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Cuando ese periodo de supuestas «vacaciones» llegó a su fin y en el mes de abril regresé a clases para cursar la segunda mitad de mi carrera universitaria, la Universidad de Lima me pareció el patio de recreo de un grupo de mocosos que apenas conocían algo del mundo real. Los reconocí a todos allí; llevaban sus sandalias y sus shorts, lentes oscuros sobre las narices con crema, polos precisos sobre las pieles bronceadas por el sol del verano, y recuerdo que los miré con rencor: sin duda seguían ocupando ese lugar que yo había percibido –y sin duda aún percibía– superior al mío: todos habían pasado sus vacaciones en el norte del país o en sus casas de playa del sur de Lima; algunos habían viajado a Europa o a los Estados Unidos, habían vivido aventuras románticas y noches de juerga con las que yo ni siquiera podía soñar; y sin embargo esta vez sabía, o pensaba así como una manera de defensa, que ninguno de ellos había vivido un verano tan intenso, arriesgado y lleno de conocimiento y aventuras como el que yo había experimentado en aquella redacción del centro de Lima al lado de gente tan disímil y disparatada como Carranza, De Rivera o Vegas. Por vez primera sentía que tenía algo de lo que ellos carecían; algo con que defenderme del mundo al que estaba obligado a regresar.
Me había retirado de Proceso después de publicar dos o tres artículos más con mi firma y el último día, tras la despedida de mis compañeros de sección, Francisco de Rivera me informó que todos, incluido el director, estaban muy contentos con mi trabajo y que para el siguiente verano se me asignaría un sueldo. Nunca más, lo supe desde entonces, volvería a trabajar en aquellos empleos que me habían llenado de vergüenza secreta cada vez que ingresaba al campus de mi universidad por la puerta de la avenida Olguín con el deseo de borrarlos de mi mente para que no se me notaran en el rostro. Ese año mi regreso a la universidad fue completamente distinto. Allí estaba el pasadizo de la entrada estrecha y los pabellones de lunas polarizadas y de cinco pisos en los que cursé los Estudios Generales, las rampas y los amplios jardines que se abrían por todos lados y ofrecían bancas de madera y piletas, el circuito que guiaba a las dos escaleras del pabellón de Comunicaciones, las aulas amplias y ventiladas de asientos individuales y pizarras impecables que daban a la vista de parques y cafeterías espléndidos y más allá a los estacionamientos que contenían los automóviles de la mayoría de los alumnos que estudiaban conmigo. Y allí estaban también los compañeros que compartían mis clases y que escogerían en séptimo ciclo la especialidad a la que finalmente se dedicarían –diseño, cine, periodismo, televisión– y que me saludaban con una cortesía que yo asumía fría y distante. Pero de pronto sentía que las cosas tenían una dimensión menos amenazante y que algo había cambiado, y me daba cuenta de que era yo. De que yo había cambiado.
La primera vez que había entrado al campus de la Universidad de Lima había sentido que era una especie de ser invertebrado en medio de una estampida de bisontes. Durante esos primeros días en los que no conocía a nadie y en los que me costaba sentirme algo semejante a los demás alumnos empecé a odiar con todas mis fuerzas a mi tío Emilio. De pronto la ropa que llevaba tenía un sentido específico y poco grato para mí, lo mismo que mi acento, que era distinto al de los chicos que llevaban clases conmigo y que apenas me miraban. Provenía de un barrio que nadie reconocía y de un colegio del que nadie tenía la menor noticia.
Muchas veces durante esos primeros semestres de clases me pregunté si el tío Emilio hubiera tenido las mismas agallas y el mismo coraje para alentarme a postular a la de Lima si yo hubiera sido realmente su hijo, si hubiera sopesado el dolor real que me podía generar el contraste entre mi vida anterior y las condiciones que me imponía la universidad. Cuando logré obtener la beca más allá del préstamo universitario desaparecieron de mí esos reclamos internos contra él por haberme mandado a donde me mandó, y entonces la carrera por mantenerme estudiando en ese lugar, con la fe puesta en que esos estudios me sacarían de la situación de precariedad en que me hallaba, empezó a depender solo de mí y de nadie más. Entonces fue que me empecé a fanatizar.
Yo había estudiado una secundaria algo borrosa en un colegio estatal del barrio de mis tíos, en la urbanización Los Robles, en Santa Anita. Se llamaba Manuel Encinas, y era la típica escuela estatal de baños estropeados y salones de ventanas horadadas y golpeadas por el frío en que nos acomodábamos como podíamos cerca de cuarenta y cinco chicos en carpetas de dos alumnos. Una vez que terminé de estudiar ahí empecé a prepararme para la Universidad de San Marcos porque era la mejor institución pública en la que alguien con mis condiciones económicas podía estudiar. Lo que mi madre logró mandar alguna vez desde el interior me permitió prepararme en una vieja academia del centro de Lima en la que, bajo un calor infernal, nos apretábamos agónicamente cerca de ochenta adolescentes de colegios nacionales sin ninguna noción de lo que haríamos en la vida.
Postulé a la carrera de Historia sin saber muy bien por qué, guiado por la intuición de que había sido el curso que más había disfrutado en el colegio. A diferencia de los otros sitios en los que recalé cuando explotaron los problemas entre mis padres y ambos desaparecieron de mi vida, la casa del tío Emilio poseía una biblioteca en la que se habían acumulado muchos libros de historia que compraba de segunda mano y algunas enciclopedias y diccionarios. Durante muchos de esos días empecé a encontrar un lugar algo más cómodo en los libros de biografías históricas que mi tío cuidaba celosamente pero que desde los primeros días en que llegué a su casa me invitó a leer. Quizás él nunca lo supo pero los devoré todos, sobre todo en las tardes mediocres después del colegio y en los descansos que tenía al final de los trabajos que encontraba en la calle en los meses de verano y con los que intentaba justificar mi permanencia entre ellos (mi madre me lo había dicho muchas veces: sé agradecido, gánate un lugar allí, no seas como tu padre). Cuando acabé de leerlos pasé a los tomos más voluminosos forrados de cuerina azul que trataban la Segunda Guerra Mundial, un tema que me apasionó a mí tanto como a mi tío. De esas experiencias saqué la conclusión de que quizás a eso me podría dedicar. Y cuando ingresé a la universidad en el primer lugar de mi carrera –Historia– sentí que podría encaminarme a un futuro relativamente seguro como profesor universitario o de colegio, aunque la idea no me terminaba de convencer del todo.
Era 1992. Yo tenía diecisiete años y una curiosidad reciente por conocer el mundo, por saber al fin qué había en la ciudad más allá de Santa Anita. La Lima que se abrió ante mí fue una ciudad tugurizada a punto de caer al asedio de los grupos subversivos de extrema izquierda; un inmenso y desordenado conjunto urbano que casi por casualidad era la capital de un país prácticamente ingobernable. Apenas llegué al campus de mi flamante universidad sentí una sensación de frío en el espinazo. Distribuidas en una serie de tristes edificios que representaban las carreras a las que habíamos ingresado, separadas por campos de tierra apenas puntuados por hierbajos, las paredes de la ciudad universitaria, que era como la llamaban, lucían todas inscripciones violentas en las que un pulso agresivo llamaba a todos a emprender la lucha popular y la guerra de guerrillas contra el Estado peruano. En los patios una serie de periódicos murales lanzaban consignas con palabras mayúsculas, signos de exclamación e imágenes de hoces y martillos del partido comunista. Cuando llegué al auditorio en que nos darían la charla de bienvenida vi a algunos estudiantes que también habían llegado solos, con rostros contrariados, y todos, desde diferentes puntos de la rampa que daba acceso al aula magna, miramos con melancolía, a lo lejos, los edificios lacerados de pintas, las ventanas rotas por los enfrentamientos entre policías y estudiantes y los espacios desnudos en donde supuestamente debían estar ubicados los jardines. Una vez abierta la sala de conferencias e instalados en ella, antes de la charla que nos ofrecería un eminente arqueólogo, un grupo de encapuchados ingresó al aula y empezó a escribir en la pizarra consignas en apoyo de la guerra popular y de la lucha que se libraba en las afueras de Lima mientras otro grupo repartía volantes para inscribirse en la Juventud Sanmarquina y soltaba arengas. Después se fueron como llegaron, y cuando el profesor apareció, empezó su aburrida alocución completamente indiferente a las pintas garabateadas a sus espaldas.
Fue unos días después de que contara el episodio en la cena familiar que tío Emilio llegó con un plan a todas luces delirante; un plan al que tía Laura se opuso desde el inicio. Un día había estado hablando con el hijo del administrador del restaurante en que trabajaba, un chico que estudiaba Derecho en la Universidad de Lima, y al comentarle el caso de su sobrino el muchacho le había informado del sistema de préstamo estudiantil que existía en la universidad: esta podía cubrir el importe parcial o total de los estudios de un alumno a condición de que este los pagara cuando fuera profesional. La verdad, decía el tío Emilio, no existía una gran diferencia de aptitudes entre ese chico y yo, y tampoco entre yo y los hijos de los clientes a los que él solía atender. El tío Emilio se daba cuenta, y más desde que ingresé a San Marcos en el primer lugar, de que yo podría lidiar en esa batalla. Igual, ¿qué podría perder? A lo mejor ni siquiera ingresaba. Y si lo hacía, podría retener la matrícula en San Marcos y volver a ella cuando las cosas se tranquilizaran allí. Él pagaría el proceso de admisión. Él tenía un pálpito y creía en mí.
–Al menos te darás el gusto de haber estudiado en ese lugar –dijo mi tío, mirándome con un gesto cómplice.
Una tarde tío Emilio me trajo el prospecto de la universidad y al ver las fotos de las instalaciones y el programa de las profesiones me terminé de animar por postular a la carrera de Comunicaciones. A mi tío la idea le encantó. Me preparé en casa solo, como si fuera a rendir un examen para San Marcos, y en el mes de agosto ingresé a la universidad entre los últimos diez puestos. Cuando entré por primera vez en ese campus y empecé a recibir en él mis clases, me costaba por completo asumir que era la misma persona de hacía unos meses. En una de las charlas a los nuevos estudiantes, el encargado de la seguridad de la universidad nos explicó los planes para evacuar el campus en caso de que los grupos senderistas realizaran una acción militar para tomarla. «Ustedes saben –nos dijo–, en las aulas de nuestra universidad estudian los hijos de los políticos y empresarios más importantes del país», y todos rieron nerviosamente. Estábamos a un mes de la captura del líder senderista Abimael Guzmán Reynoso pero entonces nadie lo sospechaba.
Fue durante las semanas siguientes a esos primeros días de total irrealidad, cuando ya había asumido mi ausencia total de mecanismos para tratar con esos chicos de mi edad que provenían de los colegios privados más costosos del país y cuando a la vez descubría que nada o casi nada me separaba de ellos al momento de recibir las clases y participar en ellas, que empecé a pensar en las intenciones reales de mi tío Emilio. Algo en mí le daba la razón. Algo en mí sentía que me había mandado a un sitio que él mismo desconocía pero que sabía –tanto como yo ahora– que era lo que más me convenía para dejar de ser quien era. Entonces todo se redujo a una labor de supervivencia. En cierto punto, mi vida pasó a ser la negación de cualquier contacto con los estudiantes que me rodeaban –y que empecé a percibir como mi competencia directa en la obtención de beneficios académicos– y también un ejercicio de indesmayable concentración, diría obsesiva y casi enfermiza, en los estudios y las calificaciones bajo el objetivo único de ganarme una beca total que me librara del préstamo universitario. Había sido categorizado en la escala E, que correspondía a los pocos estudiantes que proveníamos de colegios estatales, lo que suponía una deuda abultada, pero aún razonable. Aquel primer semestre obtuve el puesto seis de todo Estudios Generales y por ello conseguí una media beca automática. Al semestre siguiente, tras un esfuerzo descomunal al que me iría sometiendo en todos los ciclos de mi carrera universitaria como si se tratara de un dolor habitual y necesario, obtuve el segundo puesto y la beca completa. Desde entonces debería mantenerme siempre entre los primeros cinco lugares de mi facultad. En los veranos trabajaría para vestirme y para ayudarme con mis pasajes y mis gastos mientras llevaba la cuenta del dinero que le iba debiendo a mi tío Emilio para devolvérselo algún día como algún día devolvería el dinero del ciclo y medio que había estudiado en la universidad sin la beca completa. Aquella dinámica de estudios y trabajo se mantendría hasta el final de la carrera, pensé yo, sin sospechar que todo se transformaría a partir de la noche aquella en que mi tío Emilio llegó a casa a contarnos a mi tía Laura y a mí que había hablado con Francisco de Rivera para que yo entrara a trabajar en Proceso.
Escribo sobre esos primeros años en la universidad y me doy cuenta de que fue en ellos también cuando por primera vez empecé a leer literatura. No sé bien por qué comencé a hacerlo. En cierto momento, quizás, pensé que me ayudaría a suplir las desventajas de lenguaje que notaba ante algunos profesores y ciertos alumnos de la universidad, pero ahora creo que en el fondo lo hice por una irremediable sensación de soledad y cierto desasosiego. En casa le contaba ciertas cosas a mi tío Emilio, solo para satisfacer su enorme curiosidad por ese tipo de universidad, pero muchas me las guardaba para mí solo y no se las contaba a nadie. Me empecé a sentir cada vez más lejos de él y de todo aquello a lo que había estado acostumbrado hasta entonces. Me sentía realmente perdido. Desorganizado, habitado por fuerzas contradictorias que empujaban dentro de mí a la vez y me sometían a cambios de humor constantes e inmanejables. El colegio y la academia me parecían segmentos de una vida pasada a la que de algún modo había dejado de pertenecer, y a la vez no me sentía parte de la universidad en la que estudiaba. Empecé a leer ciertas novelas a escondidas, entre las clases, y en verano, cuando ya no tenía crédito en la biblioteca, compraba libros usados de novelas clásicas del siglo XIX a precios de nada. En algunas de esas historias encontré personajes humildes pero inmensamente ambiciosos que lograban ingresar y apoderarse de los salones más respetables de París o Milán y que pensaban todo el tiempo en ellos y en sus circunstancias del mismo modo en que yo había empezado a pensar infatigablemente en las mías. Pensaba muchas veces en ellos cuando me sentía desolado entre clases, cuando me ganaban las ganas de llorar en la biblioteca, cuando quería salir huyendo del comedor y me sentía completamente lleno de rabia y de impotencia, aunque no podía dirigirla a nadie en particular.
Fue en el tercer semestre de la universidad, cuando ya había ingresado a la facultad de Ciencias de la Comunicación y empezaba a llevar cursos relacionados con artes y humanidades, que vi por primera vez al poeta Santiago Montero. No hubo una primera impresión. Si algo me había gustado de Comunicaciones era que muchos de sus alumnos eran los más excéntricos del campus, y entre ellos –futuros animadores de televisión, cineastas, escritores, fotógrafos, videastas, músicos– el aspecto de Montero, y también el mío, pasaban algo más desapercibidos. La primera imagen que me viene de él es la de un muchacho demasiado flaco y de piel traslúcida sentado al final de una clase con las piernas dobladas de un modo casi imposible –los jeans raídos y las zapatillas Converse–, atento a las diapositivas de pinturas y esculturas que se lanzaban contra la pared. Quizás eso fue. En aquel curso de Historia del Arte éramos nosotros dos los únicos alumnos que no bostezaban durante las clases, y quizás esa atención nos vinculó. Algunas veces, recuerdo, intercambiamos impresiones acoderados en la escalera de la facultad, probablemente alguna anécdota de la vida de un pintor o un detalle de un cuadro, y después de algunos segundos Montero desaparecía. En esas conversaciones fugaces a lo largo de tres semestres me enteré de que llevaba solo algunas clases en la universidad porque a la vez trataba de completar la carrera de Literatura en la Universidad de San Marcos, a la que yo ya había renunciado definitivamente. Había estudiado Derecho durante un par de años en la de Lima, pero se había dado cuenta de que esa profesión no era para él. Entonces se había trasladado a Comunicaciones.
Cuando lo vi ese semestre de 1995 en los pasillos de la universidad tuve inmediatos deseos de conversar con él porque para ese momento yo ya sabía que Montero escribía. El ciclo anterior había ganado unos juegos florales de la facultad organizados por los propios alumnos gracias a un conjunto de poemas que habían sido publicados en el periódico mural de la facultad e impresos en unos volantes que se habían repartido entre los alumnos durante la semana de Comunicaciones y de los que casi todos nos habíamos olvidado. Recuerdo que la primera vez que hablamos ese semestre lo hicimos más allá de la escalera de la facultad, en parte porque yo tenía una seguridad nueva, o un nuevo aire, y por ello lo abordé con una naturalidad que a él y a mí nos resultó algo extraña y acaso divertida. Me contó que había dejado San Marcos porque le resultaba endiablado manejar la distancia física entre ambas universidades –una en Monterrico y la otra casi en el Callao– y sobre todo la «diferencia», y recuerdo que le dije que entendía perfectamente a qué se refería. Le conté algo de mi verano en Proceso, pero posiblemente no demasiado. En cierto momento, luego de comprobar que no llevaríamos ningún curso juntos ese semestre y de hacer algunos comentarios bastante cómicos sobre los profesores que nos caían bien y sobre la gente de la facultad de la que ni él ni yo éramos amigos, me dio la impresión de que ambos reafirmamos que por alguna razón estábamos solos en ese lugar. Una tarde nos encontramos cerca del quiosco que da a Comunicaciones y nos quedamos un rato tomando un café y Montero me invitó un pucho. Hablábamos de las clases que llevábamos e hicimos comentarios sueltos sobre la novela que yo tenía entre mis libros académicos y también sobre el grueso libro de poesía que él cargaba junto a su walkman. Fue entonces que yo, ingenuamente, le hice una pregunta a bocajarro que lo intimidó tanto como si hubiera pronunciado el nombre de una plaga o un mal incurable:
–Tú eres poeta, ¿verdad? –recuerdo que le dije; al ver la expresión de su rostro me arrepentí inmediatamente de haberlo hecho: Montero había retrocedido como si esquivara un golpe involuntario.
–Todos somos poetas hasta que se pruebe lo contrario –fue lo que respondió.
No recuerdo ahora qué le pregunté después, pero estoy seguro de que me sentí torpe e intenté esquivar esa frase tan extraña de Montero. Seguramente le pregunté si había otros poetas en la universidad porque recuerdo que en un momento Montero me dijo que poetas había «hasta debajo de las piedras».
–En Lima los poetas aparecen por generación espontánea –me dijo.
Sé claramente que la idea de que hubiera tanta gente que escribiera me impresionó mucho y todavía más el acto de prestidigitación involuntaria que, acto seguido, Montero realizó para mí. En un momento le dio una calada a su cigarrillo, miró alrededor y me señaló a un chico que se aproximaba al lugar en que estábamos. Nada en él llamaba la atención a la distancia, salvo el modo envarado en que caminaba; de cerca sus señas perfilaban al típico estudiante genio en matemáticas o química evitado por todos: el pelo tristemente alisado, los lentes de carey negros que casi se engullían sus ojos, la camisa de manga larga metida dentro del pantalón con absoluta severidad. Él, por ejemplo, me dijo Montero, era poeta. Le hice un gesto de que no podía creerlo y me dijo que así era, y se llamaba Rafael Callirgos. Como él había decenas, centenares de poetas, o de aspirantes a poetas, ocultos en los pasillos y salones de la universidad. Recuerdo que le pedí un pucho. Yo me había imaginado a los poetas de una cierta manera: medio desgarbados, volátiles o lánguidos, como lucía el propio Santiago Montero, o bien extremadamente graves y dramáticos, con el rostro severo y la cabeza grande, a lo César Vallejo, pero nunca un chico imberbe con pinta de estudiante nerd primero en la clase de Termodinámica. Se lo dije a Montero.
–Espérate a que veas a Cara de Poeta –fue lo que me dijo–. Un amigo al que la vocación le llegó un día en que se miró la cara en el espejo: se dio cuenta de que con el aspecto que tenía solamente le quedaba ser poeta.
Callirgos cruzó a nuestro lado y saludó a Montero en silencio levantando velozmente las manos y luego ocultándolas. Montero apenas enarcó las cejas.
–¿Lo conoces? –le dije.
–Del taller de Ignacio Parra –me respondió.
–¿Hay un taller de poesía en la Universidad de Lima? –me escuché decir entonces–. ¿Has ido?
No existía sitio cultural o educativo en Lima en el que no existiera un taller de poesía, me dijo Montero. En la universidad había abierto hacía años, solo que era casi clandestino y tenía difusión nula debido a que su moderador era demasiado delirante. Montero había participado unos meses, me dijo, pero luego se había dado cuenta de que era mejor dedicarse a aprender la poesía leyéndola o a través de ciertas conversaciones con las personas que sabían. Él a veces hablaba con Mateo Ramírez Ganoza, un poeta ya mayor que estaba por culminar la carrera y que había publicado un libro. Claro, si es que Ramírez Ganoza tenía tiempo para él.
No se me hubiese pasado por la cabeza pedirle que me presentara al poeta Ramírez Ganoza así que le dije a Montero que me hubiera gustado mucho ir al taller de poesía para conocer a la gente que se dedicaba a escribir. No sé si fueron las palabras que empleé o los gestos con los que acompañé mis propósitos los que hicieron que Santiago Montero sonriera y acaso concibiera un plan que a mí me quitaría el sueño durante los siguientes días. Lo cierto es que le dio una calada a su cigarrillo y me preguntó si tenía algo que hacer el miércoles de la semana siguiente a las seis de la tarde. Le dije que no y luego le pregunté por qué.
–A esa hora sesiona el taller de Parra –fue lo que añadió.