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A la semana siguiente, cuando le llevé mis textos a Silvio, y sabía que el núcleo de la información abría todas y cada una de mis pastillas, estaba seguro de que había mejorado. Colocar la pepa en el arranque me había ahorrado las dudas y me había servido para organizar la información mejor y ajustarla de un modo más eficaz dentro del párrafo, todo en función de ese punto de apoyo fundamental. Silvio abrió el documento y una vez más lo vio delante de mí. Esta vez sí empezó a intervenirlo a la vez que le daba bocanadas a su cigarrillo.
–No uses punto y coma, ¿está bien? –me dijo, sin dejar de mirar la máquina–; en «mares» eso no sirve. Solo puntos seguidos.
Asentí.
–Usa puntos para separar ideas. Si tienes ideas, estas se separan por puntos. Una idea, un punto. Los textos, todos los textos, son cadenas de ideas. Por eso están separados por puntos. Tienes las ideas. Debes separarlas por puntos. Siempre.
Continuó leyendo.
–No adjetives; eso es de señoritas relamidas y de poetas. Sin adjetivos. Con ellos perdemos seriedad.
Le dio una calada al pucho.
–Si tienes ideas sólidas, tus textos serán breves. Textos larguísimos casi siempre denotan falta de ideas. –Y aporreaba el teclado.
La semana siguiente me pasé revisando los «mares adentro» como si fueran fórmulas matemáticas, los escribí en la máquina del gordo Vegas con rabia y sed. Carranza miró con atención el texto y empezó a corregirlo. Cada sonido de las teclas en la máquina me causaba un dolor casi físico, pero difícil de localizar. Definitivamente habían sido muchos menos que la vez anterior. Tras exhalar un suspiro y darle una pitada a su cigarrillo, Silvio me miró con un gesto que aún hoy no termino de olvidar.
–En líneas generales está bastante bien –me dijo–. Parece que has dejado de ser un bárbaro.
Aquella fue la primera noche en la que salí realmente contento de Proceso. El miércoles y el jueves no quería estar en casa de mis tíos, salvo cuando les podía contar de Silvio, de Najarro, de Vegas; moría por llegar a la redacción y escribir de un modo tal que obligara a Silvio a no corregirme nada. El día viernes, ya apoyado en mi escritorio –ahora sí sentía que lo era, no me cabía duda de eso–, pude leer una y otra vez mis «mares» publicados en las páginas de la revista de una manera bastante aproximada a como yo los había escrito. Ese día, después de la reunión, Silvio me dijo que ahora que redactaba «mínimamente bien» debía empezar a proponer temas.
–¿Mis temas?
–Tus temas, viejo. ¿Crees que nos vamos a pasar la vida regalándote temas?
–Ahora no tengo –le dije, de golpe avergonzado.
Y entonces empezó otro tipo de angustia: la de buscar temas bajo la desesperación del calor asfixiante de ese verano. Todos los viernes, desde muy temprano, leía los periódicos de arriba abajo tratando de ver la ranura, el cabo suelto de aquellos asuntos que los medios no hubieran tocado o habían dejado de tocar, y que por el vaivén de la coyuntura dejaban de estar en el ojo público para que «Mar adentro» los abordara de una nueva manera. Yo seguía a Silvio por los pasillos de la redacción de Proceso repasando mentalmente la manera en que le presentaría mis temas. Recuerdo que se los soltaba nerviosamente, revisando mi libreta plagada de anotaciones, y él me escuchaba y me hacía preguntas que me ponían en serios aprietos y luego rebatía una a una mis iniciativas. A las dos semanas dos temas míos habían sido aceptados y uno salió publicado con una redacción que en líneas generales podía considerarse mía.
La primera nota independiente que publiqué en mi vida ocurrió antes de lo que esperaba y en parte debido a la guerra o al conato de guerra entre mi país y el Ecuador. El 26 de enero, un avión ecuatoriano atacó un puesto de vigilancia peruano en la frontera norte del país, y el presidente peruano, que se postulaba a la reelección en solo un par de meses, movilizó al ejército del país hacia Tumbes ante lo que parecía ser una guerra inminente. Ese viernes, cuando llegué a Proceso, me encontré un pandemónium: Tito se comía las uñas y dejaba de leer las secciones de espectáculos de los periódicos para tratar de enterarse de qué ocurría, Saúl Vegas iba y venía haciendo llamadas para averiguar las implicaciones del asunto por las vías diplomática y militar, Silvio Carranza entraba y salía. Todos se movían de un lado a otro y hablaban entre ellos a través de los anexos, claramente nerviosos ante la inminencia de la reunión de edición del mediodía. Esa mañana la oficina de «Mar adentro» era una agitación. En cierto momento, sobre el escritorio que Santos había dejado disponible, el editor de toda la zona de «seguridad» de la revista y especialista en temas de fuerzas armadas, Ricardo Rossini –a quien todos llamaban «Rossi»–, desplegó un enorme mapa de la frontera peruano-ecuatoriana y le empezó a explicar a Vegas en qué diablos consistía el problema. Yo reconocía a Rossi por la foto que aparecía en su columna –un hombre de piel comida por un acné adolescente y un bigote gris y un cabello que parecía más bien de dibujos animados–, pero esta era la primera vez que lo escuchaba hablar de los temas que lo apasionaban usando esa voz aflautada, y la verdad es que aquello me parecía un privilegio. Había llegado a la oficina escoltado por el gordo Raúl Balboa, un ex policía con rostro de pocos amigos que aún portaba armas y que escribía en un español absolutamente ininteligible, y al poco tiempo se había sumado a ellos Liliana Valencia, una mujer de voz dulce y carácter temible que era célebre por destapar casos de corrupción en las más altas esferas del poder y volver locos a los fotógrafos con sus minifaldas. Rossi explicaba prolijamente los pasos militares a seguir, los puestos peruanos que los ecuatorianos podrían tomar en los días que venían, y Vegas le iba contando los escenarios diplomáticos que algunos ex ministros y embajadores le habían revelado. En cierto momento se sumó al grupo Silvio y después el mismo De Rivera. Todos empezaron a intercambiar la información que habían conseguido, cruzaban datos, intentaban iluminar como podían aquellos asuntos que no se lograban esclarecer frente al mapa. A veces Tito intervenía. Agazapado en mi escritorio en la esquina de la sala, sin decir una palabra, yo los miraba. Los había leído a todos: podía reconocer el estilo de sus textos, los giros a los que solían recurrir cuando escribían, los temas de los que eran especialistas.
–La verdad es que no se entiende un carajo –dijo de pronto De Rivera, riéndose–. Nos jodimos.
Todos soltaron una carcajada.
–El que está jodido soy yo, viejo –se reía Rossi–. Es a mí a quien el Ogro le va a pedir explicaciones.
En ese momento el teléfono fijo del escritorio de Vegas sonó y este lo respondió, malhumorado. De un momento a otro su rostro se demudó por completo. «Es para ti, Rossi», alcanzó a decir.
Rossi se acercó al teléfono y, mientras su rostro se transformaba totalmente, Vegas les hacía saber a los demás, a través de los gestos de un chiquillo travieso, que la persona que estaba del otro lado de la línea era el director. Los demás se retuercen de risa en silencio y le hacen muecas a Rossi mientras él trata de responder a las primeras inquietudes que le formulan por teléfono. «Precisamente estoy coordinando esto con Francisco y con Saúl», dice, mirando a sus colegas desde la ansiedad. Cuelga y todos explotan en risas como un montón de colegiales. Los miro desde mi escritorio y me río con ellos, aunque nadie note mi presencia. Para cuando, tras buscar a sus editores y redactores por todo el edificio, el hijo del director llega al umbral de «Mar adentro» y con una voz que intenta imitar a la de un locutor de radio llama a todos a reunión y todos salen, con la sola excepción de Tito, me encuentro pensando que todo lo que quiero en mi vida es ser como uno de ellos. Saber qué cosas pasaban en el mundo, tener contactos para enterarme de todo, escribir bien y publicar en un medio así de prestigioso, entrar alguna vez a esas reuniones en que se decidía el futuro de la revista. Creo incluso que aquella vez no sentí rechazo a los gritos del director que empezaron a atronar sobre nuestras cabezas en la oficina ahora vacía.
No sospechaba, por cierto, que ese día algo aparentemente insignificante me iba a acercar a ese deseo. Cuando, tras varias horas de gritos, me di cuenta de que la reunión demoraría más que otras veces decidí irme a almorzar, y eso hice, pero a mi regreso no encontré a nadie en la oficina y me dediqué a seguir leyendo todo lo que podía acerca del conflicto. En cierto momento de la tarde, Saúl Vegas irrumpió en la oficina sin nadie que lo acompañara. Escuché sus pasos y su respiración agitada y cavernosa, y entonces cerré los ojos.
–Estamos jodidos, viejo –le escuché decir, de pronto, y supuse que era al aire de la oficina, aunque la única persona que estaba en ese lugar con él era yo.
No tuve el valor de responderle. Vegas sacó unos gruesos volúmenes que tenía detrás de su asiento, se sentó frente a su escritorio y se alisó un mechón de canas que caía sobre su frente. Hizo una llamada telefónica.
–Aló, con el presidente Fernando Belaunde, por favor –le escuché decir.
Del otro lado le respondieron algo mientras yo mantenía la vista enterrada en mi escritorio. Los ojos de Cortázar me parecieron implorantes.
–Dígale que de parte de Saúl Vegas Tagle.
Me atreví a levantar la vista y me encontré con la imagen de Vegas mirándome de un modo fijo por encima de sus lentes para leer, como si él fuera una estatua y yo un transeúnte apurado en un parque público.
–Arquitecto, qué tal, cómo está. Lo saluda Saúl Vegas. Sí, muy bien, felizmente. Aunque algo agitado con todo este problema, usted sabe. Sí, claro… Es terrible, sí… Entonces se imaginará cómo estamos. Precisamente, sí. Mire, nos encontramos a la búsqueda de elementos, criterios sobre cómo proceder ante un conflicto de esta naturaleza. Usted, como presidente de la República, recuperó Falso Paquisha con cierta facilidad y buena muñeca. Entonces verá, queremos recoger sus ideas para planear bien la cobertura que hará Proceso de este tema, usted sabe.
Lo escuchaba y me decía a mí mismo que sabía claramente quién era Belaunde. Había sido el presidente constitucional que en 1980 le devolvió la revista a sus dueños luego de los años en que la mantuvo en su poder el gobierno militar. Falso Paquisha había ocurrido en 1981. Ahora era un hombre en el retiro. Y empezaba a darle sus impresiones a Saúl Vegas.
–En efecto. Por eso precisamente queremos recoger su versión. Mire, le voy a poner al teléfono con el joven redactor Gabriel Lisboa; él va a tomar sus impresiones para nuestra cobertura. Así es. Un fuerte abrazo, presidente.
Cuando volví el rostro Vegas me hizo un gesto que no pude interpretar y casi expulsado por un resorte cogí mi bloc de notas y mi lapicero, llevé el aparato fijo a lo que había sido el escritorio de Santos y, como un alumno aplicado, aún confundido por el extraño proceder de Vegas, empecé a formularle preguntas al ex presidente como si se tratara de una entrevista para la televisión que se emitía en vivo. Hice rápidas anotaciones, escuché como pude la voz débil del ex mandatario, y traté de bajar al papel todo cuanto me decía. A mi lado, resollando como siempre, Vegas leía otros documentos y parecía enfrascado en otros asuntos, pero algo me decía que no me sacaba un ojo de encima. Tras un rato de escucharme preguntar, se paró y salió de la oficina. En ese momento fui consciente de que mis latidos llevaban mucho tiempo acelerados. Aquella vez hablé con Belaunde cerca de dos horas.
Desde esa semana, a la elaboración de «mares» para Silvio, se sumó la realización de informes para Vegas. Los escribía como podía, muchas veces en casa, en máquina de escribir y usando liquid paper, poniendo el máximo esfuerzo en ser claro y útil para él, pero la falta de una pepa que me ayudara a organizar el material me hacía el trabajo muy arduo. Vegas me aventó el primero, de muy mala gana, y me dijo que el texto estaba escrito «con las pezuñas». Es bastante probable que entonces haya salido a la plaza San Martín a llorar. Los siguientes los leyó también sin demasiado entusiasmo, o al menos eso mostraba, aunque no dijo nada. Una mañana de lunes, cuando las acciones bélicas se disparaban, me sorprendió diciéndome que había un asunto relacionado con el tema de las minas que habían sido sembradas en todo el teatro de operaciones. Era necesario saber qué opinaban los generales y también los expertos en derecho internacional. Vegas me dio un par de nombres. Yo los llamé, los entrevisté ese mismo día y me pasé la noche del lunes hasta muy tarde escribiendo mi texto. Cerca de la medianoche le dije que lo tenía y él, despeinado ya por la agitación de la primera jornada de cierre, me dijo que lo dejara descansar, que lo revisara mañana y que al día siguiente se lo alcanzara en la tarde, que lo quería «impecable». Así lo hice. Trabajé toda la mañana en la redacción de Proceso antes de que nadie llegara, revisé una y diez veces el texto sobre el papel, y cuando juzgué que era incorregible lo dejé impreso y en un disquete sobre su escritorio y me puse a trabajar a todo vapor en los «mares» de Silvio. Me fui a la casa cerca de la medianoche. El viernes siguiente, absolutamente aturdido, vi que el informe que le había entregado a Vegas había aparecido como un recuadro independiente dentro de la nota principal que él había escrito y que abría toda la revista. Vegas le había agregado un título y una bajada, y al final del texto un pequeño paréntesis donde se leían mis iniciales resaltadas en negrita, que indicaban que era mi trabajo: (GL). El texto era en cierto sentido mío. Había un par de cambios, algunos adjetivos mejor puestos, ciertos giros castizos que a mí jamás se me hubieran ocurrido, y un final contundente. Esa mañana no vi a Vegas y me pareció mejor; si lo hubiera tenido al frente no hubiera sabido qué decirle. Solo un rato después, antes de que Najarro llegara, contesté el teléfono en la oficina y escuché que era De Rivera: me necesitaba en su despacho. Fue la primera vez que entraba allí desde la noche en que lo hice con mi tío Emilio. Reconocí la reproducción de un cuadro de Gauguin, el televisor a un lado, el escritorio, y también las espaldas voluminosas, el pelo engominado de Vegas. Ambos llevaban el ejemplar en la mano.
De Rivera me preguntó si estaba pasando vales por movilidad y le respondí que no. Durante todo ese mes había gastado menús y pasajes pagados por mi tío; me entregaba el dinero cada semana y yo no podía dejar de sentir cierta pena o malestar al recibírselo. De Rivera me dijo entonces que habían cometido un error. No había un sueldo para practicantes, ciertamente, pero sí vales por viáticos y movilidad. Saliendo debería ir a contabilidad a pedir esos vales y desde entonces los pasaría en caja chica de la revista, siempre autorizados por Saúl Vegas. No recuerdo qué más hablamos en esa corta reunión. Solo que en cierto momento De Rivera cogió el ejemplar de ese día, lo abrió por las dos páginas en las que había aparecido mi recuadro y le preguntó a Vegas si ese texto en verdad era mío.
–Totalmente –respondió Vegas–, ahí están las iniciales.
–¿Y escribe así de correcto?
–No le corregí una coma –mintió mi jefe.
Yo no me atreví a verle el rostro.
–Pues te felicito, Lisboa –dijo el subdirector–. No bajes la guardia. Y mándale saludos a tu padre de mi parte.
El resto del verano gané con los vales casi lo mismo que con cualquiera de los trabajos de los años anteriores. Mi tío no quiso recibir el dinero que le quise devolver, así que comencé a ahorrar para comprarme ropa nueva, zapatos, unos lentes de sol. Empecé a trabajar con una plenitud que nunca antes había sentido. Todos los días acumulaba ideas para los «mares» de Silvio y me entregaba con fe ciega a las labores que me encargara Vegas para sus artículos de apertura, que en la revista llamaban «sábanas». Muchas veces yo cubría el lado técnico o árido de sus notas, le entregaba informes que aparecían dentro de su texto, complemento de la crónica política que él escribía con chismes y trascendidos de las altas fuentes que conocía en el mundo de la política y en la que incluía el análisis político y una dosis de citas cultas, giros inesperados y un lenguaje envidiable al fragor de la madrugada. Mis textos se terminaban mimetizando en el texto de la sábana y solo yo sabía que en esos textos que Vegas jamás firmaba –él solo estampaba su firma a las entrevistas que hacía a aquellos políticos de vieja guardia que respetaba– su pluma y la mía se habían enlazado imperceptiblemente. Para mí ese hecho, más la aprobación de Silvio, y las sonrisas de De Rivera cuando me lo cruzaba por los pasillos, y el dinero de los vales, era más que suficiente. Creo que era completamente feliz.
Sin embargo faltaba algo más para concluir aquel verano; algo que yo ni en mis mejores proyecciones había sospechado. Era ya fines de febrero y la guerra se había desatado en la zona de conflicto. Proceso era uno de los pocos medios opuestos al régimen de la dictadura, y el único que había presentado una visión bastante pesimista del asunto. Sabíamos que los ecuatorianos habían ocupado rápidamente los puestos militares peruanos –sobre todo el clave: Tiwinza– y que nosotros estábamos realmente lejos de recuperarlos. Todas las semanas Rossini, Valencia y Balboa publicaban informes que revelaban las acciones erradas de varios generales incompetentes enquistados en el poder, los mecanismos del tráfico de armas que involucraba a otros países de la región y las mentiras del gobierno peruano. Vegas, y con él Silvio y también Najarro, cubrían las posibles salidas políticas a la crisis, los escenarios de la negociación, las consecuencias que el conflicto tendría sobre las elecciones de abril. Una de aquellas semanas la revista colocó en carátula a un adolescente muy humilde que era parte de nuestro ejército en la frontera: la guerra que se libraba reclutaba a chicos como él, sin preparación, demasiado jóvenes y de escasos recursos, cobrizos y flacos hasta la pena, y el chico de la carátula parecía cifrarlos a todos: el rostro contrariado, la cabeza apoyada sobre un fusil, la vista depositada en ninguna parte. Si recuerdo esa portada es porque Vegas encontró en ella inspiración para colocarme un sobrenombre revelador la primera vez que me encargó un artículo grande, completamente mío.
–Hay una «historia» para ti en esta edición, soldadito de Tiwinza –me dijo con un tono que pretendía ser serio–. La vas a cerrar con De Rivera.
No recuerdo haberle respondido algo porque seguramente trataba de digerir el encargo a la vez que escuchaba a Vegas explicarme el asunto, muy en sus términos: se había cubierto el conflicto por todos lados, militar, político y civil, y para variar, en nuestro país, nadie había pensado en los salvajes que habitaban el teatro de operaciones allí en la jungla, una serie de tribus de jíbaros que se encontraban en la cordillera del Cóndor desde que el mundo era mundo y que de pronto estaban metidos en una guerra del cuerno que no les atañía en absoluto: ¿qué pasaba con ellos? ¿Qué había sido de esos pendejos? ¿A quién apoyaban? ¿A quién no? ¿Qué les pasaba a esos cojudos? ¿Se seguían pintando o no? ¿Eran maricones o qué? Un informe completo, viejo, añadió Vegas, riéndose a sus anchas y haciéndome reír a mí también.
–Gracias, señor Vegas. –Fue lo único que atiné a decir. Siempre lo llamaba «señor Vegas» como a los demás «señor Santos», «señor De Rivera», «señor Rossini».
–Nada que agradecer –me dijo, levantándose de su asiento.
Estaba por decirle algo mientras salía de la oficina pero no se me ocurría nada.
–No me hagas quedar mal, soldadito de Tiwinza –volvió a decirme, ya desde el borde de la puerta–. Que afuera se den cuenta de que trabajas al lado de Vegas. Y ahora a trabajar. ¡Sobre la marcha!
Escribo esto y me pongo a pensar que en el fondo debimos de ser una pareja bastante cómica, ese verano y el siguiente, en que yo volví a Proceso convertido ya en un chico que tenía seguridad en sí como periodista y con sueños secretos de convertirse en escritor. Veo claramente al gordo Vegas avanzando siempre a paso forzado, gruñendo, resollando bajo el sopor del verano, asustando a la gente con su mal humor y detrás de él a su practicante, yo, el soldadito de Tiwinza, el redactor a quien su incipiente capacidad de escribir lo había librado de ser uno de aquellos muchachos en medio de la guerra, o el encargado de limpiar los trastes de la oficina de esa redacción. Era más bien el lazarillo de Vegas, y desde esos días empezaría a sentirme de veras protegido siempre que él anduviera cerca. Y lo estuve. Salía disparado cada vez que escuchaba sus pasos resonantes por el pasillo, el pelo engominado y el golpe sonoro de su frase «Sobre la marcha».
Y esa semana, sintiendo sus ojos puestos sobre mí en todo momento, me empeñé cubriendo las comisiones necesarias para sacar adelante, como se debía, ese reportaje: me reuní con todos los líderes indígenas que se encontraban en Lima, entrevisté también a algunos antropólogos y conversé con los lingüistas del instituto de verano. Todas las comisiones las realicé con el fotógrafo Marcos Saavedra, un hombre de edad, flaquito y canoso, que era experto en realizar los encargos más arriesgados y suicidas. Desestimando el sudor de esos días, movilizándonos en el pequeño Escarabajo que le cedía la revista, tomamos imágenes de aquellos líderes con collares y plumas dentro de oficinas del centro de Lima igual de atestadas y apolilladas que las de Proceso, capturamos imágenes de lanzas y flechas, tratamos de prestarnos fotografías de los institutos. El lunes en la mañana Vegas me informó que cerraría ese mismo día, en la noche, y entonces sentí un golpe de adrenalina. Durante los días que habían pasado no había parado de acomodar en mi cabeza las frases iniciales, el salto de párrafo a párrafo y el posible cierre del texto aun cuando nuevos datos desacomodaran lo que planificaba y me obligaran a reescribir todo de nuevo mentalmente. La tarde del lunes recibí las planchas de contacto y las reproducciones de las fotos tomadas y en la noche fui con todo aquel material gráfico de mi artículo a la oficina de De Rivera. La escena que me encontré fue inolvidable. Era una noche histórica y yo lo ignoraba por completo. El dictador empezaba a leer un discurso nasal acerca de los resultados del conflicto del Cenepa y en la oficina del subdirector los editores de la principal revista de oposición de su gobierno parecían observar la final agonizante de un campeonato de fútbol. Rossi, Vegas, Lili Valencia, Carranza, Balboa… Todos increpaban a voz en cuello las intervenciones del gobernante en la pantalla del televisor, se paraban de sus asientos y regresaban a ellos, caminaban nerviosamente hasta el pasadizo de salida y volvían a la oficina, prendían cigarrillos y se cogían los cabellos con desesperación. Entre los gritos y las risas nerviosas, a ratos interviniendo y a ratos enterrando la mirada en la plancha de contactos de mis fotos con la ayuda del lente especial que tenía para ese fin, De Rivera trataba de rescatar imágenes para diseñar mi reportaje. En cierto momento se concentró, y yo me mantuve en ascuas repasando el orden de su ropa, tratando de interpretar sus expresiones faciales y también lo que podrían significar esos círculos y aquellos extraños símbolos que trazaba sobre ciertas imágenes con la ayuda de un lápiz de cera. De Rivera se mantuvo imperturbable en su labor largo rato y solo se desentendió de ella cuando el presidente anunció categóricamente que habíamos recuperado Tiwinza. Entonces todos estaban ya levantados de sus asientos, totalmente indignados ante aquella mentira, y De Rivera se unió a ellos: Rossi se reía de una manera que parecía esconder deseos de llorar, Lili le gritaba a la pantalla como si esta fuese el mismo dictador encarnado, Balboa y Carranza se llevaban las manos a la cabeza y Vegas movía el rostro a ambos lados, derrotado. Entre la vocinglería y los gritos, yo seguía mirando fijamente las manos impecables de De Rivera que sostenían las planchas de contacto y después de un rato su ojo derecho nuevamente pegado a la lupa deformante… En cierto momento, cuando el presidente cerraba su alocución y el propio Vegas, ya despeinado y con la camisa afuera, se había puesto de pie también, De Rivera dejó a un lado el material y me miró a los ojos.
–Estas fotos son una mierda, Gabriel –me dijo, con una voz que se diluía bajo los gritos de la oficina; después no supe si se refería a mi trabajo o al mundo en general–: Todo es un completo desastre.
Me fui de un modo imperceptible de su oficina, algo decaído, pero luego me puse a trabajar rabiosamente en la máquina del gordo mientras los demás, en el espacio contiguo, seguían comentando airadamente el mensaje. Una hora y media más tarde, cuando llevaba dos párrafos de la historia escrita y todavía sentía un nudo en la garganta, De Rivera me llamó al anexo de mi oficina para preguntarme si conocía el área de artes gráficas de la revista, al otro lado del edificio. Salí raudo por el largo pasadizo, crucé la puerta de vidrio y luego de atravesar el rellano del piso seis descubrí un corredor igual de largo que el de mi oficina, solo que tachonado de espacios más iluminados en los que se veían mesas de material fotográfico y muebles de archivo, una sala amplia con mesas de dibujo, lámparas de estudio de arquitecto y lápices de colores y reglas. En medio de una sala oscura, al fondo del corredor, encaramados sobre una amplia mesa de luz con apariencia espectral, me topé con la imagen de De Rivera flanqueado por Félix Ojeda, el jefe de diseño de la revista. Ambos revisaban el material ampliado de las fotos de Saavedra que De Rivera había elegido con su lápiz de cera y también material de archivo gráfico que la revista tenía en sus depósitos y que el subdirector había solicitado con el fin de salvar gráficamente una nota que por un momento parecía condenada a morir.
–Este es tu primer cierre de edición, ¿no, viejo? –me preguntó De Rivera.
–Así es, señor De Rivera.
–Ahora vas a saber el infierno que es esto.
Lo iba a saber, claro. Lo iría a conocer perfectamente durante los años que vendrían y en los que me desempeñaría como periodista de choque atado a horarios de murciélago y al consumo compulsivo de cigarrillos y café hasta el día en que renuncié a trabajar en la prensa para salvaguardar mis nervios y mi cordura, pero eso fue mucho tiempo después. Aquella noche, la conciencia de estar viviendo por primera vez aquello que me había sido vedado hasta entonces y que todo el mundo llamaba «el infierno del cierre» me hacía sentir como si estuviera a punto de entrar a un país ignoto que no me estaba destinado.
De Rivera colocó frente a él una hoja de formatear que llevaba impreso el logo de Proceso y distribuyó sobre la zona libre de la mesa las fotos ampliadas y también las de archivo. Las miró todas atentamente, parpadeó, movió algunas de posición, y de pronto su mano grande y pulcra, de uñas milimétricamente recortadas, empezó a trazar sobre el papel cuadriculado de la revista unas líneas con las cuales separó determinados espacios para las imágenes que había pedido y que fue yuxtaponiendo sobre el papel abierto. Hablaba para sí mismo, como una persona que realiza una extraña ceremonia privada, miró el resultado fugaz de las fotos superpuestas y luego hizo un gesto de satisfacción y escribió sobre estas y sobre los espacios que les correspondían una serie de números que identificaban su correlación. Luego dibujó unas líneas que indicaban dónde irían las leyendas que las acompañarían y solo después, con letra precisa, escribió el título de la nota –me enteré de que se llamaría «Los jíbaros del Cóndor»– y debajo bosquejó el texto de la bajada, la barra de los créditos y señaló los espacios por los cuales el texto que yo estaba escribiendo correría a lo largo de las tres páginas que, según el índice, habían sido destinadas para mi artículo. Lo hizo con una extraña paciencia, acaso consciente de que aquella operación iniciática que realizaba ante mis ojos era algo así como un acto de magia para mí. Terminó de contemplar su diagramación, intercambió una mirada cómplice y una sonrisa con el jefe de diseño y me entregó todos los materiales.
–Tienes cuatro mil quinientos golpes para contarnos tu historia –me dijo.
Regresé a la oficina de «Mar adentro» con mi material en las manos y aquella noche, mientras el gordo Vegas se reunía con políticos y asesores de ministros buscando datos para su sábana del día siguiente, empecé a escribir mi artículo desde la primera línea. Lo hice absolutamente concentrado, sin duda galvanizado por las tazas de café que me agenciaba de un gabinete colocado al lado de la oficina de Rossi y de los cigarrillos que prendía en la oficina. En ese momento, a esas horas, otros redactores estaban escribiendo palabras que le darían forma al Proceso de esa semana y yo era parte de ellos. Sentía que no tenía la edad que tenía y por un rato me olvidé de mí mismo. La llegada de Vegas a la oficina y su rumiar detrás de mí revisando informes y leyendo datos me hizo regresar a la realidad. No lo iba a decepcionar. De manera que cuando sentí que tenía el texto listo, lo imprimí y se lo alcancé como un acto de agradecimiento y lealtad. El gordo lo leyó de corrido y me dijo que no era necesario que se lo mostrara a De Rivera, que fuera de frente a la «mesa de corrección» y luego donde Ojeda. Cruzando el pasillo y atravesando en dirección opuesta a la puerta de vidrio la sección donde los periodistas de inactuales escribían sus notas o hacían llamadas, llegué a un cuarto de paredes despellejadas y casi sin muebles en la cual tres hombres mayores con aspecto de geniogramistas o de eximios jugadores de ajedrez esperaban sentados alrededor de una mesa vacía todos los textos que pudieran producir los redactores de la revista para intervenirlos con anotaciones ininteligibles que en realidad eran correcciones gramaticales y mejoras estilísticas. Después de que uno de ellos revisara minuciosamente el mío y me lo devolviera con una mirada severa por encima de sus gafas, introduje los cambios que propuso en la computadora de «Mar adentro» y llevé el disquete con la versión final donde Ojeda, tal como me indicó Vegas. Esta vez lo encontré en medio de una sala llena de luz donde varias personas trabajaban en sendas máquinas de diseño las versiones finales de las páginas de Proceso que se verían aquella semana. En la pantalla más grande de esa oficina, el propio Ojeda abrió un archivo donde ya se veían las versiones digitales de las fotos escogidas por De Rivera y sobre él extendió el texto que yo le señalé de los archivos del disquete a lo largo de las tres páginas. Me pidió que le diera los materiales que De Rivera me había entregado; lo hice y entonces lo vi colocar las fotos al tamaño y en el orden que el subdirector había dispuesto en el boceto y a ubicar también el texto del titular y las leyendas sobre ellas. Yo lo estaba mirando con la boca abierta cuando el teléfono que tenía al lado sonó y la voz del director atronó del otro lado de la línea.
–Voy a armar tu nota en un buen rato –me dijo, saliendo–. Ya no tienes nada más que hacer aquí; puedes irte ya.
Entonces supe que eran las tres de la mañana y que en definitiva lo que menos tenía era sueño. También me di cuenta de que esa noche no había comido, y de que igual no había sentido hambre, ni la sentía. Cogí mis cosas y noté los músculos de mi cuello y espalda entumecidos. Vegas se había ido ya, de modo que salí al jirón Camaná y en la puerta del edificio me encontré con Silvio, que fumaba un cigarrillo mientras hablaba con un vigilante. Me preguntó cómo así me iba tan tarde y le dije que me había quedado cerrando una «historia». Lo vi sonreír detrás de sus lentes y decirme que me acompañaba, y sentí que tenía ganas de darme un par de palmadas de aprobación mientras caminábamos en la noche fresca del verano a lo largo de la avenida Emancipación rumbo a la avenida Tacna, pero no lo hizo. Aquella noche tomé mi bus desde Javier Prado y no pude dormir muy bien y el día martes me costó concentrarme en el trabajo de los «mares» habituales. Me pasé el miércoles en estado de alerta, completamente impaciente por el futuro, y el jueves por la mañana no pude esperar más y fui hasta la misma redacción de Proceso a recoger mis dos ejemplares de cortesía: entre las notas firmadas por Rossi, Vegas, Carranza, De Rivera y las columnas de distintos colaboradores y analistas, había una de tres páginas dedicada a los jíbaros del Cóndor. Vi una y mil veces el título en letras rojas, las fotografías de Marcos Saavedra y las imágenes de archivo, mi texto desplegándose sobre las páginas físicas de la revista y en un vértice al lado del título, en letras capitales, mi nombre. «Escribe GABRIEL LISBOA.» Fue la primera vez que veía mi nombre impreso sobre un papel y la primera –me doy cuenta ahora– que lo vi relacionado con esa palabra que de pronto había cobrado en mi vida una importancia que no había sospechado jamás: «escribir».
He tratado de recordar qué fue lo que sentí aquella mañana de jueves y lo único que se me viene a la mente es algo parecido a lo que me ocurrió apenas minutos antes de haber empezado a escribir esto que trabajo hace ya algunos días en desorden, por las mañanas y por las tardes y a veces por las noches, frente a esta computadora encendida en una habitación de Santa Anita. Este texto que no es otra cosa que una «historia», solo que contada por un redactor diez años después; sin fecha de cierre precisa, o más bien con una fecha de cierre que nadie, ni siquiera él, puede precisar.
El viernes siguiente llegué a Proceso algo retrasado y en la oficina de «Mar adentro» Najarro y Silvio me abrazaron mientras Vegas vociferaba con su voz tan potente y ahora paternal que el soldadito de Tiwinza se había vuelto famoso, que no le engañaran, que no le hicieran creer que ya era un «grande». Sentí que sí, que había nacido para escribir y que a eso me quería dedicar el resto de mi vida. Pensé con toda claridad que el periodismo era la mejor manera de encontrar mi lugar en el mundo.
Aún no había conocido, claro, al poeta Santiago Montero.