientras trataba de avanzar la lectura de diferentes libros en los que me resultaba imposible concentrarme.

Un día, en una de aquellas absurdas caminatas, mientras recorría tiendas sin propósito alguno, vi una bicicleta. Era verde y tenía cambios y luces: era como una de las que siempre había querido tener de adolescente. Y me la compré. También, en un arrebato, adquirí ropa para correr: zapatillas especiales, camisetas con tecnología para canalizar la sudoración, shorts y tobilleras. Recuerdo la primera mañana de inicios de diciembre en que intenté trotar, con toda aquella ropa de deporte puesta, en la acera que atraviesa la puerta del club Terrazas. Hice el ridículo. Antes de llegar al Puente Villena, a solo cuatrocientos metros de donde había empezado, una burbuja de aire helado entre las costillas me obligó a parar y me hizo boquear como pez fuera del agua bajo la humedad de la mañana. Traté de respirar con calma mientras veía el mar pero igual sentía cómo el oxígeno entraba a metralla, y con dolor, en la piel de mis pulmones. Solo en el malestar de aquella mañana, doblado en dos o tres y jadeando como un insecto, caminando a duras penas de regreso a mi casa, me di cuenta del extremo al que había llegado a maltratar mi cuerpo.

Cambié el jogging por la bicicleta. La montaba continuamente en las tardes congestionadas de la ciudad y me sentía volar viendo los edificios del malecón de Miraflores desdibujados por la neblina que anunciaba el verano. Durante muchas de esas tardes o mañanas en que me asía al manubrio, sentía la fuerza recobrada de mis piernas y el aire reparador golpeándome el rostro, y dejaba que mi mente se desplazara a su antojo mientras yo me concentraba solo en pedalear. En ocasiones así sentía que la bicicleta me conducía a mí y me sorprendía en los sitios más inesperados. La tarde en que todo se resolvió con Cecilia fue así. Recuerdo aún las partículas diminutas de garúa en la piel, los pensamientos sueltos que iba enlazando y de pronto, tal como ocurre –ahora lo sé– cuando vamos a empezar un libro y un impulso del cuerpo, o de las tripas, o un nudo dentro de ti te empieza a guiar más allá de tu voluntad, sentí que la bicicleta corría sola hacia Pardo y trepaba la avenida y luego, bajo un estado casi sonámbulo, me vi llegar a la casa de Cecilia y tocar el timbre de su departamento. No la había visto hacía días y ella no me había llamado y de pronto sentía que ahora tenía algo importante que decirle y estaba seguro de qué.

–No quedamos en vernos hoy –me dijo por el intercomunicador.

–Sí, lo sé –me oí responderle–. Solo manejaba mi bicicleta y tuve ganas de verte.

–Ya voy para allá –me dijo.

No tuve plena conciencia del cambio que había ocurrido en Cecilia, pero sí me llamó la atención que no me invitase a pasar a su casa. Salió, nos saludamos con cierta distancia y hablamos poco mientras empezamos a caminar por su calle, ella a pie y yo apoyado en la bici. En cierto momento la percibí como un animal aprensivo, los ojos bajos y llenos de experiencias ingratas, y me di cuenta de que la quería muchísimo, más de lo que había imaginado, pero que ese amor no se traducía en deseos de contacto o permanencia.

–Tengo ganas de fumar –me dijo.

–Te acompaño a comprar –le respondí.

Fuimos a una tienda y Cecilia compró una cajetilla, prendió ávidamente un cigarrillo y caminó y en un momento se atrevió a mirarme con un gesto algo ansioso. Fue ahí que le hice saber que quería decirle algo y ella no esperó a que yo la sorprendiera. En todo acto de entrega a un victimario siempre buscaremos un resquicio de dignidad por el cual respirar después del golpe. Ella quiso encontrarlo mientras nos desplazábamos por la calle como dos amigos de colegio.

–Tú quieres terminar, Gabriel –dijo. Noté que en la certeza de su vaticinio había una pequeñísima victoria que la llenaba de rabia–. Has sido un cobarde todo este tiempo.

–No –le respondí entonces. Y torpemente no tuve más que decirle.

–No me acompañes a casa, por favor –dijo secamente, y arrojó el cigarrillo cerca de mí, como deseando de pronto que me incendiara–. No hace falta.

A la mañana siguiente, pese a la neblina, volví a salir a correr, y esta vez, con pausas todavía, logré completar la ruta de mi casa en Porta al último óvalo de Pardo a través de buena parte del malecón. Algo debió de ocurrir entonces dentro de mí. Algo se disparó y también se llenó de furia. Lo cierto es que no tuve voluntad de llamar a Cecilia nunca más, ni siquiera para explicarle los motivos de mi decisión o para disculparme. Y de pronto, sin haberlo planeado, me encontré corriendo todas las mañanas y muchas veces en las mañanas y en las tardes, y a veces hasta tres veces al día. Cada vez que sentía un desajuste dentro de mí, una zona vacía, como un corredor de aire en mi cuerpo, inmediatamente me ponía las zapatillas y salía a correr a la hora que fuera. Un par de veces lo hice de madrugada, lo que me brindaba la experiencia de un corredor de fondo dentro de una ciudad fantasmal o de un sueño, y cuando corría y ponía la mente en blanco, y sentía mi corazón cada vez más fuerte rebotando contra los huesos de mi pecho, y sentía el impulso de mis saltos sobre la pista y la tonificación de mis músculos, era perfectamente consciente de mi sudor y el fuelle de mi respiración y eso me confirmaba que era yo quien corría y no una máquina; era yo quien corría perfectamente vivo contra una ciudad entera que dormía, quizás muerta, y muchas veces sentía que sudaba también con los ojos, porque en verdad durante muchas de esas maratones que yo solo me tomaba por Miraflores, y luego también por San Isidro, mis lágrimas salían con la naturalidad del sudor, y en ese llanto confundido con la transpiración no había quejas ni pena, ni siquiera un sentimiento de tristeza o algo parecido; solo una emanación maquinal que era mi cuerpo emancipado contra el frío, tratando de construir desde sus zancadas en la acera una nueva manera de atravesar la ciudad.

Estaba convencido de que correr me ayudaría a escribir. Correr haría circular mi sangre y me ayudaría a despejar lo suficiente mi cabeza. Algunos días, mientras corría, empezaba a imaginar qué historia debía encarar, cómo podría contarla y me arengaba suponiendo que ese era el día, pero al llegar a casa, y tras la ducha, me sentía tan agotado que dormía toda la mañana y ya en la tarde sentía que no estaba «en mis horas de escritura» y empezaba a frustrarme y me culpaba. Siguiendo esa dinámica me acostumbré a correr, y llegué a dejar los cigarrillos, pero no escribí absolutamente nada.

Al cabo de unas semanas así, por recomendación de mis amigos, me matriculé en clases de inglés de siete a nueve de la mañana en el Icpna de Miraflores con la finalidad de ajustar mi reloj biológico y generarme una rutina. Iba al instituto en bicicleta, aprovechaba mis dos horas de lecciones entre señores y secretarias que entrarían luego a sus oficinas de la avenida Arequipa, y regresaba manejando por el malecón, escuchando música en el walkman y cantándola, oliendo la brisa del mar, repitiéndome una y otra vez que mi decisión era acertada. Nada, en verdad, tenía el nivel de plenitud de la libertad ni se le parecía y yo empezaba a disfrutarla a fondo durante aquellos meses por primera vez en mi vida. Las cosas estaban realmente a punto de ser perfectas; solo debía completar todo sentándome a escribir aquello que me tocaba escribir. Habían pasado ya casi dos meses desde que había dejado mi trabajo y nunca había estado realmente colocado frente a mi computadora. De manera que un día de esos, luego de correr, me obligué a prenderla. Entonces fue que el drama, o la comedia, o más bien la tragicomedia de mi vida, realmente empezó.

Encendía la máquina religiosamente y me sentaba frente a su pantalla, pero la verdad es que hacía cualquier cosa menos escribir: miraba el documento abierto como un autista, pensaba en cosas absurdas, esperaba el mínimo estímulo para encontrar una excusa y abandonar la silla y así alejarme de la comprobación diaria de mi ineptitud. Supongo que esperaba demasiado de mí, y que ahí radicaba la base de todo el problema, pero por esos días no tenía la menor capacidad de darme cuenta. Cuando abría el archivo de Word empezaba a sentir una incomodidad en mi cuerpo, un cierto entumecimiento en los hombros, y aunque no era consiente de ello y desde esa rigidez intentaba unir frases que describieran acciones a las que sin embargo no les encontraba el menor sentido, terminaba pasándome la lengua por los labios y sintiendo la necesidad de hacer algo físico y lejos de ahí, ya fuera ir al baño, prepararme un sánguche o salir a comprarme una gaseosa o prepararme un café. Muchas veces, entornillado a la máquina durante horas, no podía resistir la tentación de jugar solitario –me decía que era una manera de esperar a que el motor creativo se encendiera– y después, cuando mis reservas declinaban por completo, abría páginas pornográficas por internet que me hacían perder la cabeza y me terminaban llevando a la cama, acalorado, y me obligaban a masturbarme como un demente y a dormir como un león enjaulado por el resto del día. Ese era uno de los costos de la libertad. Y yo no lo había previsto. Muchas veces, en el sopor de ese limbo al que me conducían las poluciones de la mañana y de la tarde, y que terminaban mareándome de placer y de culpa, me decía que era un idiota. Era tan solo para eso, para estar atado a esa nueva forma de pulsión, que había renunciado a mi trabajo.

Un día en el que salí a manejar bicicleta tras una jornada de evasión y de pánico ante la página en blanco, me quedé observando desde el acantilado a un grupo de tablistas que, desde muy temprano, allá abajo, se habían internado en las olas que reventaban a un lado del muelle de la Rosa Náutica. Los observé durante mucho tiempo y me convencí de que solo empezaría a escribir algo si es que permanecía sentado en mi máquina del mismo modo en que ellos estaban a todas horas metidos en el mar esperando pacientemente la llegada de las olas. El escritor de verdad –así lo pensé– debía estar haciendo eso siempre, atravesar esa parte trabajosa que para el tablista era salir al frío de la playa de mañana, preparar su tabla y su ropa, calentar y meterse al mar aun cuando las olas se vieran pésimas y lo más probable es que saliera decepcionado de ellas. ¿Tendría recompensa estar braceando obstinadamente en el agua? La tendría cuando viniera la ola perfecta y uno no estuviera en otro lugar que frente a ella, dentro del mar, y supiera tomarla en el tiempo correcto para después mantenerse encima de la tabla. Los libros que a mí me encantaban habrían sido escritos por hombres así, que habían permanecido sentados ante una máquina de escribir o frente al papel a la espera paciente de la ola interior aun cuando no ocurriera nada. Escribir era eso. No era posible hacerlo parado como yo desde la orilla, viendo con lástima cómo la ola perfecta se formaba sola, a lo lejos, dentro del mar, sin nadie que la aprovechara.